-51- ISSN: 2605-2091 Aula, Museos y Colecciones, 8, 2021, 51-61 doi: 10.29077.aula.8.5_sanchez A lo grande. La obsesión por coleccionar gigantes humanos On a large scale. The obsession for collecting human giants Luis Ángel Sánchez Gómez Universidad Complutense, langel@ucm.es Recibido: 21 de septiembre de 2020. Aceptado: 17 de mayo de 2021. Publicado en formato electrónico: 25 de mayo de 2021. Palabras claves: Anatomía, Antropología, Museos, Acromegalia, Gigantismo. Keywords: Anatomy, Anthropology, Museums, Acromegaly, Gigantism. Resumen Entre mediados del siglo XVIII y la década de 1920 ciertos médicos, anatomistas y antropólogos se afanan por enriquecer sus colecciones con el esqueleto de un humano gigante. Son los huesos auténticos de seres humanos que crecieron hasta alcanzar una altura desaforada, no los presuntos (y falsos) restos de personajes anclados en la leyenda. Durante décadas, nadie ofrece una explicación racional de tan enorme crecimiento, aunque ya a finales del XIX se plantea alguna hipótesis que acabará siendo refrendada algo después. El artículo revisa las circunstancias asociadas a este coleccionismo y comenta los casos conocidos de esqueletos de gigantes humanos que se conservan (o se han conservado hasta hace pocos años) en museos anatómicos y antropológicos de Europa, Estados Unidos y Canadá. AbstRAct Between 1750 and 1930 certain doctors, anatomists and anthropologists strived to enrich their collections with the skeleton of a giant human. These skeletal remains are authentic bones of human beings that grew to reach an enormous height, not the false remains of mythical humans. For decades, no one offers a rational explanation for such a huge growth, although hypotheses were raised at the end of the 19th century that end up being endorsed somewhat later. The article reviews the circumstances associated with this collecting and mentions the cases of giant human skeletons that are preserved (or have been until recently preserved) in anatomical and anthropological museums in Europe, the United States and Canada. I. IntRoduccIón Durante los últimos años he centrado buena parte de mi actividad investigadora en un tema que puede parecer morboso pero que, en realidad, resulta apasionante: documentar las historias vitales y las historias post mortem de los más destacados gigantes acromegálicos españoles, desde finales del siglo XVIII hasta las primeras décadas del XX. Todos son varones, todos superaron los 2,20 metros de estatura, todos sufrieron una grave patología y todos se vieron abocados a sacar partido a un físico asombroso viviendo unas vidas extraordinarias. Todos sufrieron y quizás algunos gozaron, pero todos murieron mucho antes de lo que podrían haber esperado si no hubieran padecido esa enfermedad. A cualquier investigador que deambule por los territorios de la historia de la medicina o la antropología españolas le sonará al menos el nombre de uno de estos personajes: Agustín Luengo Capilla, “El Gigante Extremeño”. Y quien lo conozca también sabrá que si hoy hablamos del pacense es porque alguien muy especial se cruzó en su camino: el doctor Pedro González Velasco (1815-1882). Durante un tiempo, asumí lo que se había contado sobre la presunta relación establecida entre ambos. Después, según me adentraba en el estudio de la vida y la obra museística de Velasco, pude * Comunicación presentada al Simposio “El coleccionismo científico y las representaciones museográficas de la Naturaleza y de la Humanidad”, celebrado en el Instituto de Historia del CSIC, en octubre de 2019. L. Á. SÁnchez Gómez Aula, Museos y Colecciones, 8, 2021-52- comprobar que no existía fundamento documental que justificara ese relato, lo que me indujo a estudiar con más detalle el personaje y su relación con el doctor. El resultado fue un artículo que desmentía o ponía en tela de juicio casi todo lo que se había escrito sobre el extremeño (sánchez Gómez, 2017). El trabajo me llevó a interesarme por la enfermedad de Luengo y, enseguida, por las vidas y las patologías de otros gigantes acromegálicos. Un artículo sobre el americano Pedro Antonio Cano (sánchez Gómez, 2018a), otro sobre el bejarano Víctor Sánchez Carrero (sánchez Gómez, 2019) y una monografía sobre el ciudadano español más alto de la historia, el guipuzcoano Miguel Joaquín Eleicegui (sánchez Gómez, 2018b), me han obligado a profundizar aún más en el conocimiento del gigantismo y la acromegalia.1 El esqueleto de Luengo fue exhibido en el Museo Antropológico del doctor Velasco y hoy sigue presente en la exposición permanente del Museo Nacional de Antropología, pero no es el primero ni el último esqueleto de un enfermo acromegálico que ha terminado en un museo. De hecho, el cadáver de Pedro Antonio Cano fue enviado en 1804, en circunstancias cuanto menos llamativas, al Real Colegio de Cirugía de San Carlos, donde fue diseccionado y luego preparado su esqueleto, que hoy continúa formando parte de las colecciones del Museo “Javier Puerta” de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense. Es más, incluso en los casos en los que no se produjo tal proceso de musealización (como ocurre con Eleicegui), las habladurías y los relatos puramente fantasiosos sobre las historias post mortem de estos personajes no han dejado de recrearse sobre el presunto robo de sus cadáveres por algún antropólogo o anatomista sin escrúpulos, deseoso de hacerse con tan codiciadas “piezas”.2 Realidad y fantasía se confunden en asuntos ciertamente morbosos, pero no debemos olvidar que lo realmente acontecido puede resultar mucho más sugerente, interesante y hasta siniestro que lo legendario. De hecho, la mezcla de temor, admiración e intriga que han generado siempre las personas de estatura extraordinaria desemboca en un hecho incontrovertido: que, entre las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XX, todo director o propietario de un gabinete o museo anatómico considere poco menos que una obligación el hecho de conservar y exhibir al menos el esqueleto de un humano gigante. Pero el interés, casi devenido en obsesión, por coleccionar esqueletos o huesos de gigantes no surge en el siglo XIX, ni siquiera en el siglo anterior, sino varias centurias atrás. Aunque quizás fuera posible retrotraernos aún más en el tiempo, podemos vincular su arranque con el fenómeno de las Wunderkammern renacentistas, interés que se mantiene en los gabinetes del Barroco. En efecto, interpretando de forma literal los relatos bíblicos, los mitológicos y los de ciertos viajeros, y convencidos incluso por las sesudas teorías de algunos estudiosos contemporáneos, los propietarios de ciertas cámaras y gabinetes creen haber conseguido los preciados restos óseos de presuntos gigantes humanos de tamaño descomunal, que exhiben cuan verdaderos tesoros. Sin embargo, en el mejor de los casos, lo que guardan son fósiles de animales extinguidos, como los que se integran en la destacada colección del oscense Vincencio Juan de Lastanosa (1607-1681) (Rey bueno & López péRez, 2008); en otros muchos, las presuntas petrificaciones humanas son tan solo rocas de formas curiosas o fragmentos de troncos fosilizados. En los museos de anatomía e historia natural del siglo XVIII el interés por los gigantes adquiere una nueva dimensión, decididamente empírica. Aunque aún hay autores que continúan defendiendo la existencia, antigua y moderna, de gigantes de más de tres metros de estatura y certifican la autenticidad humana de los fósiles de animales y de ciertas petrificaciones, los responsables de estas instituciones centran su interés en humanos de carne y hueso, en personas reales de talla desmesurada que traspasan de forma radical los límites de la “normalidad”. Lamentablemente, casi ninguno de los anatomistas o antropólogos que guarda el esqueleto de un gigante en un gabinete de 1. Otros dos gigantes españoles que no he tenido oportunidad de estudiar son el oscense Fermín Arrudi Urieta (1870-1913), que se exhibió con gran éxito en España, Europa y varios países del continente americano, incluidos los Estados Unidos; y el salmantino Fausto Prieto Vicente (1900-1975), de quien se conservan varias fotografías, algún dato biográfico aislado y unas pocas anécdotas de transmisión oral, careciendo por el momento de material documental que nos informe sobre sus presuntas exhibiciones públicas. 2. El 17 de agosto de 2020 el antropólogo Francisco Etxeberria, de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, presentaba los restos óseos de Eleicegui, hallados en el osario del cementerio de su pueblo, Altzo Azpi. Se confirma así lo que indiqué en mi libro sobre el gigante: que su esqueleto no fue robado ni musealizado, y que si no se encontraba en la tumba familiar era por la sencilla razón de que había sido arrojado al osario, para dejar espacio a nuevos enterramientos. A lo grAnde. lA obsesión por coleccionAr gigAntes humAnos -53- Aula, Museos y Colecciones, 8, 2021 historia natural de la Ilustración, o en un museo antropológico del siglo XIX, sabe qué hacer con él, ni cómo explicar las razones de su espectacular crecimiento. Es cierto que algunos (sobre todo durante el último tercio del XIX) hacen todo tipo de conjeturas, vinculadas o no con patologías, pero su empirismo no basta para conducirlos por la senda del estudio pormenorizado de los restos óseos y de las enfermedades que han podido causar tal desarrollo. Salvo alguna excepción, se limitan a medir y describir la morfología ósea, a montar los esqueletos y, por supuesto, a exhibirlos. Como enseguida veremos, habrá que esperar hasta la primera década de siglo XX para que alguien se decida a ir más allá, adentrándose precisamente en el cráneo del más famoso de los gigantes preservados hasta determinar la causa más probable de su singular morfología. A partir de ese momento, cualquier médico o antropólogo mínimamente informado asume ya que los gigantes humanos no son seres extraordinarios e inexplicables, sino que se trata de simples mortales que, para su desgracia, padecen una rara y muy grave enfermedad. En consecuencia, el interés por hacerse con los restos de uno de estos individuos disminuye de forma progresiva, aunque durante varias décadas aún se mantiene, incluso con circunstancias delictivas de por medio. Luego, cuando los avances médicos permiten ya controlar y hasta detener el progreso de la enfermedad, los gigantes desaparecen de Europa y del resto de países que disponen de una sanidad avanzada. A partir de ese momento, los récords de estatura (y el intenso sufrimiento asociado) quedan en manos de gigantes patológicos originarios de países en los que resulta muy caro, muy complicado o incluso técnicamente imposible enfrentarse a la patología. Pero los esqueletos de algunos gigantes entraron en los museos y algunos aún permanecen en ellos. 2. GIGAntIsmo y AcRomeGALIA Aunque se conocen descripciones más o menos ajustadas de la enfermedad desde el siglo XVI (la primera debida al cirujano holandés Johannes Wier), es en 1886 cuando el neurólogo francés Pierre Marie establece de forma precisa los rasgos clínicos de una patología que denomina acromegalia (“agrandamiento de las extremidades”), aunque no determina el origen del mal, ni lo vincula con trastorno alguno de la hipófisis.3 Poco después, en 1892, el médico italiano R. Massolongo asocia de forma directa la acromegalia con una hiperfunción de la hipófisis, pero habrá que esperar hasta 1909 para que el neurocirujano norteamericano Harvey W. Cushing (1869-1939) confirme que el extraordinario crecimiento asociado a la acromegalia se debe a la existencia de un tumor hipofisario que provoca una sobreproducción de la hormona del crecimiento, que es la causa, y no la consecuencia, de la enfermedad y del sobrecrecimiento. Precisamente llega a esta conclusión tras estudiar el cráneo del primero de los dos gigantes irlandeses más famosos (Charles Byrne), exhibido en el Hunterian Museum de Londres, que presenta una fosa pituitaria (silla turca o sella turcica) mucho mayor de lo habitual, que solo puede ser el resultado de la presión ejercida en el hueso por un tumor o adenoma hipofisario. No obstante, todavía durante los primeros años del siglo XX se discute si el gigantismo y la acromegalia son dos enfermedades distintas o dos momentos diferentes de una misma patología, como finalmente queda demostrado. Cushing realiza también una de las primeras intervenciones exitosas para la extirpación de un tumor hipofisario en 1909, confirmando así sus teorías sobre la enfermedad. Precisamente la extirpación quirúrgica del adenoma hipofisario es desde hace tiempo el tratamiento primario y más efectivo para combatir la acromegalia, aunque también se recurre a la radiación y más aún a las terapias farmacológicas cuando la cirugía no resulta factible o no logra los resultados deseados. Como ya he anotado, los hombres y mujeres enfermos de acromegalia tratados en España o en cualquier otro país con una sanidad avanzada no alcanzan en la actualidad una talla tan enorme como en épocas pasadas. Es cierto que pueden superar los dos metros, pero lo más probable es que, gracias a la cirugía o la medicación, su talla sea notablemente inferior, nada llamativa. 3. GIGAntes, AnAtomIstAs y museos Vamos a hacer un rápido, y ciertamente desigual, recorrido por las biografías y las historias post mortem de los gigantes acromegálicos cuyos esqueletos se exhiben en museos de Europa, Estados Unidos y Canadá, al menos de los que hasta ahora 3. Sobre la historia médica, social y cultural de la acromegalia, véase sheAves (1999) y heRdeR (2009, 2012, 2016). L. Á. SÁnchez Gómez Aula, Museos y Colecciones, 8, 2021-54- tenemos noticia. Algunos más se mostraban en museos de Alemania y de otros países europeos desde el último tercio del siglo XIX, pero o fueron retirados y destruidos o se perdieron durante la Segunda Guerra Mundial. 3.1. Nikolaus Haidl (1461-1491; exhumado en 1866, musealizado en 1867) Instituto de Anatomía, Universidad Médica de Innsbruck El esqueleto, que mide 2,25 m. y al que le faltan varias piezas, fue descubierto durante la restauración de la cripta de la catedral de Innsbruck. Fue estudiado por LAnGeR (1872), aunque entonces aún no se conocía quién había sido su “dueño”. El personaje fue miembro de la guardia personal del archiduque Segismundo de Austria (Sigmund des Münzreichen, 1427-1496), gobernante del Tirol (http://www.anatomie- innsbruck.at/museum/nikolaus-haidl/). 3.2 Anton el Grande (Der lange Anton) (m. 1596) Museo Anatómico de la Universidad Philipps, Marburgo Es quizás el esqueleto más antiguo de un gigante conservado de forma expresa, esto es, no se trata de restos antiguos recuperados, como ocurre con Nikolaus Haidl. Alcanza una altura de 2,44 m. El personaje formó parte de la guardia personal del duque Heinrich Julius de Braunschweig-Wolfenbütel (1564-1613) (http://www. schemenkabinett.de/das-museum-anatomicum-in-marburg/). 3.3. Nikolai Zhigant (Nikolai Bourgeois) (m. 1724) Kunstkamera, San Petersburgo Se dice que en vida alcanzó 2,27 m., pero las medidas reales del esqueleto se quedan mucho más cortas. En la ficha del museo, con foto, se dice que mide 1,795 m. (http://collection.kunstkamera.ru/; número de inventario: 4905-1/1). Existe una foto de 1958 del esqueleto (nº 1376-164) en la que se evidencia que esa altura es la más probable. Sin embargo, en la ficha del corazón del gigante (que también se conservó, nº 4905-1/3), se anota la cifra mencionada de 2,27 m. También se asegura que el personaje fue reclutado por el zar Pedro I durante un viaje a Francia en 1717, sirviéndole como asistente personal durante siete años (Anemone, 2000). 3.4. Cornelius Magrath (1736–1760) Escuela de Medicina, Trinity College, Universidad de Dublín En vida debió de rondar los 2,20 m. de talla. Se exhibió en Reino Unido y el continente europeo, convirtiéndose en uno de los primeros gigantes históricos realmente famosos, con proyección internacional, siendo al mismo tiempo parte de una verdadera “saga” de gigantes irlandeses que continúa hasta el día de hoy. De hecho, se ha demostrado que unos y otros están emparentados debido a una alteración genética hereditaria que da origen al denominado FIPA (Familial isolated pituitary adenoma) o adenoma hipofisario aislado familiar. Además, es uno de los esqueletos que sirvió para confirmar los rasgos y orígenes de la acromegalia, gracias a los estudios de cunnInGhAm (1892). Por cauces poco éticos, el cadáver pasó a manos de anatomistas de la Escuela de Medicina del Trinity College, en la Universidad de Dublín, donde fue diseccionado y su esqueleto preservado. Hoy sigue allí, aunque ya no se muestra al público. 3.5. Charles Byrne (1761-1783) Hunterian Museum, Londres Con permiso de la persona de mayor altura jamás conocida (el norteamericano Robert Pershing Wadlow, que murió en 1940 habiendo alcanzado la increíble talla de 2,72 metros), el irlandés Charles Byrne es el gigante acromegálico más famoso de todos los tiempos.4 Curiosamente, es también quien más precauciones tomó para que 4. Un año antes de morir, Charles Byrne cambió su apellido por el de “O’Brien”, continuando con sus exhibiciones durante algún tiempo, pero no debe ser confundido con otro famoso gigante irlandés del siglo XVIII, Patrick Cotter (1760-1806), que tras el éxito del primero también cambió su apellido por “O’Brien” y cuyo esqueleto (aunque se recuperó en cierto momento, volviendo a ser reinhumado) no terminó en un museo (FRAnkcom & musGRAve, 1976). Pese a las cifras exageradas que ofrecen documentos de aquella época y el mismísimo cushInG (1912), el A lo grAnde. lA obsesión por coleccionAr gigAntes humAnos -55- Aula, Museos y Colecciones, 8, 2021 su cuerpo no cayera en manos de los temidos anatomistas. Según se cuenta, con el paso del tiempo acabó sintiendo verdadero terror a ser diseccionado y exhibido después de muerto, pues esto era algo que solo se hacía con los cadáveres de los más sanguinarios criminales tras su pública ejecución. Sin embargo, pese a diseñar un elaborado plan que debería haber terminado con sus restos hundidos en el fondo del océano, al final no solo no se cumplieron sus deseos, sino que su cadáver fue exhibido en público durante varios días por quienes tenían que haberlo arrojado al mar, siendo luego adquirido por el cirujano y anatomista escocés John Hunter (1728-1793), quién lo diseccionó y montó su esqueleto. Finalmente, tras dejar pasar un par de años para que el asunto no estuviera tan “vivo”, terminó exhibiéndolo en su famoso museo particular (bondeson, 1997; heRdeR, 2012). En 1799 las colecciones de John Hunter, incluido el esqueleto de Charles Byrne, fueron adquiridas por el gobierno británico con destino al Real Colegio de Cirujanos de Inglaterra, convirtiéndose en el núcleo central que dio origen al Hunterian Museum. La última reforma del museo mantuvo el esqueleto de Byrne (que mide 2,31 m.) como pieza central de su exposición permanente. Actualmente se encuentra cerrado, pues está siendo profundamente remodelado, esperándose su reapertura para 2021. Tras las controversias surgidas en los últimos años en torno a los restos del gigante irlandés y las voces que claman por su inhumación, o incluso su hundimiento en el océano, su futuro es incierto. Pero, más allá de los debates sobre la exhibición de restos humanos en museos y, en este caso concreto, sobre el contexto delictivo que hizo posible su conservación contraviniendo los deseos de su “legítimo propietario” (muInzeR, 2014), es necesario anotar que la preservación del esqueleto de Byrne ha tenido consecuencias muy positivas para la ciencia médica en general y para la lucha contra la acromegalia en particular. No se las debemos precisamente a John Hunter, que no hizo nada provechoso con esos restos, salvo conservarlos. Ocurrió mucho tiempo después, y en dos momentos y contextos muy diferentes, distanciados cien años el uno del otro. Como ya hemos adelantado, en 1909 el doctor Harvey Cushing convence a Arthur Keith, conservador del Hunterian Museum, para que le permita estudiar el cráneo de Byrne, observando una fosa pituitaria mayor de lo habitual, resultado de la presión ejercida en el hueso por un tumor o adenoma hipofisario. Un siglo más tarde, un equipo dirigido por el doctor Harvinder S. Chahal extrae ADN de dos dientes del cráneo Byrne y lo compara con el de varios enfermos de acromegalia irlandeses con quienes podría estar emparentado. Las conclusiones del estudio demuestran que, efectivamente, todos comparten una mutación en el gen AIP (gen de la interacción de la proteína del receptor de aril-hidrocarburos, denominado por sus siglas en inglés: aryl hydrocarbon receptor-interacting protein) que está en el origen de su enfermedad y que prueba el parentesco de todos ellos con Byrne (chAhAL, et al, 2011). 3.6. Pedro Antonio Cano (1770-1804) Museo de Anatomía “Javier Puerta”, Facultad de Medicina, Universidad Complutense, Madrid Su proyección pública arranca el 19 de abril de 1792, cuando el Mercurio Peruano informa de su “hallazgo” y “envío” a la Península, con el objeto de ser presentado al Rey.5 El responsable de poner en práctica tan singular proyecto es el virrey del Nuevo Reino de Granada, José Manuel de Ezpeleta. Cano se embarca en el puerto de Cartagena de Indias el 26 de abril de 1792. Parte acompañado de su hermano y tutor, Miguel Antonio, que tendrá un relevante papel en futuros acontecimientos. El “envío” se completa con un “loro amarillo”, que se supone agradará al rey, un retrato al temple del gigante y un informe redactado por Ezpeleta (vARGAs muRcIA, 2016). Pese a su brevedad, el escrito del Virrey es de gran interés, pues valora de forma mesurada las informaciones disponibles sobre presuntos gigantes antiguos en América. También se anota que Cano mide entonces siete pies, cinco pulgadas y tres líneas de Burgos, que equivalen a 2,072 metros, y que su desmesurado crecimiento se inició a los 15 años. Es recibido por Carlos IV en el Palacio de La Granja el 26 de agosto de 1792, y tan satisfecho debió de quedar el monarca con su contemplación, que en febrero de 1793 firma una Real orden por la que se le concede una pensión vitalicia muy generosa: 12.000 reales de vellón esqueleto de Byrne mide “solo” 2,31 metros, pudiendo haber alcanzado su “propietario” en vida algún centímetro más. 5. Para conocer con detalle la singular peripecia vital y post mortem de Cano, véase sánchez Gómez (2018a). L. Á. SÁnchez Gómez Aula, Museos y Colecciones, 8, 2021-56- anuales, pagaderos a razón de mil reales al mes. Y el pago se realiza de forma puntual hasta el final de sus días.6 Las circunstancias que rodean su fallecimiento y lo que seguidamente acontece son ciertamente extraordinarias. Sabemos que el hermano y su esposa, vecina de Madrid, habían hecho sendas declaraciones de “pobre de solemnidad” ante un escribano real. Esta era una singular modalidad de testamento que, entre otras ventajas, garantizaba al testador un entierro “de limosna” y le ahorraba el pago de derechos eclesiásticos. Como es evidente que no son pobres, podemos concluir que estamos ante una artimaña de Miguel Antonio, encaminada a rentabilizar al máximo la pensión recibida por su hermano, a quien convence para que también otorgue esa declaración unos días antes de fallecer. Habiendo hecho la citada declaración de pobreza, Pedro Antonio debería haber sido inhumado “de limosna” en la parroquia de San Martín, a la que pertenecía.7 De hecho, eso es lo que se indica en el libro de difuntos de aquel año, conservado en el Archivo Diocesano de Madrid.8 Sin embargo, lo que realmente acontece es que los religiosos benedictinos de San Martín comunican de forma inmediata la muerte de Cano al Real Colegio de Cirugía de San Carlos, donde se traslada el cadáver esa misma noche. Actúan en cumplimiento de una Real orden, promulgada el 31 de julio de 1802, que ordenaba el traslado del cuerpo de Pedro Cano al citado Real Colegio en cuanto se produjera su fallecimiento. Por qué falsean los religiosos el certificado de defunción, asegurando que han enterrado al gigante en su parroquia, es algo que desconocemos. El objetivo de Antonio Gimbernat, director del Colegio de Cirugía, era conservar todo lo que fuera posible del cadáver para enriquecer el Gabinete Anatómico de la institución. Los cirujanos fracasan en su intento por preservar la piel, pero conservan el estómago y los intestinos. Además, limpian y montan el esqueleto. También redactan una “historia del cadáver”, hoy perdida, aunque de acuerdo con la información ofrecida por sALcedo y GInestAL (1926) sabemos que en el momento de su muerte Pedro Antonio Cano había alcanzado la muy notable estatura de ocho pies menos una pulgada, esto es, 2,206 metros. El esqueleto de Cano sobrevive a su traslado inicial a la antigua Facultad de Medicina de la calle de Atocha y a su definitiva instalación en la Ciudad Universitaria madrileña. Hoy se integra en las colecciones del Museo de Anatomía “Javier Puerta”, en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense. Durante décadas se pierde todo recuerdo sobre a quién corresponde, hasta el extremo de ser etiquetado como perteneciente a Agustín Luengo Capilla, “El Gigante Extremeño”. Hoy está correctamente identificado. 3.7. Giacomo Borghello (El Gigante Ligur) (1818-1837) Museo de Anatomía Humana, Universidad de Turín Nace en Carrega Ligure, en la región del Piamonte. Apenas se sabe nada del personaje, salvo que no mucho antes de morir decide mostrarse en público. Fallece en Turín, el 18 de julio de 1837, durante uno de sus viajes de exhibición. El cadáver fue puesto a disposición de la Escuela de Anatomía de la Universidad de Turín por orden del “Excelentísimo Magistrado de la Reforma”. Existe un primer informe sobre el esqueleto redactado por beRtInAttI (1837), otro de tARuFFI (1889) y un tercero, el más de detallado, de tRAschIo (1903), aunque ninguno aporta nada al conocimiento de la acromegalia. 3.8. Louis R. (1847-1875) Museo de Historia Natural de París Refieren el caso LAunoIs & Roy (1904: 426-448), con información inédita proporcionada por Réné Verneau. Se trata del esqueleto montado que se conserva en el museo parisino con el número de inventario MNHN-HA-10491 (antiguo número de catálogo 1735), según la base de datos del centro (http://coldb.mnhn.fr/catalognumber/ 6. La orden y la continuidad del pago se recogen en sendos libros de registro del Archivo General de Palacio: en el “Libro de órdenes del Real Mayordomo al grefier” (1792-1794), sig. 136, f. 122r; y en el “Registro de órdenes y resoluciones del Señor Mayordomo Mayor al contralor sobre asuntos referentes a las Reales Casa y Capilla” (1791-1795), sig. 69, f. 120r. 7. Se situaba frente al Monasterio de las Descalzas Reales, en Madrid. 8. Libro de difuntos nº 27 (1804-1809) de la parroquia de San Martín, ff. 28r y 28v, Archivo Histórico Diocesano de Madrid. A lo grAnde. lA obsesión por coleccionAr gigAntes humAnos -57- Aula, Museos y Colecciones, 8, 2021 mnhn/ha/10491). Se cita como lugar de procedencia Chouzé-sur-Loire. Al parecer, el individuo alcanzó una talla en vida de 2,14 m.9 3.9. Agustín Luengo Capilla (El Gigante Extremeño, 1849-1875) Museo Nacional de Antropología, Madrid Con permiso del vasco Miguel Joaquín Eleicegui (1818-1861), cuyo esqueleto no se musealizó, el caso de Luengo es el de mayor proyección pública en España. Sabemos que es el primogénito de los seis hijos de una familia del medio rural con muy escasos recursos y que su crecimiento se acelera en torno a los catorce años. A los diecisiete tiene ya “la corpulencia de cualquier hombre”, y es entonces cuando comienza a perder la vista y a sufrir intensos dolores de cabeza, típicos trastornos asociados a su enfermedad. Más allá de este y de algún otro escueto dato apuntado por el doctor González Velasco al publicar su autopsia (1878), nada conocemos de forma fehaciente sobre la vida de Luengo hasta apenas tres meses antes de su fallecimiento. Todo lo que se ha escrito sobre su vinculación con circos y la presunta venta de su cuerpo (en vida) al citado doctor es pura fantasía. El 3 de octubre de 1875, el diario madrileño La Correspondencia de España ofrece el primer dato fidedigno sobre el personaje: ha sido presentado al rey Alfonso XII. Sabemos que llegó acompañado por su madre, que venían de Andalucía y que habían pasado por algún balneario, muy probablemente buscando alivio para sus padecimientos. Mientras está en Madrid, su salud empeora. El 10 de diciembre el mismo diario informa de su extrema gravedad y de que carece de recursos económicos, dato que demuestra la falsedad del presunto contrato firmado con Velasco. Muere el 31 de diciembre de 1875 y, con autorización de la madre, al día siguiente el cuerpo se traslada al Museo Antropológico que Velasco había inaugurado en Madrid en abril de ese mismo año. Velasco realiza un molde en yeso del cadáver, retira y curte la piel y prepara su esqueleto. A los treinta días de la muerte del pacense su esqueleto y el vaciado se exponen ya en el salón grande del museo (ambos serán presentados por Velasco en la Exposición Universal de París de 1878). Siete meses más tarde, se exhibe una tercera “versión”: la piel montada sobre un maniquí cubierta con sus propias ropas; es decir, se presenta a Luengo taxidermizado. Esta figura debió de ser destruida en la década de 1940; el vaciado (bastante deteriorado) y el esqueleto continúan formando parte de la exposición permanente del Museo Nacional de Antropología, cuya sede es el antiguo museo del doctor. Según Velasco, la altura que alcanza Agustín en el momento de su muerte es de 2,30 metros, lo que le convierte en el segundo ciudadano español más alto conocido, solo por detrás de Miguel Joaquín Eleicegui, el “Gigante de Altzo”, que pudo haber llegado a los 2,42 m. Desde 2015 la figura de Agustín Luengo cuenta con una exposición permanente en su localidad natal. Aunque presenta algunos materiales de interés, adolece de asumir toda la información apócrifa y fantasiosa que circula sobre el personaje.10 3.10. Thomas Hasler (El Gigante de Tegernsee) (1851-1876) Instituto de Patología, Universidad Ludwig-Maximiliam, Munich Es uno de los esqueletos más extraordinarios de gigante que se conservan, debido a las tremendas deformaciones óseas que presenta, lo que evidencia que el personaje debió de padecer grandes sufrimientos en vida. Al parecer, su esqueleto se conservó porque el médico que lo atendía en Gmund am Tegernsee, en el sur de Baviera, lo preparó y terminó entregándolo al doctor Ludwig Buhl, de Múnich. El esqueleto mide 2,27 m., calculándose que en vida pudo llegar a 2,35 m. El estudio original de la pieza, en alemán, lo publica buhL (1878); LAunoIs & Roy (1904: 408-416) lo reproducen en inglés. Padecía una fuerte hiperostosis de cráneo y mandíbula, que estudios recientes definen como displasia fibrosa craneofacial (neRLIch, 2013). El personaje y su esqueleto se han convertido en referentes identitarios de su comarca natal. 9. Agradezco la confirmación de la identidad del esqueleto a Martin Friess, Maître de conférences del Département Homme et Environnement, Muséum national d’Histoire Naturelle, Musée de l’Homme. 10. Más información sobre Luengo en sánchez Gómez (2017). L. Á. SÁnchez Gómez Aula, Museos y Colecciones, 8, 2021-58- 3.11. El molinero de Carrara (1852-1873) Museo de Historia Natural, Universidad de Florencia De este personaje no sabemos prácticamente nada, ni siquiera su identidad. Según la ficha del museo, formó parte de las colecciones del Hospital de Livorno, donde el individuo había muerto con 21 años. El esqueleto entra en el museo de la universidad en abril de 1902, a cambio de otro, de talla normal, que había pertenecido a una mujer. La ficha antigua dice que mide 2,9 m., pero resulta obvio que la cifra real es 2,09 m.; tARuFFI (1889) dice 2,10 m. Era molinero, pero tras su desmesurado crecimiento se dedicó a las exhibiciones ambulantes (cecchI, 2014). 3.12. El Gigante Americano (m. ca. 1877) Mütter Museum, College of Physicians, Filadelfia Del gigante del Mütter Museum tampoco existe mucha información. Solo está documentado que en 1877 su esqueleto se exhibe durante un corto periodo de tiempo en la Academia de Ciencias Naturales de Filadelfia, siendo enseguida trasladado al citado museo, tras haber sido adquirido por 50 dólares (RedmAn, 2016). Nada se hace allí con los restos, salvo exhibirlos junto al esqueleto de una mujer acondroplásica. Hoy continúa igual, aunque desde hace tiempo ambos comparten vitrina con otro espécimen más: el esqueleto de un varón de talla “normal”. Según la única fuente original disponible (hInsdALe, 1898), el esqueleto procedía del estado de Kentucky, por lo que en ocasiones se le conoce como “el Gigante de Kentucky”. También se anota que quien lo vendió lo hizo con la condición de que el museo no hiciera indagaciones sobre su procedencia o identidad. Con una altura de 2,28, el Mütter Museum asegura en su web que se trata del esqueleto humano de mayor altura exhibido en Estados Unidos (http://muttermuseum. org/collections/osteological-skeletal-specimens/). 3.13. Julius Koch (El Gigante Constantin) (1872-1902) Museo regional de ciencias naturales de Mons (Bélgica) Según un folleto del museo de Mons, el esqueleto mide 2,56 m, aunque todo apunta a que esa cifra debe de corresponder, en todo caso, al individuo vivo. Nació en un pueblo del sur de Alemania, del entonces estado de Wurtemberg, cercano a la frontera suiza. Como otros muchos gigantes, se dedicó al mundo del espectáculo, mostrando su corpachón por media Europa. Falleció en Mons, mientras se exhibía. Sus restos, muy mal conservados, permanecieron en el hospital civil de la localidad hasta 1930, cuando fueron donados al museo. Hoy su esqueleto continúa formando parte de la exposición permanente del centro; de hecho, es su pieza estrella, por más que haya voces que reclamen su retiro e inhumación. Pese a que su exhibición no aporta prácticamente nada, lo cierto es que su esqueleto fue estudiado a comienzos del siglo XX y contribuyó a identificar el vínculo existente entre el gigantismo y la acromegalia, y a determinar que se trataba de la misma enfermedad en dos fases de desarrollo (duFRAne, LAunoIs & Roy, 1903; LAunoIs & Roy, 1904: 318-327). En 2015, tras la celebración de un congreso sobre el gigante y la exhibición de restos humanos, se hizo una performance del presunto entierro de Koch en Mons (https://www.belgieninfo. net/julius-koch-ruhe-in-frieden/). 3.14. Joseph Édouard Beaupré (1882-1904) Laboratorio de Anatomía, Facultad de Medicina, Universidad de Montreal, hasta 1989 Nacido en la provincia de Saskatchewan, Beaupré continúa siendo en la actualidad el canadiense más alto de la historia. Llegó a medir 2,52 m., y el dato es fidedigno. Sufrió de forma intensa el gigantismo desde los 3 años, pero, a diferencia de otros muchos gigantes, desarrolló una fuerza espectacular que rentabilizó en los ámbitos ferial y circense y que, finalmente, contribuyó a su muerte. Su último mánager lo explotó y engañó sin escrúpulos, llevándolo a la ruina. Falleció mientras actuaba en la Exposición Internacional de San Luis de 1904, y el citado empresario, Aimé Bénard, hizo embalsamar su cadáver y lo exhibió en el escaparate de una funeraria de la ciudad. Pero no se detuvo aquí. Seguidamente, y durante un par de años, lo exhibió en el “Museo Eden” de Montreal, un local dedicado a la presentación de curiosidades, fenómenos de la naturaleza y monstruos humanos. Por fin, en 1907, sus restos pasaron a la Facultad de Medicina de esa misma ciudad. Tras un largo proceso legal, fueron entregados a sus A lo grAnde. lA obsesión por coleccionAr gigAntes humAnos -59- Aula, Museos y Colecciones, 8, 2021 descendientes colaterales en 1989, quienes los incineraron y enterraron… ¡en el entorno de un museo!, el Willow Bunch Museum (de contenido histórico y etnográfico), situado en la localidad del mismo nombre, el lugar de nacimiento del gigante. En Saskatchewan, Beaupré es el Willow Bunch Giant; y su ciudad es, por supuesto, The Town fo the Giant (heRdeR, 2012: 314; https://willowbunchmuseum.ca). 3.15. Henri Joseph Cot (El Gigante de Cros) (1883-1912) Museo de Anatomía, Facultad de Medicina, Universidad de Montpellier Nació en Le Cros, en el departamento francés del Aveyron. Padeció gigantismo desde la infancia, luego transmutado en acromegalia. Se exhibió en la Europa continental, Reino Unido y, desde 1906, en Estados Unidos y Canadá. Los datos sobre su altura oscilan entre 2,38 y 2,48 m. Aunque no existe prueba documental que lo confirme, parece que al ser enterrado se descubrió que el féretro contenía únicamente piedras. Supuestamente, su mánager habría vendido el cadáver a un profesor de la Facultad de Medicina de Montpellier. Allí se conserva hoy el esqueleto de un gigante, pero no se ofrece ninguna información sobre su procedencia (heRdeR, 2012: 314-315). 3.16. John (Johan) Aasen (El Gigante de Minneapolis) (1890-1938) Alfred Q. Shryock Museum of Embryology, Loma Linda, California Nació en Minneapolis, en el estado de Minnesota. Tuvo una extensa carrera en el mundo del espectáculo, presentándose con una biografía completamente ajena a la realidad. Su fama se acrecentó de forma exponencial tras aparecer en la película Why Worry (1923), dirigida por Hal Roach y protagonizada por Harold Lloyd. De hecho, a partir de entonces se le conoció también como el Harold Lloyd Giant. Luego participaría en otros filmes menos exitosos. Nunca fue tratado de su trastorno hipofisario. Falleció en el Hospital Estatal de Mendocino, en California, y su cuerpo fue enviado, sin que se conozca bajo qué autorización, al doctor Charles D. Humberd, en Barnard (Missouri). Supuestamente, Aasen le habría consultado en alguna ocasión y le habría manifestado el deseo de donarle su cuerpo para la investigación. Hasta su muerte, en 1960, Humberd dispuso el esqueleto de Aasen colgando del techo en la sala de estar de su domicilio particular; luego pasó a su actual sede, el Alfred Q. Shryock Museum of Embryology, en Loma Linda, California (heRdeR, 2012: 316-317). El esqueleto mide 2,19 m. 3.17. Robert Pershing Wadlow (1918-1940) El esqueleto del gigante acromegálico más alto de todos los tiempos (2,72 metros) no terminó en un museo, pero resulta inevitable que lo citemos. Tanto él como su familia rechazaron toda colaboración con los médicos que se interesaron por el enfermo, lo que impidió la aplicación de tratamiento alguno. El conflicto acabaría siendo especialmente grave con quien de forma más persistente había intentado granjearse la confianza de la familia, el ya citado Charles D. Humberd, un personaje obsesionado con los gigantes, y no solo desde el ámbito médico, pues fue un coleccionista insaciable de cuanto objeto hubiera pertenecido a un gigante acromegálico. El conflicto estalló en 1937, tras publicar Humberd un artículo, diríamos que “no autorizado”, que Wadlow y sobre todo su familia consideraron injurioso para el enfermo, pues recogía afirmaciones sobre su presunta falta de inteligencia que no estaban justificadas. Le pusieron una demanda, pero no prosperó. Tras la muerte de Wadlow, su cadáver fue enterrado sin mayor dilación en Alton, Illinois. Poco tiempo después, la familia destruyó casi todas sus pertenencias, “in order to prevent collectors to obtain them and display them as ‘freak’ memorabilia” (heRdeR, 2004: 672). De este modo, el único rastro material que se ha conservado de Robert Wadlow es su impresionante figura reflejada en numerosas fotografías y una no menos imponente escultura en bronce erigida en su memoria, en 1985, en su localidad natal. 4. concLusIones Hemos revisado los casos de dieciséis gigantes acromegálicos cuyos imponentes esqueletos terminaron en manos de médicos, anatomistas, antropólogos o incluso de algún otro excéntrico coleccionista (el de Wadlow no fue musealizado). La mayoría continúa hoy en muesos, y muchos se siguen mostrando a un público que no deja de asombrarse ante la enorme talla alcanzada por estos personajes. Algunos fueron L. Á. SÁnchez Gómez Aula, Museos y Colecciones, 8, 2021-60- adquiridos en circunstancias claramente delictivas; otros tantos pudieron haber sido donados por sus “legítimos propietarios”, siendo más o menos conscientes de su destino; los más, sin embargo, acabaron siendo “requisados” por todopoderosos miembros de la clase médica en nombre de la ciencia y del progreso. Pero ¿sirvió realmente su conservación y exhibición para el avance de la medicina? Ya hemos visto que, en la mayoría de los casos, nada o casi nada aportaron sus nuevos propietarios al conocimiento de las circunstancias vinculadas con su extraordinario crecimiento. Sin embargo, también hemos comprobado que, mucho tiempo después de su musealización, el estudio de algunos de esos esqueletos permitió determinar el origen de la enfermedad que deformó sus cuerpos, trastornó sus vidas y enriqueció a unos pocos: la acromegalia. Solo por ello, podríamos dar por buena su preservación y absolver incluso al anatomista John Hunter de su criminal receptación del cadáver de Charles Byrne. Ahora bien, ¿resulta ético que hoy continúen siendo exhibidos? ¿Han de replantearse esos contextos de exhibición? ¿Se debe optar, simple y llanamente, por su inhumación o incineración? Dejaremos el debate para otra ocasión. bIbLIoGRAFíA Anemone, A. 2000. The Monsters of Peter the Great: The Culture of the St. Petersburg Kunstkamera in the Eighteenth Century. The Slavic and East European Journal, 44(4): 583- 602. beRtInAttI, F. 1837. Notizie d’un gigante. Repertorio delle scienze fisico-mediche del Piemonte, 207 (14): 348-349. bondeson, J. 1997. Three Remarkable Specimens in the Hunterian Museum. In: bondeson, J., A Cabinet of Medical Curiosities. I. B. Tauris Publishers, Londres: 186-215. buhL, [L. von]. 1878. Ein Riese mit Hyperostose der Gesichts- und Schädelknochen. 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