1 «De rumores y amores», de Marta Echaves, es parte de Quema de archivo: historias, imágenes y documentos en una biblioteca seropositiva, proyecto comisarial y editorial desarrollado en el marco del programa de «Adquisiciones Comisariadas», or- ganizado por la Biblioteca de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid, con el apoyo del grupo de investiga- ción ucm «Imaginarios. Procesos culturales en la contempora- neidad occidental». 2 de rumores y amores marta echaves el limón Necesitas un limón, dijo, para poder disolver, yo que nunca había imaginado una fruta en el listado de los enseres obsesionada yo sólo con lo metálico de la cuchara dije, nunca hubiera rememorado tus manos con un limón en esa situación, y quizás el limón era la versión sofisticada de unas manos en forma de cuenco desbordadas por el agua recogida de una fuente oxidada que a ratos funciona a ratos no, y entonces el peregrinaje de fuente en fuente igual que de ventana en ventana temprano en el día cuando alguien te había chivado que no más, que ya no quedaba, que fueras al siguiente que aire aire. Trotaban cuerpos frágiles tumultuosos pero taciturnos con cierta mirada perdida, vampiros o zombies pero ya no humanos para los transeúntes que con prisa y altanería cruzaban la ciudad, por- que llegaban tarde a sus trabajos tarde de vuelta a sus casas con la televisión encendida la mujer enfa- dada y los niños que no paran de llorar y llorar, y la mayor que hace días huraña no aparece ni siquiera por su cuarto ni rozar su cama ni pedir dinero ni robar la cubertería de plata que habían tenido que esconder en el armarito chiquito del fondo. Quizás lejos ella tumbada con otros como ella tumbados viajando lejos porque muerto el dictador no se acabó la rabia solo solo desesperación, porque ya no cabían tantos cuerpos que antes de zombies o vampiros trotaban salvajes iracundos trotaban es- peranzados, no cabían y yo no entendía por qué, y por eso yo preguntaba y preguntaba y preguntaba por la vida de quienes dejaban las jeringuillas en los parques las dejaban en los puentes en los por- tales de las casas y las madres nos decían, cuidado cuidado cuidado no juguéis con las jeringuillas no toquéis las jeringuillas no miréis a los ojos que os embrujan con su ominosa enfermedad. Sentía un vacío que no era mío en un silencio que era nues- tro, y pensaba en la guerra y en esta otra guerra y en mi bisabuelo y en mi tío y en su madre y en mi madre y en los amigos que no conocí pero que seguro eran como mis amigas, porque todos lejos viajamos tumbados lejos, porque tampoco cabía- mos y nos echaron de las plazas y de los trabajos y de las familias y todos como ellos hijas de agobio. 3 Quién como yo hice con las vuestras abrirá nues- tras cartas leerá entre el pudor y el deseo las con- fesiones que nos parpadeamos de generación en generación, quién descifrará vuestras fotografías y nombrará uno a uno los muertos, quién contará de ellos que también eran libres que también cari- ñosos que también poseídos en llamas sufrientes merecen el recuerdo. Necesitas un limón, dijo, para el memorial, co- mértelo guardar la cáscara y dejar que pase el tiem- po y se seque y entonces coser con hilos de colores como suturando el abismo de la pérdida, y ni una ni dos ni tres, sino tantas cáscaras huecas cosidas cerradas tranquilas reliquias como tantos se fue- ron sin poder ser sepultados ni llorados ni lanza- dos al mar, como tantos se fueron, ai, sin epitafio. h Muchas noches te me aparecías. Eso empezó a pasarme cuando ya llevaba un tiempo largo pre- guntando y preguntando y decía eso de que se me habían quedado pegados los fantasmas. Yo que me sentía una impostora, por no tener fantasmas, o por no hablarle a mis fantas- mas sino a los fantasmas de quienes una vez me habían contado de sus pérdidas. Yo que no comprendía por qué repentinamente me sentía inundada de una sensación de peso tras la espalda y de llantos que sobrevienen porque sí. Llantos que no eran míos y que me ataban a un lugar que no era exac- tamente de este mundo. No solía compartir con mucha gente todas estas cosas, no. Me daba pudor y todo era confuso. Me hacía recor- dar a mi miedo ancestral a la oscuridad. Ahora sé porque otras me lo han enseñado que en lo oscuro veía como en las conchas que recogía de pequeña en el mar escuchaba. Ver y escuchar lo que los demás te dicen que no está. Supe de ti a través de c, a quién a su vez co- nocí a través de l por querer saber la historia de j. Era triste y bella esa historia, como mu- chas en aquel tiempo. j se enamoró de una mu- jer contagiada y el miedo le hizo huir sin amar y eso siempre le acecharía. Supongo que debió quedársele a él también pegado ese fantasma. j contó antes de él también morir que quería ha- cer una película que narrase la entrada de la he- roína en la Barcelona de los 80, la aparición del sida y sus primeras víctimas. Yo quería saber por qué, y así llegué a l, quien me habló de c, quien tenía guardado un guión que una novia suya ha- bía hecho relatando su historia como ácrata y yonqui. c me envió una copia de ese guión don- de a mano está escrito un seudónimo, «e. Sanz», y algunas anotaciones. Me obsesioné con seguir el gesto de tus dedos apretando el bolígrafo, po- niendo la fecha, tachando y corrigiendo. Aunque todo el texto está escrito a máquina, es en ese trazado que hicieron tus manos de donde puedo intuir algún rastro tuyo, y acercarme a ti. Hay un subrayado que me inquieta especialmen- te: «Teresa (seudónimo de e. Sanz, que al mismo tiempo es seudónimo de h) mira fascinada como la vida escapa de él». Hay confesiones atroces y al mismo tiempo radical- mente sinceras. Escribe de sí misma: «Teresa vive para el peligro, el riesgo, el crimen, la transgresión, en una huida desesperada de todo y de sí». También advierte. «Esta es una his- toria en la que se cuestionan, entre otras muchas cosas, la libertad del individuo y el permanecer fiel a uno mismo a cualquier precio». Me acordaba 4 de ti de tanto en tanto, y de vez en cuando volvía a escribir a c en agradecimiento por su generosi- dad. Por contarme y por dejarme contar. Porque a veces cuando le hablo a alguien sobre esos fantas- mas que siento se me han pegado veo en sus mira- das la desnudez de quien ha sido descubierto. No tenemos porque hablar. Yo cuento de los caballos, y las palas de plata, y el otro sólo me mira de una manera que me traspasa la piel. Me cuenta su se- creto sin abrir la boca. Me mira de su muerto. No siempre puedo escuchar o entender. He llegado a la conclusión de que si oigo a los que no están es porque un alguien me habla de los suyos. Es una cuestión de generosidad, una generosidad inconmensurable. Cuando encontré tu fotografía no pude parar de llorar. No era de pena mi llanto, era por tus ojos que me miran. Por una valentía que ateso- ran. Nos vi a muchas no sé por qué en tu desafío. Me atravesaron ráfagas de cristales marinos que brillan. c me escribió y me dijo: Por otra parte en mi memoria guardo otra se- cuencia de la película que también fue: viva- racha, alegre, una gran amante, una buena cómplice, una mujer provocativa, rebelde... Prefiero recordarla bailando aquel día en la playa vestida solo con un poncho mejicano y sentirme honrado de compartir tantas cosas con ella.Creo que a veces tengo sensaciones ex- trañas y no sé muy bien si ando entre vivos o muertos. enfermarse La luz de la sala de espera es de un blanque- cino agotador. Las sillas son de plástico color crema, incómodas. Mucho silencio. Hay quie- nes prefieren hacer tiempo deambulando por los pasillos. Van y vienen con el peso muerto en los brazos arrastrándose, mirando a las bal- dosas desgastadas del suelo verde aséptico qui- rófano. No hay relojes que marquen el tiempo que transcurre ni en la sala de espera ni en los cuerpos expectantes. Quién será el siguien- te. Por qué tardan tanto. Por qué quien está sentado enfrente me mira con la pena de saber- me más enfermo que él. Hay otros cuerpos que son crónicos. Acostumbrados pacientemente a la descomposición ya no miran ni oyen. Con los ojos vueltos hacia dentro auscultan sus do- lencias, intiman en un ritmo destartalado con aquello que les acecha y obsesiona. Hay quie- nes simplemente ya sólo esperan la muerte. No hay camas para ellos en el hospital pero resisten porque no tienen lecho a donde volver. Siempre pasa lo mismo en todas las pandemias. Les he oído gritar y ladrar sacando fuerzas que ya no son de este mundo. A veces hay guardias civi- les custodiando a presos contagiados. Sondados y esposados, sus extremidades se mueven es- pasmódicas con desesperación. Me contó uno una vez que en la cárcel les envenenaban. Que les obligaban a tomar pastillas que termina- ban dejándoles ciegos. Que muchos morían sin llegar al hospital. Que nadie sabía qué hacían con los cuerpos. También me contó que usaban las sábanas subidos a las terrazas para lanzar men- sajes reclamando su derecho a la convalecencia y el cuidado. Que también ellos eran enfermos. Que querían jeringuillas limpias. Se tragaban tenedores y cucharas, se autolesionaban, se estampaban contra la pared. Todos al mismo tiempo. Presos y presos colapsando la enferme- ría. Sigo buscando a algún médico que trabajara en aquella época en el Hospital Penitenciario de Carabanchel para poder preguntarle cómo fue lo de todos esos cuerpos despojados. La madre cuidaba a su hijo durante los síndro- mes de abstinencia. Le ponía paños fríos sobre la frente y le masajeaba los pies. Le cantaba na- nas que había aprendido cuando aún vivía en el pueblo. El cuarto olía a cerrado porque ya nadie dormía ahí. Solo cuando él volvía ella en silen- cio barría el suelo, abría la cómoda, sacaba las sábanas, subía las persianas. Aunque para él fue- ran horas de sudores, diarreas y calambres en las piernas, ella las disfrutaba. Al menos esos días él estaba ahí, y estaban juntos. Se repetía una y otra vez la misma escena, y ella una y otra vez hacía como si ese ritual no se hubiera celebrado antes. 5 Como si no llevase años enganchado, saliendo y entrando, jurando que esta vez que sí, volviendo a desaparecer. Mintiendo todo el rato. En una ocasión el padre le dijo que ojalá hubiera sido marica y no yonki. Eso fue antes de que supie- ra que moriría por una enfermedad que mataba por igual a maricas y a yonkis. Su hermana ma- yor me habló de una noche que tuvo que ir con él al hospital. Cuando aparecieron los primeros síntomas, cuando ya le cuidaba aunque no se ha- blasen. Los dos sentados en la sala de espera un 23 de Febrero de 1981. La hermana mayor tiene clavada en la cabeza la imagen de una baldosa rota color verde aséptico quirófano. Como si al- guien hubiera disparado al suelo impaciente de tanto esperar. También recuerda la mirada asus- tadiza de su hermano pequeño. También su can- sancio. Ella al final era siempre la que tenía que irle a buscar. No quiso contarme en detalle ni a qué sitios ni bajo qué circunstancias. Incluso llegó a decirme que cuando murió al fin todos descansaron. La madre poco después enfermó y perdió la memoria. Muchos me han descrito la situación como una suerte de posesión. Es la heroína la que te consume a ti y no tú quien cabalgas la heroína. Otros me hablaron de cómo ciertas inclinacio- nes melancólicas o psicóticas eran controladas y amortiguadas por esa adormidera. Preferían ser yonkis que locos. Otras querían ser libres. Se repite la imagen del mártir atravesado por las agujas y las jeringuillas, altares con San Sebastianes de rostros impasibles y cuerpos fla- gelados. Hay un placer y una lenta degradación. El hijo murió de una infección del recubri- miento interno de las válvulas y las cavidades cardíacas. Se le envenenó el corazón y con el virus llegó la aplasia medular. Dejó de producir glóbulos rojos, glóbulos blancos y plaquetas. Su condición de adicto y enfermo complicó la po- sibilidad de una operación. A esto los médicos lo llaman protocolo de intervención. El hijo ha- bía comenzado a consumir heroína con 15 años y moriría con 30. La luz de la sala de espera era de un blanquecino agotador. como si una avalancha azul los hubiera alcanzado Las madres daban vuelta a la plaza por sus hijos desaparecidos. Todas agarradas del brazo y repi- tiendo consignas como un arrullo que las acompa- ñaba mientras se golpean el pecho. Yo nací en 1990. En 1991 murió Ray Heredia, en 1992 Camarón, en 1995 Tina de las Grecas, el Jeros de Los Chichos y Antonio Flores. Junto a mi madre leímos un poema que decía: sobre el calmo lecho del mar ahí nos echamos aliviados por las olas velas de navíos olvidados impulsadas por los vientos tristes de las profundidades niños perdidos dormidos para siempre en un profundo abrazo A mí hay una estrofa que oí cantar a una chavala palmeando en una plaza de un barrio a las afueras de cualquier ciudad que me los recuerda: ya se la han llevaoo ya se la han llevaoo en un carro blanco blanco y azulaoo Las madres se habían atado a las verjas del Ministerio de Sanidad, habían ocupado la Catedral de la Almudena, habían pasado días y noches en las comisarías. Las madres unidas contra la droga acamparon en las puertas de las prisiones, en las sa- las de espera de los hospitales, en los tribunales… Las Grecas me cantan: Barquero, barquero Llévame contigo en esa barquita de blanco color. Hubo otra madre que, junto a las hermanas de su hospicio, compraba nichos en camposantos de iglesias para enterrar a los que se morían en la ca- lle. Afanosa ella cada vez más enferma volvió de 6 este quehacer una tarea obsesiva. Muchos iban a morir con ellas cuando ya no podían quedarse en las camas de los hospitales. Pasaban sus últimos días y sus últimas horas ahí, rodeados de esas ma- dres y hermanas que no eran las suyas pero que les velaban. (Padre) (Padre) (Padre) (Cáliz) (Padre) (Cáliz) (Padre) (Cáliz) El lugar que las mujeres (hermanas, amigas, madres, abuelas) ocuparon en la crisis de la he- roína y del vih/sida en la España posfranquista nos habla de tradiciones ancestrales: de plañide- ras, de curanderas, de aquellas que sabían que la muerte y la enfermedad forman parte de la vida, y que cuidar y reproducir la vida es cuidar y es- tar con los cuerpos en los tiempos de la enferme- dad y la muerte. También acunamos a los que se van. Cuando recordamos politizamos las pérdi- das, no matamos al muerto sino que lo llevamos ahí, con nosotras, día a día. Hay tareas que los muertos nos hacen hacer y tenemos como vivos la responsabilidad de detenernos y escucharlos. Nombrarlos, evocarlos, guardar y cuidar aquello que de ellos hemos heredado. Hacer con sus vidas algo que arda e ilumine. Porque sin muertos no puede darse ninguna forma de comunidad. El agua era negra Dentro de las ramas Cuando llega al puente Se detiene y canta ¿Quién dirá mi niño Lo que tiene el agua? Con su larga cola Por su verde sala.1 * Estos textos son huellas, anotaciones, voces y frag- mentos acumulados durante el desarrollo del pro- yecto de investigación La contrarrevolución de los caballos. Quería aprovechar la ocasión para agra- decer a todas las personas que lo han hecho posi- ble, porque por encima de todo es un archivo de sentimientos de una colectividad hermosa y dise- minada, cuya generosidad y aliento han sido siem- pre su condición de posibilidad. Si no fuera por su entusiasmo esto nunca hubiera sido posible. A Paula Cueto, compañera de vida que desde el primer momento puso su cuerpo y su tiempo acompañándome, sin ella este proyecto nunca habría crecido tanto, con ella aprendí a recitar y a bailar a las Grecas, a tener coraje y perseve- rancia. A Jesús Bravo, sin duda el barquero de esta aventura, por su sabiduría encarnada y por abrirme las puertas de su casa cuando era una completa desconocida, él fue quien me enseñó a escuchar el desamor de aquel silencio. Gracias a él conocí a Alejandro Simón, con quien pasé una hermosa primavera en Atenas descifrando los guiños que otra generación nos hacía, y revol- viendo en imágenes que aunque de otra época hablaban tanto de nosotras… A Emilio también lo conocí por Jesús, y siempre pensé que quizás los dos habían sido amigos de mi tío. Luego tuve la oportunidad de hablar con otros amigos de Emilio, quienes compartieron conmigo un cari- ño en el conversar que me deslumbró. A Teresa Grandas, que siempre ha cuidado de mí y de este proyecto con tanto entusiasmo y sensibilidad, apoyándome desde el principio. A Linda Valdés que me tendió su mano y confió en mí más de lo que yo confiaba, ella me demostró lo importante que es aprender a tejer juntas. A Laia Manresa, otra albacea que me abrió la puerta de su casa y de tantas historias, por cuidar y compartir. A Lulú Martorell, quien sin saberlo ella a tra- vés de Pepe estuvo siempre, pero a quien llegué gracias a toda una cadena de personas que me ayudaron a encontrar testimonios del concierto que Diamanda Galas dio en Barcelona en 1989. A Marina Subirats por poner la voz a un poema 7 de su hermano Albert. A Canti Casanovas que siempre ha sido tan generoso al confiar en mí para contar sus historias y que siempre mostró entusiasmo por que nuestros caminos se cruza- ran. A Juanjo García quien me contó la histo- ria de los Hijos del Agobio, a las Madres Unidas contra la droga de Vallecas por demostrar que se podía luchar, velar y reír al mismo tiempo. A Carmen Puerta por su sinceridad al reconocer las limitaciones que tuvo la institución médica para hacer frente a esta pandemia. A Marta Sesé, la primera que me dio la oportunidad de con- vertir esta investigación en un texto. A Gerard Volta que tuvo tanta paciencia conmigo, igual que Roc Jimenez de Cisneros y Anna Ramos, que cuando creía que no sería capaz de terminar el podcast me dieron tanto calor. A Yessi Perse que sin pedir nada a cambio colaboraron con su magia, como Elena Saura y Beatriz Genovés que se atrevieron a danzar entre centenares de tene- dores y cucharas cuando aún ni yo entendía qué estábamos haciendo. A quienes hicieron posible Archivo Queer y Anarchivo Sida, por lanzar una piedra que nos permitió a otras seguir rastros. A quien me dejó ser su acompañante en las sa- las de espera este verano, mientras escribía es- tos textos, por su lectura clínica y afectuosa. A La Praga por posibilitar el encuentro con Esther Rodriguez Barbero, y a ella por enseñarme a no tener miedo a los fantasmas. A mi madre, a mi padre, a mi tía y a mi prima, por mi abuela. Al único recuerdo que tengo de mi tío. A quien siempre sabe darme ese abrazo, hondo amor. A Yuji por invitarme y crear el lugar de encuen- tro que es este libro. 1. Autoría de los fragmentos en orden de aparición: Blue, Derek Jarman / canción popular / Barquero, Las Grecas / Cáliz, Antonio Flores / Nana del caballo grande, Camarón. Imagen: Cortesía de Canti Casanova.