ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura Vol. 194-787, enero-marzo 2018, a438 | ISSN-L: 0210-1963 https://doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 HISTORICIZING GLOBALIZATION FROM THE PRESENT. HISTORIANS’ CONTRIBUTIONS TO THE STUDY OF GLOBALIZATION HISTORIAR LA GLOBALIZACIÓN DESDE EL PRESENTE. LA APORTACIÓN DE LOS HISTORIADORES A LOS ESTUDIOS SOBRE LA GLOBALIZACIÓN José Antonio Montero Jiménez Universidad Complutense de Madrid ORCID iD: https://orcid.org/0000-0003-2343-2298 josemont@ucm.es RESUMEN: El presente artículo repasa la contribución de distin- tos historiadores a los debates sobre el significado, los orígenes y el contenido del término globalización. Este concepto ha sido desvirtuado y cuestionado como consecuencia de su uso sis- temático, tanto en ámbitos académicos como entre el público en general. La historiografía se ha ido adaptando a los cambios semánticos sufridos por el término, hasta el punto de que la globalización ha servido para recuperar perspectivas de larga duración, así como enfoques monocausales e incluso determi- nistas. Sin embargo, algunas de las aportaciones más recientes permiten no solo integrar la globalización en los relatos históri- cos, sino perfilar su verdadero alcance y significado. PALABRAS CLAVE: Globalización; glocalización; historia global; historia mundial; historia de la globalización; historiografía; determinismo histórico. ABSTRACT: This article focuses on how different historians have participated in the debates on the meaning, origins and context of the term globalization. As a concept, it has come to be distorted and even questioned, after having been abused both by academics and the public. Historians have adapted to the semantic changes of the term over time. Globalization has served to recover long-term perspectives as well as multi- causal and deterministic approaches. Nonetheless, some recent contributions have not only integrated globalization into the historical narrative, but have also helped outline its meaning and scope. KEYWORDS: Globalization; glocalization; global history; world history; history of globalization; historiography; historical determinism. Cómo citar este artículo/Citation: Montero Jiménez, J. A. (2018). Historiar la globalización desde el presente. La aportación de los historiadores a los estudios sobre la globalización. Arbor, 194 (787): a438. https://doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 Copyright: © 2018 CSIC. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia de uso y distribución Creative Commons Reconocimiento 4.0 Internacional (CC BY 4.0). Recibido: 29 enero 2017. Aceptado: 29 marzo 2017. VARIA / VARIA http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 ARBOR Vol. 194-787, enero-marzo 2018, a438. ISSN-L: 0210-1963 https://doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 Historiar la globalización desde el presente. La aportación de los historiadores a los estudios sobre la globalización 2 a438 1. UN CONCEPTO ESCURRIDIZO La palabra globalización se repite constantemente en estudios académicos y medios de comunicación. La mayor parte de los científicos sociales, que hasta hace poco solo querían internacionalizar sus respectivas disciplinas –economía, ciencia política, educación-, buscan ahora hacerlas globales. En los últimos días de 2015, el vocablo apareció en la edición digital de The New York Times haciendo referencia, indistintamente, al mundo del deporte –globalización del doping-, la antropología –obituario de Sidney Mintz- y el motor –la estrategia de mercado de Ferrari. La populariza- ción del término ha contribuido, indudablemente, a su indefinición semántica; pero esta característica ha acompañado a la palabra desde que comenzó a utili- zarse en el ámbito académico. Después de la segun- da guerra mundial, globalización hacía referencia a la expansión de una determinada forma de capitalismo que contribuía a una homogeneización cultural y po- lítica de las distintas partes del mundo, y que era con- secuencia inevitable del avance de la industrialización. En la década de 1970, los economistas comenzaron a hablar de globalización como una consecuencia de las acciones de nuevos agentes trasnacionales -multina- cionales fundamentalmente- que minaban la capa- cidad de muchos gobiernos para controlar sus flujos comerciales o financieros (Bach, 2006). Esta versión del concepto cuajó tras la publicación en la Harvard Business Review, el año 1983, del artículo de Theodo- re Levitt “The Globalization of Markets” (Levitt, 1983). La globalización aparecía aquí como un fenómeno de raíz económica, estrechamente vinculado a la crisis de las instituciones de Bretton Woods, y sobre cuyas bondades discutían acaloradamente los expertos. Tras la caída del bloque soviético se llegó a una es- pecie de consenso respecto a la definición económica de la globalización, que entonces parecía llegar a su apogeo. Esta aludía a la creciente integración mundial de los mercados de bienes y capitales, así como a la mayor movilidad de las personas, posible gracias a los espectaculares avances tecnológicos en materia de transportes y comunicaciones. Desde una perspecti- va crítica, Joseph Stiglitz la definía como “la integra- ción creciente de los países del mundo, que ha venido dada por una considerable reducción de los costes de los transportes y las comunicaciones, y la ruptura de las barreras artificiales al flujo de bienes, servicios, capitales, conocimientos y (en menor medida) per- sonas, a través de las fronteras” (Stiglitz, 2002, p. 9). Entre los entusiastas, el periodista Thomas Friedman concebía la globalización como “la potencial difusión del capitalismo de libre mercado a todos los países del mundo” (Friedman, 2000, p. 9). Ambos escribían acuciados por una necesidad similar: la de encontrar un nuevo paradigma que posibilitara comprender y afrontar los desafíos mundiales de la posguerra fría. Stiglitz dio a luz La globalización y sus descontentos tras trabajar para la administración Clinton y el Ban- co Mundial entre 1993 y 2000. Una experiencia que “cambió radicalmente” sus “visiones tanto de la glo- balización como del desarrollo” (Stiglitz, 2002, p. ix). Friedman comenzó su andadura como comentarista de internacional de The New York Times justo tras el colapso de la Unión Soviética, llegando a la conclusión de que la globalización proporcionaba la clave para dar sentido a la actualidad. La definición económica de la globalización plantea- ba dos problemas. En primer lugar, se centraba en un aspecto concreto del fenómeno –la expansión de los mercados-, al que se subordinaban el resto de las fa- cetas –políticas, culturales, etc.-. Por otro lado, se pre- sentaba como un proceso de raíz exclusivamente oc- cidental, unidireccional y contemporáneo. Ya antes de que Friedman y Stiglitz publicasen sus libros, una serie de sociólogos adujeron que la integración de los mer- cados representaba tan solo una cara de un proceso más amplio, cuyo único denominador común era la creciente interconexión del planeta a todos los nive- les. Coincidían en apuntar a los avances tecnológicos como catalizadores del cambio, pero estos no habían facilitado solo el intercambio de mercancías o dinero, sino también la transmisión de ideas, especies anima- les, enfermedades, armas, etc. En 1990, el británico Anthony Giddens habló así de globalización como “la intensificación, a nivel mundial, de las relaciones sociales que conectan lugares distantes, de manera que los acontecimientos, a nivel local, se encuentran condicionados por hechos que ocurren a muchas mi- llas de distancia” (Held y McGrew, 2002, p. 60). Años después, Joseph Nye sintetizaba las mismas ideas en la frase “aumento de las redes de interdependencia”. Esta visión convertía el fenómeno globalizador en algo tan antiguo como “la historia de la humanidad”, y prácticamente irreversible (Nye, 2003, p. 115, p. 125). Contemplada así, la globalización perdía también su carácter occidental y unidireccional. Según el aus- tríaco Manfred Steger, su origen puede remontarse a la noche de los tiempos, partiendo de una primera etapa marcada por la expansión, desde África, de la especie humana (Steger, 2009, pp. 19-20). Y Giddens la describía como un “proceso dialéctico” en que lo global y lo local se influyen mutuamente. Globaliza- ción equivalía así a glocalización, noción popularizada http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 ARBOR Vol. 194-787, enero-marzo 2018, a438. ISSN-L: 0210-1963 https://doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 José Antonio M ontero Jim énez 3 a438 por el también inglés Roland Robertson, para quien “el concepto de globalización implica simultaneidad e interpenetración de lo que se conoce comúnmente como lo global y lo local, o (…) lo universal y lo parti- cular” (Robertson, 2005, p. 30). 2. GLOBALIZACIÓN, ECONOMÍA E HISTORIA Los historiadores estuvieron presentes desde un principio en los debates en torno a la globalización, y sus trabajos variaron a la par que el concepto. Sin embargo, aportaron a las discusiones una variable propia: mientras que sociólogos y politólogos tendían a subrayar la novedad de la globalidad actual, quienes se acercaban a ella desde la historia la consideraban el último capítulo de una larga serie temporal. A la ma- yoría de ellos, como recuerdan los alemanes Jürgen Osterhammel y Niels P. Petersson, “algo que la litera- tura sociológica presenta como hallazgos novedosos les resulta[ba] muy familiar”. Muchos de los primeros en cultivar la historia de la globalización provienen de áreas afines, como la historia de la economía mun- dial, la historia de las migraciones o la historia de las relaciones internacionales, a las que han añadido el adjetivo global llevados por nuevas inquietudes aca- démicas o por un cierto oportunismo. De hecho, “los historiadores de la economía habían descrito de for- ma precisa el proceso de emergencia e integración continuada de la economía global” mucho antes de que los debates sobre la globalización se pusieran de moda (Osterhammel y Petersson, 2005, p. 3). Entre los primeros en considerar la globalización avant la lettre desde una perspectiva eminentemente histórica destaca precisamente un grupo de econo- mistas liderado por el italiano Carlo Cipolla y el esta- dounidense David Landes. Interesados en explicar la primacía economía europea –y occidental- sin recurrir a la metodología marxista, creyeron encontrar la clave en determinados avances tecnológicos desarrollados en el viejo continente. Estas ventajas tecnológicas no eran, sin embargo, el resultado de condiciones mate- riales más favorables; muchas de las invenciones que subyacían al desarrollo europeo se habían concebido en Asia. Tal era el caso de la pólvora, inventada por los chinos, y que solo tras llegar a suelo europeo comen- zó a aplicarse a la producción de armas de fuego. Algo similar ocurría con innovaciones desarrolladas en Eu- ropa, cuando eran trasplantadas fuera. Landes se pre- guntaba en 1983 “cómo y por qué una invención tan crucial [como el reloj mecánico] tuvo lugar en Europa y se mantuvo como monopolio europeo durante alre- dedor de quinientos años. No es algo que uno pudiera esperar tras repasar el mapa tecnológico. La Europa medieval era cualquier cosa menos el líder científico e industrial que sería un día” (Landes, 1983, pp. 11-12). La contestación la había adelantado Cipolla dos años antes, al aludir al “espíritu utilitarista” propio de los europeos, “que nació de la cultura urbana y adquirió rigor en la filosofía baconiana”, expresándose “en un interés por las máquinas y en una intensa curiosidad por todas las actividades artesanas relacionadas con su construcción” (Cipolla, 1999, p. 13). Landes precisó en su polémico La riqueza y la pobreza de las nacio- nes lo que se escondía tras ese utilitarismo: el respeto judeocristiano por el trabajo manual, el concepto ju- deocristiano de la subordinación de la naturaleza al hombre, el sentido judeocristiano del tiempo lineal, y la importancia del mercado (Landes, 2008, p. 67). Más recientemente, Niall Ferguson ha simplificado esta ac- tualización de las tesis de La ética protestante de Max Weber en seis epígrafes: competición, ciencia, dere- chos de propiedad, medicina, sociedad de consumo y ética del trabajo (Ferguson, 2011). Fueron el norteamericano Jeffrey G. Williamson y el irlandés Kevin O’Rourke los que en 1999 aplicaron a estas concepciones la definición económica de la glo- balización, estableciendo una cronología. Acudiendo a la teoría económica clásica, partieron la hipótesis de que en un mundo realmente globalizado se tenía que dar también una convergencia de niveles de vida, me- dida en términos salariales. Algo que, a su entender, había ocurrido por primera vez en la segunda mitad del siglo XIX, gracias a la coincidencia de distintos fac- tores: los avances en transportes –ferrocarril y barco de vapor- y comunicaciones –telégrafo y teléfono-, la extensión del librecambismo –con la proliferación de acuerdos comerciales generalizables-, la movilidad de capitales –facilitada por el patrón-oro- y la inten- sificación de las migraciones (O’Rourke y Williamson, 2006). Surgió así la teoría de las dos globalizaciones: según esta, la globalización actual, iniciada en la dé- cada de 1960 e incrementada tras la caída del muro, habría tenido un antecedente entre los años 1870 y 1914 (o 1929, según los casos). Entre medias se habría vivido un período de desglobalización, marcado por una vuelta a las políticas proteccionistas y autárqui- cas, y posteriormente por la división del planeta en dos bloques económicos antagónicos (Frieden, 2006). El marco del auge y caída de la globalización eco- nómica es compartido hoy por una amplia gama de historiadores, que difieren entre sí al posicionarse éti- camente frente al proceso. Mientras unos lo utilizan para defender la superioridad de la civilización de raíz http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 ARBOR Vol. 194-787, enero-marzo 2018, a438. ISSN-L: 0210-1963 https://doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 Historiar la globalización desde el presente. La aportación de los historiadores a los estudios sobre la globalización 4 a438 europea, otros lo critican usando categorías imperia- listas o de clase. Entre los primeros se encuentra el propio Landes, quien lamentaba que “determinadas personas ha[yan] querido restar importancia al va- lor ejemplar de occidente, viendo en él un agresor” (Landes, 2008, p. 468). Ferguson ahonda en esta lí- nea al quejarse de que haya quienes “reclaman que todas las civilizaciones son, en cierto sentido, iguales, y que occidente no puede reclamar una superioridad sobre, digamos, el este de Eurasia” (Ferguson, 2011). Por su parte, los detractores de la globalización eco- nómica rechazan el papel primordial de esos valores, y la consideran el resultado del juego de fuerzas pu- ramente materiales, determinadas por los intereses de potencias hegemónicas –Gran Bretaña en el siglo XIX y Estados Unidos en el XX-. El avance del capita- lismo global equivaldría así a una especie de ameri- canización encubierta, entendida como una forma de imperialismo cultural y, por ello mismo, difusora de las desigualdades. Para los norteamericanos Alfred E. Eckes y Thomas W. Zeiler, la globalización, vista como una fuerza compleja en la que predominan los facto- res económicos, representa la clave principal desde la que comprender la política estadounidense durante el siglo XX (Eckes y Zeiler, 2003). La carrera de los gobier- nos norteamericanos por la conquista de mercados exteriores se habría hecho a costa incluso de los inte- reses de los propios estadounidenses. Para “las elites de la política exterior económica”, era una “percep- ción generalizada” que “la salud del sistema econó- mico internacional debía prevalecer sobre la salud de la economía doméstica” (Eckes, 1995, p. 137). En un alegato de nacionalismo, de resonancias bastante ac- tuales, al hablar de las políticas económicas de Nixon, Zeiler extraía la siguiente lección: “la globalización del libre comercio no debe ser una cuestión de fe (…). La fuerza de voluntad y el gobierno (…) podrían cambiar la globalización y, de esta manera, cambiar la historia de la desigualdad” (Zeiler, 2013, pp. 22-23). Existen historiadores que, absteniéndose aparente- mente de juicios de valor y sin abandonar el enfoque económico, cuestionan las bases de la hegemonía oc- cidental, relativizándola y presentándola como fruto de la casualidad. Kenneth Pomeranz, de la Univer- sidad de Chicago, postula que los estudios sobre el despegue diferencial de la economía europea suelen presentar dos problemas: pretenden, de salida, re- saltar diferencias, y no semejanzas, con otras áreas; y comparan territorios de dimensiones muy dispares. En su The Great Divergence. China, Europe and the Making of the Modern World, pretende corregir estos desajustes, subrayando las semejanzas a largo plazo entre el desarrollo británico y holandés, por un lado, y el de regiones concretas de China, la India y Japón. Ninguno de los indicadores económicos o demográfi- cos tradicionales arrojaba, según Pomeranz, diferen- cias sustanciales anteriores al siglo XIX. La libertad de mercado y la mano de obra parecían, incluso, funcio- nar de manera más efectiva en China que en Europa; y la demanda exterior de productos de lujo, crucial para el despegue de las economías protoindustria- les, benefició también a los chinos, que gracias a ella obtenían la preciada planta americana. Asia y Europa se vieron afectadas, asimismo, por constreñimientos ecológicos similares –aumento de la población y esca- sez de tierra-. El despegue del viejo continente a par- tir del 1800 se debería a dos factores contingentes: la presencia de materiales fósiles, que posibilitaron un mejor aprovechamiento de las innovaciones tecno- lógicas; y la capacidad de exportar una parte de las rivalidades intraeuropeas a territorios extraeuropeos (Pomeranz, 2000). 3. DE LA HISTORIA MUNDIAL A UN NUEVO DETERMINISMO Desde mediados de la década de 1990, distintos historiadores reaccionaron contra el occidentalocen- trismo y el excesivo énfasis en las variables económi- cas de algunos de los intentos pioneros de historiar la globalización. Para superar estas barreras se requería romper tanto con “las naciones-estado como el marco por defecto, casi natural, de análisis histórico”, como con “la suposición de que la experiencia europea era la piedra de toque para comprender la historia del mundo” (Bentley, 2004, p. 71). Con estas palabras, el norteamericano Jerry H. Bentley manifestaba no solo la necesidad de estudiar más en profundidad la historia de otros continentes, sino de hacerlo sin pre- tensiones de superioridad. En el siglo XIX, la expan- sión de los países occidentales había despertado un creciente interés, cargado de orientalismo, por las tradiciones y la historia de otras culturas. Y, al menos desde la primera mitad del XX, se habían hecho in- tentos por escribir una historia comprehensiva de la humanidad, con Arnold J. Toynbee como el ejemplo más destacado. Entre estos cultivadores de la llama- da historia mundial imperaron “imágenes del mun- do fuertemente occidentales” (Geyer y Bright, 1995, p. 1035). En un artículo pionero publicado en 1995, Michael Geyer y Charles Bright abogaron por una es- pecie de adaptación del concepto de glocalización a los estudios históricos. Para los académicos, el siglo XX “había empezado con la ilusión de un mundo mo- derno y totalmente homogéneo, (…) consecuencia de http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 ARBOR Vol. 194-787, enero-marzo 2018, a438. ISSN-L: 0210-1963 https://doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 José Antonio M ontero Jim énez 5 a438 la expansión de Occidente (…). Acaba con la gente (…) afirmando su diferencia y rechazando la uniformidad, con una sincronía llamativa que indica, de hecho, el alto nivel de integración global que se ha alcanzado” (Geyer y Bright, 1995, pp. 1036-1037). Algunas de las recetas de la nueva historia global –y de la globalización- tienen antecedentes en obras an- teriores, como The Rise of the West (1963/1991), del recientemente fallecido William H. McNeill. Aunque este acabó admitiendo que su libro podía “ser visto como una expresión de la actitud imperial de pos- guerra en los Estados Unidos” (McNeill, 1963/1991, pp. xv-xvi), lo cierto es que relativizaba en gran medi- da la superioridad occidental. Esta aparecía como el resultado de un intercambio cultural cuyas raíces se remontaban al surgimiento mismo de la humanidad. La europea era la última de una larga serie de civiliza- ciones que se habían sucedido a lo largo de la historia, ascendiendo al cénit de su poder para sucumbir pos- teriormente. Antes de desaparecer, legaban parte de su bagaje a las culturas con las que habían entrado en contacto. Los “núcleos con una gran preparación (…) tienden a importunar a sus vecinos, colocando ante ellos novedades atractivas. Los pueblos vecinos me- nos preparados se ven entonces impulsados a hacer de esas novedades algo propio (…). Pero esos esfuer- zos producen una dolorosa ambivalencia entre el im- pulso de imitación y un deseo igualmente ferviente de preservar las costumbres e instituciones que diferen- cian a los potenciales receptores de la corrupción y la injusticia inherentes a la vida civilizada”. Para McNeill, “el contacto con extraños” representaba “el principal motor del cambio social” (McNeill, 1963/1991, p. 16). The Rise of the West se anteponía así a algunas de las metanarrativas que, buscando trazar los ejes de una historia verdaderamente global, han proliferado en los últimos años. Varios de esos trabajos han recuperado las visiones, si no teleológicas, sí deterministas de la historia que, al modo del siglo XIX, quieren imitar los métodos de las ciencias naturales, hasta dar con las leyes que re- gulan el devenir de la especie humana. En 1991, David Christian llamó a superar los límites de la existencia humana, para escribir la gran historia. Si en “términos geográficos, la escala apropiada puede ser el mundo en su conjunto”, entonces “la escala temporal apropia- da para el estudio de la historia puede ser el tiempo en su conjunto” (Christian, 1991, p. 223). La historia debía trabajar con las variables sistémicas y evolutivas propias de biólogos y geólogos: “existen los grandes archipatrones. En cierto sentido, la historia [de la hu- manidad, el planeta y el universo…] es una fuga cuyos dos temas principales son la entropía (que conduce al desequilibrio, la decadencia de las entidades com- pletas, y una especie de ‘agotamiento’ del universo) y, en una especie de contrapunto, las fuerzas creativas que forman y sostienen equilibrios complejos pero temporales, a pesar de la entropía. Estos equilibrios frágiles implican a las galaxias, las estrellas, la tierra, la biosfera (…), las estructuras sociales de distinto tipo, los seres vivos y los seres humanos. Todas estas son entidades que logran un equilibrio temporal, pero siempre precario, sufren crisis periódicas, reestable- cen nuevos equilibrios, pero al final sucumben a las fuerzas superiores del desequilibrio” (Christian, 1991, p. 237; Christian, 2004). Muchas de las metanarrativas que pueden consti- tuir una historia de la globalización a largo plazo han acabado cayendo en un reduccionismo que no es ya económico, sino medioambiental (Grew, 2006). El fi- siólogo Jared Diamond recibió en 1998 el premio Pu- litzer de ensayo por Armas, Gérmenes y Acero, don- de asimilaba la historia con las ciencias naturales de carácter “histórico” –astronomía, climatología, eco- logía, biología evolutiva…-. Los historiadores debían efectuar estudios a largo plazo de la evolución de las sociedades humanas, buscando cadenas de causación apoyadas en estudios probabilísticos. Con alguna sal- vedad, concluía que las divergencias entre los pueblos no se debían más que a “diferencias en sus respecti- vos medios”, marcadas por cuatro factores: “las dife- rencias entre los continentes en cuanto a las especies de animales salvajes y plantas silvestres disponibles como materiales de partida para la domesticación”; “los ritmos de difusión” de las ventajas comparativas entre áreas geográficas; “la difusión entre los conti- nentes, que pueden ayudar a acumular una reserva de especies domésticas y tecnología”; y “las diferen- cias entre los continentes en cuanto a superficie o ta- maño total de la población” (Diamond, 2009, p. 481 y pp. 463-464). William McNeill había explorado tam- bién los vínculos entre biología e historia en los años setenta, con un estudio sobre la difusión de las enfer- medades infecciosas a lo largo de los siglos. Partiendo de la idea de un equilibrio entre parásitos y seres hu- manos, rastreaba sus alteraciones como consecuen- cia tanto de las innovaciones tecnológicas como de los contactos entre grupos. Hombres y enfermedades interactuaban irremisiblemente, conformado uno de los motores de la historia (McNeill, 1976). Ya en los albores del siglo XXI, su hijo John McNeill, profesor en la Universidad de Georgetown, ahondó en la balanza entre ser humano y medio ambiente, para hablar del http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 ARBOR Vol. 194-787, enero-marzo 2018, a438. ISSN-L: 0210-1963 https://doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 Historiar la globalización desde el presente. La aportación de los historiadores a los estudios sobre la globalización 6 a438 siglo XX como un momento transicional: hasta enton- ces, el hombre había ido progresivamente adaptándo- se al medio, modificándolo solo parcialmente; sin em- bargo, las nuevas tecnologías le habían dotado de una inédita superioridad frente a su entorno: “Las mismas características que han sustentado nuestro éxito bio- lógico a largo plazo –adaptabilidad, inteligencia- nos han permitido, en los últimos tiempos, montar una civilización altamente especializada en la explotación de combustibles fósiles (…) que nos garantiza sorpre- sas y conmociones” (McNeill, 2000, p. xxiv). Tomados en su conjunto, los trabajos de los Mc- Neill ofrecen una visión mucho menos determinista de los antecedentes de la globalización, que abre la puerta para un nuevo tipo de estudios históricos. Si Plagues and Peoples o Something New Under the Sun enfatizaba procesos de lenta evolución, The Rise of the West ponía el acento en los intercam- bios culturales. En 2003, padre e hijo sintetizaron su carrera investigadora en Las redes humanas: una historia global del mundo. Su relato tomaba como punto de partida un concepto de globalización muy similar al de Giddens: “Una red (…) es una serie de conexiones que ponen a unas personas en relación con otras. Estas conexiones pueden tener muchas formas, encuentros fortuitos, parentesco, amistad, religión común, rivalidad, enemistad, intercambio económico, intercambio ecológico, cooperación po- lítica e incluso competición militar. En todas estas relaciones las personas comunican información y la utilizan para orientar su comportamiento futuro. También comunican (…) tecnologías útiles, mercan- cías, cosechas, ideas y mucho más. Asimismo, inter- cambian sin darse cuenta enfermedades y malas hierbas, cosas que no pueden utilizar pero que, a pesar de ello, afectan a su vida (…). El intercambio y la difusión de esa información, estas cosas y esas molestias, así como las respuestas a todo ello, dan forma a la historia” (McNeill y McNeill, 2004, p. 1). En su repaso, los McNeill terminaron por ofrecer una periodización de la globalización que coincidía, grosso modo, con la de los historiadores econó- micos. Sería solo “en los últimos quinientos años” cuando “la navegación oceánica” habría unido “las redes metropolitanas del mundo (…) en una sola red cosmopolita, y en los últimos ciento sesenta años, a partir de la invención del telégrafo, la red cosmopo- lita fue electrificada cada vez más, lo cual permitió intercambios más numerosos y mucho más rápidos. Hoy día (…) todo el mundo vive dentro de una sola red global” (McNeill y McNeill, 2004, p. 3). 4. HACIA UNA SÍNTESIS HISTÓRICA DE LA CONTEMPORANEIDAD GLOBAL El deseo de desvincular los orígenes de la globaliza- ción de la influencia del capitalismo europeo potenció la aparición de explicaciones monocausales que se ex- tendían a lo largo de varios siglos, cuando no milenios. A su vez, el deseo de superar este nuevo tipo de tra- bajos ha conducido a algunos historiadores al punto de partida de los economistas: el siglo XIX. ¿Resulta posible estudiar esa centuria, en perspectiva global, sin caer en el determinismo económico ni en el euro- centrismo? Desde los años cincuenta, distintos espe- cialistas en la expansión imperial europea han defen- dido la tesis de que la aceleración de las ocupaciones territoriales en Asia y África por parte de las grandes potencias tiene menos que ver con las dinámicas in- ternas del capitalismo que con las condiciones locales imperantes en ambos continentes (Gallagher y Robin- son, 1953; Fieldhouse, 1990). Geyer y Bright recogie- ron este hilo, para situar el origen de la “civilización global” en la convergencia de una serie de graves crisis locales, por todo el planeta, a mediados del siglo XIX: la rebelión Taiping, la guerra civil en China, la guerra de Crimea, la rebelión de los Cipayos en la India, la guerra contra Paraguay en América Latina, la guerra civil americana, etc. Estos conflictos habían provocado una redefinición de las relaciones entre occidente y el resto del mundo, que no pueden entenderse exclusiva- mente desde la perspectiva de la dominación: “Europa resolvió su crisis regional volcándose hacia fuera (…) y lo hizo no por la conquista (…) sino mediante un nue- vo esfuerzo, con nuevas capacidades, de sincronizar el tiempo global” (Geyer y Bright, 1995, p. 1047). Las víc- timas de ese nuevo expansionismo no fueron tampoco actores pasivos, sino que contribuyeron a tejer unas redes globales donde las influencias circulaban en am- bas direcciones: “Las iniciativas europeas chocaron, se solaparon e interactuaron con las dinámicas paralelas de otras regiones, así como con estrategias competiti- vas de auto-mejora, concebidas para reforzar su poder regional y mantener a raya o contener las presiones externas” (Geyer y Bright, 1995, p. 1048). En los últimos años, esta perspectiva ha propiciado la aparición de historias globales del siglo XIX, salidas de la pluma de expertos en la expansión imperial eu- ropea: El nacimiento del mundo moderno, 1780-1914, del británico Christopher A. Bayly (2010), La transfor- mación del mundo: una historia global del siglo XIX, del alemán Jürgen Osterhammel (2014), y el volumen colectivo A World Connecting, 1870-1945, coordina- do por la estadounidense Emily S. Rosenberg (2012). http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 ARBOR Vol. 194-787, enero-marzo 2018, a438. ISSN-L: 0210-1963 https://doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 José Antonio M ontero Jim énez 7 a438 Bayly recalca la aparente paradoja asociada al con- cepto de glocalización: durante el XIX, “las grandes fuerzas del cambio mundial potenciaron las diferen- cias aparentes entre las comunidades humanas. Pero esas diferencias las expresaban de una manera cada vez más parecida” (Bayly, 2010, p. xxiv). La dialéctica homogeneización-diferenciación no había sido oca- sionada solo por la expansión de modelos europeos, pues “los orígenes de los cambios de la historia glo- bal fueron siempre policéntricos” (Bayly, 2010, pp. 555-556). La narrativa de Bayly parte del concepto de revoluciones industriosas, acuñado a mediados de los noventa por el estadounidense Jan de Vries. Este apuntaba a dos transformaciones propias del S. XVII: “la reducción del tiempo de ocio según crecía la utilidad marginal del ingreso en metálico, y la redis- tribución del trabajo, desde la producción de bienes y servicios para el consumo directo hacia la produc- ción de productos comercializables” (Vries, 1994, p. 257). Las familias de Inglaterra y algunos países del norte de Europa habrían comenzado a producir más para el mercado, con la expectativa de aumentar beneficios y acrecentar sus posibilidades de consumo. Con sus nuevos ingresos adquirían productos de lujo –hasta entonces monopolio de las clases altas-, cuya demanda potenció las conexiones con los mercados asiáticos, haciendo rentables iniciativas de por sí revolucionarias, como las compañías comerciales. La base del crecimiento de los siglos XVII y XVIII no era solo económica. Tras la dinámica de las revolucio- nes industriosas se escondía una nueva mentalidad, que “permitió que la gente de clase media convencie- ra a los pobres para que adoptaran su estilo de vida” (Bayly, 2010, p. 560). Asimismo, al crecer sus redes co- merciales, occidente se volvió cada vez más sensible a lo acaecido en el resto del mundo. Las guerras del siglo XVIII estuvieron vinculadas a procesos como la desin- tegración del imperio mogol de la India, y el destino de Napoleón quedó sellado en Egipto. Ideológicamente, las revoluciones industriosas llevaron en Europa a un cuestionamiento de las estructuras sociales y políticas, y en muchos otros lugares del mundo –El Cairo, Delhi, Beijing, etc.- a un proceso de autorreflexión. Por todo el mundo surgieron proyectos de reforma con un pun- to en común: se presentaban como una respuesta a la modernidad (Osterhammel, 2014, p. 904), entendida simplemente como la tendencia “a pensar que se es moderno” o como el “deseo de estar con los tiempos” (Bayly, 2010, p. xxxiv). Esta tormenta global de ideas mutó en fermentos revolucionarios que interactuaron entre sí a mediados del siglo XIX: la primavera de los pueblos europea (1848), la rebelión Taiping en China (1850-1864), la de los Cipayos en la India (1857-1858) y la guerra de secesión estadounidense (1861-1865). En Europa, la incertidumbre revolucionaria se resolvió en una política expansiva, aprovechando las oportuni- dades que ofrecían las revueltas asiáticas. El dominio europeo familiarizó a indios, chinos o japoneses con los patrones ideológicos occidentales, pero también incitó su resistencia. Con el paso del tiempo, surgieron variedades autóctonas de una ideología puramente europea –el nacionalismo-, diseñadas precisamente para ejercer la oposición contra occidente. A finales del XIX, los nacionalismos asiáticos eran verdaderos movimientos de masas, semejantes a los que existían en algunos países europeos. La oleada de violencia de mediados del XIX desa- tó otro fenómeno global: el crecimiento del tamaño y la efectividad de los estados. Este se percibió en tres áreas: el crecimiento económico –productividad del trabajo humano, difusión del modo industrial de producción, apertura de nuevas fronteras en todos los continentes-, el desarrollo administrativo –mayor control sobre la población- y el perfeccionamiento de las fuerzas armadas (Osterhammel, 2014, pp. 907- 909). Este último aspecto del desarrollo estatal cons- tituye, para Charles Maier, uno de los ejes centrales de la globalización moderna. El profesor de Harvard ha distinguido al respecto varias etapas: la del Levia- tán 1.0, propia del régimen territorial establecido con la paz de Westfalia en 1648. Los conceptos de sobe- ranía territorial y frontera admitían la existencia de unidades estatales enfrentadas entre sí. Prepararse para esos choques requería una mayor eficiencia en la gestión de los recursos del país, que se consiguió recabando la lealtad de las elites regionales o locales (Maier, 2006, p. 42). La oleada revolucionaria de fina- les del S. XVIII dio paso al Leviatán 2.0, “constituido (…) sobre bases más cohesionadas”, que llevó hasta límites insospechados la capacidad de control (Maier, 2006, p. 78). En esta ocasión, el avance de la maqui- naria estatal se acompasó con un acceso mayor de la población a los mecanismos de decisión, tanto dentro como fuera de Europa. Los nuevos estados occiden- tales se habían constituido sobre la base de la repre- sentatividad y la libertad, generándose una “tensión entre igualdad y jerarquía” (Osterhammel, 2014, p. 914). El tamaño de los estados les obligaba a relacio- narse más directamente con sus ciudadanos, de cuyo concurso dependían, y que tenían sus propias reivin- dicaciones: “ahora la gente esperaba recibir del esta- do algo más que protección y honor” (Bayly, 2010, p. 565). Los cipayos pudieron rebelarse precisamente porque participaban del entramado institucional de http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 ARBOR Vol. 194-787, enero-marzo 2018, a438. ISSN-L: 0210-1963 https://doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 Historiar la globalización desde el presente. La aportación de los historiadores a los estudios sobre la globalización 8 a438 sus dominadores, y porque el contacto con ellos les creó nuevas expectativas. Se explican así fenómenos como la multiplicación de opciones políticas en los estados occidentales, o el crecimiento de las nuevas reivindicaciones nacionalistas en los territorios colo- nizados. Allí, muchos deseaban copiar los modelos de gestión propios de los estados occidentales, adaptán- dolos a sus propias circunstancias. En último término, el progreso de los estados-nación y la creciente capa- cidad de movimiento de sus ciudadanos, produjeron efectos contrarios a los deseados por las autoridades: “Otra vez vemos la paradoja de la globalización. El en- durecimiento de las fronteras entre naciones-estado e imperios a partir de 1860 impulsó a la gente a buscar formas de contactar, comunicarse e influirse, a través de esas fronteras” (Bayly, 2010, p. 219). Esta “eficiencia asimétrica” –como la califica Oster- hammel- se dejó sentir en el plano de la economía. Sin negar su importancia, todos estos autores relati- vizan el impacto de las innovaciones tecnológicas en el desarrollo económico. Los nuevos medios de comu- nicación tuvieron también importantes aplicaciones en otros ámbitos, como el político. En muchos luga- res, las fuerzas de oposición a los gobiernos o a los dominadores occidentales se convirtieron, gracias al telégrafo y el teléfono, en verdaderos movimientos in- ternacionales (Osterhammel, 2014, p. 723). La mejora de los sistemas de transportes no solo afectó al trá- fico de mercancías, sino al movimiento de personas (Hoerder, 2012). Las migraciones no tuvieron un efec- to meramente económico, pues se convirtieron en un importante factor de desestabilización política, ya sea por los enfrentamientos entre nativos e inmigran- tes, o incluso entre los colonos y la metrópolis (Bayly, 2010, pp. 134-136). Bayly y Osterhammel cuestionan también el papel de la industrialización como modelo principal de crecimiento en el siglo XIX, llegando a po- ner en duda además sus raíces europeas. El primero señala cómo en la modernización del textil británico el cultivo de algodón en la India jugó un papel primor- dial. En muchas otras partes del planeta, el desarrollo se debió fundamentalmente al aumento de la produc- ción agrícola –la última fase de la “gran domestica- ción”, en palabras de Bayly. “La otra fuerza de riqueza creciente fue la apertura de nuevas fronteras en to- dos los continentes: desde el medio oeste americano a Argentina, de Kazajstán a Birmania (…), no todas las clases de modernidad del siglo XIX se emplazan en un marco industrial” (Osterhammel, 2014, p. 908). Lo que sí varió fue el destino de los productos del campo, que pasaron a alimentar al mercado internacional. A la postre, la industrialización no puede considerarse el motor primigenio de la aceleración global del XIX, pues solo parece haber tenido una importancia crítica a partir de 1850. Exclusivamente a partir de enton- ces el capitalismo participaría como actor primario en el reforzamiento de las redes globales, aunque los impulsos partiesen, en más de una ocasión, de deci- siones políticas o de motivaciones ideológicas (Bayly, 2010, p. 559). 5. CONCLUSIONES Como concepto analítico, la globalización tropieza con tres graves obstáculos. En primer lugar, el carácter difuso de su propia definición. Mientras los economis- tas se fijan más en los medios –factores de produc- ción, tecnología-, los sociólogos insisten en el resul- tado –la integración creciente-. De hecho, hoy día se tiende a distinguir entre globalidad, “condición social caracterizada por estrechas interconexiones y flujos globales”, y globalización, “conjunto de procesos so- ciales que parecen transformar la condición actual” (Steger, 2009, pp. 7-8). Las discusiones en torno al origen temporal y causal de la globalidad actual han llevado a tropezar con el segundo de los obstáculos: hay autores que dudan, si no de la existencia misma de la globalización, sí de su relevancia. El economista Paul Krugman (1999) o el filósofo John Gray (2011), por poner solo dos ejemplos, han cuestionado el su- puesto debilitamiento del poder de los estados en la nueva era global, así como el carácter eminentemente aperturista de las innovaciones tecnológicas. En ter- cer lugar, la trasposición de la noción de globalización al lenguaje público y, sobre todo, al terreno de la con- frontación política, han hecho que o bien se vacíe de contenido real, o bien sea muy difícil usarla de mane- ra desapasionada. A la postre, podría afirmarse que el de globalización es hoy un concepto verdaderamente postmoderno, ya que más importante que su existen- cia real es el hecho de creer en ella. ¿Es conveniente seguir sustentando las investigaciones académicas en una idea tan aparentemente difusa como la de globalización? El repaso historiográfico que hemos efectuado, selectivo y ceñido en gran medida al mundo anglosajón, puede aportar algo de luz al respecto. Quien se acerque a la historiografía con el propósito de historiar la glo- balización, se encontrará con trabajos que, en poco más de treinta años, han recuperado y descartado muchos de los enfoques propios de la ciencia histó- rica en los últimos dos siglos. Las síntesis de Landes, los McNeill, Bayly y Osterhammel son consecuencia del cansancio provocado por la profusión de investi- http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 ARBOR Vol. 194-787, enero-marzo 2018, a438. ISSN-L: 0210-1963 https://doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 José Antonio M ontero Jim énez 9 a438 gaciones apoyadas en temáticas concretas y en lapsos temporales reducidos. Recientemente, Jo Guldi y Da- vid Armitage han llamado precisamente a recuperar la historia de larga duración como única vía para re- introducir a la disciplina en el debate público (Guldi y Armitage, 2015). Sin embargo, muchos de los intentos por retornar a las grandes interpretaciones han pro- vocado la vuelta, con todos los matices que se quiera, del cientificismo y el determinismo. Siempre que se sobrevuelan coordenadas espacio-temporales am- plias resulta fácil sucumbir a la tentación de las expli- caciones monocausales, cimentadas en metodologías propias de otras disciplinas. O’Rourke y Williamson elaboraron complicados modelos econométricos, que no pretendían sino reclamar la solidez asociada con las matemáticas. Por su parte, Jared Diamond volvía sus ojos hacia la biología; y David Christian hacia la fí- sica, en pos de una nueva versión de la teoría nebular que deshumanizaba la historia para retrotraerla al momento del big bang. La historiografía tampoco se ha visto al margen de condicionamientos políticos o ideológicos. La necesi- dad de superar el eurocentrismo no puede llevarnos a dar un giro de ciento ochenta grados, y a reivindi- car equilibrios desorientadores. Seguimos haciendo historia desde occidente, y estamos influidos por problemáticas típicamente occidentales. Asimismo, si se admite la existencia de una globalización, esta tiene, con bastante certeza, un regusto occidental. Lo cual no conlleva necesariamente un juicio de valor acerca de la superioridad o inferioridad de Europa o Norteamérica; es simplemente la constatación de una primacía en la que otros continentes pueden haber jugado una baza relevante. Las instituciones políticas, las prácticas económicas y las ideologías que susten- taron la expansión europea han nacido al albur de los intercambios con otras áreas. Se puede admitir, con Pomeranz, que los factores subyacentes a la primacía europea son contingentes. Pero alterar la perspectiva geográfica y los indicadores económicos para afirmar la igualdad de desarrollo entre Europa y otras áreas del planeta, antes del siglo XIX, parece un enfoque algo artificial. Bayly y Osterhammel, por el contrario, y a pesar de sus importantes diferencias, representan lo mejor que la historia puede aportar al conocimiento de la globali- zación. Esto es así porque, irónicamente, se alejan del concepto para adoptar una postura libre de condicio- namientos teóricos. Acuñando expresiones como glo- balidad emergente o gran aceleración, desean librar- se de los constreñimientos propios de modelos como el de O’Rourke y Williamson. Solo así los historiadores son capaces cuestionar –como hacen Eckes y Zeiler- que los avances tecnológicos inciden necesariamente en una mayor integración de los mercados, cuando esta depende en última instancia de los gobiernos. Como recordaba hace unos años Paul W. Schroeder, la consideración de la agencia humana es uno de los activos principales de la historia. Es más, son las re- acciones de los hombres las que marcan la diferencia a la hora de enfrentarse a acontecimientos fortuitos, como puede ser una epidemia. En unas palabras que parecen responder directamente a Diamond, Schroe- der aseguraba que “la Peste Negra se explica por fac- tores biológicos; la historia de la Peste Negra es la historia de las respuestas humanas a los cambios so- ciales” (Schoreder, 1997, p. 68). Los mejores estudios de historia global serán, por ello mismo, aquellos que, al modo de Bayly, combinen las perspectivas estruc- turales con las respuestas a nivel micro. Siguiendo a John Lewis Gaddis, “nuestra mayor dependencia de la micro que de la macroorganización nos abre un amplio abanico de enfoques metodológicos. En una misma narración podemos ser rankeanos, marxistas, freudianos, weberianos, o incluso posmodernos, en la medida en que estos modos de representación nos aproximen más a las realidades que tenemos que ex- plicar (…). En resumen, emplearemos todo lo que sea útil” (Gaddis, 2004, pp. 45-46). La conceptualización del término globalización planteó un problema para los historiadores, pero solo de forma genérica. Aludía a la existencia de una serie de conexiones y redes mundiales que a algunos –his- toriadores de la economía, asiduos de la historia mun- dial, etc.- no les habían pasado del todo desapercibi- das. Pero se carecía de una visión de conjunto, libre de la preocupación por demostrar la existencia o dar con el origen exacto de la globalización, y volcada simple- mente en entender cómo se habían ido entretejiendo los hilos, cada vez más densos, que habían enmaraña- do los continentes entre sí. La maraña contenía hilos de muchos colores, cada uno de los cuales simboli- zaba fuerzas dispares –económicas, sociales, ideoló- gicas, políticas, militares-. En algunos momentos y en lugares concretos, un color parecía predominar sobre el resto, pero ese predominio resultaba inexplicable sin tener en cuenta los otros hilos; y este provenía de la paciente labor de tejedores situados a veces en la- titudes muy dispares. La mejor historia de la globali- zación es aquella que se ha olvidado del concepto y se ha transformado en una historia global, buscando conexiones mundiales, teniendo en cuenta perspec- tivas tanto estructurales como particulares, y siendo http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 ARBOR Vol. 194-787, enero-marzo 2018, a438. ISSN-L: 0210-1963 https://doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1011 Historiar la globalización desde el presente. La aportación de los historiadores a los estudios sobre la globalización 10 a438 conscientes –como recuerdan los McNeill-, de que nunca alcanzaremos del todo el objetivo propuesto: “Estamos enzarzados en una lucha con las fuerzas (…) del desorden. Podremos vencer mientras nos quede energía, pero nunca de forma infinita, y siempre ten- dremos que pagar un precio: la energía que se aplica a poner orden no puede dedicarse a otra cosa. Esta es aproximadamente la historia del universo, de la vida y de la humanidad” (McNeill y McNeill, 2004, p. 361). AGRADECIMIENTOS Distintos colegas y amigos han leído el manuscrito en sus diversas versiones, haciendo sugerencias que han mejorado el resultado final. Entre ellos cabe des- tacar a Antonio Moreno Juste, Andrés Sánchez Padi- lla, Pablo León Aguinaga, José María Faraldo, Antonio Niño Rodríguez y Aurelia Jiménez. Francisco Veiga me proporcionó la oportunidad de presentar una versión previa de este texto en un simposio organizado el mes de enero de 2016 en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. El artículo se ha beneficiado también de las discusiones, a lo largo de los seis últimos cursos, con mis alumnos de la asignatura Globalización y Relacio- nes Internacionales, impartida en la sede de la Univer- sidad Complutense de Madrid del Máster Interuniver- sitario en Historia Contemporánea. Durante un año, compartí la docencia de esta materia con Carlos Sanz, gracias al cual conocí varias de las lecturas que he uti- lizado. Todos los errores son, por supuesto, exclusiva responsabilidad del autor. BIBLIOGRAFÍA Bach, O. (2006). Towards a contemporary conceptual history of the globalization concept. The 9th Annual International Conference of Conceptual History. Swedish Collegium for Advanced Study, Uppsala. Bayly, C. A. (2010). El nacimiento del mun- do moderno, 1780-1914. Conexiones y comparaciones globales. Madrid: Siglo XXI. Bentley, J. H. (2004). Globalizing History and Historicizing Globalization. Global- izations, 1 (1), pp. 69-81. https://doi. org/10.1080/1474773042000252165 Christian, D. (1991). The Case for Big His- tory. Journal of World History, 2 (2), pp. 223-238. Christian, D. (2004). Maps of Time. An In- troduction to Big History. Berkeley: Uni- versity of California Press. Cipolla, C. M. (1999). Las máquinas del tiempo y de la guerra. Estudios sobre la génesis del capitalismo. Barcelona: Crítica. Diamond, J. (2009). Armas, gérmenes y acero. 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