madrid ciudad de imágenes colección Biblioteca de Ciencias de la Comunicación Juan Carlos Alfeo Luis Deltell Escolar (Editores) madrid ciudad de imágenes MADRID MMXXII No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos sin el permiso y por escrito del Editor y del Autor. Director de la Colección: Ignacio Muñoz Maestre Imagen de portada: Luis Lladó Maquetación: María José Revuelta Título: Madrid, ciudad de imágenes Ayuda especial Universidad Complutense de Madrid 2021. © EDITORIAL FRAGUA C/ Andrés Mellado, 64. 28015-MADRID TEL. 915-491-806/ 915-442-297 E-MAIL: editorial@fragua.es www.fragua.es I.S.B.N.: 978-84-7074-967-4 Depósito Legal: 5 índice el entusiasmo de la gran vía José Luis Garci introducción Juan Carlos Alfeo Luis Deltell Escolar i cine policíaco y negro en la autarquía. edgar neville y sus tres películas criminales madrileñas Elios Mendieta ii la ciudad de madrid en el cine de luis garcía berlanga (1951-1960) Alberto Fernández Hoya iii madrid en el cine negro de los años cincuenta Tamara Canuto Olivares iv naufragar en «costa fleming» o morir matando a lo quinqui. de madrid al cielo entre los setenta y los ochenta Váleri Codesido Linares 9 11 15 33 51 67 6 v elementos de verosimilitud en el cine fantástico: madrid como espacio fílmico y la construcción de sus personajes a través de la expresión vocal Aída Cordero Domínguez Gema Fernández-Hoya vi la cabina. un madrileño condenado a muerte Luis Deltell Escolar Juan Carlos Alfeo vii welcome to madrid. cuando josé luis garci cambió la gran vía por la séptima avenida Ana Asión Suñer viii david trueba: la historia en primera persona Daniel Toledo Saura ix el escenario de los ilusos y las ilusiones de jonás trueba. notas sobre la ciudad, el cine y las ilusiones perfectas Lucía Pitters Pérez x alberto garcía álix: la estética del duende Aramis Guerrero Muñoz xi cine doré: historia, rehabilitación y relevancia cultural Heyi Wang Isabel Arquero Blanco 83 105 123 139 151 165 181 7 xii veinticinco años de luz. enseñando fotografía en la ecam Nadia McGowan Marta García-Sahagún xiii antecedentes y orígenes de la fotografía en madrid Rafael Gómez Alonso agradecimientos colofón 195 209 229 227 vi la cabina. un madrileño condenado a muerte 107 vi la cabina. un madrileño condenado a muerte Luis Deltell Escolar Juan Carlos Alfeo Universidad Complutense de Madrid, España aplausos a un teléfono público El 15 de diciembre de 2021 se producía un acto insólito, tal vez absurdo y kafkiano a primera vista, como lo recogía con humor el periodista Diego Casado. En una mañana soleada de invierno un grupo de personas se había reunido en una céntrica plaza madrileña para aplaudir a una cabina de color rojo. Las fotografías del acto muestran a unos ciudadanos emocionados batiendo palmas ante ese mobiliario urbano que surgía como un tótem en mitad de la acera (Casado, 2021). Lógicamente se trataba de una reproducción del famoso teléfono público que sirvió de escenario principal en La cabina (1972) de Antonio Mercero y, por ello, la escultura se ubicaba en la plaza de Arapiles donde se situó la localización del rodaje de aquel breve filme. Ese día de diciembre de 2021 se concluía un proceso de redescubrimiento de este mediometraje. Ciertamente, La cabina no es una película desconocida y su popularidad entre el público fue mayúscula desde su primera emisión. Su estreno en 1972 en la televisión pública española (antigua tve; actual rtve) supuso un acontecimiento poco frecuente y fue celebrado y elogiado por la prensa del momento que la consideraba «un producto extraordinario capaz de cosechar en el mundo muchos laurales» (del Corral, 1972: 81). Sin embargo, en la historia del cine español —y aún más en la historia de la televisión española— resulta difícil valorar el impacto real de las películas, su recaudación exacta en taquilla o el número de telespectadores, pero lo cierto es que, como reconocía Antonio Mercero, durante días después de la primera emisión del Luis Deltell Escolar Juan Carlos Alfeo 108 mediometraje por la televisión nacional, «en las calles, las gentes hablaban por teléfono sujetando con un pie las puertas de las cabinas» (Mercero, 1983: 14). A este éxito le acompañaron los premios internacionales y el reconoci- miento —algunos incluso habían precedido el propio estreno televisivo del filme—. Así, el mediometraje se convirtió pronto en una película icónica para el público doméstico, pero también para los exiliados españoles que lograron verla en festivales o certámenes internacionales (A. C., 1973: 2). El filme de Mercero fue aclamado por la prensa del momento y elogiado de forma unánime, aunque hubiera discrepancias en su interpretación (Rueda Laffond, 2006). La película tuvo un importante recorrido durante los años del tardofranquismo y fue repuesta en diversas ocasiones. A pesar de la dificultad de su conversación pues se trataba de un filme rodado en 35 milímetros, pero exhibido y emitido casi siempre en televisión desde copias de Betacam u otros soportes (Bazán Gil, 2014)1, La cabina fue conocida y contemplada por varias generaciones de españoles que tuvieron acceso a verla gracias a diferentes pases. Sin embargo, el interés y el reconocimiento del público no fue acompañado con un análisis pausado de la obra por los historiadores del cine o la televisión. Salvo los trabajos, más de corte periodístico, que surgieron en el momento de su estreno el filme o las reseñas que acompañaban las diversas reemisiones. La cabina había sido olvidada en la historiografía del audiovisual español. Según Juan Martín, Eric Gran y Kristine Rohrer (2015) varios aspectos causaron esta indiferencia: su difícil encaje dentro de la filmografía española, pues se trataba de una película de pequeño formato y para televisión y, también, la poca atención que despertó en la crítica cinemato- gráfica la obra de Antonio Mercero, considerado con frecuencia como un director comercial sin interés para su análisis. A esto podríamos añadir que la original propuesta de La cabina no encajaba en absoluto dentro de la corriente principal del fantástico-terror del cine español de la época y, por ello, fue poco analizada en los numerosos estudios sobre el ciclo del horror hispano del tardofranquismo. Sin embargo, a mediados de la segunda década del siglo xxi el filme tuvo un resurgimiento. En este redescubrimiento, el restreno y los trabajos del Archivo de rtve fueron claves; la película se liberó y se distribuyó de forma 1. Como indica Virginia Bazán Gil: «El hecho de ser un título imprescindible en la filmo- grafía de Antonio Mercero explica la proliferación de múltiples soportes en distintos formatos, como son cine 35mm cine 16mm, d3, video 2 pulgadas, betacam sp, imx, sx betacam digital y xdcam hd» (2014: 7). la cabina. un madrileño condenado a muerte. 109 gratuita para su exhibición pública llegando a colocarse en abierto en el canal de YouTube en 2019. También rtve cedió una copia al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía que la incluyó simbólicamente en la colección de arte contemporáneo más importante del país (mncrs, 2022). Esta popularización se acompañó, ahora sí, de una importante revisión crítica. En los últimos siete años el mediometraje de Antonio Mercero ha sido releído y reinterpretado desde diversos aspectos y líneas interpretativas, con las que nos proponemos dialogar en este capítulo. Por ello, cuando esa mañana de diciembre de 2021, un grupo de madrileños aplaudían fervorosamente a una cabina roja se cerraba un ciclo de redescubriendo de un filme —no desconocido, pero sí ignorado por parte de la crítica cinematográfica—. dos lecturas tradicionales a una fábula abierta El mediometraje, escrito por Antonio Mercero y José Luis Garci, narra una historia sencilla: unos empleados de una empresa no identificable instalan una cabina en mitad de una plaza. Un hombre (interpretado magistralmente por José Luis López Vázquez) acompaña a su hijo a la parada del autobús escolar. Tras marcharse el crío, el hombre entra en una cabina para llamar. El teléfono público no funciona y el hombre intenta salir del cubículo, pero descubre que la puerta está bloqueada o atrancada. Por muchos intentos que realiza, la puerta no cede y se mantiene cerrada. Pide ayuda a viandantes y curiosos que contemplan cómo ha quedado encerrado. Tras varios ensayos infructuosos de personajes anónimos por liberar al hombre, la policía y los bomberos proceden a desmontar o romper a mazazos la estructura, pero tampoco es posible. En ese instante los operarios de la extraña compañía que habían instalado la cabina aparecen con una furgoneta. Cargan la cabina en un camión y la transportan por la ciudad. El hombre horrorizado ve cómo hay otros personajes atrapados en similar situación que la suya. En los arrabales, en un hangar apartado y misterioso, el hombre contempla, ahora, a decenas de conciudadanos muertos en el interior de las cabinas como la suya y comprende cuál será el cruel y fatal final de su cautiverio. Pocas obras han causado tanto revuelo como La cabina. Su aparente llaneza contrasta con su fuerte capacidad de evocación. Y, así, ya en diciembre de 1972, tras su pase por la televisión pública, Antonio Mercero confesaba a la periodista Amelia Sánchez San-Pedro de La Vanguardia: Luis Deltell Escolar Juan Carlos Alfeo 110 Después de emitirse, se han sucedido las llamadas a Televisión interesándose por la obra, y en muchos casos hasta pidiendo una especie de explicación complementaria de su contenido. Lo cierto es que creo que ha creado expectación y la gente la discute y la comenta (Sánchez San-Pedro, 1972: 54). Lógicamente, los periodistas españoles rápidamente dieron una lectura oficial de que el filme se trataba de una película de terror o de ciencia-ficción sin intención de crítica política directa al franquismo. Tras su primera emisión en 1972, Enrique del Corral decía en abc: Un tema angustioso que va adquiriendo, no ya en cada secuencia sino en cada plano, virtuosismo gráfico, psicológico y social. La circunstancia, la pericia humana del ser creado por Mercero es trágica porque de alguna manera está preso de su propia conquista; de la conquista técnica del hombre. «La cabina» es una historia de ciencia-ficción inserta en lo cotidiano y vulgar que desemboca en un caudal sorprendente de sugestiones sociológicas (del Corral, 1972: 81). Los elogios al filme y, sobre todo, su éxito internacional, comenzaron a sugerir que el mediometraje debía de ser algo más que un buen relato de ciencia-ficción y así, el propio Enrique del Corral, matizaba un poco su interpretación. Un año después del primer artículo y tras un pase en el festival de Montecarlo describe lo siguiente sobre la obra: Las inmensas posibilidades que sugiere «La cabina» han sido interpretadas aquí casi con criterio unitario. Es la soledad del hombre, incapaz de comunicarse con los demás, aunque los demás lo intentan, junto a la ejecución de una sentencia por un ser superior «que no necesita la sanción legal» para que se cumple. Esto, todo esto, arropado en la técnica que oprime, desespera y anula al hombre de hoy […] «La cabina» es una mezcla de cámara indiscreta, de relato kafkiano y de fábula político-moral que «la cátedra» europea, concentrada en Montercarlo, comprendió en seguida (del Corral, 1973: 83). Del Corral en sus crónicas para el diario abc reflejaba una lectura posible del filme: se trata de un relato aparentado con lo absurdo y con lo kafkiano. En esta visión el tema central explora la incomunicación y lo incoherente de la vida moderna. Ya en su primera crítica el periodista —antes del pase en Montecarlo— escribía sobre el hombre preso en la técnica, pero ahora enfatizaba que todo este encierro se debía a lo absurdo de la sociedad contemporánea. la cabina. un madrileño condenado a muerte. 111 El propio director parecía, en parte, apoyar algo esta interpretación del filme y contestaba al periodista Alberto Otaño a una pregunta sobre si se trataba de un alegato contra la incomunicación: En principio, no pretendí tal cosa. Creo que «La cabina» es una fábula abierta a toda clase de interpretaciones y a muchos niveles. Y pienso que esa posibilidad (de la incomunicación) es positiva. Repito, además, que me atraen las situaciones cerradas, como esta de la «La cabina». Quizá es que he leído mucho a Kafka… (Otaño, 1973). Pero en un alarde de humor, muy propio del cineasta, respondía a la siguiente cuestión de Otaño con estas palabras: «¿Te has encontrado tú alguna vez en una de esas situaciones? _Hombre, en una ocasión me quedé atrapado en un retrete» (Otaño, 1973). La interpretación de lo kafkiano —o lo absurdo— huelga decir beneficiaba profundamente al régimen que tenía ante sí un relato que no parecía zaherirle o atacarle de modo directo, pues se tratada de un relato sobre el caos de la vida contemporánea. Como sostenía Pedro Crespo: «Una historia de ciencia ficción inserta en lo cotidiano y lleno de sugerencias sociológicas. En La Cabina se asiste al drama, cada vez más dolorosamente cierto en el mundo contemporáneo de la aniquilación del hombre como ser humano» (1973). Una reinterpretación más actual de este modo de leer el filme lo ofrecieron Juan Martín, Eric Gran y Kristine Rohrer (2015) quienes observaron en la película un relato absurdo y con elementos beckettiano, López Vázquez encerrado en la cabina asemejaba a los pobres Vladimir y Estragon que día tras días aguardaban pacientemente la llegada del misterioso Godot. Al igual que los personajes de Samuel Beckett, el protagonista de La cabina contenía todos los elementos de este teatro del absurdo. Acertadamente, se sostenía que su crítica era «existencial, aunque no existencialista en su estricto sentido» (Martín, Gran y Rohrer, 2015: 704). Sin embargo, junto a esta línea apareció en la prensa internacional —y de forma disimulada en los periódicos oficialistas españoles— una segunda lectura del filme. Así, tras el pase de Montecarlo, y aún más después de alcanzar el Emmy en Nueva York, el mediometraje devino en una metáfora crítica al franquismo. Enrique del Corral ya había escrito en el festival monegasco que «la cátedra» de los periodistas internacionales verían esa dimensión política. Y el propio Mercero confesó que: «En un periódico sueco, el comentarista de televisión aseguraba que La cabina era la crítica más dura e inteligente efectuada desde dentro del sistema al régimen de Luis Deltell Escolar Juan Carlos Alfeo 112 Franco, Los españoles estábamos encerrados en cabinas y moríamos sin poder salir de ellas» (1983: 14). Lo cierto es que la lectura política del filme, aunque fuese una «fábula abierta» resultaba, y aún hoy resulta, sugestiva y atractiva. Ciertamente en La cabina se trata de un poder sin nombre, pero no muy lejano del sistema del lenguaje del cine metafórico que esa época producida Elías Querejeta. No en balde en varias de estas películas políticas el protagonista era precisamente por José Luis López Vázquez, sirvan de ejemplo las dirigidas por Carlos Saura: El jardín de las delicias (1970) o La prima Angélica (1973). Por todo ello, no extraña que la crítica aparecida en el período del PSOE en Tolosa, Le neuveau socailiste, fuese explícita en esta interpretación política del cortometraje de Mercero: «Ya que aparece evidente que es el sistema, el régimen (franquista), esa cabina mortal, inhumana, de la que el hombre español no encuentra manera salir. Que esta historia horrible es del mismo humor español, negro y trágico…» (A. C., 1973: 3). En la actualidad diversos autores como José María Persánch profundizan en esta idea de la analogía y la comparación política: «alcanzan esos fines haciendo una (re)lectura que transite el camino desde la post-memoria española, para finalmente arribar a unas conclusiones que teorizan sobre por qué José Luis López Vázquez queda atrapado dentro de la cabina y encuentra un destino trágico, juzgando así su condición de inocencia o culpabilidad» (2016: 1). Así el autor confirma que: «La imagen de una cabina roja con un hombre apresado dentro es harto elocuente de cómo el régimen siguió cazando y encarcelando republicanos como ratones» (2016: 13). Más moderado que Persánch se muestra Pagnoni Berns quien ve en la cabina una cierta «crítica social» pero siempre sin evidencias y sin comentarios explícitos que pudieran solventar a la censura española (2015: 31). En cierto modo esta doble lectura de La Cabina había aparecido incluso esbozada en varios autores que veían claramente una estructura en dos tiempos diferentes en el filme. Diego Galán escribía, en 1972 en su crítica de Triunfo: Mercero ha dividido su historia en dos partes claras. En una la sainetización de «los demás» ante el espectáculo insólito de un hombre encerrado en el centro de una plaza. En la segunda, la individualización de su personaje, consciente ya de que en su trayecto misterioso se le acerca el fin. Un fin que no entiende como protagonista y que hubiese ignorado si su colación en la cabina hubiera estado en el otro lado de la puerta (Galán, 1972). Y aún más explícito fue André Frossard quien, desde Francia, ponía un culpable a ese «trayecto misterioso»: «Esta historia que comienza de forma la cabina. un madrileño condenado a muerte. 113 divertida y que termina como un capricho de Goya, puede ser interpretada de dos formas. O bien se trata de una protesta tragicómica contra la fría crueldad de la civilización mecanizada o bien se trata de una alegoría política transparente como la barrera de vidrio que le da su unidad de lugar» (citado en Mercero [1983]). La alegoría política resultaba clara y transparente: esa mano siniestra y absurda no era otra que el propio puño del dictador Franco. un filme madrileño La mirada que proponemos es que el mediometraje se trata de un texto poderosamente madrileño, sainetesco, humorístico cinematográficamente e —intencional o no— crítico con el franquismo. Para ello uno de nuestros primeros acercamientos es recordar una de las obras precedentes de Antonio Mercero; su cortometraje de graduación como estudiante de dirección: Trotín Troteras (1962). El mismo año que el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas cambió su nombre al menos pomposo de Escuela Oficial de Cinematografía, Mercero concluía su práctica final. Esta se estrenó en la Gran Vía, junto a las de otros estudiantes: Mario Camus firmaba El borracho (1962); Francisco Regueiro dirigía Sor Angélica, virgen (1962) y Manuel López Yubero presentaba Diario Íntimo (1962). El éxito de la pieza de Mercero fue arrollador. Todos los periodistas que se acercaron al evento reconocían que el cortometraje de Mercero había sido el que más había gustado al público. En Radiocinema se decía: «No invento nada diciendo que sin lugar a dudas la más largamente celebrada, incluso con aplausos a determinadas escenas» (Jordán, 1962: 7). Y, aún más entusiasta, Jesús Hermida escribió: «salió el triunfo de Trotín Troteras y de Antonio Mercero. Fue como un soplo de aire fresco, como una broma optimista. (…) También en lo social puede haber sonrisa, ternura, claridad y lo que se quiera» (Hermida, 1962: 73). Trotín Troteras y La cabina comparten muchos aspectos en común. El primero de los aspectos que une ambos filmes es el humor basado en lo visual y en el sonido, pero no en los diálogos (pues en ambas películas las palabras son muy escasas). Importante remarcar que no se trata de un humor silente o típico del cine mudo como han indicado algunos autores, sino en un humor puramente sonoro —pero no dialogado—, es decir, se trata de ese humor propio del cine de Jacques Tati y del último Chaplin que experimentaba con el sonido, pero no necesariamente con los diálogos de los personajes. En ambos filmes la música también será clave: los personajes Luis Deltell Escolar Juan Carlos Alfeo 114 de ambas obras parecen impulsados por la música. El héroe de Trotín Troteras avanza con una melodía —ideada por el propio Mercero— que parece moverle por las calles madrileñas y al desdichado protagonista de La cabina directamente es la música de Carl Orff la que le arrastra por las avenidas y los arrabales de Madrid. En ambos filmes lo infantil —entendido como ingenuo y no como película para niños— es evidente. Esta inocencia no significa bondad, como queda de manifiesto en La cabina, sino una mirada insólita ante la realidad. Tras el estreno de su cortometraje en la Escuela Oficial de Cinematografía, Mercero respondía a Hermida: –¿Tus películas van a ser infantiles? –¿Qué quieres decir si van a ser para niños? –No. Quiero decir que si van a ser infantiles. –Entonces sí, Me gustaría crear una conciencia de infantilismo en la gente. Verás: somos demasiado complicados. Nuestros problemas no son, a veces, auténticos problemas. Un «tonto» o un niño pueden resolverlos. (Hermida, 1962: 73). La importancia del cortometraje Trotín Troteras fue reconocida por casi todos los periodísticas españoles de la época. En La cabina hay un aire a ese cortometraje y ese aire se convierte en vendaval en la siguiente película importante de Antonio Mercero: Los pajaritos (1973), donde los protagonistas andan del mismo modo que el protagonista de Trotín Troteras y la música y el humor se expresen de formas similares. El propio director avisaba a los periodistas que Los pajaritos no era una continuidad de La cabina, sino un «poema» de humor y sonido (del Corral, 1974). Solo después de Los pajaritos es cuando el director parece alejarse de esta comedia inocente y de conciencia infantil. El siguiente elemento clave de La cabina es lo castizo y lo madrileño. Lo sainetesco está presente en toda la primera parte del mediometraje: los obreros y los artesanos que gentilmente intentan abrir la puerta, el ladronzuelo que roba dulces a un mozo de una pastelería, los pillos que se ríen del infortunio del protagonista, el tapicero que deja sentarse a una anciana en la butaca estilo imperio que porta, los curiosos que se agolpan en la acera… Todos estos personajes se encuentran en el cine castizo de los años cincuenta y sesenta. Perfectamente podría ser que estos individuos viviesen en las corralas de Historia de Madrid (Ramón Comas, 1958) o fueran conciudadanos de las protagonistas de Las chicas de la cruz roja (Ramón J. la cabina. un madrileño condenado a muerte. 115 Salvia, 1958). En esos figurantes hay un ambiente aspecto castizo y sainetesco. Todos ellos comparten los elementos propios de estos personajes que indicaba Juan A. Ríos Carratalá. De hecho, también en La cabina se cumple la máxima masculina del género chico madrileño: «el elemento costumbrista y más puramente sainetesco suele recaer en el trabajo de los personajes masculinos» (Ríos Carratalá, 1997: 139). La elección del actor, José Luis López Vázquez, no podría ser más afortunada en ese sentido. El actor madrileño representaba como pocos al español medio, el ciudadano corriente de un país real y que encajaba con el prototipo de héroe sainesteco: «Son rostros y tipos reconocibles, de la calle, gracias a su propia imperfección de la cual tanto partido sacaron unos actores que sabían dónde residía la “vis cómica”» (Ríos Carratalá, 1997: 1940). Aunque fuera el intérprete, como vimos, de las películas políticas del llamado cine metafórico, lo cierto es que sobre todo era el gran actor del tipo corriente: el hombre que puede encontrarse en cualquiera de las plazas de la ciudad. Rafael Azcona decía que le gustaba escribir películas para López Vázquez porque era el único actor que parecía ser español. En contra de la visión irónica que indicaba que López Vázquez solo tenía dos registros —con bigote y sin bigote—, lo cierto es que lograba encarnaciones únicas. Muchas de las películas claves de la historia del cine español se sostienen en su trabajo actoral: El pisito (1958) de Marco Ferri; Plácido (1961) de Luis García Berlanga, Mi querida señorita (1972) de Jaime de Armiñán y, por supuesto, La cabina. López Vázquez se encuentra en gran cantidad de momentos del mediometraje solo ante la cámara, sin recursos sin diálogos y sin casi espacio —pues está encerrado en el cubículo del teléfono público— para realizar una propuesta escénica. Sin embargo, su interpretación resulta brillante y certera. El proceso, de la angustia a ligera esperanza y de esta a la desesperación total, es encomiable. Refuerza esta idea la presencia fugaz, aunque igualmente inestimable, de otro actor que también es inmediatamente reconocible como ese supuesto español en nuestra cinematografía: Agustín González, quien encarna en este caso a otra desesperada víctima encerrada en su cabina, con la que el protagonista se encuentra en su periplo y con la que infructuosamente intenta intercambiar algunas palabras. El director y el actor principal parecen contarnos toda tragedia desde la sencillez. Un padre lleva a su hijo a la parada del autobús escolar. No hay nada insólito, todo es normal: la reconocible plaza de Arapiles y el sol de una mañana luminosa y cálida. Una vez que queda encerrado el protagonista, el humor acompaña la historia durante un tiempo. Los tipos madrileños Luis Deltell Escolar Juan Carlos Alfeo 116 —propios, como decimos, del sainete: obreros, zascandiles, mirones y amas de casa— observan e intentan ayudar sin capacidad de resolución. Los gags visuales y los chistes sonoros se suceden junto a los intentos fallidos de abrir la puerta. Todo es inútil, y, a la vez, todo es verosímil, castizo y madrileño. Castro de Paz y Cerdán (2011) defendieron con acierto que es lo sainetesco lo que da la fuerza al realismo español, frente a la potencia de la crudeza del neorrealismo italiano, el mejor realismo español de la década de los cincuenta y de principios de los sesenta es sainetesco. Este realismo humorístico, pero crítico parecía perdido o, al menos diluido, durante casi la totalidad de la década de los sesenta donde el cine de oposición y de disidencia era claramente dramático. Sin embargo, en La cabina reaparece lo sainetesco. La angustia de López Vázquez por salir de su cabina se parece poderosa- mente al agobio del personaje de Fernando Fernán Gómez en El inquilino por encontrar un piso donde cobijar a su familia o a la infernal pesadilla que sufre Plácido para pagar la letra de su moto carro en el largometraje homónimo de Luis García Berlanga. Así, el encierro de un tipo corriente no se produce en un lugar anónimo, si no que ese español común está atrapado en la plaza de Arapiles. El retrato de la ciudad de Madrid también es evidente. Mercero nos identifica la ciudad. El filme no se esfuerza en disimular el espacio —ciertamente evita las vistas más turísticas como la Puerta de Alcalá o el Palacio Real—, pero se encuentra todos los barrios y hasta los suburbios. Por ello, la víctima no es una persona sin identidad, sino que es claramente un madrileño de 1972 condenado a muerte. Del mismo modo que no se trata de un cautiverio de un individuo sin nacionalidad, es fácil deducir que esa empresa siniestra y poderosa, hasta el punto de que la propia policía nacional la obedece, debe, de un modo u otro, figurar dentro del aparato del franquismo. La alegoría política parece muy poderosa, pues no hay otra forma de entender la verosimilitud de la historia. Al ser la ciudad Madrid, al tener el respaldo, o al menos el respeto, de la policía, esa compañía representaba de algún modo parte del entramado del franquismo. Ubicar tan claramente en Madrid la historia es un elemento que supone una diferencia enorme con las películas del fantástico-terror español del tardofranquismo. Así, por ejemplo, en La residencia (Narciso Ibáñez Serrador, 1969), La marca del hombre lobo (Enrique López Eguiluz, 1968) o No profanar el sueño de los muertos (Jorge Grau, 1974) la trama ocurre siempre en países extranjeros lejanos o imaginarios. Al contrario de todas ellas, La cabina se ambienta en una plaza madrileña y rodeada de tipos de sainete. Así, este mediometraje para televisión se opone también a estas la cabina. un madrileño condenado a muerte. 117 películas genéricas con la claridad en el uso de la luz y de los personajes. Mientras que el fantástico-terror español buscaba la puesta en escena oscura, filmada en la noche y en los lugares apartados o aislados de la civilización, el mediometraje de Mercero se desarrolla en una mañana luminosa y en la parada del autobús escolar. Erika Tiburcio (2022) ha señalado que el cine de terror español puntualmente sitúo el terror en la propia ciudad. En concreto la autora cita dos películas que se ambientan en la ciudad de Madrid y que resultan interesantes al compararse con La cabina: Ella y el miedo (León Klimovsky, 1963) y El espectro el terror (José María Elorrieta, 1973). En ambas aparece la capital de España, sin embargo, hay una diferencia esencial: mientras que el mediometraje de Mercero la víctima es un hombre, en las dos películas citadas las víctimas son mujeres. También de nuevo, la noche y lo siniestro es donde surge el mal. Además, mientras que en La cabina el horror es innombrable en Ella y el miedo y El espectro el terror el asesino y causante del miedo es un ciudadano concreto a modo de «monstruo urbano» (Tiburcio, 2022). Con la única película del género que comparte algunos rasgos estilísticos será con la posterior ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976). En esta ciertamente se sitúa y se indica que es España, pero el espectador rápidamente entiende que el escenario es una isla española pero inventada. Lo único que compartiría con la película de Narciso Ibáñez Serrador será la vocación sorprendente de dislocar las expectativas al espectador. Así, en La cabina se nos habla de una puerta que no se abre y en ¿Quién puede matar a un niño? de críos inocentes que se vuelven asesinos. El propio Mercero, como recuerda Romero Reche (2015), volverá a rodar un filme donde se mezclan el humor y el terror: Buenas noches, señor monstruo (1982). Pero no sería una película propiamente de horror, sino una parodia destinada, ahora sí, al público infantil. Lo que en La cabina tenía un valor de símbolo en Buenas noches, señor monstruo devino en una broma para niños. ¿un guionista que marca la diferencia? un koan sainetesco Un último elemento se debe analizar en La cabina: el trabajo del coguionista José Luis Garci. La crítica del momento y, sobre todo, la historiografía actual han ignorado su labor. El cineasta madrileño siempre habló de forma elogiosa de Antonio Mercero al que denominaba con cariño Luis Deltell Escolar Juan Carlos Alfeo 118 «mi maestro», y, además, nunca revindicó su parte de autoría en esta obra, más bien quiso ensalzar la figura del realizador. Sin embargo, al comparar las tres obras de Mercero mencionadas en este capítulo encontramos una diferencia clave: la estructura del guion. Tanto Trotín Troteras como Los pajaritos fueron filmados y escritos únicamente por Mercero y ambas comparten muchísimos elementos comunes, modo de interpretación actoral, uso del humor y de la música y una estructura lineal y con tres actos o tiempos bien marcados. En La cabina, sin embargo, el guion tiene un quiebro importante, y se plantea como una obra de dos actos en vez de tres, además, en la segunda parte lo cómico desaparece bruscamente. Imposible saber hasta dónde llegó la mano de José Luis Garci, pero no parece descabellado pensar que lo que diferencia La cabina de las otras dos obras de Mercero sea precisamente una propuesta de Garci. Sin duda, el gran hallazgo del guion es el giro brutal que se produce cuando La cabina es levantada por los operarios y llevada por una furgoneta hacia el hangar-búnker de las afueras de Madrid. Esta ruptura del relato se parece a los bruscos cambios de algunos largometrajes de Garci como El crack, donde tras la muerte de la niña el filme se transforma en otra obra: el detective castizo Arteta se convierte en un intrépido aventurero internacional que viaje a Nueva York y opera casi como un espía de altos y audaces vuelos. En La cabina esa ruptura de lo sainetesco hacia otro género del terror, es un acierto del guion —sea de quien sea su firma—. La cabina es transportada por los hombres, como un paso de Semana Santa, hasta la furgoneta. La gente despide al desdichado con alegría. Sin embargo, durante el viaje del desdichado preso por las calles de Madrid —que ya no se filman como sainetescas— se produce el paso hacia el cine de terror. Ciertamente, el uso de la música colabora en esta mutación genérica. Se abandona lo sainetesco y se impone lo terrorífico. Este giro supone una ruptura tan fuerte en el filme de Mercero que hace que sea posible y plausible, a la vez, las dos interpretaciones clásicas del mediometraje: una película sainetesca y una obra política metafórica contra el franquismo. Este giro argumental y estético apoya su evolución narrativa en la definición del espacio y los personajes que lo habitan. El lugar narrativo que en la primera parte ocupan los personajes propios de cierto costumbrismo y un espacio que, en su cotidianeidad, nos oculta la amenaza, permitiría codificar el relato en términos de ejercicio tragicómico, pero en la segunda parte, el lugar de lo familiar viene a ser ocupado por los «no lugares», en términos de Augé (2002). La chatarrería, los descampados y, en suma, el extrarradio urbano, vienen a incorporar al relato su aura de desolación, la cabina. un madrileño condenado a muerte. 119 abandono y desesperanza, una ruptura simbólica que aniquila toda certeza y cercena cualquier esperanza. Los personajes familiares de la primera parte desaparecen y aparecen personajes trashumantes cuyo contraste simbólico carga de dramatismo la peripecia del protagonista: el anacronismo de un funeral de pueblo en la periferia urbana, los saltimbanquis y el enano circense que abre una ventana a lo grotesco y que sostiene en sus manos la botella en cuyo interior hay un barco, encerrado como él, todos ellos subrayan el desconsuelo y enuncian la amenaza de un aislamiento sin posibilidad de socorro, cuyo significado aún ignoramos, pero cuyo aliento comenzamos a percibir. Muchos de los periodistas que comentaron el mediometraje televisivo citaron la obra previa de Narciso Ibáñez Serrador El asfalto (1966). Ciertamente, hay un elemento común claro: un hombre atrapado en mitad de una ciudad. Pero del mismo modo las puestas en escenas son tan diferentes que las películas se perciben de forma distinta. Mientras que en la obra de Ibáñez Serrador los decorados dibujados y de cartón piedra, el vestuario y la actuación nos indican que se trata de un cuento o narración teatral no real, en La cabina todo quiere mostrarnos que es real, que estamos contemplando un fragmento de la vida de un madrileño. Los decorados teatrales de El asfalto, como recuerda Federico García Serrano, no era una cuestión menor de la obra sino una pieza clave, pues habían sido ideados por el humorista Mingote y tve pregona su acierto «a bombo y platillo» (1996: 78). Pero, además, hay un elemento esencial que pasa más desapercibido a primera vista, pero diferencia con claridad la narrativa de las dos obras: la estructura dramática. La trama y la narrativa de El asfalto son lineales, una vez planteado el conflicto —el hombre que es atrapado por el suelo que se derrite por la canícula—, la historia avanza sin cambios estilísticos. En La cabina, como hemos indicado, la ruptura es radical: de una comedia costumbrista pasamos a un filme de terror. Este punto de inflexión no solo rompe la propuesta genérica —pasando del sainete-realista al fantásti- co-terror—, sino también la propia linealidad temporal del relato se diluye con un melodramático flash-back. El protagonista recuerda cómo al principio de la mañana su hijo entró en la cabina y estuvo a punto de ser él mismo quien estuviera encerrado en esa trampa. En el budismo zen, los grandes maestros tienden a formular acertijos sin solución a los que llaman koan. Estos solo sirven para conducir a sus discípulos hacia la meditación y la contemplación. La cabina plantea un koan al espectador que tras verla se pregunta ¿esto es un sainete madrileño humorístico, una película de fantástico-terror o un filme metafórico contra Luis Deltell Escolar Juan Carlos Alfeo 120 Franco? El gran acierto de Mercero —y de Garci— es que no lo responden en las imágenes del mediometraje —ni tampoco en sus posteriores entrevistas—. Es el espectador el que debe interpretar la desventura que padece el personaje interpretado por López Vázquez. Lógicamente como buen koan aún hoy soñamos, como esos atónitos telespectadores del 1972, telefonear a rtve y rogarles una explicación. Como decimos, Garci nunca buscó un reconocimiento por este filme —que supusiera ningunear al director y, también, guionista— todo lo contrario, alabó y reconoció el trabajo de Antonio Mercero con cariño. En uno de sus artículos sobre el filme planteaba con un humor otro de estos acertijos zen sin solución. A modo de koan castizo y sainetesco le preguntaba a un profesor hispanista norteamericano que —como nosotros— intentaba descifrar el enigma de La cabina: «¿Habría sido muy distinta la historia del Spanish Cinema si Mercero fuese el autor de El espíritu de la colmena, Concha de Oro el setenta y algo, y Erice, de La cabina, Emmy también del setenta y tantos?» (Garci, 1987: 14). Imposible saberlo. proyecto de investigación Este capítulo surge de la actividad del proyecto titulado: La ficción audiovisual en la Comunidad de Madrid: lugares de rodaje y desarrollo del turismo cinematográfico. Acrónimo: ficmatur. Ref: h2019/ hum5788. Y se enmarca dentro de escine, grupo complutense de estudios cinematográ- ficos. referencias A. C. (1973). «Un español en una cabina». Le nouveu socialiste. 22 de mazo, p. 2 Bazán Gil, V. (2014). «La memoria colectiva: contenidos para el recuerdo, del archivo a la Web de rtve». Métodos de información. II Época, vol. 5, nº 8, pp. 5-16. Augé, M. (2002). Los «no lugares»: espacios del anonimato: una antropología de la modernidad. Barcelona: Gedisa. Casado, D. (2020). «Aplaudir a una cabina». Eldiario.es. 15 de diciembre. Castro de Paz, J. L. y Cerdán, J. (2011). Del sainete al esperpento. Relecturas del cine español de los años 50. Cátedra, Madrid. la cabina. un madrileño condenado a muerte. 121 del Corral, E. (1972). «La cabina». abc. 12 de noviembre, p. 81. —. (1973). «Con “La cabina”, de Mercero, comenzaron los programas dramáticos». abc. 18 de febrero, p. 83. Galán. D. (1972). «La cabina del fin del mundo». Triunfo. 16 de diciembre. García Serrano. F. (1996). «La ficción televisiva en España: del retrato tea- tral a la domesticación del lenguaje cinematográfico». Archivos de la Filmoteca. Junio, 23/24, pp. 70-86. Garci, J. L. (1987). «Mercero sube veinte puntos al cierre del 87». Ya. 20 de diciembre, p. 14. Martín, J., Garn, E y Rohrer, K. (2015). «La cabina o el horror del absur- do». Hispania. Diciembre, nº 4, pp. 701-713. Mercero, A. (1983). «La cabina. Oscar televisivo de 1973». Diario 16. 2 de octubre, p. 14. mncrs (2022). «La cabina de Antonio Mercero». https://www.museoreina- sofia.es/coleccion/obra/cabina Otaño, (1973). «Antonio Mercero: “La cabina es una fábula abierta”». Pagnoni Berns, F. G. (2015). «El regreso de la (real) naturaleza como crítica social en el cine fantástico de Antonio Mercero». HeLix-Dossiers zur romanischen Literaturwissenschaft. Pp. 29-48. Persánch, J. M. (2016). «Revistando la cabina: análisis del mundo simbólico como alegoría nacional». Cine y…, 5(1), pp. 14-27. Ríos Carratalá, J. A. (1997). Lo sainetesco en el cine español. Alicante, Publi- caciones de la Universidad de Alicante. Romero Reche, A. (2005). «La comedia de los terrores: visiones humorísticas del horror en la cultura popular». Fedro, Revista de Estética y Teoría de las Artes. Nº 15, julio, pp. 137-158, Rueda Laffond, J. C. (2006). «Ficción televisiva en el ocaso del régimen franquista: crónicas de un pueblo». Área Abierta. Nº 14, julio, pp. 1-78. Tiburcio Moreno, E. (2022). «¡Gritos en la ciudad! Modernización urbana, asesinato en serie, liberación femenina en el cine de terror durante el franquismo (1963-1975)». Fotocinema. Revista Científica de Cine y Fotografía. Nº 24, pp. 131-151.