27 El giro vegetal. El arte contemporáneo contra la ceguera vegetal Santiago Morilla El término “ceguera vegetal” (en inglés, plantblindness) fue acuñado en 1999 por los botánicos James Wandersee and Elisabeth Schussler (1999, 2001), en relación al entonces alarmante y creciente desconocimiento del reino vegetal que manifestaban los jóvenes estadounidenses. Pero después de más de dos décadas, esa pérdida de conocimientos sobre las plantas, sobre sus usos, beneficios, peligros y propiedades, junto a la manifiesta falta de destreza para reconocerlas y diferenciarlas, sigue estando muy vigente. De hecho, podríamos entenderla como una suerte de ceguera cultural o sesgo cognitivo que configura y constituye una de las características –aún zoocéntricas y antropocéntricas– de nuestro imaginario epocal actual. Pero, ¿por qué no “vemos” las plantas? ¿Por qué no las consideramos, no ya como seres vivos en un entorno tejido de codependencias simbióticas, sino tampoco como fuentes de conocimiento y/o espléndidas compañeras en nuestra convivencia y desarrollo planetario? ¿Por qué no están más presentes en las explicaciones de la explosión de vida en nuestro planeta? ¿Por qué están tan infrarrepresentadas en las aulas o en el vocabulario que usamos? ¿Por qué son tan tan necesarias para nuestra subsistencia pero, al mismo tiempo, tan invisibles? ¿Están acaso presentes en los discursos del arte contemporáneo? Y si es así, ¿de qué forma? ¿Qué imaginario –presente y futuro– estamos construyendo con, contra, desde o –incluso– sin ellas? Revalorizar la terraformación vegetal: Las plantas constituyeron ayer y siguen constituyendo hoy uno de los pilares fundamentales de la llamada terraformación1 en términos 1. El término “terraformación” apareció en la literatura de ciencia ficción anglosajona de los años 30 y 40 del siglo XX para aludir a la hipotética intervención antrópica en un planeta (u otro cuerpo celeste) que provocara las condiciones necesarias para la habitabilidad humana (atmósfera respirable, temperatura idónea, presencia de agua, etc.). Más tarde, en los años 60 del siglo XX, fue la divulgación científica, principalmente en figuras como Carl Sagan, quien más popularizaría el término, abriendo el debate no solo a su viabilidad material sino también a su necesidad real. A día de hoy, el término se asocia a los discursos más especulativos de la ingeniería (a menudo con su sinónimo “geoingeniería”), la prospectiva política y los debates críticos de las humanidades energéticas, así como a las prácticas de modelización del urbanismo, la arquitectura y el arte contemporáneo. Prácticas que hablan (a favor y en contra) de un futuro proyecto de diseño como fuerza moldeadora (¿imaginable, posible, viable?) tanto 28 biofísicos, como principales responsables que son en la producción de las condiciones necesarias para toda habitabilidad del planeta Tierra. Son, literalmente –tal como apunta el escritor científico William Allen (2003, p. 926)-, los principales mediadores entre el mundo físico y el biológico, en tanto que alimentan día a día la vida en la Tierra desde su aprovechamiento y síntesis de la energía solar. Hace aproximadamente 2.000 millones de años la vida se desarrolló en medios acuáticos. Fue entonces cuando se expandieron las cianobacterias (capaces de realizar la fotosíntesis) y aparecieron también las primeras células eucariotas, los cloroplastos y las mitocondrias. Todos estos organismos fueron capaces, por primera vez, de proveer y procesar energía, reduciendo el CO2 y aumentando el porcentaje de oxígeno atmosférico. Esto lo cambió todo. Había comenzado la terraformación, es decir, el lento caminar hacia lo que entendemos hoy en día como una planetariedad óptima y adecuada para el desarrollo de la vida terrestre. Pero fueron las plantas quienes desde el mar iniciaron la conquista de la vida terrestre en nuestro planeta Tierra. Ellas aceleraron la explosión de la biodiversidad en el período Cámbrico y generaron las moléculas de ozono que absorbieron la radiación ultravioleta. Y, con el tiempo, permitieron que la vida se desarrollase, lentamente, más allá del mar. Fue en este momento, hace entre 542 y 530 millones de años... cuando una célula vegetal compuesta evolucionó en lo que conocemos hoy como un alga: un organismo acuático con capacidad fotosintética que crece rápido y se adapta fácilmente. Las ancestrales algas –¡qué paradoja!– son hoy consideradas una esperanza futura por su capacidad de asegurar la alimentación de la humanidad. Es, sin duda, un superalimento natural para nosotros los humanos, pero también es una forma de vida que enlaza con lo más consustancial de nuestra terraformación al tiempo que conecta nuestra lejana relación genética –ya sea mediata o inmediata– participada por todos los seres vivos. Esta paradoja no solo nos hermana con nuestro ancestral origen vegetal, como señala el filósofo Emanuele Coccia, y nos ayuda a “darnos cuenta de que la vida que yace en las profundidades más íntimas del ser que comemos podría engendrarnos: [una vida que] es exactamente la misma que está en nosotros” (2021, p. 107). Además, esta paradoja nos señala otra cuestión que es, a menudo, invisible para nosotros: que las plantas son los únicos organismos que pueden producir su propio alimento (son autótrofos), y que dicha autonomía es la base de la pirámide alimenticia de todos los demás seres vivos, incluidos, cómo no, los seres humanos. Así, reconocer la fascinante capacidad autogenerativa de los vegetales y la fuerza plástica que evidencian en sus constantes metamorfosis, nos acerca un poco más al abismo que para un humano significa poder llegar a entender un poco más el comportamiento de otras especies, y cómo esto puede cambiar radicalmente nuestras relaciones interespecie. Porque las plantas se presentan ante nosotros bajo un gran número de formas, sí, pero con un único vector generativo que, como apunta Coccia, se manifiesta siempre como una fluida transformación desde un único órgano hacia para exoplanetas como para nuestra propia madre Tierra. Para más información véase: Morilla Chinchilla, S. (2022). Estrategias de orientación para una terraformación antropodescentrada. ASRI. Arte Y Sociedad. Revista De Investigación En Artes Y Humanidad Digitales, (21), 4–22. https://doi.org/10.5281/zenodo.7642271 29 múltiples formas (2021, p. 93). De hecho, su organización “cuasi-neural” y su adaptación multiforme puede –quizás– inspirarnos hacia un nuevo paradigma estético, sociopolítico y comportamental. Así pues, la existencia vegetal se estructura en base a una permanente autogeneración y metamorfosis contextual que, generosamente, nos regala otra perturbadora lección: para los animales y para los seres humanos vivir significa poder ingerir y asimilar constantemente los cuerpos (energías sintetizadas) de otros vivientes (ya sean vegetales, hongos o animales) dentro de nuestra propia existencia. Esta es, en términos materiales, al igual que también en términos cognitivos y trascendentales, nuestra “metamorfosis” pendiente como seres humanos conscientes y situados en el planeta Tierra: entender que en el acto de la alimentación –tanto como en el de la respiración– asimilamos continuamente las vidas de otras especies. No en vano, nuestra existencia depende de metamorfosear otras especies dentro de nuestro cuerpo, todos los días, en un fluido acto –consciente o no, visible o invisible– que a nivel macroscópico y estadístico conforma un mundo unitario, hecho de la misma “carne”. Podemos llamar a esa “carne” Gaia, o quizás Pachamana o madre Tierra, pero el caso es que en su funcionamiento todos somos potencial alimento para otros seres y sustento atómico transmutado en otras materialidades planetarias. Sin embargo, aunque convendremos aquí que todas y todos actuamos en el ciclo material y energético de la vida, algunos actores son más numerosos y esenciales que otros en las necesarias funciones de equilibrio y mantenimiento del cuerpo común. Del mismo modo que unos están mejor adaptados al entorno y son capaces de colaborar de manera más eficiente de la red de codependencias interespecie de la que formamos parte. Este es, parece claro, el caso del elevado porcentaje, del aproximadamente 80% de la biomasa total planetaria, que constituyen las plantas frente al escaso 0,01% que representan los humanos (Bar-On, Phillips y Milo, 2018). Cuando las algas saltaron al medio terrestre, evolucionaron en briofitas, musgos y hepáticas… Algunos de estos seres pretéritos también consiguieron aliarse con los hongos terrestres en redes de colaboración simbiótica (mientras las algas proporcionaban la energía de la fotosíntesis, los hongos suministraban agua y nutrientes). Una colaboración muy al estilo de un organismo ciborg, cuya capacidad de alianzas protésicas consistiría en transgredir las fronteras (membranas) existentes y desdibujarlas, como ya apuntara la científica y filósofa Donna Haraway (2019). Pero esta red de alianzas y cuidados compartidos en el entorno terrestre pronto se enfrentó a un peligro de muerte: la deshidratación de sus tejidos. Su estrategia entonces se basó en la protección y la flexibilización de su tejido vegetal a través de otro “compostaje”. Es decir, fueron capaces de combinar la producción de cutículas con vías de transpiración para regular la evaporación y la entrada de CO2 y nutrientes. Aquí, la piel vegetal nos enseña que… sí, todos necesitamos una barrera contra los agentes externos, pero una barrera que nunca puede ser del todo hermética y ajena a todo aquello que nos atraviesa e interconecta con la vida. Más bien, quizás necesitemos –como las plantas– una membrana lo suficientemente flexible y porosa para asegurarnos el suficiente intercambio energético y 30 comunicacional con el entorno. Esta cuestión nos enfrenta, de nuevo, a algo que sobrevuela constantemente las líneas de este texto: un giro en el eje de la episteme atropocéntrica, o dicho de otro modo, la necesidad de derrocar el mito de la superioridad humana que tanto nos ha empujado a considerarnos radicalmente diferentes, superiores, intocables y ajenos a las consecuencias de nuestros actos en la “piel”, la “carne” y el flujo de la comunidad ecológica y ancestral que nos precede. Tal y como apunta el divulgador científico David Beerling (2019), hoy en día más de 7.000 millones de personas dependen de las plantas para vivir, pero pocas se detienen a considerar que fue gracias a la odisea histórica del reino vegetal que hoy es posible nuestra existencia real, nuestra alimentación, respiración, producción, desarrollo e, incluso, nuestra salud y calidad de vida. Y no solo eso, sino que sostiene que solo es a través de una mejor comprensión evolutiva de nuestra biomasa vegetal planetaria (desde su nacimiento en el agua hasta su conquista de los continentes, como un claro y determinante proceso para nuestra existencia pasada y presente) que podremos afrontar nuestra supervivencia futura como especie en equilibrio con los actuales límites planetarios. Romper la inercia del imaginario antropocentrado: “The world is not the world as manifest to humans; to think a reality beyond our thinking is not nonsense, but obligatory”. Graham Harman (2011, p. 26) Recordemos, ahora en términos antropológicos, que el conocimiento vegetal y botánico impulsó históricamente el desarrollo de la agricultura, hace unos doce mil años, proporcionando –como apunta el historiador Yuval Noah Harari– “la base material para agrandar y reforzar las redes intersubjetivas” (2017, p. 178). Una expansión que requirió de una gran capacidad de gestión de actividades, burocracias y logísticas que, gracias a la invención sumeria de la escritura y el dinero (2017, pp. 179-180), agilizó el procesamiento de datos con impuestos y tributos. Comenzó así nuestra condición sedentaria generalizada y nuestra organización social en torno a ciudades y agrupaciones gremiales, encargadas éstas de centralizar la gestión y la planificación de los usos agroalimentarios (por ejemplo, la acumulación y la distribución del grano para la población y los ejércitos). No en vano, fue el conocimiento vegetal el que –en gran parte– condicionó la organización del trabajo y articuló el comercio en términos materiales, determinando el privilegio del disfrute del tiempo libre en sus distintos órdenes sociales. Y con todo ello, también regó indirectamente los terrenos del ejercicio político, filosófico y artístico, así como de las encomiendas religiosas, por citar algunos “frutos” civilizatorios. Aunque la “ceguera” señalada por Wandersee y Schussler puso en relieve el eje de preferencia por el mundo humano (el antropocentrismo) y el animal (el zoocentrismo), también apuntaba hacia una pérdida específica del peso de la Botánica en el ámbito académico. Podemos entender este sesgo como el resultado de un desplazamiento hacia otras especialidades y campos de conocimiento que guardarían más sintonía con las competencias que se esperaban para el mercado laboral 31 de la última década del siglo XX, más pendientes de las hojas de ruta pautadas por los ritmos del capital (el capitalocentrismo). Pero, además de estos condicionantes de corte político, económico y cultural, los mismos botánicos argumentaron en un artículo publicado en la revisita Plant Science Bulletin que el principal causante de la “ceguera” sería la naturaleza misma de nuestro sistema de procesamiento de información visual (2001, pp. 2-9). Es decir, no se trataría de un fenómeno únicamente derivado de nuestra condición de mala salud (podría pensarse como un tipo de agnosia visual), sino más bien una mezcla entre una condición perceptiva precondicionada que –además– se sumaría a las consecuencias de ciertas prácticas culturales que consistirían en ignorar toda alteridad e interdependencia vital en nuestro entorno simbiótico, compartido con otras especies. De hecho, los humanos, al abrir los ojos, no somos capaces de ver todo nuestro entorno de una vez, con la misma intensidad, atención y capacidad de procesamiento, sino que discriminamos y seleccionamos automáticamente la ingente cantidad de información que nos llega. Como apunta Allen: “cada segundo, los ojos generan más de 10 millones de bits de datos para el procesamiento visual, pero el cerebro extrae solo unos 40 bits y procesa completamente solo los 16 bits que llegan a nuestra atención consciente” (2003, p. 926). Esto supone un verdadero cuello de botella para la percepción y el entendimiento humano, donde las plantas, como seres aparentemente sésiles (carentes de movimiento), tienen todas las de perder en la pugna por la atención óptica antrópica. El cerebro humano está preprogamado para fijarse primero en el movimiento, en el sonido, en los patrones llamativos y, sobre todo, en las figuras que resaltan del fondo como amenazas potenciales. Por lo tanto, con un ritmo vital que se desarrolla fundamentalmente en otro espacio- tiempo y con una dieta que no incluye a los humanos, las plantas tienen todas las papeletas ya rifadas para no recibir excesiva atención visual por nuestra parte. Así pues, por un lado, los humanos estaríamos predeterminados fisiológica y genéticamente para no considerar el reino vegetal. Y, por otro lado, y al mismo tiempo, las plantas serían invisibles para nosotros en tanto no emergen, se construyen, interrelacionan y se representan activamente dentro de nuestros imaginarios2 como construcciones culturales activas, siempre en negociación y en disputa desde los centros de enunciación del poder. Esta doble condición, la “natural” ceguera humana y la “cultural” invisibilidad vegetal, puede ser considerada, sin embargo, como un drama épico en los tiempos que corren. Porque hoy, más que nunca, inmersos como estamos en un escenario de múltiples crisis escaladas en (y para) un mundo herido, y donde el ser humano manifiesta su incompatibilidad –o al menos, su lentitud y pereza– respecto al conocimiento, sensibilidad y compromiso con las metamorfosis (materiales y mentales) que exige el equilibrio ecosistémico, urgiría dar cuenta –para empezar– de tres 2. El término “imaginario” se usa aquí en el sentido dado originariamente por Cornelius Castoriadis, para designar las representaciones sociales que son encarnadas y cimentadas desde sus instituciones, es decir, para designar las representaciones que desde el plano material de la producción cultural se irradia hacia la vida social. 32 cuestiones capitales que –quizás– podrían empezar a deconstruir, poco a poco, el imaginario imperante. En primer lugar, como ya hemos introducido, cabría señalar la completa dependencia de toda vida terrestre hacia las plantas y hacia su papel como principales agentes terraformadores. En segundo lugar, habría que acentuar la necesidad de metamorfosear la subjetividad humana, desplazarla y “desconfinarla” más allá de – siguiendo aquí el pensamiento de Bruno Latour (2007)– los límites que nos marca la herencia epistémica de la modernidad. Un reconocimiento limitante que proviene de las arraigadas ideas del crecimiento económico sin fin, del progreso y del bienestar asociado al dominio extractivista de la naturaleza. Para Latour (2021), es necesario imaginar hoy a Gregor Samsa, en la novela Metamorfosis de Franz Kafka (1915), no ya condenado y amargado, sino encajando su nueva condición desde la que poder descubrir el gusto por la transformación, comprendiendo finalmente dónde vive y qué puede hacer: a fin de cuentas, se trata de vivir en la misma Tierra, pero participado de las constantes metamorfosis que, esta vez, son percibidas en una escala diferente. En cierto modo esta necesidad de transformación existencial (presente en los debates sobre inteligencia y sensibilidad no-humana) nos conecta con lo que el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro (2010) llama la “descolonización del pensamiento”: una profunda rebeldía que vuelque los viejos esquemas y concepciones dualistas (naturaleza vs cultura, sujeto vs objeto, humano vs no-humano, etc.) que nos han separado radicalmente de las otredades no-humanas o, mejor dicho, más que humanas. Al respecto, Viveiros de Castro, escribiendo sobre el ecosistema amazónico (donde la vegetación es tan radicalmente diferente a la europea) enfatiza que hay que entender la acción de “descolonizar” como un esfuerzo permanente por desestructurar las relaciones jerárquicas de nuestro pensamiento en relación al de los demás, al pensamiento-otro, incluso al pensamiento más que humano. Pero, también, advierte que siempre hay que estar alerta, ya que “no puede haber una descolonización definitiva, porque el pensamiento mismo es una especie de colonización” (Skafish 2016, p. 412). Baste ahora, para empezar, con activar una alerta que nos avise de los abusos de la razón antropocéntrica que hemos asimilado junto a sus consiguientes jerarquías de dominación aplicadas –en concreto– a los ecosistemas vegetales (pero también al género, la raza, los pueblos indígenas/originarios, los paisajes, los animales, etc.) En tercer lugar, cabría señalar que también urgiría reconocer que, en el ecosistema humano, existe el estatuto epistémico de las imágenes que, desde la producción de signos visuales, construye, reproduce y cimenta, día a día, el marco de la cognición y acción posible. Un marco donde las imágenes reproducen mayoritariamente el inflexible binarismo ontológico del “asentamiento moderno” (Latour 2007, pp. 31-79) o de la “alianza moderna” (Harari 2017, pp. 225-245) … es decir, imágenes que reproducen el pacto existente entre el progreso científico y el crecimiento económico, a cuenta y crédito del discurso de la razón (que considera, en última instancia, al mundo como un pastel estático e inagotable en términos materiales, y homogéneo en términos biológicos y ecológicos). 33 Estas tres cuestiones se retroalimentan y se coproducen constantemente: conocimiento y percepción del reino vegetal, producción de subjetividad antropodescentrada y creación de imágenes situadas desde (o contra) la ceguera vegetal. Tres cuestiones que serían, en el mejor de los casos y en función de la actual oportunidad histórica y del gradiente de su atractivo estético, capaces de incorporar otras imágenes (y otras imaginaciones) que reverberasen una posible emancipación de la otredad vegetal en el debate humano. Decimos aquí “en el mejor de los casos”, porque el primer y más grande escollo a superar es el destierro de las plantas del actual imaginario compartido en la producción cultural. Seamos sinceros, a día de hoy, en 2023, la gran mayoría de los estudiantes (cursando estudios de primer, segundo y tercer ciclo, occidentales y en su mayoría urbanitas) serían capaces de reconocer perfectamente diez logotipos de marcas de ropa, pero es muy probable que fueran incapaces de identificar correctamente diez plantas distintas en su entorno más inmediato. Para ellas y ellos (al igual que para la mayoría de los adultos) la vida vegetal no es siquiera considerada como una agencia de representación a considerar, ni siquiera como una forma de vida reconocida a la que se le podría atribuir rasgos de aquello que los humanos llamamos inteligencia o incluso consciencia3 (pese a su demostrada capacidad de resolver problemas, sus evidentes dotes de adaptación, comunicación, aprendizaje y memoria a través de sistemas de señalización eléctrica, o pese a ser la fibra que teje las interdependencias en el suministro de comida y oxígeno para todos los animales humanos y no-humanos). En este contexto antropomorfo es normal que pensemos que el destierro del plano simbólico también coproduce activamente el marco material que las termina excluyendo, oprimiendo y retroalimentando dentro de un perverso bucle que –a su vez– aumenta el saqueo y la precariedad existencial en el hogar compartido. ¿Podemos acabar gradualmente con ese destierro e imaginar siquiera la desaceleración de esta inercia? ¿Podemos contraproducir el imaginario imperante que tanto reprime la vida vegetal? ¿Podemos reconocer la alteridad vegetal como un sujeto/objeto que se refleje en nosotros? ¿Seremos capaces de ver la imagen de ese otro vegetal que somos y que llevamos dentro? Este texto no pretende ofrecer una respuesta clara y unívoca al por qué de nuestra actual ceguera vegetal, pero sí quiere poner el foco –a continuación– en una serie de prácticas artísticas contemporáneas que reverberan, estimulan, acentúan y se atreven a proponer imaginarios alternativos desde su activa e incesante pelea por considerar la otredad vegetal desde una óptica antropodescentrada. Porque… si es cierto, como afirma Michael Marder (2013), que en el actual imaginario las plantas no están ni se las espera, principalmente debido a que hemos reprimido nuestro ancestral cuerpo vegetal dentro de sociedades desconectadas de su entorno (cuestión que nos remitiría a una suerte de fitopsicoanálisis social)… Entonces, también es cierto que podríamos 3. Sobre estos asuntos que reclaman gradualmente otro acercamiento más heterodoxo al estudio de la inteligencia y la conducta de las plantas, y que interseccionan áreas de conocimiento como la botánica y la ciencia cognitiva, recomendamos la lectura de los libros Lo que saben las plantas (2019) de Daniel Chamovitz, y Planta Sapiens (2022) de Paco Calvo. 34 reconectar conscientemente con la consideración vegetal a partir de los estímulos adecuados y de los acercamientos estéticos más transversales y expansivos. Algunas prácticas artísticas contemporáneas se han propuesto, al menos, intentarlo. La instalación interactiva Terraformación vegetal inmersiva (2020) (Figs. 01-02) quiere vincular la ceguera y la evolución vegetal respecto a su determinante papel en los procesos de terraformación, así como con los compromisos que adquirimos con la tecnología (y en concreto con la inteligencia artificial). Esta instalación invita explícitamente al compromiso físico/performativo del espectador para poder “activar” la obra artística: tan pronto comienza a caminar sobre la cinta, una narración audiovisual se sincroniza con su paso, acompañando así la experiencia con unas imágenes que son el resultado de horas de entrenamiento con redes neuronales antagónicas (GAN). La inteligencia artificial fue alimentada con las diferentes taxonomías vegetales (desde las cianobacterias hasta las angiospermas) para que fuera capaz de generar transiciones entre las imágenes de manera autónoma y coherente (Figs. 03-08). Sin embargo, su reconocimiento e interpretación vegetal se muestra incompleta y, en cierto modo, se descubre como heredera de nuestro plantblindness. Entonces, la obra nos plantea aquí la pregunta, ¿debemos sincronizarnos, juntos, humanos y no-humanos, hacia otra Terraformación posible? Contra-imaginar lo vegetal desde el arte contemporáneo: F ig s. 0 1- 0 2 S an ti ag o M or ill a. I n st al ac ió n T e r r a f o r m a c i ó n v e g e t a l i n m e r s i v a (2 02 2) e n la T ou r de la C h aî n e, d ur an te e l F e s t i v a l Z e r o 1 d e ar te s h íb ri d as y n u m ér ic as , L a R oc h el le (F ra n ci a) Fo to s co rt es ía d el a rt is ta 35 reconectar conscientemente con la consideración vegetal a partir de los estímulos adecuados y de los acercamientos estéticos más transversales y expansivos. Algunas prácticas artísticas contemporáneas se han propuesto, al menos, intentarlo. La instalación interactiva Terraformación vegetal inmersiva (2020) (Figs. 01-02) quiere vincular la ceguera y la evolución vegetal respecto a su determinante papel en los procesos de terraformación, así como con los compromisos que adquirimos con la tecnología (y en concreto con la inteligencia artificial). Esta instalación invita explícitamente al compromiso físico/performativo del espectador para poder “activar” la obra artística: tan pronto comienza a caminar sobre la cinta, una narración audiovisual se sincroniza con su paso, acompañando así la experiencia con unas imágenes que son el resultado de horas de entrenamiento con redes neuronales antagónicas (GAN). La inteligencia artificial fue alimentada con las diferentes taxonomías vegetales (desde las cianobacterias hasta las angiospermas) para que fuera capaz de generar transiciones entre las imágenes de manera autónoma y coherente (Figs. 03-08). Sin embargo, su reconocimiento e interpretación vegetal se muestra incompleta y, en cierto modo, se descubre como heredera de nuestro plantblindness. Entonces, la obra nos plantea aquí la pregunta, ¿debemos sincronizarnos, juntos, humanos y no-humanos, hacia otra Terraformación posible? Contra-imaginar lo vegetal desde el arte contemporáneo: “Libera tu mente... Ayúdanos a reimaginar el mundo en términos más ricos que nos permitirán encontrarnos en diálogo con y limitados por las necesidades de otras especies, otros tipos de mentes... La lucha por pensar de forma diferente, por rehacer nuestra cultura reduccionista, es un proyecto básico de supervivencia en nuestro contexto actual. Espero que te unas a él”. Val Plumwood (2009, pp. 127-128) La práctica artística que contra-imagina lo vegetal es mestiza, decolonial, queer, híbrida, divergente, transversal y heterodoxa. Se encuentra más allá del molde de las categorías artísticas tradicionales y de las pétreas disciplinas académicas y, por supuesto, más allá del producto artístico considerado como una mera mercancía concebida para su exclusiva inserción en el llamado mercado del arte. Hablamos, en su mayoría, de prácticas que bien podrían identificarse con los procesos reflexivos y críticos que emanan de una investigación “en” el arte, siguiendo la clasificación de Henk Borgdorff (2006), o “a través” y/o “para” el arte, siguiendo a Christopher Frayling (1993/4). Es decir, prácticas que entendemos que despliegan el máximo de sus posibilidades nodales F ig s. 0 3 -0 8 S an ti ag o M or ill a. F ot og ra m as d e la v id eo -p ro ye cc ió n R e d n e u r o n a l a n t a g ó n i c a d e l a t e r r a f o r m a c i ó n v e g e t a l i n m e r s i v a # 1 (1 7’ 20 ”) , q ue fo rm a pa rt e de la in sta la ci ón T e r r a f o r m a c i ó n v e g e t a l i n m e r s i v a (2 02 2) . F ot os c or te sí a de l a rt is ta 36 como generadoras de conocimiento contra lo que conocemos ya como “ceguera vegetal”, capaces de materializar sus procesos de investigación en múltiples dispositivos (exposiciones, creación de software, conferencias, publicaciones, documentación, etc.) y que provocan encuentros necesariamente transversales e interdisciplinarios que, a su vez, suscitan nuevas reflexiones, cuestionamientos y diálogos críticos con otros medios sintientes, tecnologías y sistemas vivos que atraviesan distintas áreas de conocimiento (botánica, neurociencia, estética, estudios visuales, informática y visualización de datos etc.). Son, por tanto, encuentros que también colisionan inevitablemente con los imaginarios hegemónicos y que, en ocasiones, germinan como maravillosas extrañezas cognitivo/perceptivas que tienen como objetivo, en última instancia, ayudarnos desarrollar actitudes más respetuosas, atentas y comunicativas hacia lo vegetal. Recordemos cómo Irit Rogoff en su ensayo Turning (2010), introduce el término “giro” como respuesta a la necesidad de producir nuevas narrativas, urgencias y espacios dialécticos a modo de nuevos lugares de observación y cuestionamiento transdisciplinar en las prácticas pedagógicas, artísticas y curatoriales. Así, si a finales de los años 80 del siglo XX se produjo un “giro animal” 4 impulsado por movimientos colectivos en pro de los derechos de los animales (un giro que abrió el debate público en torno a la agencia, la conciencia y la subjetividad animal). Hoy en día bien podríamos estar asistiendo al desarrollo de un “giro vegetal” (Cielemęcka y Szczygielska, 2019; Lemos, 2020; Souter, 2020) o una “vegetalizacion” (Lindqvist, 2017) en las humanidades críticas, muy presente en los compromisos del pensamiento ecofeminista y posthumano, y también en las prácticas e investigaciones del arte contemporáneo. Este desarrollo queda patente en la especial proliferación de obras, proyectos, instalaciones y exposiciones de artistas y colectivos que actualmente centran sus esfuerzos creativos en hacer sobresalir las plantas del fondo instrumental y decorativo al que habían sido relegadas históricamente. Un giro que se centra en reconocer la presencia cultural y ecológica de las plantas (tan fundamental pero –a la vez– tan invisibilizada) y, con ello, provocar nuevos encuentros, consideraciones, percepciones y relaciones frente a la denominada “ceguera vegetal” del imaginario hegemónico. Sin duda, este giro se rebela contra la estrategia racionalista y antropocentrada que separa a los humanos del resto de la naturaleza (dualismo razón vs naturaleza) y que, por consiguiente, nos ha estado alejando de nuestros ancestros e interdependencias vegetales. Un giro que se rebela contra lo que la filósofa y ecofeminista Val Plumwood (2002) llamó el “punto de vista del dominio”, es decir, el yo situado por encima de la otredad (en este caso, vegetal) que se asocia con el sexismo, el racismo, el capitalismo, el colonialismo, el extractivismo, la instrumentalización de la vida y el impune señoreo sobre la naturaleza. Un punto de vista cuyas características, en palabras de Plumwood, se basan en ver “al otro como radicalmente separado e inferior, en segundo plano –o background– para el 4. Para más información sobre el “giro animal”, véase: Ritvo, Harriet. (2007). On the Animal Turn. Daedalus 136 (4); Weil, Kari. (2012). Thinking Animals: Why Animal Studies Now?. Columbia: Columbia University Press. 37 ‘ser’ que es (y está en) el primer plano, para quien la existencia del otro es secundaria, periférica o derivada del que es el centro o el ser en sí, y cuya agencia es negada o minimizada” (1993, p. 7). Así, el arte del “giro vegetal”, en tanto que enfrenta la dominación antropocéntrica, también atraviesa críticamente los paradigmas científicos tradicionales y las injerencias del conocimiento tecnológico, ampliando con ello los límites del trinomio arte, tecnociencia y vida. Del fruto de sus investigaciones se desprende un pensamiento científico divergente y tecnodiverso, en los términos enunciados por el filósofo Yuk Hui (2020)5. Es decir, un pensamiento que no rechaza la ciencia ni la tecnología, sino que busca redefinir las relaciones técnicas y tecnológicas entre lo humano y lo no-humano con un vector motivacional que siempre apunta hacia un objetivo ecosófico u ecológico (términos que, aunque poseen matices diferentes, aglutinan –ambos– sensibilidades de corte ecofeminista, posthumano, decolonial y multiespecie). Porque, como afirmaba la crítica de arte Karin Ohlenschläger (en relación a la investigación artística de Eduardo Kac): En la actualidad, la conexión entre arte y naturaleza sigue impregnada por dos grandes discursos: el ecológico y el tecnocientifico. Lo que distingue básicamente el uno del otro, es la diferente relación que establecen con la naturaleza. En general, el pensamiento tecnocientífico actúa desde una concepción jerárquica basada en la supremacía del ser humano sobre la naturaleza. En cambio, el pensamiento ecológico plantea un contexto dinámico y una relación circular de convivencia y coevolución, considerando a la persona como parte integrante de un ecosistema global de recursos limitados. (2007, p. 44) Así, mientras un discurso confía en exceso en el progreso ilimitado en un planeta finito e, incluso, acelera su colapso, el otro prefiere señalar hacia las posibles alianzas entre especies, el respeto a otras formas de vida no-humanas y la sostenibilidad de los ecosistemas y la circularidad de los recursos planetarios. El reto que reverberan numerosas y variadas prácticas del “giro vegetal”, especialmente en las primeras dos décadas del siglo XXI, es poner la creatividad (la producción de conocimiento, experiencias, imágenes e imaginaciones) a favor de estrechar las relaciones entre lo humano y lo vegetal, según el marco del pensamiento ecológico pero con la ayuda del conocimiento y la praxis tecnocientífica. Una estrategia que es, sin duda, heredera del pensamiento de Félix Guattari (1996) sobre la necesidad de generar conocimiento crítico y sensible en torno a las tres crisis principales de la contemporaneidad, la medioambiental, la social y la intersubjetiva. Dentro de este “giro vegetal” podemos ubicar las reconocidas aportaciones de colectivos y artistas como George Gessert quien, en sus proyectos de 5. La tecnodiversidad, término acuñado por Yuk Hui, hace referencia a la necesidad de pensar múltiples versiones de desarrollo tecnológico situado que involucren distintas maneras de reconciliar el impacto en el entorno con el mundo de lo humano a través de la tecnología. La tecnodiversidad, así entendida, fragmentaría los futuros posibles con tecnologías contextualizadas, autóctonas, divergentes y respetuosas con el equilibrio de los ecosistemas naturales. Véase: Hui, Yuk. (2020). Fragmentar el futuro. Ensayos sobre tecnodiversidad. Buenos Aires: Caja Negra Editora. 38 cría selectiva de flores, explora críticamente los límites de la manipulación genética de los elementos vegetales. Sus proyectos hibridan sistemas vivos y complejos donde los elementos humanos y no-humanos son los facilitadoras de la producción del dispositivo artístico, donde tiene lugar la colaboración con el ser vegetal y dentro del cual se produce la indeterminación y la maravilla, capaz de producir nuevas tecnologías, seres y mundos a su paso. Prácticas que nos enfrentan a nuevos límites morales y a las necesarias contracciones de un pensamiento postantropocéntrico a través del cual –quizás– podemos llegar a conocer realmente lo que es “lo vegetal” e interconectarnos con otros seres tan radicalmente distintos a nosotros… Para ello, eso sí, tenemos que tener muy presente cuánto y cómo reflejamos nuestros valores, proyectando nuestros deseos humanos en las plantas. Es decir, evitando conscientemente su antropomorfismo instrumental. Por su parte, en su famoso proyecto One Trees (2000) la artista e ingeniera Natalie Jeremijenko supo retratar los asuntos concernientes a la postnaturaleza vegetal (es decir, la idea de que la naturaleza vegetal está siempre afectada y mediada por las contingencias y fenomenologías proyectadas y aplicadas por el ser humano) al plantar numerosos pares de árboles genéticamente idénticos en la bahía de San Francisco. Estos clones vegetales, evidenciaron –en su dispar crecimiento y morfología– las particulares diferencias sociales y ambientales a las cuales estuvieron expuestos. Es decir, en su exhibición y materialidad pública site-specific, encarnaron la mejor prueba y la más clara demostración de la falsa dicotomía que existe entre naturaleza y cultura. El colectivo artístico formado por Christa Sommerer y Laurent Mignonneau, muy implicados dentro del “giro vegetal”, especialmente en su proyecto Eau de Jardin6 (2004), también evidencian la convergencia crítica de la tecnología, el arte y las plantas como ecosistemas vivos interdependientes: un conjunto de elementos/componentes que funcionan simbióticamente, como partes de un mecanismo o una red interconectada. Pero, ¿acaso no es esto hoy la naturaleza, mejor dicho, la postnaturaleza? ¿Acaso no es un todo complejo ante el que hay que revisar el “holismo explosivo” que sugiere el filósofo Timothy Morton (2019)7, es decir, una concepción del todo que es, de hecho, menor que la suma de sus partes (y no al revés como solemos considerarlo)? El arte insiste en redimensionar nuestro lugar y nuestra corresponsabilidad como determinantes nodos activos dentro de dicho “todo”. Otros artistas y colectivos relevantes que podemos señalar dentro del “giro vegetal” de las primeras dos décadas del siglo XXI son: Scenocosme8 (Gregory Lasserre y Anais Met den Ancxt), con su proyecto Akousmaflore 6. Véase: http://www.interface.ufg.ac.at/christa-laurent/WORKS/artworks/EauDeJardin/EauDeJardin.html 7. Timothy Morton, en el capítulo “Subcendencia” de su libro Humanidad. Solidaridad con los no-humanos (2019), plantea la realidad simbiótica como un holismo descendente que sería contrario a la idea del holismo explosivo que no atiende a la importancia de todas y cada una de las partes de un sistema en favor de la totalidad. Esto supone que todas las partes (individuos, por ejemplo) pueden ser siempre reemplazadas manteniéndose siempre la continuidad del todo (la humanidad). Ejemplos de un holismo explosivo se derivan de las autorregulaciones de la “Mano Invisible” económica, o de cualquier intervención sistémica que se justifique desde una teleología grupal o poblacional, como en las políticas fascistas. Para más información, véase: Morton, Timothy. (2019). Humanidad. Solidaridad con los no-humanos. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. 8. Véase: https://www.scenocosme.com/akousmaflore_en.htm 39 (2007); Leslie Garcia, con Pulsum(M) Plantae9 (2011-2014); Uh513 (María Castellanos y Alberto Valverde), con The Plants Sense10 (2018); o el equipo interdisciplinar detrás del proyecto Traducir un bosque11 (2021), creado y dirigido por Santiago Morilla y formado por Aran Art Network, Carles Gutiérrez, Joaquín Díaz Durán y Matilde Barón (Figs. 09-14). Todos estos proyectos de investigación artística están enfocados hacia el despliegue de sistemas de comunicación y monitorización vegetal en tiempo real para, con ayuda de la mediación tecnológica, hacer perceptible aquello que no vemos ni oímos, que ni siquiera sabemos o creemos saber sobre las plantas. El “giro vegetal” del arte contemporáneo, con sus extraños encuentros y sus estímulos tecno-mediados, nos puede ayudar a especular sobre cuestiones que de otro modo ni siquiera habríamos considerado, cuestiones que en algunos proyectos se han dejado intencionalmente abiertas para germinar nuevas vías de investigación sobre los fascinantes compromisos que quedan por establecer entre humanos y plantas. Sin duda, necesitamos imaginar relaciones entre especies y sistemas complejos que se den más allá de nuestras perspectivas del mundo centradas en el ser humano y, cómo no, parando la inercia de producción de una única subjetividad colonial- capitalística. Necesitamos comprender, escuchar, sentir y dejarnos estar con las plantas, sin más instrumentalización ni cosificación de su existencia que la que se desprende de la transmutación de sus cuerpos en los nuestros propios, dentro de la fascinante continuidad de la vida –que menciona Coccia– inscrita en los límites planetarios. Necesitamos encontrarnos con ellas en sus términos y temporalidades vegetales, que no son otras que las de la propia terraformación. Pero, ¿acaso seremos capaces de hacerlo? Contra-imaginar lo vegetal desde el arte es un compromiso a largo plazo, situado consciente en una dimensión vital que es, necesariamente, simbólica y política. Es ir más allá de nosotros mismos, y exige auto- extrañarnos, pero también detectar y desbrozar las raíces del “asentamiento moderno” para –así– poder aprender de las plantas y –tal vez– incluso llegar a entender qué son realmente… y qué somos (con ellas). Como apunta Marder: “El reverdecimiento de la conciencia no puede proceder sin una vegetalización del mundo fenomenológico [humano]” (2014, p. 12). 9. Véase: https://lessnullvoid.cc/pulsum/ 10. Véase: http://uh513.com/?/=/seccion/proyectos/entrada/plants_sense_sp 11. Véase: https://traducirunbosque.com/ 40 F ig s. 0 9 -1 1 S an ti ag o M or ill a. P an ta lla zo s d e la p ág in a w eb (p ág in as d e in ic io y p ág in a d e in fo rm ac ió n d e la p u bl ic ac ió n ) T r a d u c i r u n b o s q u e (2 02 1) , d is p on ib le a q u í: w w w .t ra du ci ru n bo sq ue .c om . F ot os c or te sí a de l a rt is ta 41 F ig s. 1 2 -1 4 S an ti ag o M or ill a. P an ta lla zo s d e la p ág in a w eb (p ág in as d e in fo rm ac ió n d e la s ob ra s T r a d u c t o r d e b o s q u e s # 1 y # 2 , P l a n e t o i d e m i s á n t r o p o y d el p ai sa je so no ro d el p ro ye ct o) T r a d u c i r u n b o s q u e (2 02 1) , d is po n ib le a qu í: w w w .t ra du ci ru n bo sq ue .c om . F ot os c or te sí a de l a rt is ta 42 Referencias Allen, William (2003). “Plant Blindness”. BioScience. American Institute of Biological Sciences. 53 (10). DOI:10.1641/0006-3568(2003)053[0926:PB]2.0.CO;2 Bar-On, Yinon M.; Phillips, Rob y Milo, Ron. (2018). The biomass distribution on Earth. Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America, 115 (25), 6506-6511. DOI: 10.1073/pnas.1711842115 Beerling, David. (2019). Making Eden: How Plants Transformed a Barren Planet. Oxford University Press. Borgdorff, Henk. (2006). El debate sobre la investigación en las artes. Amsterdam: School of Arts. Cielemęcka, Olga & Szczygielska, Marianna (2019). “Thinking the feminist vegetal turn in the shadow of Douglas-firs: An interview with Catriona Sandilands”. Catalyst: Feminism, Theory, Technoscience, 5 (2), 1-19. Coccia, Emanuele. (2021). Metamorfosis. La fascinante continuidad de la vida. Madrid: Ediciones Siruela. Frayling, Christopher. 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