AISTHESIS Nº 74 (2023): 218-242 • ISSN: 0718-7181 © Instituto de Estética - Pontificia Universidad Católica de Chile doi.org/10.7764/Aisth.74.11 218 La «museificación» de la comunidad política en Boris Groys: Iconoclastia, tecnología estética del cuidado y crítica del neoliberalismo The «Museification» of the Political Community in Boris Groys: Iconoclasm, Aesthetic Technology of Care and Critique of Neoliberalism Antonio Rivera García Universidad Complutense de Madrid antorive@ucm.es Enviado: 4 junio 2023 | Aceptado: 22 agosto 2023 Resumen El pensamiento de Groys permite abordar la crítica del neoliberalismo desde una perspectiva ajena a la cuestión moderna del sujeto. El filósofo propone como alternativa a la subjetividad neoliberal: la concepción del individuo como una desfuncionalizada obra de arte. Esta alter- nativa se completa con la recuperación de la principal propuesta del pensamiento cosmista: la transformación de la tecnología museística en biopolítica, para que el individuo de nuestro tiempo sea objeto de permanentes cuidados. Finalmente, se analizan la potencia y límites de la «museificación» para pensar en una eficaz alternativa democrática al neoliberalismo. Palabras clave: Iconoclastia, museificación, obra de arte, subjetividad neoliberal, tecno- logía del cuidado. Abstract Groys’ aesthetic thought encourages the approach of the critique of neoliberalism from a point of view that is alien to the modern question of the subject. Groys shows that the iconoclasm followed by avant-garde art and museums offers an alternative: the conception of the individual as a defunctionalized «work of art». This alternative is completed with the retrieval of the main proposal of cosmist thought: the transformation of museum techno- logy into biopolitics, so that the individual of our time becomes an object of permanent care. Finally, the power and limits of «museification» are analyzed to think of an effective democratic alternative to neoliberalism. Keywords: Iconoclasm, museification, work of art, neoliberal subjectivity, health care technology. Aisthesis Nº 74 | 2023 | 218-242 219 El célebre curso de Foucault, Nacimiento de la biopolítica, ha tenido gran influencia sobre los mejores críticos del neoliberalismo, sobre todo en aquellos que se centran en la subjetividad del empresario de sí mismo. En este artículo proponemos una vía muy distinta de crítica y resistencia contra el neoliberalismo, la que propone Boris Groys en sus últimas publicaciones. Para construir esta alternativa, el filósofo recupera el pensamiento cosmista, primero ruso y, después de la Revolución de Octubre, soviético. Los cosmistas o biocosmistas conciben a los seres humanos como «cosas» –y no como sujetos– que, a semejanza de las obras de arte, son valiosas en sí, con independencia del trabajo o la función social que desempeñen. La extensión de este pensamiento a nuestro presente, marcado por la hegemonía neoliberal, supone desmarcarse del pensamiento foucaultiano en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, la «museificación» de la vida –o, lo que es lo mismo, la transforma- ción del ser humano en obra de arte– exige ofrecer una visión positiva de la biopolítica. Groys (Volverse público 150) hace referencia a la necesidad de que en nuestros días el biopoder sea total, para que los Estados no solo asuman la función del cuidado de las poblaciones, que es la facultad estatal tratada y criticada por Foucault, sino también la tarea del cuidado del cuerpo de cada ciudadano. La inmortalidad individual, y no solo la colectiva, debe convertirse, por tanto, en el objetivo biopolítico más importante. En segundo lugar, la vía antineoliberal explorada por Groys obliga a enmendar el pensamiento de Foucault («Des espaces autres») sobre el museo. Para el filósofo francés, el museo, en donde «el tiempo se acumula», es un espacio «otro» –heterotópico– con respecto al espacio vital. Sin embargo, los biocosmistas, y hoy Groys, tienden a subra- yar la semejanza entre los dos espacios, el del museo y el de la vida. Solo así es posible afirmar la museificación de la sociedad política, que es el tema principal de este artí- culo dividido en tres partes: las dos primeras se detienen en el significado del archivo moderno y en la extensión de la tecnología museística a toda la comunidad política; y la tercera se centra en las virtudes y límites de la metáfora estético-política del museo para combatir las principales patologías del neoliberalismo. Primera parte. La mortalidad de la imagen: iconoclastia e innovación en la modernidad La dimensión iconoclasta de la estética En Sobre el activismo en el arte, Boris Groys (Arte en flujo 58-62) transforma la clásica diferencia entre arte heterónomo y autónomo (Jimenez) en la distinción entre diseño y estética. El primero permite que ciertas herramientas técnicas, mercancías, obras o eventos que han de cumplir una función específica, sean más atractivos, seductores e interesantes para la persona usuaria y espectadora. En particular, el diseño «político» se relaciona con prácticas artísticas que hacen más persuasivos determinados proyectos o mensajes políticos. Antonio Rivera García La «museificación» de la comunidad política en Boris Groys 220 En cambio, la estética –siempre según Groys– cumple la misión que tradicional- mente ha desempeñado la iconoclastia: atacar el statu quo. La crítica estética descubre que las cosas son peores de lo que pensamos, defrauda nuestras expectativas y revela la presencia invisible de la muerte en todas las acciones humanas. Pero tal crítica, en cuanto denuncia radical del presente, crea también el horizonte último para el derrocamiento revolucionario de las instituciones contemporáneas. La estética combate tanto la con- cepción política absolutista –que detiene el tiempo humano y elimina todo aquello, la novedad y el cambio, sin lo cual resulta impensable la libertad (Zambrano 89)– como el pensamiento utópico del fin de la historia, que remite a un tiempo final en el que las cosas ocuparán el lugar definitivo que les corresponde. El desengaño estético puede servir en la actualidad para combatir la universalización de subjetividades que, como la del empresario de sí mismo, son claramente neoliberales, y para denunciar otras que, como la del «artista» de Joseph Beuys, son inadecuadas para resistir la hegemonía neoliberal. La idea del autor alemán mencionado, la de que arte y capital se identifican (K[unst]=K[apital]) porque la naturaleza ha dado a cada uno un cierto capital que debemos desarrollar, no permite superar la lógica darwinista del actual neoliberalismo, la basada en la antidemocrática unión de talento, esfuerzo y competencia.1 Se trata de una lógica del «don natural» contra la que claramente se ha opuesto el arte moderno y contemporáneo (Groys, Arte en flujo 72-73). La misión iconoclasta de la estética contemporánea ya no consiste en una tarea de destrucción, sino de desfuncionalización y desprofesionalización. Este es el cometido ejercido durante la modernidad por la institución del museo y por las vanguardias artísticas. A propósito de estas últimas, Groys (Volverse público 106) sostiene que el artista de vanguardia es un profeta secularizado que hace dos anuncios apocalípticos: anuncia, en primer lugar, que ya no tiene sentido la profesión de artista porque su trabajo no se puede reducir a habilidades técnicas ni a conocimientos artísticos. Y, en segundo lugar, el artista de vanguardia profetiza que nuestro mundo se caracteriza por la «falta de tiempo», por la finitud de todo statu quo, de toda situación aparen- temente consolidada o sedimentada. El tiempo de la modernidad, y más aún el de la posmodernidad o ultramodernidad en la que vivimos, está marcado por la constante amenaza de «apocalipsis cultural» (cf. De Martino), es decir, por el cambio permanente y la desaparición de toda tradición y estilo de vida. El arte de vanguardia utiliza el vocabulario de la iconoclastia porque se dirige contra los valores vigentes, porque los destruye o anuncia su caducidad. El gesto iconoclasta implicaba en el pasado la destrucción de los viejos ídolos en nombre de nuevos dioses, esto es, destruía imágenes o iconos antiguos para sustituirlos por otros. Se convertía primero en un mecanismo de innovación histórica y, con posterioridad, generaba una actitud iconófila, porque la producción de nuevas imágenes se imponía 1 Acerca del triunfo de la lógica neoliberal del talento y del esfuerzo, resulta fundamental el estudio de Barbara Stiegler en torno al famoso debate Lippmann-Dewey (en Referencias). Aisthesis Nº 74 | 2023 | 218-242 221 sobre la destrucción de las viejas. El pensamiento de Groys se comprende mejor cuando distinguimos tres periodos en la historia de la iconoclastia. En el periodo premoderno, la iconoclastia, como expresan los estudios de Mondzain (Le commerce des regards), se dirigió contra la idolatría, contra la confusión de lo divino con lo humano, de lo inmortal con lo mortal, de lo perfecto con lo imperfecto, de la representación con la vida o lo real. En cambio, la actividad iconoclasta moderna tenía como máxima aspi- ración luchar contra lo viejo para dejar espacio a lo nuevo. Ya no pretendía eliminar la confusión, sino acabar con la separación entre la representación y la vida o lo real. Es más, se combatía el arte que se apartaba de la realidad y no se identificaba con la vida. Las vanguardias, desde las de principios de siglo xx hasta la situacionista, ayudaron a imponer el pensamiento de que la obra artística debía fusionarse con la vida, o de que la vida debía ser tan valiosa como la obra de arte desfuncionalizada. Por último, cabe apreciar que la iconoclastia posmoderna ha aumentado en com- plejidad. En primer lugar, ha dejado de vincularse necesariamente con el progreso social o histórico. La crítica formulada contra el gesto innovador e iconoclasta ha dejado de tener un aire reaccionario, ya que la crítica actual insiste en los costes sociales y ecológicos de la modernización, y en la separación entre el devastador desarrollismo y el auténtico progreso. En segundo lugar, la posmodernidad ha reconocido que la iconoclastia no siempre ha sido innovadora y que, al menos desde el nacimiento del cristianismo, también se ha dirigido contra lo nuevo. Y, en tercer lugar, ha adquirido gran relevancia una versión de la iconoclastia que subraya la impotencia de las facul- tades de la imaginación y del entendimiento, de las imágenes y de los conceptos, para acceder a lo más real (cf. Lyotard; Rancière 107). Por estas tres razones, las estrategias iconoclastas contemporáneas están lejos de producir ese «incremento de poder» que en otras épocas sentían los defensores de lo nuevo (cf. Groys, «La iconoclastia como procedimiento» 57). Crítica y crisis de la innovación y de la creatividad modernas En El futuro pertenece a la tautología, Groys («La iconoclastia como procedimiento» 83-84) escribe que, dada la sobreabundancia de textos e imágenes, se precisa de una censura para limitar la producción cultural. Existen dos criterios. El primero es el de la calidad de la obra juzgada de acuerdo con un canon o una regla. En filosofía y ciencia la calidad se llama «verdad», mientras que en el arte se llama «belleza». El establecimiento previo de una regla produce identidad porque las obras de calidad, en la medida en que se ajustan a esa regla o canon, acaban pareciéndose todas ellas. La innovación es el segundo criterio para reconocer el arte valioso que debe conservarse y entrar en los archivos, en la colección. Este nuevo criterio sustituye al de la calidad en la modernidad, una vez que desde Kant y Schiller entran en crisis las poéticas y demás criterios estéticos a priori. A partir de entonces, lo valioso, lo que debe permanecer, es lo nuevo, lo diferente. Está claro que la calidad genera identidad, Antonio Rivera García La «museificación» de la comunidad política en Boris Groys 222 mientras que la innovación produce heterogeneidad, diferencia. Se podría hablar a este respecto de cierta afinidad de la innovación con el poder constituyente de la teología política schmittiana. La innovación elimina lo anticuado, vacío e impotente y prepara la plenitud y libertad venideras. Se entiende entonces que, durante la modernidad, haya tenido un «regusto reaccionario» la crítica de aquellos procedimientos iconoclastas utilizados para innovar. Tales procedimientos se confundieron con la «creatividad», la que fue inicialmente aceptada por los círculos artísticos porque se presentaba «como una justificación de la libertad artística para romper con todas las convenciones racionales y moralizantes» (Groys, Filosofía del cuidado 86). Hoy constituye un error identificar la creatividad innovadora con la libertad. Más bien, advierte Groys («La iconoclastia como procedimiento» 57), la libertad estética debería consistir en la posibilidad de elegir entre lo viejo y lo nuevo, entre lo repetido y lo original, entre la identidad y la diferencia. En realidad, la innovación está unida a la censura y prohibición de lo que solía hacerse, lo viejo o lo antiguo, pero también del producto generado por la innovación, pues, una vez hecho, ya no es nuevo y no debe repetirse. Tal censura explica que la innovación deje tras de sí un desierto, un espacio virtual que contiene todo lo desvalorizado o abandonado (Groys, La lógica de la colec- ción y otros ensayos 88). Ahora bien, es preciso subrayar que la innovación moderna no solo se limita a destruir y transformar «ídolos vivos en ilustraciones muertas de la historia del arte» (Groys, Art Power 60), sino que lo hace en nombre de imágenes, signos, valores o dioses nuevos. Por lo demás, no hay novedad sin archivo (museo, biblioteca, filmoteca, etc.), pues solo esta institución nos permite saber si algo es original. Si no está en el archivo, entonces la obra es nueva (Groys, La lógica de la colección 90-91). El museo o el archivo se convierte de este modo en un actor iconoclasta que produce novedad o, lo que es lo mismo, diferencia. Todo ello ha cambiado en nuestro tiempo posmoderno. Tres circunstancias funda- mentales explican, según Groys (La lógica de la colección 89-91), la crisis contemporánea de las novedades. En primer lugar, cabe decir que en la posmodernidad ha tenido lugar una «revuelta democrática» contra la innovación. Hoy no es raro encontrar manifesta- ciones estéticas que proclaman «el deleite en lo kitsch y en la cultura de masas», o que homenajean la trivialidad y la cultura pop. En segundo lugar, los tiempos posmodernos se caracterizan por cuestionar el concepto de historia universal o el contexto histórico universal, sin el cual no puede mantenerse el criterio de la innovación. Resulta muy difícil decir qué es nuevo o viejo en una situación de radical pluralidad histórica, pues lo que es nuevo en un contexto particular puede no serlo en otro. En tercer lugar, cabe apreciar una crisis profunda de los archivos. Estos ya no pueden ejercer la función de limitar la sobreproducción o la «basura» cultural y, por tanto, no pueden evitar que cualquier cosa pueda entrar dentro del museo. La tecnología actual ya no sirve únicamente, como pensaba Benjamin, para reproducir lo idéntico, sino también para producir en serie la diferencia. Las cosas nuevas o diferentes se producen a tan alta velocidad que la innovación deja de ser un criterio válido de censura para contener la Aisthesis Nº 74 | 2023 | 218-242 223 sobreproducción cultural. ¿Qué puede entrar en estas condiciones dentro del archivo? El fin de la censura ejercida por el criterio de la innovación significará proba- blemente la abolición de toda censura, porque Groys (La lógica de la colección 92-94) insiste en que no hay otros criterios, fuera de la calidad y la innovación, la identidad y la diferencia. En este escenario posmoderno tampoco puede hablarse de autoridades e instituciones (archivos) que puedan determinar el valor cultural de la obra y, por consiguiente, si debe o no perecer. Solo el individuo, el espectador cualquiera, puede comparar las obras y ejercer el correspondiente juicio discriminatorio. Pero sin criterios compartidos, resulta inevitable que se imponga el decisionismo más arbitrario y, por lo tanto, que el juicio estético esté amenazado por la identidad, la banalidad y la tautolo- gía. La identidad, porque todas las opiniones o juicios son igualmente válidos cuando ya no es posible saber qué es la verdad, la belleza o lo nuevo. La banalidad, porque si todas las opiniones son importantes, todas son insignificantes. Y la tautología, porque en un tiempo en el que no hay criterios consensuados, la obra considerada valiosa y destinada a la salvación es aquella que hemos decidido arbitrariamente que lo sea. La vanguardia moderna descansa, la posmodernidad se cansa Groys (Volverse público 108-110), en su texto El universalismo débil, comenta que la vanguardia moderna, cuya función se parece a la de un profeta secularizado, se preguntó cómo escapar al cambio permanente, a la aporía de la innovación, a que todo termine siendo obsoleto. La respuesta consistió en crear imágenes débiles y, al mismo tiempo, trascendentales en sentido kantiano, esto es, que fueran condiciones de posibilidad de cualquier otra imagen. La vanguardia revelaba así los patrones repetitivos que debían permanecer más allá de los cambios históricos. La única forma de producir algo que no fuera barrido por la innovación iconoclasta consistía en centrarse en el mismo medio. Es decir, el arte de vanguardia solo podía lograr el objetivo de producir imágenes transhis- tóricas que no fueran destruidas por otras nuevas, si hacía «aparecer el medio material oculto»2 (Groys, «La iconoclastia» 60). El procedimiento para conseguirlo se basaba en la reducción o la ascesis. A título de ejemplo, el filósofo menciona a Kandinsky, que concebía la pintura como una simple combinación de colores y formas, y a Malevich, que reducía la imagen a la relación entre el objeto contemplado y el marco o espacio de exhibición. En La voluntad de descansar, Groys (La lógica de la colección 128) agrega que la pos- modernidad ha malentendido el significado de la vanguardia histórica porque piensa en ella en términos militares. Se la considera erróneamente una unidad avanzada, situada por delante de la tropa, cuya marcha es agotadora porque el objetivo final está aún muy lejos. Pero la vanguardia moderna pensó en ella misma de forma muy distinta: creía que había 2 Ortega y Gasset («La deshumanización del arte» 358) dice algo parecido. En su opinión, el nuevo arte deshumanizado de vanguardia deja de ser transparente y permite ver el medio, el «cristal» a través del cual los artistas del pasado representaban el mundo. Antonio Rivera García La «museificación» de la comunidad política en Boris Groys 224 alcanzado su objetivo y que había puesto fin a la retórica de la iconoclastia y del agotador, por ser infinito o eterno, ciclo de la innovación. La vanguardia había llegado a su meta, y descansaba, porque había encontrado esos signos o imágenes débiles, pero al mismo tiempo universales y trascendentales, que hacían visible el hasta entonces oculto medio material. La energía –nos recuerda Groys (La lógica de la colección 130)– que desprende la vanguardia histórica procede precisamente de ese descanso, de haber conseguido acabar con el movimiento incesante que implica la creatividad y el criterio de la innovación. El problema, según Groys (Volverse público 111-112), de la vanguardia comentada radica en que las imágenes débiles y, supuestamente, inmortales o transhistóricas, se exhibían en el mismo espacio artístico donde eran visibles las demás imágenes. De este modo, resultó inevitable que se identificaran con las imágenes fuertes que esta- ban vinculadas a un histórico o determinado statu quo (estilo, sociedad, etc.), y que fueran objeto de similar crítica iconoclasta. A todo ello, Groys (113-114) añade que la segunda ola de la vanguardia (Bauhaus, Constructivismo, Vkhutemas, etc.) utilizó el arte para levantar un sólido nuevo mundo, lo que hacía forzoso que se repitiera el gesto iconoclasta contra unas obras que volvían a estar unidas a un estilo, sociedad o periodo histórico determinado. Así que, al final, la vanguardia tampoco pudo descansar, porque era preciso repetir constantemente el gesto iconoclasta y la respuesta transhistórica. La complejidad y el cansancio posmodernos se deben, a juicio de Groys (La lógica de la colección 132), a que hoy ya no se tiene fe en que la vanguardia haya llegado o pueda llegar a su objetivo. Somos hijos de una «tropa» que ha perdido toda esperanza de alcanzar alguna vez la meta, la tierra prometida. Esta pérdida de fe, esta desesperanza, conduce a una fase histórica que, tras abandonar el cronotopo de la modernidad,3 se caracteriza por el estancamiento o ensanchamiento del presente. Löwith (316) enseñó que, para los filósofos modernos, es el final, el objetivo emancipador, el que da sentido a la historia. Hoy estamos cansados porque el movimiento hacia delante no tiene fin, porque no se puede alcanzar ese estado definitivo en el que las cosas estarán en su sitio y podremos descansar. Groys (La lógica de la colección 132) nos aclara que los filósofos del cansancio son los filósofos del movimiento ininterrumpido, del fin del «fin de la historia», empezando por Heidegger y sus discípulos. Para el filósofo de origen ruso, la creciente complejidad de nuestro tiempo se debe a que resultan inservibles los dos criterios –calidad e innovación– que antes permitían simplificar, es decir, reducir la basura cultural para quedarnos solo con lo valioso. Groys (La lógica de la colección 133-137) piensa que solo caben dos opciones en esta situación. La primera, la de reducir lo complejo apelando a fórmulas decisionistas, no la comparte. En el actual contexto de pérdida de fe en el futuro de la humanidad, la repetición del gesto de la vanguardia solo puede ser un acto fundamentalista. En contraste con la vanguardia histórica y la ciencia, que «encuentra, pero no busca», ya nadie mantiene la 3 Gumbrecht (Lento presente; Después de 1945 195) explica que el cronotopo moderno cumple tres condiciones: «dejar atrás el pasado, ir a través de un presente como mera transición, y ver el futuro como horizonte de posibilidades». Aisthesis Nº 74 | 2023 | 218-242 225 esperanza de encontrar la imagen trascendental que ponga fin a las aporías modernas. En nuestro tiempo, esa imagen o signo únicamente puede crearse por voluntad propia, por medio de una decisión arbitraria, que coincide con el fundamentalismo religioso. De acuerdo con las célebres categorías de Clement Greenberg (15-33), Groys escribe que ya no sabemos distinguir entre las imágenes vanguardistas y kitsch, pero sí somos capaces de distinguir entre estética y diseño, es decir, entre un uso vanguardista de la imagen, que hace visible su estructura y medio, y un uso kitsch, que pretende generar un efecto cualquiera: económico, político, publicitario, propagandístico, lúdico, etc. Se entiende así que la «reescritura» actual de la modernidad (cf. Lyotard 42), la pos- moderna, ya no sea creativa, sino interpretativa. A diferencia de lo que sucedía con la vanguardia histórica, las y los artistas contemporáneos son conscientes del doble estatuto de sus obras y de que es posible la infinita repetición de los gestos iconoclasta y trascendental. Groys (La lógica de la colección 140) prefiere una segunda opción, la de hacernos más complejos y admirar estéticamente, contemplativamente, la complejidad sin necesidad de hacer ningún esfuerzo fundamentalista por superarla. Esfuerzo que, como ya hemos comentado, deja tras de sí un desierto. Segunda parte. La aplicación política de la tecnología estética del cuidado Esta segunda parte muestra por qué Boris Groys es uno de los pensadores contemporá- neos que ha cultivado con mayor agudeza la analogía entre estética y política. Aunque avanzada en publicaciones anteriores, en las dos últimas, Filosofía del cuidado y Devenir obra de arte, el filósofo despliega la vieja tesis del cosmista Fiódorov: la conveniencia de aplicar la tecnología estética o museística a la comunidad política, para que el individuo de nuestro tiempo, al igual que la obra de arte, sea objeto de permanentes cuidados. Groys ha demostrado que el desarrollo de la tecnología estética del cuidado se halla estrechamente vinculado a un «acontecimiento» artístico que ya hemos tratado en el apartado anterior: la misión iconoclasta que llevan a cabo los y las artistas de vanguardia cuando elaboran obras transhistóricas para poner fin al ciclo infinito de creatividad- destrucción. El museo persigue este mismo objetivo, la superación de la mortalidad de la obra, cuando la desfuncionaliza y la destina exclusivamente a su contemplación. Seguidamente abordaremos los fundamentos sobre los que se sustenta la transferencia de la tecnología museística al ámbito social y político. El individuo contemporáneo es un sujeto narcisista Boris Groys (Filosofía del cuidado 122-123; Devenir obra de arte 10-16) sigue la vía contraria a las actuales críticas contra el neoliberalismo cuando reivindica la figura de Narciso. Se halla así muy lejos de textos que, como el de Lasch, condenan la cultura contemporánea Antonio Rivera García La «museificación» de la comunidad política en Boris Groys 226 del narcisismo por ser una manifestación social regresiva, solipsista y sorda a los ideales intersubjetivos. Por el contrario, Groys defiende las virtudes de un mito que, además, permite comprender lo que significa en nuestro tiempo producir una imagen. El narci- sismo implica una doble actividad: el acto de contemplar la propia imagen, pero también el de exhibirla para que sea contemplada por otros. De acuerdo con la distinción creada por el hegeliano Kojève (51-52), el deseo narcisista es un deseo de segundo orden o de reconocimiento (Groys, Filosofía del cuidado 54; Devenir obra de arte 15). Desde este enfoque, el individuo narcisista concede más importancia al otro, al aspecto social de la imagen, que al mundo interior propio. Es más, el principal problema radica en que el sujeto narcisista no puede ejercer un dominio soberano sobre su propia imagen, en la medida en que depende de la mirada del otro. Estamos así lejos de la autarquía o del desinterés por lo social y por los demás individuos que suele identificarse con el narcisismo. Todo lo contrario, el deseo de segundo orden lleva a sacrificar el interior en favor de la imagen pública. Esta imagen sin alma, creada y vaciada del mundo interior, solo es cuerpo y, por lo tanto, es el resultado de un proceso análogo a la kénosis cristiana.4 Groys (Devenir obra de arte 23-24) nos proporciona una concepción narcisista de la imagen que coincide, en el fondo, con el pensamiento de Kracauer (289) sobre la imagen fotográfica. El filósofo alemán ya aludía a que la foto –lo mismo se podría decir de la imagen cinematográfica– se limita a captar el cuerpo de los individuos, pero no su alma. El encuadre cine-fotográfico no es una ventana que permita el acceso al interior de los sujetos. Por eso, los individuos narcisistas, que se autoexponen o presentan como imágenes, devienen cuerpos –obras de arte– vaciados de alma. El otro, el público, que mira nuestra imagen, solo ve la parte exterior, no el interior. No obstante, en la medida en que somos seres sociales y cuerpos simbólicos, nuestra imagen se erige a menudo en indicio de lo más interno, de nuestro carácter o alma (cf. Krauss 149). La imagen se convierte en símbolo, en indicio, para ser más exactos, de nuestra propia mortalidad, de nuestro cuerpo perecedero, pero también ella misma es mortal, como ya señalaban Resnais y Marker en el celebrado corto, crítico con el colonialismo, Las estatuas también mueren (1953). Boris Groys (Devenir obra de arte 92) insiste mucho en que cada cultura produce una clase específica de inmortalidad. Nuestra cultura nar- cisista ya no cree en la inmortalidad del alma, del interior, y se esfuerza por conquistar la del exterior, la del cuerpo físico y simbólico. El autor (Volverse público 159) sostiene que «el último paso en la secularización de la cristiandad» lo dieron los pensadores del socialismo ruso, sobre todo los cosmistas, cuando reemplazaron «la inmortalidad del alma garantizada por Dios por la inmortalidad del cuerpo garantizada por el Estado», que se convertía así en un «nuevo y total biopoder». Lo cierto es que el individuo narcisista contemporáneo considera que su principal objetivo es la inmortalidad de su cuerpo simbólico y, en la medida en que lo permita el desarrollo tecnológico, de su cuerpo físico. 4 Mondzain (Image, icône, économie 121) afirma incluso que «todo gran arte es kenótico» porque la única forma de alejarse del mal de la banalidad, de la abyección y de la idolatría consiste en hacer presente un vacío o una ausencia. Aisthesis Nº 74 | 2023 | 218-242 227 El cuerpo simbólico –la imagen de nuestro cuerpo físico– solo puede ser inmortal si logra independizarse del proceso iconoclasta, del ciclo innovación-envejecimiento que provoca que todas las cosas pasen de moda. Boris Groys (Devenir obra de arte 29-30), en la línea que ya hemos comentado, subraya el hecho de que la modernidad, marcada por el principio de la creatividad y la inevitable crisis del statu quo, ha aspirado a crear sociedades transhistóricas, sociedades en las que la imagen o el cuerpo simbólico sea una especie de «uniforme universal» capaz de resistir el paso del tiempo y de lograr cierta inmortalidad. La teología sigue ofreciendo el mejor modelo para comprender este anhelo: la creación artificial de la imagen o del cuerpo simbólico debe parecerse al diseño divino o natural del alma, la única creación que no está vinculada a ningún contexto histórico. El autor de Devenir obra de arte alude a varias fórmulas que, a lo largo de la primera mitad del siglo xx, intentaron impedir que los productos culturales fueran transitorios, históricos o pasaran de moda. Tales fórmulas fracasaron porque pretendían luchar contra la mortalidad a través de una vía contraria a la tecnología estética o museística que sirve para cuidar objetos singulares e insustituibles. Aquella vía errónea se basaba, por el contrario, en la uniformización o en la supresión de la singularidad de la obra. Groys (31-32) menciona, en primer lugar, la lucha de Adolf Loos contra la esencia de la moda y, en particular, contra todos aquellos ornamentos y elementos decorativos que cambian en cada época. En segundo lugar, el filósofo de origen ruso (Devenir obra de arte 34) se refiere al Constructivismo que pretendía sustituir todo lo que fuera inútil por cosas funciona- les. Esta vía, que resultaba contraria al proceso desfuncionalizador e iconoclasta del museo, desembocaba en una concepción social totalitaria, pues establecía que cada cosa estuviera subordinada al diseño soberano de la comunidad. Seguía, en el fondo, el modelo organicista de la teología política, el del soberano que dirige y armoniza las distintas, pero sustituibles, partes del cuerpo social o político. En tercer lugar, Groys (Devenir obra de arte 37-39) menciona la crítica de la creatividad, de la experiencia única y original, que representa el «trabajador», el sujeto universal y transhistórico analizado por Ernst Jünger en El trabajador. El trabajador constituye una figura eterna o inmortal porque, a semejanza de la máquina, es sustituible por otro igual. Se corresponde con la tecnología moderna que ya no produce objetos únicos, sino cosas en serie o estandarizadas. En cuarto lugar, Groys (Devenir obra de arte 41-43) se detiene en la lucha contra la mortalidad que lleva a cabo el deporte mediante la producción de cuerpos atléticos. El cuerpo atlético constituye una promesa de inmortalidad, pero no porque se parezca a las obras de arte que entran en el archivo, sino porque es uniforme, regular, estanda- rizado e intercambiable, como lo son los trabajadores y las máquinas. El filósofo del cuidado no alude, sin embargo, al carácter ambivalente del deporte que, si por un lado convierte al ser humano en un cuerpo parecido a la máquina, por otro, desempeña un papel similar la iconoclastia artística, pues desfuncionaliza los cuerpos como, por lo demás, pone de relieve la filosofía de Ortega y Gasset («El tema de nuestro tiempo» 195). Antonio Rivera García La «museificación» de la comunidad política en Boris Groys 228 Groys subraya el contraste entre cuerpo atlético y obra de arte porque quiere esta- blecer una clara diferencia entre dos tipos de tecnología: la relacionada con el deporte y la producción, por un lado, y la relacionada con la estética y el cuidado de las obras que ingresan en los museos, por otro. La creación artística no solo se aleja de la actividad deportiva porque cada obra es singular e insustituible, sino también porque el arte más avanzado, el creado por las vanguardias, no requiere de entrenamiento, es decir, de la habilidad o competencia técnica lograda por el artista después de años de carrera. Las otras dos características que el filósofo destaca de la tecnología del cuidado son la desfun- cionalización y la centralidad del marco o del contexto. Este último, el marco o el entorno, resulta inherente a la noción de aura5 y, además, se produce a menudo artificialmente. Si tenemos en cuenta el criterio del entorno, la disciplina artística más evolucionada es la instalación, en la que la obra de arte coincide tanto con el objeto expuesto como con el mismo espacio de exhibición (cf. Groys, Devenir obra de arte 46-48). El filósofo nunca pierde de vista la analogía de ese marco, especialmente el de la instalación, que es descrita en términos cercanos al pensamiento populista,6 con el Estado encargado del cuidado de los individuos narcisistas. La iconoclastia del museo como modelo para la organización social y política: desfuncionalización y cuidado de objetos mortales Boris Groys (Devenir obra de arte 97) pretende demostrar con sus dos últimos libros que la fe en el futuro, creencia a la que denomina –con palabras tomadas de Comte– la «religión de la humanidad», depende en gran medida del triunfo de la tecnología mu- seística. De ahí la necesidad de reflexionar sobre el papel social y político que adoptan el archivo y la lógica de la colección. El archivo o el museo es, para Groys (Devenir obra de arte 64-65), el contenedor de esos «cadáveres públicos» que son en el fondo las obras de arte. El museo sigue la lógica del «crimen» cuando decide rescatar y conservar las obras e imágenes ex- traordinarias o contrarias a la norma social. Los mismos artistas, añade Groys (66), «rompen las reglas de la producción artística para llamar la atención de los medios». El museo sigue el modelo criminológico porque solo alberga obras desfuncionalizadas, independientes de las necesidades del organismo social y desviadas con frecuencia del «espíritu del tiempo» con el que las y los historiadores modernos resumen el universo mental de un determinado periodo histórico (cf. Febvre 2). Es preciso tener en cuenta 5 A juicio de Groys (Art Power 73; Devenir obra de arte 48), Benjamin se refiere con el término de aura «al entorno natural y cultural original» de la obra de arte; entorno que «no solo puede perderse, sino también construirse de cero». 6 Groys (Volverse público 58) piensa en el artista de la instalación con características parecidas a las de un antidemo- crático líder populista o un representante soberano. Tal artista se convierte en el «legislador» que desde fuera le da a la comunidad de visitantes «el espacio para constituirse a sí misma» y que, además, «define las reglas a las que esa comunidad deberá someterse». Aisthesis Nº 74 | 2023 | 218-242 229 que la desfuncionalización, y no la destrucción, es el objeto de la iconoclastia moder- na ejercida por el archivo. A diferencia de la tradicional, que destruye objetos de una época considerada obsoleta, ahora la estrategia iconoclasta consiste en apartarlos de la función original que les encomienda el régimen normativo de una determinada época. Esta nueva concepción de la iconoclastia refuerza la idea de que la obra de arte no es un bien de consumo como los demás porque no desaparece o se desgasta cuando se contempla (cf. Groys, Devenir obra de arte 69). Es más, como se aspira a que permanezca siempre igual, debe ser protegida y restaurada. Lo decisivo para el propósito final de Groys (70), el de comparar la protección debida a las obras de arte con el debido a los individuos en las sociedades contemporáneas, consiste en reconocer que «la tecnología reemplaza a la ontología» (95). Hoy no debemos centrarnos en el objeto de la ontología, es decir, en las cosas inmortales (Dios, las evidencias matemáticas o las ideas eternas) que no necesitan ser cuidadas, sino en cosas materiales y mortales que, para evitar su desgaste y destrucción, deben ser protegidas tecnológicamente. Los individuos valorados como trabajadores o, si utilizamos la metáfora mecánica y la organológica, como piezas de la máquina social y miembros del organismo estatal, comparten con los objetos de consumo el mismo destino mortal: desgaste y destruc- ción. La desfuncionalización nos lleva, en cambio, por la senda de la inmortalidad. Desde el punto de vista de la filosofía de los cuidados, desfuncionalizar significa que objetos y sujetos-trabajadores pueden sobrevivir a la cultura original que produce las cosas materiales y funcionales. La aspiración del museo, cuya función iconoclasta o desfuncionalizadora la comparte con la vanguardia histórica, consiste en lograr que los objetos sobrevivan al fin de las culturas particulares y no pasen de moda. Los mu- seos pretenden ser transhistóricos porque ofrecen la promesa de inmortalidad para todo aquello que albergan en su interior. Su función principal es, por tanto, preservar el pasado y ofrecer un horizonte de supervivencia (Groys, Devenir obra de arte 72). El museo invierte la mirada del presente sobre el futuro que solían adoptar las instituciones modernas, las que, por paradójico que parezca, porque la duración forma parte de su esencia, estaban más vinculadas con el porvenir que con el pasado. Las instituciones modernas, al igual que la filosofía de la historia o del progreso y la ideo- logía de la creatividad, tenían sentido porque debían lograr determinados objetivos en el futuro, con independencia de que estuvieran relacionados con la materialista producción o con la idealista libertad. La institución se correspondía entonces con la tecnología de la producción. Muy distinto es el punto de vista del museo: haciendo uso de la estética facultad de la imaginación, mira el presente desde el futuro y per- cibe el statu quo contemporáneo como algo que habrá de quedar obsoleto.7 El futuro adquiere de este modo una dimensión amenazadora para las obras de arte, las que no 7 Benedetti (13-19), en una línea de pensamiento convergente con la de Groys, afirma que, en relación con la conciencia de la gravedad de la crisis climática y con la actividad necesaria para frenarla, los discursos estéticos llegan más lejos que los científicos. Las artes, con su apelación a la imaginación, son más efectivas en la movilización porque permiten hacer presente el futuro catastrófico de nuestro planeta y sentir mayor empatía hacia nuestros nietos. Antonio Rivera García La «museificación» de la comunidad política en Boris Groys 230 solo requieren ser protegidas, cuidadas o restauradas como consecuencia del efecto que sobre ellas produce el paso del tiempo, sino también desvinculadas del contexto histórico en el que nacieron. Liberarse del mal de la mortalidad coincide con la libera- ción del futuro y del pasado. No obstante, el ingreso dentro del ámbito transhistórico del museo, que promete la inmortalidad, pasa por el reconocimiento de lo transitorio, de la mortalidad, de todo statu quo. La aplicación de la tecnología museística a la comunidad política requiere en primer lugar corregir a Sartre, al filósofo que en El ser y la nada declaraba que nos avergonzamos cuando nos ven como un mero objeto. Por el contrario, Groys (Devenir obra de arte 75) juzga que en el narcisista mundo contemporáneo el individuo no debe sentir vergüenza por ser considerado una cosa, sino por «tener una conciencia que lo convierte en una cosa mala» o poco fiable. Debe ser una cosa parecida a la obra de arte, que ya no es un medio para un fin superior, sino un objeto desfuncionalizado, inútil y superfluo que debe ser protegido. El análisis de Boris Groys (Devenir obra de arte 77) invita a «equiparar el arte y la política, la vida y la tecnología, el Estado y el museo, el espacio común y el heteroes- pacio» del archivo o de la colección. Tal equiparación lleva a reconocer que todos los representantes de las instituciones, incluida la del Estado, deben asumir la función desempeñada en los museos por el curador. Esta última palabra –nos recuerda el filósofo (75)– procede del latín curator, cuidador: «un curador se ocupa de la salud de las obras de arte del mismo modo en que un médico atiende la salud de los seres humanos». Así que las instituciones humanas, cuando se convierten en instituciones de cuidado, usan la misma tecnología que emplea el museo para preservar cosas sin función algu- na. Groys (76) insiste en sus escritos dedicados a la corriente cosmista o biocosmista que el padre de esta idea fue Nikolái Fiódorov, para quien «todas las instituciones humanas debían transformarse en instituciones de cuidado y abocarse al objetivo de alcanzar la inmortalidad para el conjunto de la especie humana». En continuidad con este pensamiento, el filósofo cosmista Muraviov llega a decir, pensando en el cuidado debido a las obras contenidas en un museo, que el arte es «la única tecnología capaz de derrotar al tiempo». Desde este enfoque que eleva el arte a «modelo de la política» (Groys, Cosmismo ruso 21-22), el ser humano se transformará en una obra de arte y «la historia humana se convertirá en historia del arte» cuando se apliquen a los cuerpos mortales «las decisiones curatoriales y tecnologías de preservación museística» (De- venir obra de arte 77). Esto significa que el biopoder que tanto temía Foucault «debe volverse total», es decir, debe aplicarse tanto a las poblaciones como a los individuos. Si las obras de arte contenidas en el museo aspiran a la inmortalidad, no debe ex- trañar que Groys (Devenir obra de arte 86-90) las compare con las momias, los cuerpos vaciados o las imágenes que, por experimentar una especie de kénosis, pueden resistir el paso del tiempo y la desaparición de la cultura o del contexto local al que están unidas. El arte de vanguardia practica dicha kénosis para combatir la ideología moderna de la creatividad y ofrecer las formas transhistóricas o trascendentales que ya hemos abordado Aisthesis Nº 74 | 2023 | 218-242 231 en la primera parte. En lugar de inventar nuevas formas que corran el peligro de pasar de moda por estar vinculadas a un determinado presente histórico, a un concreto hic et nunc, la vanguardia promete el renacimiento de las viejas formas que se ajusten al vaciamiento (kénosis) propio de las imágenes trascendentales. Solo el pasado, añade Groys (91), ofrece «una colección de metaformas que pueden ser llenadas con con- tenido nuevo». Las identidades (raciales, culturales, de género, etc.) que permanecen en el tiempo se corresponden con las imágenes trascendentales o con las metaformas que, a pesar de ser extraídas del pasado, son compartidas por individuos de cualquier época. Igualmente, detrás de la musealización de la política se encuentra «la promesa de revivir formas culturales del pasado», y ello, según Groys (79), solo es posible si se mantiene «la relativa similitud que han conservado los cuerpos humanos orgánicos». La musealización de los cuerpos humanos obliga a reconocer que el origen de la humanidad se halla «en el arte, en la tecnología del arte», y no en la naturaleza. Ahora bien, Groys (Devenir obra de arte 77) sostiene que esto no implica aceptar todos esos proyectos poshumanos y transhumanos que, gracias a la tecnología y a la simbiosis con la máquina, cuestionan la «estabilidad transhistórica del cuerpo humano». Tales proyectos son inviables porque, en primer lugar, no es aceptable la analogía del cuerpo humano con la máquina (81-83). Los conceptos de trabajo y agotamiento, desgaste y cuidado no se pueden aplicar a las máquinas. La rebelión de los seres humanos contra el trabajo esclavo es comprensible porque su cuerpo mortal no puede resucitar, pero no lo es en el caso de las máquinas, porque pueden volver a funcionar después de ser apagadas. Si nos adentráramos en el campo de la ciencia ficción, sería coherente imaginar que las máquinas pensantes del futuro se preocuparan por la provisión de electricidad y por impedir que fueran apagadas, como sucede con el ordenador HAL en el filme de Kubrick, 2001: Una odisea del espacio (1968). Pero el principal enemigo de esas máquinas sería, sin duda, el progreso tecnológico, esto es, la amenaza de que pudieran ser sustituidas por otras más eficaces. En segundo lugar, Groys (84) juzga que la cultura cyborg, la simbiosis entre ser humano y máquina, podría desembocar en un «racista» dominio de los cuerpos más evolucionados. Sería entonces inevitable «una forma nueva y radical de desigualdad» entre los individuos. La aplicación de la tecnología museística a los seres humanos nos obliga a analizar con rigor los mecanismos de inmortalización de nuestro tiempo. Esta necesidad lleva a Groys (Devenir obra de arte 93) a reflexionar sobre los dos procesos tecnológicos ya comentados: el que conduce a la creación de nuevos productos y el relacionado con la mejora continua de «los mecanismos de cuidado, protección, restauración y man- tenimiento de los productos». Debemos así distinguir entre la tecnología productiva y la tecnología estética o del cuidado. La primera desencadena un proceso finito que termina con la creación de un producto. El tiempo futuro es deseado porque aparece como promesa de culminación y perfeccionamiento. En cambio, la tecnología estética, la que «empieza con la presencia de un objeto de cuidado y procura evitar su desapa- rición», está unida a un proceso infinito y a una profunda inquietud por el desgaste Antonio Rivera García La «museificación» de la comunidad política en Boris Groys 232 futuro: mientras haya tiempo habrá que combatir tecnológicamente la amenaza de destrucción. El cuidado es, sin embargo, finito, porque los cuerpos, especialmente los humanos, mueren. En contraste con la tecnología productiva que identifica el éxito con el final del proceso de producción, la tecnología museística identifica el fracaso, lo más temido, con el final del proceso del cuidado. Por esta razón, la preservación eterna del objeto, del cuerpo o, si hablamos de Antropoceno, de la misma naturaleza, es la verdadera meta del cuidado. Los dos últimos libros de Boris Groys (94) subrayan constantemente esta analogía entre las estrategias museísticas de conservación y las estrategias sociales y políticas de cuidado de los individuos. El autor de Devenir obra de arte está convencido de que «el deseo narcisista parece coincidir con el deseo de inmortalidad, con el deseo de influir en la producción de inmortalidad» (92). En nuestra época secular y narcisista, la inmortalidad ya no está dada ontológicamente y solo resulta concebible la inmortalidad de los cuerpos indi- viduales proporcionada por el cuidado tecnológico. Si esto es así, resulta inevitable, según Groys (95), que «la inmortalidad individual dependa de la inmortalidad de la humanidad como tal» o, para ser más claros, dependa de la extensión del biopoder estatal desde la población hasta el mismo individuo. El narcisismo contemporáneo, en la medida en que está unido a la supervivencia de nuestra imagen y de nuestro cuerpo material, tiene una razón más para no desembocar en misantropía y desinterés hacia las relaciones sociales y políticas. En contra de lo que dice la concepción más extendida, una civilización narcisista es para Groys (96) aquella para la cual «admirar mi propia imagen significa valorar el mundo de los otros más que el mío propio, privilegiar su mirada sobre la mía». Ahora bien, el filósofo olvida mencionar que la mirada y palabra del otro es atendida solo en la medida en que forja y fortalece nuestra propia identidad, mientras que cuando no nos mira o no nos desea, nuestro desinterés por él es completo, o cada vez mayor. En cierto modo, el individuo contemporáneo es un Narciso que intenta controlar su propia imagen con el objetivo de que esta sea inmortal, aunque al final sea derrota- do porque no puede dominar completamente la mirada del otro. El control parcial de nuestra propia imagen aún se hace más difícil en el contexto de Internet. Comprender el significado contemporáneo de nuestra imagen implica necesariamente pensar en el medio digital donde tiene lugar la mayor producción y difusión de imágenes. El ocaso de la subjetividad moderna en tiempos de Internet Debemos comenzar aclarando que, para Boris Groys (Arte en flujo 201), el sujeto moderno «siempre se definió como aquel que conoce algo sobre sí mismo que nadie –excepto Dios, quizás– puede conocer», ya que estamos incapacitados por naturaleza para conocer los pensamientos ajenos. El ser humano –podríamos decir parafraseando a Gracián (113)– carece de una ventanilla en su pecho y cabeza que haga transparentes sus intenciones y pensamientos. Los modernos pensaban que la verdadera subjetividad, Aisthesis Nº 74 | 2023 | 218-242 233 el verdadero «yo», era un secreto, algo inaccesible públicamente. El descubrimiento por otro de este secreto suponía en el fondo la degradación del sujeto a cosa instrumental o heterónoma. A juicio de Groys (205-206), Sartre se refiere a ello cuando señala que el infierno son los otros. Es decir, vivimos en un infierno cuando somos reducidos a lo que la mirada ajena ve y registra, o cuando la sociedad nos identifica con un con- junto determinado de propiedades. En contra de este saber infernal, Sartre concibe la subjetividad moderna como «un proyecto dirigido hacia el futuro». Ello significa que el proyecto, aquí y ahora, es secreto u oculto, y que solo el mismo sujeto podrá tener acceso en el futuro a su verdadero ser y hacerlo público. Groys (Arte en flujo 209) añade que la posmodernidad radicaliza la lucha contra la identidad nominal y social del sujeto. Ahora bien, no lo hace a través del descubrimiento del verdadero «yo», sino de un modo que conduce al ocaso del sujeto y a la negación de sus cualidades principales, como la originalidad o la autenticidad. La utopía de la posmodernidad consiste en la «autodisolución del sujeto en los flujos infinitos y anó- nimos de energía, del deseo o del juego de significantes». Esta pérdida de la identidad puede producirse –y a este respecto Groys cita a Douglas Crimp («Sobre las ruinas del museo»)– mediante «el proceso de reproducción» que supone «la confiscación, la toma de citas y extractos, la acumulación y repetición de imágenes ya existentes». Groys (Arte en flujo 209) reconoce que durante un tiempo Internet encarnó la utopía posmoderna de la disolución de identidades y del triunfo del «rizoma globalizado», pero ya no es así. Hoy Internet es un infierno porque facilita la cosificación o identificación del sujeto con un conjunto de propiedades. Para comprender el discurso de Groys (Arte en flujo 206) sobre Internet como un medio hostil a la subjetividad moderna, es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que la modernidad se ha basado en la diferencia o desincronización entre la produc- ción o proceso creativo, que se hace en secreto, y la exhibición o exposición pública del resultado, con independencia de que este consista en la revelación del verdadero «yo» o en la elaboración de una obra de arte. En cambio, Internet se convierte en el ámbito de la transparencia absoluta porque ambos momentos, el de creación y el de exhibición, se sincronizan. Es así el espacio más adecuado para el triunfo de la cultura narcisista, ya que no resulta posible producir una imagen deseable de uno mismo si al mismo tiempo no es contemplada y juzgada por el otro. En segundo lugar, cabe advertir que Internet no pertenece al orden del simulacro, al de un mundo virtual que prescinde de referencias reales o exteriores. En vez de ser «el lugar de la desmaterialización de las cosas de este mundo», se convierte, a juicio de Groys (Devenir obra de arte 57), en «el lugar de la materialización del usuario de la red». Esto equivale a decir que Internet es el ámbito de la desficcionalización de todo, incluido el arte y la literatura, ya que funciona «bajo la presuposición […] de tener como referencia un punto de la realidad off-line» (Arte en flujo 197). En contraste con lo que suele ser la imagen digital o virtual, Internet es un medio de información sobre algo que existe afuera. Groys (Arte en flujo 199-200) aclara que la ficción, el arte y la Antonio Rivera García La «museificación» de la comunidad política en Boris Groys 234 literatura, no tiene en Internet un marco específico: comparte el mismo espacio con todo lo que no es ficción. No solo la obra ficcional se integra en la red con la información sobre el autor como persona real, como persona que existe offline, sino que además adquiere una gran importancia la documentación, la parte no ficcional de las artes. Tal documentación no es un simulacro, porque se refiere a un verdadero acontecimiento estético, un libro, una exhibición, una performance, una instalación, un proyecto, etc., que ha tenido «lugar en lo real, en el mundo off line». Es preciso advertir que, para el filósofo de origen ruso, el narcisismo tampoco pertenece en su origen a la cultura del simulacro, porque la imagen del individuo se construye a partir de una referencia, la mirada y opinión del otro, de alguien que es real, que existe fuera de Internet. Groys (Arte en flujo 202-203), aunque no alude expresamente a las reflexiones deleuzianas sobre las máquinas de la «sociedad de control», reconoce que la red es, ante todo, una máquina de vigilancia. A semejanza del dios del theatrum mundi, esa máquina es un espectador o lector global, cuya mirada algorítmica puede ver y leer todo lo colgado en el espacio virtual por un individuo que tiene una existencia offline. El individuo real se vuelve así transparente y observable para el espectador global de Internet. Cada vez que alguien contempla o lee algo en la red, esa mirada o lectura se fecha y archiva. El ser humano que mira o lee en Internet puede ser identificado porque todas las acciones que ejecuta en este medio son registradas, identificadas y clasificadas. A diferencia de la tradicional contemplación offline, que no deja huella, la contemplación online se asemeja a lo que acerca de la mirada escribía Merleau-Ponty (Groys, Devenir obra de arte 115) en Lo visible y lo invisible. Aquí, «mirar es como tocar» porque se trata de una actividad que sí deja huella y, por tanto, permite «materializar» al usuario. Todo ello supone el fin del sujeto moderno antes descrito. Con independencia de que sea usuario o proveedor de contenidos, el individuo «actúa y se percibe como una persona empírica», como una cosa cuantificable, rastreable o clasificable, «y no como un sujeto “inmaterial”» (Arte en flujo 210). Boris Groys (Arte en flujo 204) habla de «mercantilización de la hermenéutica» porque los resultados de la vigilancia mencionada son vendidos por las corporacio- nes privadas que controlan Internet. Las ganancias de esas corporaciones proceden sobre todo de la publicidad «personalizada». Es importante tener en cuenta que tal publicidad ayuda a construir una imagen narcisista que, en nuestra opinión, funciona como un simulacro porque resulta indiferente cuál sea su referencia real. Internet no pertenece al orden del simulacro porque es un lector o espectador cuyas referencias últimas tienen una existencia offline, pero sí es una máquina de producir simulacros, de producir signos que no dependen de un referente anterior. Harcourt (129) ha explicado que con los datos obtenidos de las personas reales que miran y leen en Internet, las corporaciones o plataformas construyen un doppelgänger del usuario que permite saber sus gustos por adelantado. Se produce de este modo la completa inversión de la utopía moderna, la de un sujeto cuya identidad verdadera era inaccesible porque era sobre todo un proyecto, algo que solo sería revelado por él mismo en el futuro. Pues bien, Aisthesis Nº 74 | 2023 | 218-242 235 ahora Internet permite predecir el comportamiento futuro de las personas a través del simulacro de un doble, cuya identidad artificial, construida con la tecnología digital, determina o influye sobre la del sujeto real. Para el filósofo Boris Groys (Devenir obra de arte 58-59), el infierno de Internet supone que hemos dejado de ser espectadores de las cosas y que, en cambio, nos hemos convertido en el objeto de la mirada de espectadores invisibles. Detrás de los algoritmos se ocultan otros seres, las corporaciones y sus dirigentes, que nos pueden ver y descubrir nuestros secretos. En el contexto transparente y tecnológico de Internet, la subjetividad moderna, la unida al concepto de secreto, se convierte en una construcción técnica (Arte en flujo 201). Esto significa que en la red el sujeto se identifica con el «dueño de una serie de claves y contraseñas». Los secretos ya no se encuentran ontológicamente protegidos, ya no se ocultan en el interior del sujeto, sino que están preservados tecnológicamente. En ese espacio de transparencia que es Internet, el usuario solo tiene dos opciones ante su propia visibilidad: o bien el «disfrute narcisista» que resulta de presentar imágenes, videos o textos a personas con las que compartimos «nuestros intereses y posturas»; o bien la barroca –y también narcisista– resistencia contra «la mirada malvada del espec- tador oculto» con seudónimos y contraseñas (Groys, Devenir obra de arte 59). Se trata de una respuesta «marrana», porque se basa en la ocultación o en la ofuscación de los datos para impedir o perturbar la vigilancia (Brunton y Nissenbaum 20). Todo lo anterior permite apreciar que Groys distingue, pero de manera sutil o sin hacerlo explícito, dos cosificaciones muy distintas: la buena, la de los museos, la que supone considerar al ser humano análogo a una valiosa y cuidada obra de arte; y la maligna, la de Internet, la que socava las utopías modernas y posmodernas de emancipación porque convierte al individuo en una cosa identificada, controlada y manipulable. La cosificación del ser humano tiene, en suma, un carácter ambivalente. Tercera parte. La «museificación de la vida» como alternativa a la hegemonía neoliberal: potencia y límites Nos preguntamos en esta tercera y última parte si la buena cosificación, esto es, la museificación de la sociedad política que hemos analizado anteriormente, sirve para combatir las principales patologías de la subjetividad neoliberal. En nuestros días, el sujeto hegemónico, el denominado empresario de sí mismo o emprendedor, abraza la «ideología» de la creatividad y la innovación. En el hipercompetitivo mercado neo- liberal, el sujeto ha de someterse a la exigencia de productividad, e incluso utiliza la terminología de la aventura, el desafío y lo imprevisible. La creatividad neoliberal está unida a una ideología que conduce al ocaso del homo politicus, ya que, por un lado, el nuevo sujeto egocéntrico anula los vínculos sociales y, por otro, cualquier conflicto político que plantee una alternativa al triunfante neoliberalismo es descalificado como irracional (cf. Brown 86; Valls Boix 117). Antonio Rivera García La «museificación» de la comunidad política en Boris Groys 236 La subjetividad hegemónica, tanto la del foucaultiano empresario de sí mismo como la del homo debitor analizado por Lazzarato (La fábrica del hombre endeudado), es favorecida por la tecnología de la producción que está unida a la antropología y el cronotopo modernos. Desde este punto de vista, el significado del presente depende de la meta que ha de conquistarse más adelante. La filosofía de la historia prometió que, cuando se alcanzara el futuro, el sujeto lograría sus objetivos y descansaría. Pero el desencanto de nuestro tiempo, acentuado por el incremento del trabajo que se exige al competitivo sujeto neoliberal, tiene que ver con la sospecha de que ese futuro «la- tente» nunca llegará (cf. Gumbrecht, Después de 1945). Muy distinta es la mirada de la tecnología museística (o del cuidado) sobre el porvenir, el cual ya no se identifica con la deseable meta, sino con la amenaza de muerte o destrucción. La tecnología museística hace uso de la imaginación para mirar el presente desde el futuro y percibir los productos culturales como cosas que inevitablemente pasarán de moda, quedarán obsoletas o desaparecerán. Por esta visión anticipada del mal de la mortalidad, la filosofía y tecnología del cuidado no solo responde al ansia de inmortalidad del individuo, sino también a los retos del Antropoceno y a las urgentes políticas ecológicas. Las filosofías modernas, sobre todo las socialistas, fueron criticadas por exigir el sacrificio de las generaciones del pasado y del presente en favor de la humanidad emancipada y feliz del futuro. Pero las reflexiones sobre el Antropoceno o la crisis climática ponen de relieve que hoy debemos invertir la crítica: son los seres humanos del presente los que ponen en peligro la felicidad e incluso la supervivencia de las generaciones posteriores. Nos parece evidente que Groys, con su defensa de la filosofía (y tecnología) del cuidado, pretende transformar la conservación en revolucionaria, en emancipadora. La acción museística y vanguardista, consistente en crear obras o imágenes trans- históricas, puede ser de utilidad para concebir una estrategia contraria a la innovación y creatividad que caracteriza al neoliberal empresario de sí mismo. La crítica del neo- liberalismo pasa hoy por la crítica del tiempo y de las tecnologías de la producción, que a su vez se fundamentan en la antropología moderna, en una descripción de ser humano que se corresponde, sin embargo, con la burguesía de los últimos siglos. Por ser consciente de la finitud de su vida, el burgués tomó la decisión de ser «avaro con el tiempo» y asumió la máxima que popularizó Benjamin Franklin: «el tiempo es dinero» (Blumenberg, Descripción del ser humano 460-463). Groys propone un modelo temporal muy distinto con su recuperación del pensamiento biocosmista. Este modelo inspirado en la atención y cuidado debido a las obras de arte custodiadas por los museos, a las obras sin función ni utilidad alguna fuera de la contemplación estética, parte del tiempo abierto o ilimitado de la tecnología del cuidado. A diferencia del tiempo cerrado o finito de la tecnología de la producción, para la cual el trabajo cesa cuando el producto está terminado, el final del cuidado, de la «cura», coincide únicamente con lo más temido: la destrucción de la obra. De acuerdo con este modelo, el ser humano debe ser cuidado sin límite temporal, mientras esté vivo, y con independencia de su trabajo y función. Aisthesis Nº 74 | 2023 | 218-242 237 Ya no se trata de valorar a los seres humanos como trabajadores, sino como objetos que, como las obras contenidas en el museo, son valiosos en sí mismos. Para Boris Groys, los cosmistas fueron los primeros en pensar en una humani- dad que ya no estuviera determinada por la conciencia de finitud y la necesidad de ser «avaros con el tiempo». A la vez que los cosmistas desarrollaban su pensamiento estético-político en la Unión Soviética, el socialista español Araquistáin, en su novela filosófica de 1923, El archipiélago maravilloso, presentaba la estética como la esfera humana que permitía el acceso a lo transhistórico, a lo que no pasa de moda. En la primera parte de la novela, titulada «La isla de los inmortales», Araquistáin (106-107) aplicaba los términos «Metaestética» y «Estética del ser» a todas las obras que, por independizarse del contexto histórico de su producción, expresaban «lo esencial e in- mutable de nuestra conciencia». La novela establecía así una estrecha relación entre el carácter transhistórico de las obras de arte y la inmortalidad de los cuerpos humanos. Dado que la obra pasada de moda triunfó como metáfora de la mortalidad de los seres humanos, no tardó mucho en que el empeño del museo y de la vanguardia por conservar y producir obras transhistóricas se convirtiera en metáfora del máximo objetivo de la sociedad política. Es cierto que la novela antes referida del socialista español, al igual que el cuento de 1914 «Día de la inmortalidad» (Groys, Cosmismo ruso 295-309), escrito por el cosmista Bogdánov, denunciaban el principal mal de la inmortalidad: el aburrimiento y la indiferencia que resultan inevitables cuando todo se repite. Pero, al final del capítulo sobre la isla de los inmortales, Araquistáin (118), en boca de uno de sus personajes, expresaba que, en lugar de la aburrida eternidad, lo mejor era «una existencia que durase lo suficiente para experimentarlo y conocerlo todo». En la práctica, ello significaba seguir aspirando a la inmortalidad. La iconoclastia estética del museo y de la vanguardia que desfuncionaliza y des- profesionaliza, así como la tecnología del cuidado que se aplica a las obras salidas de la moderna operación iconoclasta, se corresponden con varios conceptos contemporáneos que son empleados para combatir las patologías del neoliberalismo. Está claro que la filosofía del cuidado resulta afín a la defensa del tiempo ocioso o «perezoso» y a la crítica estética del trabajo realizada por Marcel Duchamp (cf. Lazzarato, Marcel Duchamp). Pero también puede relacionarse con el pensamiento de la «decreación» (Valls Boix 101-121), un concepto impolítico acuñado por Simone Weil (cf. Anne Carson). Este concepto coincide, en cierto modo, con la desposesión, con el desobramiento o inoperancia de Nancy (La comunidad desobrada), con el dejar-ser y la disposición pasiva –la Gelassenheit de los místicos– que permite al sujeto ser atravesado por la alteridad, por el Otro. La decreación también devuelve la obra al terreno del esbozo, de lo incompleto y lo non finito que, como señalaba Pasolini (252-253), es lo propio de la vida. Ya sabemos que la tecnología del cuidado piensa en el objeto como algo necesitado permanentemente de protección y, por tanto, alude, de forma similar a la estética de la decreación y lo non finito, a un proceso siempre inacabado, mientras que la tecnología de la producción concibe a la obra como el resultado de un proceso finito. Antonio Rivera García La «museificación» de la comunidad política en Boris Groys 238 En el contexto de la sociedad de control contemporánea, la subjetividad del em- presario de sí mismo no puede imponerse sin exaltar a la vez el valor del trabajo y del tiempo cuantificado o traducido en dinero. El sujeto neoliberal adopta con frecuencia la apariencia de un órgano o de un miembro del organismo social. La subordinación al principio soberano de la economía, el de la competencia en el mercado, pone de relieve que el sujeto no es libre. Por eso, la filosofía del cuidado de Groys, en la medida en que se opone a la definición organicista de las obras de arte y de los seres humanos, podría relacionarse con el concepto de «cuerpo sin órganos» que, como demuestra primero Artaud, y más tarde Deleuze y Guattari (207-208), no es otra cosa que un cuerpo desfuncionalizado y ajeno a la teología política o al pensamiento antidemocrático y moderno de la soberanía. A pesar de la enorme potencialidad que tiene el pensamiento de la museificación, cabe apreciar algunos obstáculos para que esta metáfora estético-política pueda ejercer una eficaz resistencia contra la hegemonía neoliberal. Los principales inconvenientes de este pensamiento se pueden apreciar cuando nos adentramos en la interpretación que hace Groys del narcisismo contemporáneo. Tal narcisismo supone, ante todo, que nos cuiden como si fuéramos una obra de arte, lo que obliga al sujeto a desdoblarse y mirarse a sí mismo como si fuera otro. Ya hemos comentado que el cuidado narcisista está unido al deseo de segundo orden que lleva a sacrificar el interior en favor de la imagen pública. Ahora bien, esto mismo es lo que hace el empresario de sí mismo o el homo debitor, que precisa de una buena imagen o apariencia pública, externa, para ser evaluado positivamente y recibir el crédito. El individuo no es libre porque está controlado por múltiples instituciones que lo escrutan, lo evalúan y lo reducen al estado de cosa. La mejor vía, según Milner (16), para escapar a ese control, a la mirada maligna del otro sobre la que advertían Sartre y Lacan (Groys, Filosofía del cuidado 122), es el derecho al secreto, a la oscuridad, al camuflaje, a todo aquello que supone negarse a mostrar una imagen de sí mismo.8 Por lo demás, la subjetividad neoliberal desemboca en un narcisismo que resulta incompatible con una verdadera comprensión de la alteridad. Desde este enfoque, el otro se convierte o bien en un enemigo, en un competidor, que es preciso vencer e incluso eliminar, o bien en alguien cuya función exclusiva consiste en mejorar la imagen colectiva del sujeto narcisista y neoliberal, es decir, en alguien cuantificado e identificado, por ejemplo, con un like. Groys se aleja de la estética centrada en la cuestión del sujeto y, en particular, en los conceptos de sentimiento, gusto y genio.9 Juzga que el individuo contemporáneo, 8 El filósofo de origen ruso explora incluso la vía radical de la oscuridad al final de su escrito sobre la iconoclastia en el cine. En su opinión, la única forma para que la imagen cinematográfica expuesta en la sala del museo se corresponda con el espacio de la instalación por donde el sujeto se desplaza consiste en que tal imagen apenas se mueva y, por tanto, apenas pueda expresar algún sentido. Es altamente probable que tal imagen acabe siendo indiferente para el público, y por este motivo termine haciéndose visible el rectángulo negro de la pantalla. Groys («La iconoclastia» 75) sostiene que de este modo se hace realidad la promesa ambivalente de «trasladar el mundo a la oscuridad». 9 Perniola (152-153) expresa algo parecido a Groys cuando habla de la antihumanista vanguardia italiana, cuya «mi- rada metafísica consiste justamente en el prescindir del hombre entendido como sujeto, en el verlo como una cosa Aisthesis Nº 74 | 2023 | 218-242 239 lejos de sentir vergüenza por ser considerado una cosa, debe parecerse a la obra de arte. Lo importante es que la «cosa» no sea un medio para lograr un fin ajeno, sino un objeto desfuncionalizado, inútil y superfluo que debe ser protegido como un kantiano «fin final» (Endzweck) o un fin en sí. Este pensamiento choca con la justa denuncia que realiza Milner (42) contra la «política de las cosas», que sigue el modelo de la cri- minología, y con la defensa de la verdadera «política de los seres hablantes», que sigue el modelo del psicoanálisis. Las cosas siempre pueden ser cuantificadas, evaluadas y relegadas al papel de meros instrumentos, mientras que una política protagonizada por seres hablantes tiene como eje central algo que nunca puede ser cuantificado, el sufrimiento. La tecnología museística que propone el filósofo de origen ruso adopta, como veíamos en páginas anteriores, la lógica del crimen, la propia de la política de las cosas, y olvida la centralidad que siempre ha tenido el lenguaje y la retórica en las relaciones políticas democráticas. Groys (Volverse público 156) nos recuerda que los biocosmistas fueron los primeros en relacionar la tecnología museística con el biopoder de la institución estatal. El proble- ma radica en que, para los autores soviéticos, este biopoder debía ser antidemocrático. Lo justificaban en estos términos con la ayuda de la metáfora estética: si no se puede esperar que «las obras preservadas en la colección de un museo elijan democráticamente al curador que se ocupará de ellas», tampoco se puede esperar que los ciudadanos elijan con mecanismos democráticos a quienes deben ejercer el biopoder estatal. El filósofo (Cosmismo ruso 19) agrega que en sus obras los cosmistas «pintan una sociedad del futuro centralizada, colectiva y jerárquicamente organizada» y que, en afinidad con la república platónica, «a la cabeza de esta sociedad están los científicos y los artistas que determinan su organización y sus objetivos». Bogdánov sostiene en esta línea de pensamiento que, «en una sociedad “democratizada”, todos los proyectos que aspiran a una mayor democratización, horizontalidad y plasticidad no conducen a ningún lado» (Groys, Filosofía del cuidado 128). Así que uno de los principales inconvenientes de esta alternativa al neoliberalismo reside en que es tan antidemocrática como el populismo. Finalmente, la metáfora del «devenir obra de arte» es muy limitada porque no puede ser desplegada hasta sus últimas consecuencias. Salvo que se aceptara el pen- samiento monstruoso de que hay seres humanos prescindibles o menos valiosos, la asunción por el Estado de la metáfora de la museificación de los cuerpos obligaría a admitir una consecuencia indeseable para Groys en el plano estético: aceptar la en- trada de todo en el museo. Esa entrada contradice el hecho de que para Groys supone una amenaza real llegar a ser sepultado por la basura cultural, dada la imposibilidad actual de mantener los dos únicos criterios –calidad e innovación– para distinguir entre lo valioso o lo que debe ser conservado, y lo que debe ser desechado por no […]. Esta cosificación no debe ser considerada como un empobrecimiento […], un ultraje a la dignidad, sino justo lo contrario […], como la apertura de un horizonte más amplio y más esencial». Perniola (60) también se refiere con la expresión tomada de Hegel, «efecto egipcio», a lo que resulta cuando el individuo se desprende de «su pathos subjetivo», se despoja de «toda intención de ser dueño de las cosas» y se coloca «como cosa entre las cosas». Antonio Rivera García La «museificación» de la comunidad política en Boris Groys 240 tener valor suficiente. Está claro entonces que el museo constituye una metáfora insuficiente para pensar en una comunidad política o social democrática, esto es, en una comunidad que debe dejar entrar a todos. Blumenberg («Una aproximación antropológica» 138) ha demostrado la utilidad de la metaforología para la filosofía práctica, pero también ha advertido sobre sus indudables limitaciones teóricas. 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