José María Salvador González, “Conversaciones con Cuevas (I). José Luis Cuevas: De infiernos y otras agonías”, El Universal, Caracas, 14 de julio de 1985, p. 4º-4 José Luis Cuevas, como siempre lo ha hecho en todas partes, llegó a Venezuela precedido de gran alharaca. Como por doquiera, grandes fueron las expectativas que suscitó en Caracas la presencia del dibujante. El publico venezolano estaba ansioso por saber, por descifrar algo del enigma que, desde que era apenas un mozalbete, este artista mexicano ha entretejido en torno a sí y en torno a su obra. La obra de Cuevas habla hoy por sí sola, potente, cáustica y misteriosa, en la Sala 4 del Museo de Bellas Artes de Caracas. El artista, en cambio, se mostró más elusivo en el encuentro oficial que tuvo con el público en el foro organizado el 14 de junio en el auditorio del mismo Museo. Ni los panelistas que compartimos con Cuevas la mesa del escenario ni el público que intervino en el foro logramos traer al artista al terreno descubierto y comprometedor de las grandes revelaciones, de las confesiones espectaculares; casi todo el encuentro se diluyó en anécdotas, en salidas humorísticas o en preguntas y disquisiciones insustanciales. Creí. por tanto, necesario buscar un encuentro personal y profundo con Cuevas, con el fin de encontrar respuesta directa y sin mediaciones interpretativas a una serie de interrogantes que la obra del dibujante mexicano había suscitado en mí, sobre todo en el ámbito conceptual. El artista, aceptando de buen grado el incómodo reto que yo le planteaba, accedió a conversar a fondo conmigo al día siguiente de la inauguración de su exposición y escasas horas antes de tomar su avión de regreso a México. De la serie de reflexiones y preguntas que le formulé, Cuevas me brindó, con una calidez que agradezco, un conjunto de valientes enunciados, que, si ya son ricos en informaciones documentales, rebosan además de palpitantes vivencias íntimas, de larvadas angustias, de secretos anhelos y esperanzas. Sólo he tenido que emplearme aquí en dar forma un poco más elegante y correcta a una conversación viva, forzosamente llena de digresiones, incisos y reiteraciones. Así transcurrió, pues, nuestro encuentro: JMSG —Amigo Cuevas, si consideramos las cosas desde el punto de vista temático, te has ocupado siempre del hombre trágico, doliente, desgarrado y desgarrador. Has pintado siempre, obsesivamente, una humanidad agónica, no sólo en el sentido primitivo y originario del término “agónico”, es decir, según la etimología del concepto griego de “agonía”, que significa primigeniamente “lucha”, “combate”, sino también en su sentido derivado o secundario de “lucha contra la muerte”. El protagonista privilegiado de tu obra es, de un modo u otro, el hombre acorralado y oprimido por la presencia de la muerte. ¿Por qué esa temática tan obsesiva de la tragedia, de la agonía, de la nada, de la muerte? JLC —Yo creo que, en primer lugar, dentro de América Latina, una obra que se refiere a un estado agónico del hombre viene a ser, de alguna manera, una expresión de la angustia de los pueblos latinoamericanos. Por otro lado, dentro de la gran tradición plástica mexicana existe un sentido trágico de la vida, del mismo modo que ésta existe también dentro de la tradición española. Existiendo en mí ambas poderosas influencias, es natural que dentro de mi obra se reflejen estos aspectos de la humanidad, que en mí han resultado obsesivos. Puede decirse que, desde los comienzos de mi carrera de dibujante, me he ocupado de estos aspectos terribles de la existencia. Es como si no hubiera podido salir todavía de los círculos infernales. Posiblemente al final de mi vida logre ascender a un paraíso, como lo hizo Dante. Pero, de todos modos, los aspectos terribles resultan siempre más interesantes que los aspectos paradisíacos. Eso lo podemos encontrar en La Divina Comedia de Dante: una vez llegado al Limbo y, sobre todo, después de llegados al Paraíso, el interés de La Divina Comedia va disminuyendo. Por lo demás, esta tendencia a los aspectos terribles de la humanidad está ya explicada en el libro Cuevas por Cuevas, referida a mi infancia, al ambiente sórdido que me rodeó en el callejón en que nací. Por aquel entonces llamado irónicamente Callejón del Triunfo. Esa zona era por entonces un barrio miserable, y mi calle era en esa época una avenida famosa por sus prostitutas baratas, que, a principios de la década de los treinta, retrató el célebre fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson. En mi infancia yo vivía, pues, dentro de dos mundos. Dentro de la casa, que eran los altos de una fábrica de papel y lápices, estaba la madre protectora. Ella nos sacaba constantemente del barrio a mis dos hermanitos y a mí para que respiráramos un aire más puro. Nos vestía a los tres niños con unos trajes blancos de marineritos, y nos llevaba al parque de Chapultepec para que respiráramos aire puro del parque, y para que no estuviéramos tan contaminados con el ambiente en que vivíamos. Pero, por otra parte, lo que, de todos modos, pude ver a través de la ventana de la casa donde vivíamos eran escenas de miseria. Muy cerca de la casa había un dormitorio para mendigos, y yo los veía envueltos como tacos en los petates en que dormían. Por cierto, es precisamente en esa época cuando tuve el primer encuentro con Diego Rivera. Se estaba desarrollando una huelga de obreros en una fábrica, cuando apareció Diego Rivera acompañado por Vicente Lombardo Toledano, que era el jefe del Partido Comunista Mexicano. En ese momento me enfrenté por primera vez a Diego Rivera, siendo yo un niñito de apenas tres o cuatro años. Lo que le dije a Rivera me lo contó después mi madre, porque, siendo yo muy pequeño, no lo recordaba. Le dije a Rivera que yo dibujaba y que me gustaba dibujar. Entonces él me regaló un lápiz que traía, diciéndome: “te voy a regalar el lápiz de Diego Rivera. Pero úsalo sólo cuando sepas dibujar”. Cuando se fue Rivera, subí a mi casa, tomé uno de los grandes pliegos de papel que allí mismo se fabricaban y empecé a dibujar, porque a los tres años yo pensaba que ya podía usar el lápiz de Diego Rivera. Con esto quiero decir que, desde muy pequeño, empecé a dibujar, y, aunque no se puede decir que en ese momento dibujase los miserables que estaba viendo a través de la ventana, dibujaba, sin embargo, los relatos que me hacia mi nana (niñera) acerca de fantasmas, de aparecidos y de cosas raras que sucedían en el patio de nuestra vieja casa. Otra cosa importante que de alguna manera marca también esa obsesión mía por el paso del tiempo es el hecho de que todos los que visitaban nuestra casa eran ancianos. Mi abuelo era muy viejo, porque había empezado a tener hijos después de los cincuenta años. Por eso, cuando nosotros éramos todavía muy pequeños, el abuelo era ya un nombre muy anciano, de grandes bigotes blancos. Sus amigos, sus parientes también eran ancianos. De modo que los que nosotros veíamos eran todos viejos. Entre ellos estaba también el señor Espinoza, un anciano de origen judío, que decía ser medio hermano del famoso actor francés Max Linder. Max Linder era, en verdad, un cómico trágico, que acabó suicidándose. El tal señor Espinoza nos contaba historias un tanto trágicas. De modo que todos estos elementos y vivencias de mi infancia me estimularon a crear con el paso de los años una temática muy personal. JMSG —Creo necesario, sin embargo, hacerte una acotación. Resulta innegable la influencia que han ejercido en tu temática artística no sólo estas vivencias existenciales tuyas y estos recuerdos de infancia individuales, sino también los ingredientes colectivos inoculados por el peculiar ambiente socio-cultural hispano-mexicano en el que te desarrollaste: ambas fuentes parecen confluir hacia la vertiente de “mexicanidad” que hay en tu obra. Pero creo que se puede interpretar tu obra en un horizonte mucho más amplio y abarcador, que tiende a englobar a la humanidad entera. Quiero decir con ello —y siento que mi interpretación no traiciona demasiado tu pensamiento expreso— que tu deseo no es restringirte en tu obra a la representación de la “mexicanidad”, sino que te propones representar la “esencia” de la humanidad en cuanto tal. Si esto es así, mi consideración es la siguiente. El tema constante de tu obra es el mal, manifestado en las más variadas formas de la violencia, la locura, la miseria, la tristeza, el vicio, la degradación, la decrepitud, la agonía, la muerte, a través de tantos mendigos, locos, payasos tristes, dictadores, rufianes, prostitutas, enfermos, moribundos. Tu obra es, en última instancia, una acongojante descripción del mal, unas veces sufrido en carne propia y otras veces infligido a los demás, una descarnada presentación de la violencia, que a veces es la violencia impuesta (por ejemplo, por los dictadores), y en ocasiones es la violencia padecida inocentemente por culpa de otros. Ahora bien, en esta producción tuya, en la que parecen amalgamarse el mal sufrido y el mal inflingido, la violencia activa y la pasiva, la víctima y el verdugo, ¿cuál es tu verdadera actitud ante la violencia, ante el mal? JLC —Señalé un aspecto verdaderamente importante al responderte la anterior pregunta, cuando hablé de esos dos mundos, el mundo contaminado del barrio y del ambiente exterior, y el mundo limpio de la casa con la protección y el cariño de la madre y con las escapadas diarias a Chapultepec para respirar aire más puro. Estoy pensando en estos momentos en Demián, la novela en la que Hermán Hesse habla de dos mundos, uno de los cuales es precisamente el mundo muy contaminado de la calle. Y creo que así fue un poco mi infancia. Pienso, sin embargo, que, como ya lo han señalado los críticos que se han ocupado de mi trabajo, la violencia de mis temas queda de alguna manera atenuada por una especie de ternura, por la forma de tratar a los personajes, por la técnica misma en la línea, en la mancha. No se trata, pues, de la violencia sin atenuantes, como puede haberla en la pintura de Francis Bacon o en la de los expresionistas alemanes. En mi obra la violencia siempre está atenuada de algún modo: no hay grandes brochazos, por ejemplo, a la manera de José Clemente Orozco, ni hay grandes contrastes entre el blanco y el negro, como sucede en la pintura de Orozco y en la de los expresionistas alemanes. Creo, por lo demás, que esta atenuación o suavización de la violencia se debe precisamente a la presencia de la madre en los primeros años de mi vida, y también a mi actitud de adhesión hacía los desvalidos. Naturalmente, cuando represento a los verdugos –y me estoy refiriendo sobre todo a la reciente serie titulada Intolerancia, en la que aparecen grandes inquisidores— no introduzco, por supuesto, en ellos este atenuante: la línea se hace en estos casos un poco más dura, mucho más incisiva, y hay una mayor agresividad por mi parte hacia el modelo, hacia el verdugo que estoy pintando. Ahora bien, dentro de mi obra hay muchos otros aspectos, quizás menos conocidos o, por lo menos, menos característicos de mi manera de representar, que, aunque no están alejados de mi estilo, se alejan no obstante de los temas que suelo tratar. Me estoy refiriendo a los aspectos relacionados con el tema erótico, que constantemente aparece en mi obra, sobre todo en la obra de los años más recientes. Es esta una temática muy poco divulgada en las galerías y museos. Pero la temática erótica forma parte importante de mi producción, puesto que, sólo en los últimos meses, he hecho aproximadamente unas trescientas acuarelas, que todavía no han salido a la luz de las galerías y que forman una especie de diario intimo, de secreto diario erótico. JMSG —Esto se colega con la pregunta que quería hacerte. Si nos remitiésemos a la terminología de Freud, parece que en tu obra sólo hay lugar para el “Thánatos”, para el instinto de muerte, de agresividad, de lucha, de violencia, de aniquilación, y no parece, en cambio, que esté demasiado presente (a pesar de estos alegatos tuyos) el “Eros”, la tendencia al amor, a la vida, al placer, a la amistad, en fin, a los aspectos positivos de la existencia ¿Por qué casi siempre te refieres al infierno, al vicio, al mal, a la violencia, a la nada, a la muerte? ¿No hay acaso alguna esperanza en algún paraíso gratificante? Insisto en esta cuestión, porque, aunque haya con frecuencia en tu obra ciertos aspectos que colinden, por ejemplo, con el erotismo, creo, sin embargo, que el tema erótico no está tratado con demasiada ternura. El de tu obra me parece, por el contrario, un erotismo un tanto posesivo, un tanto violento y egoísta, sin esa reciprocidad generosa y esa simetría que debe esperarse en la relación erótica. JLC —Sí, efectivamente, mi obra es una expresión muy latinoamericana y ella refleja la situación social que nosotros hemos vivido. Si yo expreso la posesión a veces de un modo violento, es una alusión no muy consciente, por supuesto, a la brutal posesión, a las constantes violaciones que a diario sufren todos los países latinoamericanos. Cuando tú hablabas de Freud, buscabas más que nada razones de tipo psicológico para explicar mi obsesión por ciertos aspectos negativos de la existencia. Te diré que, aunque soy un pintor de los vicios y un frecuentador de los lugares de vicio, visitador habitual de prostíbulos en todas las partes donde he vivido, sin embargo (como ya lo expliqué en el libro Confesiones de José Luis Cuevas, de Alaide Foppat, siempre me mantengo como un espectador distante del vicio y de todos estos aspectos malévolos de la humanidad. La biografía de los llamados pintores o poetas malditos generalmente nos revela que ellos vivieron del vicio para poder así describirlo o pintarlo. En las composiciones con temas de vicio en las que aparezco autorretratado, me representó siempre como un espectador bastante distante. Cayendo en terrenos de confesión intimista, podría decirte que, por más que he sido desde muy joven una especie de cronista de lo que sucede en las casas de vicio, nunca he hecho uso de las prostitutas, por una especie de temor grande incluso a las enfermedades, a los contagios o cosas así. Por el contrario, otros pintores que reflejaron eso, como Toulouse-Lautrec, acabaron consumiéndose por la sífilis y las enfermedades, que en aquella época eran incurables. Eso mismo podemos ver en los poetas, en los escritores y en todos aquellos que, como Baudelaire, frecuentaban los prostíbulos: para poder describir el vicio, quisieron vivirlo personalmente desde dentro y acabaron consumidos por él. Ese, en cambio, no es mí caso. JMSG —En repetidas oportunidades en los últimos tiempos, te has declarado definitivamente ateo a causa de la muerte de tu madre. Repentinamente huérfano de madre, crees encontrarte bruscamente huérfano también de Padre-Dios. De repente, en una noche aciaga y dolorosa crees constatar que ya no hay Dios, que ya no hay lugar en tu vida para un Dios-Padre que te ha arrebatado tan de improviso a tu madre. Personalmente pienso que no es tan fácil arrojar a Dios por la borda, y me pregunto si esa actitud existencial tuya no habrá sido una especie de rabieta de niño mimado a quien le quitan de repente el juguete, y entonces rabia y patalea diciendo que ya no quiere al papá o a la mamá que le ha quitado el juguete. No sé por qué siento que la tuya es también una reacción visceral, instintiva, obcecándote en negar a un Dios a quien juzgas injusto por permitir la muerte de una madre tan querida. Quisiera preguntarte, por tanto: ¿No seguirás siendo, en el fondo, un auténtico creyente, un creyente a la medida personal de tus frustraciones, de tus angustias y esperanzas, un creyente “agónico”, como lo fue también aquel trágico Miguel de Unamuno, quien, en medio de una tremenda angustia vital ante la poco alentadora perspectiva de un universo sin Dios ni inmortalidad, sintió la apremiante necesidad de “crear” a Dios con su corazón, ya que su razón le impedía “creer” en Él? JLC —Efectivamente, mi ateísmo nace al morir mi madre en 1976. Pero de ninguna manera arrojé a Dios por la borda, sino, en todo caso, si Dios existiera, fue Él quien me expulsó del grupo de los creyentes. Al desaparecer Dios de mi vida, al dejar yo de creer, sufrí una segunda orfandad. Después de la orfandad de la madre, desapareció Dios como una posibilidad de consuelo, de poder llevar la vida con una mayor tranquilidad. Al desaparecer Dios, yo no me ufané de mi destino, como muchos lo hacen, sino que, por el contrario, lamenté profundamente no ser creyente. Pero había perdido la fe y me era dificilísimo recuperarla. Recuerdo que, cuando hizo la primera comunión la menor de mis hijas, ella me pidió que yo comulgara. Como yo me negaba a ello por falta de fe, me llevaron ante un jesuita, a quien le dije: “MI hija insiste en que yo debo comulgar y yo no quiero hacerlo, porque no creo en Dios, ¿Qué debo hacer? ¿Le doy el gusto a mi hija, o me confieso ateo frente a ella, y se acabó?”. El jesuita me respondió: “Déle Ud, el gusto a su hija: reciba la comunión. Lo único que Ud. debe hacer es pedirle a Dios que, si existe, le devuelva la fe”. Al final, lo hice efectivamente por darles el gusto, pero la fe no regresó. Debo decirte incluso que, en el aspecto mismo de la creación, me he sentido ahora más desvalido que cuando era creyente. Cuando yo era creyente, sucedían cosas milagrosas, misteriosas. Cuando todavía creía en Dios, a veces me ocurría que algún dibujo en realización me estaba saliendo imperfecto, sin saber exactamente lo que estaba fallando en esa obra. Por ejemplo, a veces sentía que estaba fallando la composición, y, al aplicarle el modelo de la Sección Áurea, descubría que, efectivamente, la composición estaba fallando, y entonces no sabía cómo solucionar el problema. En esos momentos me ponía a rezar y salía a la calle a caminar a ritmo de Padrenuestro. Al regresar a casa, me daba cuenta de que mi dibujo estaba ya perfectamente bien compuesto, y, al cotejarlo de nuevo con la Sección Áurea, constataba que la obra tenía ahora una composición perfecta. Había habido, pues, una intervención divina en mi propia obra. Por supuesto, ahora que no soy creyente, esas cosas las veo como hechos simplemente casuales, y no pienso que haya habido ninguna intervención divina, JMSG —Por cierto, ¿utilizas todavía la Sección Áurea en tus composiciones? JLC —Antes sí lo hacía un poco, pero ahora ya no. En estos momentos la estoy utilizando, excepcionalmente, en un grabado inmenso de tres metros de largo. Como es un aguafuerte gigante, con cerca de setecientas figuras, he usado en él la Sección Áurea, JMSG —Quiero referirme ahora a tu obsesión por los autorretratos. Me pregunto si eso es una desvergonzada manifestación de exhibicionismo, de autocomplacencia, de narcisismo, de egolatría, o si es, por el contrario, una penosa muestra de auto- conmiseración, una secreta forma de catarsis ante la angustia vital, un profano rito para exorcizar la muerte, un compulsivo anhelo de trascendencia más allá de la muerte, un ansioso intento por lograr una especie de inmortalidad laica, sobre todo ahora que parece estar ausente de tu vida un Dios solvente y tranquilizador? JLC —La costumbre del autorretrato existe en mí desde mi infancia. Ya desde muy pequeño, solía yo dibujarme, sentado en el piso de la sala, observando mi rostro en un espejo gigante. Los autorretratos más antiguos que se conservan, realizados a los diez y a los once años, los hice curiosamente durante estados de enfermedad. El primer autorretrato conservado, hecho a los diez años, es una pintura sobre madera en la que me represento con paperas. Aparezco con el rostro adolorido y vendado como una persona doliente, entristecido y auto-compadecido por mi situación de niño que está sufriendo los dolores espantosos de las paperas. En el segundo autorretrato, realizado a los once años, me represento también enfermo y rodeado por unas mujeres, tratando de incorporarme de una silla sin poder lograrlo, porque hay algo que me lo impide. En este segundo autorretrato aparezco además rodeado de botellas, vasos y otras cosas sin significación. JMSG —Podríamos decir entonces que tu obsesión por el autorretrato deriva a veces hacia la autocomplacencia narcisista, aunque en muchas otras oportunidades es signo inequívoco de auto-conmiseración ante la propia fragilidad. Se conjugan, pues, aquí ambas actitudes contradictorias. JLC —Debo decir que poseo el campeonato mundial del autorretrato, porque no pienso que haya existido en toda la historia del arte un artista que se haya autorretratado tanto como yo. Ni siquiera Rembrandt me supera. Desde mi infancia he vivido autorretratándome siempre, y esta disciplina del autorretrato no cesa siquiera cuando viajo, puesto que a los hoteles donde me alojo en cualquier parte del mundo siempre puedo autorretratarme ante un espejo, aunque sea en las hojitas de los hoteles. El autorretrato es, pues, una especie de obsesión mía, en la que se refleja más que nada mi angustia ante la muerte, el paso del tiempo. Unamuno era un hombre que acostumbraba observar sus manos y contemplarse ante el espejo, lo cual le producía una angustia terrible al saber que todo eso algún día estaría descarnado, convertido en esqueleto. En mi, el autorretrato es un poco la respuesta a este tipo de preocupaciones. Durante toda mi vida de dibujante siempre me he autorretratado al amanecer. Nunca he hecho autorretratos nocturnos. Me autorretrato precisamente al despertar, al descubrir con cierto azoramiento que todavía continúo vivo. Porque para mí la noche representa casi siempre una especie de despedida de la vida. Por las noches, miro a ver si alguno de mis grandes dibujos quedó inconcluso, para entonces terminarlo, sin importarme la hora que sea. De Igual modo, siempre que regreso a casa de una fiesta o de alguna cena, reviso mi estudio, porque no quiero que quede nada inconcluso o imperfecto, si algo no me gusta, lo destruyo. Después busco por todos los cajones y por todos lados, para ver si dejé algún papelito comprometedor que no me conviene que quede. Desde hace muchísimo tiempo, todas las noches cumplo esas rutinas obsesivas, producto de una auténtica angustia, porque no tengo ninguna seguridad de que voy a amanecer al día siguiente. Incluso me da un poco de miedo y de angustia hacer planes para el futuro, porque no tengo la absoluta seguridad de que voy a poder realizarlos. JMSG —En conclusión, pues, tus autorretratos, más que como narcisistas, deben ser interpretados como un mecanismo de defensa frente a la angustia vital, una forma de exorcizar el terror ante la muerte. JLC —Definitivamente. No hay nada de narcisismo en mis autorretratos, puesto que, por si fuera poco, es en los momentos de enfermedad y depresión cuando más autorretratos me hago.