Y, en efecto, así era en el taller: de cada excursión, al campo, a la ciudad, a cualquier lugar manifiesto del abandono regresaba algún fragmento que luego insuflaba vida a esa peculiar familia. Cercanos, lejanos e imaginarios, muchas de las personas que habitamos allí podíamos ser recompuestas en cualquier momento y maquilladas a pincel y gomalaca, rescatadas de nuestro olvido personal a trolvido personal a través del abandono ajeno y presentadas a una nueva y colorida vida compuesta de los restos de otro… Macu trillada, cabeza de sartén en la cocina y un tirabuzón pelirrojo colgando de la sudorosa frente de quien maneja el barco, el otro barco atracado en la orilla del Guadiana, poblado de marineros con necesidades carnales por más habitantes de los sueños que se crean… Lo invisible de todo este material tenía su peculiar olor. Los lugares donde se fragua el arte, al menos donde se hace de manera honrada, tienen su olor adherido a las paredes físicas que los limitan. Es difícil una alquimia visual si antes no se ha producido otra olfativa, simplemente, al abrir un tubo de óleo o de tinta para estampar. Y quien lea esto tendrá ahora en la nariz el agagradable olor de la trementina o el placer de una lata de tinta Charbonell recién destapada. Pero no todos son rosas en el campo cuando llega la primavera y el rescate del polvo huele y no a ámbar. Tampoco todo lo invisible que media en el arte es vaporosa resina, hay elementos gelatinosos, tendones, ternillas, que antes estuvieron vivos y que no dudan en morir nuevamente cuando se les iinvoca de nuevo a la vida. Una vez que intervienen los pigmentos, al color parece olvidársele todo aroma anterior, cada tono impone el suyo propio y se aleja de la pituitaria el original, vaporoso o cartilaginoso. Sumemos al intenso perfume de las colas cuando han pasado por ellas unos cuantos días tras disolverlas en agua a una chimenea en el taller y tendremos el ahumado que era ffrecuente en la ribera, ocupando todo el espacio como si lo sano e invisible del arte ejerciese un constante recuerdo de lo que allí sucedía, sobre todo, cuando la actividad tendía demasiado a la cosa contemplativa. Pero no todo eran pesados aromas, al materializarse la pintura, lo volátil solía tomar también la nariz: nada tan delicioso como descorchar una botella de alcohol de vino de la destilería a su tallerdestilería a su taller para ablandar la gomalaca con la que están iluminadas las esculturas, algo tan explosivo en la nariz como limpiar las planchas de los grabados con esa mezcla a partes iguales de alcohol y gasolina, la misma que se usa para fabricar los cócteles molotov: que uso tan aparentemente opuesto del vidrio, los líquidos y el trapo, dentro y fuera del taller y cuanto de lucha tan violenta como como romántica hay en ambos gestos, lanzar la botella contra el tirano, limpiar con el trapo el metal en negativo para dar a la vista el positivo placer de la imagen nítida, minuciosamente trabajada. Escribía Ángel González, otro atento lector de Walter Benjamin, en el Resto: «el resto no es lo que sobra, sino lo que falta; y lo que falta es, precisamente, la facultad misma de distinguir lo que sobra de lo que falta; la facultad de ver en la noche, o a plena luz del día, el ir y venir de los verdugos. Los desaparecidos no son necesariamente los que vieron más de la cuenta, sino aquellos en quienes han de escaaquellos en quienes han de escarmentar los que todavía se fían de la vista. Con ellos desaparecerán los ojos de los que quedan…»6 Y permanecerán los personajes de nuestro chamarilero ilustrado. Llegado el momento de tener que contar una parte de la historia quiero recordar lo que George Didi-Huberman escribía en su maravillosa obra Ante el tiempo: Historia del Arte y anacronismo de las imágenes hablando de Walter Benjamin como arqueólogo y trapero de la memoria. En su lúcida lectura del Libro de los pasajes, Didi-Huberman reivindica una historia que no solo se alimenta de lagunas del pasado o del alejamiento temporal, sino también de «un inconsciente del tiemptemporal, sino también de «un inconsciente del tiempo, un principio dinámico de la memoria, de la cual, el historiador debe hacerse a la vez el receptor —el soñador— y el intérprete»1 . Esto, desde su punto de vista, solo puede lograrse mediante un juego dialéctico que hace que «el inconsciente del tiempo [llegue] a nosotros en sus huellas y en su trabajo»2. Este panorama dinámico, en su opinión, supone una supone una renuncia a las jerarquías estáticas que implica un seguimiento de los rastros que va dejando la historia, una persecución de sus huellas materiales. Lo importante y lo insignificante, la simple vida de los héroes, las retorcidas vidas de los santos, dejan de tener importancia y toma valor, entonces, «la mirada meticulosa del antropólogo atento a los detalles, sobre todo a los más pequeños, la humildad de una aarqueología material: el historiador debe convertirse en el “trapero” (lumpensammler) de la memoria de las cosas»3. Y continúa marcando su paso: «en el ritmo de las latencias y las crisis, el trabajo de la memoria opera antes que nada»4. Pero nosotros vamos a detenernos en este punto para hablar de alguien que se definía, modestamente, como un chamarilero ilustrado, para hablar justamente de la parte de su obra que mejor ilustra ese aspecto de su vida, aquella que tuvo rienda suelta en Las Tablas de Daimiel. Las esculturas, o sus personajes, como a él le gustaba Las esculturas, o sus personajes, como a él le gustaba llamarlas, de Ignacio Meco toman partido por un arte que se desarrolla en este sentido, en el de ser, a la vez, el soñador y el intérprete. Realizadas con material recogido de los contenedores, se fueron confeccionando al mismo tiempo que el taller y la casa, con los mismos materiales y las mismas intenciones: los habitantes crecían a la vez que el hohogar. El chamarilero ilustrado también se definía como un colorista potable, de modo que esta familia, a pesar de la capa polvorienta que suelen provocar los años sobre las cosas, practica también la eficacia del color sacado de la profundidad de la sombra, de lo que ha sido abandonado. Regresemos a Didi-Huberman y extendamos al artista lo que Benjamin considera del historiador: lo narrado es la historia de un coleccionista de todo, la de un trapero y a la vez, la de un niño que no desecha ningún despojo para articular nuevas maneras de jugar5.