UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID FACULTAD DE CIENCIAS DE LA INFORMACIÓN Departamento de Periodismo I (Análisis del Mensaje Informativo) TESIS DOCTORAL Arquetipos de la crueldad femenina en la literatura y la pintura de entresiglos (1870-1930) MEMORIA PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTOR PRESENTADA POR Carlos Primo Cano Director Jesús Ponce Cárdenas Madrid, 2017 © Carlos Primo Cano, 2016 CARLOS pRIMO CANO ARQUETIpOS DE LA CRUELDAD fEMENINA EN LA LITERATURA y LA pINTURA DE ENTRESIGLOS (1870-1930) TESIS DOCTORAL DIRIGIDA pOR: jESÚS pONCE CáRDENAS (UNIvERSIDAD COMpLUTENSE DE MADRID) DEpARTAMENTO DE pERIODISMO I DE LA UNIvERSIDAD COMpLUTENSE DE MADRID pROGRAMA DE DOCTORADO: DOCTORADO EN pERIODISMO LíNEA DE INvESTIGACIóN: ANáLISIS DE LA EvOLUCIóN DE LA ESCRITURA pERIODíSTICA y LITERARIA MADRID, 2015 2 3 El doctorando Carlos Primo Cano y el director de la tesis, el Profesor Dr. Jesús Ponce Cárde- nas (Universidad Complutense de Madrid), garantizamos, al firmar esta tesis doctoral, que el trabajo ha sido realizado por el doctorando bajo la dirección del director. Hasta donde nues- tro conocimiento alcanza, en su realización se han respetado los derechos de otros autores a ser citados cuando se han utilizado sus resultados o publicaciones. Madrid, 14 de octubre de 2015 Director de la Tesis Doctorando Fdo.: Jesús Ponce Cárdenas Fdo.: Carlos Primo Cano 4 5 A mi familia 6 7 AGRADEC IM IENTOS Esta tesis doctoral no habría sido posible sin el entusiasmo, la orientación y la ayuda de mi director, el Prof. Dr. Jesús Ponce Cárdenas. Desde sus primeras lecciones durante la Licen- ciatura hasta este momento, su generosidad ha sido inagotable y un ejemplo constante de trabajo, erudición y cercanía. Gracias a él, la solitaria labor investigadora ha sido menos ardua de lo habitual, y sólo puedo expresarle mi más profundo agradecimiento. No podría haber deseado un director mejor. Durante los años en que he estado inmerso en la redacción de este trabajo, muchas han sido las personas que me han permitido aprender diariamente y proponerme metas ambiciosas. Los consejos y las palabras de Profª Dra. Mercedes Blanco, el Prof. Dr. Rafael Bonilla Cere- zo, la Prof. Dra. María Dolores Martos, la Prof. Dra. Remedios Mataix o el Prof. Dr. Rafael Alarcón Sierra han demostrado sobradamente que no hay nada más recomendable que ro- dearse de las personas a quienes se admira. En el transcurso de congresos, seminarios, mesas redondas y simposios han enriquecido esta investigación con su sabiduría y su experiencia, y me han proporcionado una orientación extremadamente valiosa para no naufragar en las rocosas costas de la investigación. En un momento crucial para el avance definitivo o el estancamiento aún más definitivo de esta investigación, la obtención de una Beca Förderlinie I del Iberoamerika-Zentrum de la Universidad de Heidelberg me proporcionó el impulso necesario para conducirla a buen término. Los tres meses que pasé leyendo, escribiendo y recorriendo museos, bibliotecas y archivos en el envidiable campus de Heidelberg han sido sin duda una de las experiencias más gratas de mi vida académica, y por ello no puedo sino expresar mi gratitud más sincera a las personas que los hicieron posible, y especialmente al Prof. Dr. Gerhard Poppenberg, mi tutor durante la estancia, que enriqueció mi planteamiento con mis comentarios y dis- ponibilidad. El Prof. Dr. Óscar Loureda y la Profª Dra. Katrin Berty fueron un modelo de eficacia y seriedad, y los doctorandos e investigadores con quienes conviví durante el verano 8 de 2013 –Raquel Fornieles, Martha Rudka, Sandra Rudman, Adriana Cruz e Irene Rome- ro– compartieron mis desvelos y avances en conversaciones sin las que este trabajo no estaría igual de completo. Son numerosas las personas que, desde el ámbito académico y de investigación, merecen un agradecimiento aparte. El Prof. Dr. Álvaro Alonso y el Prof. Dr. Gaspar Garrote Bernal me permitieron publicar mis primeros artículos académicos en las revistas que dirigen. Los profesores Carlos Miguel Pueyo, Rebeca Sanmartín, Andrés Soria, Emilio Crespo, Jorge Lo- zano, Borja Rodríguez y Bénédicte Vauthier me han proporcionado asimismo consejos muy valiosos. Por otro lado, no puedo dejar de referirme con gratitud y afecto a los profesores que me ayudaron a dar mis primeros pasos en el mundo de la investigación literaria durante la Beca de Colaboración que disfruté en último año de Licenciatura en el Departamento de Filología Española III de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Com- plutense de Madrid: las profesoras Guadalupe Arbona, Pilar Vega y Mercedes López Suárez y, posteriormente, la Profª Dra. María Jesús Casals, que acogió con entusiasmo y buenas palabras la inscripción de esta tesis en el departamento que dirigía, Periodismo I (U.C.M.). Una mención especial merecen las personas que me rodean: gracias a Beatriz Alegría por acompañarme en mis primeros viajes a París en busca de Moreau, y a Elvira Alonso por apuntarse a aventuras gongorinas y por recitar a Lorca de memoria. A Leticia García por compartir reflexiones y tribulaciones de doctorando y a Antonio Caballero por su apoyo. A mis amigos Silvia Bianchi, Ricardo Juárez y Roberto Llorente por no mostrar signos de extrañeza cuando me veían quedarme hasta tarde en el estudio que compartimos para tra- bajar en la tesis. Gracias a los jefes que me han permitido flexibilizar mi labor docente y profesional para acudir a congresos y estancias y a José Javier de Andrés por charlar conmigo sobre Caravaggio. A Alberto Gómez por regalarme horas de conversación y libros. A Javier Jiménez Bas por fotografiar todas las femmes fatales que se encontraba en museos y galerías. Y gracias a mis padres y a mi hermano Víctor, que nunca han puesto en duda que todo este trabajo valiera la pena, y que con su apoyo lo han hecho posible. 9 10 AGRADECIMIENTOS 7 RESUMEN 15 ABSTRACT 17 1. INTRoDUCCIÓN: oBJETIVoS y JUSTIFICACIÓN 21 1.1. Antecedentes. 21 1.1.1. Las relaciones entre la literatura y las artes plásticas 21 1.1.2. La femme fatale: un arquetipo del Romanticismo negro 27 1.2. Metodología 31 1.3. Acotación del corpus textual 32 1.4. Hoja de ruta 34 1.5. Estructura 35 ÍND ICE 11 2. SALOMÉ 36 INTRODUCCIóN 39 Fusión y confusión onomástica: Herodías, Herodíades y Salomé 42 2.1. vARIACIONES ORIENTALISTAS EN TORNO A SALOMÉ 47 2.1.1. Sobre la gestación de un icono finisecular: las Salomés de Gustave Moreau 49 2.1.2. Una sensual infanta hebrea: claves para la Salomé de Eugénio de Castro 53 2.1.3. El díptico de Henri Cazalis 65 2.1.4. Con una visión hispánica: Julián del Casal 70 2.1.5. Una apoteosis macabra: Albert Samain 73 2.1.6. La fusión onomástica: las Herodías de Jean Lorrain 77 2.1.7. El Tríptico de Salomé de Francisco Villaespesa 80 2.2. EL ORIENTE CERCANO: SALOMÉ AL ESTILO hISpáNICO 89 2.2.1. A flor de piel, de Antonio de Hoyos y Vinent 90 2.2.2. Medusas, sierpes, esfinges y flamenco: Morena y trágica, de Isaac Muñoz 96 2.2.3. Una visión pictórica: las Salomés de Julio Romero de Torres 107 2.2.4. Una historia de la Guerra de Melilla: Como Salomé, de José Francés 113 2.3. BAjO EL INfLUjO DE WILDE: SALOMÉ EN LA OBRA DE RAMóN GOy DE SILvA 121 2.4. LA CABEzA DEL pROfETA: ECOS RENACENTISTAS EN GABRIELE D’ANNUNzIO. 129 2.5. ETÉREA y OSCURA: SALOMÉ COMO SíMBOLO 137 2.5.1. Rubén Darío 138 2.5.2. La experimentación de Mário de Sá-Carneiro 140 2.5.3. 1917: Carlos Pellicer y Giovanni Ardy 143 2.6. UN CUENTO fRívOLO: pARODIA E IMAGEN GROTESCA 151 2.6.1. La verdadera historia de Salomé, de Hoyos y Vinent 151 2.6.2. Klinger y Mossa 155 2.7. LA DECADENCIA DEL MITO: LA MUERTE DE SALOMÉ 159 2.6.1. «La muerte de Salomé» de Emilio Carrere. 160 2.6.2. «La muerte de Salomé» de Rubén Darío 164 2.8. ENTRE jUDEA y pARíS: IMAGEN DE SALOMÉ EN EL art déco ESpAñOL 169 2.8.1. Una densa sensualidad azul: las Salomés de Federico Beltrán Massés 170 2.8.1.1. Una écfrasis de Armand Godoy 175 2.8.2. Ángel Vivanco 182 2.8.3. Ventura Requejo 187 2.8.4. José Zamora 188 2.8.5. José Moya del Pino 190 2.8.6. Isidoro Guinea 195 2.8.7. Federico Ribas 203 2.8.8. Leocadio Muro Urriza 204 12 3. jUDITh 208 INTRODUCCIóN 211 3.1. pRELUDIO: jEAN LORRAIN EN EL MUSEO 221 3.2. jUDITh A TRAvÉS DEL pRISMA DEL ORIENTALISMO 227 3.2.1. Lecomte du Nouÿ o el retrato etnográfico 228 3.2.2. «La fin d’un éclipse»: Judith vista por Benjamin-Constant 230 3.2.3. Una écfrasis de Henri Cazalis 241 3.3. TEATRO DE SíMBOLOS: jUDITh BAjO LA INfLUENCIA DE SALOMÉ 247 3.3.1. Ramón Goy de Silva y la épica modernista 247 3.3.2. Isotopías barrocas en las Judiths de Villaespesa 265 3.3.3. Gustav Klimt: Judith y Salomé en la Viena de Freud 281 3.4. jUDITh O LOS pELIGROS DE LA SEDUCCIóN: EROTISMO y vIOLENCIA 289 3.4.1. ¿Santa o mujer pantera? Franz Von Stuck y Josef Loukota 289 3.4.2. Sangre y Decadentismo en el Grup de Girona: Laureà Dalmau 293 3.4.3. «Holofernes sin tropas»: Judith como alegoría en César Vallejo 296 3.4.4. Holofernes y el fetichismo: «Las sandalias de Judith» de Álvaro Melián 301 3.5. LECTURAS pOLíTICAS DE jUDITh 307 3.5.1. Simeon Solomon: prólogo a Botticelli 307 3.5.2. Judith cruza el atlántico: Pedro Américo y el academicismo brasileño 313 3.5.3. «That she devil of the Revolution»: Wilde y los nihilistas 314 3.5.4. Una Betulia carlista: Voces de gesta, de Valle Inclán 318 3.5.6. Una musa del proletariado: la Judith de Azorín (1925) 326 13 4. CLEOpATRA 332 INTRODUCCIóN 335 4.2. EpISODIOS ENTRE MARCO ANTONIO y CLEOpATRA 351 4.2.1. Un tríptico de José María de Heredia 351 4.2.2. Una «musa del tálamo» de Ángel Falcó 361 4.3. CLEOpATRA COMO ENvENENADORA 367 4.3.1. Cleopatra en la pintura academicista 368 4.3.2. Manuel Machado, en los acentos de Cleopatra encantado 370 4.3.3. Tarde antigua, de Froilán Turcios 372 4.4. CLEOpATRA EN EL LEChO: EL DESNUDO y EL DESEO 377 4.4.1. La Cleopatra de Salvador Díaz Mirón 377 4.4.2. Ennui y sensualidad: Albert Samain y Gustave Moreau 382 4.4.3. Rubén Darío: Metempsicosis 387 4.4.4. Cleopatra, reina de Egipto (1915), de Ramón Goy de Silva 391 4.5. AGONíA y MUERTE DE UNA REINA 403 4.5.1. Escenografía para un suicidio en la pintura de Entresiglos 403 4.5.1.1. El modelo de Boisfremont 404 4.5.1.2. Cleopatra en close-up 412 4.5.2. Banville y Hugo: Meditaciones ante el cadáver de Cleopatra 417 4.5.3. Cleopatra como Vanitas: Conrad Aiken 421 4.6. cleopatra victrix: CONjURAS pOLíTICAS y DEBILIDADES ERóTICAS 425 4.6.1. La Cleopatra de Rider Haggard 425 4.6.2. Ecos de Cleopatra en La serpiente de Egipto de Isaac Muñoz 432 4.7. UN ESpECTRO CONTEMpORáNEO: EL AGOTAMIENTO DEL MITO 439 4.7.1. Cleopatra como fantasma: L’heure sexuelle de Rachilde 440 4.7.2. El fetiche o el imposible: La cabellera de Cleopatra de Enrique Gómez Carrillo 456 4.7.3. Cleopatra de Bernardo Couto Castillo 460 CONCLUSIONES 467 BIBLIoGRAFíA 476 ANEXOS 493 I. Eugénio de Castro, Salomé (1896) 493 II. Antonio de Hoyos y Vinent, La verdadera historia de Salomé (1923) 500 III. Rubén Darío, La muerte de Salomé (1891) 505 IV. Álvaro Melián Lafinur, Las sandalias de Judith (1927) 506 V. Bernardo Couto Castillo, Cleopatra (1896) 509 14 15 RESUMEN Arquetipos de la crueldad femenina en la literatura y la pintura de entresiglos (1870-1930) analiza el diá- logo entre la literatura y las artes plásticas en el marco de las representaciones finiseculares de la figura que se ha dado en llamar femme fatale. La presente tesis doctoral adopta un en- foque comparatista con el objetivo de identificar los arquetipos subyacentes que conforman un corpus textual centrado en tres figuras principales: la bíblica Salomé, responsable de la decapitación de Juan Bautista; Judith, la heroína veterotestamentaria; y Cleopatra, la última reina de Egipto y la protagonista de una larga tradición literaria y cultural. La cronología seleccionada enmarca el surgimiento, desarrollo y decadencia de movimientos literarios como el Parnasianismo, el orientalismo, el Decadentismo y el Simbolismo, fenó- menos que hallan correspondencia visual en movimientos artísticos como el Modernismo, el art déco, la pintura prerrafaelita o el llamado Movimiento Estético Inglés. El surgimiento de una cultura cosmopolita en las últimas décadas del siglo XIX propició un fructífero diálogo entre artistas plásticos y escritores que hoy se erige como un fenómeno esencial para com- prender los textos e imágenes que analizamos. Por este motivo, hemos preferido no limitar nuestra investigación a una única literatura nacional: aunque los artistas y escritores de las culturas románicas –principalmente la espa- ñola, pero también la francesa, portuguesa o italiana– gozan de especial protagonismo en estas páginas, este trabajo quedaría incompleto sin la incorporación de extraordinarias obras procedentes del ámbito anglosajón o germánico. En cualquier caso, hemos privilegiado el análisis de obras poco conocidas o que aún no han recibido la atención editorial y crítica que merecen, pero esta decisión no impide apreciar la relevancia de obras como la Salomé de oscar Wilde, la Judith de Friedrich Hebbel o la narración que Shakespeare plasmó en Antonio y Cleopatra. En ese sentido, esta investigación refleja las interacciones entre estas obras y un amplio corpus textual de poemas, relatos, novelas y obras dramáticas que evidencian su influencia. 16 La investigación se estructura en tres capítulos principales dedicados a las tres figuras men- cionadas. Un segundo nivel de organización agrupa textos e imágenes en subcapítulos ar- ticulados en torno a criterios iconográficos, cronológicos y estéticos. Es ahí donde el lector puede apreciar las diferentes aproximaciones a Salomé, Judith o Cleopatra. Una de dichas aproximaciones es, sin duda alguna, la que establece la relevancia de la estéti- ca Orientalista. Las pinturas que Gustave Moreau dedicó a Salomé o Cleopatra, así como las recreaciones pictóricas de Regnault o Benjamin-Constant evidencian la fortaleza de los prin- cipios del orientalismo cuando los personajes femeninos representados se perciben como remotos, exóticos o simplemente ajenos a las convenciones occidentales. Autores como Jean Lorrain, Albert Samain o Henri Cazalis militan en las filas del Orientalismo francés, mien- tras Julián del Casal, Francisco Villaespesa o Emilio Carrere hacen lo propio en el ámbito hispánico. Sin embargo, el orientalismo no es la única corriente adoptada por los admiradores de la femme fatale. El lenguaje simbolista derivado de la extraordinariamente influyente Salomé, de oscar Wilde, ejerce una función motriz para textos tan fascinantes como los poemas dramá- ticos de Ramón Goy de Silva o los versos del portugués Mário de Sá-Carneiro. Otra de las derivaciones que hemos identificado, y que consideramos una de las principales aportaciones de esta investigación, se refiere a la transposición de estos arquetipos remotos e históricos a personajes y argumentos pertenecientes a la vida cotidiana de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. El modo en que una prostituta se convierte en Cleopatra a ojos de un artista desencantado (de eso trata L’heure sexuelle, la novela de Rachilde) o la pro- yección de Salomé en innumerables bailarinas seductoras vinculadas en ocasiones al folclore español muestra la capacidad de atracción que estas femmes fatales ejercían sobre la imagi- nación finisecular. otras cuestiones formales emergen de nuestro análisis: la preeminencia de la écfrasis como forma poética central y su vinculación a la estructura formal del soneto, la traducción litera- ria de representaciones visuales (y viceversa) y la presencia de paletas cromáticas derivadas de algunas obras plásticas bien conocidas son fenómenos que demuestran que la femme fatale no es sólo un tema literario finisecular, sino un sistema estético complejo. 17 ABSTRACT Arquetipos de la crueldad femenina en la literatura y la pintura de entresiglos (1870-1930) analyses the dialogue between literature and visual arts in the frame of late Romantic representations of female evil or, as it is named in French, femme fatale. The present dissertation follows a com- paratist approach with the aim of identifying the underlying archetypes that shape a body of text focused on three major figures of femme fatale representations: the biblical Salome, responsible for the slaughter of St. John the Baptist; Judith, the Jewish heroine whose story is collected in the old Testament Book of Judith; and Cleopatra, the last Queen of Egypt and the main character of a wide literary and cultural tradition. The selected chronological frame matches the development, rise and decay of well-defined art movements: Parnassianism, orientalism, Decadentism and Symbolism, literary pheno- mena that had a correspondence with visual schools such as Art Nouveau, Art deco, Pre- Raphaelism and the Aesthetic movement. The growth of a cosmopolite European culture in the late decades of the nineteenth century favoured a fruitful dialogue between visual artists and writers, and this dialogue constitutes an essential phenomenon to understand the texts and pictures we are studying. That is the reason why we have chosen not to limit our research to only one specific national context; although artists and writers from the Romanic cultures –most significant Spain, but also France, Portugal or Italy– will receive a special attention, our analysis would remain in- complete if we skipped magnificent works from the English or German-speaking traditions. We have privileged works that have not received a comprehensive critical attention yet, be- cause fin de siècle literature is still a scarcely studied field. Besides, we could not ignore works of such relevance as Oscar Wilde’s Salome, Friedrich Hebbel’s Judith or William Shakespeare’s Antony and Cleopatra; in that sense, this work reflects the interactions between the above-mentioned seminal works and a wide corpus of poems, 18 short stories, novels and theatre plays that evidence their influence. The research is structured in three main chapters devoted on the three above-mentioned figures. A second level of organization establishes different groups of texts and visual works according to iconographical, chronological or genealogical criteria. In that level the reader can find different approaches to Salome, Judith or Cleopatra. One of those approaches is, without question, the relevance of the Orientalist aesthetic. The paintings of Gustave Moreau on Salome and Cleopatra, and the pictorial recreations by Regnault or Benjamin-Constant evidence the strength of the orientalist programme when dealing with female figures perceived as remote, exotic or merely outside western conven- tions. Jean Lorrain, Albert Samain, Henri Cazalis serve in the orientalist forces of French literature, whereas Julián del Casal, Francisco Villaespesa o Emilio Carrere follow that same direction in the Hispanic context. Nevertheless, orientalism is not the only stream followed by the admirers of the femme fatale. The symbolist language that derives from the ever-influential Wilde’s Salome works as a visible force for texts as interesting as the dramatic poems written by Ramón Goy de Silva or the Portuguese Mario de Sá-Carneiro. Another direction that we have identified, and which constitutes one of the most relevant contributions of this research, is the translation of these historical, archaic archetypes, into characters and plots inspired by contemporary life. The way a prostitute can become Cleo- patra on the eye of a disenchanted artist (as told in Rachilde’s L’heure sexuelle) or the projection of Salome in countless seductive dancers (most significantly in Spanish flamenco dancers) shows the everlasting fascination that these femmes fatales embodied for the fin de siècle writers. other formal issues arise from this research: the pre-eminence of ekphrasis as a central poe- tical form and its relation to the sonnet setup; the literary translation of pictorial representa- tions (and vice versa) or the chromatic predominance of colour palettes derived from certain representations show that femme fatale is not only a literary subject in fin de siècle culture, but a complex aesthetic system. 19 AUTORES INCLUIDOS / AUThORS INCLUDED: Conrad Aiken, Azorín, Théodore de Banville, Emilio Carrere, Eugénio de Castro, Julián del Casal, Henri Cazalis, Bernardo Couto Castillo, Laureà Dalmau, Gabriele D’Annunzio, Rubén Darío, Salvador Díaz Mirón, Ángel Falcó, José Francés, Théophile Gautier, Armand Godoy, Enrique Gómez Carrillo, Ramón Goy de Silva, José María de Heredia, Antonio de Hoyos y Vinent, Victor Hugo, Jean Lorrain, Manuel Machado, Álvaro Melián Lafinur, Isaac Muñoz, Carlos Pellicer, Rachilde, Henry Rider Haggard, Mário de Sá-Carneiro, Al- bert Samain, Froilán Turcios, César Vallejo, Ramón del Valle Inclán, Francisco Villaespesa, oscar Wilde. pRINCIpALES ARTISTAS pLáSTICOS / MAIN vISUAL ARTISTS: Lawrence Alma-Tadema, Pedro Americo, Hermenegildo Anglada Camarasa, Giovanni Ardy, Aubrey Beardsley, Federico Beltrán Massés, Jean-Joseph Benjamin-Constant, Mose Bianchi, Arnold Böcklin, Alexandre Cabanel, John Collier, Antonio Fabrés y Costa, Jean- Léon Gérôme, Juan Giménez Martín, Achille Glisenti, Isidoro Guinea, Gustav Klimt, Julius Klinger, Jean Lecomte du Noüy, Josef Loukota, Hans Makart, Gustave Moreau, Gustav- Adolf Mossa, José Moya del Pino, Leocadio Muro Urquiza, Anselmo Miguel Nieto, Rafael Penagos, Odilon Redon, Henri Regnault, Ventura Requejo, Federico Ribas, Jean André Ri- xens, Julio Romero de Torres, Dante Gabriel Rossetti, Frederick Sandys, Alejandro Sirio, Si- meon Solomon, Franz Von Stuck, Horace Vernet, Ángel Vivanco, John William Waterhouse, José Zamora, Ignacio Zuloaga. 20 21 1 . INTRODUCCIóN: OB jET IvOS y jUST I f IC AC IóN 1.1. Antecedentes. 1.1.1. LAs reLAciones entre LA LiterAturA y LAs Artes pLásticAs I have been asked to note down at random my impressions of some few amont this year’s pictures. These I am aware will have no weight or value, but that which a sincere and studious love of the art can give; so much I claim for them, and so much only. To pass judgment or tender counsel is beyond my aim or my desire1. Sirvan estas líneas de Charles Algernon Swinburne para abordar una cuestión, la del diálo- go entre la literatura moderna y las artes visuales, que se encuentra en los cimientos de este trabajo de investigación sobre los arquetipos de la crueldad femenina en la literatura y las artes plásticas de entresiglos. Aunque pretendidamente modestas, las palabras del autor de Poems and Ballads encierran una observación clave para entender un fenómeno que, desde el Romanticismo, se ha empeñado en desmentir lo que Lessing había afirmado como axioma en su Laocoonte (1766): que distintas disciplinas artísticas están condenadas a no entenderse y a permanecer aisladas, debido a la intraducibilidad de sus lenguajes y a la diferencia de intereses y objetivos2. Swinburne, en la introducción a un interesante ejercicio de descrip- ción artística –que incluiría a artistas como Albert Moore, James McNeill Whistler o Dante 1 Charles Algernon Swinburne, «Notes on Some Pictures of 1868», citado en Eric Warner y Graham Hough, eds., Strangeness and Beauty. An Anthology of Aesthetic Criticism (1840-1910). Vol. 1: Ruskin to Swinburne, Cambridge, Cambridge University Press, 1983, pp. 243-248 (p. 243). 2 «Mi razonamiento es el siguiente: si es cierto que la pintura, para imitar la realidad, se sirve de medios o signos completamente distintos de aquéllos de los que se sirve la poesía —a saber, aquélla, de figuras y colores distribuidos en el espacio; ésta, de sonidos articulados que van sucediéndose a lo largo del tiempo—; si está fuera de toda duda que todo signo tiene necesariamente una relación sencilla y no distorsionada con aquello que significa, entonces signos yuxtapuestos no pueden expresar más que objetos yuxtapuestos, o partes yuxtapuestas de tales objetos, mientras que signos sucesivos no pueden expresar más que objetos sucesivos, o partes sucesivas de estos objetos» (Gotthold E. Lessing, Laocoonte, Madrid, Tecnos, 1990: XvI). 22 Gabriel Rossetti–, deja clara una posición que compartirán muchos de sus compañeros de generación: la del observador apasionado poseedor de un «sincero y estudioso amor por el arte» capaz de generar, por lo tanto, obras literarias sinceras partiendo de lo visual. No por casualidad la relación entre la literatura y las artes plásticas ha estado en el centro del debate filológico y comparatista de las últimas décadas. En dicha conversación, ocupa una posición predominante el término écfrasis, entendido como «verbal representation of visual representation3», como «descripción literaria de una obra de arte visual4» o, simplemente, como una evolución de aquel ut pictura poesis que enunciara Horacio y que hoy sigue gene- rando encendidas disquisiciones5. Es bien sabido que la descripción literaria de las imágenes –que tal es el núcleo caracterizador de la citada «ekphrasis»- formaba históricamente parte relevante de los ejercicios prácticos programados por la educación retórica (los «progym- nasmata») e incluso se la aceptaba como demostración o exhibición reglada del adecuado magisterio y de la plena cualificación personal del rétor: la «epídeixis» como ostentación y alarde del dominio del lenguaje, así como de su eficacia descriptiva de las imágenes6. Recuperada en 1962 por Leo Spitzer a propósito de su análisis de Ode to a Grecian Urn de John Keats, el ejercicio de esta figura retórica abarca desde los sofistas hasta la literatura contemporánea, y adopta distintas formas, entre las que se cuentan la descripción de una obra existente, la descripción de una obra imaginaria (el famoso escudo homérico) o la des- cripción de una escena real en términos pictóricos (recurso habitual en la lírica parnasiana)7. Como señala James A. W. Heffernan en un esclarecedor estudio, «cuando entendemos que la écfrasis emplea un medio de representación para representar otro, podemos empezar a ver qué es lo que hace a la écfrasis una forma distinta, y qué elementos relacionan y unen a toda las obras de literatura ecfrástica desde la época de Homero hasta la nuestra8». En esta corriente crítica destacan aportaciones como la de Wendy Steiner, quien afirma que la correspondencia entre la literatura y las artes visuales busca suplir las limitaciones ontológicas de cada una de ellas: la visualidad en el caso de la poesía, y el movimiento en la 3 james A. W.Heffernan, Museum of Words. The Poetics of Ekphrasis from Homer to Ashbery, Chicago, The University of Chicago Press, 2004, p. 3. 4 Victoria Pineda, «La invención de la écfrasis», en AA. VV., Homenaje a la profesora Carmen Pérez Romero, Cáceres, Universidad de Extremadura, 2000, pp. 251-262 (p. 252). 5 La écfrasis también ha sido denominada, en función de distintas lenguas, transposition d’art o bildgedicht. 6 Ramiro de la Calle, El espejo de la Ekphrasis. Más acá de la imagen. Más allá del texto –La crítica de arte como paideia-. Lanzarote, Fundación César Manrique, 2005, p. 10. 7 Una tipología de diferentes modalidades ecfrásticas se puede encontrar en L. Louvel, Texte/Image. Images à lire, textes à voir, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2002, pp. 32-44. 8 james A. W. Heffernan, op. cit., p. 4. 23 pintura9; también la ya canónica de Erwin Panofsky, impulsor de los estudios iconográficos contemporáneos y uno de los primeros autores modernos que supieron ver la necesidad de recuperar la cultura literaria y libresca de siglos pasados para comprender de forma global sus creaciones visuales10. Ha resultado asimismo decisiva la aparición, en la discusión acerca de este diálogo interdisci- plinar, de lo que Jean Laude ha definido como «un lazo histórico [que] los une en una figura global que implica la existencia de cierta solidaridad entre ambos11». Esta «solidaridad» alu- de a una estructura común que permite que temas, atmósferas estéticas y sistemas simbólicos de una misma época se plasmen en obras de distintas disciplinas. En algunas ocasiones –y podremos comprobarlo a lo largo de este trabajo–, esa comunión estética nace del contacto directo y la relación personal entre literatos, pintores y dibujantes, pero restringir el diálogo al ámbito de la amistad o la convivencia social sería un error. Las circunstancias sociohistóri- cas, por descontado, influyen en este fenómeno, pero también una multiplicidad de factores, anécdotas y situaciones a veces difíciles de concretar12. Desde los tiempos de Baudelaire, los contactos entre pintores y poetas se han estrechado y se han ramificado en las dos direcciones siguientes: los poetas ma- nifiestan un ferviente interés por el movimiento pictórico de su época y lo co- mentan o explican, o, por su parte, los pintores se afilian cada vez más con los poetas y vuelven a explorar junto a ellos la función de la poesía13. Muestra de este vínculo es el magnífico trabajo llevado a cabo por Mario Praz en Mnemosyne, obra en la que establece paralelismos entre literatura y artes visuales a través de un recorrido por la cultura europea de la antigüedad, modernidad y contemporaneidad14. 9 Wendy Steiner, «La analogía entre la pintura y la literatura», en A. Monegal (ed.), Literatura y pintura, Madrid, Arco Libros, 2000, p. 41. También resulta significativo el texto de Henryk Markiewicz que hace un re- paso por la historia de este topos y sus posibles derivaciones («Ut pictura poesis: historia del topos y del pro- blema» en A. Monegal (ed.), Literatura y pintura. Madrid, Arco Libros, 2000, pp. 51-88). Otros textos novedosos en este campo son el de Daniel Bergez (Littérature et peinture. Paris, Armand Colin, 2006) y el de Carmen Lara Rallo (Las voces y los ecos. Perspectivas sobre la intertextualidad. Málaga, Universidad de Málaga, 2006, pp. 155-181), que establece interesantes relaciones entre literatura, pintura y también cine. 10 Erwin Panofsky, Estudios sobre iconología, Madrid, Alianza, 2006. 11 Jean Laude, «Sobre el análisis de poemas y cuadros», en Antonio Monegal (ed.), Literatura y pintura, Madrid, Arco Libros, 2000, p. 89. 12 Un interesante estudio de este fenómeno es el realizado por Françoise Lucbert en su obra sobre la crítica de arte por escritores en la prensa simbolista francesa: Françoise Lucbert, Entre le voir et le dire. La critique d’art des écrivains dans la presse symboliste en France de 1882 à 1906, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2005. 13 Jean Laude, op. cit., p. 93. 14 Uno de los mayores aciertos del muy erudito trabajo de Mario Praz está en su estudio de las rela- ciones entre arquitectura, pintura y literatura en la época manierista y barroca, ampliando los horizontes de la comparación inteartística más allá de la ya consabida relación entre pintura y poesía: Mario Praz, Mnemosyne. El paralelismo entre la literatura y las artes visuales, Madrid, Taurus, 2007. 24 Si bien la relación entre la literatura y las artes visuales presenta ejemplos de enorme interés en todas las épocas históricas, queda fuera de toda duda que las llamadas décadas de Entre- siglos fueron especialmente fértiles a la hora de articular este diálogo. Mencionaba Laude a Baudelaire como uno de los iniciadores de esta corriente en los tiempos modernos, y sin duda el magisterio del autor de Les Fleurs du Mal fue esencial para una generación de autores que aspiraban a superar la fría objetividad del realismo y la desmesura del Romanticismo mediante el manejo de lenguajes más sutiles: el Simbolismo, el Decadentismo o el Parnasia- nismo que, –englobados en el ámbito hispánico bajo el marbete modernista– postularon un modelo estético cuya principal novedad residía en la superposición de varios estratos de pro- fundidad. La referencia a obras plásticas consideradas como cultas –la pintura de su tiempo, pero también ciertas obras antiguas cargadas de enigma y sugestión– es uno de esos estratos, y un mecanismo –no desprovisto de cierto elitismo, por supuesto– cuyo objetivo era ampliar los límites de la literatura hasta convertirla en un lenguaje artístico total. La sinestesia, la écfrasis o la inserción de remotas referencias librescas serían algunas de las estrategias que desplegarían para lograrlo. Largamente relegada a los estantes más recónditos de la crítica literaria, en los últimos años han sido numerosos los estudios que han reivindicado el valor de esta línea de investigación comparatista. Por su erudición y rigor, destaca la labor que la profesora Sagrario López Poza ha llevado a cabo en los últimos años en el campo de la emblemática15. Sus aportaciones no sólo han sido decisivas para esclarecer la recepción y significado de una parte esencial de la literatura del Siglo de Oro, sino también para enriquecer la comprensión de obras más recientes. En el ámbito hispánico, los últimos años han visto la eclosión de estudios específicos con ejemplos tan sugerentes como el ya canónico estudio de Ángel Crespo sobre la dimensión pictórica de Juan Ramón Jiménez16, la investigación de Carolina Corbacho en torno a la presencia de la pintura en Manuel Machado17 o la reciente monografía –acompañada de una erudita antología– que Rafael Alarcón Sierra ha dedicado a la presencia del Greco en la poesía española, principalmente contemporánea18. Este último estudio resulta extraordina- riamente enriquecedor por su acierto a la hora de analizar no sólo las visiones individuales 15 Nos referimos a trabajos como su edición de Estudios sobre emblemática española. Trabajos del grupo de investigación «Literatura Emblemática Hispánica» (Universidade da Coruña), ferrol, Sociedad de Cultura valle Inclán / Colección SIELAE, 2000; pero muy especialmente a la labor de divulgación y catalogación que lleva a cabo desde la Biblioteca Digital Siglo de Oro (http://www.bidiso.es/Emblematica/, consultado en septiembre de 2015). 16 Ángel Crespo, Juan Ramón Jiménez y la pintura, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1999. 17 Carolina Corbacho Cortés, Poesía y pintura en Manuel Machado, Cáceres, Universidad de Extremadu- ra, 1999. 18 Rafael Alarcón Sierra, Vértice de llama. El Greco en la literatura hispánica. Estudio y antología, valladolid, Ediciones de la Universidad de Valladolid, 2015. 25 que poetas de todo signo han tenido de la obra del cretense, sino también la influencia de los procesos de recepción, redescubrimiento, divulgación y recuperación de su obra en las últimas décadas del siglo XIX. En el ámbito académico, las relaciones entre literatura y pintura han protagonizado desta- cados monográficos, como el que la revista Signa ha dedicado a la presencia de la pintura y las artes visuales en la poesía española contemporánea19, o el congreso que la Universidad de Córdoba acogió en la primavera de 2014 para debatir sobre las visiones literarias del re- trato en el Modernismo. El ensayo y antología sobre la écfrasis que ha publicado Jesús Ponce Cárdenas en fechas recientes merece especial atención por su empeño en desvelar los meca- nismos que subyacen a la asimilación de géneros y escuelas pictóricas por parte del gremio poético20, y por subrayar el doble diálogo que entabla la literatura ecfrástica: con las obras plásticas a las que alude, pero también con la tradición literaria y con intertextos poéticos tanto clásicos como modernos. Es en esta línea de investigación donde se ubica este trabajo que aspira a desplegar una re- flexión que arroje luz sobre el modo en que literatura y artes visuales confraternizaron a la hora de generar uno de los corpus estéticos más radicalmente atractivos de la cultura finise- cular: el vinculado a los arquetipos de la crueldad femenina bajo la advocación de temibles femmes fatales. A deslindar sus límites dedicaremos las siguientes páginas. 19 Signa. Revista de la Asociación Española de Semiótica, Vol. 24, 2015. 20 jesús Ponce Cárdenas, Écfrasis: Visión y escritura, Madrid, fragua, 2014. 26 figura 1. Jean-Joseph Benjamin-Constant, Portrait orientaliste de femme nue (s. f.) 27 1.1.2. LA femme fatale: un Arquetipo deL romAnticismo negro Desde un magma de arabescos y brocados, la modelo fija su mirada en el pintor que ha acondicionado un rincón de su estudio en la parisina Rue Pigalle para retratarla casi desnu- da. Le ha pedido que deshaga su peinado para que su espesa cabellera, de un negro abisal, caiga sobre sus hombros generando un volumen encrespado que las damas elegantes del Faubourg de Saint Germain considerarían inaceptable. De todos modos, sólo aquellos que reconozcan sus rasgos sabrán de quién se trata: el pintor, la estrella del academicismo Benja- min-Constant, nunca especificará la identidad de la modelo, para él secundaria. Le interesa más abstraer la sombra que sepulta su mirada y por ello la distancia radicalmente de su piel pálida, casi blancuzca, mórbidamente oscurecida en los pómulos y bajo la barbilla. o su ges- to hierático: ha pedido a su modelo que no sonría y que sus rasgos ostenten la dureza de una estatua. «Esfinge», ha sugerido como ejemplo, aunque apenas hay nada sobrenatural en la escena que pretende componer. Dócil, la modelo obedece; en realidad, tampoco le gusta de- masiado la joya con que el artista ha querido adornar su pecho: un collar de piedra verdosa que desata la forma de una sierpe cuya cabeza reposa entre sus senos21. Un paño dorado bajo el pecho envolverá el busto de la mujer en una aureola luminosa que contrasta, una vez más, con la oscuridad de su cabello. y poco más. El proceso dura unas pocas jornadas y, cuando concluye, la modelo apenas tiene una ligera idea del papel que ha representado. Cuando vea el resultado final, es posible que ni siquiera se reconozca. Reducida a su mínimo común denominador iconográfico –cabello, mirada, belleza, serpien- te, enigma–, el Portrait orientaliste de femme nue (s. f.) de Benjamin-Constant (Fig. 1) llega hasta nosotros como un hermano, acaso más luminoso y menos obvio, de Die Sünde, la pequeña pintura que el muniqués Franz Von Stuck conservara durante años en lo alto de un altar instalado en su estudio. Ambas, en círculos pictóricos muy diversos, funcionan sin embargo como una síntesis perfecta, desnuda y casi austera de una de las grandes obsesiones de la cultura finisecular. Desde que Mario Praz, en aquel tour de force comparatista que fue –y es– La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica22, dedicara un extenso capítulo a la presencia de la mujer fatal en la literatura europea de finales del siglo XIX, el interés por «La belle dame sans merci» no ha hecho sino aumentar entre estudiosos procedentes de la filología, la Historia del arte o, más recientemente, la sociología y la crítica feminista. Praz no había inventado nada –las referencias al arquetipo, y a su recurrente presencia en las artes finiseculares, abundan en reseñas, comentarios y ensayos de crítica artística desde el mismo momento en que las obras 21 Este adorno guarda un notable parecido con las sierpes que luce Simonetta vespucci en el retrato que le realizó Piero di Cosimo (c. 1480) y que se conserva hoy en el Musée Condé de Chantilly. 22 Mario Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, Madrid, Acantilado, 1999. 28 a las que aludían fueron creadas–, sí hizo un esfuerzo considerable por fijar sus características y, sobre todo, por establecer una monumental genealogía que comienza en Le diable amoureux de Cazotte y llega hasta D’Annunzio, con calas concienzudas en la ficción gótica –Lewis–, la novela romántica –Carmen– o el exotismo de Théophile Gautier, además de una profunda indagación en la ígnea oscuridad de Swinburne. A pesar del exhaustivo itinerario que propone Praz, hay en su monografía muchas más fem- mes fatales de las que aparecen en el mencionado capítulo; la Salomé de Wilde y las pinturas de Moreau –y sus écfrasis huysmansianas– tienen cabida en el capítulo dedicado a Bizancio. Por otro lado, resulta obvio que el capítulo que consagra a «La belleza medusea» no es más que un prólogo al desarrollo del tema de las representaciones de la crueldad femenina. Sin duda, una de las motivaciones principales de esta tesis doctoral fue descubrir que, aun- que extensamente citado y dado en general por conocido, existen numerosas líneas de in- vestigación abiertas por Praz que no han encontrado continuidad en estudios más recientes. Esto, por supuesto, no quiere decir que la bibliografía sobre la femme fatale no haya contado con incorporaciones posteriores a la década de 1930, cuando Praz firmó su monumental monografía. Hacerlo sería ignorar la extraordinaria trascendencia de trabajos como Idols of Perversity, sin duda el volumen más citado y empleado –mucho más que el de Praz– a la hora de calibrar la presencia de la femme fatale en la cultura contemporánea23. Su autor, Bram Dijkstra, adopta una perspectiva diferente, amplía el marco temporal para dar cabida al Decadentismo, la belle époque y los últimos coletazos de la cultura finisecular, y, sobre todo, sustituye las extensas citas textuales de Praz por un impresionante aparato visual e interpreta- tivo capaz de conquistar a lectores escépticos. Idols of Perversity, además, incorpora otro punto de vista acaso más interesante o cercano para el lector de su tiempo: el de la sociología y los estudios culturales. A través de ellos demuestra una hipótesis inequívocamente convincente: la de que el surgimiento de la femme fatale responde a toda una concepción social de la mujer generada por la mirada masculina, y que en el fondo de estas fascinantes representaciones también subyace un ejercicio de dominación simbólica. El trabajo de Dijkstra sigue todavía hoy sin competencia posible en cuanto a la ambición de sus objetivos y a lo amplio de su perspectiva. También contribuyó a recuperar un ingente corpus pictórico de obras mayores y menores que permanecían olvidadas en depósitos de museos, pequeñas colecciones parti- culares y hemerotecas. A partir del ensayo de Dijkstra surgieron numerosas publicaciones que aspiraban a dar una explicación más sistemática y clara de las tradiciones visuales de la femme fatale. Entre ellas, en el ámbito hispánico han tenido especial popularidad las que Erika Bornay ha dedicado 23 Bram Dijkstra, Idols of Perversity. Fantasies of Feminine Evil in Fin-de-Siècle Culture, Nueva York – Oxford, Oxford University Press, 1986. 29 a las representaciones femeninas en la pintura. Hijas de Lilith, la más extensa y amplia, es una completa enciclopedia visual de la femme fatale, sucintamente explicada y concebida con una intención didáctica24. El punto de partida es similar al de Idols of Perversity, y también Bornay analiza estas representaciones como productos de la mente masculina de finales del siglo XIX, aterrada ante la liberación política y sexual de la mujer y ansiosa por generar estrategias de represión simbólica. Bornay es autora asimismo de un interesante repaso por la iconografía asociada a La cabellera femenina, que amplía el marco cronológico a la pintura clásica y obtiene interesantes resultados que no hemos dudado en mencionar a lo largo de este trabajo. También desde el feminismo, Mireille Dottin-Orsini firmó en 1993 uno de los trabajos más interesantes y personales sobre este arquetipo. Cette femme qu’ils disent fatale es un texto ágil, lle- no de humor, de erudición y de compromiso político que emplea la femme fatale como pretexto para analizar las representaciones de la sexualidad femenina en el siglo XIX25. Evil by Design, de Elizabeth K. Menon (2006) ostenta además la virtud de incluir en su repaso ámbitos de representación ajenos al gran arte –la publicidad, el cine y la ilustración– para profundizar en las raíces de una cultura contemporánea obsesionada con la representación de mujeres malvadas26. La línea bibliográfica que arranca de Dijkstra y que hoy sigue generando nuevos trabajos de- dicados al análisis de las raíces sociológicas de las representaciones de la femme fatale presenta, como no podía ser de otro modo, un indudable interés, y como tal será una compañía recu- rrente en las páginas de esta monografía que, sin embargo, se plantea distintos objetivos27. La presente tesis doctoral aspira a retomar algunos cabos sueltos dejados en el aire por Praz para documentar el modo en que los arquetipos de la crueldad femenina vertebran un singular diá- logo entre literatura y artes visuales en el periodo de Entresiglos. Sin discutir la tesis del origen machista del mito de la femme fatale –¿qué sentido tendría?–, nos gustaría centrarnos en lo que dicen, y en cómo lo dicen, un conjunto de obras literarias y plásticas que, en muchos casos, caminan de la mano. Por ello, este trabajo se postula como un estudio de las estrategias plásticas y visuales que configuran el arquetipo de la femme fatale finisecular, y para ello se propone tam- bién la recuperación de textos menos conocidos o estudiados hasta ahora por la crítica. 24 Erika Bornay, Las hijas de Lilith, Madrid, Cátedra, 1990. 25 Mireille Dottin-Orsini, Cette femme qu’ils disent fatale. Textes et images de la misogynie fin-de-siècle, París, Bernard Grasset, 1992. 26 Elizabeth K. Menon, Evil by Design. The Creation and Marketing of the Femme Fatale, Urbana – Chicago, University of Illinois Press, 2006. 27 De forma paralela a estos grandes ensayos concebidos como monografías totales, los últimos años han visto el surgimiento de una abundante bibliografía académica relacionada con el estudio y análisis de representaciones específicas de la femme fatale. Su elevado número y la variedad de sus enfoques hacen que enumerarlos aquí resulte, además de extenuante, profundamente innecesario: el lector los encontrará, correc- tamente contextualizados, a lo largo de las páginas dedicadas al análisis de nuestros tres grandes arquetipos. 30 La evolución del análisis y, sobre todo, el hallazgo de interesantes textos e imágenes que apenas han recibido atención crítica o editorial desde su primera difusión, ha querido que, finalmente, los esfuerzos del doctorando se hayan centrado en tres figuras: Salomé, Judith y Cleopatra. Dicha concentración del repertorio responde a distintos motivos. El primero es que, a lo largo de un arduo trabajo de investigación y documentación, hemos podido acceder a textos poco conocidos que, a nuestro juicio, merecían una recuperación y análisis suficientemente detallado. Otro motivo reside en la enorme complejidad iconográfica que presentan las tres figuras seleccionadas, y que permite analizar en profundidad las relaciones entre obras literarias y plásticas en la cronología propuesta. El tercero responde al hecho de que estas figuras se presentan al lector de muy distintas maneras, camufladas bajo encarna- ciones contemporáneas o cronotopos lejanos, y sólo identificables gracias a algunos rasgos que componen, a fin de cuentas, el esqueleto básico de cada uno de sus arquetipos. Analizar el modo en que Salomé se convierte en una seductora bailaora de flamenco o la forma en que la indiferencia de una mujer suscita en el amante el recuerdo de Cleopatra son estrate- gias que permiten también comprobar la extraordinaria variedad y originalidad literaria y plástica que han generado figuras aparentemente unidireccionales. A fin de cuentas, el objetivo de esta tesis doctoral consiste precisamente en mostrar que los límites de la representación de la femme fatale son enormemente vastos y asombrosamente plurales. También lo son las actitudes de los artistas, tanto en la literatura como en las artes plásticas, que cayeron en sus redes durante un periodo especialmente convulso, complejo y fascinante de nuestra historia cultural: la encrucijada estética de Entresiglos. El lector encon- trará narradores postrados en adoración ante hieráticas esfinges, pero también humor, ironía y lecturas muy diversas y, en ocasiones, divergentes. Precisar los límites –o la ausencia de lí- mites– de esas lecturas y ofrecer un análisis libre de prejuicios y metodológicamente riguroso de estas fascinantes creaciones culturales es nuestra primera, y más importante, intención. 31 1.2. metodoLogíA La metodología empleada supone un reto para todo investigador, ya que nos proponemos, para nuestro análisis doble (literario y pictórico), el empleo de los métodos propios del análi- sis filológico (a la hora de estudiar cada texto por separado, su léxico, sus recursos y su estruc- tura), el comparatismo (poniendo en relación unas obras con otras, y también con pinturas o ilustraciones) y la Historia del arte (para llevar a cabo una lectura pertinente y novedosa de las obras visuales estudiadas). De este modo, aspiramos a cumplir las expectativas metodoló- gicas suscitadas por todo estudio interdisciplinar. La primera fase del trabajo consiste en la recopilación de las obras literarias, pictóricas y críti- cas, a través de la búsqueda y lectura de textos de autores del marco cronológico predefinido. También ha sido esta la fase de conformación del fondo teórico necesario para encarar esta labor: lecturas sobre teoría literaria, literatura comparada, historia y crítica de los autores y escuelas elegidos. El resto de la documentación ha sido obtenida por los cauces tradicionales: visitas a biblio- tecas, consultas en revistas académicas y especializadas, y empleo de bases de datos electró- nicas. El objetivo era disponer de toda la información posible sobre la interpretación llevada a cabo hasta entonces sobre una determinada obra, con el objeto de no repetir afirmacio- nes ya dichas ni recorrer senderos ya trazados por otros. A través de la toma de notas y la elaboración de fichas hemos tratado de almacenar y resumir de forma coherente toda esa información. Una vez elaborado este fondo documental, el siguiente paso ha sido la lectura detenida y analítica de las obras escogidas en la primera selección. Los poemas, relatos y poemas dra- máticos han sido después agrupados en distintas líneas según afinidades temáticas y estéticas, reflejadas en el índice definitivo. A partir de esta estructura, he procedido al análisis minucioso de las obras, tratando de po- nerlas en relación con las imágenes disponibles, y de este estudio ha surgido la redacción de la parte central y más importante del trabajo. Esta redacción ha ido acompañada de una revisión de la literatura crítica acumulada, con el objeto de aprovechar y no repetir los ha- llazgos de los investigadores que me han precedido. 32 1.3. AcotAción deL corpus textuAL El periodo cronológico en que se desarrolló la llamada cultura finisecular en Europa y Amé- rica Latina presenta límites difusos y solapados en función de los criterios –nominativos, es- téticos, formales o estructurales– que adopte cada crítico. Es por ello que, salvo excepciones –esencialmente intertextuales–, hemos acotado nuestra investigación, principalmente en lo literario, entre 1870 y 1930. En la década de 1870 surgieron obras tan radiantes como las Salomés de Gustave Moreau o gran parte de los poemas que José María de Heredia agruparía en sus Trophées parnasianos, por lo que podemos considerar que la maquinaria finisecular ya estaba comenzando a funcionar a pleno rendimiento. Seguirá así hasta que, hacia 1920, la eclosión de las Vanguardias relegue los movimientos anteriores a una incómoda posición de anacronismo. Si hemos ampliado el límite hasta 1930 es porque durante la década de 1920 España verá el surgimiento de imágenes muy poderosas y todavía vinculadas a la cultura fi- nisecular; las pinturas de Julio Romero de Torres y los relatos de Antonio de Hoyos y Vinent son un magnífico ejemplo de ello28. En lo formal, no hemos querido restringir excesivamente los géneros estudiados. Aunque con un claro predominio de la lírica –y, notablemente, del soneto, forma ecfrástica por exce- lencia–, la narrativa –relatos y alguna novela– y la literatura dramática también han tenido cabida en nuestra investigación. Con independencia de géneros y longitudes, el objeto de estudio es siempre el mismo: las claves visuales e intertextuales que permiten leer obras pic- tóricas y literarias como parte de un mismo universo iconográfico. Por ello, el análisis léxico, isotópico y retórico de los textos seleccionados va acompañado, o al menos tal ha sido nues- tra intención, del rigor filológico y crítico que merecen. En cuanto a las figuras elegidas, el lector encontrará en estas páginas alusiones a tres femmes fatales de especial prédica en la cultura finisecular: Salomé, Judith y Cleopatra. Si nos hemos centrado en ellas y no en las otras muchas femmes fatales que pueblan los textos y las pinturas de la época es porque el enfoque interdisciplinar que proponemos cobra especial relevancia a la luz de las especialísimas características iconográficas que asociamos a estas tres figuras29. 28 Como dato adicional, podemos señalar que 1930 es el año en que Enrique jardiel Poncela emprende la redacción de una novela, Pero... ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?, que no sólo desmitifica la figura de Don juan; también sanciona la conversión de la femme fatale en caricatura. De hecho, la versión teatral que jardiel Poncela redactaría años después a partir de esta novela lleva el significativo título de Usted tiene ojos de mujer fatal. Cfr. Cécile françois, «De Pero...¿hubo alguna vez once mil vírgenes? a Usted tiene ojos de mujer fatal. Análisis de la adaptación teatral de una novela de Enrique jardiel Poncela», Espéculo. Revista de estudios literarios, N. 38, 2008. 29 Entre las figuras vinculadas a la femme fatale en la cronología estudiada se encuentran asimismo nombres como los de Dalila, Eva o la Reina de Saba en el ámbito bíblico, friné y Bilitis en el griego o Mesalina en el romano. El lector encontrará en las siguientes páginas referencias a ellas y a muchas otras egregias repre- sentantes de la fatalidad femenina, cuyas recreaciones finiseculares, tanto en la pintura como en la literatura, 33 Las relaciones son claras, las referencias son, a la fuerza, más limitadas y el estudio, espera- mos, más claro y provechoso. Tanto Judith como Salomé y Cleopatra cuentan además con extensas tradiciones textuales a sus espaldas que enriquecen el diálogo: leer a Salomé después de Wilde o incluso a Cleo- patra después de Shakespeare es radicalmente distinto a hacerlo antes, y esa fascinación por arquetipos muy definidos es algo que hermana a artistas plásticos y escritores de la época. En cuanto a la elección de los autores y textos literarios, las siguientes páginas darán prioridad a autores del entorno románico –español, francés, italiano y portugués–, con imprescindibles incursiones en la literatura anglosajona –¿cómo obviar el fenómeno transnacional que fue la Salomé de Wilde?– y de otras literaturas, como la germánica. En un entorno abiertamente cosmopolita y plurilingüe como era el finisecular, una división estricta de literaturas nacio- nales nos habría impedido disfrutar de textos e imágenes imprescindibles para comprender el alcance final de cada figura. Por otro lado, no queremos dejar de lado la que consideramos como una de las mayores virtudes de esta investigación: la recuperación de textos escasamente estudiados –en oca- siones, nada estudiados– y más escasamente aún recuperados por la industria editorial de nuestros días. El Modernismo hispánico, maltratado editorialmente al margen de ciertos autores –Rubén Darío, Valle Inclán o los Machado–, reclama una recuperación urgente a la que esta tesis doctoral espera poder contribuir desde sus humildes posibilidades. Lo mis- mo sucede en el ámbito plástico: aunque las obras que protagonizan los textos ecfrásticos son habitualmente bien conocidas, en el otro extremo de este diálogo interartístico hemos encontrado abundante documentación gráfica –pintura, pero también ilustración y dibujo– de indudable inspiración literaria. La investigación hemerográfica, la consulta de primeras ediciones y el rastreo de índices, catálogos y bibliografía crítica han sido esenciales para dar con una gavilla de textos e imágenes que, de otro modo, permanecerían, si no inéditos, al menos estancados en el olvido. Sobra añadir que en ningún caso proponemos elaborar un inventario exhaustivo de las obras literarias y plásticas relacionadas con los arquetipos escogidos en el periodo que hemos deter- minado, sino la conformación de un itinerario que atienda a todos estos cruces de influencias sin descuidar la legibilidad y la fluidez. Si el resultado final es un recorrido coherente y fluido por los dominios de la femme fatale, le corresponde al lector decidirlo después de atravesar las siguientes páginas, cosa que le agradecemos infinitamente. merecen un estudio amplio y detallado más allá de esta monografía. 34 1.4. HojA de rutA Esta tesis doctoral es el resultado un largo proceso de investigación, recopilación de textos, análisis y redacción que sólo se ha visto culminado tras un periplo académico y extraacadé- mico de límites extraordinariamente amplios. Forjada entre bibliotecas, congresos, visitas a museos y algunos afortunados encuentros en congresos, seminarios y encuentros académicos, consideramos oportuno dejar constancia aquí de ese itinerario que ha tenido, entre otras muchas, las siguientes paradas: BIBLIOTECAS Biblioteca Nacional de España Hemeroteca Nacional de España Hemeroteca Municipal de Madrid Biblioteca de Filología Hispánica – Universidad Complutense de Madrid Biblioteca de Ciencias de la Información – Univer- sidad Complutense de Madrid Biblioteca de Geografía e Historia – Universidad Complutense de Madrid Biblioteca María Zambrano – Universidad Com- plutense de Madrid Biblioteca de Bellas Artes – Universidad Complu- tense de Madrid Biblioteca del Museo del Prado Biblioteca del Museo Reina Sofía Biblioteca Tate Britain (Londres) British Library (Londres) Biblioteca del Victoria & Albert Museum (Londres) Biblioteca del Musée de Beaux-Arts de Lyon (Lyon) Biblioteca de la Fundaçao Calouste Gulbenkian (Lis- boa) Biblioteca del Romanisches Seminar de la Univer- sidad de Heidelberg (Heidelberg) Hauptbibliothek de la Universidad de Heidelberg (Heidelberg) Biblioteca del Änglisches Seminar de la Universi- dad de Heidelberg (Heidelberg) MUSEOS y CENTROS DE ARTE Museo Nacional del Prado (Madrid) Museo Thyssen Bornemisza (Madrid) Museo Reina Sofía (Madrid) Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid) La Casa Encendida (Madrid) Museo del Art Nouveau – Casa Lis (Salamanca) Museo Nacional de Arte de Catalunya (Barcelona) Musée du Louvre (París) Musée d’Orsay (París) Musée Gustave Moreau (París) Musée des Arts Décoratifs (París) Musée de Beaux Arts de Lyon (Lyon) Fundaçao Calouste Gulbenkian (Lisboa) Museu Nacional de Arte Antiga (Lisboa) Tate Britain (Londres) Victoria & Albert Museum (Londres) The Wallace Collection (Londres) National Gallery (Londres) National Portrait Gallery (Londres) Leighton House (Londres) William Morris House (Londres) The Metropolitan Museum (Nueva york) Dahesh Museum (Nueva york) Frick Collection (Nueva york) Museum of Modern Art (Nueva york) Städel Museum (Frankfurt) Alte Pinakothek (Múnich) Neue Pinakothek (Múnich) Villa Stuck (Múnich) Lenbachhaus (Múnich) Sammlung Schack (Múnich) 35 1.5. estructurA La estructura de esta tesis doctoral se basa, como hemos adelantado, en criterios de con- tenido. Tras una primera división en bloques correspondientes a las tres figuras estudiadas –Salomé, Judith y Cleopatra–, cada uno de ellos se divide en apartados que agrupan obras literarias y plásticas atendiendo esencialmente a criterios de afinidad esencialmente icono- gráficos y temáticos con el objetivo de establecer comparaciones útiles y pertinentes entre unas y otras. Así, las obras se relacionan en función de nexos temáticos –por representar la misma escena–, estéticos –por ejemplo, orientalistas o art déco– o también genéticos –como sucede cuando tratamos de obras que ostentan una común influencia. Siempre que ha sido posible, hemos respetado el orden cronológico a la hora de analizar las obras en el interior de cada capítulo. Por otro lado, algunos apartados se organizan a partir de criterios iconográficos o estéticos que son a la vez nacionales; así sucede, especialmente, al tratar obras que insertan los arquetipos analizados en contextos como el del folclore español. Por último, consideramos necesaria una apreciación referida a la presentación final del traba- jo, que integra en el texto principal las imágenes aludidas y también los textos breves –esen- cialmente poemas– analizados. Los anexos, a raíz de esta decisión, contienen únicamente los textos de longitud corta y media –esencialmente relatos breves o poemas largos– que hemos considerado oportuno ofrecer al lector de forma íntegra. El objetivo de esta presentación es ofrecer una lectura fluida que presente en un mismo espacio imágenes y textos, fragmentos y citas bibliográficas del modo más comprensible y riguroso posible. 2 . S A Lo M É 38 figura 2. Cesare da Sesto, Salomé (circa 1510-1520) 39 INTRODUCCIóN Entre el repertorio de mujeres fatales que pueblan las obras plásticas y literarias de entre- siglos, sobresale con fulgor propio el testimonio de la bíblica Salomé, la hija de Herodías que, tras bailar sensualmente ante el tetrarca de Judea, pide como recompensa la cabeza de San Juan Bautista, en aquel momento preso por criticar en público la vida licenciosa de la esposa del soberano hebreo. Así, el rey Herodes Antipas, comprometido al haber empeñado su palabra en público –la acción se desarrolla en el transcurso de un banquete con motivo de su aniversario–, se ve obligado a satisfacer los deseos de la hermosa bailarina, y ordena la decapitación del Bautista. El relato que los distintos Evangelios hacen de este suceso siempre señala como impulsora del crimen a Herodías, movida por el deseo de venganza1. De este modo, Salomé sería, simplemente, una adolescente ingenua utilizada por su madre como medio para cumplir su sangrienta voluntad y, por lo tanto, no debería ser considerada sino como una víctima más. Este episodio, que apenas ocupa escasas frases en el texto bíblico, fue desde entonces objeto del interés de numerosos estudiosos y artistas. En el aspecto histórico, fue Flavio Josefo2 quien dio nombre a la hasta entonces anónima princesa, mientras que, en lo literario, fue Jacopo della Voragine, en época medieval, quien desarrolló una versión más amplia y detallada de este suceso. Este último asegura que todo fue un plan tramado por Herodes y Herodías con el fin de disponer de una excusa (el cumplimiento de la palabra dada) para llevar a cabo una ejecución a la que se oponía la población, que consideraba al Bautista como un hombre santo. La versión del dominico italiano vendría a reforzar la versión implícita en el relato neotestamentario, donde la decapitación del Bautista habría sido una escenificación orques- tada en la que Salomé fue una simple herramienta de la ambición del Tetrarca y su esposa. 1 La muerte del Bautista se encuentra narrada en Mt 14, 3-12 y en Mc 6, 17-29. 2 flavio josefo, Antigüedades judías, Libro XXVIII, capítulo 5,4. 40 En todo caso, cualesquiera que fueran las razones que condujeron a la degollación del Bau- tista, la imagen de una joven bailarina reclamando la decapitación de un santo impresionó profundamente la imaginación de numerosos artistas que contribuyeron a su difusión y de- sarrollo. El ámbito pictórico fue especialmente fértil a la hora de dotar de rostro a Salomé, y pintores como Botticelli, Tiziano o Sebastiano del Piombo la convirtieron en protagonista de sus obras3. Pero fue en el siglo XIX cuando la princesa judía pasó a ser uno de los motivos esenciales de la literatura y la pintura, de la mano de tres obras fundamentales. En el ámbito de lo pictórico, el artista simbolista Gustave Moreau llevó a cabo diversas re- creaciones delicadamente exóticas de este episodio cuya influencia fue enorme. También Gustave Flaubert dedicó uno de sus cuentos de senectud a este tema, incidiendo en la es- pléndida atmósfera orientalista plasmada por Moreau. Por otro lado, en 1891, Oscar Wilde escribió su Salomé, pieza dramática en un acto, que tuvo también una grandísima trascen- dencia en la literatura posterior. Sin estas obras, y las claves que establecen (cromáticas, ico- nográficas, psicológicas incluso), no se puede entender gran parte de las creaciones en ambas disciplinas durante las décadas que siguieron. Nuestro análisis estará estructurado a partir de los siguientes ejes. La primera parte, la más importante y amplia, girará en torno a las recreaciones de Salomé que incluyen una reinven- ción (más o menos fantasiosa y estilizada) de la lejanía geográfica y temporal de este episodio: son obras con un claro componente orientalista en las que, creemos, la influencia de la pintu- ra de Moreau es notable. Los autores elegidos en esta sección son, por orden cronológico, el poeta portugués Eugénio de Castro, los franceses Henri Cazalis, el cubano Julián del Casal, los franceses Albert Samain y Jean Lorrain y el andaluz Francisco Villaespesa. Un segundo bloque tratará de hallar encarnaciones de Salomé que, al haber sido compuestas en el ámbito hispánico, revisten su esta figura de rasgos claramente locales y la ubican en una cronología contemporánea. Aquí, nos ocuparemos de las obras de tres escritores situados en la órbita de la narrativa decadente: Antonio de Hoyos y Vinent, Isaac Muñoz y José Francés. En el plano pictórico, prestaremos atención a las obras del pintor cordobés Julio Romero de Torres. En un apartado distinto situaremos la obra del literato gallego Ramón Goy de Silva, que dedicó varias obras a Salomé bajo el influjo de la enigmática atmósfera de la pieza dramática wildeana. 3 En el terreno de las artes plásticas, un pequeño, pero significativo, muestrario de las mismas puede verse en el curioso libro antológico Salomé, fernando villaverde Ediciones, Madrid, 2004. Se encuentran allí desde las imágenes tempranas de van der Weyden o Cesare da Sesto hasta las modernas interpretaciones de julius Klinger o frantisek Drtikol. También resulta enormemente ilustrativo el volumen Salomé. Danse et décadence, París, Somogy – fondation Neumann, Paris, 2003. Este libro incluye algunas interesantes imágenes de artistas como Moreau, Picasso o Mucha, además de otras menos conocidas. Otra publicación que ha pro- fundizado en esta temática en la cronología de Entresiglos es el catálogo Salomé. Un mito contemporáneo (1875- 1925), Comunidad de Madrid / Tf Editores, Madrid, 1995. 41 Tras una breve cala en un soneto de Ga- briele d’Annunzio, la siguiente parte de este bloque girará alrededor de una evolución más sofisticada y refinada de la figura de Salomé; se trata de su utilización, no como objeto de recreación precisa, sino como símbolo de la unión Eros/Thánatos. En este caso, analizaremos tres poemas de Rubén Darío, del modernista portugués Mário de Sá-Carneiro y de la etapa temprana del mexicano Carlos Pellicer. A continuación estudiaremos un curioso relato de Antonio de Hoyos y Vinent que interpreta la historia de Salomé desde un punto de vista ligero e incluso satírico, lo que nos dará pie para analizar algunas obras plásticas que adoptan esta misma perspectiva, alejada de la solemnidad de re- creaciones anteriores. Con la intención de plasmar la vigencia de Salomé más allá de la famosa escena de la danza, hemos escogido dos textos que tra- tan a este personaje en un momento dis- tinto: el de su muerte. Los autores, en este caso, son Rubén Darío y Emilio Carrere. Por último, no queremos dejar pasar la ocasión de dedicar algunas páginas a las recreaciones plásticas de Salomé que tuvieron lugar en España durante dos décadas (1910-1930) marca- das por el triunfo y difusión del art déco. Por un lado, nos ocuparemos de diversas ilustra- ciones creadas específicamente para la prensa de la época y, por otro, nos centraremos en el estudio de las varias obras que el pintor decadente Federico Beltrán Massés consagró a una visión muy contemporánea y sensual de la figura bíblica. fig. 3: Salomé. Basílica de San Marcos, venecia (s. XIv) 42 Fusión y conFusión onomásticA: HerodíAs, HerodíAdes y sALomé A la hora de caracterizar e interpretar correctamente las obras a cuyo análisis vamos a con- sagrar las páginas siguientes, resulta pertinente apuntar la existencia de una cierta confusión onomástica que atañe a las figuras de Herodías y Salomé. Encontramos, en distintos textos y obras visuales pertenecientes a la cronología finisecular, una cierta identificación entre ambas figuras, dependiendo de la versión del episodio que el artista haya escogido para su recreación. En primer lugar, esta fusión entre ambas figuras procede de las distintas interpretaciones existentes acerca de la responsabilidad de una u otra en la decapitación del Bautista. Las recreaciones literarias o plásticas que beben de la fuente primera de los Evangelios ubican en Herodías, la esposa de Herodes Antipas, el origen de dicho crimen. Así sucede, por ejemplo, en el relato Hérodias de Gustave Flaubert, publicado en 1877. En este cuento, que originaría un gran interés por esta figura en generaciones posteriores, la protagonista indiscutible es Herodías, descrita como una mujer ambiciosa y dotada de gran habilidad estratégica, que emplea a su hija para conseguir su oscuro objetivo, que no es otro que la muerte del profeta. La hija de Herodías apenas aparece mencionada en el relato antes de la escena de la danza, y ni siquiera en ese momento el autor especifica su nombre. En la tradición textual que es- tablece el relato flaubertiano, es Herodías el personaje que adopta todos los rasgos caracte- rísticos de la femme fatale, como muestra el poema Hérodias (1897) de Jean Lorrain, concebido además como un homenaje a Flaubert; o, en una versión pictórica más temprana –anterior a Flaubert y a Moreau–, el espléndido lienzo de Paul Delaroche Herodias (1843), que muestra a la esposa del Tetrarca con la cabeza de San Juan sobre una bandeja. En otros casos, siguiendo la línea marcada por la célebre obra dramática en un acto de os- car Wilde, Salomé (1891), la culpable del crimen, movida por el deseo de venganza y por la pasión no correspondida hacia el profeta, es la hija de Herodías, Salomé. Numerosas obras literarias reflejan esta línea narrativa, y tampoco existe mayor confusión, ya que ambos per- sonajes –Herodías y Salomé– se encuentran perfectamente delimitados y distanciados por los rasgos que los definen y por la diferencia onomástica entre ambas. No obstante, esta cuestión se vuelve notoriamente más compleja cuando nos referimos a au- tores que, en lugar de una de las dos formas habituales –Herodías (madre) y Salomé (hija)–, escogen una tercera: Herodíades. Traducimos de este modo al español un nombre propio que aparece en diversas obras del corpus que analizamos en este estudio4. Este nombre sería una alternativa onomástica para designar a la hija de Herodías, la misma que en otros textos recibe el nombre de Salomé. Así lo confirma el conocido fragmento de la carta que Hero- des dirige a Poncio Pilato, en el que le informa acerca de la desgraciada muerte de «mi hija 4 Así sucede con la Erodiade que menciona Gabriele D’Annunzio o con la Hérodiade francesa de Samain y de Mallarmé. 43 Herodíades, a quien yo amaba ardientemente»5. Que Herodíades y Salomé son dos formas de aludir al mismo personaje es algo que queda asimismo patente en varias obras literarias. La más relevante de estas obras es, sin dudas, Hérodiade el gran proyecto inconcluso al que Stephane Mallarmé dedicó más de treinta y cinco años de trabajo. El 1890, el poeta escribía la siguiente nota referida a la que consideraba como la obra más importante de su carrera literaria: J’ai laissé le nom d’Hérodiade pour bien la différencier de la Salomé je dirai mo- derne ou exhumée avec son fait-divers archaïque — la danse, etc., l’isoler comme l’ont fait des tableaux solitaires dans le fait même, terrible, mystérieux — et faire miroiter ce qui probablement hanta, en apparue avec son attribut — le chef du saint — dût la demoiselle constituer un monstre aux amants vulgaires de la vie.6 Este texto mostraría que, por un lado, Herodíades y Salomé vendrían a ser la misma per- sona, pero también que la elección de uno u otro nombre indica una cierta perspectiva a la hora de encarar la descripción del personaje. Salomé, de este modo, estaría asociada a una serie de elementos entre los que destacaría de modo primordial la danza y el poder de seduc- ción, mientras que Herodíades contendría una lectura de este personaje que lo despojaría de los atributos orientalistas con los que la hija de Herodías aparece caracterizada en la cultura finisecular. De este modo, nos encontramos ante un gesto, «un souci de se démarquer des réecritures de son temps»7 claramente delimitado. Por otro lado, la nota de Mallarmé que hemos reproducido carecería de sentido si Herodíades y Salomé fueran personajes históricos distintos –madre e hija, en este caso– claramente diferenciables. Dicha teoría –que Salomé y Herodíades son un personaje distinto de Herodías– cobra fuerza tras la lectura de otro comentario de Mallarmé, en este caso en una carta a su amigo el egip- tólogo Eugène Lefébure, donde reflexiona acerca de la elección de este nombre: Le peu d’inspiration que j’ai eu, je le dois à ce nom, et je crois que si mon héroïne d’était appelée Salomé, j’eusse inventé ce mot sombre, et rouge comme une gre- 5 La correspondencia entre Pilato y Herodes puede consultarse en Los evangelios apócrifos, Ed. de Au- relio Santos Otero, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2009, pp. 253-256. Por otro lado, la influencia que este episodio referido a la muerte de la hija de Herodes en un accidente tuvo en la literatura será analizada en este estudio, en el apartado dedicado a «La muerte de Salomé». 6 «He conservado el nombre de Hérodiade para diferenciarla claramente de la Salomé que yo llamaría moderna o exhumada, con su episodio arcaico –la danza, etc.–, para aislarla, como hacemos con los cuadros solitarios, en torno al hecho mismo, terrible, misterioso; y para hacer resplandecer lo que probablemente la atormentó –la cabeza del santo, inseparable de su atributo–, aunque la doncella pueda parecer un monstruo a los amantes vulgares de la vida.» (Stéphane Mallarmé, Herodías, Ed. bilingüe de Antonio y Amelia Gamoneda, Madrid, Abada Editores, 2006, pp. 26-27). 7 Catherine Boschian, «L’Hérodiade de Mallarmé à travers la figure revisitée de saint Jean-Baptiste», Études littéraires, vol. 39, n. 1, 2007, p. 153. 44 nade ouverte, Hérodiade8. Una consecuencia de este planteamiento sería, por ejemplo, la consideración de que la tra- ducción correcta al español del título de la obra de Mallarmé debería ser Herodíades o Hero- díada en lugar de Herodías, nombre referido a un personaje distinto9. Esta idea vendría respal- dada por opiniones como la de Lluís María Todó, que, a propósito de la «Scène», una de las partes que integran esta obra mallarmeana, expresaba el siguiente comentario: De hecho, se trataría más bien de la princesa bíblica Salomé, la hija de Herodías, pero Mallarmé le cambió el nombre porque encontraba el nombre de Hérodiade repleto de sugerencias sonoras.10 No es Mallarmé el único autor cuyas obras plantean esta cuestión. La identificación entre Hérodiade y Salomé en la literatura francesa también resuena en el poema Hérodiade (1893), de Albert Samain, que presenta una descripción de la princesa hebrea bailando con todos los atributos habitualmente relacionados con Salomé. Todos estos datos sugieren e que se trata del mismo personajes bajo nombres distintos cuya elección dependería de la fuente histórica empleada11. En cualquier caso, una vez planteadas estas observaciones, resulta necesario apuntar que esta cuestión, enormemente compleja, en ocasiones se resuelve en recreaciones que mezclan a los dos personajes –madre e hija–, siempre adornadas con rasgos de crueldad y de fatalidad. La multitud de significados e interpretaciones que distintos autores atribuyen al episodio de la decapitación del Bautista favorece esta fusión de figuras y características, a las que se añade la circunstancia de que algunos autores consideran Hérodias y Hérodiade como dos traduc- ciones alternas al francés del nombre de la esposa de Herodes Antipas. Por ello, en los textos que analizaremos a lo largo de este capítulo, trataremos de aclarar las razones de la elección de uno u otro nombre para definir a uno u otro personaje. 8 Stéphane Mallarmé, «Lettre du 18 février 1865 à Eugène Lefébure», en Correspondance complète 1862-1871. Lettres sur la poésie 1872-1898 avec des lettres inédites, Paris, Gallimard (Folio Classique), 1995, p. 226: «La poca inspiración que he tenido, la debo a este nombre, y creo que si mi heroína se hubiese llamado Salomé, yo habría inventado esta palabra oscura y roja como una granada abierta, Hérodiade». 9 Resulta pertinente recordar que en francés existe la distinción entre Hérodias y Hérodiade, como lo demuestra la comparación entre las obras de flaubert y de Mallarmé, lo que, además, nos llevaría a descartar la teoría de que Hérodiade fuese la forma francesa equivalente a Herodías en español. 10 Lluís María Todó, El Simbolismo: el nacimiento de la sensibilidad moderna, Barcelona, Montesinos, 1987, p. 93. 11 Sobre la fusión nominal en el contexto del Barroco europeo, cabe recordar el testimonio de Giovan Battista Marino, autor de tres madrigales ecfrásticos que llevan por título Herodiade con la testa di San Giovanni di Annibale Carracci, Herodiade con la testa di San Giovanni Battista di Luca Cangiasi in Casa di Giovan Carlo Doria y Herodiade con la testa di San Giovanni Battista di Lavinia Fontana. Los tres textos pueden leerse en La Galeria (ed. Marzio Pieri), Padua, Liviana Editrice, 1979, t. 1, pp. 55-56. 45 46 figura 4. Henri Regnault, Salomé (1870) 47 2 . 1 . VAR IAC IONES OR IENTAL I STAS EN TORNO A SALOMÉ Para los herederos del Romanticismo, Salomé se identifica con una figura remota cuya leja- nía se sitúa en dos ejes: el espacial y el temporal. El distanciamiento espacial puede enten- derse en la medida en que que la historia de la decapitación del Bautista -asumida luego por la tradición cristiana occidental- surge en un mundo exótico y de contornos imprecisos, el de Oriente Próximo bajo la dominación romana. Por ello, no es extraño que muchas recrea- ciones posteriores de este episodio se basen en la sensibilidad orientalista surgida en Europa durante el siglo XIX. La traducción de textos como Las mil y una noches, las expediciones europeas a Asia y Áfri- ca –especialmente la muy documentada incursión de las tropas napoleónicas en Egipto en 1798– y el coleccionismo de objetos exóticos como rasgo de elegancia entre las clases pu- dientes dieron origen, a lo largo de todo el siglo XIX, a numerosas manifestaciones artísticas inspiradas en una tierra que planteaba una alternativa a la prosaica vida cotidiana en la Eu- ropa posterior a la Revolución Francesa. ya lo anunciaba Baudelaire en su poema en prosa «Anywhere, out of the world»12: el espíritu del artista requería realidades remotas más allá de la vulgar existencia moderna. Comenzaría entonces una pasión por todo lo oriental que, unida a las ansias escapistas y exotistas del Romanticismo, encontraría su mejor expresión en la multitud de «chinerías», «japonerías» o «turquerías» que invadieron la decoración y la moda decimonónica y, en un plano más elevado, en la pintura académica orientalista. El ambiente más o menos conservador del Salon francés acogió, en la segunda mitad del siglo XIX, multitud de obras que, si bien técnicamente apenas se apartaban del más estricto aca- demicismo, adoptaban temáticas procedentes de oriente: caravanas en el desierto –como la magnífica obra de Leon Belly–, oasis idílicos, callejuelas de algún bazar o escenas del interior 12 Charles Baudelaire, Petits poèmes en prose ou Le Spleen de Paris, XLVIII. 48 de las mezquitas fueron motivos habituales de pintores como Jean-Léon Gérôme, Ingres o Lecomte de Nouy13. No obstante, el tema más habitual entre estos artistas fue el de la mujer oriental que, confinada en los harenes y hamams, ofrecía posibilidades de fabulación casi ilimitadas. Se inunda entonces la pintura de odaliscas, misteriosas bailarinas y flébiles circa- sianas languideciendo entre los efluvios del hamam: El europeo fin de siglo estableció un arquetipo de mujer musulmana en el que se unían la tendencia erótica, la pasión por el misterio y la atracción por el color local. Europa estaba obsesionada por aquella belleza velada y prohibida a la mi- rada14. Cuando no se trata de reflejar la sensualidad de mujeres anónimas, los artistas orientalistas recrearon en idéntica clave a personajes literarios o históricos. A veces, incurriendo en de- liberados anacronismos, vistieron de odalisca, a la manera otomana o egipcia, a Cleopatra, Esther, Judith o, por supuesto, Salomé15. La hija de Herodías se convirtió en tema de algunas de estas pinturas, como la ejecutada por Henri Regnault (Fig. 4) en 1870, donde Salomé aparece sentada en una pieza profusamente decorada con incrustaciones de nácar, como una joven que calza babuchas y deja reposar sus piernas sobre una alfombra persa y una piel de leopardo. Sin embargo, fueron más frecuentes y significativas las obras que no sólo situaban a Salomé en un espacio lejano, sino que se recreaban en pintar su existencia en un tiempo remoto. Cuando la capacidad imaginativa que propiciaba la distancia geográfica no bastaba a sus as- piraciones de magnificencia y extravagancia, los artistas orientalistas buscaban lo que Théo- phile Gautier denominó «exotismo en el tiempo»: Il y a deux sens de l’exotique: le premier vous donne le goût de l’exotique dans l’espace [...] Le goût plus raffiné, une corruption plus supréme; c’est ce goût de l’exotique à travers les temps16. 13 Durante las últimas décadas, la pintura orientalista ha originado una amplia bibliografía de la que destacamos aquí los siguientes títulos: L. Thornton, Les Orientalistes. Peintres voyageurs (1828-1908), París, ACR Edition, 1983; L. Thornton, La femme dans la peinture orientaliste, Paris, ACR Édition, 1993 ; E. Dizy Caso, Los orientalistas de la escuela española, París, ACR Edition, 1997; G. G. Lemaire, L’univers des Orientalistes, Paris, Édi- tions Places des victoires, 2000; K. Davies, The Orientalists. Western artists in Arabia, the Sahara, Persia & India, Nueva York, Laynfaroh, 2005. 14 Lily Litvak, El jardín de Alah. Temas del exotismo musulmán en España. 1880-1913, Granada, Editorial Don Quijote, 1985, p. 100. 15 El espacio evocador de buena parte de los relatos veterotestamentarios se llega a sobrecargar en la pintura decimonónica de claves sensuales asociadas al mundo de Oriente; baste recordar a este propósito el famoso lienzo de Théodore Chassériau, Esther se parant pour être présentée au roi Assuérus (1841), conocido habitualmente como La Toilette d’Esther. 16 «Hay dos clases de exotismo : el primero se refiere a lo exótico en el espacio […] El gusto más refinado, una corrupción más suprema, es el gusto por lo exótico a través del tiempo » (Edmond y Jules de 49 Es este «exotismo a través del tiempo» lo que permitió que la figura de Salomé se cargara de fascinación de acuerdo con la imaginación y creatividad de cada artista. La hija de Herodías, situada en «un pasado que superaba con su crueldad y sus vicios la trivialidad del presente17» fue tema predilecto de muchos pintores entre los que sobresale, por su originalidad y, sobre todo, por su influencia, Gustave Moreau. 2.1.1. sobre LA gestAción de un icono FinisecuLAr: LAs sALomés de gustAve moreAu Pintor excéntrico, exquisito y obsesivo, podría afirmarse que Gustave Moreau llegó a conver- tirse en una suerte de figura tutelar de los escritores parnasianos, simbolistas y decadentes. En ese sentido, cabe evocar ahora cómo sus enigmáticas obras suscitaron un número nada desdeñable de poemas descriptivos, que le eran remitidos como muestra de admiración e inspiración18. Adepto a la representación de temas míticos y anticuarios, en su taller parisino Moreau dio forma a una verdadera obsesión por la hija de Herodías, a la que convirtió en protagonista de más de 120 óleos, acuarelas y dibujos, ejecutados principalmente en la déca- da de 1870. Los dos más famosos fueron presentados al público en el Salón de Paris en 1876: Salomé –Armand Hammer Museum of Art and Culture Center, Los Angeles– (Fig. 5.), un gigantesco óleo, recreaba la escena de la danza ante Herodes, y la acuarela L’apparition (Fig. 6) mostraba a una Salomé aterrorizada ante la visión de la cabeza decapitada del Bautista observándola fijamente. La particular técnica pictórica de Moreau, que empleaba manchas de colores perfiladas posteriormente a través de un proceso de dibujo que elaboraba con minuciosidad casi de orfebre, acentuaba la sensación buscada por el artista. Señala Praz que «siguiendo las huellas de la música wagneriana, entonces de moda, Moreau construyó sus cuadros como poemas sinfónicos, cargándolos con accesorios significativos en los que el tema principal resonase, y el motivo diese hasta la última gota de su jugo simbólico»19. Estos postulados estéticos dieron como resultado una pintura sobrecargada de elementos ornamentales que remitían a distin- tas tradiciones iconográficas, arquitectónicas, decorativas y simbólicas donde los temas tra- tados se sitúan en un entorno que no se puede identificar únicamente con una época o una Goncourt, Journal Des Goncourt. Mémoires De La Vie Littéraire. Deuxième Volume (1862-1865), París, G. Charpen- tier Et Cie, Éditeurs, 1888, 23 de noviembre de 1863, p. 166). 17 L. Litvak, El sendero del tigre. Exotismo en la literatura española de finales del siglo XIX. 1880-1913, Ma- drid, Taurus, 1986, p. 234. 18 fue josé María de Heredia quien inauguró esta tradición en 1869, remitiendo a Moreau, con motivo del Año Nuevo, un poema inspirado por su cuadro Jasón y Medea. Así lo afirma Thalie Rapetti en su introduc- ción a J. Lorrain y G. Moreau, Correspondance et poèmes, París, Réunion des Musées Nationaux, París, 1998, p. 8. 19 Mario Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, Madrid, Acantilado, 1999, p. 521. 50 Figura 5. Gustave Moreau, Salomé (1876) 51 figura 6. Gustave Moreau, L’apparition (1876) 52 civilización. Los dos cuadros mencionados son un magnífico ejemplo de este eclecticismo: las formas arquitectónicas que sirven de escenario a los trágicos acontecimientos pertenecen al arte islámico, bizantino o egipcio, algunos detalles ornamentales son de origen hindú, y la atmósfera, cargada de vapores y humos que tamizan la luz y las formas, proporcionan un matiz onírico que sitúa estas obras en el terreno de la ensoñación erudita tan cara a los de- cadentes. Aunque estas obras –como, en general, la producción del pintor– eran conocidas y apreciadas, el verdadero protagonismo que asumen estos cuadros en el imaginario decadente habría de comenzar en 1884, cuando Jean Floressas des Esseintes, el protagonista de la no- vela À rebours de Joris-Karl Huysmans, escoge estas obras para que decoren su despacho20. El capítulo V de esta novela, probablemente el libro más importante e influyente del Decaden- tismo francés, está dedicado casi en su totalidad a la écfrasis, a la descripción de estos cuadros y las evocaciones que sugieren, acentuando la naturaleza literaria de estas obras plásticas: Si, aux yeux de Huysmans, on ne saurait tracer une ligne nette entre la critique d’art et la fiction, pour lui les frontières entre les arts sont faites pour être franchies. En effet, il a pris de l’esthétique complexe de Baudelaire, non pas les souci scru- puleux de la specifité des arts, mais la théorie libératrice des Correspondances. C’est la théorie baudelairienne de l’analogie qui permet à Huysmans d’extraire Gustave Moreau du domaine de la peinture, pour l’inscrire, par la prestidigitation taxonomique d’une réthorique de la comparaison, dans celui de la littérature21. Moreau reunía en su obra la fascinación por la lejanía geográfica y temporal presente en tantos autores de la época, a la vez que un rechazo absoluto de las condiciones de vida gene- radas por el progreso. De este modo calificaba Huysmans al genial pintor, al que consideraba parte de una raza extraña y exquisita: Des êtres d’exception, qui retournent sur les pas des siècles et se jettent, par de- goût des promiscuités qu’il leur faut subir, dans les gouffres des âges révolus, dans les tumultueux espaces des cauchemars et des rêves22. 20 Resulta muy útil el artículo de Brad Bucknell On Seeing Salome, en ELH (English Literary History), vol. 60, Nº2, 1993, pp. 503-526, donde el autor lleva a cabo un interesante análisis de la simbología y de las impli- caciones ecfrásticas de esta relación entre el Nuevo Testamento, Moreau y Huysmans. 21 « Si, a los ojos de Huysmans, no se podría trazar una línea divisoria precisa entre la crítica de arte y la ficción, para él las fronteras entre las artes están hechas para ser franqueadas. En efecto, de la compleja es- tética de Baudelaire, no tomó la preocupación escrupulosa por la especificidad de las artes, sino la liberadora teoría de las Correspondencias. La teoría baudelaireana de la analogía es lo que permite a Huysmans extraer a Gustave Moreau del ámbito de la pintura para ubicarlo, gracias a la prestidigitación taxonómica de una retórica de la comparación, en el reino de la literatura» (Peter Cooke, Gustave Moreau et les arts jumeaux. Peinture et littérature au dix-neuvième siècle, Berna, Peter Lang, 2003, pp. 130-131). 22 « Criaturas excepcionales que desandan el camino de los siglos y se sumergen, empujados por el asco hacia las promiscuidades que tienen que sufrir, en los abismos de las épocas turbulentas, en los tumultuosos espacios de las pesadillas y los sueños» (j.-K. Huysmans, « Gustave Moreau » en Écrits sur l’art (Edición de Patrice Locmant), París, Bartillat, 2006, p. 349). 53 Las obras presentadas en el Salón de 1876 ostentaban también este carácter raro y excepcio- nal. Por ello, en À rebours, la sensibilidad erudita y refinada de Des Esseintes se ve plenamente satisfecha con estas obras que recrean a una Salomé hechicera, antigua y enormemente sofisticada: Le peintre semblait d’ailleurs avoir voulu affirmer sa volonté de rester hors des siècles, de ne point préciser d’origine, de pays, d’époque, en mettant sa Salomé au milieu de cet extraordinaire palais, d’un style confus et grandiose, en la vêtant de somptueuses et chimériques robes, en la mitrant d’un incertain diadème en forme de tour phénicienne tel qu’en porte la Salammbô, en lui plaçant enfin dans la main le sceptre d’Isis, la fleur sacrée de l’Égypte et de l’Inde, le grand lotus23. La visión e interpretación que Huysmans hizo de la obra moreauniana se erigió en una de las fuentes de inspiración más significativas para el Decadentismo24. Buena muestra de ello son los textos que analizaremos a continuación. Todos ellos recrean la figura de Salomé a tra- vés de un prisma orientalista, y muestran, si no referencias explícitas a las obras de Moreau, sí un sentido estético muy cercano al de este «maître sorcier» de la pintura decimonónica25. 2.1.2. unA sensuAL inFAntA HebreA: cLAves pArA LA sALomé de eugénio de cAstro En 1896, el poeta luso Eugénio de Castro daba a las prensas una extensa composición narra- tiva que, bajo el escueto título de Salomé26, reinterpretaba la historia bíblica e imaginaba un romance entre el Precursor y la princesa judía, una historia de amor truncado cuyo trágico final se deberá a la capacidad de persuasión de una Herodías cruel, manipuladora y falta de escrúpulos. Castro, uno de los poetas más significativos del Simbolismo portugués, per- manece sumido todavía hoy en un silencio editorial cuyos orígenes están, como denunciaba Unamuno, en la actitud de sus contemporáneos: 23 «Podría decirse además que el pintor había querido marcar claramente su intención de situarse por encima de los siglos, no precisando el origen, ni el país, ni la época, y colocando a su Salomé en medio de este extraordinario palacio, de un estilo confuso y grandioso, coronándola con una imprecisa diadema en forma de torre fenicia, como la que lleva Salammbo, y poniendo finalmente en su mano el centro de Isis, la flor sagrada de Egipto y de la India, el gran loto» (j.K. Huysmans, À rebours, París, Au Sans-Pareil, 1924, p. 56). 24 Uno de los análisis más completos y detallados acerca de esta écfrasis y del resto de textos que Huysmans dedicó a Moreau se encuentra en la obra de Mario Praz La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, donde escritor italiano analiza también las interrelaciones entre este texto y Salammbó de flaubert (pp. 523-533). 25 Este es el título de una de las monografías divulgativa sobre Gustave Moreau: G. Lacambre, Gustave Moreau, maître sorcier, París, Gallimard – Reunión des Musées Nationaux, 2007. 26 El poema fue publicado en E. De Castro, Salomé e Outros Poemas, Coimbra, Livraria Moderna de Augusto de Oliveira editor, 1896. Para este trabajo hemos manejado la edición moderna de la obra de Castro contenida en E. Castro, Antología, Lisboa, Imprensa Nacional–Casa da Moeda, 1987. También hemos tenido en cuenta la traducción que efectuó francisco villaespesa en una edición española con prólogo de Rubén Darío: E. De Castro, Salomé y otros poemas, Madrid, Imprenta Artística de Sáez Hermanos, 1914. 54 Para los portugueses casticistas, atenidos a una tradición literaria más raquítica y más estrecha aún que puede ser la de nuestros casticistas españoles, Eugenio de Castro era un nefelibata –uno que anda por las nubes–, mote con que en Portugal se conoce a los que aquí llaman modernistas, a falta de otro nombre, o decadentes, o cualquier otro término que no quiera decir nada27. Nefelibata, decadente, «artista superior, quizás el más refinado de toda la poesía portuguesa»28, Eugénio de Castro fue autor de una extensa obra en verso que reivindicaba una estética plástica, descriptiva y exquisita más próxima al Parnasse Contemporain que al Simbolismo más intimista de un Camilo Pessanha o un Cesário Verde. Cabe recordar ahora que esta Salomé fue muy conocida entre el público español29 y recibió el reconocimiento de escritores como Ramón Goy de Silva, que le dedicaría su obra homónima30, o nada menos que Francisco Villaespesa -la tradujo en verso- y Rubén Darío, quien prologó dicha traducción31. Por su- puesto, Rafael Cansinos Assens la incluyó, junto a las de Flaubert y Mallarmé, en su ensayo Salomé en la literatura32, aunque no la considerara una obra a la altura de las anteriores: La Salomé de Castro es como una curiosa y rara acuarela, demasiado pequeña para optar a ser suspendida de los grandes muros que pueden sostener las pin- turas literarias de Flaubert y de Wilde. Es más bien, en resumen, una estampa preciosa, para ser intercalada en un álbum; una estampa muy siglo XVIII en que una princesita frágil y versallesca pasea acaso calzada con el tacón rojo, por un paisaje de oriente, recortado por las raquetas de Le Nôtre33. Desde el punto de vista externo, el extenso poema está dividido en cuatro secciones o ‘episo- 27 M. de Unamuno, «Eugénio de Castro» en Obras completas, Madrid, fundación josé Antonio de Castro, 2004, vI, p. 176. 28 A. Martins, «Introduçao» a E. Castro, Antología, Lisboa, Imprensa Nacional – Casa da Moeda, 1987, p. 10. 29 Resulta sorprendente la enorme difusión que esta obra, hoy parcialmente olvidada, alcanzó entre el público español de principios del siglo XX a través de distintas traducciones en prensa. En 1910 Ricardo Baeza –autor también de las traducciones más celebradas de la obra de Oscar Wilde- la vertió al español para la revista Prometeo. (E. de Castro, «Salomé», Prometeo, 19, 1910, 423-432). En 1921 Carmen de Burgos, Colombine, recuperó parte de dicha traducción para acompañar una semblanza de Castro en Cosmópolis, revista dirigida por Enrique Gómez Carrillo (C. de Burgos, «Eugenio de Castro», Cosmópolis, 25, 1921, 40-45). En este inter- valo, la revista Por esos mundos publicó una traducción de José María Riaza Mateo con exquisitas ilustraciones monocromas de A. vivanco. (E. de Castro, «Salomé. Poema portugués de Eugenio de Castro», Por esos mundos, 204, 1912, 36-42). Dicha ilustración es objeto de nuestro análisis en el punto 7.2 de este bloque. 30 Ramón Goy de Silva, «Salomé», La de los siete pecados (el libro de las danzarinas), Madrid, R. velasco, 1913. Se trata de una obra que recrea numerosos elementos de la pieza dramática de Oscar Wilde y que analizaremos en un epígrafe aparte dentro de este mismo capítulo. 31 E. De Castro, Salomé y otros poemas, Madrid, Imprenta Artística de Sáez Hermanos, 1914. 32 Rafael Cansinos Sáenz, Salomé en la literatura. Flaubert, Wilde, Mallarmé, Eugenio de Castro, Apollinaire. Madrid, América, 1919. 33 Op. cit. , p. 88. 55 dios’ de carácter narrativo que lo emparentan, al menos estructuralmente, con la Hérodias de Gustave Flaubert34. A continuación se pergeñará un rápido esbozo del contenido argumental de cada pasaje, acompañado de una interpretación de cada una de las cuatro secciones del políptico. Desde el arranque mismo del primer fragmento, Salomé se muestra como una joven dulce y de inocencia casi prerrafaelita que da de comer a los peces y acaricia a los leones de Nubia, temibles fieras que ante su candor adoptan una extraordinaria mansedumbre. Se en- cuentra ya presente el que será uno de los ejes isotópicos más recurrentes del poema: el de las joyas y las piedras preciosas. Los peces son descritos como «relámpagos de joya» y «flechas de diamante» que forman al moverse «rutilantes batallas de piedras preciosas». El propio as- pecto de Salomé es deslumbrante y magnífico: la túnica es descrita en los siguientes términos: Sua faustosa tunica explendente é uma tarde de triumpho: em fundo côr de brazas, combatem fulvamente irradiantes tropeis d’aureos dragões com azas35. Como se puede deducir de estos versos, Eugénio de Castro ha decidido vestir a Salomé con un atuendo propio de la cultura china tradicional: los dragones bordados que, con las «fauces abiertas» « [...] parecen defenderla» no encajan en un imaginario formado únicamente por referencias árabes, como era habitual en las representaciones orientalistas de la época. De hecho, ésta mezcla de elementos artísticos y ornamentales es uno de los aspectos más pro- nunciados en esta obra, y es una actitud que sitúa el universo estético de Castro en una órbita cercana a la del «divino» Gustave Moreau –por emplear la expresión que le dedica Julián del Casal– que, para crear sus obras, no se atenía a un riguroso historicismo, sino que mezclaba elementos de culturas distintas para crear un entorno arcaico, remoto y onírico. Eugénio de Castro viste a su Salomé con una túnica china que, seguramente, era una de las prendas predilectas de sus contemporáneas, adeptas en la época a «chinoiseries» y «japoneries» y otros exotismos ornamentales, pero también sitúa ibis que sobrevuelan los lagos «donde na- dan flores del Nilo», añadiendo de este modo una referencia egipcia también muy del gusto 34 Gustave flaubert, «Hérodias», Trois contes, G. Charpentier, París, 1877, pp. 167-248. Paula Morão ha estudiado las conexiones entre Flaubert y Castro en su artículo «Salomé de Eugénio de Castro», en el que establece su indecisión entre lo lírico y lo narrativo y se centra en el análisis del desarrollo que el poeta luso hace de la psicología de Salomé. (Paula Morão, «Salomé de Eugénio de Castro», en Arquivos do Centro Cultural Calouste Gulbenkian, Vol. XXXVIII, Lisboa/París, Fundação Calouste Gulbenkian, 1999, pp. 527-532). 35 « Su fastuosa túnica esplendente / es una tarde de triunfo: sobre el fondo color de brasas / combaten fulvamente / radiantes tropeles de áureos dragones con alas». A pesar de contar con la cuidada traducción realizada por francisco villaespesa, he preferido llevar a cabo una traducción propia de los fragmentos citados, ya que el estudio ha sido efectuado sobre el original portugués, y la traducción de 1914, si bien está elegante- mente versificada y vertida al español, presenta algunas variaciones que obstaculizan el análisis filológico que propongo. 56 moreauniano. Dichos elementos suntuosos, de inequívoco eclecticismo orientalista, aparecen además arropados por una cascada de metáforas y rutilantes figuras que evocan lejanamente los esplendores imaginísticos de la dicción barroca. Como ya ha quedado apuntado, Salomé es en esta primera parte un personaje de extrema dulzura que seduce, embruja y enamora a los leones empleando, como únicas armas, sus gestos que «esparcen mil perfumes», como luego hará con el también fiero y aparentemente indomable Bautista. No sería descabellado considerar que la Salomé descrita por Castro tiene algunos elementos que la emparentan con otra mujer fatal arquetípica, la homérica Circe, que dominaba y embrujaba a los animales más fieros, doblegándolos gracias a su sa- biduría de hechicera. Los peces, los leones y, posteriormente, el también feroz e indomable Juan Bautista se muestran extrañamente dóciles ante la presencia de esta enigmática mujer. Según los signos caros a la prosopografía modernista, la belleza de Salomé deslumbra en todo su conjunto: su palidez aparece subrayada por unas «manos plateadas» que los leones confunden con lirios y por los jazmines con los que sacude las mariposas que se posan en su boca. La hermosura de la princesa hebrea es tal que, al reflejarse en el estanque de los peces, «juzga ver un tesoro / que fulge, que brilla en el fondo de la piscina». Surge así una hermo- sísima imagen que remite fugazmente a la temática sensual y ambigua de Narciso contem- plando su reflejo, tal como fue concebida, por espigar una muestra bien conocida, por el ar- tista victoriano John William Waterhouse, que también pintó una muy evocadora recreación de El espejo de Venus (Fig. 7), hoy conservada en la Fundaçao Calouste Gulbenkian de Lisboa, donde el espejo ha sido transformado en estanque. Los diversos elementos arquitectónicos –escalinatas, peristilo, estanques– remiten asimismo a un ambiente de refinamiento extremo y la elección del jardín, escenario típicamente finisecular, también nos ilustra acerca de la sensibilidad de un poeta cuya recreación del episodio bíblico responde a criterios puramente estéticos más que históricos o psicológicos36. La segunda parte del poema viene a ser, quizá, la más original en cuanto a su concepción temática, ya que acoge una doble anticipación del desenlace de la historia. Salomé ha ter- minado su clase de danza, impartida por una bailarina romana, y está tendida, desnuda, con el cabello lleno de rubíes, sobre cojines rojos37. Es entonces cuando su maestra elogia su capacidad para las «danzas voluptuosas» y la compara en una evocadora serie trimembre con «navío, serpiente y mariposa», relegando al segundo término la habitual referencia a la 36 La importancia del jardín en la poesía y la literatura finisecular es el tema de un imprescindible estu- dio de Jesús Ponce Cárdenas, «Era una tarde de un jardín umbrío: trayectoria de un motivo finisecular entre poesía y pintura», Bulletin Hispanique, 115-1, 2013, pp. 305-358. 37 Las evocaciones pictóricas orientalistas de esta escena son obvias. Como ejemplo de esta temática en el ámbito hispánico, podemos citar la acuarela Después de la danza del madrileño Mariano Baquero (1838- 1890), que muestra a una bailarina tendida sobre alfombras y cojines con una pandereta en la mano. 57 sierpe como término de comparación con las danzas sensuales38. Cheios de garbo e aroma, teus movimentos são lascivos como vagas; ninguem te vence, flor, quando, dançando, embriagas: Nem mesmo Julia, imperatriz de Roma! Teu nome ha-de brilhar mais de que o sol no azul! Em breve, ó Salomé, que os corações captivas, ouvindo a tua fama, os reis do norte e sul virão beijar-te os pés em longas comitivas!39 Estos halagos, semejantes a los que le dedicará Herodías al final del poema, son los que fo- mentan la vanidad de Salomé y le impulsan a pedir la cabeza del Bautista como recompensa y trofeo sangriento. Además de la anticipación –Salomé embriaga y domina la voluntad de los hombres a través del baile–, reitera su comparación con una flor –anteriormente se la ha llamado «rosa». 38 Resuenan en la alusión al «navío» ecos difusos del poema «Le Beau Navire» que Baudelaire incluyó en la primera parte de Les fleurs du mal: « Quand tu vas balayant l’air de ta jupe large, / tu fais l’effet d’un beau vaisseau qui prend le large, / chargé de toile, et va roulant / suivant un rhytme doux, et paresseux, et lent ». 39 « «Llenos de garbo y aroma / tus movimientos son lascivos como olas; / nadie te vence, flor, cuando, bailando, embriagas: / ¡Ni siquiera julia, emperatriz de Roma! / ¡Tu nombre ha de brillar más que el sol en el azul! / ¡Pronto, oh Salomé, que los corazones cautivas, / oyendo tu fama, los reyes del norte y del sur / vendrán a besarte los pies en largas comitivas!» (E. Castro, Antología, Lisboa, Imprensa Nacional – Casa da Moeda, 1987, p. 151). figura 7. john William Waterhouse, The Mirror of Venus (1876) 58 A continuación, en el soberbio escenario decadente que conforma el canto de unos pavos reales bajo la luz de la luna, da inicio otro pasaje donde las señales premonitorias van a tomar cuerpo mediante un sueño inducido por el leño aromático que humea en la estancia. Se pro- duce aquí una curiosa transformación de signo mítico: la mirra que arde pasa a ser el árbol de la Mirra y, por consiguiente, encierra en sí la historia de la desgraciada hija de Cíniras, convertida en dicha planta por haber engañado a su padre para introducirse en su lecho. La belleza de Mirra-humana se describe también en términos delicados y cromáticos: rubia, con cabellos ornados de «áureas cigarras», sus senos son como «islas plateadas en mar de le- che» –al igual que las manos de Salomé habían sido ya descritas como argénteas–, y su dicha se hallaba en vivir junto a su padre en «un cercado/donde el mirto crecía, y el romero;/ y al comer, a la sombra de las ramas / caían flores en las copas de áureo vino». Sin embargo, la lujuria la llevó a mantener tratos carnales con su progenitor, pues en su errado gusto frente a él todos los demás hombres resultaban poco atractivos. La pecaminosa muchacha lograría su engaño haciéndose pasar por una joven y misteriosa amante; tras satisfacer sus prohibidos deseos, a la mañana siguiente, se metamorfoseó en el arbusto que lleva su nombre. La narra- ción se lleva a cabo en primera persona, reproduciendo las exclamaciones e interjecciones del discurso -supuestamente- oral del arbusto y, por ello, también presenta una mayor regu- laridad métrica que el resto del poema, a través de seis serventesios, prestando a los versos una cadencia casi teatral. Por varios motivos, conviene prestar especial atención a este pasaje. Al igual que el jardín de Salomé, el antiguo hogar de Mirra tiene un carácter casi edénico: una naturaleza idílica y exuberante, una vida tranquila y sosegada de la que ambas se verán expulsadas al cometer su crimen (el incesto, en el caso de Mirra; la decapitación del Bautista, en el caso de Salomé). Por otro lado, la pasión de Mirra por Cíniras presenta rasgos en común con la lujuria que He- rodes siente por su hijastra, y que le hace concederle cualquier deseo a cambio de su danza, que ya ha sido descrita como «lasciva» y «embriagadora», por lo que la sombra del incesto planea también sobre la historia de Salomé. De hecho, no sería descabellado afirmar que, en este pasaje del poema de Eugénio de Castro, también hay referencias al Génesis bíblico. Como veremos, Salomé actúa seducida por las palabras aduladoras de su madre, ya que sus sentimientos hacia el Bautista son nobles y sólo la vanidad la lleva a solicitar su muerte. Del mismo modo, Eva escucha las palabras de la serpiente y, después de caer en la tentación, es expulsada del Edén. En un eclecticismo de gran sutileza, Eugénio de Castro funde en estos versos un mito griego –el incesto de Mirra–, un episodio del Pentateuco –compartido con la Torah hebraica– y la narración histórica y bíblica de la decapitación de San Juan Bautista, realizando una opera- ción similar a la que efectúa en sus lienzos Moreau, al introducir en un mismo escenario ele- mentos procedentes de distintas culturas visuales y ornamentales. Así pues, podría sostenerse que esta suerte de microrrelato enmarcado sirve para introducir un juego sutil de espejos en 59 el marco de una pieza narrativa compleja: el tema prohibido de las pulsiones incestuosas y el final desastrado de las protagonistas enlazan por extraños senderos a la clásica Mirra y a la hebrea Salomé. Después de esta ensoñación, la luna «pálida, ambarina» despierta a Salomé. Es necesario reparar en este detalle: la luna ha estado presente en todo este episodio que contiene dos premoniciones –la de la bailarina Flavia y la de Mirra– y que, por ello, sugiere una dimen- sión casi sobrenatural. Las exclamaciones de los soldados al principio de la obra de Wilde, en las que Salomé y la luna acaban confundiéndose en su blancura, han de ser tenidas en cuenta a la hora de señalar que el «astro femenino» tiene una presencia constante y poderosa en este texto. Este pasaje concluye, además, con otro inquietante mal presagio: las esclavas irrumpen en la escena anunciando que ha muerto el león predilecto de Salomé. La princesa, entonces, presa de la desesperación, se desgarra los vestidos y cae desmayada. De este modo, y con un sentido estructural casi teatral, esta segunda parte del poema anticipa la tragedia que se avecina y que llegará en el cuarto «acto» a través de la mención de algunos elementos muy significativos: la capacidad de seducción de la danza –elogios de Flavia–, los peligros de la lujuria y el incesto, que llevan a la pérdida del paraíso primigenio –historia de Mirra y reminiscencias del Génesis– y la muerte del ser amado –el león–. En la siguiente parte, la tercera del poema, a través de la identificación entre el león y San Juan, quedará sugerido el desenlace de la historia. La tercera sección del poema gira alrededor de la relación entre el Bautista y Salomé. El Pre- cursor ha sido encerrado en la jaula del león que muere al final de la anterior escena. Las tres primeras estrofas consisten en una descripción de San Juan en la que las referencias al león son constantes: sus gritos son comparados con feroces rugidos que atemorizan a Herodías e, incluso, a los otros leones. Su descripción también recuerda a la de un león: «Moreno, color de bronce, los cabellos crecidos, ojos locos, febriles, llenos de maldiciones». La comparación de San Juan con el león no es casual, ya que es este animal el que frecuentemente se le asocia: como el león, San Juan vive en el desierto y presenta un aspecto temible. De hecho, en varios textos finiseculares se emplea este mismo símil. La originalidad de Castro reside en situar esta relación no sólo en un plano simbólico, sino también real: Juan está en la jaula de un león que, como él mismo, es objeto del amor de Salomé, y sólo se muestra dócil en presencia de la princesa: E João, que para os outros é feroz, É para ela um dócil cordeirinho; Mal a vê, amacia a rude voz, Mudando o olhar de ferro em doce olhar de arminho…40 40 « y juan, que para los otros es feroz, / es para ella un dócil corderito; / en cuanto la ve, suaviza su ruda voz, / cambiando su mirada de hierro en dulce mirada de armiño» (E. de Castro, op. cit., p. 154). 60 Esta parte es mucho menos descriptiva que las anteriores, y narra de un modo más sucinto el posible romance entre el Bautista y Salomé: la princesa lleva al cautivo manjares, flores, vinos, y le regala un anillo que el Precursor «ama perdidamente» porque «su gema dora sus noches infelices». En un entorno austero, casi salvaje, la belleza y la dulzura de Salomé irrumpen bajo la forma de una joya, de un anillo que es una «metonimia de su cuerpo au- sente41», un fetiche que el asceta adora, renunciando a la severidad de sus principios bajo el influjo de la joven amada. La cuarta y última parte del poema es la dedicada a la fiesta de Herodes, danza de Salomé y petición de la cabeza del Bautista. Comienza con unas largas estrofas destinadas a exaltar la magnificencia del banquete «que podría humillar a Salomón». El vocabulario empleado contiene abundantes referencias al lujo, el brillo y la opulencia: esclavos, una vajilla de oro, estolas en las que «arden gemas», un «enorme pez / que en las escamas tiene todos los colo- res del cielo» y «pavones de plumas consteladas». También hay una profusión de elementos aromáticos que preparan la escena para la embriaguez que desatará la danza de Salomé: nardos, camelias, un «surtidor aromático» en el que se inflama una «alta flor argentina», 41 Paula Morão, «Salomé de Eugénio de Castro», en Arquivos do Centro Cultural Calouste Gulbenkian. vol. XXXVIII. Lisboa/París, Fundação Calouste Gulbenkian, 1999, p. 529. figura 8. Antonio fabrés y Costa, El regalo del sultán (1878) 61 «arábigo incienso» o coronas de verbenas42. También abundan las referencias a la música: las «lánguidas violas» y, sobre todo, el sonido de las «nubelias», que probablemente corresponde a la nabla o nebelo, antiquísimo instrumento de cuerda semejante a la lira y que aquí apare- ce, en una ocasión, con el adjetivo «hebraica». En esta ocasión sí nos encontramos ante una atmósfera asfixiante, sensual y embriagadora que, frente a la belleza prerrafaelita de la pri- mera parte del poema, entronca directamente con la imagen erótica, remota, excesiva y casi narcótica de las pinturas de Moreau. La detallada descripción de los colores vivos tamizados por el vapor del incienso y los surtidores, el ambiente algo inconsciente y voluptuoso, los ex- cesos materiales y sensuales de todo tipo remiten a los escenarios recargados, profusamente eclécticos y siempre magníficos de las obras presentadas por el pintor francés en el Salón de 1874, y también a la pintura académica de temática orientalista que produjo tantas escenas de harén, hamam y otros espacios de la sensualidad árabe, siempre impregnada del sopor y la vaguedad del hachish y el ennui finisecular43. En medio de esta escena casi dionisíaca, aparece Salomé bailando. Su descripción física es breve: el poeta apenas menciona un «velo radiante, más leve que un perfume» que deja ver 42 Baste recordar la función que atribuía a esta planta el Petronio de Quo Vadis?: «Luego, Petronio se retiró al cubiculum a descansar media hora. Cuando salió, mandó que le trajesen verbena, se frotó con ella las sienes y las manos y aspiró con delicia el perfume de esta planta. –No puedes figurarte –le dijo a Vinicio– cuánto reanima y refresca este olor» (Henryk Sienkewicz, Quo Vadis?, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1987, p. 22). 43 Nos permitimos invocar a este propósito el testimonio de lienzos como El regalo del sultán (fig. 8.) La favorita, ambos del pintor barcelonés Antonio fabrés y Costa, La odalisca de Mariano fortuny Marsal o En el harén de juan Giménez Martín (fig. 9). figura 9. juan Giménez Martín, En el harén (1901) 62 su «desnudez morena», sus dedos llenos de luz –que imaginamos joyas-- y en cada mano «una pálida azucena». La elección de esta flor blanca, al igual que los lirios y los jazmines ya mencionados, obedece a una isotopía de pureza, de juventud virginal y plena44. Es pertinente recordar cómo, en algunas de las obras de Moreau, Salomé aparece sosteniendo también una flor blanca, en este caso una flor de loto sobre cuyos posibles significados se preguntaba Des Esseintes en À rebours, de J.-K. Huysmans. La danza de Salomé descrita por Castro no es tanto un ejercicio consciente como una suer- te de trance místico, de ensoñación inconsciente y sonámbula. Bajo dicho estado letárgico ella baila «en encantados, místicos jardines», desmayada, dormida en medio de los aromas del salón. En esta estrofa, hay una serie reiterativa de anáforas que inciden en determinado matiz evocador, tal como sugieren las palabras «Dir-se-ia que dança» –«Diríase que baila»–. El efecto de letanía, de canto monótono y musical que surge de ese trenzado anafórico pro- viene de una bien asimilada imitación del drama en un acto de Wilde, quien al comienzo de su obra maestra ponía en boca del Joven Sirio y el Paje de Herodías idénticas palabras referidas a la Luna: «Diríase que busca muertos», «Diríase que baila». Otras claves léxicas probablemente acusan de manera fugaz la lectura atenta de la pieza wildeana llevada a cabo por Castro. En ese sentido, no parece casual la elección de un término tan marcado como «Infanta» para designar a la princesa hebrea. Como bien se recordará, durante la segunda mitad del XIX la obra pictórica de Velázquez gozó de un inusitado interés entre los círculos de artistas y entendidos de Francia e Inglaterra. Una de las voces que más se hizo notar en esta boga velazqueña fue la del reputado James McNeill Whistler, íntimo amigo de Wilde durante varios años y autor de un famoso retrato infantil (Harmony in grey and green. Miss Cicely Alexander, 1872-1873), que apenas vela el clásico modelo subyacente: los famosos retratos de la infanta Margarita de Austria45. Al aire de tal moda, la capacidad de sugestión de las obras plásticas del sevillano así como el ambiente áulico y refinado que representan pronto hubo de generar preciosos ecos literarios, como el malévolo cuento wildeano titulado significativa- mente The birthday of the Infanta46. Más allá de esos ecos literarios apenas ocultos en el pasaje, es casi inevitable recordar en este punto uno de los postulados estéticos fundamentales en la obra de Moreau: el Principio de la Bella Inercia, que él creía percibir, como afirma Praz, en las figuras miguelangelescas, y que formulaba en los siguientes términos: 44 La blancura es también uno de los rasgos más destacados de la Salomé recreada por Wilde y de las ilustraciones de Aubrey Beardsley que acompañaban a dicha pieza dramática. 45 Para la admiración que el polemista americano sentía por el pintor barroco, puede verse el volumen coordinado por Robin Spencer (ed.), Whistler. A retrospective, Nueva york, Wing Books, 1991 (el retrato en p. 159). 46 Incluido en la colección de relatos breves A House of Pomegranates. Manejo la edición The Complete Works of Oscar Wilde, Nueva york, Harper and Row, 1989, pp. 234-247. 63 Todas estas figuras parecen estar fijas en un gesto de sonambulismo ideal; no son conscientes del movimiento que ejecutan; están a tal punto absortas en el ensueño que parecen transportadas a otros mundos.47 Siempre haciendo referencia a su aparente inconsciencia, el modo de moverse es descrito como el paso entre dos precipicios, pie tras pie, tratando de mantener el equilibrio, o como su huida de unas bocas que, en el aire, tratan de besarla. Cuando callan los «burcelines», ella sale de su trance y despierta. Entonces Herodes le hace la consabida promesa: «¡Salo- mé! ¡Salomé! Te daré lo que quieras! », ante lo que Herodías sugiere la cabeza del Bautista. Salomé, que en principio quiere a Juan para «vestirlo como un rey, sentarlo sobre un trono», finalmente acaba sucumbiendo ante las sugerencias que Herodías le hace: «Pede a sua cabeça, Se uma glória quer’s ter como ainda ninguém teve, Embora a sua morte agora te entristeça, Essa frágil tristeza há-de passar em breve... o calor dos festins dissipará teus prantos, A saudade é um fugaz aroma de violetas! E o mundo saberá, filha, que os teus encantos Fazem rolar no chão cabeças de profetas! Essa morte dará um par de assas radiantes Ao teu nome; andarás em pompas de vitória! Se quer’s que a tua glória exceda as mais brilhantes, Rega com sangue quente as raízes da glória!»48 De modo más o menos implícito, la sermocinación de la esposa del tetrarca se erige en una suerte de declaración de principios de la femme fatale que, en estos versos, no se identifica tanto con Salomé como con Herodías. Según la visión de Castro, Salomé aparece retratada como una niña maleable que se deja llevar por las promesas inicuas de sus mayores, seducida por los presagios de gloria que formula su madre. Por todo ello se podría sostener que Herodías adopta en el relato versificado una cualidad casi demoníaca, como la serpiente del Paraíso, equiparada por distintas tradiciones a la mujer, siendo el género femenino ejecutor y víctima de su condena49. 47 M. Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, Madrid, Acantilado, 1999, p. 518. 48 «Pide su cabeza; / si quieres tener una gloria como nadie nunca tuvo, / aunque su muerte ahora te entristezca, / esa frágil tristeza ha de pasar en breve... / ¡El calor de los festines disipará tus llantos, / la saudade es un fugaz aroma de violetas! / ¡Y el mundo sabrá, hija, que tus encantos / hacen rodar por el suelo cabezas de profetas! / ¡Esa muerte dará un par de alas radiantes / a tu nombre; andarás en pompas de victoria! / ¡Si quieres que tu gloria exceda a las más brillantes, / riega con sangre caliente las raíces de la gloria!» (E. de Castro, op. cit., p. 157). 49 Erika Bornay cita como ejemplo de esta identificación, entre muchas otras, las imágenes de Les très riches heures du duc de Berry, en las que la serpiente que ofrece el fruto prohibido a Eva tiene tronco y cabeza de mujer, obedeciendo a las tradiciones que sitúan a la diablesa Lilith (mujer creada igual a Adán y desterrada 64 También es una Salomé que, haciendo referencia a la gloria que anhela, el poeta describe como «perfil de moneda» con «ojos de amatista» –añadiendo al cromatismo ya referido una muy decadente nota violeta–. Un esclavo trayendo un gran plato de oro y una espada anun- cian el desenlace de la historia narrada, anticipado además, como ya hemos visto, a través de la historia de la muerte del león. La Salomé de Eugénio de Castro constituye un ejemplo magistral de interpretación orien- talista y decadente; su gran complejidad estructural y estética hace del poema un ejemplo inmejorable de reescritura del arquetipo maligno. El primer y el tercer episodio comparten una visión dulce e inocente de Salomé, una adolescente cuya belleza apacigua la violencia de los leones reales –los animales enjaulados– y el león simbólico –Juan– y cuya capacidad de seducción y encanto se subraya a través de una delicadeza cromática notable. La concepción de una naturaleza edénica e inocente donde la belleza es perfecta y armónica vinculan estas dos secciones con la estética prerrafaelita, que en aquella época aparecía ya como un movi- miento firmemente consolidado gracias a la obra de autores como Dante Gabriel Rossetti, Edward Burne-Jones o William Morris. La limpidez de los colores, la transparencia de las formas y lo equilibrado del cromatismo se corresponden en cierto modo con un vocabulario que hace continuas referencias a colores nítidos, tenues suavidades y contrastes casi cristali- nos –los peces en el estanque, los pavos reales, las joyas–, y a un paisaje perfecto y suntuosa- mente bucólico. También hay en estas estrofas de Castro destacadas notas orientalistas –el manto chino de Salomé, los ibis, la flor de loto– cuya sensibilidad se nos antoja cercana a la de la pintura académica de tema exótico –Sir Lawrence Alma Tadema, Jean-Léon Gérôme, Henri Débat-Ponsan– que aplica una concepción estética similar a temas procedentes de la Antigüedad y los países de oriente. No resulta descabellado sospechar que las secciones primera y tercera conforman un sutil contraste con los otros fragmentos de la obra. En las partes pares del poema se hace patente la dualidad del personaje de Salomé, que adquiere matices más tenebrosos, cargados de perversidad. Dicha dualidad se plasma también en una estética más cercana al refinamiento decadentista en el que Gustave Moreau fue gran maestro: fusión de estilos arquitectónicos, presencia constante de una atmósfera cargada, embriagadora y confusa, turbia sensualidad, profusión de suntuosidad. La concepción estructural y, en muchas ocasiones, el lenguaje empleado –principalmente los discursos en estilo directo–, remiten a una concepción del texto poético cercana a la narrativa o, incluso, a la literatura dramática. Las descripciones de preciosismo parnasiano, la elección de una temática decadente y el intenso cromatismo lo aproximan además al ejer- al inframundo tras rebelarse contra la sumisión que le ha sido impuesta) como impulsora del pecado original (Hijas de Lilith, Madrid, Cátedra, 1990, pp. 25-30). También la figura que tienta a Eva en los frescos que Miche- langelo Buonarotti pintó para la Capilla Sixtina ostenta estos temibles rasgos. 65 cicio literario de la écfrasis, ofreciendo interesantes puntos de contacto con la pintura de la época, especialmente con las aludidas escuelas orientalista y prerrafaelita. En cierto sentido, el mayor talento atribuible a Castro a la hora de componer esta obra radica, probablemente, en su maestría al asumir los distintos códigos estéticos en función del carácter dual de la protagonista y la estructura ambivalente adoptada. Se podría aplicar a la naturaleza íntima del texto el calificativo de polifónico, ya que actualiza las voces contrastadas de los distintos personajes al tiempo que culmina una notable armonización de fuentes, al modo de una imi- tación ecléctica de signo áureo. En ese su quehacer Castro manifestará un intenso poder de evocación y llevará a término una recreación de la historia neotestamentaria donde brillan innovaciones de radiante originalidad y sobresalen los tres rasgos que más le caracterizan: «el Culto a la Forma, la serenidad y la saudade»50. Probablemente por tales motivos su Salomé fue gratamente acogida por el entero Modernismo hispano-americano, y, por ello también urge la recuperación para el lector ibérico de hoy -hispánico y también luso– del corpus textual de uno de las plumas más deslumbrantes del fin de siècle europeo. 2.1.3. eL díptico de Henri cAzALis Bajo el seudónimo de Jean Lahor, el poeta francés Henri Cazalis publicó en 1888 su poema- rio L’illusion51 que, todavía hoy, sigue siendo su obra más conocida y valorada. Próximo a la escuela parnasiana, Cazalis desarrolló un gran interés por las tradiciones y religiones orien- tales, interés que plasmó en poemas, cuentos y ensayos sobre arte simbolista y prerrafaelita. El primer libro de L’illusion, bajo el nombre de «Chants de l’amour et de la mort» incluye un díptico de sonetos titulado «Salomé». Como los cuadros de Moreau, estos poemas recrean el tema de la danza de Salomé ante Herodes y la «aparición» de la cabeza de San Juan Bautis- ta, aunque en el segundo caso Cazalis desarrolla una visión no sobrenatural del hecho: I Salomé, la danseuse, est pâle de désir; Elle, le beau serpent d’amour, la fleur sauvage, la veille, elle entendit lui cracher un outrage cet ascète, qui hait la chair et le plaisir. Or elle apprend qu’Hérode enfin l’a fait saisir; Dans la nuit de ses yeux rit un éclair d’orage: en hâte elle se pare, et farde son visage, et se rend au palais où le saint va venir. Saint Jean est amené dans la salle de fête; L’extase de la mort illumine sa tête; Le bourreau près du trône est allé se placer; 50 C. de Burgos, «Eugenio de Castro», Cosmópolis, 25, 1921, 40-45 (p. 43). 51 H. Cazalis. L’illusion, París, Alphonse Lemerre Éditeur, 1880. 66 Et, demi-nue, aux sons des tambours et des harpes, voluptueusement entr’ouvrant ses écharpes, la couleuvre se lève et commence à danser.52 II La Bête triomphante a cru vaincre l’Esprit, le sang du Précurseur a jailli sous l’épée; et, sinueuse, autour de la tête coupée, lente, Salomé danse et froidement sourit. Le sang teinte ses pieds d’ivoire et les fleurit... À l’aube, elle reçut la tête envelopée, et sortit du palais, soudain préocupée par les grands yeux du mort dont la paix la surprit. Depuis lors, sa chair lasse et jamais assouvie fut prise d’un dégoût étrange de sa vie, et son âme étouffait de rêves inconnus; Et toujours, et toujours, elle voyait la tête, et, pleins de paix, ces yeux, ces grands yeux de l’ascète, qui jadis dédaigna les fleurs de ses seins nus.53 Salomé se presenta como una «danseuse» (‘bailarina’) que acude al palacio de Herodes con el único fin de conseguir la decapitación de San Juan. Los trazos que la representan no son los de una adolescente manipulable, sino los de una mujer cruel y vengativa. Se describe como «pâle de désir» (pálida de deseo). La palidez es un rasgo frecuente en la iconografía de la femme fatale y, aquí, esta palidez está provocada por la pulsión carnal. Salomé es una mujer con una sexualidad desbordada, a la que se define como «fleur sauvage» y «beau serpent d’amour». La identificación entre mujer y serpiente, que arranca desde la figura bíblica de Lilith, es una constante en la literatura finisecular. Baudelaire, en Las flores del mal, escribe 52 «Salomé, la bailarina, está pálida de deseo ; / ella, la bella serpiente de amor, la flor salvaje, / ayer oyó un ultraje escupido por / este asceta, que odia la carne y el placer. // Cuando se entera de que Herodes al fin ha ordenado prenderlo, / en la noche de sus ojos ríe un destello de tormenta : / rápidamente se viste y maquilla su rostro / y se dirige al palacio donde se encuentra el santo. // San juan es conducido al salón del banquete ; / el éxtasis de la muerte ilumina su cabeza. / El verdugo ocupa su lugar junto al trono // y, medio desnuda, al son de los tambores y las arpas, / entreabriendo sus velos con voluptuosidad, / la culebra se alza y empieza a bailar». 53 «La Bestia triunfante ha creído vencer al Espíritu, / la sangre del Precursor ha manado bajo la espada ; / y, sinuosa, alrededor de la cabeza cortada, / lentamente, Salomé danza y sonríe con frialdad. // La sangre tiñe sus pies marfileños y los siembra de flores… / Al alba, ella recibe la cabeza envuelta, / y sale del palacio, repentínamente preocupada / por los grandes ojos del muerto, cuya paz la sorprende. // Desde entonces, su carne fatigada y nunca saciada / fue invadida por un extraño hastío hacia su vida, / y su alma se asfixiaba en sueños desconocidos ; // Y siempre, siempre, seguía viendo la cabeza, / y, llenos de paz, esos ojos, esos grandes ojos del asceta / que antaño despreció las flores de sus senos desnudos.» 67 figura 10. franz von Stuck, Die Sünde (1893) 68 sobre «Le serpent qui danse» (‘la sierpe que danza’). El mismo ofidio como símbolo del mal o simplemente como referencia a creencias ancestrales también está presente en los cuadros de Moreau, o en la famosa imagen de El pecado, de Franz Von Stuck (Fig. 10). Aquí, además, la imagen vendrá dada, al final del poema, por el movimiento sinuoso de Salomé al bailar, en el verso «La couleuvre se lève et commence à danser». Es, de nuevo, una sierpe pálida y fría. Pálida de deseo de venganza por el insulto del Profeta, Salomé tiene ojos negros en los que brillan destellos tempestuosos y crueles. En el verso 6, «en la noche de sus ojos ríe un relám- pago de tormenta», se ven estos elementos: la noche evoca la oscuridad y el mal, la risa es muestra de crueldad y el destello añade matices casi satánicos. Su crueldad hace que se vista, se maquille y se «adorne» con prisa para acudir al palacio donde se encuentra preso San Juan. El vestuario –que imaginamos espléndido, deslumbrante– y el maquillaje aparecen como herramientas empleadas por Salomé para lograr un objetivo deliberado. Una vez en el palacio, ante el verdugo, ya preparado, San Juan y Herodes, Salomé ejecuta su danza. Se trata de una imagen de enorme erotismo: Salomé está «medio desnuda» y, al son de los tam- bores y las harpas –única referencia sonora del poema– empieza a bailar entreabriendo sus velos. Aquí Cazalis se hace eco de la tradición que atribuye a la hija de Herodías la danza de los siete velos, durante la cual la bailarina va despojándose sucesivamente de los finos cen- dales hasta quedar desnuda. En el momento en el que empieza a bailar, termina el poema. En el segundo poema la analogía pictórica es menos clara, y supone una interpretación más libre del tema. Llevando a cabo una elipsis narrativa correspondiente a la decapitación del Precursor, comienza con San Juan Bautista ya muerto, y Salomé bailando todavía, ahora al- rededor de la cabeza, ejecutando un extraño ritual de crueldad con un movimiento que sigue recordando a la serpiente –sinuosa–, aunque con mayor lentitud, evocando también el vuelo circular de los buitres sobre su presa, y con una sonrisa fría que muestra de nuevo su falta de piedad. Al contraste entre la palidez de su semblante y la oscuridad nocturna de sus ojos se une ahora un tercer elemento cromático, el rojo de la sangre que «tiñe y hace florecer sus pies de marfil», en una imagen parnasiana que deja ver el gusto por la ornamentación y los materiales preciosos. La violenta combinación de estos tres colores –blanco, negro y rojo– es la misma que empleará Oscar Wilde en su Salomé, y son las únicas referencias cromáticas que menciona Cazalis en estos poemas. Cuando, al amanecer, Salomé recoge la cabeza que le había sido prometida, se ve sorprendida y desconcertada por la paz de los ojos del muerto. La imagen de sus grandes ojos de asceta –imagen que sí toma Cazalis de Moreau, en cuya representación el Bautista mira fijamente a una Salomé espantada– se queda grabada en su mente y se convierte para ella en una obse- sión que le provoca «un étrange dégoût de la vie», «un extraño hastío –o asco– a la vida». La aparición sobrenatural del espectro de San Juan imaginada por Moreau se ha convertido aquí en un remordimiento que martirizará hasta la muerte a una mujer hasta entonces «insaciable». 69 Concluye el poema con una revelación: San Juan «antaño desdeñó las flores de sus senos desnudos». El rechazo erótico de San Juan hacia Salomé, tema posteriormente retomado por oscar Wilde, convierte estas escenas en la narración de una tragedia sentimental en la que Salomé pide la decapitación de San Juan por no verse correspondida. Por todo ello, la descripción de San Juan ha de conformar un retrato opuesto y antagónico a la sensualidad desbordada de Salomé. Se lo define como un «asceta que odia la carne y el placer», un hombre que «escupe» ultrajes, un santo «iluminado por el éxtasis de la muer- te» –anticipando, quizás, el modo en que Moreau lo representa en «La aparición», con una aureola de luz–, un místico que paga con su vida el capricho, o el amor, de la bailarina judía. Cazalis convierte esta escena en una parábola del triunfo del espíritu sobre las míseras pul- siones de la carne. A la hora de valorar el díptico de poemas de Cazalis, a pesar de su tradicional adscripción al Parnasianismo, nos encontramos ante textos con un marcado carácter narrativo y alejados del mero estatismo descriptivo. La analogía con Moreau se produce principalmente en el modo en que están caracterizados los personajes y en algunas descripciones puntuales, como el momento de la danza o los pies pálidos de Salomé manchados por la sangre del Bautista. Adopta Cazalis, también, la estructura bimembre de los cuadros de Gustave Moreau, así como la explicación que aportan sobre la historia en ellos referida. No tiene tanto protago- nismo, sin embargo, el exotismo lujurioso y onírico de la pintura. Carecemos de referencias a la arquitectura o a cualquier otro elemento de los cuadros. De modo afín, en ese proceso de esencialización, el rico cromatismo presente en las pinturas se reduce aquí a una combina- ción plenamente simbolista de negro, rojo y blanco. El empleo del blanco y el negro parece, en cierto modo, anticipar el bello contraste de los dibujos de Beardsley. Henri Cazalis centra su interés en el carácter trágico y psicológico de una historia de amor y muerte con una sen- sibilidad de regusto simbolista y decadente. Por otro lado, es necesario señalar la importancia que adquiere el soneto como forma poética asociada a la écfrasis. El Parnasianismo, fiel a las formas clásicas, potenció el empleo de esta suerte de ‘micro-género’ por su concisión y rotundidad. Por todo ello, no es extraño que sea ésta la forma escogida por Cazalis –y no sólo por él, como ahora se verá– para sus poemas de tema pictórico54. 54 Una aportación capital sobre la consolidación y la estética de este movimiento poético ofrece yann Mortelette en Histoire du Parnasse, París, Fayard, 2005. 70 2.1.4. con unA visión HispánicA: juLián deL cAsAL En 1892, un año antes de su temprana muerte, el cubano Julián del Casal publicó en La Habana su segundo poemario. Bajo el título de Nieve55, el volumen reunía poemas publicados anteriormente en prensa, principalmente en La Habana Elegante, y agrupados según criterios temáticos y estilísticos. La sección que ahora reclama nuestro interés es la titulada Mi museo ideal (Diez cuadros de Gustavo Moreau), donde el joven poeta ejecutó diez sonetos inspirados en otros tantos cuadros de Moreau. A pesar de vivir en Cuba y de nunca haber visto los lienzos originales, Casal tuvo acceso a reproducciones fotográficas en blanco y negro de los mismos. Como ha demostrado la crítica, es muy probable que el primer contacto de Casal con estos cuadros fuese a través de la lectura de À rebours y que la redacción del primero de los poemas, el dedicado a Salomé, se llevara a cabo sin haber visto ninguna imagen del cuadro. El resto del «Museo» habría sido escrito a partir de las citadas reproducciones, algunas de las cuales Casal no supo identificar correctamente, ya que no incluían título alguno56. Después de un poema introductorio –complementario a los endecasílabos de «Sueño de Glo- ria. Apoteosis de Gustavo Moreau», que sirve como colofón a la sección–, da comienzo una galería en la que, siguiendo el modelo que diez años después adoptaría Antonio de Zayas en sus Retratos antiguos, cada poema recrea el tema y el contenido de un cuadro. Son composicio- nes de carácter básicamente ecfrástico que justifican plenamente la adscripción de Casal y, especialmente, de Nieve, a la estética parnasiana, que el poeta conocía de primera mano gra- cias a la lectura de José María de Hérédia y Catulle Mendès. En un lugar de honor, abriendo esta galería se encuentra el díptico ecfrástico formado por «Salomé» y «La aparición», las dos obras más conocidas y valoradas de Moreau. SALOMÉ En el palacio hebreo, donde el suave humo fragante por el sol deshecho, sube a perderse en el calado techo o se dilata en la anchurosa nave, está el Tetrarca de mirada grave, barba canosa y extenuado pecho, 55 j. del Casal, Nieve, La Habana, Imprenta La Moderna, 1892. Hay edición moderna en J. del Casal, Obra poética, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1982 y en Julián del Casal, Poesía completa y prosa selecta, Madrid, verbum, 2001. 56 La fascinación del jovencísimo Casal, que se sabía enfermo y, además, atrapado en una isla que él con- sideraba un «desierto», por el ya consagrado y anciano Moreau cristalizó en una correspondencia que, si bien no muy cuantiosa, ofrece algunos datos curiosos, como la contrariedad del cubano por la repetida negativa del parisino a remitirle un retrato que le permitiera conocer su aspecto, ya que Casal creía muy improbable la posibilidad de un encuentro personal. Entre los proyectos de Casal también estuvo un viaje frustrado a París para escribir una monografía sobre Moreau. Las cartas que Julián del Casal escribió a Moreau fueron editadas y comentadas por el profesor Robert Jay Glickman en 1972 (R. J. Glickman, «Julián Del Casal: Letters to Gustave Moreau», Revista Hispanica Moderna 37, nos. 1-2, (1972-73), pp. 101-135), en un interesante artículo en el que comenta éstos y otros detalles acerca de esta relación epistolar. 71 sobre el trono, hierático y derecho, como adormido por canciones de ave. Delante de él, con veste de brocado estrellada de ardiente pedrería, al dulce son del bandolín sonoro, Salomé baila y, en la diestra alzado, muestra siempre, radiante de alegría, un loto blanco de pistilos de oro. LA ApARICIóN Nube fragante y cálida tamiza el fulgor del palacio de granito, ónix, pórfido y nácar. Infinito deleite invade a Herodes. La rojiza espada fulgurante inmoviliza hierático el verdugo, y hondo grito arroja Salomé frente al maldito espectro que sus miembros paraliza. Despójase del traje de brocado y, quedando vestida en un momento, de oro y perlas, zafiros y rubíes, huye del Precursor decapitado que esparce en el marmóreo pavimento lluvia de sangre en gotas carmesíes. En Salomé el sentido de la descriptio poética es de arriba abajo y del fondo hacia el frente. Los dos primeros cuartetos contienen una descripción de las bóvedas y arcos entre los que la luz del sol se funde con el humo de los sahumerios e incensarios. Confluyen aquí el empleo de tecnicismos arquitectónicos –«calado techo», «anchurosas naves»– con el evocador predo- minio de un espacio inundado de pesados aromas orientales («suave humo fragante»). El se- gundo cuarteto aparece dedicado a la figura de Herodes («el Tetrarca»), cuya caracterización se lleva a cabo a partir de tres atributos principales: la «mirada grave», la «canosa barba» y el «extenuado pecho». Esto, unido a su actitud («sobre el trono, hierático y derecho / como adormido por canciones de ave») contribuye a una sensación de inmovilidad y rigidez que lo convierten en una figura casi pétrea57. Del mismo modo, en el cuadro de Moreau los per- sonajes del fondo –Herodes, Herodías, los músicos, el verdugo– carecen de movimiento, y su simetría y pesadez los integran en un entorno escultórico y arcaico en el que adoptan los colores y las formas del edificio, convirtiéndose en estatuas. Tan sólo la figura joven, sensual y luminosa de Salomé introduce movimiento y vida en esta escena aletargada. 57 Al leer esta descripción es inevitable recordar el conocido poema LXXVII de «Spleen et idéal», de Les fleurs du mal de Baudelaire, que comienza con el verso «Je suis comme le roi d’un pays pluvieux ». 72 Aparentemente ajena a la tragedia que ella misma desencadenará, Salomé baila «radiante de alegría». Se pinta verbalmente su vestido de brocado y pedrería, que –en imagen típica- mente parnasiana- está constelado de gemas ardientes, contraponiendo además la frialdad de la piedra con la calidez de su brillo. El cromatismo de la escena lo completa el loto blanco que Salomé siempre lleva en la mano en las representaciones de Moreau. Acerca del signifi- cado de esta flor, ajena a la tradición bíblica, se preguntaba Des Esseintes en À rebours: Des Esseintes cherchait le sens de cet emblème. Avait-il cette signification phal- lique que lui prêtent les cultes primordiaux de l’Inde; annonçait-il au vieil Hé- rode, une oblation de virginité, un échange de sang, une plaie impure sollicitée, offerte sous la condition expresse d’un meurtre; ou représentait-il l’allégorie de la fécondité, le mythe hindou de la vie, une existence tenue entre des doigts de femme, arrachée, foulée par des mains palpitantes d’homme qu’une démence envahit, qu’une crise de la chair égare?58 La descripción se completa con un verso referente al sonido («al dulce son del bandolín so- noro») de musicalidad modernista y barroquizante que incorpora en la escena a la intérprete que, sentada en una esquina, toca un instrumento de origen indio que Moreau introdujo anacrónicamente en la pintura y que Casal nombra a través de un instrumento aún más moderno, pero habitual en el décor de la literatura orientalista finisecular59. El segundo soneto, el dedicado a la grandiosa acuarela «La aparición», posee mayor plas- ticidad, cromatismo y movimiento. Nuevamente el orden de la descripción se lleva a cabo comenzando por el entorno arquitectónico. El palacio ahora se describe a través de sus ma- teriales y colores: además de granito, está hecho de ónix (negro), pórfido (púrpura) y nácar (blanco irisado). El brillo de estos colores se encuentra, sin embargo, tamizado por el humo del incienso, descrito como «nube fragante y cálida». Es en este ambiente cargado y embria- gador tan frecuente en las recreaciones orientalistas finiseculares donde se produce la terrible escena narrada, en la que hay tres personajes con actitudes opuestas. Herodes, tras la danza de Salomé, se describe como poseído por el deleite. El verdugo, tras la decapitación del Bau- tista, está inmóvil –en los dos cuadros de Moreau su actitud es exactamente la misma–, y Salomé contempla con un gesto de terror la cabeza de San Juan que la mira fijamente desde las alturas. Que sea ella el único personaje que parece ver el espectro es un rasgo que adopta Casal y del que parten también Cazalis o Huysmans para convertir esta escena no en una aparición sobrenatural sino en un símbolo del castigo espiritual de Salomé. Salomé, ante esta visión, se desnuda y queda cubierta sólo por las joyas que Casal nos descri- be detalladamente: oro, perlas, zafiros y rubíes –oro, blanco, azul y rojo, que son los colores 58 j.K. Huysmans, À rebours, París, Au Sans-Pareil, 1924, p 57. 59 Sirvan como ejemplo los evocadores versos de Antonio de Zayas en El puente de los Suspiros: «La noche se engalana de raso y pedrería, / del bandolín sereno la apagada armonía / de la brisa difunden los ver- sátiles giros» (Antonio de Zayas, Joyeles bizantinos, Impr. de A. Marzo, 1902, p. 27). 73 predominantes en esta obra pictórica–. La imagen de Salomé desnuda y enjoyada corres- ponde ya plenamente a la imagen que se establecerá en esta época y en la que conviven el lujo y la lujuria como elementos de una iconografía que debe mucho al Orientalismo y a la evocación de fastuosas épocas pasadas. Salomé huye, saliendo del poema, en el que sólo permanece la cabeza del Bautista que, en una nueva imagen de magnificencia, «esparce en el marmóreo pavimento / lluvia de sangre en gotas carmesíes». Vemos nuevamente el con- traste entre el mármol frío y la violencia de la sangre, que adquiere una consistencia casi de piedra preciosa. Al entrar en la valoración del díptico casaliano, ante todo se ha de subrayar que en ambos sonetos se trasluce el influjo del célebre capítulo quinto de À rebours. Los elementos destacados por Huysmans en la contemplación de Des Esseintes corresponden a muchos de los incluidos en estos poemas. El inmenso talento de Casal se muestra en la construcción de unos versos concisos y bellos, donde a la delicadeza descriptiva propia de la estética parnasiana se une una lengua poética en la que predomina lo sensorial. Desde el plano sintáctico, cabe apuntar cómo los sonetos están construidos a partir de pocas frases –dos en «Salomé», tres en «La aparición»– que adquieren una musicalidad plenamente moderna a través de una rica adje- tivación –con alta frecuencia de epítetos– y por medio del hipérbaton. El malogrado Casal evoca, como Moreau, una figura trágica situada en un contexto remoto, vago y suntuoso a la que dota de un carácter regio y casi fantástico. El exquisito lírico cubano, que apenas salió de La Habana –tan sólo un viaje frustrado a París que finamente se limitó a algunas semanas en Madrid–, asumió y plasmó en estos textos todo el legado libresco del orientalismo y de las nuevas bogas estéticas europeas. 2.1.5. unA Apoteosis mAcAbrA: ALbert sAmAin Entre la publicación de los dos poemas de Albert Samain que ahora comentaremos median sólo siete años de diferencia. Au jardin de l’infante fue impreso en 1893 y Le chariot d’or, en 190060. Sin embargo, el espíritu de ambas composiciones resulta muy similar, ya que se enmarca en la trayectoria uniforme de un poeta al que la crítica ha atribuido formas parnasianas, fuerte influencia romántica e ideas verlainianas, ultra decadentes: Como los románticos, Samain se lamenta de haber encontrado la vida inferior a lo que esperaba y, como ellos, se consuela abandonándose a lo romancesco, al exotismo, al espejismo de los cuentos de hadas o de los paisajes de oriente61. Junto a conexiones literarias obvias, Samain extrae gran parte de sus temas y motivos de la 60 Hemos manejado las siguientes ediciónes : Albert Samain, Au jardin de l’infante, París, Mercure de france, 1924 y Albert Samain, Oeuvres, París, Mercure de france, 1924. 61 A. Barré, Le symbolisme, Ginebra, Slatkine Reprints (reimpresión del original publicado en París, 1911),1970, p. 249. 74 pintura, manifestando predilección por los artistas manieristas, por el estilo rococó y simbo- lista. Watteau, Boucher y, por supuesto, Gustave Moreau le proporcionan material suficiente para sus ensoñaciones, y contribuyen a la formación de un mundo propio «de otoño, de crepúsculo y de mórbida languidez». Muestra de ello es el poema que vamos a comentar a continuación. Se trata del soneto «Hérode» (Herodes), perteneciente a su libro Le chariot d’or, y cuya inspiración es más que evidente: se trata de una nueva écfrasis de la pintura «Salomé» (1876) de Gustave Moreau: hÉRODE Mortelle à voir, avec ses yeux diamantins aux pourpres d’un couchant cruel, sous les portiques, Hérodiade, au lente vertige des cantiques, ondule, monotone, en roulis serpentins. Les colliers ruisselants bruissent, argentins dans l’air ivre, gorgé d’encens asiatiques. Sa robe a des éclairs de gemme frénetiques; et voici s’écarter ses voiles clandestins. Et le roi sent frissons d’or en ses chairs funèbres, la vipére Luxure enlacer ses vertèbres; et, tendant ses vieux bras de métaux oppressés d’une bouche repue, incurablement triste, pendant qu’à terre gît le chef de Jean-Baptiste, il boit le sang qui brûle au bout des seins dressés, Et l’irritante odeur des grands yeux révulsés. En efecto, como puede deducirse en una lectura epidérmica del poema, nos hallamos ante una composición de gran cromatismo y suntuosidad, donde destacan el vocabulario descrip- tivo así como una recreación estética admirable. Según la bipartición clásica de esta forma poética, los dos primeros cuartetos aparecen consagrados a la figura de Salomé (en el poe- ma bajo la advocación de Herodías, esposa del Tetrarca, cuya fusión nominal con la joven princesa es constante en la época62). Desde el arranque mismo del texto se percibe una aire maligno, en el primer verso se afirma que verla es mortal, un detalle que de manera sutil remite lejanamente a la figura de la Medusa o la Gorgona, arquetipos fundamentales en el Romanticismo y símbolos de la belleza fatal y sublime, no en vano denominada medusea por Mario Praz63. La descripción comienza con su mirada casi sobrenatural, con los ojos que son «diamantinos con púrpuras de un poniente cruel». Color decadente y regio por excelencia, asume aquí valores simbólicos el uso del púrpura. A continuación se habla de su danza, del movimiento casi hipnótico: «con el lento vértigo de los cánticos, ondula, monótona, en vaive- 62 Cfr. la Introducción al capítulo 2 de esta tesis doctoral. 63 M. Praz, op. cit. 75 nes serpentinos». Nuevamente, la referencia a la serpiente enlaza el poema con el arquetipo ya mencionado con motivo del poema de Cazalis. Además, en este caso, la reiteración de pa- labras que evocan la sinuosidad lo imbrican indirectamente con aquella tradición pictórica manierista basada en la espiral y la ondulación. Resulta necesario evidenciar cómo la refe- rencia a la sierpe enlaza el perfil de esta Salomé-Herodías con el arquetipo de la hermosura maligna evocada en el poema de Cazalis. El segundo cuarteto prosigue con la descripción del aspecto de Salomé: sus collares se des- parraman provocando un rumor argentino. El vestido es resplandeciente, cuajado de piedras preciosas y, como ya se vio en el soneto cazaliano, se despoja de sus cendales evocando, nuevamente, la danza de los siete velos. Cabría destacar aquí el protagonismo que cobran las joyas y el vestuario en las obras de Moreau. Vestir a Salomé siempre ha sido un reto y un ejercicio de imaginación para los creadores que han decidido plasmar su perverso atractivo. Muestra de ello es, por supuesto, el propio Gustave Moreau, que escribió acerca de este tema: Me veo obligado a inventarlo todo. No quiero servirme, bajo ningún pretexto, de la trapería griega clásica. En primer lugar, elaboro en mi pensamiento el carácter que quiero darle a mi figura y, a continuación, la visto con arreglo a esa primera idea dominante. En Salomé, quería conseguir una figura de sibila y de encantadora religiosa de carácter misterioso. Por eso concebí el traje como un relicario64. Relicario, joyería legendaria o vestuario casi teatral, la labor de Moreau en este terreno al- canzó cotas de notable originalidad. Para el caso de sus variaciones en torno a la princesa hebrea, tal búsqueda llegaría a su cumbre en la obra titulada Salomé bailando ante Herodes, también conocida como Salomé tatuada (Fig. 11), donde el cuerpo desnudo de la bailarina se muestra recubierto de dibujos que construyen sobre el lienzo una mezcla iconográfica fasci- nante cuyas formas eclécticas y cuidadosamente delineadas se superponen a la corporeidad del cuadro. Hasta aquí la descripción de Herodías, en la que se han introducido también palabras desti- nadas a evocar la atmósfera, asfixiante por causa de los «inciensos asiáticos» lo que, unido al «lento vértigo de los cánticos», produce un entorno embriagador y casi ritual característico también de la cultura orientalista de la época. La única referencia espacial es la de los pórti- cos (v. 2), que evoca igualmente la arquitectura abovedada de los cuadros de Moreau. Frente a la imagen de plenitud y sensualidad de Herodías, Herodes es la viva imagen de la decadencia. Aparece como un hombre de «carnes fúnebres» en las que sólo despierta «temblores de oro» la víbora de la Lujuria –recurre nuevamente a la imagen de la serpiente, 64 Citado en vv. AA., Gustave Moreau. Sueño de Oriente. Madrid, fundación MAPfRE. Instituto de Cultura, 2006, p. 15. 76 figura 11. Gustave Moreau, Salomé dansant devant Hérode, o Salomé tatouée (1876) 77 impregnada de connotaciones fálicas– enlazándose en sus vértebras, en una audaz imagen que convierte a Herodes en una figura de una rigidez e inmovilidad casi arquitectónicos. Las joyas que lleva, en lugar de brillar y agitarse como en el cuerpo de Herodías, oprimen sus vie- jos brazos. En el cuadro de Moreau también hallamos ese contraste entre un Herodes enor- memente hierático y anciano, normalmente en la oscuridad, frente a la blancura, juventud y esplendor de Salomé / Herodías, que baila para él. La última estrofa presenta una imagen ciertamente mórbida: la boca «saciada y triste» de Herodes bebiendo «la sangre que arde al final de los altos senos» de la bailarina. El último verso, el estrambote del soneto, introduce una nota aún más inquietante: el irritante olor de los grandes ojos encendidos. ¿Se refiere a Herodías o, por el contrario, a los ojos del Bautista, que siempre son descritos como grandes y profundos? La nota final crea una extraña sensación discordante que roza los efectos de la sinestesia. En definitiva, como acabamos de ver, se trata de un poema de gran plasticidad, en el que destaca la elección de un vocabulario destinado a exaltar las notas de la pompa y la magnifi- cencia, según el décor ligado al fastuoso lujo oriental: diamante, púrpura, collares argentinos, gemas frenéticas, oro o metales. Este lienzo poético no fue la única evocación de este pasaje bíblico por parte de Samain. En otros textos de lirismo más sentimental, fundamentalmente dedicados a la lamentación del hastío, el ennui finisecular, Albert Samain compara su estado de ánimo al de Herodes. Por ejemplo, en su primer poemario, Au jardin de l’infante, habla de tardes en las que «mi alma arrastra consigo todo el hastío de un viejo Herodes». La figura del rey judío se convierte así en un símbolo de la decadencia y el desencanto ante el que sólo quedan efímeros placeres sensuales cuyo precio, como en el caso de la danza de Salomé, es demasiado alto. 2.1.6. LA Fusión onomásticA: LAs Herodías de jeAn LorrAin Dandi, esteta y provocador, Jean Lorrain fue uno de los escritores más notables del Simbolis- mo y, además, uno nexo esencial entre distintos artistas del fin de siècle francés. Su fascinación por la obra de Gustave Moreau constituye, con seguridad, uno de los factores más decisivos a la hora de iniciar su carrera poética65. Fue de hecho un jovencísimo Jean Lorrain quien, en 1882, siendo un poeta aún muy poco conocido, se dirigió al número 14 de la rue de la 65 En Monsieur de Phocas, su obra más conocida, podemos leer estas reflexiones del protagonista acerca de la obra de Gustave Moreau: «Gustave Moreau, l’homme des sveltes Salomés ruisselantes de pierreries, des Muses porteuses de têtes coupées et des Hélènes aux robes maillées d’or vif, s’érigeant, un lis à la main, pareilles elles-mêmes à de grands lis fleuris, sur un fumier saignant de cadavres! Gustave Moreau, l’homme des symboles et des perversités des vieilles théogonies, le poète des charniers, des champs de bataille et des sphinx, le peintre de la Douleur, de l’Extase et du Mystère, l’artiste, entre tous les modernes, qui s’est approché le plus de la Divinité et l’a toujours évoquée meurtrière? Gustave Moreau, l’âme de peintre et de penseur qui m’a toujours le plus troublé !» (Jean Lorrain, Monsieur de Phocas, Paris, Flammarion, 2001, pp. 249-250). La pintura de Moreau tiene una gran importancia en la trama de Monsieur de Phocas, y Lorrain dedica no pocas páginas a glosar algunas de sus obras más señaladas, como las dedicadas a Salomé y a otras mujeres malditas. 78 Rochefoucauld –taller y residencia del pintor– para expresarle su admiración y hacerle lle- gar algunos poemas inspirados en sus obras66. Esta tradición, inaugurada por José María de Heredia en 1869, propició una abundante literatura ecfrástica a la que pertenecen los poemas que vamos a comentar. Lorrain fue, desde sus inicios literarios, un inspirado poeta parnasiano, pero su polémica personalidad –era conocido por sus corrosivas crónicas socia- les en la prensa, cuyo sarcasmo le llevó hasta un duelo del que su reputación salió gravemente perjudicada, llegando incluso a disculparse ante Moreau para no ver peligrar su amistad– y el gran éxito obtenido por su narrativa –notablemente Monsieur de Phocas– ha proyectado una larga sombra sobre su obra poética que dura hasta nuestros días. El poema que vamos a comentar fue publicado en 1897 por Jean Lorrain en su libro L’ombre ardente. Este volumen es el último poemario que dio a la imprenta y en su mayoría responde a los presupuestos de la École de Rome, con abundantes descripciones pictóricas. Muestra también un enorme interés por la evocación de personajes históricos o míticos, principalmente de tipo exótico. Es en la confluencia de estas dos tensiones –el preciosismo descriptivo y la legendaria sensua- lidad oriental– donde podemos encuadrar el soneto número dieciséis de la primera parte de L’ombre ardente. Lleva por título «Hérodias», y está dedicado a Gustave Flaubert –con seguri- dad a causa de su relato del mismo nombre incluido en Trois contes67–. XvI - hÉRODIAS Pour Gustave Flaubert Reine des temps maudits, lys damné d’Israël, Juive aux instincts de louve, ensorceleuse d’hommes, Fleur de luxure éclose au coeur des vieilles Romes, J’adore ton front bas et lâchement cruel. La révolte du crime et la haine du ciel vivent dans tes yeux clairs et ta bouche qui saigne et, debout dans la pourpre errante qui te baigne, tu souris au trépas des mornes Ezéchiel. Ta royale infamie est ton nimbe ; et l’artiste, dans ta haine englobant le prophète âpre et triste qui blasphème ta gloire, ô femme d’Antipas, evoquera toujours la froide Hérodias faisant en lourds rubis sur le plat d’améthyste luire, poindre et perler le sang de Jean-Baptiste68. 66 La amistad entre el joven Lorrain y un ya anciano Moreau está excelentemente documentada en el interesantísimo prefacio de Thalie Rapetti al volumen de Correspondance et poémes (Paris, Reunión des Musées Nationaux, 1998) entre ambos artistas, que además reúne los distintos poemas que, a lo largo de su relación epistolar, Jean Lorrain escribió y remitió al autor de las obras que los habían inspirado. Fue, de hecho, Lorrain quien presentó a Moreau a Huysmans, autor de À rebours, y que había escrito sus apasionados análisis acerca de Salomé y L’apparition sin conocer personalmente a su autor. 67 Gustave flaubert, «Hérodias», Trois contes, G. Charpentier, París, 1877, pp. 167-248 68 «Reina de los tiempos malditos, lis condenado de Israel, / judía con instintos de loba, hechicera de 79 «Hérodias» es un canto de fascinación hacia una mujer que encarna el mal y la seducción. El primer cuarteto incluye diversas alusiones a la mujer de Herodes Antipas69. La primera de ellas, «Reina de los tiempos malditos», se refiere a Herodías como a una reina perteneciente a una épo- ca lejana, remota, y ancestral. También se nos presenta como una mujer instintiva y depredadora («judía con instintos de loba») y como una «hechicera de hombres». Sub- yace aquí la idea de la mujer como hechice- ra, seductora y causante de la perdición de los hombres. Esta tradición, presente ya en los textos bíblicos o en la Circe de la Odisea, se convierte en el Romanticismo en uno de los puntos esenciales para la construcción de la figura de la femme fatale. Salomé o He- rodías puede verse como una hechicera que emplea el baile como modo de embrujar a Herodes y obligarle a hacer el mal. El tercer verso «flor de lujuria nacida en el corazón de viejas Romas», recupera la ima- gen de la flor como algo seductor y agreste, bello y nacido como una pulsión sensual. La alusión a las «viejas Romas», además de a la prostituta Laurencia, nodriza mitológi- ca de Rómulo y Remo, se inserta de nuevo en el revival fantástico de las viejas eras pro- movido por el fin de siécle. Así, la antigüedad hombres, / flor de lujuria surgida en el corazón de viejas Romas, / adoro tu frente baja y vagamente cruel. // La rebeldía del crimen y el odio al cielo / viven en tus ojos claros y en tu boca sangrante / y, erguida en la púrpura errante que te baña, / sonríes ante la muerte de taciturnos Ezequieles. // Tu regia infamia es tu nimbo; y el artista, / en el odio que alcanza al profeta áspero y triste / que blasfema contra tu gloria, oh esposa de Antipas, // evocará siempre a la fría Herodías / haciendo que, en pesados rubíes sobre la bandeja de amatista, / destelle, gotee y se perle la sangre de juan Bautista» 69 En el relato de Flaubert, el personaje de Herodías es la figura sobre la que recaen todos los rasgos de fatalidad habitualmente atribuidos a Salomé, figura cuya presencia velada a lo largo de todo el hilo argumental se resuelve finalmente en la escena de la danza, cuando baila obedeciendo los deseos de su madre, que obtiene de este modo la cabeza del Bautista. 80 se ofrece como espejo de una época de perversiones gratas y magníficas, según lo instituye una galería de personajes de renombrada lujuria (Marco Antonio, Cleopatra, Calígula, Me- salina, Heliogábalo…). La descripción física nos presenta, esta vez, a una Herodías de ojos claros, boca sangrante y vestida en púrpura errante –adjetivo frecuentemente asociado al pueblo judío, errante a cau- sa de la diáspora–. Herodías sonríe ante la muerte, es cruel y, por ello, despierta la adoración y fascinación del muy decadente yo lírico. La evocación del cuadro de Moreau está presente, sobre todo, en la mención de la cabeza de San Juan Bautista goteando sangre que se decanta en un plato de amatista, formando «pesados rubíes». Nuevamente el rojo, el púrpura, el vio- leta, introducen en el poema un cromatismo en el que lo majestuoso y lo sangriento se unen para conformar una figura regia, violenta y enormemente seductora. También en L’ombre ardente, en la sección L’ombre bleue, Jean Lorrain publica un poema de nombre «Hérodiade», en el que vuelve a evocar la figura de Herodías, pero su representación no tiene nada que ver con el modelo recreado por Moreau, sino que responde a la tradición germánica que recogiera Heinrich Heine en su poema Atta troll, y que muestra a Herodías como integrante de una cacería espectral que en las noches de verano sobrevuela las ciuda- des alemanas. Como castigo por su crimen, Herodías ha sido condenada al infierno y vuela en una escoba llevando siempre en la mano la cabeza de San Juan Bautista70. 2.1.7. eL tríptico de salomé de FrAncisco viLLAespesA El prolífico escritor almeriense Francisco Villaespesa (1877-1936), uno de los primeros poe- tas españoles en adoptar la nueva estética modernista, no fue ajeno a la fascinación de su época por la «belle dame sans merci» y, en su obra, esta figura adopta distintos nombres71. En enero de 1909 publicó en el diario madrileño El Liberal un Tríptico de Salomé72 mediante 70 Esta tradición iconográfica se encuentra documentada y estudiada en el artículo de Waldemar Kloss «Herodias the Wild Huntress in the Legend of the Middle Ages», Modern Language Notes, vol. 23, Nº3 (Marzo 1908), pp. 82-85. El autor establece el origen de esta leyenda en la mitología teutona y en la literatura popular medieval. 71 fueron varias las recreaciones de Salomé en el ámbito hispánico y, como muestra de ello, resulta muy ilustrativo el artículo de María Jesús Zamora Calvo «Las lágrimas del mal. Salomé o el mito necrófilo en la literatura del fin de siglo español», en Mitos. Actas del VII Congreso Internacional de la Asociación Española de Semiótica, Zaragoza, Túa Blesa Ed., 1998, pp. 830-837. También es obligado remitir al estudio de este motivo en valle-Inclán y Castelao que lleva a cabo Rafael Bonilla Cerezo en su artículo «Salomé danza ante los tetrarcas modernistas: valle-Inclán y Castelao. Plástica, caricatura y cine en un mito de Wilde», Analecta Malacitana, XX- VII, 2003, pp. 159-179. 72 El tríptico apareció por primera vez en El Liberal, 31 de enero de 1909, Madrid, p. 3, bajo el antetítulo «Poemas inéditos». Posteriormente fue incluido en el volumen antológico de villaespesa titulado Sus mejores versos, Madrid, Valverde, Madrid, 1928. Ésta es la referencia que menciona Delfina P. Rodríguez Fonseca al reproducir dicho tríptico en Salomé: la influencia de Oscar Wilde en las literaturas hispánicas, KRK Ediciones / Universidad de Oviedo, Oviedo, 1997. 81 el cual disponía narrativamente tres escenas referentes al episodio bíblico de la decapitación del Bautista73. Los tres sonetos están encabezados por el nombre de cada uno de los protago- nistas –Herodías, Johanán y Salomé– y la disposición y elección de los motivos y elementos estéticos responde, como ya se ha visto, a la fascinación finisecular por un Oriente fastuoso, remoto e inalcanzable que fue común a una amplia parte de los pintores de inspiración orientalista, pero que halla su expresión más propiamente decadente en las ya citadas obras de Gustave Moreau. También, como se evidenciará en las siguientes líneas, la presencia de Wilde resulta decisiva en esta obra74. I. hERODíAS En tanto que el silencio la voz de un arpa alegra y el Tetrarca en su trono, con las miradas fijas en el humo, acaricia la larga barba negra con sus pálidos dedos fulgentes de sortijas, tiembla bajo la túnica de púrpura bordada de esmeraldas y perlas, con lascivo temblor, la carne de Herodías, ungida y macerada por las manos más sabias y expertas del Amor. Sonríe de lujuria en su lúbrico encierro, mientras liban silencios colmenas de canciones y serpientes de aromas los pebeteros dan, porque sueña que arrojan a la jaula de hierro, donde rugen de hambre sus líbicos leones, el desnudo y sangriento cadáver de Johanán. 73 En septiembre de 1909, la revista Prometeo publicó en sus páginas el texto íntegro de la obra teatral de Ramón Goy de Silva Salomé. Poema trágico, (Prometeo, 11, 1909, 68-86) y, en una nota al pie, mencionó que «Para esta obra el poeta villaespesa escribió tres sonetos que publicó ya El Liberal » (p. 86). Resulta lógico pensar que dichos sonetos son los que componen el tríptico que aquí analizamos. Por otro lado, creemos que resulta oportuno señalar la fuerte influencia de Wilde apreciable en la pieza teatral de Goy de Silva. De hecho, dicha obra aparece dedicada a Ricardo Baeza, a través de cuyas traducciones Goy de Silva probablemente leyó a Wilde y a Castro. El poeta portugués fue otro de los incluidos en las dedicatorias de una edición posterior de dicha obra, recogida en el volumen La de los siete pecados (el libro de las danzarinas), Madrid, R. velasco, 1913. Por lo tanto, podemos afirmar que la pieza dramática de Wilde pudo influir en el tríptico del almeriense tanto de manera directa como a través de la muy wildeana obra de Goy de Silva. 74 La obra de Oscar Wilde ejerció una importante influencia sobre los modernistas españoles. Como muestra de ello, resulta fundamental la investigación que lleva a cabo Delfina P. Rodríguez Fonseca en el estu- dio y antología recogidos en el volumen Salomé: la influencia de Oscar Wilde en las literaturas hispánicas, Oviedo, KRK Ediciones / Universidad de Oviedo, 1997. También es enormemente interesante la lectura del texto que Enrique Gómez Carrillo dedicó al genial irlandés y que se encuentra recogido en el volumen En plena bohe- mia (Edición de José Luis Pérez Martín), Editorial Llibros del Pexe, Gijón, 1999, donde además dedica algunas páginas a plasmar su testimonio del proceso creativo de Salomé por parte de Wilde. Es necesario reseñar, por último, la reciente monografía de Sergio Constán: Wilde en España. La presencia de Oscar Wilde en la literatura española (1882-1936), León, Editorial Akrón, 2009, donde el autor lleva a cabo una minuciosa investigación de la influencia que la vida y la obra de Wilde ejerció sobre la literatura española anterior a la Guerra Civil. Merece especial atención el estudio que hace de las distintas traducciones, en especial el epígrafe dedicado a Ricardo Baeza que, como ha quedado señalado más arriba, también tradujo Salomé de Eugénio de Castro. 82 II. jOhANáN Cubre su torso hirsuto sucia piel de camello; fosforecen los ojo en la negra prisión, y al levantarse agita su indómito cabello, cual sacude sus ásperas melenas un león. Al eco de sus gritos se extinguen las canciones; se estremece Herodías, en su lecho nupcial; y al oír, en el desierto, aullar sus maldiciones, se encoge, temerosa, la sombra del chacal. Salomé en vano danza. Mientras está danzando desnuda y sonriente, Él, perdido en sí mismo, cerradas las pupilas, sólo recuerda cuando bajo un sauzal, hundido en el Jordán los pies, con su concha marina las aguas del bautismo vertió sobre la frente de «El Que Vendrá Después». III. SALOMÉ Bajo la luz bermeja de las antorchas pasa danzando, suelta al viento la leonada melena, y entre las espirales de sus velos de gasa, transparece el incendio de su carne morena. Deslumbra de sus joyas el vivo centelleo; vierten los incensarios perfumes orientales, y tiemblan al mirarla, y rugen de deseo los tigres de los Siete Pecados Capitales. Triunfalmente sonríe, en tanto que el pie avanza, tejiendo los armónicos encajes de la danza que riman las ajorcas con su temblor sonoro... y sostiene en el arco de sus brazos de artista sobre la crencha indócil, la bandeja de oro, donde sangra la trunca cabeza del Bautista. El soneto inaugural de este tríptico lleva el nombre de Herodías, la mujer de Herodes, a la que Villaespesa concede una importancia superior a la otorgada al Tetrarca, considerándola, como se verá, la principal responsable del crimen. Sin embargo, el poema comienza con una descripción de Herodes que responde plenamente al esquema consagrado por Moreau: el Tetrarca, sentado en su trono, ignora la música que procede de un «arpa alegre» y se muestra impasible, observando el humo de Palacio, que imaginamos embriagador, y acariciando la «larga barba» –signo de distinción y sabiduría, marca permanentemente asociada a los reyes de Israel– con unos «pálidos dedos» –indicio de decrepitud– ensortijados. Es una figura típi- 83 camente decadente, que evoca remotos ecos de aquel Verlaine hastiado que se autorretrata líricamente como «l’empire à la fin de la décadence»75. Herodes aparece como un espíritu hastiado y abrumado por el tedio y la vaguedad, tal y como lo describe Gustave Flaubert en su célebre relato: Depuis douze ans bientôt, la guerre continuait. Elle avait vieilli le Tétrarque. Ses épaules se voûtaient dans une toge sombre, à bordure violette ; ses cheveux blancs se mêlaient à sa barbe, et le soleil, qui traversait la voile, baignait de lumière son front chagrin76. Frente a esta decrepitud, la figura de Herodías ostenta una mayor sensualidad cuando, en el segundo cuarteto, hace su aparición. Cubierta tan sólo con una túnica de púrpura bordada de esmeraldas y perlas77, es muy revelador el contraste cromático –púrpura, verde, nácar– que introduce el poeta revistiendo la lubricidad de una mujer que se presenta como entregada a la sensualidad: el «lascivo temblor» es una muestra inequívoca de carnalidad y erotismo, que se ve acrecentada por la imagen de su «carne» «ungida» –lo que implica contacto físico– y «macerada» –y aquí se introduce un elemento casi olfativo que, además, sugiere una falta de frescura, y por consiguiente de juventud– por las «manos más sabias y expertas del Amor». Hay que recordar que, en el relato bíblico, San Juan Bautista es encarcelado porque acusa públicamente a Herodías de incesto, al desposar al hermano de su marido78. Los siguientes elementos se engarzan nuevamente en la isotopía sonora («colmenas de canciones») y olfati- va, con pebeteros de los que surgen «serpientes de aromas». Nuevamente es conveniente se- ñalar la importancia que juega aquí la imagen de la serpiente que, como el demonio bíblico, aturde a esta nueva Eva con perversos deseos, expresados en el último terceto: en una suerte de fantasía sádica, Herodías se recrea en la imagen del cuerpo «desnudo y sangriento» de Johanán devorado por sus «líbicos leones». La asociación del león con el Bautista responde a la tradición iconográfica que Villaespesa desarrollará nuevamente en el siguiente soneto, dedicado a la figura del profeta víctima de la crueldad de Herodías/Salomé. Frente a la figura embriagadora y profundamente sensual que es Herodías, Johanán es pre- sentado, en un significativo contraste, con los rasgos de un asceta ajeno a los placeres terrena- les. Hay toda una serie de elementos que subrayan el desaliño del Bautista: el torso «hirsuto» cubierto con una «sucia piel de camello» y el «indómito cabello» semejante a las «ásperas melenas» de un león. Continúa aquí la ya mencionada asociación de San Juan con el león79, 75 Paul verlaine, Jadis et naguère, París, Léon Vanier, 1884, p. 104. 76 Gustave flaubert, «Hérodias», Trois contes, G. Charpentier, París, 1877, pp. 178-179. 77 En el relato de flaubert, Herodías hace su aparición vestida también con una túnica púrpura. 78 Es éste el elemento también presente también en la obra de Wilde, cuando Iokanaán acusa a Hero- días de haberse entregado al «capitán de los asirios» y a los «jóvenes de Egipto» (O. Wilde, Salomé, Toulouse, Éditions Ombres, 1992, p. 31). 79 Este símbolo pertenece a la iconografía cristiana: el león, asociado al desierto, se relaciona con el 84 que se repetirá en el segundo cuarteto, en el que se describen sus gritos. A raíz de la obra de Wilde, el Bautista comienza a aparecer como alguien que grita y maldice continuamente desde la mazmorra en que le tiene preso Herodes. Son gritos que acaban con la música («se extinguen las canciones») y hacen que Herodías, en un entorno erótico como es «su lecho nupcial», se estremezca. Los versos 7 y 8 contienen nuevamente referencias a la dicotomía hombre-león: cuando Johanán aúlla en el desierto80 –observemos que la elección del verbo «aullar» implica un carácter de animal, de bestia, de fiera–, el chacal se encoge como ante los rugidos de un león. Aparece ya en el primer terceto de este segundo soneto la figura de Salomé, que danza «des- nuda y sonriente» pero sólo consigue la indiferencia del Bautista que, al igual que Herodías en el soneto anterior, se encuentra ausente, abstraído en un recuerdo: el del Bautismo de Cristo en el río Jordán. Frente a los elementos de corrupción y embriaguez que dominan el resto del poema, la ensoñación del Bautista presenta rasgos de meditación mística en la que predomina la isotopía de la pureza, lo acuático y la naturaleza: un sauzal, el río, una concha marina y el agua del río. Si en el resto del «Tríptico» las referencias pictóricas que maneja Villaespesa corresponden a los presupuestos estéticos finiseculares y orientalistas, esta última escena se imbrica en la tradición visual del Bautismo de Cristo, que se remonta a los inicios de la iconografía cristiana, y en la que es muy probable que Villaespesa tuviera en mente obras como El Bautismo de Cristo (h. 1450) de Piero della Francesca , donde están presentes los elementos mencionados –el río, los árboles, la concha marina– y que respira un idéntico ambiente de candidez, pureza y armonía –por otro lado, muy de moda en la época gracias a la recuperación de esta estética por pintores franceses afines a la estética prerrafaelita, como Puvis de Chavannes– que contrasta con el ambiente cargado y casi narcótico del palacio de Herodes. El tercer soneto lleva por título el nombre de Salomé, y en él se ha producido una elipsis tem- poral respecto al final del anterior poema. Johanán ya ha sido decapitado y la princesa judía baila sosteniendo sobre su cabeza la bandeja con la cabeza del profeta. A pesar de que, como vimos, la idea del asesinato procede de Herodías, ahora Salomé muestra un comportamiento igualmente cruel. El primer cuarteto está lleno de elementos que remiten al fuego y a la danza. La isotopía ígnea está presente con las antorchas rojas –un elemento que, además, contribuye a crear una impresión de inframundo, una connotación casi diabólica– y con el «incendio de su carne morena» que, en una hermosa imagen, se ve a través de las gasas de los velos. El vo- Bautista, que en los primeros versículos del Evangelio según San Marcos es descrito viviendo en el desierto. Debido a esto, el león también pasó a representar iconográficamente a San Marcos. 80 El Evangelio según San Marcos comienza con las palabras del profeta Isaías, en las que se describe una «voz que clama en el desierto» (Marcos, 1, 3) 85 figura 12: Hermen Anglada Camarasa, Salomé (1899) 86 cabulario elegido para describir la danza, especialmente las «espirales de sus velos» indican que Villaespesa entiende, como muchos otros artistas, que es una danza oriental, quizás la de los Siete Velos, la que baila Salomé (Fig. 13), pero esta intuición no queda desarrollada más adelante, sino que permanece en el terreno de la sugestión. También la «leonada melena» busca un efecto cromático a través del cual las formas son descritas como reflejos y sombras difusas. Esta imagen de Salomé se puede relacionar con el cuadro ejecutado en 1899 por el pintor español Hermenegildo Anglada-Camarasa sobre el mismo tema. (Fig. 12) Sobre un fondo oscuro, tan sólo se distingue el torso desnudo e iluminado de una mujer que baila y en la que los movimientos se difuminan formando una continuidad –en este caso, dorada– con el velo que sostiene. Los adornos de su falda son apenas unos destellos esbozados con el pincel, lo que contribuye a aumentar la sensación de movimiento. En esta pintura, Anglada Camarasa ha decidido evitar una excesiva caracterización del personaje para convertirlo en una imagen de erotismo y sensualidad en el que la elección de Salomé no responde tanto a una voluntad descriptiva o historicista como a lo atractivo de dicho pretexto. En el poema, la sensualidad se ve subrayada cuando se habla del temblor –nuevamente como imagen del deseo– y los rugidos de los «tigres de los Siete Pecados Capitales» ante la danza. Uno de los rasgos más significativos que Villaespesa atribuye a la hija de Herodías es el de la majestuosidad y el lujo, subrayado por una multiplicidad de elementos –joyas, incensarios, encaje, ajorcas, oro– habituales, como ya hemos señalado, en la literatura orientalista. A medida que transcurre el poema, la caracterización se hace más completa y detallada. La descripción de una Salomé enjoyada y sonriente, en el primer terceto, mientras avanza un pie, nos sitúa de nuevo en la iconografía de las obras de Moreau. El sonido de las ajorcas, que acompaña la música de la danza –descrita como una serie de «armónicos encajes»– es un caso también significativo de musicalidad propia de la poesía modernista. En el último terceto, descubrimos la razón de su misteriosa sonrisa: lleva en una bandeja de oro –no de plata, como la wildeana– la cabeza sangrante del Bautista. Concluye así el poema, subrayan- do el esquema cromático oro/fuego que está presente desde el principio, y que se condensa en la imagen del fuego, también central, y uno de los elementos más originales de esta obra. Este «Tríptico de Salomé» de Francisco Villaespesa, si bien no presenta demasiadas nove- dades en cuanto a la concepción del tema, cuyo desarrollo no difiere demasiado de muchas otras obras de la época, manifiesta un delicado empleo del cromatismo y, en cierto modo, un sentido pictórico a la hora de plasmarlo en estos poemas. Son sonetos de marcado carácter visual cuyo horizonte estético se debate entre la enjoyada escritura parnasiana y una recrea- ción en lo cruel y lo erótico de gusto plenamente decadente. El escenario responde al interés finisecular por Oriente que, como en este caso, no es un lugar concreto ni una época deter- minada, sino un espacio indefinido en el que las pasiones, el deseo, la crueldad y la embria- guez adquieren dimensiones casi míticas. Es ésta la visión que desarrolló Gustave Moreau y, a través de sus obras y de su innegable difusión a partir de su inclusión en el gabinete personal 87 Figura 13. Gaston Bussière, Danse des Sept Voiles (1925) del Des Esseintes de À rebours, se convertirá en un motivo recurrente en la literatura de la épo- ca, como hemos visto en las obras ecfrásticas analizadas en el epígrafe anterior. Villaespesa se hace eco de esta boga estética pero, como hemos visto, no renuncia a proporcionarle una mayor profundidad a través de una escritura que busca también lo sensorial y lo instintivo, al modo de Anglada-Camarasa, que experimenta en su Salomé con las técnicas impresionistas, actualizando y revitalizando el tema de la ambición de Herodías y el fatal papel de la danza de Salomé. No resulta, en ese sentido, excesivamente lejana en la atmósfera –aunque sí en el lenguaje– de la Herodías de Mallarmé, un texto imprescindible para comprender la inser- ción de esta figura bíblica en la contemporaneidad. 88 figura 14. Hermenegildo Anglada Camarasa, La Chula (1913) 89 2 . 2 . E L OR IENTE CERC ANO: SALOMÉ AL EST I LO H I SPáNICO Durante las primeras décadas del siglo XX, la figura de Salomé, lejos de circunscribirse a ensoñaciones orientalistas de gusto anticuario, adoptó una apariencia mucho más terrenal y próxima a través de obras literarias que recreaban su fatal poder de seducción en un contexto contemporáneo y cercano. Entre los factores que explican este fenómeno podemos señalar el auge de las bailarinas exóticas o los rasgos de fatalidad con los que algunos artistas adornaron perfiles populares sobradamente conocidos desde el Romanticismo. Así sucede con las obras de Antonio de Hoyos y Vinent y de Isaac Muñoz, dos narradores que trasladan el mito de Salomé a España impregnándola de la cultura procedente de la Andalucía arcaica y ancestral que, en plena época de progreso, aún conservaba realidades y tradiciones envueltas en el misterio y la seducción. La danza flamenca y las costumbres del pueblo gitano se revelan en estos autores como escenarios especialmente fértiles para acoger estas actualizaciones de la bailarina bíblica. Así lo demuestra también la obra pictórica del cordobés Julio Romero de Torres, instaurador de una muy particular forma de entender la belleza de la mujer andaluza, y que, en su catálogo de enigmáticas figuras femeninas, incluyó varias referencias a Salomé. Por otro lado, el popular escritor y crítico de arte José Francés viaja a la África española, una de las localizaciones más habituales en el Orientalismo español, para trazar la figura de una enigmática bailarina melillense que seduce a un soldado español durante los meses posterio- res al Desastre del Barranco del Lobo, un escenario plenamente contemporáneo. 90 2.2.1. a flor de piel, de Antonio de Hoyos y vinent No resulta extraño que el escritor madrileño Antonio de Hoyos y Vinent (1884-1936), uno de los autores más prolíficos de la narrativa decadentista española, diera cabida a un gran número de mujeres fatales en sus obras81. Autor, en su juventud, de novelas populares de gran éxito, Hoyos y Vinent debió su fama, principalmente, a la descripción de las formas de vida (incluyendo los aspectos menos halagadores) de la alta sociedad madrileña, a la que él mismo pertenecía. Principal representante español de la misma literatura cuyo cénit en Francia fue Jean Lorrain82, su debut literario se produjo con la publicación, en 1902, de Cues- tión de ambiente, una novela prologada por Emilia Pardo Bazán cuyo hilo argumental gira en torno a la figura de un rico heredero de la España rural que, después de haber sido educado en la honestidad y el respeto a las normas morales, se traslada a Madrid, donde descubre la hipocresía y la crueldad de una alta sociedad hastiada y envidiosa. Gran parte de su obra narrativa posterior seguiría esa misma estela temática y, en su descripción crítica de la alta sociedad madrileña, no escasean las tramas argumentales en las que un hombre es engañado por una mujer hermosa y calculadora cuyos rasgos, en ocasiones, presentan algunas seme- janzas con Salomé. Una de estas obras, publicada en 1907, es la novela A flor de piel83. Sus protagonistas ya estaban presentes en Frivolidad, novela inmediatamente anterior, y reaparecerían en obras posteriores como La estocada de la tarde. En los círculos de la elegancia capitalina, una aristócrata llamada Lina Monreal ve peligrar su estabilidad y su reputación cuando descubre que su amante, un joven escultor llamado Willy Martínez, está enamorado de una «bailaora» de flamenco lla- mada Lucerito Soler. La pasión por Lucerito tendrá efectos devastadores sobre Willy, que se aleja de sus compañías anteriores, cae enfermo como consecuencia de la vida de excesos que lleva junto a la joven bailadora y, después de intentar asesinarla y de que fracasen sus planes para retomar su relación con Lina, proseguirá su vida sin que este violento episodio parezca haberle afectado demasiado. Es el personaje de Lucerito el que reúne distintos rasgos que nos ayudan a identificarla como una femme fatale deudora de la Salomé bíblica. En este caso es una bailarina de flamenco, añadiendo también un aspecto folclórico, asociado al arquetipo de la mujer española supone 81 En los últimos años han aparecido diversos estudios críticos y biográficos que rescatan la figura de Antonio de Hoyos y vinent. Entre ellos, podemos citar las monografías de Mª del Carmen Alfonso García (An- tonio de Hoyos y Vinent, una figura del decadentismo hispánico, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1998), Begoña Sáez (Las sombras del modernismo: una aproximación al decadentismo en España, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 2004) o la reciente tesis doctoral de josé Antonio Sanz Ramírez, Antonio de Hoyos y Vinent: genealogía y elogio de la pasión, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2010. 82 Luis Antonio de Villena, «Antonio de Hoyos y Vinent en 1916» en Máscaras y formas del Fin de Siglo. Madrid, valdemar, 2002, p. 96. 83 Antonio de Hoyos y vinent, A flor de piel, Barcelona, Ramón Sopena, 1907. 91 la perdición de los hombres, y cuyo referente más claro es la perturbadora protagonista de Carmen de Mérimée. No podía decirse si era bella; era inquietante, perversa; turbadora en la alegría de su gracia gitana; reveladora en la divina languidez de su melancolía moruna. Te- nía terso el pecho de niña o de adolescente, marcándose apenas el nevado mon- tículo de las sagradas colinas; el cuello no muy largo, fino, lechoso, filigranado de venas azules, se erguía sosteniendo ladeada la bella cabeza. La frente clásica, tal ateniense estatua de Minerva; el pelo negro, de un negro azulado como las alas del cuervo, encrespado, formaba cortos rizos en torno a la cabeza. Sus ojos eran bellos y eran trágicos; ojos de misterio, ojos de lujuria, ojos de dolor. No eran negros como la noche, ni celestes como el ensueño; eran sombríos y brillantes. Guardados en el cofrecillo de alabastro de sus párpados que las pestañas de seda cerraban, cobijadas por el arco armonioso de la ceja, tenían fulgores de negra luz. Hacían pensar a veces en las carceleras, en las soleares, en los cantares serranos donde se llora a la madre muerta y al amor que pasa, donde se canta el azulado flamear de las navajas y las rejas carcelarias, a las calladas ternuras y a los amores trágicos en que la sangre corre mezclada con los vinos de oro, y otras evocaban los fieros ojos de las heroínas bíblicas, los fieros ojos de Judith matadora. Y desga- rrando la palidez marmórea del rostro, se abría, tal sangrienta herida, la boca, de finos labios bermejos84. Será de interés detenerse en el análisis de esta prosopografía. Su belleza (o su atractivo) se de- fine como «divina languidez de su melancolía moruna». La languidez, valor propiamente fin de siècle, se ve acrecentada por la referencia a la «melancolía moruna», lo que remite nueva- mente a la estética orientalista, a las escenas de harén en las que las odaliscas presentan casi indefectiblemente rasgos de leve tristeza y sofisticado aburrimiento mientras se marchitan entre los vapores y las comodidades de su entorno. Las formas casi adolescentes (en una an- droginia muy finisecular y también muy propia de Hoyos) tampoco corresponden totalmente a la idea de una belleza «a la española», mucho más exuberante, como tampoco lo hace su palidez casi mórbida que podría proceder de la blancura de la Salomé wildeana. De hecho, la descripción de la piel como «alabastro» que encierra unos ojos que no son negros pero que tienen «negra luz» y que evocan «los fieros ojos de las heroínas bíblicas, los fieros ojos de Judith matadora» presentan un contraste muy modernista entre el blanco y el negro. Alre- dedor del rostro blanco, el pelo es «de un negro azulado como las alas del cuervo» –nótese la elección del cuervo, pájaro tradicionalmente asociado a la muerte y la mala suerte– y la boca es «tal sangrienta herida». La piel blanca, el pelo negro y la boca roja son atributos tanto de Salomé como de Iokanaán en la obra de Wilde. 84 Antonio de Hoyos y vinent, A flor de piel, Barcelona, Ramón Sopena, 1907, pp. 21-22. 92 Esta belleza, desde el principio, aparece caracterizada como un elemento de peligro. Se dice de Lucerito que es «¡Una bribona de la peor especie! Se contaban de ella verdaderos horrores: se decía que mató a otra mujer por celos. ¡Una hembra bravía! Y eso que apenas si cumplirá los veintiún años» (p. 19). Cuando Willy da muestras de estar enamorado de ella, Julito Calabrés, su amigo dandi y dilettante, le advierte que Lucerito no es nada recomendable: -No es capaz de querer -siguió el elegante-, y tiene algo en sí que atrae, que fascina. Creo que no ha querido nunca, y para una vez que dicen que quiso le costó la vida al interesado. Además, ha rodado mucho. Si fueses sólo un snob, pase; pero tú eres un detraqué, y es peligroso. Ten cuidado: es un instrumento de placer que puede matar: éter, atchis [sic.] o morfina (p. 34). Aunque no provoque la muerte de su enamorado (pero sí la de un antiguo amante), el amor de Lucerito sí tendrá importantes consecuencias sobre Willy en forma de lo que podríamos llamar «castración simbólica», una impotencia creadora que lo inutiliza para actividades dis- tintas de las sexuales y amenaza con acabar con su carrera.85 y su herramienta para lograrlo es, como es lógico, la danza. Cada una de las apariciones de Lucerito, como si se tratase de hechicera de ópera barroca, es espectacular, deslumbrante, destinada a producir un embrujo sobre los espectadores. Su gran belleza, y su habilidad para elegir el vestuario y la escenogra- fía más adecuada contribuyen a sus objetivos: El telón acababa de alzarse nuevamente, y en el centro del reducido escenario, alumbrado por algunas luces rojas y verdes, reapareció Lucerito Soler. Falda se- deña de color musgo, mediana cola, y anchos volantes, descendía de su cintura grácil; un mantón verde también, donde florecían enormes rosas amarillas, de calentura, ceñía, el cuerpo andrógino, casi impúber, dibujando las suaves curvas de los senos y las más opulentas de las caderas (p. 21). y, cuando empieza a bailar, su danza tiene el efecto de un hechizo. Como veremos, se repiten con relativa frecuencia las alusiones a la serpiente, y sus movimientos sinuosos son compara- dos a menudo con la danza hechizadora de la mujer fatal. No es casual, tampoco, que Hoyos haga una referencia prácticamente inequívoca el famoso poema de Baudelaire «Le serpent qui danse» al hablar de este personaje misterioso y seductor: Lucerito, de pie en el centro del escenario, ligeramente ondulado el cuerpo, un brazo en alto, a la par del pecho el otro, danzaba lentamente, moviendo el cuerpo con ritmo ofidiano, entornados los ojos y entreabiertos los labios por leve jadear. 85 En Las hijas de Lilith, Erika Bornay lleva a cabo un estudio de la formulación de la femme fatale en la pintura finisecular, y señala como una de las principales razones del «miedo masculino» ante la mujer el temor a la absorción de energías vitales necesarias para desarrollar sus potencialidades profesionales, artísticas o espirituales. En A flor de piel, la pasión de Willy por Lucerito lo llevará a la enfermedad, la humillación pública y la ruina económica y profesional. 93 Danzaba despacio, con espasmos interminables de cansada lujuria; después más deprisa, sacudida por un vendaval de pasión, retorciéndose, descoyuntándose, fla- geladora la cabellera de enroscadas sierpes, en blanco los ojos y crispada la boca en un gesto casi doloroso; y de pronto, como poseída de un vértigo de locura, sal- taba prodigiosamente, iba y venía en giros rapidísimos, caía y tornaba a levantar- se, desbaratándose, en el claroscuro rembrantesco de la luz roja y verde, las líneas divinas de su cuerpo, para volver presto a unirse con apariencias monstruosas de goyesco capricho. Y al fin, en un desesperado chirriar de los violines, caía de ro- dillas para seguir retorciéndose, presa de diabólico maleficio, hasta quedar inerte en supremo desfallecer. (pp. 22-23) El baile, como vemos, es sensual, con un elemento dionisíaco, de lujuria, descontrol y em- briaguez. Lucerito se presenta como una ménade en trance, y los espasmos que sacuden su cuerpo no parecen venir de una coreografía previamente planificada, sino de los instintos sensuales de la mujer. La violencia, los ritmos cambiantes y la concentración de Lucerito remiten a un estado casi de trance místico o alucinógeno, situándonos de nuevo en el eje isotópico de la maldad, la brujería y lo sobrenatural. El pelo es descrito como «enroscadas sierpes», haciendo una referencia a sus rizos –tan presentes, por ejemplo, en el retrato de Oterito que Zuloaga firmó en 1936 (Fig. 18), y también al tópico de la belleza medusea, ha- Figura 15. Franz Von Stuck, Medusa (1892) 94 bitual en la literatura europea desde el romanticismo86. La Medusa no puede ser mirada porque convierte en piedra a quien la contempla de frente, y así la representaron Frederick Sandys o Franz Von Stuck (Fig. 15). Willy Martínez, embrujado por su baile, no puede dejar de mirarla, y será esto lo que cause su destrucción, su perdición y el fracaso de su voluntad. Iconográficamente, no podemos dejar de referirnos a la serie goyesca de los Caprichos, tan admirados por Théophile Gautier y que son un reflejo del mundo brujeril, de acendrado y turbio erotismo87. La prolongación natural de la danza de Lucerito es el acto sexual. En su primera noche (pre- vio pago) con Willy, al desnudarse, Lucerito parece perder el aura de misterio y fascinación que tenía bailando. Willy la compara, entonces, con la ilustración de un libro erótico de mal gusto, ya que ha perdido su carácter etéreo, imaginario, casi ideal. Sin embargo, cierra los ojos y, cuando los abre, la imagen que recibe es nuevamente la de la seductora hechicera: Cuando los abrió nuevamente, la figura de pornografía estudiantil habíase eva- porado, y vio erguirse en su lugar, espléndida y turbadora en su perversa belleza, retratada en el muro como en diabólica linterna mágica, la satánica arrogancia de Astarté, el demonio de la lujuria, la trágica hermosura de Medusa. Una silueta de mujer desnuda, de perversidad baudelairesca, se dibujaba sobre el sucio fon- do. Rizos crespos como enroscadas sierpes nimbaban la cabeza, que se ladeaba sobre el airoso cuello. Las colinas suaves de sus pechos se erguían provocadoras; armoniosa, la suave curva del vientre impúber. Las piernas eran nerviosas, de rara elegancia. Y aquella figura se movía con algo de serpiente sabia, que in- quietaba. Nuevamente cerró los ojos. Una fragancia intensa le envolvía, ahora: aroma de nardo indiano que mata, de ovonia que enloquece, olor de mujer joven y hermosa, olor de vida, mezcla crispadora de olores, fragancia de naturaleza y de perfumes. Y sintió una respiración jadeante que le quemaba la piel, y sus ma- nos temblorosas corrieron las curvas llenas de armonía del desnudo cuerpo, que se le ofrecía, con sencillo impudor, seguro de su belleza victoriosa, y unos labios 86 A la «belleza medusea» dedica Mario Praz el primer capítulo de su monumental ensayo sobre el Ro- manticismo Negro: Mario Praz, La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica. Madrid, Acantilado, 1999, pp. 65-114. 87 Como muestra de la fascinación finisecular por los aguafuertes goyescos, podemos mencionar, ade- más del artículo que les consagró Théophile Gautier («Les Caprices de Goya», La Presse, 5 de julio de 1838), las menciones a la obra de pintor aragonés presentes en otras obras de gusto decadente. Así sucede, por ejemplo, en el capítulo noveno de À rebours, donde Des Esseintes se entretiene contemplando las atroces escenas de los Caprichos: «Pour se distraire et tuer les interminables heures, il recourut à ses cartons d’estampes et ran- gea ses Goya; les premiers états de certaines planches des Caprices, des épreuves reconnaissables à leur ton rougeâtre, jadis achetées dans les ventes à prix d’or, le déridèrent et il s’abîma en elles, suivant les fantaisies du peintre, épris de ses scènes vertigineuses, de ses sorcières chevau- chant des chats, de ses femmes s ‘efforçant d’arracher les dents d’un pendu, de ses bandits, de ses succubes, de ses démons et de ses nains» (joris-Karl Huysmans, À rebours, París, Au Sans-Pareil, 1924, p. 100). y, en Monsieur de Phocas, el perverso Éthal dice al du- que de fréneuse: «Ah! le génie de ses Caprices, l’horreur apaisante de ses sorcières et de ses mendiants! Mais vous n’êtes pas encore mûr pour le terrible Espagnol. Son œuvre, voilà le philtre de guérison» (Jean Lorrain, Monsieur de Phocas, Paris, flammarion, 2001, p. 101). 95 frescos como cerezas, ardientes como brasas, mordieron sus labios, y unos brazos le aprisionaron en un abrazo de infinita pasión... (pp. 44-45) Como podemos observar, las referencias siguen siendo claramente identificables: Astarté, la Medusa, lo satánico. Nuevamente aparece la imagen de la serpiente, bajo la forma de sus ri- zos, y también en su movimiento sinuoso. La fragancia embriagadora también remite al ám- bito de la hechicería y, sobre todo, al del orientalismo: no hay más que recordar las pinturas de Gustave Moreau dedicadas a Salomé para identificar inmediatamente de dónde procede este elemento: el olor de los inciensos y los sahumerios contribuyen a aumentar el embrujo sobre Herodes y, por tanto, a favorecer la seducción. Huysmans, al describir los cuadros de Moreau, habla del «l’odeur perverse des parfums»88. En este caso, el perfume de Lucerito produce también un hechizo sobre Willy, haciéndole perder el control sobre sus actos y su voluntad y llevando a esta castración simbólica de la que hemos hablado89. Finalmente, el desenlace de esta historia de tintes folletinescos es mucho más tibio de lo espe- rado. Willy decide abandonar a Lucerito y, ante su resistencia, entablan una lucha en la que él la estrangula y la deja allí, creyéndola muerta. La rebelión contra la mujer dominadora parece haber alcanzado un final diametralmente opuesto al la historia de Salomé: Respiró. ¡Libre al fin, libre! Había cometido un crimen, y tal vez le aguardaba, la prisión o la muerte; pero, ¡qué importaba! Estaba liberado de aquella criatura, y los sueños de gloria y de fortuna podían revivir triunfantes en su alma. La obse- sión sombría había acabado: allí a sus pies dormía el eterno sueño la Enemiga. (p. 257) En efecto, los papeles parecen haber sido intercambiados, especialmente cuando, ante la imagen del cuerpo inerte de la joven, el escultor siente un deseo vagamente necrófilo compa- rable al de la wildeana Salomé cuando besa la cabeza seccionada de Iokanaán: Sobre el negro paño de terciopelo se esculpía la marmórea albura de aquel pro- digioso moldeado de mujer. Los senos se erguían duros, procaces, floreados de rosas enanas; las caderas dibujaban sus curvas lujuriantes, y los muslos mostraban su blancor de alabastro. La cabellera se tendía en nimbo de misterio en torno al rostro, vagamente azulado, en que los labios sangrientos ponían su dibujo, y los violáceos trazos de las pestañas tendían en las mejillas su silueta como sombra de las alas de un pájaro dormido. y al verla tan intensamente bella, un soplo de concupiscencia trágica erizó sus cabellos y escalofrió su espalda (p. 258). También es necesario señalar el contraste de colores: la blancura alabastrina de Lucerito 88 joris-Karl Huysmans, À rebours, París, Au Sans-Pareil, 1924, p. 54. 89 Como dato curioso, podemos señalar que la expresión «aroma de nardo indiano que mata y de ovo- nia que enloquece» es el evocador título de una compilación de relatos que Hoyos y vinent publicó en 1927 y que ha sido objeto de una reciente reedición (Madrid, Azul Editorial, 2010). 96 contra el terciopelo negro, los labios sangrientos y las pestañas violáceas remiten al esquema cromático que aparece en Wilde. Todo presagia el desenlace trágico. Sin embargo, en una subversión muy irónica y propia de este escritor, Hoyos decide no terminar la novela en este punto, sino añadir un Tercer Libro que, a modo de epílogo, explica el destino de los personajes. Lucerito, que no muere tras el forcejeo, sigue triunfando como artista en el extranjero. Lina Monreal ha vuelto a su vida anterior y Willy ha retomado su carrera como escultor, protago- nizando una muestra en la que la principal pieza es una representación de Astarté: se trata de un recuerdo del pasado, de una advertencia contra los peligros de la lujuria, contra la cruel- dad del deseo femenino. Casado con una sencilla suiza conocida durante su convalecencia, ha renunciado a su apasionamiento anterior. Con este final, Antonio de Hoyos plasma una visión irónica de los arquetipos románticos: la mujer fatal ha perdido su poder, su carácter temible, y es sólo un cliché –Lucerito, como hemos visto, es un conjunto de clichés: la mujer fatal, la gitana seductora, la bailarina despiadada, la devoradora sexual– cuya trascendencia es cada vez menor. ya en el siglo XX, el comportamiento de femme fatale es una pose más, un papel que desempeñar en sociedad. Hoyos pone esta creencia en boca de María Montaraz, que contempla el frío reencuentro de Lina y Willy, los antaño trágicos amantes: -La verdad es que este mundo es un teatro. Cada uno desempeña su papel peor o mejor, y el público calla o aplaude. Un buen día nos distraemos, y comenzamos a hablar por cuenta propia. El público nos silba, y entonces oímos la voz del apuntador, volvemos a nuestro papel y tornan a aplaudirnos (p. 269). Agudo observador de la alta sociedad madrileña, Antonio de Hoyos y Vinent, que «fue una gran máscara, el autor de una representación llena de oropel que fue su vida90» escribió en A flor de piel una novela sobre las apariencias y la pérdida del romanticismo en unas relaciones sociales basadas en la impostura de las máscaras. A fin de cuentas, ni Lucerito es Salomé, ni Willy Martínez es el Bautista; simplemente adoptan ese papel durante un romance que, años después, apenas dejaría huella en ellos. 2.2. medusAs, sierpes, esFinges y FLAmenco: morena y trágica, de isAAc muñoz Isaac Muñoz (1881-1925) fue un nombre enormemente conocido en los círculos modernistas madrileños de principios del siglo XX. Amigo próximo de Francisco Villaespesa, en algunas de cuyas empresas literarias llegaría a tomar parte, el granadino adquiriría un cierto renom- bre gracias a novelas de indudable influencia decadente que, poco a poco, se situaron de un 90 Luis Antonio de Villena, Corsarios de guante amarillo. Madrid, Valdemar, 2003, p. 125. 97 modo cada vez más frecuente dentro de la temática y la estética orientalista91. Aunque sus primeras publicaciones datan de 1898, la parte más significativa de su producción literaria vería la luz entre 1904 y 1914; una carrera como novelista que apenas duró una década, y en la que fueron adquiriendo un protagonismo creciente la temática orientalista y el denso estilo poético que finalmente se convertirían en sus señas de identidad. Fascinado por la idea de un oriente fabuloso, cargado de misterio y de espiritualidad, Isaac Muñoz desarrolló un estilo de escritura donde la acción queda reducida a un argumento muy sencillo y el mayor peso recae en complejas imágenes subjetivas y poéticas que dan cuenta de la posición marginal del granadino respecto a las corrientes narrativas imperantes en la época. Como afirma Amelina Correa, en estas novelas «la narración se pierde en decadentes es- cenas, descritas con morosidad refinada. La acción se recrea en sucesivos remansos, donde reside el verdadero valor de la obra92». Así sucede con la novela que ahora nos ocupa. Morena y trágica93 apareció publicada por primera vez en 1908 como primer título de una colección, «Leonardo», que, como nos recuerda Amelina Correa, estaba destinada a dar cabida a tí- tulos situados en la línea estética del decadentismo y el simbolismo finisecular94. Dedicada a Ramón del Valle-Inclán, Morena y trágica supone la primera incursión de Muñoz en un universo étnico y cultural tan peculiar como el de los gitanos del Sacromonte granadino. Al- gunos de los rasgos que estudiaremos a continuación se encuentran vinculados naturalmente con la imagen romántica de los gitanos como un pueblo misterioso y ancestral. No obstante, algunos elementos remiten también a antiguas mitologías –asiria, mediterránea, babilónica, egipcia- y sirven para poner en pie recreaciones de figuras femeninas tan temibles como Astarté o Salomé. En esos aspectos incidirá nuestro análisis. De manera previa, situaremos el argumento, los principales personajes y la temática general de esta narración que se desa- rrolla en las cuevas del Sacromonte de Granada95. 91 En nuestros días, la recuperación editorial y crítica de la obra de Isaac Muñoz ha sido llevada a cabo por Amelina Correa Ramon, autora de esclarecedores artículos dedicados a su obra, y de una importante monografía: Amelina Correa Ramón, Isaac Muñoz (1881-1925): recuperación de un escritor finisecular, Granada, Universidad de Granada, 1996. 92 Amelina Correa, prólogo a Isaac Muñoz, Morena y trágica, Granada, Comares, 1999, p.14. 93 Isaac Muñoz, Morena y trágica, Madrid, Imprenta de Balgañón y Moreno, 1908. Hay edición moderna al cuidado de Amelina Correa (Granada, Comares, 1999), que es la que hemos empleado en nuestro análisis, y la edición a la que corresponden las citas que hemos seleccionado. 94 Amelina Correa, op. cit., p. 19. 95 Dentro de la puerta al pasado que significaba la ciudad de Granada para los artistas y viajeros orientalistas de toda Europa, las cuevas del Sacromonte y sus habitantes estaban considerados como uno de los elementos más peculiares y pintorescos. Una muestra del interés que esta forma de vida despertaba en los artistas de la época puede encontrarse en el lienzo Gitanos del Sacromonte (1908), del pintor josé María Rodríguez Acosta (1878-1941). En esta obra, de gran colorido, aparecen varios miembros de una familia gitana posando para el pintor y luciendo su indumentaria tradicional. En dicha escena, la posición central está ocu- pada por una joven ataviada con vestido de volantes y mantón rojo. En sus rasgos faciales –piel oscura, mirada profunda y desafiante- podemos encontrar una cierta similitud con las figuras femeninas de Romero de Torres, 98 En este escenario, un misterioso narrador en primera persona cuenta su historia de amor con Martirio, una enigmática mujer gitana que parece haber nacido envuelta por las sombras de la muerte y la fatalidad, y de la que se dice que es hija de un ahorcado y que envenenó a su madre dándole a beber la sangre de un muerto. Una anciana que vive con Martirio, Soledad, trata por todos los medios de impedir este romance. Sin embargo, una noche de zambra, en una atmósfera ritual y telúrica el protagonista y Martirio hacen un pacto de sangre y con- suman su pasión en la cueva de la gitana. El final de la breve novela muestra el triunfo de la fatalidad: Martirio muere a causa de un conjuro efectuado por La Adivina, otra mujer gitana a la que el narrador describe como dotada de poderes maléficos y de la temible mirada verde de Astarté, y que se encuentra a su vez enamorada del misterioso amante de la joven. Sobre esta trama, Isaac Muñoz construye una novela basada en complejas imágenes poéticas yuxtapuestas, introduciendo todos los temas característicos de la vertiente más violenta y te- nebrosa del Decadentismo: irresistible atracción por el mal, erotismo arqueológico y místico, deseo vampírico hacia la sangre y una perturbadora sexualidad teñida de matices violentos y necrófilos. La propia Martirio reúne, como es habitual en muchas de las heroínas de las novelas de Isaac Muñoz, rasgos pertenecientes al espectro de la mujer fatal. ya en el primer encuentro entre ambos, en la cueva, la gitana es descrita del siguiente modo: Martirio estaba sentada en el suelo, rígida, inmóvil, extraña, como un ídolo olvi- dado de las primeras edades del mundo. Bajo la tempestad de sus cabellos azules, corría un hilo de sangre con una melodía mítica, con una simplicidad misteriosa de sacrificio bárbaro. y sus pupilas funerales, de maldición, de tormento, de crimen, de incons- ciencia, miraban lo invisible en una abstracción sobrehumana, ascendida entre llamas desde la más fabulosa esencia de la raza. (p. 37) La imagen de una mujer imperturbable y fría como una criatura inanimada o una escultura se encuentra presente en la iconografía de artistas simbolistas como Gustave Moreau o Fer- nand Khnopf. Sus orígenes podrían situarse en la figura mitológica de la esfinge, poseedora de un enigma indescifrable y siempre impasible ante quienes la observan. En este caso, Isaac Muñoz aísla y subraya la relevancia de los ojos de la mujer, dotada de una temible mirada que, a su vez, es asimismo el atributo más reconocible de la deidad mediterránea Astarté, cuya hipnótica mirada fue una fuente de inspiración para obras muy destacadas de la lite- ratura finisecular.96 A estas dos figuras –la esfinge, Astarté- se une una tercera: la serpiente. que analizaremos en el siguiente punto. Para profundizar en la obra de este singular pintor granadino, puede consultarse la más importante monografía dedicada a su figura hasta la fecha. Miguel ángel Revilla Uceda, José María Rodríguez-Acosta (1878-1941), Granada, Fundación Rodríguez-Acosta / Turner Libros, 1992. 96 La más conocida de estas obras posiblemente sea la novela Monsieur de Phocas (1901) de Jean Lorra- in, protagonizada por un joven dandi obsesionado con encontrar el resplandor glauco de los ojos de Astarté. La deidad fenicia también es el tema de importantes pinturas de Dante Gabriel Rossetti (Astarte Syriaca, 1877, 99 figura 16. Dante Gabriel Rossetti, Astarte Syriaca (1877) 100 En distintos momentos a lo largo de la novela, la cabellera de Martirio es descrita con térmi- nos como los siguientes: Agitábanse sus cabellos, impregnados de tempestad y de noche, en una danza de serpientes endiabladas. (p. 40) Esta imagen, que nos presenta una cabellera formada por serpientes en movimiento, remite indudablemente a la imagen de la Medusa, que además comparte con Martirio otro de sus principales atributos: la mirada. La insistencia que Isaac Muñoz despliega en esta imagen queda de manifiesto en otro momento mucho más perturbador: el de la unión sexual del protagonista con la mujer gitana. En ese momento, el misterioso caballero que da voz a la novela describe «la crepitación hosca, salvaje, hiriente, de los cabellos que se enroscaban como víboras nerviosas» entorno al sexo de Martirio (p. 71). Las connotaciones de la serpiente como imagen del fatal poder femenino de seducción resul- tan sobradamente notorias en esta imagen de amenazante erotismo que precede a una deta- llada descripción del órgano sexual de la protagonista. No es, sin embargo, la única presencia de la serpiente como metáfora visual. En otros puntos de la novela podemos leer, siempre refiriéndose a Martirio: «Todo tremante la abracé como a una serpiente» 97(p. 46) y «Sus brazos eran como serpientes, aptos para las caricias terribles y para las estrangulaciones» (p. 71). A la figura medusea sugerida por la transformación de los cabellos en serpientes se une ahora la presencia de la sierpe aplicada al cuerpo o las extremidades de la mujer98. No obstante, a partir de este punto nuestra atención se centrará en otros dos personajes que aparecen en Morena y trágica; en estas figuras, podemos reconocer algunos rasgos fácilmente iden- tificables con el arquetipo de Salomé. Ambas mujeres son descritas en el capítulo III de la novela, «Noche de zambra». En este episodio, el protagonista, al modo de los escritores orientalistas decimonónicos, tiene la oportunidad de presenciar uno de los rituales más enigmáticos y hermé- ticos de la comunidad gitana del Sacromonte granadino: la zambra. Aprovecha entonces para describir minuciosamente a distintas personas presentes en la reunión, empleando para su carac- terización elaboradas imágenes que vinculan a los gitanos con antiguas razas y civilizaciones ya perdidas. Dos de estas descripciones, como hemos adelantado, ofrecen un interés especial para nuestro estudio de la presencia del modelo de Salomé en la construcción narrativa. fig. 16) y de fernand Khnopff (Istar, 1888). 97 Ante el sintagma «todo tremante», el lector no puede evitar evocar el célebre «la bocca mi baciò tutto tremante» que aparecía en el pasaje del Inferno de Dante dedicado a la historia de Paolo y francesca. Dante, Inferno, canto v, v. 136. Cito la edición de La Divina Commedia (ed. Raffaello fornaciari), Milán, Editore Ulrico Hoepli, 1991, p. 24. 98 La asociación entre la sierpe y la feminidad se articula tradicionalmente a través de la figura semítica de Lilith, mujer creada al mismo tiempo que Adán y convertida posteriormente en criatura infernal al rebelarse contra la autoridad masculina. En muchas representaciones, se la identifica con una mujer con extremidades de serpiente, o con una serpiente completa. 101 La primera de estas descripciones alude a una joven que se llama precisamente Salomé. Aun- que no se trata de una recreación de la figura bíblica sensu stricto, la Salomé gitana que dibuja Muñoz presenta algunos rasgos habituales en la configuración de este arquetipo. El primero, como es obvio, es la coincidencia onomástica. En segundo lugar, resulta significativo que el autor haga hincapié en la belleza de la joven designada por tal nombre, y lo haga aludiendo a elementos que no nos resultan del todo extraños: Salomé era bella. Y su belleza era la de las sacerdotisas enjoyadas, que bailan danzas antiguas en las noches rituales, bajo la mirada astral de una divinidad monstruosa. (p. 52) La imagen de una «sacerdotisa enjoyada» remite, con toda probabilidad, a las fantasías orientalistas acerca de jóvenes semidesnudas únicamente adornadas con joyas, como es el caso de la famosa Salomé tatuada de Gustave Moreau (Fig. 11)99. Además, queda claro que Salomé ha de ser necesariamente una bailarina procedentes de tiempos remotos, y que su danza ha de contener un cierto matiz violento y destructivo, como indica la presencia de una «divinidad monstruosa» a la que ofrece su danza, del mismo modo que Salomé baila ante la mirada lúbrica de Herodes. El carácter religioso o sacrificial de su danza viene enfatizado en un punto posterior del texto, cuando se menciona su «figura apta para las danzas sacras, para los ritmos litúrgicos, para las sumas pompas sacerdotales» (p. 52). obviamente, Isaac Muñoz no está pensando en las sobrias ceremonias litúrgicas católicas, sino en rituales orientales en los que la danza está considerado como un modo de aproximación a la divinidad, tal y como sucede, por ejemplo, con las danzas de los derviches, un tema fundamental en la literatura orientalista, o en el baile de las ménades griegas, cuya presencia en la literatura estudiaremos en este trabajo, en el capítulo correspondiente. El narrador, por otro lado, compara a esta Salomé con la escultura de una Virgen Dolorosa como las que pueblan «los altares tenebrosos de las viejas iglesias españolas» (p. 52), y resalta, como sucedía en la descripción inicial de Martirio, sus inquietantes ojos: Sobre el esmalte blanco, brillaban las pupilas con un fulgor deslustrado y cadavé- rico, con una luz inolvidable de ausencia y de agonía (p. 52). No conocemos más detalles acerca de Salomé. El narrador interrumpe aquí su descripción. No obstante, resulta evidente que esta figura reúne rasgos que sugieren una identificación con el arquetipo de Salomé más allá del factor onomástico. Es el turno ahora de prestar atención a una última figura, cuya mención se produce también 99 Esta imagen se encuentra asimismo en el soneto que julián del Casal dedicó a L’apparition, de Gustave Moreau, tal y como hemos podido apreciar en nuestro análisis de dicho texto poético. 102 en el capítulo dedicado a la noche de zambra. Es ella la que reúne de un modo más explícito diversos rasgos que vinculan la danza con el poder de seducción y con el carácter irracional de la mujer fatal. Desde el instante de su aparición, La Cañí –ése es el nombre que recibe- se presenta ante el lector como una bailarina: La Cañí era una gitanica de miembros ágiles, flexible y rítmica como la cuerda vibrante de un instrumento musical. (p. 55) Con el objetivo de analizar su figura, centraremos nuestra atención en tres ejes isotópicos que modulan su descripción de manera central. El primero de estos ejes es, como hemos adelantado, el musical, asociado a la figura de la danza y a toda una serie de conceptos parejos: el movimiento, la sinuosidad, el ritmo. De este modo, leemos que «todo en ella era propenso a la danza, a la fiesta de las líneas», y una alusión a «la llama vertiginosa del baile». Sus cabellos aparecen descritos como «largos y pal- pitantes, cada uno animado de una vida milagrosa y fluida», remitiendo quizás a la belleza medusea. Sin embargo, las alusiones musicales más claras aparecen en el momento en el que La Cañí es la gitanilla designada para empezar a bailar la zambra. Aquí, las imágenes trans- forman su cuerpo en un instrumento musical movido por una fuerza de origen desconocido: Su cuerpo lleno de cavidades musicales se curvaba como una onda, como la cuer- da de una lira, como una mano fina dispuesta a la caricia. y comenzó la danza. La Cañí bailaba con un ritmo puro, noble, como envuelto en un humo de lejanía, de olvido, de recogimiento, de grave sombra pensativa. Parecía que todos sus movimientos se ajustasen a un compás inefable e ignorado. Diríase que el sentimiento de la música sagradamente se extendiera sobre todos sus miembros, animándolos de una altísima vida semejante a la de las diosas. (p. 60) Tras este armónico pasaje, cuya regularidad rítmica se presenta revestida de un carácter sa- grado, comienza una segunda fase de la danza, más cercana al desenfreno erótico: De pronto la música se quebró en alaridos, se desgarró como si a un tiempo mis- mo saltaran rotos los nervios de un poseído, y un aliento de lujuria y de locura pasó por las cuerdas hiperestésicas de la guitarra y por las carnes endemoniadas de la danzarina. (p. 60) Además de plasmar con innegable maestría los bruscos cambios rítmicos del flamenco, este fragmento lleva a su culminación la metáfora musical que se ha venido desarrollando en líneas anteriores. La misma cuerda que antes se ondulaba y modulaba suaves movimientos ahora es objeto de una violenta influencia: la soberbia imagen de «saltaran rotos los nervios de un poseído» se completa con la referencia a «las cuerdas hiperestésicas de la guitarra». De 103 figura 17. Anselmo Miguel Nieto, Laura de Santelmo (1934) este modo, lo musical se convierte no sólo en un pretexto temático, sino en una herramienta plástica que alude no sólo a sus efectos sino también a su origen –una cuerda tensada y des- tensada100. 100 En relación a las representaciones de las bailarinas de flamenco en la pintura de la época, no po- demos dejar de referirnos al lienzo Laura de Santelmo (1934), del pintor vallisoletano Anselmo Miguel Nieto (1881-1964) (Fig. 17). En esta espléndida pintura, la imagen de una bailaora en plena ejecución de su danza se ve enriquecida por algunos detalles significativos. Uno de ellos es la mirada frontal de la protagonista, que interpela directamente al espectador. El otro detalle que merece nuestra atención es la inmensa sombra que proyecta la bailarina sobre el muro posterior, y que le aporta un aspecto temible y en cierto modo sobrena- tural (las implicaciones estéticas del empleo de la sombra en el arte han sido ampliamente desarrolladas en el imprescindible ensayo de victor I. Stoichita, Historia de la sombra, Madrid, Siruela, 1999). Anselmo Miguel Nieto reúne asimismo algunos rasgos muy peculiares en el contexto de la pintura española de las primeras décadas del siglo XX. Aunque vivió largamente en Andalucía, sus intereses y su sensibilidad estética lo vinculan a las escuelas finiseculares de cuño británico. Cultivó especialmente el retrato aristocrático, bajo un claro influjo de la obra de Whistler, llegando a titular algunas de sus obras con rúbricas tan esteticistas como Sinfonía en 104 El segundo eje al que nos referiremos es el del erotismo. El erotismo en Isaac Muñoz aparece frecuentemente ligado a imágenes corporales que experimentan con varios símbolos, el más importante de los cuales es el de lo candente. Uno de los ejemplos más claros lo encontramos en la siguiente frase: «Todo en ella era propenso […] al humear del sexo como una brasa diabólica, al fosforescer de la carne en la llama vertiginosa del baile». Esta isotopía ígnea será reiterada en otras imágenes, alusivas al resplandor y al brillo. Por ejemplo, leemos que «Su boca sangrante tenía un violento fosforescer de dientes, y como un resplandor lujurioso que se desprendía en ondas humeantes». Encontramos una imagen similar en «Fosforescía toda como si su carne estuviera tejida de electricidad». El fuego, en fin, se encuentra también asociado al movimiento ondulante de la danza: «Sus brazos en alto se alargaban como dos lenguas de fuego, y sus manos herían el aire como dos llamas ondulantes». Abrasada por un irresistible impulso erótico, la Cañí se convierte en fuego, una imagen recurrente en alusiones a la danza o al erotismo en la estética finisecular (Fig. 12). También encontramos una refe- rencia a la animalización del sujeto erotizado. La danza convierte a La Cañí en una criatura irracional, un animal presa de sus instintos, como podemos apreciar en la siguiente frase: En su boca entreabierta los dientes blancos, animales, brillaban bajo un vaho caliente con esa expresión feroz y bestial que adquieren los dientes de los caballos moribundos. (p. 61) A la perturbadora imagen de «los dientes de los caballos moribundos», no exenta de un cier- to erotismo fúnebre, se une, más adelante, la comparación con la «lascivia primitiva y feroz» de «las hienas en las noches nubias», también con una cierta connotación relacionada con el ámbito de la muerte y la degradación. Morena y trágica es una novela recorrida por el pulso ininterrumpido de la muerte. Las referencias fúnebres e incluso necrófilas son constantes, y dan muestra de la unión indisociable de Eros y Tánatos en la obra de Isaac Muñoz. El último eje de isotopía que mencionaremos, y que completa la descripción de La Cañí, se relaciona con el ámbito de lo sagrado, de lo ancestral, de lo exótico. Como sucede en otras partes de la novela, Isaac Muñoz ha llevado a cabo una mitologización de la raza gitana, en la que introduce elementos procedentes de culturas remotas, antiguas o desaparecidas. De este modo, encontramos alusiones a la mitología hindú tan explícitas como las incluidas en el siguiente fragmento: Era como una deva-dassis, de las que ofrendan su vientre a la Trimurti entre el misterio de los mirtos sacerdotales. rosa (1922). Jacinto Benavente aseguraba encontrar, en algunos de sus cuadros «semejanzas con la obra de Rossetti». En la misma línea se sitúa uno de los mayores estudiosos de su obra: «Las jóvenes de rostros deli- cadamente poéticos y a veces misteriosos, las figuras femeninas en actitud ensoñadora, rodeadas de flores o con palomas, los rostros extáticos o ensimismados de las mujeres de sus cuadros nos hacen evocar a veces el pre-rafaelismo inglés» (josé Carlos Brasas Egido, Anselmo Miguel Nieto. Vida y pintura. valladolid, Institución Cultural Simancas, 1980, p. 47). 105 Era de la más pura raza parsi, y en su lengua extraña aún quedaban vestigios de aquel antiguo guzarati, brillante como una esmeralda y sonoro como música de fronda. Sus ojos eran dos aguas enfermas sobre las cuales se reflejara la pompa verde de un bosque de Ceylan.(p. 56) 101 Algunos de los elementos que aparecen en este texto tienen un espíritu plenamente decaden- te. Así sucede con la presencia del color verde –la esmeralda y el bosque- o con la idea de una lengua que recoge voces y acentos olvidados, como el latín de la decadencia del que gustaba el Des Esseintes de Huysmans. No proceden únicamente estas referencias del mundo hindú. Encontramos expresiones como «Y sus brazos, que tenían la sagrada forma de los arcos, eran como dos ritos míticos de una religión divina y bárbara». En este caso, el origen de dicha «religión divina y bárbara» queda omitido, sin por ello resultar menos evocador. No obstante, hay ocasión para incluir una referencia histórica distinta. Sucede al inicio de la descripción de la danza de la gitanilla: La Cañí se aprestó a bailar en la actitud de una virgen egipcia, de esas largas, ági- les y sacerdotales, que florecen en las pinturas áureas de las mastabas funerarias. (p. 60) A las teorías apócrifas que situaban el origen de la raza gitana en Egipto se debe, posiblemen- te, esta alusión. Por otro lado, tampoco podemos obviar que la temática egipcia es una cons- tante en la obra narrativa de Isaac Muñoz, y tiene varias apariciones a lo largo de esta misma novela, como sucede en la referencia a las «noches nubias» que ya hemos mencionado102. Para terminar de analizar las referencias exóticas o arqueológicas incluidas en la descripción de La Cañí, debemos prestar atención a la alusión hecha a una última deidad femenina, especialmente significativa para el objetivo de esta investigación. Se trata de Astarté, cuya significación hemos aclarado al ocuparnos del personaje de Martirio, en esta misma novela. En este caso, la diosa mediterránea aparece mencionada del siguiente modo: Tenía aquella danza la fiebre antigua, el divino gesto de un culto ambiguo, de un milenario mito asirio ante la enigmática Isthar, larga como una sombra, y atrac- tiva como un pecado. (p. 61) Llegados a este punto, consideramos que las razones para catalogar a La Cañí como una 101 Las deva-dassis eran bailarinas sagradas que ejecutaban sus danzas en los antiguos templos hindúes. Trimurti es un término sánscrito que hace referencia a la trinidad formada por las deidades indias Brahmá, visnú y Sivá. Bajo el nombre de parsi se conoce a una etnia presente en India, y que desciende de antiguos pueblos persas. El guyaratí (guzarati) es una de las lenguas milenarias del territorio indio. 102 En Isaac Muñoz, esta fascinación por el Antiguo Egipto se materializó, por ejemplo, en diversas refe- rencias a la figura de Cleopatra dispersas por toda su obra. El estudio de dichos motivos se llevará a cabo en el capítulo de esta obra dedicado a las representaciones de la legendaria reina ptolemaica. 106 Figura 18. Ignacio Zuloaga, Retrato de Oterito (1936) 107 mujer fatal quedan correctamente expuestas. A la presencia de una sensualidad devastadora y mortífera se unen las referencias mitológicas y arcaicas tan del gusto de los escritores finise- culares. No obstante, si advertimos una influencia determinante del arquetipo de Salomé en esta narración, es debido a una serie de rasgos habitualmente asociados a la princesa judía. Hablamos de factores como la juventud, el eclecticismo religioso –presente, por ejemplo, en la obra de Moreau- y, sobre todo, la danza. El absoluto protagonismo que el baile desempe- ña en la construcción de este personaje ha de ser tenido en cuenta como una referencia no explícita al personaje bíblico. Ambas mujeres son jóvenes, enigmáticas, y se transforman en amenazadoras criaturas cuando comienzan a bailar. y en esta danza de amor y de muerte reside el rasgo más característico de la hija de Herodías. 2. 2.3. unA visión pictóricA: LAs salomés de juLio romero de torres El objetivo de este epígrafe es establecer la relación que, en el arte finisecular, existe entre la figura bíblica de Salomé y la imagen de la mujer española que emplea la danza como una herramienta de seducción. Los orígenes de esta relación están, probablemente, en la cultura europea del Romanticismo, para la que España y, concretamente, Andalucía, eran la puerta de oriente103. Surgen entonces obras como Carmen, de Mérimée, o el Voyage en Espagne de Théophile Gautier y, con ellos, la valorización de lo que se consideraba como belleza típica- mente española. Las dos novelas que hemos analizado –A flor de piel, de Antonio de Hoyos y Vinent, y Morena y trágica, de Isaac Muñoz– muestran la pervivencia de estos arquetipos aún en las primeras décadas del siglo XX, y su posible vinculación con la figura bíblica a través de una serie de elementos comunes: la danza como ritual ancestral, la belleza seductora, la crueldad. En esa misma cronología, entre los cultivadores de esta imagen destaca, entre todos, el sim- bolista cordobés Julio Romero de Torres, autor de una extensísima obra que sólo en fechas cercanas ha comenzado a estimarse en su justo valor104. Autor de innumerables cuadros pro- tagonizados por mujeres de rasgos andaluces (morenas, con grandes ojos oscuros), la pintura de Julio Romero de Torres obedece a un intento de asumir a través de elementos iconográfi- cos propios los postulados estéticos e ideológicos de la pintura simbolista europea a los que, a partir de 1915, se unirán rasgos propios del neofigurativismo de entreguerras105. Entonces 103 Lynne Thornton, Les Orientalistes. Peintres voyageurs (1828-1908). Paris, ACR Éditions, 1983, p. 13. 104 Escribe, a propósito de este tema, francisco Calvo Serraller: «aunque julio Romero de Torres no haya sido ni mucho menos el único artista español contemporáneo en basar su pintura en una representación folclórica de lo español, sí es quizás al que le ha tocado desempeñar el papel paradigmático a este respecto, y, por tanto, ha debido padecer la correspondiente función de chivo expiatorio, quizás a causa de haber explota- do la imagen andaluza que, desde el romanticismo, ha monopolizado abusivamente hacia el exterior las señas de identidad de nuestro país, y, por encima de todo, probablemente por el éxito alcanzado (Francisco Calvo Serraller, Julio Romero de Torres. Madrid, fundación MAPfRE. Instituto de Cultura, 2006, p. 7. 105 Esto es, al menos, lo que sostiene jaime Brihuega, que sitúa la modernidad de Romero de Torres 108 «su lenguaje pictórico, sin llegar a perder nunca la capacidad de persuasión simbólica, tiende a sumergirnos en una palpable promiscuidad sensorial con la materia»106. A esta técnica, que cada vez hace más palpable la materialidad y corporeidad de sus figuras, se une una temática que casi en la totalidad de las obras se encuentra protagonizada por una figura femenina. A través de los retratos de jóvenes de la alta sociedad burguesa y también de composiciones más complejas, con densos tejidos simbólicos, Romero de Torres recrea una feminidad tur- badora, oscura y carnal. La dimensión fatal de estas mujeres se ve subrayada por su aspecto «céreo, vampírico o incluso mortuorio107», expresión de una turbia y ambigua sexualidad. Hermafroditismo, homosexualidad, travestismo o incluso necrofilia son términos usuales al estudiar esta dimensión fundamental en la obra del cordobés. Personajes de sexualidad confusa, a menudo andróginos, muestran frecuentemente actitudes simbólicamente alusivas a elementos sexuales o eróticos. La postura, el color, los objetos (frutas, armas, instrumentos musicales) o el fondo onírico e indeterminado (casi siempre de inspiración cordobesa) de sus cuadros ostentan multitud de significados que obedecen a intrincados códigos de diversas procedencias. La belleza y sensualidad de los cuerpos difuntos muestran una voluntad claramente erótica. Afirma Jaime Brihuega que «las claves necrófilas más explícitas se desarrollan en torno a su iconografía de la cabeza separada del tronco, cuyos argumentos se reparten por el tema de la Magdalena, la hagiografía del martirio femenino, Salomé o Judith108». Como ejemplo, son significativas las imágenes de la Magdalena sosteniendo una calavera que podría ser la cabeza de San Juan Bautista, o, lo que presenta una mayor relevancia para nuestro estudio, las dos Salomé pintadas en 1917 y 1926. La Salomé pintada en 1917 (Fig. 19) y que actualmente se encuentra en el Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo muestra a una Salomé que acaricia la cabeza del Bautis- ta mientras mira de reojo al observador del cuadro. La figura principal, la de la bailarina, muestra una gran sensualidad, vistiendo un vestido de un tejido blanco y vaporoso sujeto con un corpiño metálico ricamente labrado que deja sus pechos al descubierto. Sobre las rodillas tiene un tejido de color rojo oscuro, probablemente una referencia a la sangrienta decapita- ción del Bautista, que, en su yuxtaposición al tejido blanco de su atuendo, más ligero, sugiere en elementos como la «materialidad obsesiva del símbolo» y la apropiación o cita constante como medio de creación en el pintor cordobés. (Jaime Brihuega, «Materialidad obsesiva del símbolo. La pintura de Julio Romero de Torres después de 1915», en VV. AA., Julio Romero de Torres: Símbolo, materia y obsesión, Córdoba, Tf Editores, 2003, pp. 43-70). En una línea similar, Carmelo Casaño habla de «simbolismo crítico» al referirse a la obra de Romero de Torres (Carmelo Casaño, El simbolismo crítico de Julio Romero de Torres. Sevilla, Centro Andaluz del Libro, 2002). 106 Jaime Brihuega, «Materialidad obsesiva del símbolo…», pp. 48-49. 107 Op. cit., p. 65. 108 Íbid. 109 figuras 19 y 20: julio Romero de Torres, Salomé (1917) y Salomé (1926) 110 un expresivo contraste entre inocencia y crueldad, entre infancia y madurez.109 Salomé es una mujer joven, de piel morena y pelo negro, de facciones delicadas y tensadas por una leve expresión de alegría y triunfo que, a la vista de su actitud (puesto que está acariciando la ca- beza decapitada del Bautista) es inequívocamente cruel. Los ojos, oscurecidos por unas leves ojeras, corresponden a la caracterización habitual de la femme fatale. En cuanto a su objeto de deseo, la cabeza del Bautista yace sobre una bandeja de plata ri- camente labrada. El aspecto más sorprendente es, sin duda, el rostro del precursor, cuyos rasgos, al contrario de lo que suele ser habitual, no muestran a un hombre rudo, barbudo y frecuentemente consumido por el ayuno. Al contrario, nos encontramos ante un rostro de formas andróginas, más femeninas que masculinas, imberbe, con oscuro pelo largo y una expresión de estilizado sufrimiento, acentuado por las ojeras que oscurecen su mirada igual que la de Salomé. Es esta expresión la única referencia a su macabra ejecución; resulta no- table la pulcritud con la que Romero de Torres pinta el cuello seccionado sin apenas rastros de sangre. En un plano puramente plástico, es conveniente resaltar la tonalidad general del cuadro, en el que las dos figuras principales se destacan con su color amarillento sobre un fondo oscuro y verdoso. El tono cobrizo de Salomé y la cabeza es casi idéntico, lo que implica una posible identificación entre ambas, llegando a sugerir la muerte de Salomé o su naturaleza vampírica. También se puede relacionar con la pintura renacentista y barroca, en la que esta violencia cromática es habitual110. En cuanto al fondo, sigue el estilo habitual de Romero de Torres e incorpora un recurso un tanto arcaizante procedente de la pintura renacentista y medieval: la recreación de distintas escenas del mismo episodio. En este caso, se trata de escenas relativas a la ejecución y muerte del Bautista y, por lo borroso de las figuras, quizás también de Salomé, generando de este modo un eje temporal de gran valor simbólico. La oscuridad casi sobrenatural, con un horizonte desierto en el que sólo aporta algo de luz un in- quietante crepúsculo verdoso busca un efecto inquietante acrecentado por estas escenas que no sabemos dónde situar pero que, en todo caso, no corresponden a un espacio ni un tiempo unitarios. Una tercera ruptura de la unidad narrativa del cuadro se sitúa en los detalles de la ornamentación y el vestuario de Salomé: su cinturón parece contener imágenes de danza relacionadas con el episodio narrado; de este modo, como ocurría en la pintura gótica y re- nacentista, la imagen principal es el resumen simbólico de una historia cuyos detalles (danza de Salomé, prendimiento y ejecución del Bautista) están narrados en el mismo espacio. El 109 Es destacable el virtuosismo técnico empleado por Romero de Torres a la hora de pintar estos teji- dos, con abundantes pliegues y distintas texturas que acentúan su riqueza simbólica. Jaime Brihuega (op. cit.) ha visto en los pliegues de las vestimentas pintadas por Romero de Torres una posible referencia al órgano sexual femenino. Por otro lado, hay que considerar el interés que estos objetos despertaban en el pintor cordobés, que llegó a desempeñar el puesto de profesor de Ropajes en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernan- do. 110 Por ejemplo, en los cálidos cromatismos de Tiziano. 111 mueble sobre el que descansa la bandeja de plata muestra también una talla zoomórfica de inspiración oriental, recogiendo de este modo Romero de Torres la tradición orientalista de la iconografía de Salomé. Nueve años después, en 1926, el pintor español ejecutó una segunda tela con el mismo tema. Su Salomé (Fig. 20, en el Museo Julio Romero de Torres, en Córdoba) se encuentra, en esta ocasión, arrodillada ante la cabeza que yace sobre una bandeja de plata en el suelo. En este caso, presumiblemente, no hay ruptura espacio-temporal, y al fondo se ve la imagen de una fortaleza (¿el palacio de Herodes?) y un centinela haciendo guardia ante el páramo oscureci- do. La luz es oscura e inquietante, pero los tintes verdosos del cuadro anterior han dado paso a tonalidades más rojizas. Salomé aparece como una mujer morena con el pelo negro recogido en la nuca. Arrodillada y desnuda, tiene un manto que, de un color entre púrpura y sangriento, ha caído hasta la parte inferior de sus muslos, dejando ver sus formas voluptuosas y de piel morena. La ex- presión de su rostro no tiene nada que ver con la fría satisfacción de la Salomé de 1917. Al contrario, esta figura muestra dolor y arrepentimiento ante la terrible imagen de la cabeza que yace ante ella, y tiene las manos unidas en algo parecido a un gesto de oración. La rica ornamentación, a excepción de los pliegues del tejido, ha desaparecido, como también se encuentra ausente la belleza serena y andrógina de la cabeza del Bautista. De hecho, la ca- beza del Precursor es una testa lívida y oscura, con rasgos afilados y endurecidos por una ex- presión grotesca y cadavérica en la que la brillante dentadura es el único macabro atisbo de claridad en la cara congestionada y sombría. En esta ocasión, además, sí muestra rasgos más masculinos, con barba y espesas cejas. Sin embargo, es necesario mirar la Cabeza de santa (Fig. 21) pintada por Romero de Torres un año antes para entender que la cabeza de San Juan ha sido obtenida introduciendo estos rasgos (principalmente la barba) para convertir una cabeza en otra, surgiendo de nuevo la cuestión de la ambigüedad y la androginia111. El estilo es más cromático y menos sometido a la línea y la nitidez que en el caso anterior. La mujer fatal, impasible ante su crimen e, incluso, absorta en la contemplación de la belleza de la cabeza decapitada, ha dado paso a esta otra representación en la que sí están presentes el horror de la muerte, el crimen y la culpa. Las Salomés de Julio Romero de Torres muestran las dos caras de un episodio igualmente atractivo tomando en consideración sus valores esté- ticos y morales, y, curiosamente, obedecen a un cierto historicismo en el desarrollo del tema y la elección de los elementos ornamentales (vestuario, escenografía). Son Salomés proceden- tes de la Antigüedad enigmática, cruel y suntuosa. No fue éste el único registro elegido por Julio Romero de Torres para representar a la mujer 111 Esta enigmática Cabeza de santa está, además, situada sobre una bandeja de plata similar a la empleada en Salomé. 112 fatal, ya que sus obras se encuentran repletas de mujeres bellas y peligrosas. Quizás el caso más representativo sea el de los carteles diseñados para la Unión Española de Explosivos: Encendiendo la mecha (1924), Mujer con pistola (1925), La escopeta de caza (1929) y El cohete (1930) están protagonizadas por mujeres jóvenes de turbadora belleza que aparecen sosteniendo inquietantemente armas de fuego y materiales explosivos mientras miran al frente con una expresión entre ingenua y amenazadora. No es difícil ver en cualquiera de estas mujeres la efigie de Lucerito Soler, la niña seductora que podría haber protagonizado cualquier cuadro de Romero de Torres y que escondía una oscura personalidad y unos instintos violentos y peligrosos. Por todo lo anteriormente expuesto, hemos considerado necesario dedicar estas páginas al desarrollo que Julio Romero de Torres plasma en su obra de la imagen de Salomé, de la bailarina seductora y, por extensión, de la mujer despiadada y atractiva que pobló la imagi- nación de decadentes y simbolistas. figura 21. julio Romero de Torres, Cabeza de santa (1925) 113 2.2.4. unA HistoriA de LA guerrA de meLiLLA: como salomé, de josé FrAncés Si hasta ahora hemos comprobado que el mito de Salomé se encuentra estrechamente rela- cionado con el imaginario orientalista finisecular, también podemos afirmar que las actua- lizaciones y recreaciones de dicho mito en el ámbito hispánico no se desvinculan por com- pleto de dicho imaginario. El oriente contemporáneo seguía siendo una puerta de acceso al oriente mítico, y los escritores peninsulares encontraron en el Marruecos español un modo de aproximarse a una realidad forzosamente distinta y, en ocasiones, incomprensible. Por todo ello, resulta interesante, en este punto de la investigación, prestar atención a un enrique- cedor ejemplo de puesta al día modernista del relato bíblico. Nos referimos a un relato breve cuyo autor es José Francés (1883-1964) y cuyo título es, significativamente, Como Salomé112. José Francés era un nombre muy conocido entre los lectores de la época: autor de críticas de arte, novelas, obras teatrales y, sobre todo, relatos breves, sus textos cosecharon un gran éxito gracias a su inclusión habitual en las cabeceras de prensa ilustrada más prestigiosas de la época113. Es en la más importante quizás de todas ellas, La Esfera, donde encontramos este breve relato que, por sus características formales, su lenguaje y su extensión, posiblemente estuviese concebido para ser difundido en dicha publicación. obra destinada, pues, a la lectura rápida característica de este tipo de prensa, Como Salomé fue publicado en diciembre de 1912, maquetado en su totalidad en una sola página y acom- pañado por una ilustración de Ventura Requejo que muestra a una bailarina ataviada con atuendo orientalista114. Debido a su naturaleza, al medio y al público al que estaba destinado, este relato presenta una estructura muy sencilla y se resuelve con brevedad. Por su temática, su lenguaje y sus ca- racterísticas formales, podríamos ubicarlo en la órbita de la literatura breve de terror y mis- terio115; José Francés emplea aquí una serie de herramientas narrativas y estéticas destinadas a crear una atmósfera inquietante alrededor de una historia de amor trágico protagonizada por una misteriosa bailarina marroquí y un soldado español. Ambientada durante la Guerra de Melilla (1909), Como Salomé lleva a una cronología y a un escenario contemporáneo la le- 112 josé francés, Como Salomé…, La Esfera, 9 de diciembre de 1912, p. 35. 113 A pesar de su celebridad entre el público español de las primeras décadas del siglo XX, la obra lite- raria de José Francés, a día de hoy, aún no ha sido objeto de ningún asedio crítico sistemático global ni parcial. Existe, por el contrario, una interesante investigación acerca de su producción como crítico de arte, fruto de un trabajo de tesis doctoral dirigida por Francisco Calvo Serraller: María Piedad Villalba Salvador, José Francés, crítico de arte, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 2002. Por otro lado, conviene señalar que en el estudio que más adelante hemos dedicado a las Salomé de federico Beltrán Massés (epígrafe 2.8.1) incluimos varios ejemplos de textos que José Francés dedicó a la crítica de arte. 114 Dicho análisis puede encontrarse en el apartado 2.8.3, dedicado a las ilustraciones en prensa apare- cidas en publicaciones españolas. 115 No hay que olvidar que, además de un prolífico escritor de relatos breves y de novelas, José Francés fue traductor, y suya fue una versión de las Historias extraordinarias de Edgar Allan Poe (Madrid, Mateu, 1918). 114 yenda de la hija de Herodías, y esta fusión presenta un interés innegable para nuestro objeto de estudio116. Narrada en primera persona por un hombre del que apenas conocemos los detalles, la his- toria comienza cuando el narrador encuentra a un viejo conocido, un antiguo combatiente herido y mutilado en guerra, en un «teatrillo de varietés» de Madrid, y deciden asistir juntos al espectáculo. Dicha función se encuentra protagonizada por una bailarina descrita en los siguientes términos. Amortiguada la luz y la música, danzaba en la semi penumbra y a compás de las cadencias suaves, sensuales, una mujer vestida de orientales velos y sedas. Sona- ban sus talones desnudos sobre el tablado, tintineaban sus joyas; eran un resplan- dor de blanco esmalte los dientes, entre la demasiada escarlata de los labios117. Como puede apreciarse, la aparición de la bailarina se produce de un modo fantasmagórico, acompañada por una serie de elementos –la penumbra, los velos, el sonido de las pedrerías- que contribuyen a suscitar el misterio en torno a su figura. Del mismo modo, las «cadencias suaves, sensuales» remiten a los bailes sagrados o rituales que otros autores atribuyen a Sa- lomé. Esta bailarina, como se verá después, no desempeña otra función que la de actuar como fantasma –recuerdo, evocación- de otra bailarina, la verdaderamente importante en la historia, y que será mencionada a continuación. Por otro lado, este carácter fantasmagórico e irreal de esta primera danzarina queda subrayado por la reacción del viejo veterano de gue- rra ante su visión. El narrador cuenta cómo ve a su amigo «palidecer y mirar con aterrados ojos al escenario». Acto seguido, abandonan el teatro ante el asombro del personal del mis- mo, ya que «aquella Salomé de bajos fondos madrileños era la gran atracción del teatrillo, y 116 La temática marroquí fue una presencia constante en la narrativa española desde mediados del siglo XIX, debido a los conflictos originados a raíz de la política colonial española en suelo africano. Por ello, algu- nos autores han hablado del «marroquismo» como una tendencia en la novela española contemporánea. En este contexto, no resulta extraño que José Francés elija Marruecos como el escenario para una recreación del mito de Salomé; el norte de África, aunque cercano, seguía siendo Oriente, y, por lo tanto, una tierra fértil para macabras ensoñaciones. Así lo afirma Manuela Marín en un estudio de la obra literaria del diplomático español Rafael Mitjana, que estuvo destinado en Marruecos durante los años del cambio de siglo: «A pesar de la proximidad física de Marruecos y España, de las largas y continuadas relaciones históricas de todo tipo y de la presencia constante del país vecino en la política española de la segunda mitad del siglo XIX, […] Marruecos es el Oriente». (Manuela Marín, El exotismo cercano: Rafael Mitjana y su viaje a Marruecos en Gonzalo fernández Pradilla y Manuel C. feria García (coord.), Orientalismo, exotismo y traducción, Cuenca, Ediciones de la Universi- dad de Castilla-La Mancha, 2000, p. 112). Respecto al sentimiento que este «Oriente próximo» suscitaba en los escritores españoles, podemos citar la siguiente reflexión del profesor Víctor Morales Lezcano: «Marruecos, baluarte del Islam situado a un tiro de piedra de la costa española, genera en la novelística hispana un efecto de revulsión que transforma a sus personajes. Estos se tornan febriles, rebeldes o cobardes, y hasta conciben la traición a la patria, en medio de una atmósfera cargada de símbolos de muerte» (Víctor Morales Lezcano, Africanismo y orientalismo español en el siglo XIX, Madrid, UNED, 1988, p. 141) 117 Al encontrarse maquetada en una única página, y debido a su brevedad, los fragmentos que reprodu- cimos en este epígrafe, salvo que se indique lo contrario, proceden de josé francés, Como Salomé…, La Esfera, 9 de diciembre de 1912, p. 35. 115 por verla se pagaban las butacas a precios absurdos de tan elevados»118. Como venimos diciendo, esta aparición espectral desencadena el recuerdo de la historia que ocupará el centro de la narración a partir de ese momento. Así lo corrobora el antiguo mili- tar cuando menciona a un amigo común, Manolo Moncada, y afirma que «su espíritu llegó a nosotros empujado por la danza infame». El escenario de dicha revelación es asimismo un cronotopo propio de la literatura de terror: una calle apartada del bullicio, en plena madru- gada invernal, en la que el único sonido es el eco de los pasos de los dos confidentes. Comienza entonces la narración, en la voz del militar lisiado, de la historia vivida por él mis- mo junto al citado Manolo Moncada, cuando ambos se encontraban destinados en Melilla, poco después de la catástrofe del Barranco del Lobo119. En una de las incursiones de los dos camaradas en los barrios populares, llegan hasta un «barracón de varietés ínfimas»120 donde «debutaba una danzarina que tenía la avilantez de usurpar el nombre de la hija de Hero- días». Nos hallamos, pues, en el escenario donde tendrá lugar una danza al estilo de Salomé, y se trata de un escenario asociado a los bajos fondos, sobre el que planea muy posiblemente el fantasma de la prostitución. La sordidez del espacio se ve subrayada por las observaciones del narrador acerca de la atmósfera que se respira en el teatro: Una atmósfera pesada, pegajosa, fétida había en el barracón. olía allí como en la botillería de Maimón, donde acuden los moros andrajosos a tomar café; como en los poblados de los indígenas de los tabores. El olor se prendía en la garganta y escocía los ojos. A Manolo le excitaba, además, en su perversión sexual como un afrodisiaco. Ya hemos señalado en otros puntos que la presencia de una atmósfera embriagadora y so- focante, producida por inciensos y exóticos perfumes, es un elemento recurrente en muchas 118 Resulta pertinente recordar que nos encontramos en la época dorada de las bailarinas exóticas, que creaban espectáculos basados en episodios legendarios y adornados con una estética orientalista, y cosecha- ron un enorme éxito en teatros de todo el mundo. La danza de Salomé, consagrada como el número más conocido de la ópera de Strauss, conoció un sinfín de recreaciones por parte de bailarinas de toda Europa. Para un análisis de este fenómeno, podemos citar el artículo de María Dolores Tena Medialdea, «Salomanía: la construcción imaginaria de la danza oriental» en Extravío. Revista electrónica de literatura comparada, núm. 3 (2008). Asimismo, resulta de un enorme interés el estudio que Judith R. Walkowitz hace de la figura de Allan Maud, una bailarina exótica de la Inglaterra victoriana: Judith R. Walkowitz, The «Vision of Salome»: Cosmopolita- nism and Erotic Dancing in Central London, 1908-1918 en The American Historical Review, vol. 108, N.2 (Abril de 2003), pp. 337-376. En el terreno de las artes plásticas, los espectáculos basados en la figura Salomé fueron inspiración para obras gráficas tan interesantes como el dibujo de autor desconocido que representa a Tórtola Valencia en el papel de Salomé, y que se conserva en el Institut del Teatre de Barcelona, o el cartel que Georges de la Feure diseñó en 1895 para un espectáculo de Loie Fuller: La Loïe Fuller dans sa création nouvelle Salomé (París, Musée de la Publicité). 119 Si recordamos que el llamado Desastre del Barranco del Lobo tuvo lugar en 1909, queda claro el carácter contemporáneo del relato de josé francés, publicado en 1912, tres años después de dicho aconteci- miento. 120 Se trata de un escenario en cierto modo similar al teatrillo madrileño en el que los dos protagonistas encuentran a la bailarina que suscitará en ellos el recuerdo del trágico destino de Manolo Moncada. 116 recreaciones de Salomé, entre las que destacan las pinturas de Gustave Moreau y las célebres écfrasis que Huysmans incluyera en el capítulo V de À rebours. En este caso, dichos perfumes presentan un carácter notablemente desagradable, en sintonía con la sordidez del estableci- miento, pero al mismo tiempo suscitan una reacción erótica en Manolo Moncada. No cabe duda de que en esta mezcla entre atracción y repulsión radica uno de los rasgos fundamenta- les de la sensibilidad erótica finisecular y de los rasgos de la femme fatale, como hemos podido apreciar ya en la novela Morena y trágica, de Isaac Muñoz. Algo que queda fuera de toda duda es que esta bailarina misteriosamente aparecida en un teatrillo melillense reviste los rasgos de la fatalidad. «El alma de oriente parecía haberse reencarnado en ella», afirma el narrador, y añade que «Impúdica y perversa, era, en efecto, como la hijastra del tetrarca de Galilea». La referencia a «el alma de oriente» no ha de ser pasada por alto, ya que esta parte del relato se encuentra ambientada en Melilla, un territo- rio limítrofe entre oriente y occidente y una ciudadela europea en pleno continente africa- no121. y precisamente esa condición fronteriza desempeñará un rol decisivo en la narración cuando la misteriosa bailarina, que desde esa noche ha convertido a Manolo Moncada en un esclavo –«Salomé le había embrujado», cuenta el veterano-, convence su amante español para que lleve a cabo una peligrosa fantasía: Quería ella danzar a la luz de la luna, más allá de la ciudad, más allá de los po- blados de la policía indígena, más allá de donde la bandera española ondeaba de- fendida por las avanzadas de nuestro ejército. Ir, en fin, cerca del campo enemigo a desafiar el peligro de un ataque inesperado. En esta hermosa imagen se concentran muchos elementos propios de la estética y las inquie- tudes finiseculares. En primer lugar, la presencia de la luna, símbolo de la sexualidad feme- nina, y una de las figuras más recurrentes en la Salomé wildeana. Por otro lado, la asunción del peligro como parte innegociable de la relación erótica impuesta por la mujer fatal. En este caso, se trata de un «capricho» hiperbólico: ejecutar su baile en las mismísimas fauces de la muerte, en un territorio por el que pululan bandidos y soldados hostiles al militar español, en un momento de confrontación armada. Sin embargo, ante esta petición, Manolo Mon- cada terminará sucumbiendo. A pesar de saber que se encamina a una muerte segura y de que su compañero de armas le insiste para que abandone su idea suicida, Manolo Moncada finalmente es incapaz de negarse a los deseos de su amante, del mismo modo que Herodes se ve obligado a cumplir su palabra y a mandar decapitar al Bautista, aun a costa de su con- denación. Por ello, cuenta el relato, «al día siguiente Manolo Moncada y la Salomé salieron de Melilla para no volver más». Su partida no está exenta de una cierta belleza, como queda 121 Podríamos apuntar asimismo una similitud geográfica con el escenario del relato bíblico de la dego- llación del Bautista, ya que el Palacio de Herodes era un enclave de vasallaje romano en la indómita tierra de Palestina. 117 de manifiesto en este fragmento: Algunos hebreos de los que acuden a la ciudad sobre sus asnos pacíficos, los cen- tinelas del tabor próximo, les vieron avanzar bajo el sol, sobre la tierra agostada, hacia las cumbres que tapaban los peligros rifeños. Debajo de un guardapolvo gris que vestía la danzarina dicen que se veían brillar lentejuelas, sedas de colores y sonaban las ajorcas de metal y el cinturón constelado de gemas falsas. El contraste entre la aridez del paisaje –«bajo el sol, sobre la tierra angostada»- y la sensuali- dad de la indumentaria oculta bajo el «guardapolvo gris», consistente en prendas y bisutería propias de las bailarinas orientales de la época, ofrece una imagen poderosa que condensa parte de los tópicos orientalistas sobre los países árabes, en los que la austeridad y el lujo, el ascetismo y la lujuria conviven sin aparente contradicción122. Es en este punto cuando el compañero de armas de Moncada, estremecido por el dolor, interrumpe su relato, que hasta ahora se ha desarrollada de forma continua. El narrador pregunta entonces por el destino del infortunado Manolo Moncada después de internarse con su amante en territorio enemigo. Esta pausa es una estrategia narrativa que subraya el clímax, aún por llegar. Dicho clímax se produce, como era de esperar, con la respuesta del veterano, que verbaliza lo que el lector y el narrador ya saben: que el destino de todo hombre seducido por Salomé es la muerte: [Encontramos] sólo su cabeza… En una barranca, al pie de unas chumberas polvorientas. Le habían arrancado los ojos, y de la boca, mordida por los dientes, colgaba la lengua negruzca, como en la cercenada testa del Bautista. La gesta suicida de Manolo Moncada culmina, según lo previsto, con su degollación, víc- tima de los deseos de una mujer que, curiosamente, desaparece sin dejar rastro después de tan trágico suceso. «Carne de lujuria, rodará por Fez, por Tetuán o por Ceuta», comenta el narrador de la historia, y añade: «y si tuvo suerte tal vez engorde estúpidamente en el harén de un moro rico». Este final es, en cierto modo, similar al de la propia Salomé, acerca de quien desconocemos todo rastro biográfico después del momento de la degollación del Bautista. Por otro lado, el autor subraya de este modo el carácter espectral y diabólico de la joven bailarina que, una vez cumplido su cometido –la muerte de su amante–, desaparece para siempre. 122 El ejemplo más claro de esta dicotomía se encuentre, posiblemente, en la figura recurrente del harén, donde florece la sensualidad que, en el exterior, se encuentra constreñida bajo la rígida indumentaria femenina impuesta por el Islam. Durante el siglo XIX, el harén se convirtió en un motivo recurrente en la literatura y la pintura orientalista. Una aproximación a dicho fenómeno en la obra del poeta parnasiano Antonio de Zayas se encuentra en mi artículo «Calas en la visión orientalista de Antonio de Zayas», en Dicenda: Cuadernos de filología hispánica, Nº28, 2010, pp. 153-184 (es especial pp. 156-164). 118 Así termina este cuento que, como hemos anticipado, plantea una interesante transposición del relato bíblico a un ambiente más prosaico y contemporáneo, pero cargado también de indudable fascinación. Si lo comparamos, por ejemplo, con el texto de Flaubert, los con- trastes son muy significativos, y la correlación de los elementos entre ambos relatos sugiere una marcada voluntad estética por parte de José Francés. El oriente lejano y remoto ha sido sustituido aquí por el Oriente cercano que ofrecían las colonias españolas en Marruecos; la elegante y enjoyada princesa hebrea es aquí una bailarina de los bajos fondos cargada de bisutería; el suntuoso palacio de Herodes ha sido reemplazado por un tugurio marginal, y sus embriagadores perfumes se han transformado en una atmósfera sofocante y malsana; el autor de la decapitación no es un solemne verdugo, sino un asesino anónimo que se ensaña con su víctima en medio del desierto. y el escenario no es el palacio oriental de un rey leal a los romanos, sino una ciudadela española en terreno hostil. Cuando la Salomé de este relato pide bailar bajo la luna más allá de las montañas controladas por el ejército peninsular, está obligando a su amante a cruzar una frontera física, pero también simbólica: la frontera entre la cordura y la locura, entre el deber y el deseo, entre la seguridad y el peligro. Por ello, más allá de su nombre –Salomé-, el personaje de esta anónima bailarina marroquí se encuentra construido como una eficaz traducción contemporánea de la figura bíblica. Como Salomé, a pesar de su modestia –no olvidemos que se trata de un ejemplo de lo que se conocía como «literatura popular»-, supone una inteligente relectura del mito y profundiza en sus elementos nucleares: la fascinación por oriente, el poder de seducción de la bailarina, el erotismo como forma de dominación, y la delicada y persistente fusión entre Eros y Thana- tos en la cultura finisecular. También anuncia una evolución en la percepción del mito y un paso intermedio, quizás, en su camino hacia el Esperpento valleinclanesco que culminaría en La cabeza del bautista. 119 120 figura 22. Aubrey Beardsley, Ilustración para Salomé, de O. Wilde (1891) 121 2 . 3 . B A JO EL INFLU JO DE WILDE : SALOMÉ EN LA OBRA DE RAMóN GOy DE S I LVA Escritor minoritario, aunque muy conocido en los círculos modernistas madrileños de prin- cipios del siglo XX, el gallego Ramón Goy de Silva (1883-1962) dio a las prensas una con- siderable producción poética y dramática enmarcada en las coordenadas del Simbolismo123. En su obra dio cabida a una completa galería de legendarias mujeres fatales entre las que Salomé ocupa un lugar destacado124. Aunque la catalogación de su obra resulta algo com- pleja, ya que Goy de Silva reescribió y reeditó él mismo sus obras en distintos momentos de su vida, podemos distinguir al menos tres obras diferentes consagradas a la princesa judía. La más conocida de ellas es, sin duda, la pieza dramática Salomé, publicada por primera vez hacia 1909 y recogida posteriormente en la primera edición del libro La de los siete pecados (El libro de las danzarinas), de 1913125. Posteriormente, en 1951, cuando ya los ecos de su fama parecían haberse apagado, Goy de Silva decidió publicar un pequeño volumen titulado El libro de las danzarinas126 que refundía parte del material recogido en el libro de 1913, pero en el que la pieza dramática dedicada a Salomé había sido reemplazada por un largo romance titulado La hija de Herodías, de similar inspiración y atmósfera emocional, aunque compuesto en fecha desconocida. Esta elección se debió, como se indica en una breve nota que precede 123 Resulta obligado referirse al principal estudio consagrado a la vida y obra de este escritor finisecular. Se trata de la monografía de juana Toledano Molina, El sueño simbolista. Vida y obra de Ramón Goy de Silva (1883- 1962), Córdoba, Diputación de Córdoba, 2005. 124 El mencionado ensayo de juana Toledano Molina incluye un apartado dedicado a estudiar la presencia de la figura de Salomé en la obra de Goy de Silva (pp. 121-127). En esas mismas páginas, la mencionada inves- tigadora reproduce el Tríptico de Salomé (1914) que centra nuestro análisis en este capítulo. 125 El título de esta pieza dramática fue variado en las distintas ediciones. En 1909, en la Revista Prome- teo (Año II, Nº 11, 1909, pp. 68-86), aparece nombrada como Salomé. Poema trágico, mientras que la versión recogida en el libro La de los siete pecados (El libro de las danzarinas) (Madrid, R. velasco, 1913), que también fue reproducida en la revista Cosmópolis (Nº29, mayo de 1921, pp. 287-302), lleva el título de Salomé. La del velo de siete colores. Poema místico. 126 Ramón Goy de Silva, El libro de las danzarinas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1951. 122 al poema, a la reciente publicación, en un volumen de la misma colección, del «poema en prosa Salomé127» junto a la Salomé de oscar Wilde128. Por lo tanto, parece que esta decisión editorial originó la publicación de este texto que, curiosamente, no supone una versificación del poema en prosa, sino una suerte de preludio narrativo a la acción desarrollada en la pieza dramática de 1909. En ambas, la influencia de la obra de Wilde es omnipresente. Aunque la línea narrativa varía levemente respecto a ésta129, el tono es similar, y algunas de las réplicas están construidas sobre estructuras muy semejantes. Al margen de estas dos obras que, pese a estar separadas por un lapso temporal de más de cuarenta años –nos referimos a las fechas en que fueron publicadas por primera vez–, se encuentran unidas por una cierta continuidad argumental –si bien es cierto que se trata de una línea narrativa inversa–, podemos indicar asimismo otras dos obras que tratan también el tema de la bailarina bíblica. En 1914 vio la luz un nuevo tríptico de sonetos –el Tríptico de Salomé130– dedicados a este mis- mo tema, aunque enfocado desde una perspectiva de mayor subjetividad. Son estos poemas, aún poco estudiados, los que presentan quizás una mayor originalidad en el tratamiento del tema, y serán objeto de análisis en las páginas siguientes, no sin antes mencionar la existencia una nueva publicación del ya conocido texto dramático de Salomé incluido como una viñeta dramática anexa a la obra teatral La Reina Silencio (1918)131. Como hemos apuntado, en junio de 1914, la revista madrileña Nuevo Mundo dedicó una pági- na a reproducir tres poemas de Ramón Goy de Silva bajo el título de Tríptico de Salomé. Pocos años antes, en 1909, Francisco Villaespesa había publicado, como homenaje a la primera Salomé escrita por el gallego, un tríptico del mismo132 nombre. Por ello, parece claro que Goy de Silva pudo querer emular al prologuista de su obra dramática y escribió este sencillo tríptico de sonetos. No obstante, mientras los poemas de Villaespesa se correspondían con los tres principales dramatis personae del conocido episodio de la decapitación de San Juan Bautista – Herodías, Salomé y Johanán-, Goy de Silva de decantó por un enfoque mucho 127 Ramón Goy de Silva, op. cit., p. 81. 128 Se refiere a Oscar Wilde y Ramón Goy de Silva, Salomé, Afrodisio Aguado, 1950. 129 El largo poema –263 versos– publicado en 1951 recrea el festín de Antipas y la danza de Salomé, a instancia del Tetrarca y de Herodías, y concluye en el instante en que Salomé baja las escaleras que llevan a la mazmorra donde se encuentra preso Iohanán. En ese punto da comienzo la acción de la pieza dramática de 1909: Salomé llega hasta el profeta y entabla una conversación con él, muy similar a la recreada por Wilde. La princesa se muestra fascinada ante la presencia de un hombre que la rechaza y, finalmente, decide vengarse solicitando su decapitación y cumpliendo los deseos de su madre. 130 Ramón Goy de Silva, Tríptico de Salomé en Nuevo Mundo, jueves 4 de junio de 1914, p. 8. 131 Ramón Goy de Silva, La reina Silencio, seguida de algunas viñetas dramáticas, Madrid, Atenea, 1918, pp. 124-164. 132 Se trata del Tríptico de Salomé que hemos analizado en el apartado correspondiente a las recreacio- nes orientalistas de la figura de Salomé. 123 más acorde con los presupuestos simbolistas que hasta ese momento habían marcado su obra literaria133. Por ello, tan sólo el tercer soneto –Después del festín- tiene carácter narrativo. El primero y el segundo –La voz de Salomé y Danzarinas bíblicas- reúnen una serie de imágenes poéticas alusivas al poder de seducción femenino, acompañadas por algunas referencias a Salomé y otras insignes mujeres fatales de la Antigüedad. En realidad, nos encontramos ante tres sonetos de tema amoroso cuya destinataria no es Salomé, sino una mujer a la que el poe- ta se dirige en segunda persona («Tu voz es como un lago…»), y que suscita en él el recuerdo de la temible bailarina hebrea. Por ello, el poema combina distintos modos de enunciación y distintas personas verbales destinadas a subrayar esta fusión entre la amada real –la interlo- cutora del poeta- y la amada soñada –la legendaria Salomé. Para mayor comodidad, hemos decidido reproducir este tríptico: LA vOz DE SALOMÉ Tu voz es como un lago que se rizare en ondas, como el eco perdido de un esquilón sonoro, como el canto lejano del viento entre las frondas, como río que corre por un cauce de oro. Es arpa de David tu voz áurea y divina, lira de orfeo, mágica y canto de Sirena. Armonía del agua que cae en la piscina de un jardín solitario, en la noche serena. Tu voz es del dulcísimo «Cantar de los Cantares» que el amor en candentes versículos expresa y de los libros trágicos de Job y Jeremías. Es la voz con que un día se dolió en sus pesares, humillada en su olímpica altivez de princesa, a Johanán profeta la hija de Herodías… 133 Aunque la literatura dramática constituye la porción más notable de su producción, Goy de Silva fue asimismo autor de un notable conjunto de obras poéticas publicadas frecuentemente en las páginas literarias de la prensa periódica: «Desde principios de siglo hasta la década de los cincuenta, el nombre de Goy de Silva aparece con más o menos frecuencia al pie de composiciones poéticas de gran variedad temática, casi siempre con un tono modernista, rubeniano, con ecos del romanticismo becqueriano y ciertos toques de modernidad temática y expresiva, no ajena […] a las diversas vanguardias de entreguerras». juana Toledano Molina, «En la periferia del ultraísmo. La poesía de Goy de Silva» en Actas del XIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Madrid, Castalia, 2000, Tomo II, p. 772. 124 DANzARINAS BíBLICAS En la polifonía de tu voz orquestal cantan liras, nubelias, guzlas y surtidores, y un coro de sirenas evoca los amores trágicos, en la noche tranquila y sideral. Dicen de Salomé, la princesa inmortal, que bailó cierta noche, desnuda, sobre flores, envuelta en un gran velo con todos los colores del Iris, una danza perversa y pasional. Cuentan que Cleopatra la danza de aquel día de su derrota en Accio, huyendo a Alejandría, y de Bélkis bailando ante el rey Salomón… y así pasan las noches tus sirenas cantando y en mis sueños de artista se despiertan danzando las heroínas bíblicas que tejen mi ilusión… DESpUÉS DEL fESTíN A la luz oscilante de los áureos flameros, mientras gimen las arpas y arden los sahumadores, danza, bajo una lluvia espléndida de flores, Salomé, ante el Tetrarca. Sus cantos lastimeros las núbiles esclavas dicen a los luceros de la noche, testigos mudos de sus amores. Salomé agita al aire un velo de colores como un iris de triunfo, sonriendo a los fieros acentos que el Profeta, en la cisterna, lanza. Sus pies rápidamente van tejiendo la danza, y sus manos se alzan al cielo, con afán, como blancas palomas que anhelasen la luna… «Pide, le dice Herodes, mi reino, mi fortuna». y ella responde: «¡Quiero la testa de Johanán!... La voz de Salomé es el soneto que abre este opúsculo, y se encuentra dedicado, como su título indica, a un atributo nada habitual en las recreaciones de Salomé llevadas a cabo por los es- critores finiseculares. Excepto en la obra de Wilde y en la del propio Goy de Silva134, Salomé es un personaje que apenas habla, y que concentra su poder de fascinación en la sensualidad de su baile. Sin embargo, a lo largo del poema el único tema tratado será la belleza de la voz de la joven, descrita a través de una serie de comparaciones y metáforas que responden 134 En La hija de Herodías, Salomé canta (vv. 29-36) una invocación a la noche de ecos populares: «viuda del sol, la noche, / con su manto de luceros, / y su triste faz de luna, / pasea por los senderos; / los senderos de la tierra, / los senderos de los cielos. / viuda del sol, la noche / va envuelta en velos nochielos. 125 fundamentalmente a entornos acuáticos. De este modo, encontramos referencias a un lago (v. 1), a un río (v. 4), al «viento entre las frondas» (v. 3), al «agua que cae en la piscina / de un jardín solitario, en la noche serena» (v. 8). Podemos apreciar que todas estas imágenes transmiten una cierta sensación de fluidez y de levedad que contrastan con la violencia del hecho que va a ser narrado. Resulta asimismo interesante resaltar la presencia de algunas imágenes que escapan al ám- bito de la naturaleza. Encontramos, por ejemplo, varias referencias bíblicas y hebreas, como son el «arpa de David» (v. 5), el «Cantar de los Cantares» (v. 9) o los «libros trágicos de Job y Jeremías» (v. 11). Estos elementos, unidos a las abundantes anáforas, generan una cadencia de letanía o salmodia que resulta muy habitual en la poesía dramática de Goy de Silva. Por otro lado, tampoco debemos ignorar la carga mitológica del verso 6, donde el poeta mencio- na «lira de Orfeo, mágica y canto de Sirena», dos elementos que remiten al tema de la hechi- zadora voz de ambas figuras, la segunda de las cuales, además, reviste rasgos de mujer fatal. En el último de los tercetos irrumpe, por fin, la referencia mítica, la mujer soñada, y los elo- gios que hasta ahora se habían dirigido a una joven amada dotada de hermosa voz, se cen- tran en «la hija de Herodías» (v. 14), que empleaba dicha voz para lamentarse ante Johanán, «humillada en su olímpica altivez de princesa». No podemos dejar de mencionar, en este punto, que esta versión de la historia de Salomé corresponde no al relato bíblico ni a textos históricos, sino al argumento de la pieza dramática de Oscar Wilde, en la que Salomé desata su venganza al ser humillada por un San Juan Bautista inmune a sus encantos, y que fue el nudo argumental planteado también por Goy de Silva en sus piezas dramáticas dedicadas a este episodio. El segundo soneto, titulado significativamente Danzarinas bíblicas –y que remite al título del volumen que Goy de Silva había publicado un año antes, y que incluía la pieza dramática Salomé135-, muestra un planteamiento similar al anterior. Se vuelve a mencionar la voz de la mujer amada, que en este caso se define como «orquestal» (v. 1). Esta singular voz polifóni- ca incluye instrumentos tan particulares como las «nubelias» que aparecían asimismo en el poema de Eugénio de Castro. Del mismo modo, se reitera la mención a las sirenas, en este caso bajo forma de «coro de sirenas» que funciona como imagen de la seducción a la que se ve expuesto el poeta. El sonido de la voz reaviva de nuevo el recuerdo de Salomé, y el segundo cuarteto está dedi- cado a recrear la célebre escena del baile: Dicen de Salomé, la princesa inmortal, que bailó cierta noche, desnuda, sobre flores, 135 Goy de Silva, Ramón, La de los siete pecados (El libro de las danzarinas), Madrid, R. velasco, 1913. 126 envuelta en un gran velo con todos los colores del Iris, una danza perversa y pasional. A la desnudez de la bailarina hay que añadir en este texto el «gran velo con todos los colores / del Iris», Se trata de una alusión al subtítulo del poema dramático Salome. La del velo de siete colores. Poema místico, que aparece bajo esta denominación en la primera edición de La de los sie- te pecados136. La descripción y el origen de dicho elemento –un velo de siete colores- se encuen- tran extensamente desarrollados en esta pieza dramática, ya desde su primera publicación, en 1909. Su origen se encuentra en una visión casi sobrenatural que la princesa experimenta «un día de tempestad», mirando al cielo. En esta visión, se ve a sí misma, agigantada en aquella nube que lucía con plateados destellos a la luz del sol... Mi cabellera estaba suelta al viento, mi cuerpo, como envuelto en gasas, y mis brazos, extendidos en el espacio, cogían los extremos de un velo... un gran velo que flota- ba sobre mi cabeza en forma de arco... un arco de siete colores...137 obsesionada por esta imagen, la princesa no cesará hasta conseguir un velo con esos siete colores, una pieza que no existe en el mundo: Y un príncipe sirio, que me amaba sin esperanza, tiñó de rojo con su sangre un velo y me lo envió... y cien doncellas, entre las escogidas de Judea, cedieron sus cabellos áureos para tejerme otro velo, amarillo... y del manto de una emperatriz, célebre por sus amores y por sus ojos de artificioso color violeta, hiciéronme un velo morado... Y para el velo azul fueme preciso usar de mi propia sangre, porque ese color, en toda su limpidez, no existe: ni en los pétalos de las flores, ni en el plumaje de las aves, ni en la superficie de las aguas, ni en los ojos de las vestales; si no más allá da las nubes y dentro de mi... sólo en mi... en mis venas... Mi velo pudo al fin ser formado a semejanza del velo celeste, y con él bailo la danza que vas a ver y que a todos causa encanto y maravilla...138 Por otra parte, esta figura podría remitir al velo de la deidad egipcia Isis, también asociada a la feminidad. No es la única referencia a la evocadora civilización del Nilo: dicha danza queda atribuida igualmente a Cleopatra «huyendo a Alejandría». La otra figura legendaria que completa esta ensoñación es Belkis, otra temible bailarina139. 136 En 1951 Ramón Goy de Silva corrigió y refundió el material de La de los siete pecados para elabo- rar el volumen El libro de las danzarinas (Madrid, Afrodisio Aguado, 1951). En esta edición, el título del poema dramático dedicado a Salomé ha sido cambiado por Salomé. La hija de Herodías. 137 Ramón Goy de Silva, Salomé, Poema trágico, Revista Prometeo, Año II, Nº 11, 1909, p. 80. 138 Op. cit., p. 79. 139 Belkis es uno de los nombres que la tradición atribuye a la bíblica Reina de Saba. Tanto Belkis como Cleopatra protagonizan sendos poemas dramáticos incluidos en La de los siete pecados y en El libro de las danzarinas. Además, la figura de la Reina de Saba recibió una considerable atención por parte de los artistas finiseculares. En el terreno de las artes plásticas, resulta imprescindible mencionar el espléndido óleo La reina 127 En el último terceto, regresamos al presente del poeta, en cuyos «sueños de artista se des- piertan danzando / las heroínas bíblicas que tejen mi ilusión» (v. 13-14). De este modo, el poeta se confiesa un artista obsesionado por oscuras ensoñaciones protagonizadas por estas legendarias mujeres fatales, y Goy de Silva se sitúa en la estela de escritores finiseculares des- lumbrados por la perversa seducción de sus nombres. El último soneto, que lleva por título Después del festín, no respeta la estructura de los anteriores y presenta un carácter fundamentalmente narrativo. En él, se ofrece una condensada expli- cación de la danza de Salomé y del momento en que la princesa solicita a Herodes la cabeza del Bautista. En líneas generales, la descripción que hace Goy de Silva no difiere de muchas otras de similar época y espíritu. En un escenario que recuerda a los fantasmagóricos deco- rados orientalistas de Moreau y también de Julián del Casal («A la luz oscilante de los áureos flameros, / mientras gimen las arpas y arden los sahumadores»), Salomé baila entre las flo- res, valiéndose del ya citado velo de siete colores, insensible a las imprecaciones del Bautista cautivo en la cisterna de palacio. Vale la pena reseñar el único rasgo físico mencionado por el poeta, que por otro lado parece haber renunciado a elaborar una prosopografía de la prin- cesa. No conocemos el color de sus cabellos ni de sus ojos, pero sí el aspecto de sus manos, que compara con «blancas palomas que anhelasen la luna140». La referencia a la Salomé wildeana parece obvia, habida cuenta de que Goy de Silva sentía una gran admiración hacia esta célebre pieza dramática. El Tríptico de Salomé de Goy de Silva no sólo presenta un cierto atractivo debido al insistente interés del poeta en esta figura, sino también por algunos rasgos de estilo, como hemos po- dido apreciar a lo largo de este análisis. El más significativo de es la alternancia entre dos modos de enunciación. Por un lado, de una forma narrativa, el autor recrea el episodio del baile de Salomé en clave orientalista y, por el otro, convierte a Salomé en un elemento de fascinación y de perturbación que condiciona su sensibilidad como poeta simbolista. Ramón Goy de Silva, como escritor finisecular, convive con una serie de fantasmas estéticos que con- taminan su experiencias y percepciones vitales. En este caso, es la relación erótica la que se ve invadida por el recuerdo de la figura ancestral y seductora de la hija de Herodías. Esta fusión entre presente y pasado, entre realidad y ensoñación, es uno de los rasgos más destacados de estos poemas de Goy de Silva que, de esta forma, adquieren una mayor modernidad y subjetividad que sus otros textos dedicados a esta misma figura, y que se encuentran ceñidos únicamente a la recreación histórica y narrativa de este episodio del Nuevo Testamento. de Saba (1924), de federico Beltrán Massés, donde Belkis aparece rodeada de esclavos y luciendo una túnica de perlas por toda indumentaria. 140 Cfr. Ramón Goy de Silva, Salomé. Poema trágico (1909): «Los pies de la princesa apenas rozan la pur- púrea alfombra, y seméjanse a dos palomas lácteas, con collares de oro, que se arrullasen en su nido y agitasen las alas sin volar» (p. 85) y La hija de Herodías (1951): «Sus manos, blancas de luna, / se agitan como dos alas / de paloma» (vv. 11-13) 128 figura 23. Odilon Redon, Cabeza de San Juan Bautista, a partir de Andrea Solari (1868) 129 2 . 4 . LA C ABEZA DEL PROFETA : ECOS RENACENT I STAS EN GABR IELE D ’ANNUNZIO. En otoño de 1883, un jovencísimo Gabriele D’Annunzio publicó en el periódico Mattino un ciclo de doce sonetos dedicados a célebres mujeres adúlteras pertenecientes al ámbito de la historia y de la literatura. Este mismo ciclo pasaría a constituir un capítulo aparte, titulado Le adultere, dentro de Intermezzo (1894), una versión totalmente renovada y ampliada de un poe- mario anterior, Intermezzo di rime, que había sido objeto de dos ediciones, en 1883 y en 1884. Los sonetos a los que nos referimos constituyen, como hemos apuntado, retratos literarios de personajes tan relevantes como Elena de Troya, Isolda, o Ana Bolena141. Entre ellas, por supuesto, no puede faltar la esposa del Tetrarca de Judea, protagonista de un poema titulado Erodiade, que a continuación reproducimos: ERODIADE Dicebat enim Joannes Herodi: Non licet ibi habere uxorem fratris tui. Su’l suo letto di cedro e d’oro é insomne Erodiade al fianco del Tetrarca, pavida se gemendo l’aura varca i profondi atrî selve di colonne. Per lei sopire levano le donne un canto lene, mentre in ciel s’inarca la pura luna. Al fianco del Tetrarca pavida sta la concubina insomne. Ecco su’l piatto il capo del Battista 141 Gabriele D’Annunzio, Intermezzo, Nápoles, Fernando Bideri Editore, 1894. La galería de sonetos Le adultere, se encuentra en las páginas 37-50, y está formada por los siguientes poemas: Elena, Erodiade, La donna di Giudea, Ennia Giunia, Godoleva, Isolda, Lady Macbeth, Mona Castora, La duchessa di Bracciano, Ana Bolena, Madama Violante y Clori. 130 e il nero sangue e la gran barba irsuta e le palpebre atroci ancòra aperte e le pupille orribili e la trista bocca, che si gran ruggito avea, muta e las mascella leonina inerte.142 Tal y como hemos comentado al principio de este capítulo, los rasgos de crueldad y fatalidad en la literatura de entresiglos aparecen indistintamente atribuidos a los personajes de Salo- mé y de Herodías. En este caso, es la esposa de Herodes Antipas –«concubina», la llamará D’Annunzio– la figura en la que «il Vate» centrará su atención, atribuyéndole la responsabili- dad de la muerte del Bautista, y despojando a su crimen de motivaciones eróticas o sensuales. Por otro lado, la relación del poema con Herodías, además de quedar patente en el título del poema –Erodiade es la forma italiana equivalente a Herodías–, se encuentra reforzada por la cita en latín que aparece a modo de lema inicial: «Dicebat enim Joannes Herodi: Non licet ibi habere uxorem fratris tui», de origen bíblico (Marcos, 6, 18), y que reproduce el reproche del San Juan Bautista a Herodes Antipas: «Porque Juan decía a Herodes: No te está permiti- do tener la mujer de tu hermano». Respecto al tema tratado, el soneto de D’Annunzio difiere de otras recreaciones del mismo episodio en tanto no se centra en la danza ni en la sensualidad, sino en un tema de mayor alcance y profundidad: Herodías aparece como una mujer atormentada por el crimen que ha propiciado, incapaz de dormir por las noches y obsesionada por la espantosa imagen de la cabeza del profeta decapitado. Según la bipartición clásica del soneto, los cuartetos y los tercetos presentan núcleos temáti- cos distintos. Los dos cuartetos desarrollan la imagen de una Herodías dominada por terrores nocturnos. Aunque el poema no incluye ninguna descripción física de la esposa del Tetrarca, sí incorpora distintos elementos alusivos al ámbito de lo suntuoso –el «lecho de cedro y oro» donde duerme– y a lo erótico –ya que se describe a Herodías yaciendo «al lado del Tetrar- ca» en el mencionado lecho. Sin embargo, la sensación dominante en estos ocho versos es la del terror, expresada a través de elementos sonoros. D’Annunzio describe el pavor que experimenta la «concubina» cuando «gimiendo, el aire surca los profundos atrios, selvas de columnas», incidiendo además en el aspecto siniestro y desolado de la lujosa residencia de 142 «(Decía Juan a Herodes: No es lícito tener la mujer de hermano) Sobre su lecho de cedro y de oro está insomne / Herodías, al lado del Tetrarca, / aterrorizada si gimiendo la brisa surca / los profundos atrios, selvas de columnas. // Para calmarla entonan las doncellas / un canto delicado, mientras en el cielo / se arquea la pura luna. Al lado del Tetrarca, / aterrorizada yace la insomne concubina. // Y sobre la bandeja la cabeza del Bautista, / y la negra sangre y la gran barba hirsuta / y los párpados atroces todavía abiertos, // y las pupilas horribles, y la triste / boca, que tanto rugió, muda, / y la mandíbula leonina inerte» (Gabriele D’Annunzio, Intermezzo, Nápoles, fernando Bideri Editore, 1894, p. 40). 131 Herodes Antipas. Asimismo, los «cantos delicados» que entonan las doncellas con objeto de calmarla adquieren tintes lúgubres «mientras en el cielo / se arquea la pura luna», en una imagen que podría remitir a la comparación de la luna con una espada curvada como pre- sagio de muerte. Por otro lado, en el aspecto formal, debemos señalar que el segundo cuarteto se cierra de ma- nera cíclica, repitiendo al final del verso octavo el mismo adjetivo, «insomne», con que con- cluía el verso inaugural del soneto, y enfatizando el adjetivo «pavida» («aterrorizada»), que ya se encontraba incluido en el verso tercero. También aparece, al final del verso séptimo, la misma expresión, «al lado del Tetrarca», que estaba presente en el segundo verso. Por ello, estos dos cuartetos no sólo se encuentran estructurados en torno a un esquema circular, sino también simétrico y de naturaleza epifórica, como lo demuestran los elementos correlativos que cierran los versos 1 y 8 –«insonne» en ambos casos– y los versos 2 y 7 –ambos concluyen con la expresión «al fianco del Tetrarca». Los tercetos se encuentran dedicados a una detallada descripción de la imagen que aterro- riza a la insomne Herodías. Se trata de la cabeza decapitada de Juan. En este punto, resulta pertinente recordar que, dentro de las obras pictóricas dedicadas a recrear distintas escenas relacionadas con la muerte del Bautista por orden de Herodes, las representaciones de la cabeza del profeta degollado forman un corpus plástico nada desdeñable. Dichas represen- taciones oscilan entre la violencia de algunas imágenes que tratan la muerte en su faceta más cruda, y la mórbida espiritualidad de recreaciones más estilizadas y delicadas, en las que los elementos más dramáticos –la sangre, el rictus de horror del santo asesinado– han sido prácticamente obviados. Por otro lado, la pintura italiana renacentista y barroca fue especial- mente fértil a la hora de ofrecer variaciones sobre este mismo tema. La obra más conocida posiblemente sea el tondo titulado Cabeza de San Juan Bautista (Fig. 24) pintado por el veneciano Giovanni Bellini entre 1465 y 1470, y que en la actualidad se encuentra en el Museo Civico di Pesaro. Inscrita en la estructura circular propia de este for- mato pictórico, en esta obra la cabeza del Bautista presenta rasgos de una gran dureza visual que se ven acentuados gracias a su característica formal más acentuada: la perspectiva que muestra la cabeza desde abajo, situando en primer plano la imagen del cuello seccionado goteando sangre. La boca entreabierta, los párpados hinchados o los ojos entreabiertos con- tribuyen a aportar un mayor realismo a esta pintura, que se encuentra, sin duda, entre las más conocidas de este artista. Pocos años después, en las postrimerías del Quattrocento, Marco Palmezzano ejecutaría una versión sobre el mismo tema. Su Cabeza de San Juan Bautista (Fig. 25, 1490, conservada hoy en la Pinacoteca di Brera, en Milán), aunque en esta ocasión prescinde de la forma circular del tondo, sí presenta algunas características que la vinculan a la célebre obra de Bellini. Los ras- 132 Tres versiones renacentistas de la Cabeza de San juan Bautista: sobre estas líneas, Giovanni Bellini (fig. 24, 1470), Marco Palmezzano (Fig. 25, 1490). Debajo, Andrea Solari (Fig. 26, 1507) 133 gos faciales del Bautista son igualmente angulosos, y el cabello también presenta una serie de volúmenes ondulados que ya eran fácilmente apreciables en el óleo del veneciano. La boca está igualmente entreabierta, aunque los párpados, en esta ocasión, se encuentran cerrados, proporcionando un aspecto más pacífico y menos convulso a la imagen. Donde Palmezzano muestra un mayor afán dramático es en el enorme realismo con que retrata el corte del cue- llo. Este elemento se encuentra enormemente acentuado en otro óleo también custodiado en la Pinacoteca di Brera, en esta ocasión obra del pintor parmesano Gian Francesco di Maineri, ejecutado pocos años después, hacia 1502. En esta ocasión el cuadro presenta una estructura vertical, aunque la cabeza del santo sólo ocupa la zona central, colocada sobre una bandeja plateada elevada sobre un pie. Como decimos, el corte del cuello ha sido aquí recreado con todo detalle, sin ahorrar ningún elemento anatómico, entre los que destaca, por su blancura, el corte de la columna vertebral. Sin embargo, frente a esta truculenta recrea- ción, los rasgos faciales del profeta son mucho más armónicos. Presentan a un hombre más joven que los anteriores, casi adolescente, con los ojos y la boca entreabiertas, despojado de la lividez y el color cetrino con que lo habían caracterizado Palmezzano y Bellini. En esa misma línea, mencionaremos otras dos representaciones, ambas pertenecientes a una cronología cercana, y que retratan la cabeza del Bautista de un modo más estilizado que re- cuerda, a grandes rasgos, la imagen de un hombre durmiendo. Sus autores son dos pintores seguidores del estilo establecido por Leonardo Da Vinci. Uno de ellos es Andrea Solari, autor también de al menos dos representaciones de Salomé con la cabeza del Bautista. El cuadro al que ahora nos referimos, Cabeza de San Juan Bautista (Fig. 26) muestra la cabeza sobre una bandeja elevada. Es una imagen de una gran armonía y contención cromática y formal, do- minada por tonos dorados que unifican el cromatismo de los distintos elementos –el rostro, la bandeja, la superficie de madera sobre la que está posada– que se encuentran iluminados sobre el fondo, intensamente oscuro. La gran belleza plástica de la imagen y su acertada síntesis iconográfica posiblemente fueron la causa de su gran popularidad a lo largo de los siglos, como muestra el dibujo que el pintor simbolista Odilon Redon, ya en 1868, realizaría partiendo del modelo propuesto por Solari. Nos referimos a la obra La cabeza de San Juan Bau- tista (a partir de Andrea Solari) (Fig. 23), elaborada con lápiz y tiza sobre papel y que hoy forma parte de la colección del MoMA de Nueva york. En esta dibujo, odilon Redon, creador de formas oníricas y de universos iconográficos plagado de inquietantes criaturas, parece haber intentado añadir una escena adicional en una de las zonas laterales de la imagen, donde se pueden apreciar algunas figuras humanas, pero el estado inconcluso de esta composición dificulta la labor de su identificación temática exacta. Menos refinada plásticamente que la obra de Solari, aunque de mayor intensidad dramá- tica, es la Cabeza de San Juan Bautista pintada en 1511 por un autor italiano desconocido, y conservada hoy en la National Gallery de Londres. Algunos estudiosos apuntan a que Leo- nardo Da Vinci pudo haber pintado una obra con este tema durante su estancia en Milán, 134 y se piensa que ésta pudo servir como modelo para varias obras ejecutadas por pintores de su entorno durante los primeros años del Cinquecento. En la obra que ahora analizamos, la cabeza se encuentra posada sobre una bandeja alta hecha de un material de color blan- co –quizás mármol o alabastro– en la que destacan unas gotas de sangre como indicio de la violenta degollación del profeta. Respecto a la cabeza, los afilados rasgos faciales presentan un aspecto pacífico y exento de convulsiones, aunque algunos elementos –principalmente el cromatismo, lleno de contrastes. La abundancia de obras con este tema en la mayoría de las pinacotecas europeas pudo con- tribuir a la popularización de este motivo entre los artistas del siglo XIX, que lo emplearon, en este caso, vinculado a los intereses propios del arte simbolista. En ocasiones, tal y como hemos podido apreciar en el homenaje de odilon Redon a la obra de Andrea Solari, dicha labor tenía lugar a través de una lectura y recreación de obras anteriores. En otros casos, los artistas decimonónicos emplearon sistemas y técnicas de representación más acordes con los nuevos tiempos. En 1858, el fotógrafo oscar Gustav Rejlander, nacido en Suecia pero muy activo en la Inglaterra victoriana, presentó una conocida imagen dedicada al motivo del que ahora nos ocupamos. Elaborada a través de una cuidada puesta en escena, la cabeza del Bautista no muestra aquí ningún rasgo de violencia, sino una gran armonía y belleza visual acentuada por el delicado empleo de la luz y los contrastes de la imagen. A la vista de estos ejemplos, resulta muy posible pensar que Gabriele D’Annunzio conociera algunas de estas obras u otras similares, dada la abundancia de esta iconografía en la pintu- ra italiana. Por ello, tampoco resulta excesivamente aventurado suponer que la descripción que el poeta de Pescara elabora en los dos tercetos del soneto Erodiade bien pudiera tener su origen en la contemplación de una obra pictórica. Desde luego, el modo de enunciación elegido, centrado en la descripción detallada de una imagen desprovista de sentido narrativo, aproximan estos seis versos a una forma poética cercana a la écfrasis. Como muestra de ello, podemos mencionar que D’Annunzio comienza el noveno verso con unas palabras («Ecco su’l piatto il capo del Battista») que lo aíslan gramaticalmente de los cuartetos anteriores, estableciendo una discontinuidad respecto a la escena ya descrita –la angustiosa vigilia de Herodías– que indica que podríamos hallarnos ante una unidad temática distinta y autóno- ma, en este caso un texto ecfrástico. En el terreno del análisis literario, los dos tercetos incluyen una descripción de la cabeza del Bautista que enfatiza los elementos dotados de una mayor carga violenta, deshumanizando en cierto modo la figura del asceta. Dicha descripción está construida a partir de un empleo persistente del polisíndeton a través de la recurrencia de la conjunción «e» («y»), que intro- duce cada uno de los elementos del discurso. La elección de este tipo de construcción sintác- tica asimismo refuerza la idea de que estos versos constituyen la descripción de una imagen estática, en este caso una obra artística real o imaginada. 135 D’Annunzio hace referencia a «la negra sangre», que adquiría un gran protagonismo en varios de los intertextos pictóricos mencionados; también describe la «gran barba hirsuta» (v. 10), señal de virilidad, que podemos relacionar con la «mandíbula leonina inerte» que apa- rece en el último verso. Ambas menciones constituyen referencias a la iconografía tradicional que caracteriza a Juan como un hombre rudo y austero que vive en el desierto; un hombre, a fin de cuentas, equiparable al león de su tetramorfo. Otros elementos remiten a la idea de la muerte, y del aspecto temible del cadáver. Así sucede en la mención a los «párpados atro- ces todavía abiertos» (v. 11) que dejan ver unas «pupilas horribles» (v. 12) y a la «triste boca, que tanto había rugido, muda» (vv. 12-13), señal indudable de la muerte, puesto que la voz, equiparable a los rugidos de una fiera salvaje, posiblemente sea el rasgo más característico de los que adornan la figura del Bautista en el Evangelio y en los distintos relatos que recrean su persona. Como hemos visto en nuestro breve recorrido por las obras plásticas que tratan este asunto, estos elementos –la boca y los párpados entreabiertos, la sangre, la rudeza de los rasgos faciales del Bautista– forman parte de la tradición iconográfica asociada a este motivo, y quedan especialmente de manifiesto en las obras de Giovanni Bellini143 y Palmezzano, qui- zás las más acordes con la inventio del texto de Gabriele d’Annunzio. Es esta pavorosa imagen de muerte la visión que atormenta a la Herodías que el poeta italiano erige en protagonista de este soneto. Sobre esta mujer recaen dos culpas: el asesinato del Bautista y el adulterio, ya que hay que recordar que este poema se encuentra inserto en un ciclo dedicado a mujeres adúlteras, aunque esta cuestión no esté desarrollada en este soneto. Mediante un muy inspirado aprovechamiento de las posibilidades estructurales y poéticas del soneto, y a través de la recuperación de un motivo iconográfico menor asociado al episodio de la muerte de San Juan –la imagen aislada de la cabeza seccionada–, Gabriele d’Annunzio plasma de manera efectiva la idea de una mujer atormentada por el recuerdo de su crimen, del mismo modo que la Salomé de Gustave Moreau temblaba ante la mirada inquisidora de la cabeza del profeta muerto. 143 Algunas menciones al interés que D’Annunzio sentía por la obra de Giovanni Bellini se encuentran en la extensa monografía de Bianca Tamassia Mazzarotto, Le arte figurative nell’arte di Gabriele d’Annunzio, Milán, Fratelli Bocca Editori, 1949, pp. 401, 403, 451, 452, 456, 462. 136 figura 27. franz von Stuck, Salomé (1906) 137 2 . 5 . ETÉREA Y OSCURA : SALOMÉ COMO S íMBOLO Más allá de su poder de evocación histórica y de sus virtudes narrativas, en la literatura de entresiglos, a pesar de su carácter más o menos concreto, más o menos descriptivo, la fuerza de Salomé radica en su poder como símbolo. Huysmans escribía, a propósito de las ya cita- das obras de Moreau: Elle n’était plus seulement la baladine qui arrache à un vieillard, par une torsion corrompue de ses reins, un cri de désir et de rut ; qui rompt l’énergie, fond la volonté d’un roi, par des remous de seins, des secousses de ventre, des frissons de cuisse; elle devenait, en quelque sorte, la déité symbolique de l’indestructible Luxure, la déesse de l’immortelle Hystérie, la Beauté maudite144. En ese sentido, Salomé será convertida en imagen del conflicto entre dolor y deseo sexual, entre amor y muerte. Por ello, no sólo reviste interés para los literatos decadentes deslumbra- dos por el esplendor de su imagen regia y siempre suntuosa, sino también artistas que, como el alemán Franz Von Stuck (Fig. 27), la convierten en imagen del deseo torturado. También para los escritores en busca de símbolos para ilustrar conflictos propios. Como ejemplo, he- mos escogido un breve poema de Rubén Darío incluido en Cantos de vida y esperanza (1905) y, como muestra de la persistencia de esta imagen en una estética poética más cercana a la vanguardia, el interesantísimo soneto póstumo Salomé del portugués Mário de Sá-Carneiro (1890-1916). 144 j.K. Huysmans, À rebours, París, Au Sans-Pareil, 1924, p. 56. 138 2.5.1. rubén dArío Rubén Darío incluyó en Cantos de vida y esperanza (1905)145 una sección que, bajo el epígrafe «Otros poemas», reunía textos de distinto metro y temática. El número XXIII, aunque apa- rece sin título, está dedicado a la figura de Salomé146. Ya en el primer verso encontramos una referencia al «país de las alegorías», mención que sitúa el contenido de este texto en un plano simbólico, sin pretensiones narrativas ni de re- creación de un episodio histórico o ficticio. En este marco, la danza de Salomé no aparece como un hecho aislado, sino como un ritual repetido de manera cíclica: En el país de las alegorías Salomé siempre danza, ante el tiarado Herodes, eternamente, y la cabeza de Juan el Bautista, ante quien tiemblan los leones, cae al hachazo. Sangre llueve. Salomé es descrita en su actividad más reconocible (la danza), mientras que Herodes es ca- racterizado con la tiara que luce en otras descripciones literarias147. Respecto a Juan Bautista, Darío establece la ya habitual identificación con los leones. Las siguientes palabras son «Sangre llueve», y delimitan el comienzo de la segunda mitad del poema. Se trata de la única nota cromática (una lluvia roja) y, además, introduce una gran violencia, subrayada por el «hachazo» de la decapitación (elemento, por otro lado, normal- mente omitido en la mayoría de las recreaciones de este tema, en las que la decapitación, como la muerte en la tragedia griega, se sitúa fuera del escenario148). La sangre funciona como un elemento simbólico que condensa tanto la muerte como, por razón de su color, también una alusión al deseo y la pasión. Dicha dualidad entre amor y muerte se ve refor- zada por los cinco últimos versos del poema, que aclaran, mediante una forma expresiva cercana a la sentencia didáctica, el significado y la razón de ser de este extraño ritual: 145 Empleamos la edición incluida en Rubén Darío, Obras Completas I. Poesía (Ed. julio Ortega), Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2007. 146 Rubén Darío, op. cit., pp. 295-296. 147 Cfr. Gustave flaubert, «Hérodias», Trois contes, G. Charpentier, París, 1877, p. 223: « Il avait un lourd manteau noir, dont la trame disparaissait sous des applications de couleur, du fard aux pommettes, la barbe en éventail, et de la poudre d’azur dans ses cheveux, serrés par un diadème de pierreries.» 148 En el plano pictórico, entre las escasas representaciones visuales de la decapitación del Bautista debemos señalar, por su altísima calidad artística, el extraordinario lienzo del pintor simbolista Pierre Puvis de Chavannes que lleva por título La degollación de San Juan Bautista (h. 1869). 139 Pues la rosa sexual al entreabrirse conmueve todo lo que existe, con su efluvio carnal y con su enigma espiritual. La turbadora imagen de la «rosa sexual» se encuentra relacionada tanto con las guirnaldas que adornan las representaciones primitivas de Venus como con un elemento de marcado carácter erótico149. La danza de Salomé, por tanto, evoca el poder de seducción erótico que, a su vez, se desdobla en dos vertientes: el «efluvio carnal» introduce el elemento ya habitual del olor o perfume que seduce, embriaga y anula la capacidad de juicio (el «olor perverso de los perfumes» de Huysmans), y el «enigma espiritual» remite al carácter misterioso de la femme fatale, cuyas motivaciones no siempre parecen claras para el hombre decimonónico, y sugiere la figura de la esfinge, ante cuya imperturbable apariencia se anulan las potencias masculinas. Por tanto, en este poema, el tema expresado es la persistencia del deseo y la seducción a través de los tiempos. Salomé se convierte en alegoría de un conflicto y una experiencia tam- bién universal: el deseo sexual como destructor de capacidades, como elemento irracional que conmociona y, en un sentido metafórico, como un agente «castrador». No en vano la decapitación del Bautista ha sido ampliamente estudiado como una «castración» simbólica del hombre150. Juan Bautista es símbolo de la virilidad, de la integridad y de las capacidades masculinas («ante quien tiemblan los leones») que serán aniquiladas por la perversidad de Salomé. El texto de Rubén Darío del que ahora nos ocupamos es un poema, por tanto, más filosófico que sensual, más intelectual que plástico y más abstracto que narrativo. En su bre- vedad, presenta un carácter casi aforístico que responde a la progresiva depuración del len- guaje poético llevada a cabo por su autor durante los años que median entre la composición de Azul... hasta la publicación de Cantos de vida y esperanza. 149 La catedrática Nydia Palacios observa que esta imagen «nos proyecta una imagen impúdica y sensual capaz de llevar a cometer al hombre los más infames pecados en aras de la satisfacción como lo fue el crimen contra el Bautista» (Nydia Palacios, «El imaginario femenino en Cantos de vida y esperanza, Los cisnes y otros poemas», Managua, Editorial La Prensa, 2005) 150 Un desarrollo de este planteamiento se encuentra, por ejemplo, en la novela A flor de piel, de Antonio de Hoyos y vinent, que hemos estudiado en este mismo bloque. 140 2.5.2. LA experimentAción de mário de sá-cArneiro El portugués Mario de Sá-Carneiro (1890-1916) escribió en 1913 un soneto titulado «Salo- mé» 151e incluido en su libro Indicios de ouro, que entregó a su amigo Fernando Pessoa poco an- tes de su suicidio, en abril de 1916, y que sería publicado de manera póstuma. Sá-Carneiro, «genio no sólo del arte sino de la innovación de éste», en palabras de Pessoa152, fue una de las figuras más significativas del Modernismo (nada que ver con el hispánico) portugués, y uno de los impulsores de su principal órgano poético (la revista Orpheu, de nuevo junto a Pessoa). Autor de relatos cortos y novelas, es la poesía el terreno en el que experimentó más y más valientemente. El poema «Salomé» es buena muestra de ello153. SALOMÉ Insónia rôxa. A luz a virgular-se em mêdo, Luz morta de luar, mais Alma do que a lua... Ela dança, ela range. A carne, alcool de nua, Alastra-se pra mim num espasmo de segrêdo... Tudo é capricho ao seu redór, em sombras fátuas... O arôma endoideceu, upou-se em côr, quebrou... Tenho frio... Alabastro!... A minh’Alma parou... E o seu corpo resvala a projectar estátuas... Ela chama-me em Iris. Nimba-se a perder-me, Golfa-me os seios nus, ecôa-me em quebranto... Timbres, elmos, punhais... A doida quer morrer-me: Mordoura-se a chorar--ha sexos no seu pranto... Ergo-me em som, oscilo, e parto, e vou arder-me Na bôca imperial que humanisou um Santo...154 Bajo la forma de un soneto, Sá-Carneiro recrea una atmósfera desasosegante y cargada que surge en sus horas de insomnio, como muestran las primeras palabras del poema, «Insomnio violeta», bajo la influencia de la luna155 . Hay una violenta y amenazadora presencia feme- 151 El poema aparece fechado en Lisboa, el 3 de noviembre de 1913. 152 Dicha referencia aparece en el prólogo de Alberto virella a Mário de Sá-Carneiro, Obra poética. (Tra- ducción, introducción y notas de Alberto virella), Madrid, Hiperión. 1990, p. 18. 153 En este caso, por su fidelidad a la escritura original, emplearemos para las citas de nuestro análisis la traducción castellana elaborada por Alberto virella. 154 «Insomnio violeta. La luz se virgula en miedo, / luz muerta de luna, más alma que la luna… / Ella baila, ella rechina. La carne, alcohol de nudez, / se extiende para mí en un espasmo de secreto… // Todo es capricho a su alrededor, en sombras fatuas / el aroma enloqueció, aumentó su color, se rompió… / Tengo frío… ¡Ala- bastro! Mi alma se detuvo… / Y su cuerpo se desliza proyectando estatuas… // En su iris me llama. Se nimba y me pierde, / hace surgir para mi sus senos desnudos, despierta en mí ecos de quebranto… / Timbres, yelmos, puñales… La loca quiere hacerme morir: // Se pone a llorar. Hay sexos en su llano… / Me levanto sonoramen- te, oscilo y voy a quemarme / en la boca imperial que humanizó a un Santo…» 155 Sá-Carneiro emplea el término luar, que en portugués se refiere tanto a la luz de la luna como a la 141 nina, desnuda, que «baila», «cruje» y cuya carne es «alcohol de nudez».La corporeidad de esta presencia está subrayada a lo largo del poema con elementos como «aroma», «cuerpo», «senos desnudos», «sexos» y «boca», lo que acentúa la sensualidad y el erotismo del texto. También son abundantes los vocablos que hacen referencia a lo pétreo, lo duro, lo frío: «alabastro», «estatuas», «insignias», «yelmos» y «puñales». No obstante, este soneto es una buena muestra del complejo lenguaje poético de Sá-Carneiro, que construye sus textos sin que sea posible llevar a cabo una lectura lógica y ordenada, siguiendo la estela de Mallarmé y situándose la cabeza de la vanguardia poética. La construcción del poema obedece a un aumento progresivo de la tensión, que se corres- ponde con un protagonismo creciente de la presencia desasosegante y angustiosa de Salomé. El lenguaje se va haciendo cada vez más hermético, adoptando una estética expresionista en la que todos los recursos retóricos son puestos al servicio de la expresión de dicha angustia. Sá-Carneiro «utiliza sus sentidos de forma singular, incorpora a los substantivos atributos o adjetivos que normalmente no les pertenecen»156, creando asociaciones insólitas, sinestesias en un ambiente de «violencia y lujuria, provocando nuevas perspectivas, imágenes alucinan- tes y extrañas»157. Muestra de ello son «la luz virgulándose en miedo», «el aroma enloqueció, se elevó a color, se quebrantó» (produciendo un original proceso de carácter sinestésico) o «me elevo en sonido». También hay un juego léxico con los verbos, como el ya citado «vir- gular», procedente de «vírgula» (coma), o la conversión en transitivo del verbo «morir» en «la insensata quiere morirme». Expresión siempre de tormentosos conflictos interiores, la «Salomé» de Mário de Sá-Carnei- ro no persigue la reconstrucción del episodio histórico o literario, sino su conversión, como había hecho Darío, en símbolo de la fatalidad y de la unión entre violencia, lujuria y muerte. Las únicas referencias explícitas a la hija de Herodías son el título del poema y el último ver- so, en el que se habla de «la boca imperial que humanizó a un santo». Resultan reveladoras estas palabras: el deseo, para Sá-Carneiro, humaniza al santo. Por ello, aunque la impresión inicial es de rechazo hacia la sensualidad y la lujuria de la femme fatale, este último verso se si- túa en un punto diametralmente opuesto: no considera a Salomé (o a su ensoñación erótica) como una presencia castradora, sino humanizadora. especial situación creada por ella, conteniendo distintas connotaciones de tipo sobrenatural y misterioso. 156 Alberto virella, introducción a Mario de Sá-Carneiro, op. cit., p. 11. 157 Ibid. 142 figura 27a. Giovanni Ardy, Salomé (c. 1912) 143 2.5.3. 1917: cArLos peLLicer y giovAnni Ardy El hallazgo, a mediados de la década de 1990, de un importante conjunto de poemas de juventud, fechados entre 1911 y 1921, del escritor mexicano Carlos Pellicer (1897-1977), arrojó nueva luz sobre los primeros pasos literarios de un poeta que llegaría a ser considera- do, en consonancia con sus esfuerzos por la recuperación de la identidad americana, como «el poeta de América158». La obra temprana de Pellicer, caracterizada tradicionalmente por la crítica como un periodo de «transición entre [un] cosmopolitismo ahistórico y exotista y una nueva conciencia de la historia hispanoamericana que surgirá en la lírica posterior159», ha sido hasta ahora principalmente analizada desde esa incipiente conciencia americana, y escasamente estudiada en lo referente al primer término de esa evolución: las lecturas mo- dernistas de Pellicer y su conocimiento profundo de la obra de autores como Salvador Díaz Mirón –de quien se consideraba discípulo–, Julián del Casal o Rubén Darío. Desde el punto de vista estético y cronológico, su escritura se asemeja en algunos rasgos a la de otros autores peninsulares insertos en la deriva estética del tardo-modernismo, como el poeta y dramatur- go Fernando López Martín. Encontramos, por todo ello, abundantes notas decadentes, simbolistas y exotistas en los pri- meros poemas de un autor que ya entonces comenzaba a hacerse acreedor de calificativos como «pictórico», «paisajista», «colorista» o «tropical»160. A ello contribuyó su intensa dedi- cación a la escritura poética, que llegó incluso a alcanzar el ritmo productivo de un soneto diario, tarea a la que se obligó Pellicer durante varios meses de 1915161. Por otro lado, la crí- tica ha señalado, no sin acierto, uno de los elementos más destacables de la poesía temprana de Pellicer: lo plástico y lo visual. A este aspecto está consagrada una interesante monografía que señala el marcado interés del joven poeta por las artes visuales, especialmente la pintu- ra. Carlos Pellicer sería, en su madurez, un pionero de la museografía moderna en México –suyos fueron, entre otros, los proyectos para el Museo de Tabasco o para el Museo Frida Kahlo–, pero ya en sus años de juventud acostumbraba a frecuentar la Academia de San Carlos y los círculos artísticos de Ciudad de México. A partir de su estancia en Nueva york, en 1918, descubriría la modernidad de autores como Sorolla, Turner o Zuloaga, y comenza- ría una importante colección de arte que continuaría hasta su fallecimiento162. 158 La expresión se debe a Gabriela Mistral, amiga cercana de Pellicer y gran valedora de su obra, que así lo definió en un influyente artículo: Gabriela Mistral, «Un poeta nuevo de América: Carlos Pellicer Cámara», Repertorio Americano, San josé, Costa Rica, 1927, p. 373. 159 Jason Lee Pettigrew, «La poesía temprana de Carlos Pellicer: del cosmopolitismo exotista a la histo- ricidad poética», Literatura Mexicana, Vol. 25, Nº 1, 2014, pp. 57-77 (p. 58). 160 Apuntado por Samuel Gordon, La fortuna crítica de Carlos Pellicer. Recepción internacional de su obra 1919-1977, México D.F., Universidad Iberoamericana, 2004, p. 26. 161 Gabriel Zaid, «Los años de aprendizaje de Carlos Pellicer», Letras Libres (Ed. México), julio de 2001, pp. 18-20, p. 18. 162 Elisa García Barragán, Carlos Pellicer en el espacio de la plástica, Vol. 1, México D.F., Universidad Nacional 144 Por ello, no sorprende encontrar, en la poesía de juventud que mencionábamos, numerosos poemas ecfrásticos o relacionados con la pintura. La Gioconda de Leonardo, la Carmen de Zu- loaga, las obras de Ingres o Turner se convertirían en protagonistas de poemas que, aunque escasamente estudiados en el marco de su extensa obra poética, constituyen una originalísi- ma gavilla de poemas pictóricos. También un conjunto extraordinariamente personal, a juz- gar por la opinión de una de sus principales conocedoras, que afirma que «no existe nunca la intención de conformar un brillante listado de la pintura de su tiempo o de las culturas del más remoto pasado. Su propósito, su voluntad respondió a una necesidad interior dictada por sus intereses, sus convicciones más profundas y sobre todo por sus emociones163». Acaso dicha afinidad emocional pueda explicar que, en 1917, el joven Pellicer dedicara un díptico compuesto por dos sonetos a glosar el lienzo Salomé (fig. 27a) del pintor ligur Giovanni Ardy164. Varios aspectos de indudable interés confluyen en este diálogo interdisciplinar. El primero es la predilección de Pellicer por la figura de Salomé, a quien había dedicado ya algunos poemas en 1916 que muestran la influencia, explícita en ocasiones, del poema dra- mático de Oscar Wilde. El segundo es la adscripción al género ecfrástico de un díptico que Pellicer dedica, tras el título, a un «Óleo de Giovanni Ardy». El aspecto más reseñable, sin embargo, es la elección de la obra en sí, una pintura escasamen- te conocida y de la que hoy apenas contamos con referencias. Fue ejecutada por un artista menor contemporáneo de Pellicer, Giovanni Ardy (1886-1917), que fallecía precisamente en el mismo año en que el mexicano le dedicaba estos versos, que procedemos a reproducir aquí para su mejor comprensión165: Autónoma de México, 1997, p. 23. 163 Elisa García Barragán, Carlos Pellicer en el espacio de la plástica, Vol. 1, México D.F., Universidad Nacional Autónoma de México, 1997, p. 16. 164 Incluido en Carlos Pellicer, Poesía completa, vol. III (eds. Luis Mario Schneider y Carlos Pellicer López), México D.F., Ediciones del equilibrista, 1996, pp. 332-333. El díptico no aparece en la anterior edición de la poesía de Pellicer (Obra: poesía, México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1981), por lo que podemos suponer que se encuentran entre las 400 composiciones inéditas recuperadas por Schneider y Pellicer López en su edición definitiva. 165 Acaso debido a su prematura muerte mientras combatía en la guerra contra el Imperio Austrohún- garo, la obra de Giovanni Ardy ha sido escasamente estudiada y principalmente circunscrita al ámbito de lo militar, debido a la atención que dedicó a dicha temática en sus obras propias y en las que realizó al servicio de la propaganda bélica. Su obra pictórica, sin catalogar y con escasa presencia en colecciones documentadas o instituciones museísticas, ha sido únicamente abordada en un breve pero interesante artículo, repleto de datos biográficos y de documentación, que es la única fuente de que actualmente disponemos para profundizar en su trayectoria: Antonio Todde, «Giovanni Ardy: un pittore eroe», La Casana, 2008/3, pp. 66-73. 145 SALOMÉ óLEO DE GIOvANNI ARDy I Mostrando la divina arquitectura del auge de su carne soberana, suntuosamente, la mujer profana la cabeza de Juan, el de la voz que augura. Su gesto tiene la mortal premura de su victoria trágica. Mañana, ella tendrá la ineludible gana de estar sola y silente en su escultura. y su lúbrica risa canta y grita, tal como el agua de una fuente ahíta. Tal como el agua de una fuente ahíta la carcajada hace temblar el seno, mientras la noche hila su infinita indiferencia en el jardín sereno. II Mostró la risa la dental belleza: como un rayo de luna entre una rosa, era aquella sutil e igual nobleza de los dientes unánimes en la boca celosa. La postura revela una impetuosa ansia lasciva que a torcerse empieza. La risa es ya una risa tenebrosa y el vientre es de una máxima riqueza. La cabeza de Juan aún elocuente, aquel terrible don para Herodías, tiene el desprecio bárbaro en la frente. Una gota de sangre, dulcemente cayó de la bandeja. y muchos días quedó una gran tristeza en el poniente. A falta de referencias más precisas, carecemos de medios que indiquen el modo en que el poeta mexicano pudo entrar en contacto con una obra pictórica cuyo historial expositivo y actual destino permanece actualmente en la oscuridad. Es posible que la contemplara duran- te alguno de sus viajes, que la pintura fuera adquirida por alguna colección a la que Pellicer pudiera acceder o que viajara con motivo de alguna exposición a México o a Colombia. Cabe, sin embargo, otra posibilidad: la de que el joven escritor la contemplara a través de 146 una reproducción en revista ilustrada o en tarjeta postal166, incluso aunque el poeta haga explícito, en el subtítulo del poema, que se trata de un óleo. La obra de Ardy fue posiblemente ejecutada en torno a 1912, a partir de las indicaciones que otorga Antonio Todde en su artículo sobre el pintor ligur: afirma el historiador que en aquella época el joven Ardy, que había ya obtenido algunos reconocimientos en los círculos artísticos genoveses, decidió orientarse hacia la pintura histórica, principalmente de tema he- roico o bélico, y llevó a cabo «composizioni narrative solenni, imponenti, epiche, percorse da un forte lirismo, grandiose e, al contempo, minuziose nei particolari167». Sin embargo, escasa austeridad hallamos en esta pintura que muestra a Salomé en el momento en que recibe la cabeza de Juan Bautista. Enmarcada en una estructura circular y rodeada por motivos deco- rativos, la imagen muestra a Salomé como una exótica danzarina reclinada cuya desnudez apenas queda velada por una falda transparente que se desliza sobre sus caderas. El resto de su cuerpo se encuentra descubierto, con la única excepción de un collar que descansa entre sus senos y algunos complicados adornos que cubren sus cabellos y que, al caer a ambos late- rales de su cabeza, recuerdan inevitablemente a los que lucía la heroína de una obra pictórica notablemente más célebre: la Salomé (1906) de Franz von Stuck. El rasgo más notable, sin embargo, no es la desnudez de Salomé, atributo habitual en una época en que la figura bíblica se había convertido en presencia habitual de los programas de danza y cabaret europeos, sino su sonrisa. Salomé muestra una risa delimitada por labios bermejos y una dentadura deslumbrantemente blanca, muestra inequívoca de la crueldad con que la cultura finisecular solía adornar a la decapitadora del Bautista. Dicha risa contras- ta con la violenta presencia que se ubica ante ella: la cabeza del Bautista, ennegrecida sobre la bandeja metálica que la contiene. Es precisamente ese atributo el elemento más recurrente del díptico ecfrástico de Pellicer, cuya estructura bimembre no corresponde estrictamente a una bipartición temática o de contenido: los sonetos desarrollan indistintamente diferentes aspectos de la pintura. De he- 166 Hay constancia de la existencia de una serie de tarjetas postales impresas en Italia con una reproduc- ción de esta pintura. La imagen que empleamos procede de dicha reproducción, ya que nos ha sido imposible localizar la obra original u obtener una fotografía actual de la misma. Una de las copias de dicha tarjeta está fechada por el remitente en 1915, lo que demuestra que en 1917, fecha de composición del díptico de Pellicer, la obra de Ardy ya circulaba a través de este medio. Por ello nos atrevemos a sugerir que pudo ser una postal lo que contempló Pellicer, lo que no carece de cierto interés; también fueron postales, fotografías y reproduc- ciones el material que julián del Casal empleó para componer su Museo ideal dedicado a Gustave Moreau. Por otro lado, de la cierta popularidad que debió disfrutar esta obra, ya sea a través de su exposición directa o mediante tarjeta postal, da testimonio la mención de la misma en una crónica que el médico Hernani de Irajá –pionero de la sexología en el Brasil de principios del siglo XX– publicó en 1923. Al describir la danza de una artista que replica el célebre episodio de Salomé, de Irajá alude a varias célebres versiones pictóricas del mismo: Sebastiano del Piombo, Gaston Bussière y, también, Giovanni Ardy, curiosamente en relación a su risa: «Depois ri, ri perdidamente, satanicamente… É a Salomé de Giovanni Ardy» (Hernani de Irajá, «Bailarinas», Ilustraçao Brasileira Nº 31, 1923, p. 47). 167 Antonio Todde, op. cit., p. 69. 147 cho, podrían leerse como partes de una misma composición, cuya parte central –los tercetos del primer soneto y los cuartetos del segundo– están dedicados a glosar la risa de la danzari- na. Así, la «lúbrica risa», «carcajada» del primer soneto se transforma en «risa tenebrosa» en el segundo. Entre ambos extremos, encontramos algunas imágenes ciertamente sugerentes: el símil expresado de forma paralelística en el primer terceto del primer soneto –«tal como el agua de una fuente ahíta–» remite al murmullo del agua fluyendo libre, mientras la des- cripción casi petrarquista que abre el segundo soneto –la risa descrita «como un rayo de luna entre una rosa»– contrasta con la oscuridad progresiva del poema que revela la transición que constituye su tema central: el contraste entre la euforia criminal y el vacío tras la con- sumación, sintetizado en la enunciación de «una impetuosa / ansia lasciva que a torcerse empieza». Este tema –la decepción tras el crimen– recorre el díptico y aparece de forma recurrente desde el primer soneto, cuando el poeta afirma que «mañana tendrá la ineludible gana / de estar sola y silente en su escultura», hasta que, en la conclusión del segundo, la presencia de la gota de sangre que instaurará «una gran tristeza en el poniente», sentencia a Salomé y con- dena su crimen. En claro contraste, la figura del Bautista aparece únicamente caracterizada con dos atributos: la voz, motivo de su ejecución –«el de la voz que augura», «La cabeza de Juan aún elocuente»– y también su severa dignidad, opuesta a la violenta alegría de Salomé, y condensada en el «desprecio bárbaro en la frente» del segundo soneto. Otros elementos confirman que nos hallamos ante un poema ecfrástico, pero el principal acaso sea la prosopografía de Salomé, que no sólo se centra en su risa, sino también en la «divina arquitectura / del auge de su carne soberana». Por otro lado, el ambiente nocturno en el que se desarrolla la acción podría tener su origen en el evocado por Wilde. De hecho, en el poema A Oscar Wilde, fechado en México el 22 de octubre de 1914, y que recrea la danza de la princesa hebrea bajo el astro nocturno, se repite, como un ritornello, «la luna mira / y en un desmayo de luz suspira…»168, en un posible homenaje a la isotopía nocturna instaurada por el autor irlandés. Aunque aquejado de ciertos defectos compositivos, no cabe duda de que la significación de este díptico iba más allá del mero homenaje a una obra pictórica concreta. La escena que presumiblemente recrea –el instante en que Salomé «profana» la cabeza del Bautista con su beso– ya había hecho su aparición en Salomé, un largo poema –contiene ocho partes– de Pellicer, firmado el 1 de abril de 1916. Tras plasmar la danza, la decapitación del Bautista y el beso de Salomé a la cabeza seccionada, Pellicer reflexionaba sobre el significado de este ultraje final en una serie de radiantes versos, de los que reproducimos la sección más signi- ficativa: 168 Carlos Pellicer, Poesía completa, vol. III (eds. Luis Mario Schneider y Carlos Pellicer López), México D.F., Ediciones del equilibrista, 1996, pp. 45-46. 148 La virgen abrazando la cabeza bautística es una bella tigre que después de bailar alcanzó del domante la presa cabalística; ¿por qué?... ¡La presa que ha soñado hoy ha de desgarrar! La misteriosa presa tiene en sus garras finas. (Paréntesis: la noche baja sus argentinas fulguraciones lívidas, pálidas de estupor.) ¡La mujer con la testa del Bautista en las manos es la bella y malvada rosa de los pantanos sangrientos de su culpa que perdona el amor!...169 Por ello, el díptico que hemos analizado bien podría leerse como la reiteración de una ima- gen, una preocupación visual y simbólica, que habría acuciado al joven poeta que en aque- llos años buscaba en obras grandes y pequeñas del arte europeo un reflejo para sus inquie- tudes y, sobre todo, un modo de ejercitar su pluma en variadas composiciones ecfrásticas. Así, el poema de juventud de un autor mexicano y una pintura menor de un artista italiano olvidado coinciden en un año, 1917, en el que Pellicer iniciaba su carrera literaria mientras Ardy fallecía a los 32 años, viendo truncada una carrera artística sólo recuperada mediante coincidencias tan peculiares –y tan significativas– como ésta. Pocas sincronías ilustran de un modo tan explícito el alcance de la cultura cosmopolita que habría de estar en la base de las grandes revoluciones artísticas del siglo XX. 169 Carlos Pellicer, Poesía completa, vol. III (eds. Luis Mario Schneider y Carlos Pellicer López), México D.F., Ediciones del equilibrista, 1996, pp. 176-181 (pp. 179-180). 149 150 figura 28. Gustav-Adolf Mossa, Les mains coupées (1904) 151 2 . 6 . UN CUENTO FR íVOLO: PARODIA E IMAGEN GROTESC A 2.6.1. la verdadera Historia de salomé, de Hoyos y vinent En 1923, cuando su trayectoria literaria parecía haberse alejado de la novela «elegante» de sus primeros años, Antonio de Hoyos publicó un volumen que, bajo el título de Vidas arbitra- rias170, recogía un ramillete de relatos en los que retrataba a distintos personajes históricos y coetáneos. Abriendo el volumen, en la primera sección, bajo el epígrafe de «Vidas remotas», se encuentra un relato significativamente titulado La verdadera historia de Salomé. En tono lige- ro, Hoyos lleva a cabo una reconstrucción del trágico episodio bíblico que roza la parodia. La mayor originalidad del relato radica, probablemente, en su manera de aproximarse a los personajes bíblicos despojándolos de su inaccesibilidad y seriedad, y retratándolos como si de personajes contemporáneos se tratara. De este modo, Herodías se convierte en una suerte de arribista cuya única ambición es compartir el trono de Herodes. La enigmática y lasciva femme fatale ha perdido todo su misterios y se presenta como una mujer ordinaria y ridícula descrita en estos términos: Alta, gorda, con unos senos enormes que sostenía enhiestos a fuerza de fajas, y un perfil de loro que tiraba de espaldas, se pintarrajeaba de un modo audaz, arbolaba toilettes llamativas con altos tocados recargados de joyeles y gustaba de adornarse con profusión de collares incrustados de piedras preciosas (p. 8). La animalización grotesca que convierte a la seductora Herodías en una mujer con «perfil de loro» encuentra continuidad en las joyas exquisitamente engarzadas surgidas del pincel de Gustave Moreau, que han pasado aquí a ser una profusión de riqueza dispuesta sin orden ni belleza. A lo largo del relato se hace referencia a lo majestuoso y lujoso de la forma de vida del Tetrarca, que se halla «rodeado de una pompa y un boato casi orientales» (p. 8). No 170 Antonio de Hoyos y vinent, Vidas arbitrarias: historias verídicas, ambiguas, escabrosas y pintorescas de nobles señoras y esforzados caballeros, Madrid, Sucesores de Rivadeneyra, 1923. 152 obstante, es habitual que el autor incluya algún comentario destinado a convertir en ordina- ria y vulgar toda esa magnificencia, obteniendo como resultado una impresión grotesca que subraya el carácter satírico de este relato. Frente a ella, Herodes es el personaje cuya carac- terización corresponde en mayor medida a la imagen decadentista del Tetrarca abrumado por el tedio y la frustración: [...] cobarde, ambicioso y taciturno, hallábase contagiado de la letal tristeza de los reyes de Israel, la misantropía de Saúl, el sombrío pesimismo con que empezó su decadencia el gran Salomón, tristeza de carne harta y de espíritu macerado y oprimido por la perenne presencia de Jehová; tristeza de tristezas, porque es un desnivel entre la carne y el espíritu. (p. 8)171 Es en la construcción del personaje de Salomé donde Hoyos y Vinent muestra una mayor originalidad. Sigue siendo una niña, pero no la adolescente distinguida, sensual y enigmática que fascinaba a Des Esseintes, sino una joven aburrida, mal educada y caprichosa que sólo en el momento de la danza cobrará una mayor relevancia. Salomé era una chica flaca, con la cara angulosa, demacrada, devorada por los ojos verdes, grandísimos, y por la boca, muy roja, que se abría como una rosa de púrpura en el color cirio de la faz. Tenía una cabellera castaña, alborotada y rebelde, y recordaba vagamente a Colette Willy hace veinticinco años. Su cuerpo era fino y elástico, y sus movimientos, aunque algo bruscos, no carecían de gracia y armonía vagamente felinas. (p. 10). Resulta pertinente observar que Hoyos y Vinent, para su caracterización de Salomé, no sólo toma en cuenta fuentes pictóricas sino, en este caso, fotográficas. Se refiere a la escritora francesa Colette, una autora que, por la importancia que concedía a la sensualidad, el erotis- mo y la provocación en sus novelas, probablemente resultaba cercana a Hoyos y Vinent, por otro lado siempre atento a los iconos de la alta sociedad y director en su tiempo de la revista de sociedad Sport172. En efecto, la imagen de Colette, sofisticada y algo andrógina, sirve para ilustrar esta Salomé en cuyo aspecto Hoyos lleva a cabo una nueva modificación, sustituyen- do los velos de gasa y las piedras preciosas de la imagen de Moreau por un atuendo también menos distinguido: Como Herodías practicaba la economía, muy necesaria en aquellos tiempos en que el templo se lo llevaba todo, se vestía de un modo arbitrario, mezclando toda 171 Los ecos del Herodes que imaginaba Albert Samain en el soneto que ya hemos analizado (capítulo 2.1.5) resuenan en la descripción de este personaje. 172 No en vano, L’ingénue libertine (1909), una de las primeras novelas de Colette escritas después del fa- moso ciclo de Claudine (1900-1903), narra la historia de una niña aparentemente ingenua que vive obsesionada con introducirse en el submundo criminal de París, coqueteando con el asesinato al igual que la protagonista del relato que ahora analizamos. 153 clase de pingajos de colorines con viejos joyeles que distraía a su madre, cuentas de vidrios de colores y amuletos obscenos con que la obsequiaba la soldadesca. (pp. 10-11) Estrafalaria y maleducada, la naciente lascivia de Salomé se sugiere ya en esta última men- ción a la procedencia de los amuletos (el término «distraer» equivale en el argot callejero a «robar»), reiterada en el siguiente párrafo, en el que se enumeran las ocupaciones de la abu- rrida princesa. Salomé pasaba el día curioseando por los cuerpos de guardia, o excitando a los guerreros, que relinchaban de gusto y la perseguían, como faunos salvajes, con sabios roces, tocamientos sos- pechosos y preguntas de una desvergüenza lasciva insuperable. (p. 11) La imagen de Salomé seduciendo a los soldados remite, inevitablemente, a la obra de Wilde, en la que Narraboth es otra víctima de la falta de escrúpulos de la princesa173. Sin embargo, los términos en que se habla de esta inclinación a la provocación erótica en Salomé no dejan entrever ninguna de las crueles motivaciones de la femme fatale temible y vengativa. Salomé parece actuar por curiosidad o por falta de inteligencia, sin premeditación ni conciencia de la repercusión de sus actos. Cuando aparece el Bautista en escena, es la curiosidad lo que la conduce hasta el pozo seco en el que está preso este «hombre raro, que se pasaba la vida con los pies metidos en el Jordán, que comía saltamontes fritos, y, pese al pediluvio, no se lavaba nunca». La imagen de San Juan sucio, escuálido y despeinado también carece de gravedad y, de hecho, es descrito como un loco excéntrico que sólo porfía insultos y blasfemias contra la familia de Herodes, por lo que éste, en un intento de preservar su vida privada y protegerla de la maledicencia, lo hace encerrar174. Cuando Salomé va a verlo, no entiende nada de lo que le dice, le saca la lengua y se va175. 173 En la obra de Wilde, Salomé coquetea con el soldado Narraboth con el objetivo de conseguir ver al profeta que Antipas ha ordenado encerrar: « vous ferez cela pour moi, n’est-ce pas, Narraboth ? vous ferez cela pour moi ? J’ai toujours été douce pour vous. N’est-ce pas que vous ferez cela pour moi ? Je veux seule- ment le regarder, cet étrange prophète. On a tant parlé de lui. J’ai si souvent entendu le tétrarque parler de lui. je pense qu’il a peur de lui, le tétrarque. je suis sûre qu’il a peur de lui... Est-ce que vous aussi, Narraboth, est-ce que vous aussi vous en avez peur ? […]Vous ferez cela pour moi, Narraboth, et demain quand je passerai dans ma litière sous la porte des vendeurs d’idoles, je laisserai tomber une petite fleur pour vous, une petite fleur verte. […]Vous ferez cela pour moi, Narraboth. Vous savez bien que vous ferez cela pour moi. Et demain quand je passerai dans ma litière sur le pont des acheteurs d’idoles je vous regarderai à travers les voiles de mousseline, je vous regarderai, Narraboth, je vous sourirai, peut-être. Regardez-moi, Narraboth. Regardez-moi. Ah ! vous savez bien que vous allez faire ce que je vous demande. Vous le savez bien, n’est-ce pas ?... Moi, je sais bien» (Oscar Wilde, Salomé, Toulouse, Éditions Ombres, p. 29). 174 La reputación y el poder maléfico de las murmuraciones son temas constantes en la obra novelística temprana de Antonio de Hoyos y Vinent, cuyos personajes se ven frecuentemente perjudicados por rumores acerca de su vida íntima y viven obsesionados por el temor a un escándalo. 175 Delfina P. Rodríguez Fonseca señala la similitud entre los improperios e insultos que grita en Bautista en este cuento con los proferidos por Iokanaán en Salomé de Wilde, y que contienen idénticas referencias a la serpiente, Sodoma y el castigo divino (Delfina P. Rodríguez Fonseca, Salomé. La influencia de Oscar Wilde en las literaturas hispánicas, Oviedo, KRK Ediciones, 1997, pp. 185-186) 154 En la descripción de la cena ofrecida en honor de los emisarios de Roma es donde Hoyos abandona momentáneamente el tono irónico para ilustrar una escena de magnificencia que, ahora sí, parece proceder de la imaginación orientalista inspirada por Flaubert, Moreau y sus contemporáneos. La riqueza de la decoración, el colorido de los vestidos o lo extraordinario de los manjares es narrado con un vocabulario intensamente sensorial. El «rostro marfileño» de Herodes inclinado sobre su pecho bajo el peso de un enorme turbante de velos de seda bebiendo de un vaso de oro de carácter casi religioso, los esclavos y esclavas de distintas razas (blancos, negros, asiáticos, árabes), o los senos de Herodías, desnudos bajo una profusión de piedras preciosas y joyas son objeto de una minuciosa recreación de exuberante cromatismo en el que merece la pena detenerse: su vestido es rojo y dorado, y sus joyas son topacios y car- bunclos. Esta combinación de colores es la misma empleada por Wilde en su obra dramática cuando habla de los tres vinos servidos en la mesa de Herodes: púrpura, amarillo y rojo. Sin embargo, Salomé se aburre, «mal vestida», sobre una pila de almohadones. La decisión de que Salomé baile procede de Herodes y, tras una discusión con su mujer, Sa- lomé baila. La danza de Salomé, momento álgido de este episodio, ocupa apenas un párrafo: Danzaba con un ritmo extraño, en que había de pueril y de lascivo, de torpe y de ágilmente felino. Entre los velos de colorines se adivinaba su cuerpo, blanco como una gran azucena que temblase bajo la bruma irisada de sol a la caricia del aire. Otras veces era como humo de áloe que se retorciera vago y azul; algunas, como una sierpe de plata danzando bajo la luna. (p. 16) Si bien el tono general es ligero e irónico, en este caso, como en la descripción que hemos comentado anteriormente, la prosa de Hoyos se vuelve más densa, delicada y poética. Las imágenes empleadas son de una gran expresividad. En primer lugar, se habla de algo «feli- no» en la danza de Salomé. El símil entre mujer y gata es habitualmente empleado por Ho- yos como medio de mostrar una naturaleza sensual, voluptuosa y caprichosa. Lina Monreal, protagonista de Frivolidad, es definida a menudo como gatita: Eso era ella: una gatita, blanca, rubia, acariciadora y melosa en el hablar, ondu- lante en sus movimientos; andaba con pasos lentos, opacos, y todos sus gestos, sus movimientos todos tenían algo de felinos176. 176 Antonio de Hoyos y vinent, Frivolidad, Barcelona, Ramón Sopena, 1905, pp. 16-17. Hoyos y Vinent pro- bablemente toma este motivo de verlaine, y reproduce en el Preludio a Frivolidad el poema «femme et chatte», el primero de los «Caprices» de sus Poèmes saturniens: «Elle jouait avec sa chatte / et c’était merveille de voir / la main blanche et la blanche patte / s’ébattre dans l’ombre du soir». De hecho, Lina Monreal posee una gata de Angora de color blanco llamada, significativamente, Safo, cuyos movimientos y actitudes se identifican con los de su dueña, y que expresa idéntico hastío, pereza y sensualidad. No podemos dejar de anotar que en francés coloquial la voz «chatte» no sólo designa al felino, sino que también metafóricamente se identifica con los genitales de la mujer. 155 Del mismo modo, los ropajes descuidados que luce se han transformado, bajo el influjo de la danza, en «velos de colorines» bajo los que su cuerpo, en un hermoso símil floral, es níveo como una azucena moviéndose por el aire. Los velos remiten, de nuevo, a la danza oriental y al imaginario finisecular relacionado con la sensualidad árabe. La siguiente imagen es la del humo de áloe. En este caso, la evocación también se imbrica en los tópicos orientalistas acer- ca de los vapores y humos cuyos aromas aturden y confunden los sentidos. La última imagen es la que más claramente se imbrica en la isotopía de la mujer fatal: la sierpe, o serpiente, que baila plateada bajo la luna. La luna, además, es uno de los elementos centrales en la visión poética desarrollada por oscar Wilde en su pieza dramática. En primer lugar, su blancura es un atributo de la mujer pálida y casi etérea. Por otro lado, la identificación de la luna con lo femenino adquiere nuevas connotaciones en las que no resulta inapropiado hablar de pro- piedades sobrenaturales: bajo el influjo de la luna, la niña insignificante y desvergonzada se convierte en la seductora omnipotente cuya voluntad costará la cabeza a un hombre. El Bautista es decapitado y la testa entregada a Salomé ofrece una imagen inquietante: sobre la bandeja de oro está el rostro verde y los cabellos rojos del Precursor. El lujo del oro, la sen- sualidad del rojo, y el verde (color decadente por excelencia) conforman uno de los conjuntos cromáticos más originales del relato. A continuación, tiene lugar otra de las escenas que, en 1923, eran ya vistas como tópicos: Sa- lomé besa en los labios «al Profeta del Fuego». Una vez finalizado el trágico episodio, vuelve la vulgaridad que había predominado hasta entonces en el cuento: Salomé, como no sabe qué hacer con la cabeza, la deja en el suelo y sigue bailando, perdiendo toda capacidad de fascinación y volviendo a ser la niña inconsciente y caprichosa de antes. 2.6.2. KLinger y mossA Este breve relato, publicado en 1923, testimonia la increíble popularidad de la que disfrutaba la figura de Salomé como arquetipo narrativo y estético. Han pasado quince años desde la publicación de A flor de piel, y Salomé ha dejado de ser una temible castradora para conver- tirse en una niña ingenua y caprichosa que lleva su voluntad hasta el límite. Si en A flor de piel mencionábamos la pintura de Julio Romero de Torres o de Anselmo Miguel Nieto como posible referente pictórico, en el caso de La verdadera historia de Salomé dicho referente podría hallarse en recreaciones plásticas como las siete acuarelas ejecutadas por el artista Gustav- Adolf Mossa entre 1901 y 1904, que someten la figura de la princesa hebrea a un proceso de estilización que la traslada al terreno del humor grotesco (Fig. 29). El punto de partida para estas recreaciones de Mossa es literario y plástico. En el terreno literario, la referencia básica son unos textos del poeta simbolista Jean-François Louis Merlet que trataban este mismo asunto. En el terreno plástico, Mossa lleva a cabo una perversa 156 figura 29. Gustav Adolf Mossa, Salomé (1901) 157 relectura de la célebre obra L’Apparition, de Gustave Moreau. Sin embargo, en esta ocasión, no es la cabeza decapitada del Bautista el principal elemento acusatorio que atormenta a la princesa, sino las manos cortadas del Profeta, que señalan a Salomé en distintos momentos de su vida cotidiana, durante noches de insomnio o cuando pasea por la calle177. Protago- nizadas por una Salomé adolescente y caracterizada de un modo perverso, son imágenes de una refinada crueldad, en las que elementos como la sangre se hacen presentes con una enorme violencia visual en medio de escenarios decorados con colores suaves y elemen- tos ornamentales típicamente modernistas que remiten a un retorcido universo infantil. Por ejemplo, en Salomé: les mains coupées (1904) (Fig. 28), Salomé pasea por la calle de una ciudad europea de aspecto medieval. Vuelve de hacer la compra, y en su cesta se puede ver, junto a una langosta, la cabeza sanguinolenta del Bautista; a sus pies, un perro doméstico lleva en la boca la mano amputada del profeta, envuelta en papel de estraza. El resultado es una atmós- fera claramente antirrealista que explota elementos como la distorsión de la perspectiva, la saturación de elementos decorativos, los rasgos caricaturescos o la acentuación grotesca de los elementos alusivos a la sexualidad. 177 Un somero análisis de una de estas obras, Salomé: les mains coupées (1904, en el Musée de Beaux-Arts de Niza) puede encontrarse en un texto de Céline Eidenbenz que acompaña una reproducción de dicha obra y que está incluido en el volumen Salomé. Danse et décadence, París, Somogy – fondation Neumann, 2003, p. 28. figuras 30 y 31: Gustav Adolf Mossa, ilustraciónes para Les Mains Coupées (1901-1904) 158 Este último elemento –el énfasis en la interpretación sexual del episodio– se encuentra pre- sente en otros artistas de perfil similar a Mossa, como Julius Klinger, el ilustrador austriaco que en 1909 presentó una célebre estampa que muestra, con un exquisito sentido de la com- posición, plenamente art déco, a Salomé como una mujer que camina con el torso desnudo llevando en sus manos, en lugar de la cabeza decapitada del Bautista, un enorme sexo mas- culino seccionado cuya sangre cae al suelo en una elegante curva roja (Fig. 32). Lo escabroso de la escena se ve realzado por el enorme busto de la protagonista y por unos rasgos faciales nada armónicos, que se alejan de la belleza ideal glosada por tantos literatos y artistas. La crudeza con la que Klinger retrata el tema contrasta llamativamente con la enorme calidad que muestra en el aspecto ornamental. Varias superficies de la estampa –la falda y la pierna de Salomé, y el fondo de la imagen– se encuentran decoradas con patrones que repiten un mismo motivo geométrico. Además, entre las piernas de Salomé destaca, avanzando al mis- mo paso que ella, una estilizada pantera negra de brillantes ojos verdes. figura 32. julius Klinger, Salomé (1909) 159 2 . 7 . LA DEC ADENCIA DEL M ITO : LA MUERTE DE SALOMÉ Una de las derivaciones más peculiares del tema de Salomé es el de la narración de su muer- te. Aunque los datos históricos disponibles no lo sugieren, numerosos escritos (entre ellos, los contenidos en los Evangelios apócrifos y en La leyenda dorada) atribuyen un trágico final a la hija de Herodías178. Encontramos una temprana versión del hagiógrafo italiano Jacopo della Vo- ragine, que en su Leyenda dorada relata las desgracias sufridas por Herodes y su familia como castigo a su crimen contra el Bautista. La muerte de Salomé es narrada del siguiente modo: En cuanto a su hija la bailarina, dícese que, estando en cierta ocasión patinando sobre la superficie helada de un río, al quebrarse inesperadamente el hielo cayó al agua y se ahogó179. Asociada a esta imagen está la tradición más conocida, que surge de una carta dirigida por Herodes al gobernador de los judíos Poncio Pilato que se encuentra recogida en los Evangelios apócrifos: Pues has de saber que mi hija Herodíades, a quien yo amaba ardientemente, ha perecido por estar jugando junto al agua cuando ésta desbordaba sobre las már- genes del río. Efectivamente, el agua la cubrió de repente hasta el cuello; su madre entonces la agarró de la cabeza para que no se la llevara la corriente, pero se des- prendió ésta del tronco y fue lo único que mi esposa pudo recoger, pues lo restante del cuerpo fue arrastrado por la corriente. Mi mujer ahora aprieta, llorando, la cabeza sobre sus rodillas, y toda mi casa está sumida en una pena incesante. 178 Un repaso por las distintas muertes atribuidas a Salomé en varias fuentes literarias, con un estudio de las concordancias existentes entre los distintos testimonios, puede encontrarse en la obra de Delfina P. Rodríguez fonseca, Salomé: la influencia de Oscar Wilde en las literaturas hispánicas, KRK Ediciones / Universidad de Oviedo, Oviedo, 1997, pp. 41-47. 179 jacobo de la vorágine, La leyenda dorada, Madrid, Alianza, 1982, p. 554. 160 La muerte por decapitación de Salomé surge, por tanto, con un significativo valor simbólico: la princesa judía muere del mismo modo que murió el Bautista a petición suya. También se encuentra vinculada a un motivo procedente de dos epigramas de la Anthologia Graeca compuestos por Flaco (VII, 542) y Filipo de Tesalónica (IX, 56), y que sirvieron de modelo para el llamativo epitafio De un niño tracio muerto por el hielo (De puero glacie perempto), del poeta renacentista Gutierre de Cetina180. Las variaciones sobre este tema son numerosas y encontramos, por ejemplo, el relato La danseuse («La bailarina»), de Guillaume Apollinaire181, en el que, con una intención satírica, convierte a Salomé en una bailarina afamada cuyo talento es requerido en las regiones cen- troeuropeas. Allí, sobre un lago helado, decide bailar: Puis, les yeux mi-clos, elle essaya des pas presque oubliés : cette danse damnable qui lui avait valu jadis la tête du Baptiste. Soudain, la glace se brisa sous elle qui s’enfonça dans le Danube, mais de telle façon que, le corps étant baigné, la tête resta au dessus des glaces rapprochées et ressoudées. Quelques cris terribles effra- yèrent de grands oiseaux au vol lourd, et, lorsque la malheureuse se tut, sa tête semblait tranchée et posée sur un plat d’argent. La nuit vint, claire et froide. Les constellations luisaient. Des bêtes sauvages venaient flairer la mourante qui les regardait encore avec terreur. Enfin, en un dernier effort, elle détourna ses yeux des ourses de la terre pour les reporter vers les ourses du ciel, et expira182. Aunque la decapitación de facto no se produce, la imagen sí es la de una cabeza sobre una bandeja de plata. No obstante, en un giro grotesco muy del gusto del autor de los caligramas, Apollinaire cuenta cómo, con el deshielo, « le corps paré, incrusté de joyaux, jeté sur une rive pour les pourritures fatales183». A continuación estudiaremos dos obras hispánicas que recrean el episodio de la muerte de Salomé bajo distintas circunstancias. Ambos son textos poco conocidos y acaso menores de dos de las figuras más características de la literatura modernista hispánica: Emilio Carrere y Rubén Darío. 2.6.1. «LA muerte de sALomé» de emiLio cArrere. El poeta y narrador Emilio Carrere (1881-1947) dedicó un largo poema –treinta y siete ver- sos de métrica y rima variables– al motivo de la muerte de Salomé. Dicho poema fue publi- 180 Gutierre de Cetina, Rimas, ed. Jesús Ponce Cárdenas, Madrid, Cátedra, 2014, pp. 506-508. 181 Guillaume Apollinaire, L’Heresiarque et Cie. Paris, P.v.-Stock, 1910, pp. 87-91. 182 Guillaume Apollinaire, op. cit., p. 90. 183 Ibíd. 161 cado por primera vez en 1915 en la revista La Esfera184, y fue recogido quince años después en un volumen titulado Dietario sentimental185. «La muerte de Salomé», como veremos, sitúa el suceso en un lago helado cuyas planchas de hielo serán las responsables de la decapitación. Sin embargo, antes de narrar tan macabro acontecimiento, Carrere dedica algunos versos a recrear la ya clásica imagen de Salomé y plantea, él también, su visión de la Salomé retratada por generaciones de artistas. 184 Emilio Carrere La muerte de Salomé. La Esfera, 20 de febrero de 1915, p. 7 185 Emilio Carrere, Dietario sentimental. Madrid, Mundo Latino, 1930. Resulta necesario mencionar que ésta es la única fuente bibliográfica que Delfina P. Rodríguez Fonseca cita en su conocida antología, por lo que debemos reubicar esta obra en una fecha quince años anterior. figura 33. Tiziano, Salomé con la cabeza del Bautista (c. 1550) 162 LA MUERTE DE SALOMÉ Salomé fue rubia, y el áureo raudal de su cabellera era más dorado que su manto real. Fue rubia, lo mismo que una llama viva, y en sus danzas era como una serpiente dorada y lasciva. Blonda como el trigo, la pinta el Tiziano; un rubí fulgía sangriento en su mano. ¡oh, manos perversas, manos olorosas! ¡ojos de violeta, ojeras sensuales! ¡oh, pies musicales, blancos pies, cargados de piedras preciosas! La princesa inquieta, de cabellos rubios y mirada verde, aún sueña que muerde los cárdenos labios de Juan, el asceta. ya ha muerto el Tetrarca y ha muerto Herodías; se hundió el poderío de los faustos días, y como una pálida sombra mendicante vaga la vesánica princesa danzante. Es el invierno, nieva. El río está helado y es como una lámina de terso cristal. La princesa baila al viento el raudal de su milagroso cabello dordo. De pronto, los témpanos se abren a su paso musical y lúbrico, y se hunde en el río su divino cuerpo de ámbar y de raso, y plasman sus labios el reír sombrío de los miserables que mueren de frío. ¡Fue su último baile! Un filo de hielo, igual que un alfanje de blanco cristal, segó su cabeza. Caía del cielo la nieve como una losa funeral. ¡oh, princesa extraña, perversa y artista; ya sus locas danzas no trenzará nunca! ¡Rueda por el hielo su cabeza trunca como la cabeza de Juan el Bautista! Las dos primeras estrofas contienen descripciones de la princesa judía en las que, como un elemento recurrente, aparece la mención a su cabello rubio. La fuente más probable es, 163 como cita el propio poeta, una obra de Tiziano («Blonda como el trigo, la pinta el Tiziano») que posiblemente sea la que se halla en el Museo del Prado. La pertenencia de este lienzo a la colección real española está documentada desde el siglo XVII, por lo que es muy posible que Carrere la viera en el Prado. Dicho cuadro muestra a una Salomé cuyos cabellos rubios están recogidos y adornados con pedrería. El peinado, al igual que la vestimenta, obedece a la moda renacentista, por lo que nos encontramos ante una recreación pictórica delibera- damente anacrónica que no corresponde a la voluntad historicista y fabuladora de Carrere. Tampoco parece que, aparte del color de sus cabellos, Carrere adoptara más rasgos de este cuadro: el rubí que en el poema «fulgía sangriento en su mano» no aparece en este cuadro de Tiziano ni tampoco en su otro desarrollo del mismo tema, la Salomé de la Galleria Doria Pamphili, que tanto gustara al parnasiano José María de Heredia186. También rubia es la Herodías de Mallarmé, en este caso como símbolo de esterilidad: Le blond torrent de mes cheveux immaculés Quand il baigne mon corps solitaire le glace D’horreur, et mes cheveux que la lumière enlace Sont immortels. O femme, un baiser me tûrait Si la beauté n’était la mort....187 Je veux que mes cheveux qui ne sont pas des fleurs À répandre l’oubli des humaines douleurs Mais de l’or, à jamais vierge des aromates, Dans leurs éclairs cruels et dans leurs pâleurs mates, observent la froideur stérile du métal, Vous ayant reflétés, joyaux du mur natal, Armes, vases depuis ma solitaire enfance188. En este caso, el planteamiento de cabello dorado también presenta similitudes con el ideal planteado por Baudelaire en el poema XXVII de sus Fleurs du mal: Où tout n’est qu’or, acier, lumière et diamants, Resplendit à jamais, comme un astre inutile, La froide majesté de la femme stérile189. 186 fascinado por una obra que posiblemente había contemplado en la Galleria Doria Pamphili, Heredia enviaría a Mallarmé una reproducción de dicha pintura en diciembre de 1865 (Jean-Luc Steinmetz, «Heredia et Mallarmé. Une amicale compréhension», en yann Mortelette (ed.), josé-Maria de Heredia, poète du Parnasse, París, Presses de l’Université Paris - Sorbonne, 2006, pp. 57-68, especialmente pp. 59-60). 187 Stéphane Mallarmé, Herodías (Ed. bilingüe de Antonio y Amelia Gamoneda), Madrid, Abada Editores, 2006, pp. 40-41. 188 Stéphane Mallarmé, op. cit., pp. 44-45. 189 Charles Baudelaire, Las flores del mal. Ed. bilingüe de Alain Verjat y Luis Martínez de Merlo. Madrid, Cátedra, 1991, pp. 156-157. 164 Carrere traza distintas imágenes en relación con los cabellos rubios de Salomé: era «más do- rado que su manto real», «lo mismo que una llama viva» y su danza es descrita como «una serpiente dorada y lasciva»: lo suntuoso, la pasión (fuego) y la ya habitual comparación con la serpiente protagonizan un cromatismo dorado al que se añade, en la siguiente estrofa, el rojo de un rubí, el violeta de las ojeras (un apunte indudablemente decadentista) y el blanco de los pies (semejante al que aparece en la obra de Wilde). Posteriormente se describirán sus ojos verdes y, como comparación a este colorido espléndido y deslumbrante, el poeta anota la poca fortuna de su destino: muerta su madre y su padrastro, Salomé vaga «como una pálida sombra mendicante». Envejecida, pobre y errante, Salomé sin embargo mantiene sus cabe- llos rubios y su afición por la danza. Carrere describe cómo la antaño «vesánica princesa» baila, en una especie de demencia, sobre un río helado. La placa de hielo se quiebra y Sa- lomé cae al agua. Empieza a congelarse y «un filo de hielo, / igual que un alfanje de blanco cristal, segó su cabeza». Mientras tanto, la nieve cae sobre ella, «como una losa funeral». Es significativo el modo en que Carrere narra tan macabro suceso con un vocabulario deli- cado y casi parnasiano. Los últimos pasos de Salomé danzante son descritos como un andar «musical y lúbrico», su cuerpo como «de ámbar y de raso» (nuevamente en una referencia a la isotopía del lujo). En una última e inquietante imagen (que, por otro lado, tal vez resul- te redundante), el poeta escribe que su cabeza rueda por el hielo «como la cabeza de Juan el Bautista», atribuyendo definitivamente el significado simbólico que impregna todo este poema. Es destacable que Carrere la defina como una«princesa extraña, perversa y artista», principalmente por el último atributo, que puede entenderse tanto como una referencia a su habilidad como bailarina, como a su crueldad y belleza como una forma de arte. El poema de Carrere responde, en su temática, estilo y vocabulario, al decadentismo finise- cular. En él la figura de Salomé es la recreación de un personaje en declive y a la deriva que, sin embargo, mantiene su carácter mágico, evocador y fascinante. La presencia obsesiva de la cabellera rubia subraya el valor simbólico del poema, que se nutre también de las múltiples referencias a la danza (es la única acción que lleva a cabo Salomé a lo largo de todo el poema) y de la concisión con que es narrada. 2.6.2. «LA muerte de sALomé» de rubén dArío Tampoco Rubén Darío renunció a tomar la muerte de Salomé como pretexto literario para uno de sus relatos que, titulado «La muerte de Salomé», aunque publicado por primera vez en 1891, apareció recogido en el volumen Primeros cuentos de sus Obras Completas190. El relato está dividido en tres capítulos. El primero es una suerte de prólogo, en la que el narrador advierte que «La historia a veces no está en lo cierto», e invita a desconfiar de lo 190 Rubén Darío, Primeros cuentos. Madrid, Biblioteca Rubén Darío, 1930, pp. 173-178. 165 histórico en favor de lo legendario, en un claro alegato de defensa de la imaginación y lo fabuloso. Por otro lado, introduce la historia afirmando tratarse de la traducción hecha por un «sabio sacerdote» «de un pergamino hallado en la Palestina, y en el que el caso estaba descrito en caracteres de la lengua de Caldea191». Este tipo de introducción no es sólo un elemento frecuente en la literatura de la época, que recurría abundantemente a traducciones y manuscritos encontrados como elementos dinamizadores de la acción, sino un recurso empleado también, curiosamente, por Apollinaire en su ya citado relato «La danseuse», publicado en 1910, como muestra el siguiente fragmento: Hace un tiempo leí en un viejo autor este relato, auténtico o legendario, de la muerte de Salomé. No he adornado el cuento con palabras hebreas ni descrip- ciones exactas de las vestimentas ni del palacio, sofisticaciones éstas que hubiesen dado al relato ese color local tan apreciado actualmente. A decir verdad, mi igno- rancia me hubiese impedido hacerlo, y he conservado inclusive los nombres que mis personajes llevan en nuestros evangelios192. Si Apollinaire emplea el humor, la ironía y lo grotesco como medio de despojar de trascen- dencia a un relato que se ha presentado como solemnemente verídico, Darío lleva a cabo esta misma operación a través de algunos destellos estéticos propiamente modernistas que desmienten el arcaísmo esperable de un texto antiguo y ancestral. Sin ir más lejos, el capítulo II (la historia propiamente dicha) comienza mencionando a «Salomé, la perla del palacio de Herodes», en una metáfora que remite a la isotopía de lo suntuoso y, además, de la blancura nacarada tan cara a las representaciones modernistas de este personaje. La historia está con- tada de modo sucinto, pero Darío se detiene, sin embargo, en algunas cuidadas descripciones de gusto modernista. Encontramos menciones musicales (Salomé baila una danza romana con arpas y crótalos), florales (las rosas que un mancebo deshoja a sus pies) y ornamentales (la copa «dorada y cincelada» de Cayo Menipo). Tras narrar el desenlace (la decapitación del Bautista), el narrador afirma que, contra lo que se cree (versión en la que se inspira, por ejemplo, el poema de Carrere comentado más arriba), Salomé no murió con la cabeza se- gada por el hielo, sino de otro modo que relata en el capítulo III, la parte central del relato. Lo narrado es lo siguiente: después del festín, Salomé se dirige a su alcoba y se tiende en el lecho, donde de repente nota un sofoco y pide a sus esclavas que le quiten todas las joyas que luce. Sin embargo, al tratar de quitarse una serpiente de oro que lleva a modo de collar, la serpiente empieza a oprimirle el cuello y la decapita, quedando la cabeza de la princesa junto a la de su víctima, el Precursor. 191 Rubén Darío, op. cit., pp. 173-174. Darío también incorpora este procedimiento al micorrelato lírico Palimpsesto, que se abre con la cornice del hallazgo de un manuscrito en dialecto eolio (Rubén Darío, Obras Completas I. Poesía, ed. Julio Ortega, Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2007, pp. 212-216). 192 Guillaume Apollinaire, op. cit., p. 87. 166 Es significativo el empleo del vocabulario elegido por Darío para este breve relato, que abun- da en términos cromáticos y relacionados con la riqueza y el lujo: el lecho de marfil soste- nidos por cuatro leones de plata, las esclavas etíopes, la tela púrpura que la cubre, el plato áureo donde está la cabeza de Juan, los brazaletes y el collar en forma de serpiente. En cuanto a los colores, el repertorio es el ya tradicional de blanco, púrpura, negro y oro. Sin embargo, es necesario dedicar unas líneas a dos elementos zoomorfos de importante valor simbólico. Ambos pertenecen a la esfera de lo lujoso: unos leones de plata, y la fatal serpiente de oro con ojos de rubí. Los leones son, como ya se ha tratado ampliamente, símbolos de San Juan Bautista, que muere a petición de Salomé. La serpiente es el animal característico de la femme fatale, tradición que procede de la figura de Lilith y del relato del Génesis bíblico193. Aquí, significativamente, se trata de una serpiente de oro con ojos de rubíes, sugiriendo la mirada roja posibilidades sobrenaturales (incluso infernales) que se verán realizadas en el es- tremecedor final. Si consideramos que Salomé es, bailando, una serpent qui danse, en términos baudelaireanos, su muerte a manos de una serpiente demoníaca implica un castigo por su crimen, muriendo también a manos de otra serpiente, y del mismo modo que el Bautista, es decir, con la cabeza decapitada. Se trata, por tanto, de una solución original y de gran fuerza simbólica surgida de la imaginación de Darío y sugerida, probablemente, por la tradición que atribuye a Salomé una espantosa muerte por decapitación. Los textos de Emilio Carrere, Rubén Darío y, tangencialmente, Guillaume Apollinaire, muestran que la fascinación por la historia de la princesa judía en el fin de siglo rebasaba la recreación del famoso episodio de la danza y, en una operación de marcado gusto decadente, se extendía a una muerte que, como su vida, se imaginaba macabra y magnífica. La delec- tación algo morbosa en este episodio cruel se carga de contradicciones, exquisiteces estéticas y complejas estructuras simbólicas que permiten una mayor amplitud de perspectivas que la ya reiterada reescritura del conflicto entre lujuria y ascetismo, crueldad y santidad que impregna la obra dedicada a la escena del baile de Salomé y la decapitación de Juan. Estos textos tienen carácter de rareza, de curiosidad literaria que, si bien puede resultar intrascen- dente, muestran el alcance ostentado en la época por una figura que cada vez reclamaba un desarrollo más literario y de mayor profundidad narrativa, psicológica y estética. Con este episodio, Salomé se aleja de las infinitas variaciones sobre la escena de su crimen (voluntario o involuntario, inocente o cruel, seductor o virginal, majestuoso o contemporáneo) y deja patente su capacidad de evocación en unos relatos de belleza sencilla y cruel. 193 También es necesario recordar que una serpiente es la causante de la muerte de otro conocido arquetipo de mujer fatal: Cleopatra, protagonista también de una amplísima tradición iconográfica que incluye pintores como Gustave Moreau o Alexandre Cabanel. Lo analizaremos en el tercer capítulo de esta tesis. 167 168 figura 34. federico Beltrán Massés, Salomé (1932) 169 2 . 8 . ENTRE jUDEA y PAR Í S : IMAGEN DE SALOMÉ EN EL ART DÉCO E SPAñOL Si bien hasta los primeros años del siglo XX las representaciones de Salomé y, por ende, de otras ilustres femmes fatales tuvieron una presencia ocasional en la pintura española, la segun- da década de dicho siglo vio una verdadera explosión de este tipo de temáticas en las artes plásticas de nuestro país. Nos referimos tanto a la pintura como, muy especialmente, a la ilustración en prensa, que coincidió con la generalización de un tipo de sensibilidad proce- dente del Modernismo tardío que, ya entrados los años veinte, recibiría la denominación de art déco194. En España, la estética art déco llegará de mano de artistas como Federico Beltrán Massés o Hermenegildo Anglada Camarasa, radicados en París y sumergidos en el ambiente de vanguardia creativa europea. Dicha influencia sería más perceptible tras el estallido de la Pri- mera Guerra Mundial, cuando Madrid se convirtió en lugar de paso de las grandes fortunas europeas en su camino hacia el exilio americano y la alta sociedad española tomó contacto con las nuevas formas de vida, de ocio y de indumentaria. Quizás el principal vehículo de difusión de esta nueva estética fue la prensa ilustrada: El más puro art déco está íntimamente relacionado en España con la ilustración 194 El término art déco empezó a utilizarse de manera corriente a partir de la Exposición de Artes Decorativas celebrada en París en 1925, lo que no implica que dicho estilo naciese en esa fecha. Como afirma Javier Pérez Rojas (Art déco en España, Madrid, Cátedra, 1990, p. 14), «bastantes artistas hispanos practicaban un arte afín más de diez años antes, si bien el certamen francés lo populariza en la arquitectura y pone de moda las decoraciones geometrizantes, «cubistas», pero en pintura, escultura o en la ilustración gráfica no se puede hablar de art déco como algo emanado de la Exposición de 1925». Entre las monografías más destacadas dedicadas a analizar la evolución y alcance de este movimiento artístico y decorativo se encuentra el catálogo de joão Carvalho Dias, Art Deco 1925, Lisboa, Museu Calouste Gulbenkian, 2009, y el más reciente, publicado con ocasión de una amplia exposición madrileña: Tim Benton, Manuel Fontán del Junco y María Zozaya (eds.), El gusto moderno. Art déco en París 1910-1935, Madrid, Fundación Juan March, 2015. 170 gráfica hasta el punto de que en muchas ciudades las artes gráficas constituyen una auténtica avanzada artística195. El nacimiento de publicaciones como La Esfera (1914-1931) marca la difusión entre el pú- blico de este novedoso formato de expresión artística. En sus páginas, junto a artículos di- vulgativos y literarios, toda una generación de ilustradores labraba lo que sería considera- do por los especialistas como «El momento áureo de la Ilustración Gráfica Española196». Junto a las imágenes que mostraban el refinamiento y la elegancia de las nuevas formas de vida, los ilustradores de la época adoptaron asimismo campos temáticos que procedían del Modernismo, insuflándoles una nueva vida, más audaz y extrema en términos visuales. Tal es el caso de los motivos orientalistas y decadentes, como la mujer fatal, que cobraron una inusitada vitalidad durante estos años, constituyendo un patrimonio gráfico que hasta fechas muy recientes no ha sido recuperado. En las siguientes páginas analizaremos algunas representaciones de Salomé surgidas en el contexto del art déco español. En primer lugar prestaremos atención a la obra pictórica de Federico Beltrán Massés, que dedicó tres de sus lienzos más importantes a una Salomé do- tada de una rabiosa modernidad. A continuación, estudiaremos una serie de ilustraciones aparecidas en la prensa periódica entre 1912 y 1927, y que plantean interesantes visiones de la bailarina bíblica, desde el modernismo casi prerrafaelita de Ángel Vivanco hasta la van- guardia compositiva de Isidoro Guinea o el chic parisino de Federico Ribas. Salvo algún caso excepcional, la recuperación crítica de estas imágenes es una tarea pendiente, por lo que este trabajo, además de un estudio de la presencia en ellas de la figura de Salomé, supone una reivindicación de su relevancia artística e histórica. 2.8.1. unA densA sensuALidAd AzuL: LAs sALomés de Federico beLtrán mAssés La figura de Federico Beltrán Massés (1885-1949) ha sido objeto, en fechas recientes, de una merecida labor de recuperación después de que su obra haya permanecido durante décadas en un silencio casi completo por parte de los ámbitos crítico y expositivo197. De este modo, el 195 Javier Pérez Rojas, op. cit., p. 67. 196 Así lo califica Javier Pérez Rojas en Art déco en España (Madrid, Cátedra, 1990). 197 Apenas encontramos referencias a federico Beltrán Massés con anterioridad a 1990, cuando javier Pérez Rojas le dedicó algunas páginas en El art déco en España, Madrid, Cátedra, 1990. Casi una década después, Lola Caparrós Masegosa le dedicaba un capítulo en su imprescindible ensayo sobre la pintura española finise- cular, Prerrafaelismo, Simbolismo y Decadentismo en la pintura española de Fin de Siglo, Granada, Universidad de Granada, 1999, pp. 230-242. En la actualidad disponemos de dos buenos catálogos dedicados a su obra. El pri- mero es vv.AA., Federico Beltrán Massés, fundación Manuel Ramos Andrade, Salamanca, 2007, y se publicó con motivo de una exposición estrenada en el Museo Art Nouveau y Art Déco Casa Lis de Salamanca. El segundo, que incluye un notable conjunto de ensayos y abundante documentación visual y hemerográfica, es la fuente más completa y actualizada de que disponemos: joan Abelló (ed.), federico Beltrán Massés. Castizo cosmopolita, Madrid / Barcelona, Real Academia de Bellas Artes de San fernando / Reial Cercle Artístic de Barcelona, 2012. La elaboración de un catálogo razonado de su obra es aún una tarea pendiente que está acometiendo la estu- 171 público ha tenido acceso a la fuerza visual y temática que presentan las obras del que fuera uno de los pintores españoles más afamados y prestigiosos del período de entreguerras. La obra de Beltrán Massés puede ser enmarcada estilísticamente entre el simbolismo, el mo- dernismo y el art déco y, como tal, se encuentra dedicada casi exclusivamente a la figura femenina, tanto en retratos de personalidades de la alta sociedad como en pinturas de gus- to orientalista que recrean en clave modernista diversos episodios históricos o legendarios. Como era de esperar, Salomé no podía faltar en el corpus pictórico de Beltrán Massés. Era un tema que ofrecía al pincel del artista «sensualidad, seducción, orientalismo y la desnudez de la mujer como mejor argumento plástico198» y, de hecho, son al menos tres las obras que el pintor dedicó a esta figura. La primera obra de Beltrán Massés que centrará nuestra atención es, precisamente, una de sus creaciones más celebradas. Se trata de una magnífica pintura que lleva por título Salomé diosa María Antonia Salom de Tord, responsable asimismo del legado del pintor.. 198 Pedro Pérez Castro, «Salomé en la pintura de federico Beltrán Massés», en vv.AA., Federico Beltrán Massés, Salamanca, fundación Manuel Ramos Andrade, 2007, pp. 9-11. Figura 35. Federico Beltrán Massés, Salomé (1918) 172 y que fue pintada en 1918. Tanto el tratamiento del tema como los recursos pictóricos em- pleados presentan una gran modernidad y originalidad que las distancia de otras representa- ciones de la época. Este óleo recrea el instante en el que, después de la decapitación, Salomé recibe la cabeza del Bautista y se sume en la desesperación ante el reconocimiento de su cri- men. En un escenario nocturno –al fondo se ve un cielo de un profundo azul oscuro plagado de estrellas–, la figura de Salomé ocupa una posición absolutamente central, alineada en el eje diagonal del cuadro y formando un atrevido escorzo que sugiere un instante de éxtasis o de dolor. Salomé está desnuda, recostada sobre un grupo de lujosos cojines, adornada tan sólo con pulseras en las muñecas y ajorcas de oro y pedrería ciñendo sus muslos. Su cuerpo resplandece, dramáticamente iluminado por una luz blanca que desvela sombras azules en su piel y que establece un radical contraste lumínico con el resto de la escena, en penumbra. Es, por lo tanto, un fiel reflejo de los mayores logros estéticos de Beltrán Massés, descritos por José Francés del siguiente modo: «En Federico Beltrán se encuentra precisamente todo lo contra- rio: exaltación optimista, sensual complacencia de interpretar desnudos y paisajes espléndidos, y telas y joyas, y cielos encantados por la magia azul de las noches serenas, ¡oh! Esto sobre todo. Podríamos llamarle «pintor enamorado de la noche»199 A su lado, un esclavo le ofrece una bandeja dorada donde reposa la cabeza del Bautista, de la que apenas podemos ver la parte inferior, ya que los ojos se encuentran velados por la som- bra que proyecta sobre ellos el cuerpo del esclavo. La hábil utilización de luces y sombras, la exquisita disposición de los elementos o el dramático empleo del color, con una paleta cro- mática basada casi exclusivamente en el azul y el amarillo200, son factores que deshumanizan la escena y que dan a Salomé un aspecto sobrenatural. Todo esto no pasó desapercibido a los espectadores de su tiempo, que se deshicieron en elogios hacia esta muestra del talento del joven pintor, como bien ilustra este comentario de Antonio de Hoyos y Vinent, ejemplo de novelista interesado por el arte y autor ocasional de críticas de arte: Hay en ella una sensualidad tan densa, tan atormentada, tan violenta, que la figu- ra de la hija de Herodías deja de ser una mujer y se convierte en un símbolo de co- sas eternas, horrendas y escalofriantes. Parece que los grandes maestros italianos han prestado a Federico Beltrán sus pinceles para trazar la perfección de la figura femenina, el bello trágico de la cabeza de Juan el Bautista, y la atlética escultura del negro, para trazar, en fin, este cuadro admirable, que señala un renacimiento no sólo en la pintura española, sino en el arte actual201. 199 josé francés y Antonio de Hoyos y vinent, Federico Beltrán Massés, Madrid, Estrella, 1923, p. 20. 200 Este empleo del azul como base cromática para la representación del cuerpo desnudo emparenta esta obra de Beltrán con una de las más célebres representaciones pictóricas de la bailarina hebrea: el lienzo, titulado Salomé, que pintó en 1906 el artista alemán franz von Stuck, y que es, sin duda, una de las Salomés más fascinantes surgidas en el ámbito de la pintura simbolista europea. 201 josé francés y Antonio de Hoyos y vinent, Federico Beltrán Massés, Madrid, Estrella, 1923, p. 37. 173 La sensualidad del cuerpo desnudo ofrecido al espectador despertó la fascinación de otros críticos, como el escritor y diplomático Luis Doreste, que describía así esta pintura tras una visita al taller parisino de Beltrán: ¡Salomé! Sus carnes se estremecen sensualmente ante nuestros ojos en un dibujo escultórico y un colorido espléndido de verismo; los muslos se afirman con una lujuria serena; el torso va aromándose de una poética espiritualidad; el brazo cae blandamente desmayado sobre el pecho que parece vibrar tiernamente, y el rostro mágico se contrae en un gesto de desolación y repugnancia ante la cabeza macabra del Bautista que el hercúleo y magnífico esclavo le ofrece prosternado y consternado. La dualidad psicológica de esta creación es un acierto formidable, y el cuadro tiene la seducción suprema de las obras que alientan con olor de Eter- nidad202. Parece natural que un desarrollo tan abiertamente erótico del asunto bíblico suscitara los recelos del sector más conservador del mundo artístico. No obstante, en 1929, once años des- pués de su ejecución, esta pintura fue expuesta en las New Burlington Galleries, en Londres, en el contexto de una exposición individual destinada a este artista que ya era un retratista habitual de la alta sociedad europea. Salomé fue considerado excesivamente escandaloso, y fue retirado de la sala el mismo día de la inauguración, aunque fue restituido a su lugar al día siguiente203. El perjuicio para el prestigio de Beltrán Massés fue mínimo y, como suele ser habitual, su popularidad aumentó exponencialmente: se vendieron más de doce mil re- producciones de la obra censurada, y se publicaron ciento noventa y dos artículos sobre el asunto en prensa de todo el mundo204. No sería ésta la única ocasión en la que Beltrán Massés convertiría a Salomé en la prota- gonista de sus cuadros. Existen al menos dos obras adicionales. La más conocida de ellas es un lienzo titulado igualmente Salomé, perteneciente a la Colección del Museo Art Nouveau y Art Déco de Salamanca (Fig. 34). Fue pintado en 1932 y su tratamiento del tema reviste un menor dramatismo. Es un retrato de medio cuerpo de una mujer con el torso desnudo, presumiblemente Salomé en el momento de iniciar su baile. Se trata de una imagen de gran belleza, en la que la palidez del cuerpo pintado en la obra de 1918 ha sido sustituida por un tono moreno que dota de una innegable dimensión carnal a Salomé. La protagonista de la escena está ataviada con joyas y con un lujoso manto que sostiene en sus antebrazos. Al igual que sucedía en el otro cuadro, su cuerpo está iluminado y deja el fondo sumido en la oscuridad. Tan sólo el rostro atribulado del Bautista, sosteniendo una cruz de cañas –un 202 Luis Doreste, «Crónicas parisienses: Una visita a Federico Beltrán», Cosmópolis, XII, septiembre de 1921, p. 555. 203 «Salomé, el maravilloso cuadro de Federico Beltrán Masses que ha escandalizado a Londres», Heraldo de Madrid, 29 de junio de 1929, p. 16. 204 Pedro Pérez Castro, op. cit., p. 11. 174 anacronismo, si consideramos que el episodio de la decapitación del Bautista tiene lugar an- tes de la crucifixión de Cristo– se destaca en la zona derecha inferior del cuadro, quedando empequeñecida ante la altivez de la figura femenina, que exhibe su belleza indiferente a los anatemas del profeta. Exceptuando el cuerpo de Salomé, en tonos ocres, el resto del cuadro ostenta el mismo azul petróleo que dota a las obras de Beltrán Massés de un sello cromático inconfundible. Afirma Pedro Pérez Castro que la modelo para este lienzo bien pudo ser Marie Antoinette de Rothschild, una clienta habitual del taller de Beltrán Massés, que, por ejemplo, posó atavia- da como una princesa india en un retrato de los años treinta205. En cualquier caso, la mujer que protagoniza la Salomé de 1932 ostenta un tipo de belleza plenamente contemporáneo, apreciable, por ejemplo, en el maquillaje que luce. El pincel de Beltrán Massés se recrea aquí en la belleza sensual del cuerpo, expuesto al espectador de manera frontal en una actitud ciertamente provocadora y cargada de un erotismo que traduce a la perfección el espíritu cosmopolita, fantástico e innegablemente moderno de la pintura de Beltrán Massés. Por último, centraremos nuestra atención en otro lienzo, esta vez firmado en 1934 y titulado, significativamente, Salomé en éxtasis (Fig. 36). Nuevamente encontramos el cromatismo noctur- no y azulado de las pinturas que ya hemos analizado, aunque en esta ocasión la composición es muy diferente. El espacio está ocupado por dos figuras humanas. En la parte izquierda del lienzo, San Juan Bautista es retratado como un hombre místico, demacrado y consumido por la ascesis. Un manto blanco le cubre la cabeza y cae sobre sus hombros. Sus manos están elevadas, en posición vertical, y una de ellas, en una alusión a la vida supra terrenal, señala al cielo. Con los ojos cerrados, no presta atención a Salomé, que, semidesnuda, cubierta sólo por un transparente manto azulado, se encuentra a su lado, con la cabeza apoyada en su hombro, mirándole fascinada. No cabe duda de que esta pintura podría representar el diálogo entre Salomé y Iokanaán en la obra de Wilde, ya que también allí el profeta rechaza mirar a la princesa hebrea. Especial atención merece la figura de Salomé que, al igual que sucedía en las otras dos obras analizadas hasta ahora, se encuentra destacada por un foco de luz blanco –¿quizás la om- nipresente luna que menciona Wilde?– sobre un fondo azulado. Salomé presenta, esta vez, la caracterización arquetípica de la mujer fatal: piel pálida, sensuales labios rojos, y mirada obsesiva enmarcada por unos párpados densamente sombreados. Debemos reparar también en sus ojos, que brillan de un modo casi sobrenatural en la sombra que invade la zona supe- rior de su rostro. Espectral y vampírica, aunque sus valores plásticos no son tan obvios como los correspondientes a los dos otros lienzos que hemos analizado, la protagonista femenina de Salomé en éxtasis es, quizás, la más abiertamente fatal de las Salomés pintadas por Beltrán 205 Pedro Pérez Castro, op. cit., p. 11. 175 Massés. La rotundidad de su deseo, la naturaleza algo cadavérica de su belleza y el brillo as- tarteo de su mirada la sitúan en un lugar destacado dentro de las representaciones pictóricas de Salomé en el ámbito hispánico. 2.8.1.1. unA écFrAsis de ArmAnd godoy En 1926, el poeta de origen cubano Armand Godoy dio a la imprenta un álbum que con- tenía tres sonetos acompañados por reproducciones en fototipia de tres obras pictóricas de Federico Beltrán Massés206. Este opúsculo, lujosamente editado, da testimonio de la inquie- 206 Armand Godoy, Tryptique. La Maya Maudite. Salomé. Vers les étoiles. Trois poèmes d’Armand Godoy. Illus- trée de trois tableaux de D. Beltran Masses. Préface de Camille Mauclair en fac-similé. París, Impr. Daniel jacomet, 1926. Durante el trabajo de investigación llevado a cabo durante la redacción de esta tesis doctoral, no hemos podido constatar que dicho poema fuese incluido en posteriores poemarios o antologías de la obra de Godoy. No obstante, resulta pertinente mencionar que el primer cuarteto de este soneto aparece reproducido en el breve artículo que encabeza el principal catálogo dedicado a federico Beltrán Massés hasta la fecha: Pedro Pé- rez Castro, «Salomé en la pintura de federico Beltrán Massés», en vv.AA., Federico Beltrán Massés, Salamanca, fundación Manuel Ramos Andrade, 2007, pp. 9-11. figura 36. federico Beltrán Massés, Salomé en éxtasis (1934) 176 tud plástica que animaba la producción temprana del poeta cubano. En esa fecha, Armand Godoy se encontraba al inicio de una carrera literaria que se materializaría en numerosos poemarios y en un cierto prestigio durante las décadas venideras. En 1926, Godoy apenas había publicado un brevísimo volumen digno de mención, À José-Maria de Hérédia. Sonnets207, que vio la luz un año antes y que, como su nombre indica, se encontraba expresamente ubicado bajo la influencia de la figura tutelar del Parnasianismo. Como el propio Godoy, Heredia era un autor cubano que decidió desarrollar su obra poética empleando la lengua francesa como vehículo expresivo, y que, lejos de las inquietudes políticas y sociales de otros escritores coetáneos, se había entregado al cultivo de formas poéticas de marcado tono cul- turalista y aristocrático. Respecto a Godoy, aunque sus obras más conocidas serían poste- riores, y estarían encuadradas en el ámbito de la poesía simbolista de inspiración mística y católica208, los poemas que compuso en esta temprana fecha –temprana respecto a su carrera literaria, que comenzó en una cronología algo tardía, cuando ya había pasado la cuarente- na– estuvieron asociados a una cierta fascinación intelectual y estética por el universo lírico de Charles Baudelaire, y a un considerable interés por la relación entre poesía y pintura que no le abandonaría nunca209. El poema del que ahora nos ocupamos es un soneto ecfrástico estrechamente vinculado con la obra pictórica a la que se refiere, el espléndido lienzo titulado Salomé que Federico Beltrán Massés había pintado en 1918 (Fig. 35). En la disposición original de las láminas que compo- nían este singular álbum, dicho poema quedaba enfrentado directamente a la reproducción pictórica del cuadro, subrayando la vinculación indiscutible entre ambas obras y favorecien- do una experiencia que combinara la lectura del soneto con la contemplación de la imagen. El soneto lleva por título Salomé y se encuentra introducido por una cita de oscar Wilde («Il n’a rien au monde d’aussi rouge que ta bouche…») que preludia la importancia que la 207 Armand Godoy, A José-Maria de Heredia, sonnets, Lemerre éditeur, París, 1925. 208 A día de hoy, la literatura crítica a disposición del lector acerca de la obra de Armand Godoy se centra principalmente en su obra de inspiración religiosa, que constituye la parte más significativa de su pro- ducción literaria. La monografía más detallada es el libro de Joseph Boly, Armand Godoy: poéte cubain de langue française, París, Nouvelles Éditions Latines, 1974. Asimismo, existen varios ensayos que analizan su obra desde una perspectiva marcada por la religiosidad. Podemos mencionar los siguientes títulos: Carlos Deambrosis Martins, La poesía de Armando Godoy, Madrid, Iberia, 1933; Pietro Settimo Pasquali, Armand Godoy, París, Milán y Lausana, Éditions Romanes, 1933; Carlos Deambrosis Martins, Armando Godoy, poeta francés, Santiago de Chile, Editorial Ercilla, 1935; León Côte, Un grand poète catholique, Armand Godoy ou L’ascension d’une âme, París, E. Vitte, 1936; André Devaux, Armand Godoy: poète catholique, París, Au Sans Pareil, 1936; Emile Schaub-Koch, Ar- mand Godoy, París, Albert Messein, 1938; Anne fontaine, Armand Godoy, París, Grasset, 1959. Debido al carácter minoritario del poema que ahora analizamos, aparecido en una edición de pequeña tirada, las alusiones a dicho soneto son prácticamente inexistentes. 209 Como muestra de la persistencia del interés por la literatura ecfrástica en una etapa más avanzada de la carrera literaria de Armand Godoy, no podemos dejar de mencionar el libro Le Poème de l’Atlantique (París, Bernard Grasset, 1938), dedicado a una serie de lienzos que el pintor canario Néstor Martín fernández de la Torre realizó entre 1913 y 1926. Resulta llamativo que el poeta cubano dedicara una obra a retratar literaria- mente un conjunto de pinturas que presentan un inequívoco aliento erótico. 177 célebre obra dramática tendrá en este poema. El rastro del desarrollo wildeano del episodio bíblico es decisivo a la hora de enjuiciar muchos de los elementos presentes en este texto que ya, sin más dilación, procederemos a analizar. SALOMÉ La tête renversée en arrière, telle une nymphe qui sent tout près le satyre brutal, Salomé tremble et rit devant ce chef fatal dont le regard n’a plus d’amour ni de rancune. Elle aurait pu calmer l’ardeur de sa peau brune dans la citerne, sous la trappe de métal, aux sons de cette voix pure comme un cristal, au contact de ce corps chaste comme la lune. Tout cela fut tranché d’un seul coup de couteau ! Mais elle voir encore briller sur le plateau le feu mystérieux où sa chair se consume, Et sa bouche s’entr’ouvre humide de désir pour goûter à jamais le long baiser posthume des lèvres rouges que la mort n’a pu pâlir.210 Comienza el poema con una alusión directa a la composición del cuadro: Salomé aparece con «la cabeza echada hacia atrás» en una postura de cierta ambigüedad. Resulta pertinente recordar que, en la pintura de Beltrán Massés, el punto de vista elegido por el autor impi- de observar con claridad el rostro de la figura femenina, y esta omisión genera una cierta confusión. Salomé podría estar lamentándose ante la tragedia que ha desencadenado, pero tampoco sería correcto descartar la posibilidad de que el suyo fuera un gesto de placer, de dicha o, incluso, de éxtasis sexual. Godoy refleja esta misma ambigüedad y caracteriza a Sa- lomé como una mujer que «tiembla y ríe» en esta situación de indudable fatalidad, ante una cabeza inerte «cuya mirada ya no muestra amor ni rencor». En este punto comienzan las alusiones a la conocida obra dramática en un acto de oscar Wilde, donde resuenan palabras muy similares. Si recordamos, tras la decapitación, Salomé se mostrará sorprendida ante la ausencia de las violentas emociones que dominaban la mirada del profeta cuando aún estaba vivo: Mais pourquoi ne me regardes-tu pas, Iokanaan? Tes yeux qui étaient si terribles, qui étaient si pleins de colère et de mépris, ils sont fermés maintenant211. 210 «La cabeza echada hacia atrás, como una / ninfa que presiente la cercanía del sátiro brutal, / Salomé tiembla y ríe ante esta cabeza fatal / cuya mirada ya no tiene amor ni rencor. // Ella habría podido calmar el ardor de su piel morena / en la cisterna, bajo la trampilla de metal, / con el sonido de esta voz pura como el cristal, / al contacto con este cuerpo casto como la luna. // ¡Todo eso fue cercenado con un solo golpe de cuchillo ! / Pero ella todavía ve brillar sobre la bandeja / el fuego misterioso en el que su carne se consume. // y su boca se entreabre, húmeda de deseo, / para saborear por siempre el largo beso póstumo / de los labios rojos que la muerte no ha hecho palidecer». 211 Oscar Wilde, Salomé. Toulouse, Éditions Ombres, 1992, p. 86. 178 Asimismo, el poeta introduce una referencia de origen mitológico al comparar la figura del cuadro con «una ninfa que presiente la cercanía del sátiro brutal». Teniendo en cuenta que se trata del único elemento mitológico presente en el poema, no resultaría aventurado suponer que la función principal de esta mención es introducir la temática erótica ya en el segundo endecasílabo del poema. La figura de la ninfa también corresponde con la representación de Salomé en el óleo de Beltrán Massés, que muestra a una mujer desnuda en una postura que incide en la dimensión sexual: se trata de un desnudo que en la época fue considerado como escandaloso porque, mediante un atrevidísimo escorzo, situaba, en una posición totalmente central del lienzo, el sexo de Salomé. La mención al «sátiro brutal» no parece corresponder a la presencia de la cabeza del Bautista, que será presentado en versos sucesivos como un modelo de pureza y castidad. Tampoco resulta probable que Godoy se refiera al corpulento esclavo que le ofrece la cabeza del profeta en una bandeja, porque dicho personaje, aunque presenta una gran relevancia en esta representación pictórica, no es mencionado en ningún otro punto del poema, centrado exclusivamente en la relación entre Salomé y Juan, una relación de deseo frustrado que, en los últimos versos, adquiere tintes vagamente necrófilos. Como ya hemos adelantado, en este primer cuarteto tiene lugar una primera oposición entre las personalidades de los dos protagonistas de este episodio. Salomé es representada como una mujer objeto de violentas emociones («ríe y tiembla», v.3), mientras la cabeza decapi- tada del profeta muestra la serenidad propia de un difunto (su «mirada ya no tiene amor ni rencor», v. 4). Esta oposición entre erotismo y castidad, singularizada en la tensión existente entre estas dos figuras, se encuentra nítidamente desarrollada en el segundo cuarteto, que expone que Salomé «habría podido calmar el ardor de su piel morena» gracias a la paz que la presencia del Bautista inspira. El lugar de dicha unión vendría a ser «la cisterna, bajo la trampilla de metal» (v. 6); es decir, en el lugar donde Antipas tiene preso al díscolo profeta en la versión de la historia narrada por Wilde en su obra dramática. A partir de este punto, la recreación compuesta por Armand Godoy corresponde casi en su totalidad a elementos que ya están presentes en la obra wildeana. Así sucede en los dos endecasílabos que completan el segundo cuarteto, basados en una repetición anafórica y paralelística: aux sons de cette voix pure comme un cristal, au contact de ce corps chaste comme la lune. (vv. 7-8) Estas dos frases reavivan en la mente del lector, inevitablemente, el recuerdo de menciones presentes en la Salomé de Wilde. La voz del profeta es el primer elemento que atrae a la ca- prichosa princesa hebrea («Quelle étrange voix! Je voudrais bien lui parler»212) cuando la 212 Oscar Wilde, Salomé. Toulouse, Éditions Ombres, 1992, p. 27. 179 escucha desde la terraza del palacio. Por otro lado, la imagen de la luna con el atributo de «casta» se encuentra en el siguiente fragmento: Comme il est maigre aussi! Il ressemble à une mince image d’ivoire. On dirait une image d’argent. Je suis sûre qu’il est chaste, autant que la lune. Il ressemble à un rayon de lune, à un rayon d’argent. Sa chair doit être très froide, comme de l’ivoire…213 A la vista de estas similitudes, la relación entre ambos textos queda de manifiesto. Por otro lado, en el cuarteto que estamos analizando, la idea de frialdad, que en el texto de Wilde quedaba subrayada por elementos como la plata, el marfil o la afirmación de que «sa chair doit être très froide», también adquiere una gran relevancia a través de la presencia del metal o el cristal, que se presentan como un alivio al ardor de la «piel morena» de la bailarina. Resulta llamativo que Armand Godoy describa a Salomé como una mujer de piel morena en esta peculiar écfrasis, ya que uno de los elementos más singulares del cuadro de Beltrán es la cadavérica palidez de la bailarina, cuya piel blanca resplandece bajo la luna con reflejos azulados, y contrasta violentamente con la piel oscura del esclavo que se postra ante ella, e in- cluso con la tez cobriza de la cabeza del decapitado. Por ello, quizás podemos aventurar que Armand Godoy quiso llevar a cabo una inversión en clave simbolista del esquema cromático del lienzo de Massés. En este operación retórica, la piel pálida de la princesa se transforma- ría en oscura y ardiente, como reflejo de su naturaleza erótica y deseante. Al mismo tiempo, la piel bronceada del profeta, oscurecida por su exposición permanente al poderoso sol del desierto, se compara con la luna, cuya blancura vendría a ser una metáfora de la pureza y la castidad a las que también alude el poema. Los dos tercetos muestran un carácter más vinculado a lo narrativo, con una mención direc- ta, en el verso noveno, a la decapitación: «Tout cela fut tranché d’un seul coup de couteau!». A continuación, la acción regresa nuevamente al presente, y se centra de nuevo en Salomé, que, a pesar de haber logrado su objetivo, y de haber visto vengado su despecho, sigue obse- sionada por la mirada del difunto. Los dos versos que completan este primer terceto, («Mais elle voir encore briller sur le plateau / le feu mystérieux où sa chair se consume») presentan una cierta similitud con la recreación llevada a cabo por Henri Cazalis en el poema que dedicó a L’apparition de Gustave Moreau, y que ya hemos comentado en el capítulo corres- pondiente. En el soneto publicado por el poeta francés casi cuatro décadas antes, la aparición espectral de la cabeza ante una aterrorizada Salomé era sustituida por una obsesión que atormentaba a la princesa: la visión de «les grands yeux du mort dont la paix la surprit». El poema de Godoy, como hemos podido comprobar unas líneas más arriba, presenta asimismo la imagen de un profeta de mirada serena que perturba terriblemente a la sensual Salomé, 213 Oscar Wilde, op. cit., p. 32. 180 cuya carne «se consume» (v. 11). Esta referencia continúa el argumento iniciado en el verso 5 con la alusión al «ardor de su piel morena», y acentúa el carácter fatal de la sensualidad de la bailarina hebrea, una mujer dominada por el deseo de lo imposible y por una desatada pulsión erótica expresada mediante esta metáfora perteneciente a la isotopía de lo ígneo. Dicha pulsión llega a su clímax en el último terceto, cuyo argumento coincide también con el clímax de la conocida obra de Oscar Wilde: el instante en que Salomé, que ya ha recibido la cabeza seccionada del profeta, besa los labios del cadáver en un intento desesperado por consumar su pasión por el Bautista incluso después de la muerte. Es en este terceto donde el lenguaje empleado por Armand Godoy se impregna de erotismo para describir una escena no exenta de cierto gusto necrófilo e, incluso, vampírico: «Y su boca se entreabre, húmeda de deseo, / para saborear para siempre el largo beso póstumo / de los rojos labios que la muerte no ha podido hacer palidecer». Sorprende la delectación con la que el poeta retrata esta escena, que parece proceder tanto de la obra de Wilde como de The Climax (1894, fig. 101), la ilustración que Aubrey Beardsley le dedicó. El vocabulario se hace aquí profundamente erótico, como muestra la alusión a la boca «húmeda de deseo», con inequívocas connotaciones sexuales, o la elección del verbo «goûter» («saborear»), cargado de voluptuosidad e, incluso, de un cierto regusto vampírico, que queda acentuado por el último verso. La mención de los «rojos labios» es altamente significativa, ya que, en efecto, en la pintura de Beltrán Massés, la cabeza seccionada de San Juan muestra unos labios de un color rojo llamativamente intenso. ya hemos apuntado, en el análisis de la pintura, que dicho color es empleado de un modo puntual y muy significativo en la representación del cuerpo de Salomé, ya que sólo aparece en sus labios y en las puntas de sus senos. Por otro lado, tampoco podemos olvidar, una vez más, la influencia determi- nante de la obra de Oscar Wilde en este detalle. Basta con recordar un fragmento en el que Salomé, ante Iokanaan, y después de haber alabado la blancura de su cuerpo y la negrura de sus cabellos, se detiene en la contemplación del intenso color rojo de su boca: C’est de ta bouche que je suis amoureuse, Iokanaan. Ta bouche est comme une bande d’écarlate sur une tour d’ivoire. Elle est comme une pomme de grenade coupée par un couteau d’ivoire. Les fleurs de grenade qui fleurissent dans les jardins de Tyr et sont plus rouges que les roses, ne sont pas aussi rouges. Les cris rouges des trompettes qui annoncent l’arrivée des rois, et font peur à l’ennemi ne sont pas aussi rouges. Ta bouche est plus rouge que les pieds de ceux qui foulent le vin dans les pressoirs. Elle est plus rouge que les pieds des colombes qui demeu- rent dans les temples et sont nourries par les prêtres. Elle est plus rouge que les pieds de celui qui revient d’une forêt où il a tué un lion et vu des tigres dorés.214 214 Oscar Wilde, op. cit., p. 37. Ante estas líneas, acuden al lector las palabras que Mallarmé empleaba para describir el nombre de su Hérodiade, «ce mot sombre, et rouge comme une grenade ouverte» (Stéphane 181 Si tenemos en cuenta que dicho parlamento de Salomé termina con la famosa fórmula «Il n’y a rien au monde d’aussi rouge que ta bouche... Laisse-moi baiser ta bouche», que es asi- mismo la cita que encabeza el poema de Godoy, podemos considerar que la relación entre ambos textos es manifiesta. Entre estas dos obras literarias, publicadas con más de tres dé- cadas de diferencia, el óleo de Federico Beltrán Massés, ejecutado en una fecha equidistante entre ambas, sirve como vehículo para un singular caso de traducción intersemiótica de ida y vuelta que demuestra la estrecha relación entre la literatura y la pintura en esta época. Al mismo tiempo, un texto tan tardío como el de Godoy, publicado en una fecha ya muy avan- zada, demuestra la fuerte influencia que el texto wildeano seguía ejerciendo sobre las nuevas generaciones de escritores. Armand Godoy, en unos años que vieron la eclosión y el triunfo de las nuevas estéticas de vanguardia, se postula como poeta simbolista desde el inicio de su carrera, y recoge una herencia plástica, estética y erótica que bien pudo haber recibido a través del éxito teatral duradero de la obra de Wilde y de la ópera de Richard Strauss. De la obra pictórica de Beltrán Massés toma la densa atmósfera erótica y el énfasis en la sexualidad desatada de Salomé. Por último, no podemos olvidarnos de resaltar la crucial importancia que reviste el forma- to editorial elegido por Armand Godoy para publicar una de sus primeras obras poéticas. El Tryptique dedicado a Federico Beltrán Massés propone una experiencia literaria y visual simultánea y una interrelación explícita entre la fuente icónica y su proyección literaria. La elección del álbum de páginas sueltas sugiere una función decorativa que va más allá de la lectura y, en ese sentido, resulta muy significativo que el soneto se presente en una lámina suelta idéntica a la empleada como soporte para la reproducción a color de la obra pictórica. No es la obra pictórica la que se adapta al formato literario habitual –el libro–, sino la obra poética la que adapta un formato destinado habitualmente a la obra gráfica –el álbum de láminas sueltas, soporte habitual de grabados, ilustraciones y dibujos. Esta cuestión, por últi- mo, llama la atención una vez más acerca del empleo del soneto como forma idónea para la écfrasis y como equivalente literario a la obra pictórica215. Mallarmé, en carta a Eugène Lefébure del 18 de febrero de 1865). 215 Un estudio pictórico y poético más detallado de esta singular creación exfrástica puede encontrare en jesús Ponce Cárdenas y Carlos Primo Cano, «Armand Godoy o la écfrasis decadente», AnMal Electrónica, Nº. 32, 2012, pp. 321-352. 182 2.8.2. ángeL vivAnco El número 204 de la revista Por esos mundos, que vio la luz en 1912, incluía una traducción del poema narrativo Salomé, del portugués Eugenio de Castro. La primera página de dicha traducción, en la que se encuentran el título, el autor («Salomé. Poema portugués de Eugenio de Castro») y los primeros diez versos del poema, ofrece una ilustración y un atractivo diseño tipográfico fuertemente influidos por la estética modernista británica (Fig. 37)216. Su autor es Ángel Vivanco, un ilustrador y dibujante acerca del que conocemos pocos da- tos217. Además de colaborar en publicaciones como La Esfera y Volvntad –donde encontramos 216 Por esos mundos, 204, 1912, p. 36. 217 El manual de la profesora Lola Caparrós (Prerrafaelismo, Simbolismo y Decadentismo en la pintura española de Fin de Siglo, Granada, Universidad de Granada, 1999, p. 69) no recoge ningún dato biográfico y apenas señala tres de las ilustraciones que publicó en La Esfera entre 1915 y 1919, todas ellas de corte art déco. Tampoco la monografía de Javier Pérez Rojas menciona a este autor en el extenso capítulo que dedica a los ilustradores en activo en varias revistas de la época (Javier Pérez Rojas, op. cit., pp. 67-168). Sin embargo, la investigación llevada a cabo durante el proceso de redacción de esta tesis doctoral ha demostrado que, en las primeras décadas del siglo XX, ángel Vivanco era un dibujante de una cierta popularidad. Aparece frecuentemente mencionado junto a nombres tan conocidos como los de Penagos, Ochoa o Moya del Pino, figura 37. Ángel vivanco, Ilustración para Salomé de Eugenio de Castro, Por esos mundos, 204, 1912, p. 36. 183 sus obras más estilizadas-, colaboró con varias editoriales en el diseño y la ornamentación de obras de Valle Inclán o Rubén Darío. Su ilustración para la obra de Eugénio de Castro, que podemos ubicar en su producción temprana, muestra especiales características tanto por su inspiración literaria como por su maestría en el manejo de la monocromía. La página, delimitada por franjas ornamentales de motivos florales y abstractos que po- dríamos identificar con la primera etapa del modernismo inglés de inspiración historicista, se encuentra dividida en dos mitades por una franja horizontal. La parte superior de dicha composición corresponde a una ilustración, probablemente xilográfica, que muestra la dan- za de Salomé. En la parte inferior, enmarcando la caja cuadrada correspondiente al texto, encontramos también dos ornamentos verticales que muestran una complicada composi- ción geométrica. El título del poema, compuesto en grandes letras posiblemente dibujadas a mano –así lo atestigua la trama caligráfica de sus formas- se encuentra perfectamente armo- nizado en el conjunto, así como la tipografía en la que están compuestos los diez primeros versos del poema, de reminiscencias góticas. Todo ello nos sitúa ante una composición que bebe del modernismo historicista inglés. La ilustración, en la que centraremos nuestra atención a partir de ahora, muestra estas mismas influencias, aunque sustituye la rigidez de los principios geométricos por la sinuosidad del llamado modernismo lineal: claridad de líneas, marcada bidimensionalidad, asimetría, con- tornos fluidos y composición ornamental de la imagen218. Dicha concepción decorativa de la ilustración se ve subrayada por el propio formato de la imagen, que adquiere un efecto visual trapezoidal al estar enmarcado por dos colimnas laterales. En un jardín de estética grecolatina y mediterránea, delante de un palacio porticado, a ple- na luz del día, Salomé baila. Su figura, en primer plano, es la de una bailarina exótica cuya ropa orientalista contrasta con los atavíos clásicos –ropajes drapeados, togas y túnicas- de sus espectadores, hombres y mujeres que la observan, rodeándola, con muestras de placer. Uno de esos espectadores (¿Herodes?) destaca en el área derecha de la imagen, vestido de color oscuro y sosteniendo una copa. A su lado, ocupando un puesto central en la imagen, la ines- perada figura de un niño desnudo aparece sosteniendo una bandeja en alto. Su ambigüedad, subrayada por lo cimbreante de su postura –apoyado en la pierna derecha- y por su peinado, que remite a la escultura griega del periodo arcaico, resulta uno de los elementos más abier- y llegaría a ser conocido como uno de los principales ilustradores de la obra de valle-Inclán, concretamente de varios volúmenes contenidos en la Opera Omnia del polígrafo gallego editada por la Imprenta Helénica en 1916. Sin embargo, algunas de sus creaciones más originales y modernas, que recuerdan en cierto modo a la labor de Charles Ricketts por su maestría en el manejo de la tinta negra, se encuentran en la revista Volvntad, publicada entre 1919 y 1921, y en la que Vivanco colaboró asiduamente junto a los citados Ochoa y Moya del Pino. También es autor de numerosos diseños ornamentales destinados al ámbito editorial, y de una serie de dibujos alegóricos que se conservan en la Biblioteca Nacional de España. 218 Dichas características aparecen apuntadas por el profesor Robert Schmutlzer en su tratado sobre el Art Nouveau: El modernismo, Madrid, Alianza Editorial, 1977. 184 tamente decadentes de esta imagen que, en lo compositivo, no ofrece grandes transgresiones. Detrás de la mesa donde se está celebrando el banquete, cuatro figuras observan la escena desde un segundo plano, rodeadas por el fondo que ya hemos mencionado: elementos arqui- tectónicos y naturales que evocan los ideales de la civilización clásica y cuyos ecos neoheléni- cos contrastan con el aspecto orientalista de la bailarina. En el aspecto puramente plástico, resulta pertinente señalar que, a pesar de la tosquedad de algunos acabados –especialmente de los elementos ornamentales que rodean la ilustración principal-, la imagen presenta un notable sentido compositivo que tan sólo se ve afectado por un cierto abigarramiento. Sobre un fondo dotado de un ritmo claramente vertical –las columnas, los esbeltos árboles, los espectadores que permanecen de pie-, la serpentina figura de Salomé adquiere un protagonismo absoluto gracias a la fluidez de sus formas y al dinamis- mo, lleno de delicadeza, del velo cristalizado en pleno movimiento envolvente. Por otro lado, el empleo de líneas de distinto grosor –más gruesas en los contornos y más dé- biles en los pliegues- sugiere la familiaridad del artista con ciertos principios del modernismo lineal, como la llamada «línea belga» –en la que el movimiento se refleja a través de líneas paralelas que confluyen y se alejan para subrayar el volumen-. El mismo recurso es empleado en los ropajes drapeados del resto de personajes, en los que el contraste de grosores adquiere un valor muy significativo y aproxima la imagen a dos referencias visuales fundamentales para los artistas de la época: las xilografías tradicionales y las vidrieras góticas219. Todos estos elementos, que contribuyen a dotar de profundidad y de realismo a la composi- ción, sitúan a Vivanco –al menos al Vivanco de las primeras obras- en sintonía con la pintura victoriana de corte histórico y esteticista, lejos aún de la modernísima síntesis visual lograda dos décadas antes por ilustradores como Aubrey Beardsley o Charles Ricketts. Salvo la fan- tasiosa composición del velo de Salomé, pocos elementos remiten a la depuración formal y al tratamiento abstracto de la imagen que caracterizan a estos dos genios del modernismo inglés. Uno de esos escasos elementos es el empleo de superficies negras con el fin de es- tablecer contrastes expresivos con el fondo blanco. En la imagen de Vivanco, este recurso es claramente perceptible en el suelo, cuya homogeneidad sólo es rota por la presencia de algunas rosas esparcidas –un motivo propio de Beardsley- cuya blancura cuestiona la secular distinción entre figura y fondo, contorno y superficie. Por último, a la hora de enjuiciar esta obra en el contexto en el que fue publicada, resulta necesario señalar que la postura de Salomé y, de manera especial, su atuendo, muestran una significativa similitud con los que ostenta Tórtola Valencia en el cartel que Rafael de Penagos 219 Es necesario recordar que las vidrieras emplomadas fueron uno de los elementos decorativos más apreciados por los arquitectos modernistas. Su linealidad y su carácter bidimensional también influyeron en la sensibilidad estética prerrafaelista, cuyos representantes concedieron una gran importancia a la creación de perfiles bien definidos que articularan superficies de colores homogéneos. 185 presentó ese mismo año al concurso convocado con motivo de los Bailes de Carnaval del Cír- culo de Bellas Artes de Madrid. Dicha imagen representa a la conocidísima bailarina Tórtola Valencia ejecutando una danza exótica al ritmo del tambor que toca un percusionista senta- do a su lado. Si observamos esta imagen, que es una de las obras más conocidas de Penagos, es posible constatar sin esfuerzo alguno que la figura de la bailarina –Tórtola Valencia– se encuentra vestida de manera muy parecida a la Salomé de Vivanco, con idéntico corpiño, tocado y número de brazaletes. De hecho, si –en la obra de Vivanco- aisláramos la figura de Salomé y la del personaje situado a su derecha, sentado con una toga oscura, obtendríamos una composición espacial similar a la del cartel de Penagos, en la que Salomé sería Tórtola Valencia y la figura de Herodes correspondería al percusionista que acompaña con un tam- bor la danza de la figura femenina. Todo estos datos nos hacen suponer que existe un vínculo entre ambas creaciones220 y dan testimonio de las referencias visuales, artísticas y populares manejadas por los artistas españoles de la segunda década del siglo XX. 220 La coincidencia temporal de ambas obras –la fecha de publicación de la revista es de 1 de enero de 1912 y el fallo del concurso apareció en la prensa el día 12 del mismo mes- dificulta el esclarecimiento del sentido de las influencias, aunque es de suponer que Penagos, dibujante consagrado en la época, fuese una referencia fundamental para el joven Vivanco, que pudo haber conocido los trabajos preparatorios de dicho cartel con anterioridad a su elección por el jurado del Círculo de Bellas Artes. figura 38. Rafael de Penagos, Cartel para el Baile de Máscaras del Círculo de Bellas Artes de Madrid, 1912. 186 Figura 39. Ventura Requejo, Ilustración para José Francés, Como Salomé, La Esfera, 9 de diciembre de 1912. 187 2.8.3. venturA requejo A finales de 1912 la revista La Esfera publicó el relato de José Francés titulado Como Salo- mé…221 cuyas características literarias ya hemos analizado en el apartado correspondiente de este estudio (2.2.4). Acompañando a este breve texto, que se halla maquetado en una única página, encontramos una sencilla ilustración (Fig. 39) obra del dibujante y caricaturista vi- gués Ventura Requejo222. En ella vemos a una mujer bailando sobre las puntas de los pies, en posición frontal, a primera vista desprovista de cualquier rasgo de fatalidad. Esbozada de manera esquemática con pocos y rápidos trazos, dotada de dinamismo por un sabio empleo de las dos tintas elegidas –negra y anaranjada, características del estilo de Requejo y de buena parte de los caricaturistas de la época-, la bailarina de Requejo se aleja de las enig- máticas mujeres de tiempos remotos y adquiere rasgos plenamente contemporáneos: ojos sombreados, un turbante y abundantes brazaletes. Su atuendo, de acuerdo con el contenido del texto, corresponde con la indumentaria lucida por las bailarinas orientales de influencia marroquí que eran ya una presencia habitual en los cabarets y teatros europeos de la época. La pedrería ha sido aquí sustituida por estampados geométricos –posiblemente inspirados en tejidos tradicionales del norte de África– y, a falta de velo, la bailarina sostiene con su mano izquierda uno de sus largos collares. Más cerca del desenfado de una Tórtola Valencia que de las hieráticas esfinges de Moreau, este dibujo demuestra hasta qué punto la figura de Salomé –y, por extensión, de la mujer fa- tal– se había popularizado y difundido entre el público de principios de siglo, renunciando – al menos parcialmente- a los rasgos amenazantes que habían sido un elemento fundamental en representaciones más tempranas. En clara contradicción con la historia narrada –donde la bailarina sí presenta claros rasgos de fatalidad, pues conduce a un hombre a su muerte y decapitación-, la ilustración de Ventura Requejo respira la ingenuidad y sencillez que carac- teriza la obra del gallego, principalmente desarrollada en el campo del humor gráfico y el costumbrismo amable. En el ámbito de lo artístico, encontramos varios de los rasgos que podemos vincular con los propios de la ilustración art déco: el carácter geométrico de la composición, el contraste entre zonas claras y oscuras y los juegos compositivos de la falda de la bailarina responden a un planteamiento decorativo y esquemático que satisface las necesidades de la prensa gráfi- ca. Estos rasgos son la rapidez de ejecución, la facilidad de reproducción –a dos tintas y con 221 josé francés, Como Salomé…, La Esfera, 9 de diciembre de 1912, p. 35. 222 Requejo fue un caricaturista de éxito que colaboró con diferentes publicaciones con un caracterís- tico estilo basado en trazos rápidos y en el uso medido del cromatismo. Uno de los artículos más comple- tos acerca de su trayectoria lleva la firma, precisamente, de José Francés, que, bajo su pseudónimo habitual (Silvio Lago), le dedicaría un elogioso artículo publicado en 1920 en La Esfera («Un dibujante gallego. Ventura Requejo» en La Esfera, 1 de febrero de 1920, p. 11). Formado en Londres, Requejo se haría conocido por las expresivas escenas rurales que publicó en la revista Vida gallega y por la frescura de su estilo algo esquemático e impresionista. 188 superficies cromáticas planas-, la limpieza compositiva que favorece su integración y la gran expresividad de sus trazos. Alejada de las densas composiciones simbolistas, esta representa- ción de Salomé destaca por su sencillez e inmediatez, valores fundamentales de la creciente industria gráfica de las primeras décadas del siglo XX. 2.8.4. josé zAmorA Sin desviar nuestra atención de las imágenes que emplean representaciones de Salomé con una intención humorística, más frívola y ligera, resulta pertinente dedicar un breve comen- tario a una ilustración aparecida en 1915 en La Ilustración Española y Americana. Dicha imagen forma parte de un artículo de dos páginas titulado Por ellas y para ellas, Sonrisas, firmado por Claudina Regnier e ilustrado por José Zamora223. Claudina Regnier, como sabemos, es uno de los pseudónimos empleados por el novelista Álvaro de Retana224, que solía colaborar con diversas publicaciones mediante artículos de tono ligero. En este caso, el texto contiene un peculiar desarrollo del tema de la mujer fatal. En él, el autor hace un repaso por personajes históricos y míticos que, a lo largo de la historia, han lamentado la crueldad del género feme- nino. A continuación, atribuye dichas actitudes misóginas al sentimiento de inferioridad que las mujeres poderosas y seductoras producen en el varón. Por ello, en una actitud a medio camino entre la transgresión y la coquetería, Retana (Regnier) concluye que el poder sensual de la sonrisa femenina es una herramienta al servicio de las mujeres para influir sobre sus admiradores y conseguir sus objetivos. Dicho discurso contiene algunos ejemplos ilustres, entre los que se encuentran personajes como María Antonieta, Cleopatra o, previsiblemente, Salomé, de la que se dice que su sonrisa «obtuvo la garganta del Bautista»225. Acompañan- do a este artículo encontramos seis ilustraciones cuyas protagonistas son las poseedoras de tan cautivadoras sonrisas: Juana de Arco, María Antonieta, Salomé, Mussette, Scherezade y Cleopatra. El autor de dichas ilustraciones no es otro que José Zamora, uno de los más exquisitos dibujantes de la Belle Époque y uno de los escasos creadores que supo introducir la delicadeza compositiva y el humor perverso de Aubrey Beardsley en el ámbito español. Zamora, con sus líneas fluidas, sus marcados contrastes en blanco y negro y sus trazos a medio camino entre lo decorativo y lo caricaturesco, se había formado con Paul Poiret y con Erté en París y, ya en España, disfrutó de un gran éxito como dibujante en publicaciones como Blanco 223 Regnier, Claudina (Álvaro de Retana), Por ellas y para ellas, Sonrisas, en La Ilustración Española y Ameri- cana, 22 de febrero de 1915, p. 110-111. 224 Este dato es mencionado por Rafael Cansinos Assens en sus memorias literarias (Cansinos Assens, Rafael, La novela de un literato, vol. 1, Madrid, Alianza, 2005, p. 373) y figura en la escasa bibliografía dedicada a Retana. Uno de los estudios más amplios sobre la figura de este escritor provocador y frívolo es el llevado a cabo por Luis Antonio de Villena en su breve monografía El ángel de la frivolidad y su máscara oscura (valencia, Pre-Textos, 1999), que reúne una serie de apreciaciones acerca de Retana y algunas de sus obras más repre- sentativas. 225 Claudina Regnier, op. cit, p. 111. 189 y Negro y La Esfera, de la que llegaría a ser director artístico226. Zamora re- presenta, en palabras de Javier Pérez Rojas, «una vertiente en extremo so- fisticada del gran decadentismo, con personajes amanerados, ambiguos, pero con una gran dosis de humor y de ironía227». Pronto se convertiría en un miembro imprescindible del círculo liderado por Antonio de Ho- yos y Vinent, Tórtola Valencia y Ál- varo de Retana228, ilustrando libros y artículos de ambos escritores, como testimonia la imagen que ahora nos ocupa229. Las ilustraciones que llevó a cabo para este artículo tienen un marcado acento humorístico, y en ellas Zamora deforma las fac- ciones de los personajes con fines expresivos, acentuando la línea de los ojos con formas muy alargadas y profundas sombras. Si prestamos atención a la figura que representa a Salomé (Fig. 40), lo cierto es que no encontramos ningún rasgo de los que habitualmente relaciona- mos con la hija de Herodías. El dibujo, a tinta negra, muestra a una joven de rasgos afilados y gran cabellera ondulada, adornada con una hilera de perlas y una cascada de flores blan- cas –acaso pensamientos–, que mira al espectador con la barbilla apoyada en el dorso de la mano, en un gesto de coquetería muy contemporáneo y más propio del imaginario del «orbe galante» que de la temible princesa bíblica. Lo desproporcionado de los elementos –una ca- bellera excesivamente voluminosa rodeando un rostro marcado por líneas afiladas y por unos enormes ojos rasgados- contribuye a crear un perfil que no habría desentonado si hubiese correspondido a una bailarina, una cupletista o una joven elegante de la sociedad madrileña o parisina. Pertenece, sin duda, a la estirpe de «jóvenes caprichosas, de arrolladora belleza y encanto que turban y enloquecen a sus admiradores hasta llevarlos a situaciones extremas». Esta Salomé que sonríe maliciosamente es una mujer fatal, pero una mujer fatal contempo- ránea consciente de su belleza y segura de su triunfo. 226 Lola Caparrós Masegosa, op. cit., p. 675-676, y Javier Pérez Rojas, op. cit., pp. 106-110. 227 Javier Pérez Rojas, op. cit., p. 106. 228 Luis Antonio de Villena, op. cit., pp.18-19. 229 José Zamora también fue escritor de novelas breves populares, como las que ha recogido una recien- te reedición: José Zamora, Princesas de aquelarre y otros relatos, Sevilla, Renacimiento, 2012. Figura 40. José Zamora, La sonrisa de Salomé (1915) 190 2.8.5. josé moyA deL pino El poema La muerte de Salomé de Emilio Carrere, que ya ha sido objeto de un detallado análisis en esta misma sección, fue publicado, en 1915, en la revista ilustrada La Esfera, a página com- pleta, presidido por una elaborada ilustración (Fig. 41) creada por Moya del Pino230. Este ar- tista, que se formó en Londres y fue presidente de la Sociedad de Exhibiciones Velázquez231, participó notablemente en publicaciones como La Esfera y Volvntad, y realizó ilustraciones para libros durante las primeras décadas del siglo XX, convirtiéndose en uno de los ilustra- dores predilectos de Francisco Villaespesa232 y firmando varios trabajos notables233. Como hemos señalado, el poema de Carrere recrea una leyenda según la cual Salomé habría fallecido, ya envejecida y decrépita, decapitada por el hielo mientras bailaba sobre un lago helado rememorando sus días dorados. La imagen de Moya del Pino, sin embargo, muestra a una Salomé joven y pletórica de belleza ejecutando su danza ante un percusionista de raza negra. Esto nos hace pensar que dicha ilustración no fue concebida específicamente para este poema, sino que la publicación conjunta de ambos se debió a una decisión editorial de reunir un texto y una imagen preexistentes. Por todo ello, podemos situar la ilustración de Moya del Pino en la órbita de las imágenes que recrean el momento culminante de la leyenda de Salomé: el instante de la danza. Los dos únicos personajes son, como acabamos de señalar, Salomé y el percusionista; esto podría remitirnos al ya citado cartel, titulado «Tórtola Valencia», con el que Rafael de Pe- nagos fue premiado en el concurso convocado por el Círculo de Bellas Artes de Madrid con motivo del Baile de Carnaval de 1912, aunque en este caso la composición es menos rígida y muestra una mayor profundidad y movimiento. De hecho, el movimiento es quizás el rasgo más destacable de esta Salomé que baila desple- gando a su alrededor imponentes ondas envolventes que producen un efecto serpentino y dominan totalmente la composición. Estas formas lineales que remiten a la línea continua del modernismo y a su fascinación por la danza son un elemento esencial de la estética ligada 230 Emilio Carrere, «La muerte de Salomé», La Esfera, 20 de febrero de 1915, p. 7. 231 Lola Caparrós Masegosa, op. cit., pp. 492-193. 232 Como hemos podido constatar a lo largo de esta investigación, Moya del Pino firma las ilustraciones de los siguientes libros del prolífico escritor almeriense: La tela de Penélope (Madrid, Imprenta Artística, 1914), Jardines de plata (Madrid, Imprenta Helénica, 1912), Palabras Antiguas (Madrid, Imprenta Helénica, 1912), Era él (El Cuento Galante nº4, Madrid, 1913), Los panales de oro (Madrid, Sucesores de Hernando, s.f.) y Lámparas Votivas (Madrid, Biblioteca Hispania, 1913). 233 Luis Antonio de Villena afirma poseer una edición sin fecha de La Casa del Juicio, de Oscar Wilde, ilustrada por Moya del Pino, lo que reafirma la sintonía de este dibujante con los intereses y preocupaciones de los círculos decadentistas de la belle époque hispánica (Luis Antonio de Villena, «Oscar Wilde y su leyenda» en Sergio Constán, Wilde en España. La presencia de Oscar Wilde en la literatura hispánica (1882-1936), León, Editorial Akrón, 2009, p. 10). 191 figura 41. josé Moya del Pino, La muerte de Salomé (1915) 192 al art nouveau, y traen a la memoria las ilustraciones inspiradas por la bailarina Loïe Fuller, que fue una musa indiscutible de artistas gráficos gracias a los efectos serpentinos producidos mediante velos y cintas que, sobre el escenario, producían una notable impresión estéti- ca ornamental. Como bien ha señalado el historiador del arte Robert Schmutzler, «Como quiera que la ornamentación del modernismo es siempre móvil, no sólo se representa al ser humano revestido de ornamentos, sino que a su figura se le da un aire musical, plasmándola mientras baila»234. Dicha ornamentación encuentra una materialización idónea en la figura del torbellino: o como Loïe Fuller, incontables metros de sutil tejido agitándose alrededor de su cuerpo, sacacorchos y peonza, resplandeciente en la coloreada luz, como un irisado jarrón de Tiffany, serpentinas cada vez más audaces, hasta convertir el conjunto en un gigantesco ornamento, cuya metamorfosis, rápido centelleo y hundimiento, engullido al fin por la oscuridad y el telón, se nos aparece en el recuerdo como un símbolo del modernismo235. En esta actitud típicamente modernista, envuelta en el torbellino de su danza, Salomé luce complicados ornamentos y pedrerías que, en las piernas, se confunden con su piel. Por eso, no podemos evitar referirnos a la Salomé tatuada de Gustave Moreau, también revestida de joyas superpuestas a la piel que subrayan su anatomía y que siguen complejos esquemas ico- nográficos y geométricos. En la Salomé imaginada por Moya del Pino, esa ornamentación toma la forma de abigarrados motivos vegetales y el espectador tampoco puede distinguir claramente si de trata de tejido, de piedras preciosas o de algún tipo de bordado o transpa- rencia. Lo que es evidente es que dicha decoración contribuye a subrayar el esquema diná- mico, de la ilustración. Un fenómeno similar sucede en su cabello –oscuro, aunque Villaes- pesa la defina como «rubia»-, cuyas ondas se funden con los arabescos de los velos y con otra superficie ondulante en la parte superior de la imagen. El resultado es una figura muy estili- zada compuesta por varios ejes dinámicos, concéntricos, cuyo único apoyo es la punta del pie izquierdo de la bailarina, generando una inestabilidad y una sensación de movimiento que, ahora sí, pertenecen plenamente a los presupuestos gráficos del modernismo y el art déco. La figura del percusionista también presenta formas de perfiles fluidos circulares, en este caso plasmados en el tambor o pandero que tiene en los brazos y en el turbante blanco que le cu- bre la cabeza. Estas figuras se unen a las otras y aumentan la sensación visual de movimien- to. Del mismo modo, el fondo de la ilustración se encuentra muy alejado de las estructuras verticales aplicadas, por ejemplo, por Vivanco en su ilustración para el poema de Eugénio 234 Robert Schmutzler, El modernismo, Madrid, Alianza, 1996, p. 10. La influencia de la bailarina Loïe Fuller en el desarrollo estético del modernismo queda de manifiesto en la exposición que le dedicó en 2014 el cen- tro cultural madrileño La Casa Encendida: Escenarios del cuerpo. La metamorfosis de Loïe Fuller. 235 friedrich Ahlers-Hestermann, Stilwende. Aubruch der Jugend um 1900, Berlín, 1941, p. 73. 193 de Castro. En este caso, una serie de formas elípticas diagonales configuran un patrón or- namental que recuerda a los pavos reales tan apreciados por los modernistas y a los motivos decorativos empleados por arquitectos e interioristas de ese mismo periodo. De hecho, las únicas líneas rectas que apreciamos son las que aparecen en el faldón del mú- sico y en la figura que ocupa la esquina inferior izquierda, y que resulta difícil de identificar. En estos dos casos, dichas líneas aparecen en forma de franjas claras y oscuras alternas que remiten a los motivos decorativos árabes que ya hemos apreciado en la ilustración de Reque- jo para el relato de José Francés. Entrando en la caracterización de los personajes, el estilo empleado aquí por Moya del Pino no responde estrictamente a una vocación realista; al contrario, los rasgos faciales de los dos personajes ostentan una gran expresividad, acentuada, por ejemplo, por los raciales trazos del percusionista o por los enormes ojos de Salomé; estos últimos, en conjunción con el toca- do que luce en la cabeza, el arco de las cejas y la misteriosa cruz que orna su frente, producen una impresión amenazante de apariencia ofidiana que podemos apreciar en otras mujeres fatales presentes en obras del mismo periodo artístico. Respecto al cromatismo, en esta ocasión nos encontramos con una mayor riqueza de matices que en las imágenes anteriores: ello se debe al empleo de diferentes gamas de grises que per- miten, por ejemplo, leves toques de color en las mejillas de Salomé y algunas tenues sombras en su cuerpo. El resultado es una imagen estructuralmente compleja, que explota varios de los recursos fundamentales de la estética modernista y que adopta el dinamismo como eje fundamental. Es una muestra del modo en que las aportaciones escénicas de la danza, sin duda el espectá- culo finisecular por excelencia, lograron impregnar y renovar el discurso de las artes visuales. Como quiera que su tema no se ajusta plenamente al contenido del poema, manifiesta igual- mente que la danza de Salomé como momento culminante de este episodio bíblico, mítico o literario se había transformado asimismo en un motivo iconográfico autónomo. Por ello, dicha danza basta para definir a Salomé, y elementos como la Cabeza del Bautista o la pre- sencia de Herodes quedan relegados a un segundo plano o, incluso, directamente omitidos, tal y como sucede en este ejemplo. 194 Figura 42. Isidoro Guinea, original para el concurso de carteles Heno de Pravia, La Esfera, 1916. 195 2.8.6. isidoro guineA Si las creaciones gráficas que hemos analizado hasta este punto tenían como principal función la de acompañar o ilustrar textos literarios y no literarios, la imagen a la que nos referiremos a continuación presenta un carácter completamente distinto. Se trata de una ilustración de carácter publicitario que apareció publicada en la portada de la revista ilustrada La Esfera en octubre de 1916. Su autor es el artista vizcaíno Isidoro Guinea (1893-1947), un nombre poco conocido en nuestros días, pero que desde 1914 hasta su fallecimiento desarrolló una carrera de éxito asociada, fundamentalmente, al ámbito de las artes decorativas y el diseño236. La ilustración de la que ahora hablamos se enmarca en la fase de educación artística de Isidoro Guinea, que se desarrolló entre Milán y París gracias a una pensión de Artes Deco- rativas de la Diputación de Bizkaia, entre 1914 y 1916237. En estos años, Guinea entraría en contacto con los nuevos movimientos estéticos europeos, y desarrollaría las bases de un len- guaje plenamente modernista y experimental que plasmaría en numerosos bocetos y obras gráficas cuya audaz concepción visual lo distancian del carácter homogéneo que tendría su obra posterior. En 1916 se presentó al concurso de carteles que la casa de perfumería Gal organizó en cola- boración con La Esfera238. Era, sin duda, una oportunidad única para un joven artista como Guinea, y suponía una plataforma inmejorable para entrar en el entorno profesional de la ilustración publicitaria, un género enormemente popular y prestigioso en aquellos años, como lo refleja este texto extraído de una crónica que se hizo eco de la exposición con los originales presentados a concurso en el Círculo Artístico de Barcelona: Va, por fortuna, la industria española adquiriendo la costumbre de anunciar sus productos por medio de carteles o reclamos de carácter artístico. Sacrifican la enumeración de excelencias de estos productos y el detalle minucioso de títulos, 236 Isidoro Guinea gozó de gran popularidad en los años veinte y treinta, en los que se convirtió en un afamado diseñador de mobiliario e interiores, y llevó a cabo una extensa producción de carteles, ilustraciones y exlibris. La recuperación de su nombre y de su obra, en nuestros días, ha llegado de la mano del historiador Mikel Lertxundi, comisario de una importante exposición celebrada en el centro cultural donostiarra Koldo Mitxelena y de un catálogo que supone la primera aproximación crítica al conjunto de su obra: Mikel Lertxundi Galiana, Isidoro Guinea y las artes decorativas, Donostia, Diputación Foral de Guipúzcoa, 2007. Quisiera dejar aquí constancia de mi gratitud por su ayuda y orientación, que han sido enormemente valiosas a la hora de localizar algunas de las fuentes citadas en este epígrafe y acceder a imágenes originales no publicadas hasta este momento. 237 Los años formativos de Isidoro Guinea han sido estudiados por Mikel Lertxundi Galiana en el artí- culo «La primera época de Isidoro Guinea: los años de pensionado», Ondare, 23, 2004, pp. 535-546. 238 «Tienen lugar en 1916 importantes concursos de carteles que van a dar mayor promoción al anun- cio publicitario en España y favorecer el desarrollo del cartel comercial de calidad. La perfumería Gal convoca un concurso para el jabón Heno de Pravia. […] Aunque la casa Gal era madrileña la exposición de las obras presentadas –fueron admitidas cuatrocientas setenta– se celebró en los salones del Círculo Artístico de Bar- celona. El jurado estuvo formado por la Junta Directiva y la Sección de Pintura del Círculo catalán» (Javier Pérez Rojas, Art déco en España, Madrid, Cátedra, 1990, p. 119. ) 196 honores conseguidos en exposiciones, precios y puntos de venta en obsequio a un conjunto armónico y bello. La misma simplificación que los artistas ponen en sus líneas y colores de sus dibujos, dan los anunciantes a las palabras que completan el reclamo239. Isidoro Guinea no obtuvo el galardón, que fue a parar a Federico Ribas, Salvador Barto- lozzi y Rafael Penagos. No obstante, varios originales fueron reproducidos en las páginas a color de La Esfera en una colección de ilustraciones que refleja la pujanza y modernidad de este género en la España de entonces. Entre ellos, encontramos una peculiar creación de Isidoro Guinea que plantea una particular relectura del mito de Salomé, y que apareció en la cubierta de la revista, acompañada por un pie de imagen que anuncia que se trata de un «original de Isidoro Guinea – Del concurso de carteles HENo DE PRAVIA, celebrado en Barcelona»240. No resulta aventurado suponer que dicha publicación hubo de ser considera- da como todo un logro para un joven artista como Guinea, cuya incipiente obra había tenido aún una repercusión muy limitada. A la vista de su calidad, resulta comprensible que el equipo editorial de La Esfera se deci- diera a reproducirla en sus páginas. Se trata de una magnífica creación gráfica que reúne algunos de los rasgos más experimentales del art déco europeo, y que representa a Salomé rechazando la cabeza ennegrecida del Bautista para acariciar, en su lugar, un paquete del famoso jabón Heno de Pravia. La leyenda de la ilustración, que suponemos obra del propio Isidoro Guinea, reza el siguiente lema: «Juan: Salomé te desprecia. Quiere más mi jabón que tu cabeza». El carácter humorístico de este planteamiento contrasta con la audacia plástica de la imagen. Frente a las depuradas creaciones de los trabajos ganadores en el certamen, que presentan líneas claras y una firme vocación gráfica, el trabajo de Guinea destaca por su carácter barroco y abigarrado. Esta característica es especialmente visible en el fondo de la imagen. Sobre una superficie grisácea se sitúa toda una composición trazada únicamente en líneas blancas que conforman una especie de imagen en negativo que cede todo el protagonismo a la figura principal. Di- cho fondo representa a un grupo de personajes entre los que existe una absoluta continuidad de líneas, debido al empleo de un único color en su perfilado. La composición de este gru- po presenta una enorme complejidad, con figuras superpuestas y motivos ornamentales de inspiración vegetal que forman un solo bloque totalmente compacto. Las figuras humanas aparecen en posturas escultóricas, desnudas o ataviadas con paños y tejidos cuyos estampa- dos geométricos se yuxtaponen, generando un juego de contrastes y tensiones visuales de una gran modernidad. 239 Una exposición de carteles, La Esfera, n. 120, 1916, p. 29. 240 La Esfera, 21 de octubre de 1916, p. 1. 197 También escultórica resulta la figura de Salomé, que ocupa el primer plano de la imagen. Guinea la representa como una mujer altiva y elegante sentada, con la espalda erguida, en un diván o conjunto de almohadones. Sus rasgos y su actitud corresponden con ciertas ca- racterísticas propias de la mujer fatal: piel morena, mirada sombría y profunda y gesto altivo. Su atuendo presenta también un enorme interés, ya que esta Salomé luce un extravagante vestido estampado con motivos circulares, ceñido con un corpiño ajedrezado que deja al descubierto sus senos desnudos, realzados por piezas de joyería. Resulta una indumentaria imaginativa y muy llamativa desde el punto de vista visual, y también de una enorme au- dacia erótica. Algunos detalles, como el contraste entre los motivos circulares del vestido y los motivos animales y exóticos del diván en el que se encuentra recostada la figura, sitúan esta imagen más allá de los equilibrados terrenos estéticos del modernismo, y dotan a la ilustración de una sofisticación que definen a Guinea como un creador en la vanguardia de las artes decorativas, más cercano a la conmoción estética del Jugendstil alemán o del moder- nismo vienés que a la armonía del modernismo lineal británico. De hecho, no resulta difícil establecer similitudes con los complicados patrones decorativos que aplicaba, en fechas algo anteriores, Gustav Klimt en algunas de sus obras más conocidas. Lo mismo sucede con otros elementos formales, como la bella línea ondulante que recorre la distancia entre la cabeza de Salomé y la cabeza decapitada de Juan, y que refleja el énfasis estructural que cada elemento tiene en esta composición, de cuidada vocación geométrica. Esta imagen también muestra una versión más adulta y amenazante de Salomé, despojada de todo rasgo de juventud o inocencia. El gesto con el que aparta a un lado la cabeza del Bautista –ennegrecida, congelada en un dramático gesto donde brillan los destellos blancos de sus ojos y su dentadura- para acariciar el paquete de jabón que le ofrece, en otra bandeja, un brazo negro cuyo propietario queda fuera de la imagen nos devuelve el reflejo de una mu- jer decidida, cruel e inaccesible. Su sólida anatomía, de líneas escultóricas y casi masculinas, se encuentra asimismo alejada del flexible cuerpo adolescente presente en otras recreaciones de la época. No obstante, también es una Salomé de enorme sensualidad, como muestra su postura o su desnudez parcial. Aunque la ilustración para Heno de Pravia es la Salomé más conocida de Isidoro Guinea, no se trata de la única obra que el bilbaíno dedicó a la heroína bíblica. Conservamos un dibujo inacabado (Fig. 43), fechado en 1914, en París, que representa a Salomé postrada en el suelo, en actitud de ofrenda ante la cabeza de San Juan Bautista. Se trata de una obra en tinta y lápiz sobre papel, una creación apenas esbozada y con algunos elementos interesantes. Uno de ellos es la postura de Salomé, sin duda adaptada al esquema estructural de la obra plani- ficada por Guinea, basada en una línea ondulante dispuesta en torno al eje horizontal. Para mantener la limpieza de esta línea, Guinea introdujo una especie de montículo en la que descansan las piernas de Salomé. Dicho montículo se encuentra parcialmente decorado con motivos abstractos –entre ellos una superficie ajedrezada similar al motivo del corpiño de la 198 protagonista del cartel publicitario para Heno de Pravia– y con una inquietante calavera que subraya la vinculación entre Salomé y la muerte. Por otro lado, y también con el objeto de mantener la pureza de la línea ondulante que divide la imagen en dos mitades longitudinales, la cabeza de la heroína se encuentra violentamente inclinada hacia el suelo, alineada con el eje vertical de la imagen. A la hora de establecer la filiación literaria de esta representación, podríamos referirnos a la pieza dramática de Oscar Wilde, que es el único texto que formula una relación física de Salomé con la cabeza del Bautista decapitado. Dos años más tarde de este primer intento, en 1916, Isidoro Guinea crearía la ilustración pu- blicitaria para el ya mencionado concurso. De esa misma época procede otro dibujo que, sin duda, podemos relacionar con el original enviado a la perfumería Gal. Lleva el nombre de Salomé Moderna (Fig. 44) y representa a Salomé en una postura similar, sentada con la espalda erguida y recibiendo, en una bandeja, su ansiada recompensa. En este caso no media ningún mensaje publicitario, y el contenido de dicha bandeja es la cabeza del Bautista, cuyos labios besa la joven bailarina241. Frente a la imagen para Heno de Pravia, esta Salomé Moderna se encuentra ejecutada de un modo más estilizado y geométrico, notablemente menos naturalista y con una cierta confu- sión compositiva, posiblemente acentuada por la coloración parcial de la imagen. Puramente lineal, este dibujo se halla limitado por un marco ovalado. Sobre el fondo de la escena, for- mado por líneas verticales, destaca la figura de Salomé, en esta ocasión completamente des- 241 El beso de Salomé a la cabeza degollada de Iokanaán es el momento culminante de la obra dramá- tica de Oscar Wilde, cuando la protagonista pronuncia estas palabras: «Ah ! j’ai baisé ta bouche, Iokanaan, j’ai baisé ta bouche. Il y avait une âcre saveur sur tes lèvres. était-ce la saveur du sang ?... Mais, peut-être est-ce la saveur de l’amour. On dit que l’amour a une âcre saveur... Mais, qu’importe ? Qu’importe ? J’ai baisé ta bouche, Iokanaan, j’ai baisé ta bouche.» (Oscar Wilde, Salomé, Toulouse, Éditions Ombres, 1992, p. 90. Figura 43. Isidoro Guinea, Salomé (c. 1914). Imagen cortesía de Mikel Lertxundi Galiana. 199 figura 44. Isidoro Guinea, Salomé Moderna (1916). Cortesía de Mikel Lertxundi Galiana 200 nuda. Su anatomía presenta una enorme fortaleza, con líneas que definen de modo escultó- rico los diferentes grupos musculares de la mujer. También sus rasgos resultan enormemente estilizados y escasamente naturalistas, de modo similar a lo que sucede en las ilustraciones Aubrey Beardsley o Moya del Pino, y también en las estampas japonesas que fueron decisivas para el desarrollo del arte gráfico del siglo XX. En el terreno puramente plástico, la figura se encuentra rodeada por distintas superficies –el respaldo del diván, un chal, diversos tejidos y almohadones– que presentan una gran variedad de motivos decorativos yuxtapuestos. En ellos, el contraste entre líneas rectas –por ejemplo, en los pliegues de un paño- y curvas genera un efecto de gran interés ornamental, que refuerza la vocación decorativa de esta imagen. La Salomé Moderna de Isidoro Guinea presenta un lenguaje plástico audaz y evolucionado que somete las figuras a un notable grado de estilización, reforzando sus valores estructurales y decorativos en detrimento del naturalismo. Sus puntos de encuentro con el original presenta- do al concurso de carteles de la perfumería Gal sugieren una raíz común en ambos trabajos. Por otra parte, la Salomé Moderna saldría del papel para servir de base a un fresco portátil (Fig. 45) que Isidoro Guinea ejecutó en 1920, ya en Bilbao242. En esta obra, la adición de croma- tismo impone una simplificación de los elementos gráficos lineales que tanta importancia tenían en la Salomé Moderna. Las cuatro obras conocidas que Isidoro Guinea dedicó a la figura de Salomé –el dibujo inacabado de 1914, el cartel para Heno de Pravia y la Salomé Moderna de 1916, y el fresco portátil de 1920– suponen una magnífica prueba de la consolidación de dicho motivo ico- nográfico en las artes plásticas del modernismo. En este caso, el joven artista bilbaíno pudo familiarizarse con dicha temática a partir de su estancia parisina –recordemos que llegó a la capital francesa en enero de 1914243. Para sus obras, escogió un episodio, el beso de Salomé a la cabeza de Iokanaan, que es el clímax narrativo y estético tanto de la pieza dramática en un acto de Oscar Wilde (1891) como de la ópera de Richard Strauss (1905), obras enormemente populares en aquellos años. Por otro lado, sus valores plásticos y formales lo emparentan con la línea más experimental y audaz del modernismo. La Salomé del certamen de carteles y la Salomé Moderna presentan un depurado y arriesgado lenguaje visual que demuestran la perti- nencia de su recuperación crítica y el carácter oportuno de su puesta en valor. 242 En él, junto a la firma del artista y el año (1920, expresado como «XX»), aparece la inscripción «BIº. MILáN», lo que sugiere que fue producido en Bilbao en 1920 a partir de un modelo anterior, la Salomé Mo- derna, creada durante su estancia milanesa. Gracias a la amable colaboración de Mikel Lertxundi he tenido la oportunidad de acceder tanto a los dibujos de 1914 y 1916 como a una fotografía del fresco portátil de 1920. 243 Mikel Lertxundi, La primera época de Isidoro Guinea: los años de pensionado, Ondare, 23, 2004, p. 537. 201 Figura 45. Isidoro Guinea, Salomé Moderna (1916). Imágenes del fresco portátil cortesía de Mikel Lertxundi . 202 figura 46. federico Ribas, Salomé (1918) 203 2.8.7. Federico ribAs El dibujante e ilustrador Federico Ribas, formado en Argentina y París, se convirtió, tras su llegada a Madrid en 1916, en uno de los creadores plásticos con mayor presencia en la pren- sa ilustrada de la época y en la publicidad gráfica, colaborando con las grandes cabeceras de prensa y asumiendo la dirección artística de la casa de perfumería Gal, uno de los mayores anunciantes de aquellos años. Era conocido por la extrema elegancia de sus ilustraciones, protagonizadas por distinguidos y esbeltos personajes que condensaban de un modo inmejo- rable el tipo de elegancia que París estaba ya exportando al mundo. De su fama da testimonio un extenso artículo que José Francés, bajo su habitual pseudónimo de Silvio Lago, le dedica en La Esfera en agosto de 1918244. Se trata de un texto abiertamente elogioso, que pondera la capacidad de trabajo de un artista mucho más prolífico que cual- quiera de sus colegas y desarrolla brevemente las diferentes etapas de su carrera. Y, como muestra de su talento, la revista reproduce, en sus páginas a color, dos impecables trabajos de Ribas: una escena que muestra a una dama en el atélier de su modisto, y una perturbadora ilustración titulada Salomé245, que es la que ocupa ahora nuestra atención (Fig. 46). Se trata, sin duda, de una de las creaciones más sobresalientes de Federico Ribas. Sobre un fondo azulado, apenas definido por líneas verticales que parecen sugerir un cortinaje o telón teatral, una esbelta mujer dirige su mirada a un punto indeterminado mientras, a sus pies, en una reluciente bandeja dorada, yace la oscura cabeza del Bautista. Salomé, aquí, es una elegante dama parisina, una joven delgada y pálida con el aspecto propio de la belle époque: cabellos cortos ceñidos por una cinta situada sobre la frente, rostro de una blancura sepul- cral, ojos sombreados y labios rojos. Nada en su rostro parece reflejar el crimen que acaba de propiciar. Al contrario, su expresión sólo transmite indiferencia, desdén, ensimismamiento; el gesto exacto que adoptaban las damas elegantes en sus retratos fotográficos. Su atuendo remite a las creaciones de la haute couture parisina, que por aquel entonces vivía una de sus épocas doradas con Paul Poiret como genio creador de su generación. De hecho, el vestido que luce responde al tipo de mujer imaginada por diseñadores de vanguardia como Poiret, Madeleine Vionnet o Mariano Fortuny: una larga túnica de seda negra extraordina- riamente fina que, apenas prendida en el pecho por un broche azulado, cae hasta los pies en un sinfín de pliegues cuya transparencia sugiere la desnudez escultórica de su portadora. Los brazos también se encuentran envueltos por el mismo tejido, sugiriendo una capa adicional destinada a dotar de movimiento al diseño. Bajo la gasa negra, unas delicadas y blancas manos articulan la pose característica de las jóvenes elegantes de las primeras décadas del siglo XX. Sus pendientes, de tipo geométrico, constituyen otro indicio de la influencia de la 244 Silvio Lago (J. Francés), Siluetas de dibujantes. Federico Ribas, en La Esfera, 10 de agosto de 1918, p. 5. 245 La Esfera, 10 de agosto de 1918, p. 3. 204 moda en el trabajo de Federico Ribas, que recrea el ideal de belleza femenina más extremo de aquellos años. Lejos de las perversas imágenes rococó de ilustradores como Zamora y del movimiento ser- pentino que protagonizaba la ilustración de Moya del Pino para el poema de Carrere, la Salomé de Federico Ribas se caracteriza por un cierto estatismo y por una pureza de líneas totalmente armónica. La sexualidad de la protagonista, insinuada por las transparencias de un vestido que deja ver los pechos, los brazos y las piernas, parece ser el único rasgo de fatali- dad de esta figura. Es, en cierto modo, una Salomé nada voluptuosa, más cercana a la etérea adolescente que protagonizaba la obra teatral de Wilde que a las voluptuosas odaliscas que poblaban la imaginación popular. De hecho, el equilibrio cromático de la imagen, el marca- do contraste entre el blanco y el negro y la actitud ausente de la protagonista tienen mucho que ver con la princesa recreada por Oscar Wilde. La cabeza de San Juan Bautista, en la bandeja dorada, presenta también marcados contrastes entre zonas iluminadas y oscuras, aunque carece de mirada y de cualquier signo de violencia o de muerte, ya que se encuentra vuelta hacia arriba, como si el profeta estuviese admirando a Salomé incluso después de estar muerto. La composición, totalmente vertical, remite al refinamiento estructural de un artista que se había educado en París junto a algunos de los creadores más afamados de la creación gráfica. La disposición de la imagen, en un marco negro que se ensancha en la parte inferior para adaptarse al formato de la imagen, revela el talento de un ilustrador que conoce a la perfec- ción las necesidades visuales de una imagen cuyo destino no es el muro de un museo, sino la superficie de una página que va a ser reproducida y difundida a un gran público. Su delicado juego de sombras, plenamente simbolista, acentúa el misterio y el carácter inquietante de la imagen. Combinando elegancia compositiva, delicadeza de trazos y de sombras y una leve alusión al crimen cometido. Federico Ribas recrea una de las Salomés más perturbadoras, atractivas y evocadoras de las producidas en el ámbito hispánico. 2.8.8. LeocAdio muro urrizA Casi una década después de la publicación del dibujo de Federico Ribas, encontramos otra interesante ilustración (Fig. 47), ubicada asimismo en las páginas a color de la revista La Esfera246. Su misión es acompañar la publicación de un poema de Emilio Carrére, Salomé Moderna247. Por ello, sin más preámbulos, consideramos oportuno comenzar el análisis de una 246 Emilio Carrere , Salomé moderna, La Esfera, 12 de marzo de 1927, p. 17. 247 Debido a su escaso interés literario, hemos prescindido del estudio de este breve poema, compuesto en forma de queja amorosa en la que un hombre se lamenta de la crueldad de la mujer amada, estableciendo algunas comparaciones con la figura mítica de Salomé. Está compuesto por tres estrofas, cada una de las cuales describe un motivo de desdicha y termina con la fórmula «como nueva Salomé». Como muestra, reprodu- 205 imagen atípica por la complejidad de su composición y por las audacias que su invención presenta. En primer lugar, resulta necesario referirse al artista. Firmada sencillamente por «Muro», el autor de esta Salomé es Leocadio Muro Urriza, un ilustrador sobre el que apenas dispo- nemos de información, y del que Lola Caparrós Masegosa, en su monografía sobre pintura española de la época, apenas menciona que fue colaborador de La Esfera, recogiendo además cimos la segunda estrofa: «Tu alma es una encrucijada / donde acecha la traición; / sirena negra que hechiza / desde el fondo con su voz. / Danzas con tus siete velos / –los siete pecados son–, / lucen tus finas uñitas / sangre de mi corazón. / Bailas como áspid de lumbre, / perversa y linda mujer, / salpicada de mi sangre / como nueva Salomé». Compuesto en una fecha tan tardía como 1927, este poema da muestra del agotamiento del episodio de Salomé como tema literario y figura simbólica a finales de los años veinte, que es relegada a tópico sentimental, como sucede en este caso, o es sometida a una mirada satírica y desmitificadora, como ocurre en el relato La verdadera historia de Salomé, de Antonio de Hoyos y vinent, publicado en 1923. Figura 47. Leocadio Muro Urquiza, Salomé (1927) 206 tres de sus obras, entre las que se encuentra la que ahora analizamos248. En otros estudios figura como un ilustrador especialmente activo en el entorno navarro a partir de los años treinta, diseñando un interesantísimo cartel para las fiestas municipales y colaborando en la ornamentación de libros en la editorial Aramburu249. En la ilustración, a todo color, Salomé baila, con el pecho descubierto, al borde de un acan- tilado. Su figura, arqueada hacia atrás de un modo muy pronunciado, se recorta contra la tétrica figura que ocupa el centro de la imagen: la cabeza decapitada de San Juan Bautista, que ha adquirido enormes dimensiones y cuya sangre, derramada en el suelo, tiñe de color rojo los pies y los velos de la bailarina. Tras la cabeza del Bautista, una gigantesca luna fun- ciona a modo de nimbo del santo, destacando su silueta sobre un cielo nocturno. Dediquemos algo de atención ahora a ambas figuras. Salomé, con el torso desnudo, se re- tuerce en una complicada posición, erguida sobre la punta de un pie. Vista desde el lateral, sus brazos nos ocultan su rostro. Sin embargo, el espectador puede contemplar sin problemas la variedad de velos que la cubren: una gasa transparente a modo de falda que no logra ocul- tar su desnudez, velos tornasolados y plisados sobre su cabeza y, extendiéndose hasta fuera de los límites de la ilustración, un enorme velo negro en el que se distingue el mismo motivo repetido como un patrón: una enorme red de telas de araña, símbolo del poder de seducción de Salomé. Vista de este modo, con la cara oculta, rodeada por velos empapados en la sangre del Bautista, la figura de Salomé tiene un aspecto inequívocamente diabólico, y este aspecto queda resaltado por la enorme cabeza decapitada para la que baila. San Juan Bautista aparece caracterizado por un cromatismo apagado que contrasta llamati- vamente con la viveza de color de la figura de la bailarina. El ceniciento cadáver del profeta, sumido en una calma casi mística, aparece con los ojos cerrados y la boca entreabierta, y ostenta largos cabellos y abundante barba cuyos mechones, perfilados con todo detalle, son uno de los hallazgos estéticos más llamativos de la ilustración, y lo asimilan, quizás, a los Cris- tos yacentes de la escultura barroca española. Iluminado por el pálido resplandor de la luna, las líneas del rostro, sus sombras y sus ojeras adquieren proporciones terribles y plenamente simbolistas. Su sangre, de brillante color rojo, mana de debajo de su barba y forma pequeños regueros que se desbordan y caen por el precipicio o acantilado. Al mismo tiempo, las nubes que cruzan diagonalmente el cielo nocturno contribuyen a crear una atmósfera tensa, mis- 248 Lola Caparrós Masegosa, op. cit., p. 499. 249 Muro Urriza diseñó carteles para las fiestas de San Fermín en 1932 y 1934. Sus composiciones, que beben de las vanguardias europeas, yuxtaponen distintos elementos jugando con las proporciones y logran- do un efecto de gran modernidad. Así lo atestiguan las palabras con las que el estudioso Ignacio Urricelqui califica su actividad durante los años veinte en la publicación La Voz de Navarra: «Leocadio Muro Urriza, alias Kaiko […] destacó de manera clara a través de un dibujo de notable elegancia, cercano en muchas ocasiones a las maneras modernistas, vinculado a su conocimiento directo de los dibujantes madrileños de la década de 1920» (Ignacio Urricelqui Pacho, La pintura y el ambiente artístico en Navarra (1873-1940), Pamplona, Gobierno de Navarra, 2009, p. 228). 207 teriosa, casi demoníaca. En el terreno plástico, la avanzada cronología de la obra (fue publicada en 1927) apoya la idea de que esta imagen responde a unos planteamientos estéticos muy alejados del mo- dernismo, al menos en el terreno formal. No encontramos en esta ilustración la delicadeza compositiva ni la intención decorativa que caracterizaban a los cultivadores del art nouveau. La desmesura compositiva, el desbordamiento cromático, la violencia palpable y la libertad a la hora de plasmar el tema remiten a un sentido estético más próximo a la pintura simbo- lista. El empleo de los recursos gráficos responde a una vocación claramente pictórica y no es difícil apreciar en él un deseo de transgresión respecto a las imágenes elegantes, armónicas y ornamentales que habían invadido la prensa ilustrada hasta entonces. Nos encontramos, sin duda, ante una imagen terrible y violenta, una creación plástica que convierte a Salomé en un símbolo de la locura, el deseo y la muerte. Por ello, y por su violencia implícita, quizás no sea descabellado situar esta ilustración en un punto cercano a los planteamientos del nacien- te surrealismo. Con esta obra, Muro Urriza profundiza en torno a la figura de Salomé como símbolo, y saca a la luz, una vez más, el aspecto más sombrío de este arquetipo finisecular. 208 3 . J U D I T H 209 210 figura 48. Cristofano Allori, Judith con la cabeza de Holofernes (c. 1620) 211 INTRODUCCIóN Nuestro segundo bloque de análisis está protagonizado por los rasgos enigmáticos y com- plejos de Judith. La viuda de Betulia comparte con Salomé origen bíblico y caracterización habitual como mujer decapitadora, pero las similitudes entre ambas no van más allá. Si la historia de Salomé apenas ocupaba unas líneas en el relato evangélico y, por lo tanto, ofrecía enormes posibilidades para la fabulación acerca del desarrollo de los acontecimientos, la trama de la historia de Judith y Holofernes se encuentra expuesta de forma exhaustiva en su fuente original. El Libro de Judith, de datación y autoría imprecisa, es uno de los textos clásicos del cristianismo y de ciertas ramas del judaísmo. Su historia es enormemente conocida y su figura proyecta una presencia predominante en el imaginario popular. Han sido muchos y muy distintos los artistas y escritores que, a lo largo de los siglos, se han acercado a esta figura atraídos por la fascinación de un relato que sitúa en manos de una mujer singular la salvación de todo un pueblo. Tal y como veremos, la interpretación de este relato está sujeta a numero- sas variaciones. A las lecturas religiosas y patrióticas, muy frecuentes desde el Renacimiento, sucedió, a mediados del siglo XIX, una revitalización plástica y literaria de esta figura desde la perspectiva del Romanticismo. La Judith seductora, contradictoria y pasional que invade las creaciones poéticas, narrativas y pictóricas a partir de entonces adquiere una categoría diferente y, además de militar en las filas de las mujeres fuertes de la Biblia, ahora lo hace también en las de las femmes fatales250. 250 Son numerosos los ensayos y monografías que se han ocupado del estudio de la figura de Judith desde el punto de vista cultural y social, así como de su presencia en la literatura y las artes visuales. Si nos cen- tramos en la cronología contemporánea, uno de los ensayos más influyentes es el de Margarita Stocker, Judith, Sexual Warrior. Women and Power in Western Culture, New Haven y Londres, Yale University Press, 1998. Stocker aborda el tema de judith desde una perspectiva identitaria y política, y analiza el modo en que las representa- ciones de la heroína bíblica han funcionado como herramientas de sometimiento femenino, pero también de emancipación. Para nuestro estudio han sido especialmente relevantes dos monografías más recientes. La obra de jacques Poirier, Judith. Échos d’un mythe biblique dans la littérature française, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2004, ofrece una interesante indagación en torno a la presencia de judith en la literatura francesa, muchas de cuyas conclusiones son extrapolables a otras literaturas europeas. Además, documenta el modo en 212 El Libro de Judith es uno de los textos más conocidos y populares del Antiguo Testamento, como demuestra el hecho de que haya sido asumido tanto por la tradición católica como por ciertas ramas del protestantismo y del judaísmo251. La figura que le da título forma parte de un grupo de personajes y relatos de marcado carácter femenino: mujeres fuertes que logran la salvación de su pueblo –el Pueblo de Israel- gracias a su habilidad y, sobre todo, a la pro- tección y la inspiración de yahveh252. Escrito en una fecha todavía indeterminada, pero que se suele situar en torno al siglo II a. C., el Libro de Judith narra la historia de la liberación del pueblo de Israel ante sus opresores. El ejército asirio de Nabucodonosor, en su implacable sed de conquistas, asedia cruelmente una pequeña ciudad hebrea llamada Betulia, que resiste a su avance gracias a la determinación de sus habitantes, convencidos de que Yahveh les protegerá. Sin embargo, la situación se agrava cuando el capitán del ejército asirio, Holofernes, ordena tomar la fuente extramuros que abastece de agua a los habitantes de Betulia. Condenados a morir de sed o a rendirse, los hebreos se debaten en busca de una alternativa. Es entonces cuando entra en escena Ju- dith, una mujer viuda desde hace meses que, tras varios días de ayuno, asume la liberación de su pueblo como una responsabilidad propia. Abandona sus ropajes de luto, se adorna y se acicala y, en compañía de su fiel sirvienta, se dirige al campamento de Holofernes. Allí se identifica como una traidora a su pueblo y pide ser llevada ante el capitán. Su plan surte efecto y pronto logra conquistar la intimidad del sanguinario militar y acceder hasta su lecho. Entonces, cuando Holofernes duerme, Judith lo decapita, guarda su cabeza en un saco y, en compañía de su sirvienta, regresa a Betulia con el trofeo de su triunfo. Los hebreos se rebelan entonces y los asirios, ante la algarada, descubren la muerte de su capitán y huyen despavo- ridos, abandonando todo deseo de conquistar Betulia. Una vez que la vida y la seguridad de los judíos ha sido garantizada, Judith entona un largo canto de alabanza a yahveh, inspira- dor único de sus actos y, por lo tanto, verdadero libertador de su pueblo. que la visión romántica del relato veterotestamentario articuló numerosas obras pictóricas enmarcadas en el academicismo de los Salones parisinos. La otra monografía es el imprescindible volumen de Jaynie Anderson, Judith, París, Éditions du Regard, 1997, que recopila numerosas obras pictóricas relacionadas con judith. Si bien su recorrido se detiene a finales del siglo XIX, con la única salvedad de Gustav Klimt, su lectura ha sido enormemente esclarecedora a la hora de descifrar la iconografía presente en las representaciones plásticas de judith desde la Edad Media hasta nuestros días. Respecto a las fuentes clásicas de la iconografía vinculada a Judith, se puede encontrar un interesante recorrido en Giuseppe di Lentaglio, «La Giuditta bíblica nell’arte», Emporium, vol. 74, N. 441, 1931, pp. 130-142. También lleva a cabo una enriquecedora aportación Nira Stone, «judith and Holophernes: Some observations on the development of the scene in art», en james C. vanderkam (ed.), ’No one spoke ill of her’: essays on Judith, Atlanta, Scholar’s Press, 1992, pp. 73-94. 251 En español, el nombre de la heroína bíblica presenta dos posibles variantes. La primera, Judith, coin- cide con la grafía empleada en inglés, francés o alemán. La segunda, que omite la «h» final, Judit, es también habitual en español y catalán. Para mayor comodidad, en nuestro análisis hemos empleado la forma internacio- nal, judith, de forma habitual, por ser la más frecuente, salvo que la obra analizada sugiera otras opciones. Del mismo modo, el topónimo «Betulia» aparecerá sin «h» intercalada. 252 Las llamadas «mujeres fuertes» de la Biblia son un conjunto de heroínas y profetisas entre las que se suele incluir a María la Profetisa, Débora, jael, Sara, Ruth, Abigail, Esther y judit. 213 Aunque la autoría de este libro y su naturaleza exacta no han sido aún determinadas, parece claro que el Libro de Judith no es la narración de un hecho histórico, sino un texto alegórico donde Judith –que significa, literalmente, «judía»– vendría a simbolizar la resistencia y el triunfo del pueblo hebreo ante sus opresores. Las razones para esta postura derivan princi- palmente de la ausencia de referencias históricas concretas: no hay noticia de ninguna ciudad llamada Betulia, ni tampoco de que Nabucodonosor tuviese un capitán llamado Holofernes. Al contrario, todos estos datos –nombres propios, ubicaciones geográficas– parecen haber sido escogidos a partir de otras narraciones y debido a su capacidad evocadora. En cualquier caso, la fortuna literaria de Judith, favorecida por lo atractivo de la narración casi novelesca y por la variedad de lecturas que ofrece, fue notablemente más extensa que la de Salomé, cuya recuperación, tal y como hemos visto, debemos al hagiógrafo Jacopo della Voragine. Entre los textos más significativos de este «ciclo de Judith» encontramos Sobre las viudas253 de Ambrosio de Milán (siglo IV) y, alrededor del año 1000, el Poema de Judith incluido en el Códice Nowell, el manuscrito medieval donde también figura la versión más temprana del poema épico de Beowulf. También Dante Alighieri la ubica en el Paraíso junto a Sara y Rebeca, y Geoffrey Chaucer, en dos de Los cuentos de Canterbury, la emplea a modo de exem- plum de heroína patriótica capaz de salvar a su pueblo gracias a su astucia254. Petrarca, en sus Triunfos, subraya la dimensión amorosa y heroica del relato bíblico: Vedi qui ben fra quante spade e lance ed amor, e ’l sonno, et una vedovetta con bel parlar, con sue polite guance, vince oloferne, e lei tornar soletta, con una ancilla e con l’orribil teschio, Dio ringratiando, a mezza notte, in fretta255. Con la llegada del Renacimiento, la figura de Judith se volverá más compleja, no sólo debi- do a sus recreaciones literarias, sino también a las pictóricas. Si Hans Holbein incluía dos escenas del relato veterotestamentario en su conjunto de estampas de tema bíblico256, en los siglos posteriores las versiones plásticas de Judith producirán obras espléndidas a las que numerosos literatos dedicarán no escasas líneas257. También las interpretaciones varían. A la lectura religiosa –la única contemplada en el texto original– se añadirán entonces motivacio- 253 San Ambrosio, Obispo de Milán, Sobre las vírgenes y sobre las viudas, Madrid, Ciudad Nueva, 1999. 254 Concretamente, en El cuento del mercader y El cuento de Melibeo. 255 Tomo la cita de la edición cuidada por Vinicio Pacca y Laura Paolino: Petrarca, Trionfi. Rime estravaganti. Codice degli abozzi, Milán, Mondadori, 1996, p. 144. 256 Hans Holbein, Imágenes del Antiguo Testamento (ed. Antonio Bernat vistarini), Barcelona, Olañeta–Uni- versitat de les Illes Balears, 2001, s.f. 257 Una mención aparte merece el madrigal Giudit con la testa d’Oloferne di Cristofaro Bronzino, en Giovan Battista Marino, La Galeria (ed. Marzio Pieri), Padua, Liviana Editrice, 1979, tomo I, p. 49. 214 nes heroicas que hacen de ella una figura patriótica muy útil en tiempos de enfrentamientos territoriales en el cristianismo europeo. ya en estos años el relato se ha transformado en lo que Roland Barthes definía como una «estructura disponible» susceptible de albergar distin- tas lecturas y reinterpretaciones: [...] d’oeuvre en oeuvre, les articulations du récit, les «événements» restent les mêmes (Judith, héroïne juïve, sort de la ville assiégée, se rend auprès du général ennemi, le séduit, le décapite et s’en retourne au camp des Hébreux), mais les dé- terminations psychologiques des personnages peuvent changer du tout au tout.258 De acuerdo con la teoría de Barthes, podemos observar que las sucesivas recreaciones de la historia de Judith innovan poco o nada en el desarrollo de los acontecimientos, pero presen- tan sutiles cambios psicológicos que aluden a las motivaciones de la viuda hebrea. En ese sentido, una de las cuestiones más debatidas será un detalle perteneciente al ámbito erótico, y que plantea una intriga esencial para numerosos autores: Alors qu’une pieuse tradition insiste sur la chasteté de Judith et le sommeil mi- raculeux d’Holopherne, Jean Malalas, dans sa Chronographia (milieu du Ve siècle) proposait déjà de Judith une version moins édifiante puisque, selon lui, la jeune femme aurait partagé la couche d’Holopherne pendant plusieurs nuits, avant de le tuer259. La castidad o no de Judith y la posible existencia de un encuentro amoroso entre la viuda y Holofernes protagoniza una polémica con no pocas voces. Lope de Vega, por ejemplo, la definirá como «casta hebrea» en un soneto que, por otro lado, refleja la atmósfera violenta de las pinturas de Caravaggio (Fig.49) o Artemisia Gentileschi: AL TRIUNfO DE jUDITh Cuelga sangriento de la cama al suelo el hombro diestro del feroz tirano, que opuesto al muro de Betulia en vano, despidió contra sí rayos al cielo. Revuelto con el ansia el rojo velo del pabellón a la siniestra mano descubre el espectáculo inhumano del tronco horrible convertido en hielo. 258 «Quiero decir que, de obra en obra, las articulaciones del relato, los acontecimientos siguen siendo los mismos (Judith, heroína judía, sale de la ciudad asediada, llega hasta el general del ejército enemigo, le seduce, le decapita y regresa al pueblo hebreo), pero las determinaciones psicológicas de los personajes pueden cambiar radicalmente» (Roland Barthes, «Deux femmes», OEuvres complètes III, París, Seuil, 1995, 9. 1052). 259 jacques Poirier, Judith. Échos d’un mythe biblique dans la littérature française, Rennes, Presses Universi- taires de Rennes, 2004, p. 16. 215 Vertido Baco, el fuerte arnés afea los vasos y la mesa derribada, duermen las guardas, que tan mal emplea; y sobre la muralla coronada del pueblo de Israel, la casta hebrea con la cabeza resplandece armada260. 260 «Al triunfo de Judit es, sin disputa, uno de los sonetos más bellos y originales de las Rimas. Quizá la clave de esa originalidad esté en haber huido de una larga tradición que convertía la historia de judit y Holofer- nes en una alegoría de la virtud (humildad, castidad) frente al vicio (soberbia, lujuria). La hazaña estética reside, a nuestro entender, en haber trocado los elementos esenciales del pathos trágico (el horror y la admiración) en valores plásticos, y haber sabido construir, more parnasiano, un poema donde la emoción es esencialmente estética, con escasísimas apelaciones al sentimiento» (felipe B. Pedraza jiménez, «Introducción» a Edición crítica de las Rimas de Lope de Vega, Tomo 1, Toledo, Universidad de Castilla-La Mancha, 1993, p. 90). A propósito de este soneto resulta imprescindible mencionar los siguientes estudios: Antonio Sánchez jiménez, El pincel y el Fénix: pintura y literatura en la obra de Lope de Vega Carpio, Madrid–frankfurt, Iberoamericana vervuert, 2011; javier Portús Pérez, Pintura y pensamiento en la España de Lope de Vega, Hondarribia, Nerea, 1999; también el estudio que le dedica Alicia Gallego Zarzosa en El erotismo en la poesía de Lope de Vega, Madrid, Universidad Complu- tense de Madrid, 2014, pp. 53-62 (tesis doctoral dirigida por el Dr. D. José Ignacio Díez Fernández), donden analiza la vinculación entre este soneto y una representación pictórica de un anónimo pintor del siglo XvI que actualmente se custodia en el Museo del Prado. En 1954, Leo Spitzer se aproximaba al poema en un artículo ya clásico: «Lope de Vega’s Al triunfo de Judit (Rimas humanas, LXXVIII)», Modern Language Notes, LXIX, 1954, pp. 1-11. figura 49. Michelangelo Merisi da Caravaggio, Judith decapitando a Holofernes (c. 1598) 216 Como afirma Jacques Poirier, Judith «pone en un compromiso a los moralistas debido a la distancia entre su noble objetivo y los medios que emplea para lograrlo» 261. Esta interpreta- ción se verá reforzada por el discurso de autores como el francés Pierre Le Moyne, que ya en su obra La Gallerie des femmes fortes (1646) llama la atención acerca del letal poder de seducción de Judith. Escribe el jesuita que «elle n’est munie que d’attraits et d’agréments; mais ce sont des attraits violents, et des agréments qui forcent. Elle est dangereuse autant qu’elle est agrea- ble, et blesse par oú elle plaist262». A partir de este momento, tal y como ha sido estudiado, las dos lecturas contrapuestas de Judith, que hacen de ella una casta patriota o una convincente seductora, se alternarán en función de contextos y autores muy diversos hasta bien entrado el siglo XX. Entre medias, sin embargo, resulta necesario señalar la irrupción de un texto cuya influencia en las rein- terpretaciones posteriores de Judith será decisiva. Si Salomé había tenido a Wilde, Judith tendrá, medio siglo antes, al dramaturgo alemán Friedrich Hebbel, que en 1840 presentó su Judith, una tragedia en cinco actos que restituiría a la heroína hebrea una popularidad extraordinaria entre el público europeo263. La razón más poderosa para explicar este giro copernicano en la percepción literaria de Ju- dith se halla, precisamente, en las ya mencionadas motivaciones psicológicas a las que aludía Barthes. La Judith de Hebbel no es una mística entregada a la causa de su pueblo ni una Jua- na de Arco que no titubee ante el mandato divino, sino una mujer abrumada por las dudas y enfrentada a una emoción inesperada: sus sentimientos contradictorios hacia Holofernes. Porque el capitán asirio, en lugar del hombre despiadado y caprichoso entrevisto en el relato bíblico, sucumbe ante los encantos de Judith de un modo más complejo y profundo de lo que cabría esperar. Holopherne, tel que relu par Hebbel, échappe aux stéreotypes dont il était prison- nier. Rien du monstre traditionnel chez cet homme qui souhaite donner à Judith un enfant et rêve même –extase suprême– mourir de sa main, mêlant ainsi «la plus haute volupté à l’horreur de l’anéantissement»264. 261 jacques Poirier, op. cit., p. 14. 262 «Su único pertrecho son sus atractivos y sus concesiones; pero son atractivos violentos, y concesiones que obligan. Es tan peligrosa como agradable, y hiere tanto como gusta». Pierre Le Moyne, La Gallerie de fem- mes fortes, París, Antoine Sommauille, 1646, p. 40. 263 La Judith de Hebbel llegó a España con casi 80 años de retraso. En 1918 coincidían en las librerías españolas dos traducciones distintas de la tragedia alemana, nunca antes vertida al castellano; friedrich Hebbel, Judit, traducción y prólogo de Ramón M. Tenreiro, Barcelona, Estudio, 1918; y friedrich Hebbel, Judith, traduc- ción de Ricardo Baeza y K. Rosenberg, estudio preliminar de jacinto Grau y prólogo de Ricardo Baeza, Madrid, Atenea, 1918. Esta última es la que hemos manejado con mayor frecuencia durante nuestra investigación. 264 jacques Poirier, Judith. Échos d’un mythe biblique dans la littérature française, Rennes, Presses Universi- taires de Rennes, 2004, p. 118. 217 La innovación más significativa que introducirá Hebbel será sustituir la devoción por el de- seo como fuerza motriz de Judith, ya que la antaño representante de un pueblo acaba asu- miendo la responsabilidad de sus deseos. En ese sentido, resultan enormemente interesantes las palabras de Friedrich Hebbel incluidas en el prólogo a la primera traducción al español de la obra: No puedo utilizar la Judith de la Biblia. Esta Judith es una viuda que lleva a Holo- fernes a su terreno mediante la trampa y el engaño; se alegra de meter su cabeza en el saco y canta su júbilo con todo Israel durante tres meses. Es mezquino: este tipo de personaje no es digno de tener éxito en sus propósitos. Mi Judith está pa- ralizada por su acto; ella está petrificada ante la idea de que ella podría llevar en su vientre al hijo de Holofernes; es obvio que ha sobrepasado sus límites y que, como mucho, ha actuado bien por las razones equivocadas265. Impulsada por un innegable aliento romántico, la Judith de Hebbel se convertiría en la piedra angular de la reivindicación decimonónica de la heroína bíblica, y en el punto de partida de numerosas piezas de literatura dramática que explotan escenas teatralmente intensas, como el diálogo de los amantes ante el lecho o las dudas que acucian a Judith ante la inminencia de la decapitación. De forma paralela, la figura veterotestamentaria conocerá un extraordi- nario auge como motivo pictórico en los círculos académicos de los Salones parisinos y de otras capitales europeas. No en vano la pintura había sido la primera disciplina artística en erotizar la presencia de Judith, cuando la escuela flamenca popularizó las representaciones del baño que Judith toma antes de dirigirse a Betulia; en este caso la justificación del desnudo pertenecía al orden de lo moral: como un reflejo de la pureza de su virtud266. Aunque entre 1827 y 1881, como recuerda Janye Anderson, cuarenta y seis representaciones de Judith fueron expuestas en el Salón parisino, la mayor parte de estas obras pertenecen a artistas menores del género pompier; sobresalen algunas como la que Horace Vernet presentó en 1831 (Fig. 50), una monumental composición que debía mucho a las grandes recreaciones barrocas –las obras de Caravaggio y Artemisia Gentileschi siguen siendo hoy las más célebres interpretaciones pictóricas de la escena de la decapitación de Holofernes– y que Heinrich Heine describía no sin ironía en una reseña recogida posteriormente en su volumen De la France: Elle vient de quitter sa couche, la belle jeune femme à la taille élancée, brillant de tout l’éclat de sa beauté. Un vêtement violet, noué à la hâte autour des hanches, descend jusqu’à ses pieds. Le haut du corps est couvert d’une robe de dessous d’un jaune pâle, dont la manche, tombant sur le bras droit, est relevée avec une 265 friedrich Hebbel. «Introducción» a Judith, traducción de Ricardo Baeza y K. Rosenberg, estudio pre- liminar de jacinto Grau y prólogo de Ricardo Baeza, Madrid, Atenea, 1918, p. 86. 266 jaynie Anderson, Judith, París, Éditions du Regard, 1997, p. 53. 218 sorte de geste de boucher, mais d’une grâce enchanteresse, par la main gauche, car la droite tient le glaive recourbé qui menace Holopherne endormi. La voilà, cette ravissante créature, hier encore vierge, pure devant Dieu, souillée devant le monde, hostie profanée. Sa tête est délicieusement attrayante et d’un charme étrange : ses cheveux noirs semblables à de petits serpents qui se redressent en se roulant, lui donnent une grâce effrayante. Le visage est légèrement ombré, une douce férocité, une tendresse sombre, un courroux sentimental percent tout à la fois dans les traits de cette beauté meurtrière. Son œil surtout étincelle de divine cruauté et de la joie de la vengeance ; car elle a aussi son injure à elle, la profana- tion de son beau corps, à venger sur l’affreux païen. Celui-ci n’est pas en effet très attrayant, mails il paraît bon enfant au fond. Il dort avec tant de complaisance dans l’engourdissement de béatitude qui suit sa félicité ! Il ronfle peut-être ; ou […] sommeille tout haut. Ses lèvres frémissent encore comme si elles donnaient des baisers : et la mort l’envoie ivre de bonheur et certainement de vin, sans inter- médiaire de souffrance et de maladie, par le ministère de son plus bel ange, dans la nuit blanche de l’éternel anéantissement. Quelle fin digne d’envie ! Oh ! quand mon heure viendra, faites-moi, grands dieux, mourir comme Holopherne !267 Caracterizada como una mujer intrigantemente seductora, Judith ocupará durante la segun- da mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX una posición propia en el panteón de las femmes fatales tardorrománticas. A analizar su presencia en un conjunto de textos líricos, narrativos y dramáticos poco estudiados dedicaremos las siguientes páginas, que se ocuparán de las lecturas orientalistas, eróticas y violentas del mito de Judith. Siguiendo la metodología y los criterios previstos, centraremos nuestra atención en representaciones que muestren una especial interrelación entre la literatura y las artes plásticas. Del mismo modo, privilegiare- mos las obras surgidas en el ámbito hispano, tratando de determinar sus filiaciones y posibles ramificaciones en el ámbito internacional. Judith, como Salomé, es parte del imaginario cosmopolita del Decadentismo y el Simbolismo, y la amplísima circulación de traducciones literarias y reproducciones gráficas facilitó la asimilación de elementos iconográficos y estilís- 267 «Judith está a punto de matar a Holofernes. Una joven esbelta y exultante acaba de despertar de su sueño. Una prenda violeta, anudada de cualquier modo alrededor de las caderas, le llega hasta los pies; tiene el busto cubierto por una prenda interior color amarillo y remanga con la mano izquierda la manga que se desliza sobre el hombro con un gesto de carnicera, podría decirse, no exento de una especie de elegancia mágica, sin embargo, ya que, con la otra mano ya ha desenvainado la cimitarra destinada a Holofernes, que duerme. Se yergue así, encantadora, emergiendo apenas de la virginidad, totalmente pura a los ojos de Dios y al mismo tiempo mancillada por el mundo, como una hostia profanada. Su rostro, de una maravillosa elegancia, reflejo de una amabilidad sorprendente, está enmarcado por rizos negros que no caen sino que, como culebras, se yerguen con una gracia temible; se encuentra parcialmente en la sombra, y un salvajismo suave, una oscura dulzura, un furor sentimental impregnan los rasgos nobles de su fatal belleza. En sus ojos, principalmente, brillan una crueldad cándida y una sed de venganza; porque también ha de vengar su cuerpo violado por el odioso pagano. De hecho, este último no es apenas seductor; parece, en el fondo, un buen chico. Exhausto, duerme sobre un lecho de rosas; tal vez ronque o, como dice Louise, duerma ruidosamente; los labios están entreabiertos como si todavía siguiera besando; hace un instante, él descansaba en brazos de la felicidad, puede que la felicidad descansara también en sus brazos; ebrio de felicidad, y con certeza también de vino…» (Heinrich Heine, De la France, París, Michel Lévy Frères, 1857, pp. 335-337). 219 Figura 50. Horace Vernet, Judith et Holpherne (1831) ticos en distintos ámbitos de la cultura europea. La última sección de nuestro análisis se ocupará de un tipo diferente de reescrituras: las que, siguiendo la estela de Léon Bloy o Giraudoux, recuperan el sentido religioso y heroico de Judith y la trasladan a los conflictos sociales y políticos de entresiglos. 220 Figura 51. Lucas Cranach, Judith con la cabeza de Holofernes (c. 1530) 221 3 . 1 . PRELUDIO : J EAN LORRA IN EN EL MUSEO En 1885 Jean Lorrain publicó en la revista La Revue Contemporaine un soneto titulado Devant un Cranach268. La obra pictórica a la que se refería no era otra que una de las célebres representa- ciones de Judith con la cabeza de Holofernes que el pintor alemán Lucas Cranach había ejecutado alrededor de 1530, y que muestra a Judith como una joven de rasgos septentrionales –piel pá- lida, cabellos rubios– vestida según la moda de los ambientes acomodados del Renacimiento, y sujetando con la mano derecha la espada enhiesta mientras acaricia, con la izquierda, la cabeza de Holofernes, que reposa decapitada en una mesa ante ella. A partir de la informa- ción de que disponemos, resulta difícil discernir qué versión de las debidas al pincel de Lucas Cranach fue la que Lorrain pudo admirar en París, ya que las diferentes versiones presentan muchas similitudes entre sí y han seguido itinerarios muy diversos hasta llegar a las coleccio- nes donde se conservan hoy en día. En todo caso, esta abundancia no es sino una muestra del interés de Cranach por esta figura bíblica, que empleó como un pretexto temático y un décor con que adornar numerosos retratos femeninos caracterizados por el lujo y la suntuosidad de los detalles, propios de una elegante corte renacentista, tal y como recuerda Janye Anderson en su aproximación a las representaciones pictóricas de Judith: Lucas Cranach l’Ancien, toujours sensible à la mode italienne, dépeignit en Judith d’innombrables elegantes patriciennes en tenue provocante. Parfois, leur chevelu- re est retenue par le traditionnel filet de veuve mais, en d’autres occasions, elle se répand librement sur les épaules comme il sied pour les jeunes filles269. Nos hallamos, por lo tanto, ante representaciones pictóricas que muestran a Judith ataviada 268 Jean Lorrain, «Devant un Cranach», La Revue Contemporaine, septiembre-diciembre de 1885, t. 3, pp. 37-40. 269 «Lucas Cranach el Viejo, siempre sensible a la moda italiana, retrató a incontables elegantes patricias vestidas de un modo provocativo bajo el modelo de Judith. En ocasiones, sus cabellos se recogen bajo el tradicional velo de viuda, pero en otras representaciones la cabellera se expande libremente sobre sus espaldas como si fuera una doncella» (j. Anderson, Judith, París, Éditions du Regard, 1997, p. 72). 222 según el uso del Renacimiento alemán. Si tomamos como referencia la más conocida de estas variaciones, la tabla hoy custodiada en el Metropolitan Museum of Art de Nueva york (Fig. 51), dicho atuendo aparece reflejado en todo su esplendor. Por otro lado, tal y como veremos durante nuestro análisis, resulta muy posible que la obra contemplada por Jean Lorrain fuera esta versión o una muy similar, ya que así lo corroboran algunos detalles descritos en esta espléndida écfrasis. En todo caso, resulta fácil imaginar las razones que llevaron a un escritor de gusto decadente y anticuario como Lorrain a escoger esta obra como motivo de inspiración literaria. No se trata, por otra parte, de una actitud excepcional en la trayectoria del poeta de origen nor- mando, que siempre mostró un vivo interés por la pintura clásica. Así lo demuestra la circunstancia de que este soneto apareciera por primera vez acompaña- do por otros dos poemas referidos igualmente a obras pictóricas: Les Sirènes y Devant un Franz Hals270. No sería la única ocasión en que sería incluido en libros o publicaciones periódicas. Devant un Cranach formó parte de Les Griseries (1887) y de L’ombre ardente (1897), y fue objeto asimismo de una segunda difusión en prensa, esta vez en L’Écho de Paris271, con otras cuatro composiciones también de carácter ecfrástico. Podemos señalar que, en ambos casos, dichas apariciones en prensa fueron mencionadas por Lorrain en su correspondencia con el pintor Gustave Moreau, correspondencia en la que no escaseaban las observaciones y discusiones acerca de las obras de los grandes maestros de la pintura. El poema, como hemos adelantado, se titula Devant un Cranach y está construido bajo la forma de una écfrasis descriptiva que se detiene morosamente en la caracterización de tejidos, joyas y colores. Presenta, sin duda, la misma ambivalencia de la pintura, que muestra a Judith con un aspecto elegante y apacible que contradice la crueldad del crimen que acaba de cometer, ya que dos elementos esenciales de dicho suceso –el arma y la víctima– se encuentran tam- bién en la escena, como trofeos de una batalla. No en vano, el rasgo más llamativo de este texto es esa dualidad entre pureza y crueldad que Lorrain condensa en la conclusión del primer cuarteto, donde afirma que Judith es «una virgen a la vez feroz y delicada». Dicha ambivalencia, fundamental en la construcción del arquetipo de la femme fatale, queda de manifiesto a través de una serie de oposiciones y con- trastes que recorren todo el texto: 270 La Revue Contemporaine, septiembre-diciembre de 1885, t. 3, pp. 37-40. 271 Jean Lorrain, «Sonnets: Récurrence, Devant un Botticelli, Devant un Cranach, D’après un Jacquemin, Aveu», en L’Écho de Paris, 6 de octubre de 1893. 223 DEvANT UN CRANACh Sous un grand chaperon de peluche écarlate, Un clair escoffion brodé de perles rondes Enserre un front de vierge aux courtes mèches blondes, Une vierge à la fois féroce et délicate. Des chaînons ciselés, des colliers, vieux ors mats Bossués de saphirs et de gemmes sanglantes, Étreignent un cou mince aux inclinaisons lentes, Jaillissant comme un lys d’un corset de damas. La robe est en velours verdâtre à larges manches. Le corset couleur feu ; les doigts de ses mains blanches Sont surchargés d’anneaux de verre de Venise ; Et de cette main longue et comme diaphane La Judith allemande, enfant naïve, aiguise Les dents d’un Holopherne égorgé, qui ricane272. Devant un Cranach es una écfrasis que describe de manera considerablemente literal el con- tenido de la pintura, y lo hace en sentido descendente, comenzando por el sombrero de la protagonista y terminando con la macabra sonrisa de Holofernes. Mediante esta elección, Lorrain reproduce, en cierto modo, el procedimiento manierista que ya plasmó Cranach en su pintura: el desplazamiento del centro de atención del poema –en este caso, el crimen– a una posición marginal. De este modo, convierte el tema en un elemento periférico al que antepone otro tipo de contenido, que aquí es la descripción del lujoso atuendo de Judith. Tan sólo en el segundo terceto Lorrain refleja la presencia del cadáver, que cierra de un modo inquietante el poema y aclara el alcance real de la imagen. La descripción de Judith comienza por el tocado y desciende hasta llegar a sus manos, cuya blancura contrasta con la visión macabra de la cabeza degollada. Hasta llegar a ese punto, la atención de Lorrain se detiene en la red que ciñe sus cabellos rubios, sus vestidos y joyas. En el plano cromático, encontramos dos ejes principales que trasladan a dicho terreno el conflic- to entre pureza y crueldad que ya hemos mencionado a través del empleo del rojo y el blan- co. En el primer caso podemos mencionar los siguientes elementos: sombrero «escarlata» (v. 1), «gemas sangrantes» (v. 6), corsé «color de fuego» (v. 10), y la sangre que suponemos en la cabeza seccionada de Holofernes (v. 14). Dicha gama cromática, con diversas tonalidades 272 «Bajo un gran sombrero rojo de peluche escarlata, / una clara redecilla bordada con redondas perlas / enmarca una frente de virgen con cortos mechones rubios, / una virgen al mismo tiempo feroz y delicada. // Grandes cadenas cinceladas, collares viejos o mates / cargados de zafiros y de gemas sangrantes, / estrechan un cuello esbelto de lentas inclinaciones, / que brota como un lirio de un corsé de damasco. // El vestido de terciopelo verdoso con largas mangas, / El corsé color fuego; los dedos de sus manos blancas / están sobrecargados de anillos de cristal de venecia; // y con esta mano larga y como diáfana, / la judith alemana, ingenua niña, afila / los dientes de un Holofernes degollado, que ríe». 224 que van desde el escarlata hasta el anaranjado, predomina asimismo en la Judith de Cranach custodiada en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York (Fig. 51), que tomaremos como referencia para establecer los términos de este ejemplo de diálogo interartístico. En el otro extremo encontramos las menciones a la blancura y la palidez, que no resulta difícil vincular a nociones como la pureza o la juventud. Así, podemos resaltar las siguientes menciones: perlas (v. 2), cabellos rubios (v. 3), flor de lis (v. 8), manos blancas (v. 10) o el em- pleo del adjetivo «diáfana» (v. 12). Además, encontramos numerosas alusiones a su carácter virginal –«frente de virgen» (v. 3), «niña ingenua» (v. 13)– que contradicen la fuente vetero- testamentaria originaria: según el Libro de Judith, Judith no era virgen, sino viuda, aunque sí mantenía una actitud de castidad absoluta por decisión propia. Al margen de este equilibrado cromatismo, tan sólo encontramos una mención adicional: se trata del «terciopelo verdoso» (v. 9) de su vestido, que aporta una nota plenamente decadente a este retrato. El otro eje isotópico que podemos mencionar también está relacionado preci- samente con el gusto decadente, y se basa en la presencia de términos asociados al ámbito del lujo y lo suntuoso, que acentúan su belleza femenina. Como afirmaba Anderson, las recrea- ciones renancentistas de Judith « portent des chapeaux, des bijoux, et séduisent l’observateur masculin avec l’assurance de jeunes beautés. Nombreux sont les détails destinés à provoquer le spectateur273». Este vocabulario se refiere tanto a la riqueza de los tejidos –peluche (v. 1), redecilla (v. 2), damasco (v. 8), terciopelo (v. 9)– como, de manera especial, a las joyas. Lorrain, mediante un lenguaje que denota su fuerte filiación parnasiana, menciona las siguientes: perlas (v. 2), cadenas cinceladas y collares viejos o mates (v. 5), zafiros y gemas (v. 7), y anillos de vidrio de Venecia (v. 11). Ampliando el campo isotópico, no sería del todo inapropiado incluir en él la presencia de los dientes de Holofernes, que aparecen mencionados en el último verso. De un modo muy significativo, son el único rasgo del general asirio descrito de manera explícita, por lo que, después del crimen, podrían quedar equiparados al resto de joyas de la femme fa- tale: son una muestra de su poder y su capacidad de seducción, un adorno más de su orgullo y el trofeo de su triunfo sobre el ejército enemigo. Tal como hemos avanzado, la enumeración de elementos suntuosos sólo se interrumpe en el segundo terceto, donde se desvela el crimen y, con él, la identidad de la protagonista y la filiación narrativa de la escena. En contraste con la exhaustiva y preciosista descripción dedicada a Judith, Lorrain apenas dedica a Holofernes una observación acerca del grotesco rictus que desfigura su cadavérico rostro: una mueca de risa que se opone a la calma y serena belleza de la figura femenina. 273 j. Anderson, Judith, París, Éditions du Regard, 1997, pp. 72-73. 225 Por otro lado, la variación más interesante respecto a la obra pictórica es la referida a la mano de Judith. En la pintura –en este aspecto la mayoría de las versiones pictóricas coinciden274– sus dedos aparecen enredados en la cabellera ensortijada de Holofernes; sin embargo, en el poema Lorrain la describe como «afilando» los dientes de su víctima. Este desplazamiento posiblemente tiene como objetivo incrementar la violencia que destila esta representación, así como llamar la atención sobre los dientes de Holofernes entrevistos por la boca abierta del difunto, uno de los elementos más reconocibles e impactantes de la pintura. Así, con una imagen de gran violencia, concluye este texto que se reúne algunos de los rasgos más notables de la poesía de Jean Lorrain, como el gusto por el vocabulario alusivo a mate- riales preciosos y raros, su admiración por el carácter enigmático de las obras maestras de los siglos pasados, y la secular y muy decadentista unión entre el amor –el sexo, en este caso– y la muerte275, que en este caso aparece notablemente teatralizada, tal como apunta el profesor Jacques Poirier en su comentario a este poema: La preciosité hiératique de pareil texte, le goût pour le détail ornemental, l’insistance quasi-fétichiste sur la parure féminine, repoussent au dernier vers le «coup de théâtre»; comme dans un cauchemar, ce texte immobilise le mythe dans l’immédiat après-coup de la décollation, en un mélange subtil d’innocence («une vierge», «enfant naïve») et de perversión, avec cette jubilation d’un Holopherne qui, par son ricanement, semble se complaire dans son supplice276. El conjunto resulta de enorme interés, tanto por la calidad literaria del texto, como por la actualización en clave poética de una enigmática obra maestra del Renacimiento alemán que demuestra que los movimientos artísticos finiseculares no sólo bebían del arte de su tiempo, sino también de la evocación de épocas pasadas que, con su esplendor, sus códigos desconocidos y su perturbadora serenidad, suponían una alternativa plástica y un estímulo innegable para la imaginación. 274 Ibíd. 275 Como ejemplo del gusto de Lorrain por el misterio que encierran las obras de arte de los antiguos maestros, podemos citar los numerosos pasajes dedicados en Monsieur de Phocas a describir piedras preciosas, cuadros renacentistas y objetos raros. Por otra parte, el tema de la conjunción entre inocencia y crueldad femenina es una de las cuestiones que vertebran el espléndido libro titulado Princesses d’ivoire et d’ivresse, don- de Lorrain lleva a cabo una incisiva crítica de varias damas de la alta sociedad parisina a través de ocurrentes relatos alegóricos. Sus protagonistas, en muchos casos, son jóvenes virginales e ingenuas cuyos caprichos y ocurrencias acarrean la muerte o la desgracia de sus amantes. 276 jacques Poirier, Judith. Échos d’un mythe biblique dans la littérature française, Rennes, Presses Universi- taires de Rennes, 2004, p. 123. 226 Figura 52. Jean Lecomte du Nouÿ, Judith (1875) 227 3 . 2 . JUD ITH A TRAVÉS DEL PR I SMA DEL OR IENTAL I SMO Judith, al igual que Salomé, es para los artistas decimonónicos una embajadora del Oriente onírico de la Antigüedad, y como tal es merecedora de una especial fascinación. ya el libro bíblico que relata su historia incluye pasajes que sin duda habrían de excitar la imaginación de los lectores de la época, especialmente en lo relativo a los preparativos de Judith antes de dirigirse a territorio enemigo. Se quitó el sayal que vestía, se desnudó de sus vestidos de viudez, se baño toda, se ungió con perfumes exquisitos, se compuso la cabellera poniéndose una cinta, y se vistió los vestidos que vestía cuando era feliz, en vida de su marido Manasés. Se calzó las sandalias, se puso los collares, brazaletes y anillos, sus pendientes y todas sus joyas, y realzó su hermosura cuanto pudo, con ánimo de seducir los ojos de todos los hombres que la viesen277. El baño, la exhalación aromática de los perfumes, la abundancia de joyería, maquillaje y lu- josos vestidos provocan en la imaginación orientalista el mismo efecto que las descripciones que Shakespeare hace de los boatos de Cleopatra o las notas con que Huysmans interpreta las complejas orfebrerías de Gustave Moreau. Además, Judith presenta un atractivo adicio- nal: ubicada en una época inexacta –el tiempo de los mitos–, la figura de la viuda hebrea no exige el rigor arqueológico de Salomé y puede funcionar como un lienzo sobre el que ejerci- tar complicados experimentos estéticos. Por ello, el siglo XIX asiste a la conversión de Judith en disfraz. Al igual que cualquier joven ataviada al modo árabe podía entrar en el Salon parisino convertida en Salomé, apenas una espada o alfanje bastaba para transformar a una modelo desconocida en la reencarnación de la heroína de Betulia. Es así como se puede comprender, en su contexto, la proliferación de recreaciones de Judith en la pintura académica de tema orientalista, y la capacidad de evo- 277 judith 10, 3-4. 228 cación que ofrecían al público278. En las siguientes páginas analizaremos algunas destacadas creaciones plásticas que emplean el tema bíblico como un pretexto para enriquecer retratos femeninos de tipo oriental, así como un poema ecfrástico debido a la pluma de Henri Cazalis e inspirado en un lienzo de Benjamin-Constant. 3.2.1. Lecomte du nouÿ o eL retrAto etnográFico Sabemos que el retrato que Jean Lecomte du Nouÿ (París, 1842- París, 1923) presentó al público en 1875 es una evocación de Judith (Fig. 52) porque así lo indica la inscripción que ocupa la esquina superior izquierda de la tabla279. A primera vista, este es el único rasgo que vincularía a la heroína bíblica con esta pequeña pintura firmada por un artista que desde el inicio de su carrera estuvo vinculado al orientalismo y la evocación de la Antigüedad clásica. Así lo sintetiza con acierto el título de la más importante monografía y exposición dedicadas a su obra, From Homer to Harem280. No en vano los críticos han señalado cómo el viaje a Egipto que Lecomte du Nouÿ efectuó en 1862 constituyó un punto de inflexión en su incipiente carrera pictórica. Posteriores via- jes a distintas regiones del Norte de África apuntalarían su vocación orientalista, que pudo ejercitar en el ámbito de la pintura, pero también en el de la obra gráfica; no es extraño que obras suyas ilustren textos orientalistas de Théophile Gautier y otros autores decimonónicos. Su formación, iniciada primero bajo el mando de los pintores Charles Gleyre y Émile Sig- nol, recibió también la influencia de Jean Léon Gérôme, en cuyo taller trabajó durante un extenso periodo de tiempo. De todos ellos extraería, unido a su afán exotista, un vivo interés literario que le llevaría a escoger temas históricos, arqueológicos y líricos para sus pinturas. Son todos ellos motivos predilectos de los pintores académicos. Sin embargo, a diferencia de otros, Lecomte du Nouÿ huye de la vaporosa vaguedad de la escuela de Délacroix para adoptar, como recuerda la experta Christine Peltre, rasgos de frontalidad, simplificación y un aire arcaico enormemente moderno281. Hay, de hecho, trazos de gran arcaísmo en esta pin- tura ejecutada según una técnica –el óleo sobre tabla– que remite a la imaginería medieval 278 «After all, pictures of Oriental women, with their colourful attire and rich jewellery, were painted in the main because they were attractive subjects that pleased collectors» (Lynne Thornton, Women as Portrayed in Orientalist Painting, París, ACR, 1994, p. 174). 279 La pintura está catalogada bajo el título de Judith (1875) y es un óleo sobre tabla de 32,4x20,3 cm conservado actualmente en el Dahesh Museum of Art de Nueva york, uno de los pocos centros museísticos especializados en pintura orientalista y una muestra de la popularidad que este género alcanzó entre los co- leccionistas estadounidenses de entresiglos. 280 From Homer to Harem se celebró en el Dahesh Museum of Art de Nueva York entre junio y septiem- bre de 2004. El catálogo de la muestra (Roger Diederen, From Homer to the Harem: The Art of Jean Lecomte du Nouÿ, Nueva York, Dahesh Museum of Art, 2004) es, hasta la fecha, el único trabajo monográfico dedicado a la trayectoria y la obra de este artista, y la fuente bibliográfica más completa sobre su producción pictórica. 281 Christine Peltre, Orientalism in Art, Nueva York, Abbeville Press, 2005, p. 209. 229 y ortodoxa, y que lleva el carácter arquitectónico y las líneas limpias de Lecomte du Nouÿ a su máxima expresión282. Muestra el busto de perfil de una mujer con atuendo exótico, posi- blemente argelino o marroquí, y en cualquier caso procedente de las culturas autóctonas del Magreb. ¿Es el nombre de Judith una elección aleatoria destinada a dotar de profundidad a un sencillo retrato etnográfico? En un primer instante, esta podría ser la conclusión más inmediata. Ni alfanjes, ni cabezas seccionadas ni suntuosos decorados sugieren la decapitación de Holofernes o su lujosa tienda. Sin embargo, el relato de Judith se ofrece a múltiples varia- ciones iconográficas: las más célebres son la de la decapitación o la presentación triunfal de la cabeza de Holofernes, pero también hay otros instantes muy apreciados por los artistas plásticos: la toilette de Judith –un pretexto para el desnudo– o el camino que efectúa junto a su sirvienta en dirección al campamento enemigo. Lecomte du Nouÿ parece haber descartado todas estas para esbozar una lectura más compleja y sutil. Por ejemplo, mediante el gesto de la mujer retratada de perfil, que dirige el dedo índice a su barbilla indicando una actitud de reflexión283. La reflexión, en el caso de Judith, no es un atributo inocuo. No hay que olvidar la relevan- cia que el relato bíblico otorga a la decisión propia e independiente de Judith, una decisión que nadie más conoce y que llega tras días de ayuno, reflexión y, también, de la inspiración divina284. 282 Ni la inscripción del título en el interior de la pintura ni la técnica de óleo sobre tabla son prácticas frecuentes en el conjunto de la obra de Lecomte du Nouÿ, que incluyó anotaciones apenas en algunos retratos de encargo como los de Jacquesson de la Chevreuse (1864) o Adolphe Crémieux (1878). Ambas elecciones, por otra parte, también podrían sugerir una lectura de esta obra como icono doméstico o religioso. 283 En la iconografía de la pintura clásica, dicho gesto está estrechamente vinculado a la figura de la me- lancolía, tal y como muestran las obras reunidas en una magnífica exposición y en su correspondiente catálogo: vv.AA., Tiempos de melancolía. Creación y desengaño en la España del Siglo de Oro, Madrid, Obra Social La Caixa, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, Ediciones Turner, 2015 (especialmente p. 126). 284 El capítulo 9 del Libro de Judith refleja las cavilaciones de la protagonista y su diálogo con Yahveh: «Señor, Dios de mi padre Simeón, a quien diste una espada para vengarse de extranjeros que habían soltado el ceñidor de una virgen para mancha, que desnudaron sus caderas para vergüenza y profanaron su seno para deshonor; pues tú dijiste: «Eso no se hace», y ellos lo hicieron. Por eso entregaste sus jefes a la muerte y su lecho, rojo de vergüenza por su engaño, lo dejaste engañado hasta la sangre. Castigaste a los esclavos con los príncipes, a los príncipes con los siervos. Entregaste al saqueo a sus mujeres, sus hijas al destierro, todos sus despojos en reparto para tus hijos amados, que se habían encendido de tu celo, y tuvieron horror a la mancha hecha a su sangre y te llamaron en su ayuda. ¡Oh Dios, mi Dios, escucha a esta viuda! Tú que hiciste las cosas pasadas, las de ahora y las venideras, que has pensado el presente y el futuro; y sólo sucede lo que tú dispones, y tus designios se presentan y te dicen: «¡Aquí estamos! «Pues todos tus caminos están preparados y tus juicios de antemano previstos. Mira, pues, a los asirios que juntan muchas fuerzas, orgullosos de sus caballos y jinetes, engreídos por la fuerza de sus infantes, fiados en sus escudos y en sus lanzas, en sus arcos y en sus hondas, y no han reconocido que tú eres el Señor, quebrantador de guerras. Tu Nombre es «¡Señor!» ¡Quebranta su poder con tu fuerza! ¡Abate su poderío con tu cólera!, pues planean profanar tu santuario, manchar la Tienda en que reposa la Gloria de tu Nombre, y derribar con fuerza el cuerno de tu altar. Mira su altivez, y suelta tu ira sobre sus cabezas; da a mi mano de viuda fuerza para lo que he proyectado. Hiere al esclavo con el jefe, y al jefe con su siervo, por la astucia de mis labios. Abate su soberbia por mano de mujer. No está en el número tu fuerza, ni tu poder en los valientes, sino que eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo 230 El pensamiento autónomo, por lo tanto, es un rasgo que introduce una enorme modernidad en esta representación. La inteligencia y la astucia son rasgos inherentes a la femme fatale, que siempre parece actuar movida por razonamientos ajenos a la mente masculina. Por lo tanto, una posible lectura de esta pintura podría indicar que la misma recrea ese instante de re- flexión en que Judith traza su plan contra Holofernes. Así lo sugiere, también, la iluminación cenital de la figura, que podría abrir la puerta a interpretaciones relacionadas con la ilumi- nación –espiritual, de origen divino– que experimenta Judith durante los días de reclusión previos a su decisión. Sin embargo, el gusto de Lecomte du Nouÿ por la iluminación teatral y artificiosa justificaría también sobradamente una elección basada exclusivamente en la dimensión estética de la pintura. Un análisis aparte, por supuesto, merece el atuendo de esta Judith anacrónica y de rasgos occidentales. Sabemos, gracias a uno de los primeros biógrafos del artista285, que esta obra surgió a partir de la fascinación que despertó en Lecomte du Nouÿ el atuendo tradicional de las mujeres judías de Marruecos. La prenda más reconocible es el shatweh, un tocado tradicio- nalmente lucido por las novias de Bethlehem durante la ceremonia del matrimonio286. Por lo tanto, el nombre de Judith puede ser tanto una alusión a la heroína bíblica como un símbolo para designar al pueblo hebreo. Nos hallamos, pues, ante una obra enigmática y sugerente que plantea diferentes interro- gantes. ¿Estamos ante un mero retrato de una belleza oriental con justificación literaria? ¿O ante una interpretación original e iconográficamente sólida de la figura bíblica de Judith? La ausencia de documentos adicionales acerca de la gestación de la obra o de la opinión que su autor tenía de la misma nos impide ir más allá en nuestras suposiciones, no sin antes apuntar, como ya hemos hecho, que ambas posibilidades tienen cabida en un universo simbólicamen- te complejo como el de Jean Lecomte du Nouÿ. 3.2.2. «LA Fin d’un écLipse»: juditH vistA por benjAmin-constAnt Entre los artistas finiseculares que más atención prestaron a la heroína hebrea destaca el nombre del francés Jean Joseph Benjamin-Constant (1845-1902). Tras sus viajes a España y Marruecos a principios de la década de 1870, este discípulo de Cabanel adoptó un carac- terístico estilo orientalista que le reportaría un éxito crítico y comercial considerable dentro de los débiles, refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados. ¡Sí, sí! Dios de mi padre y Dios de la herencia de Israel, Señor de los cielos y la tierra, Creador de las aguas, Rey de toda tu creación, ¡escucha mi plegaria! Dame una palabra seductora para herir y matar a los que traman duras decisiones contra tu alianza, contra tu santa Casa y contra el monte Sión y la casa propiedad de tus hijos. Haz conocer a toda nación y toda tribu que tú eres yahveh, Dios de todo poder y toda fuerza, y que no hay otro protector fuera de ti para la estirpe de Israel» (judith 9). 285 Guy de Montgailhard, Lecomte du Nouÿ, París, Lahure, 1906. 286 Roger Diederen, From Homer to the Harem: The Art of Jean Lecomte du Nouÿ, Nueva york, Dahesh Mu- seum of Art, 2004, p. 123. 231 de los círculos académicos. Su fascinación por oriente, avivada tras entrar en contacto con Mariano Fortuny y Marsal287, queda de manifiesto en la siguiente declaración: Since that day of landing at Tangiers I have had no other dream than to be a painter of oriental scenes; to lead the life pointed out by Marilhat, Delacroix and Henri Regnault. I thought to stay only a month and here I am for two years288. Pintor prolífico y bien considerado, Benjamin-Constant fue un participante asiduo en los célebres Salones celebrados en la capital francesa; de hecho, entre 1869 y 1888 tan sólo faltó a la cita en una ocasión –en 1877– y expuso más de treinta obras que muestran su evolución estilística. La mayor parte de su producción orientalista se enmarca entre los primeros años de la década de 1870 y mediados de la década siguiente. Es en este periodo donde la crítica ha ubicado las obras que analizaremos a continuación, cuatro representaciones de Judith que condensan los rasgos más significativos del gusto orientalista de Benjamin-Constant, cuyas obras, a juicio de un especialista, «then ran in the level of simple Eastern scenes, the pictorial qualities of naïve poetry and gorgeous coloring forming their claims for commendation289». A la vista de sus intereses plásticos, Judith tenía que ser a la fuerza un tema atractivo para un artista que dedicaría gran parte de su producción pictórica a representaciones femeninas de inspiración orientalista. Desde odaliscas ubicadas en suntuosos escenarios hasta personajes históricos tan evocadores como Teodora290, las obras de Benjamin-Constant se muestran en ocasiones muy próximas a las de otros pintores de su generación, como Henri Regnault. Lejos de detenerse en minuciosas reconstrucciones arqueológicas, sus representaciones de figuras históricas presentan un carácter contemporáneo y convocan varios elementos propios del Orientalismo decimonónico en torno a un personaje cuya identidad queda desvelada mediante elementos simbólicos o arquetípicos. En el caso de Judith, protagonista de las obras que analizaremos a continuación, dicha atribución se produce gracias a los títulos de las pinturas y a la inclusión de un objeto muy reconocible: la espada con que decapita al capi- tán de las tropas asirias. Las cinco pinturas muestran rasgos comunes, pero también algunos elementos distintivos que sugieren diferentes modulaciones del arquetipo de la femme fatale. Todas ellas, de acuerdo con el catálogo más reciente dedicado al pintor, fueron ejecutadas en 287 L. Arcache, Art d’Orient, tableaux orientalistes, catálogo de la subasta organizada por Étude Tajan en París el 14 de mayo de 2001, p. 38. 288 C. H. Stranahan, A History of French Painting From Its Earliest To Its Latest Practice, Nueva york, Charles Scribner’s Sons, 1888, p. 326. No resulta casual que la mayor parte de las escasas referencias bibliográficas de que disponemos acerca de Benjamin-Constant procedan de fuentes estadounidenses, como el manual de pintura del que procede esta cita. varias obras maestras del pintor parisino fueron adquiridas en su momento por coleccionistas norteamericanos, tal y como demuestra el hecho de que las pinturas que mencionamos en este capítulo hayan pasado o se mantengan hoy en día en colecciones de Estados Unidos. 289 Íbid. 290 El óleo Teodora fue muy celebrado por la crítica cuando se presentó por primera vez en el Salon de 1887, aunque se quedó a las puertas de recibir la Medalla de Oro, que fue a parar a manos del también orien- talista fernand Cormon (C. H. Stranahan, op. cit., p. 327). 232 fechas muy concretas, entre 1885 y 1886, y ocupan una posición destacada en la producción del artista tolosano291. La primera obra que analizaremos es, tal vez, la menos violenta y la más amable de las que Benjamin-Constant dedicó a la decapitadora de Holofernes292. Se trata de un lienzo que muestra a Judith desde una perspectiva levemente lateral (Fig. 53). La protagonista de la escena está mirando a su izquierda y sostiene en su mano izquierda la espada con la que presumiblemente acaba de asesinar al capitán asirio; así lo indican, al menos, unas tenues manchas rojizas en el filo de la espada, aunque se trata de un toque cromático muy sutil, y el único elemento amenazante o violento de la imagen. En esta representación, Judith es una mujer corpulenta de expresión serena. ostenta una espesa cabellera castaña que ciñe una diadema plateada. La palidez de su tez se inserta en la tradición plástica que atribuye piel clara a las mujeres orientales, y tan sólo el tímido color rojo de sus labios y la sombra que rodea su mirada sugieren una cierta voluptuosidad. Su ata- vío consiste en una túnica de tonos rosados y anaranjados, ceñida mediante el cinto dorado donde descansa la espada, ondulante y desnuda. Acaso resulte oportuno señalar que la conjunción de dichos elementos –el ceñidor y la es- pada– forma un ángulo que subraya la ubicación anatómica del pubis. Por otro lado, dicha indumentaria ofrece un amplio escote donde resalta la claridad de su piel, enmarcada por un echarpe transparente y de reflejos dorados que cubre sus brazos. Es en este último elemen- to –el chal dorado– donde se manifiesta de un modo más notorio la moderna ejecución de esta pintura, a base de pinceladas más o menos sueltas que acentúan los contrastes de luz y sombra. Dichos reflejos son asimismo perceptibles en las piezas de joyería que luce: grandes aros a modo de pendientes, brazaletes en ambos antebrazos, y una sortija en la mano que sostiene la empuñadura de la espada. El fondo del cuadro está dominado por un motivo ornamental que sugiere la presencia de un tapiz muy del gusto orientalista de la época: formas decorativas de inspiración vegetal, cene- fas y figuras geométricas que subrayan la dimensión suntuosa de la obra y cuyos arabescos 291 Hasta fechas muy recientes, la obra de Benjamin-Constant no había sido objeto de un estudio en profundidad. Sin embargo, el hallazgo de numerosas pinturas subastadas en la últimas décadas y la puesta en valor del patrimonio pictórico orientalista ha cristalizado en un espléndido catálogo: Nathalie Bondil, ed., Benjamin-Constant. Merveilles et mirages de l’Orientalisme, Montreal, Musée des Beaux-Arts de Montréal, 2014. Esta publicación, editada con motivo de la primera exposición retrospectiva dedicada al artista en dos sedes (Montreal y el Musée des Augustins de Toulouse) ha venido a subsanar un vacío crítico esencial y ha permitido datar con exactitud obras cuya genealogía permanecía hasta entonces en la sombra. 292 Esta pintura, subastada por la casa Sotheby’s de Nueva york el 23 de octubre de 2007 (lote 12), pro- cedía de la colección de George Eastman. En el catálogo de Bondil corresponde al número 75. 233 Figura 53. Jean J. Benjamin-Constant, Judith (1885) 234 dorados contrastan con la gran superficie negra que domina la parte central del fon- do, sobre la que destaca la luminosa figura de Judith. Una composición similar se puede apreciar en el segundo de los cuadros que analiza- remos (Fig. 54). Data de 1885 y representa igualmente a Judith, aunque en este caso el conjunto resulta ligeramente más ame- nazador. La protagonista aparece retratada desde una mayor frontalidad y mira al late- ral. En esta ocasión, la espada, que empuña con su mano derecha, descansa en el suelo. La otra mano, en un gesto altivo, se apoya en su cadera293. Judith aparece represen- tada como una mujer pelirroja cuya larga cabellera cae sobre su hombro izquierdo. La longitud de la cabellera, tal y como han demostrado distintos estudios críticos, es un elemento asociado a la fatalidad en la iconografía barroca y finisecular294. También su poderosa mandíbula, el mentón elevado o la mirada desafiante, contribuyen a dotar de cierto carácter amenazador a la imagen. En el ámbito indumentario, Judith luce una túnica de color aguamarina con bordados en oro. Su rasgo más significativo es que deja uno de los hombros al descubierto, acentuando la dimensión erótica de la escena. Otro elemento que subraya el componente sensual es el leve sonrojo que se aprecia en el rostro de la modelo, que por lo demás ostenta tez clara y ras- gos plenamente occidentales. La heroína hebrea muestra asimismo dos brazaletes dorados y unos pendientes idénticos a los que lucía la protagonista de la obra pictórica que hemos analizado previamente. El escenario es notablemente distinto. Se basa igualmente en tejidos y brocados lujosamente ornamentados, pero en este caso presentan una mayor riqueza y profundidad gracias al em- pleo de pliegues y líneas diagonales que dotan de mayor dinamismo al conjunto. También 293 Lienzo subastado en Nueva York por la casa Christie’s el 26 de enero de 2011 (lote 214). Actualmen- te pertenece a la colección de Priscilla Haber en Tuxedo Park (Nueva York). En el catálogo de Bondil aparece bajo el número 74. 294 Puede consultarse la monografía de Erika Bornay, La cabellera femenina. Un diálogo entre poesía y pin- tura, Madrid, Cátedra, 1994. Figura 54. Jean J. Benjamin-Constant, Judith (1885) 235 llama la atención el contraste entre dos tipos de superficies. La zona izquierda del lienzo está ocupada por tejidos negros que muestran los consabidos motivos orientales bordados en oro y que presentan efectos de caída y volumen. Sin embargo, la parte derecha presenta una tonalidad rojiza que, en algunos puntos adquiere resplandores dorados casi demoníacos. Esa difusa sombra rojiza –que bien podría proceder de la representación de tejidos, tapices o cortinajes de dicha tonalidad– amplía el alcance emocional de la imagen. La expresión del rostro, la variedad cromática y la hábil iluminación de la escena nos sitúan ante una repre- sentación mucho más evocadora de la figura de Judith. También más monumental, ya que sólida figura de Judith está muy alejada de la sinuosa sensualidad de Salomé: no en vano Judith es una guerrera, no una danzarina. Por otro lado, los rasgos vagamente masculinos de la protagonista presentan grandes simili- tudes con los recreados por otros artistas de la época, aunque más vinculados a los círculos británicos que a los franceses. A pesar de su turbia sensualidad plenamente orientalista –al modo francés, especialmente en el desarrollo del décor–, la protagonista de esta obra recuer- da a las perturbadoras heroínas andróginas que pueblan las obras de pintores victorianos como Frederick Sandys, Edward Burne Jones o Dante Gabriel Rossetti. Precisamente con este último podemos relacionar otro elemento que ya hemos mencionado anteriormente: la exuberante cabellera rojiza de Judith295. Este carácter inquietante aumenta considerablemente en la tercera de las obras: se trata de la Judith (c. 1886) actualmente expuesta en el museo Metropolitan de Nueva york (Fig. 55), un espléndido óleo muy arriesgado en cuanto a la concepción del tema y a la caracterización casi canónica de Judith como femme fatale. La protagonista absoluta del lienzo es una porten- tosa figura femenina que interpela directamente al espectador desde una posición frontal. No encontramos en ella las suaves torsiones de las odaliscas orientales, sino una silueta imponen- te que realza su corpulencia gracias a voluminosos ropajes que acentúan su ancho torso y dotan a sus hombros de una magnitud casi hercúlea. Es la imagen de una mujer guerrera que posa con arrogancia sin soltar la espada que, sujeta por un cinto dorado y verde, mantiene en posición horizontal, subrayando la sólida estructura frontal del lienzo. La elección de un plano de tres cuartos resalta la monumentalidad de la figura, cuya presencia casi desborda los límites del lienzo, y al mismo tiempo denota la influencia de la fotografía, que ya era una herramienta habitual entre los pintores de la época y que podría explicar también otro de los rasgos más característicos de esta pintura: sus fuertes contrastes lumínicos, que a su vez podemos encontrar en numerosas obras orientalistas de finales del siglo XIX296. 295 La simbología asociada a la cabellera femenina pelirroja protagoniza un interesante capítulo del es- tudio de Erika Bornay, La cabellera femenina, Madrid, Cátedra, 1994, pp. 103-108, que comienza afirmando que «la tradición popular siempre ha tenido una mirada peyorativamente sospechosa hacia los cabellos rojos» (p. 103). 296 «The two practises [photography and painting] most nearly converged in the handling of light, the 236 En este contexto, la dimensión cromática y lumínica del cuadro es, sin duda, uno de sus ras- gos más significativos, y se encuentra alejado de las otras recreaciones de Judith que hemos analizado. En este caso, el cromatismo dominante es el dorado, que recorre el lienzo dándole un aspecto ambarino que, unido al ya citado empleo del claroscuro, recuerda inevitablemen- te a la pintura barroca y, de manera específica, a las tenebrosas figuras de Rembrandt. Al mismo tiempo, esta tonalidad sugiere un escenario nocturno, concretamente el de la tienda donde Holofernes duerme después de su banquete con Judith. En este espacio, que podemos imaginar iluminado por candiles y lámparas de aceite, surge la figura de Judith, súbitamente transfigurada ante su violenta misión. Su silueta dorada, rica en claroscuros favorecidos por los pliegues de su vestimenta, se recorta contra suntuosos cortinajes de color rojo. También este detalle podría ser de carácter narrativo. No hay que olvidar que en el relato bíblico, des- pués de segar la cabeza del capitán de Nabucodonosor, Judith «hizo rodar el tronco fuera del lecho, arrancó las colgaduras de las columnas y saliendo entregó la cabeza de Holofernes a su sierva297». Esas mismas colgaduras son las que podemos identificar con las que aparecen en el lienzo de Benjamin-Constant, teñidas de rojo intenso. Dicho rojo –profundo, cardenalicio– es el otro tono dominante en el cuadro. De este modo se completa un eje cromático basado en el ocre y el rojo cuyas múltiples implicaciones –suntuosidad, poder, erotismo, violencia, muerte– entroncan de manera natural tanto con el pretexto narrativo de esta escena como con la sensibilidad decadente inseparable de cierta parte del Orientalismo finisecular. Existe un tercer color, aunque su empleo es mucho más limitado: se trata del verde esmeralda presente en la funda de la espada y en el pañuelo anudado a ella. La protagonista, como hemos adelantado, va vestida con una especie de túnica abierta sobre el pecho, ceñida por un corpiño dorado que rodea su cintura y que también envuelve sus hombros, acentuando su corpulencia. Se trata de una joven de cabellos castaños o rojizos que caen sobre sus hombros de manera descuidada. Aunque está vestida de un modo lujo- so –lleva un tocado, zarcillos, brazaletes y sortijas doradas–, todo en su aspecto, empezando por la postura –mano derecha apoyada en la cadera, y mano izquierda sujetando la espada– indica un cierto descuido que la aleja del proverbial ennui orientalista y la reviste de ardor guerrero y solemnidad. Es una figura orgullosa y regia, y parte de esa fuerza procede de su rostro, que mira al frente con gesto desafiante. Es ahí donde Benjamin-Constant despliega mayor maestría a la hora de crear violentos contrastes lumínicos: su mirada aparece sumida en la oscuridad, infranqueable, marcada por una leve elevación de su ceja derecha que le confiere un halo temerario. Sus rasgos, por otro lado armónicos, presentan un inesperado toque de sensualidad gracias al inteligente empleo del color rojo: bajo los ojos, sugiriendo un new medium inspiring painters to greater boldness in the transcription of violent effects they had previously attenuated» (C. Peltre, Orientalism in Art, Nueva York / Londres, Abbeville Press, 1998, pp. 168-173). 297 judit 13, 9. 237 Figura 55. Jean J. Benjamin-Constant, Judith (1886) 238 arrebol voluptuoso en sus mejillas, y en los labios, del mismo grana brillante empleado en los cortinajes. El resultado global es una fiel representación de los rasgos más característicos de la femme fatale: aspecto amenazante, físico hercúleo, mirada oscurecida por la sombra, sensualidad explícita y entorno fastuoso. Al igual que sucedía en las obras que hemos analizado anterior- mente, no nos encontramos ante una reconstrucción historicista de la figura de Judith, sino ante una evocación visual construida a partir de objetos –cortinajes, armas, joyas, vestimen- tas– que frecuentemente poblaban los estudios de los pintores de la época. Por ello, su aspec- to es contemporáneo y, al mismo tiempo, atemporal. La dimensión cotidiana viene dada por el empleo de los objetos citados, procedentes de culturas y de países ubicados en la órbita referencial del Orientalismo. La atemporalidad surge a partir del manejo que Benjamin- Constant hace del color y la luz. El resultado es una presencia sobrehumana, la plasmación visual de un arquetipo donde se funden la belleza, la sensualidad y la muerte: la belle dame sans merci de la imaginación romántica que, en esta ocasión, se encuentra además imbuida de fervor religioso. El marco del lienzo, probablemente original, presenta una inscripción en yeso que muestra, en caracteres árabes, la leyenda «No hay más Dios que Dios»298. En relación a esta última, podemos mencionar una cuarta Judith (1886, Fig. 56), también ex- humada en fechas muy recientes299. El formato –un retrato de tres cuartos–, la indumentaria y los paños del fondo son muy similares y ostentan idéntico colorido. También enfrentada frontalmente a la mirada del espectador, la diferencia más notable respecto a su hermana del Metropolitan es la iluminación; donde aquella aparecía bañada en una luz rojiza que resal- taba sus rostros en un baile de sombras, esta recibe la luz de un modo más diurno, dando un tono más claro a su tez y unos rasgos menos temibles a su belleza. A pesar de todo, se reitera la mirada sombría, el semblante circunspecto y la brillante espada que aquí sujeta con su mano izquierda –la derecha está apoyada en su cadera. También una cierta corpulencia, aquí subrayada por el hombro desnudo y la línea firme de las mandíbulas. Sus cabellos son de un negro profundo, y están constelados por adornos dorados en forma de moneda, a la moda árabe. Jean-Joseph Benjamin-Constant pintó al menos una quinta Judith (Fig. 57) que fue presenta- da al público durante el Salon de París de 1886 y gozó de excelentes críticas que saludaron tanto su maestría como la de Justiniano, la otra obra –en este caso un monumental lienzo historicista– que el ya célebre Benjamin-Constant expuso en la muestra anual de los círculos 298 Charles Sterling y Margaretta M. Salinger, «XIX Century.» French Paintings: A Catalogue of the Collection of The Metropolitan Museum of Art. 2, Nueva york, Metropolitan Museum of Art, 1966, pp. 206–7. 299 Subastada en Londres por Christie’s el 17 de junio de 2004. En el catálogo de Bondil aparece con el número 40. 239 de la pintura académica300. Se trata de un óleo minucioso y de delicado cromatismo que, a diferencia de las anteriores representaciones, muestra a Judith con el torso desnudo, subra- yando la dimensión erótica de esta figura femenina301. 300 Dicha obra, Judith (1886), salió a la luz en fechas recientes con motivo de su venta por parte de la casa Sotheby’s en Londres, el 3 de junio de 2009. Sin embargo, en el catálogo de dicha subasta figuran varios datos que, a raíz de nuestra investigación, juzgamos erróneos: el nombre de pila del autor aparece como Jules-Joseph, y la obra se presenta bajo el título de Salammbó, cuando son varias las fuentes documentales que apuntan a que se trata de una representación de Judith. En diversos catálogos del Salón de 1886 figura con ese título junto a descripciones que coinciden punto por punto con la obra que estudiamos. También aparece con ese nombre –Judith– en el grabado reproducido junto al poema de Henri Cazalis publicado ese mismo año en la revista Les Lettres et Les Arts, tal y como veremos en el capítulo dedicado al estudio de dicho díptico. Por ello, creemos conveniente concluir que, definitivamente, se trata del óleo titulado Judith que Benjamin-Constant presentó en la exposición anual de 1886. Así lo corrobora también el catálogo de Nathalie Bondil: aparece bajo el nombre de Judith (c. 1886) con el número 76. 301 Existe al menos una versión reducida de dicha obra que aparece recogida en el catálogo Art d’Orient, tableaux orientalistes, Étude Tajan, Hôtel Drouot, París, 14 de mayo de 2001, p. 40. La composición es similar, aunque el fondo de la escena es azul pálido en vez de rojizo, lo que repercute en una mayor luminosidad y ligereza del conjunto. En el catálogo de N. Bondil aparece con el número 77. Figura 56. Jean J. Benjamin-Constant, Judith (1886) Figura 57. Jean J. Benjamin- Constant, Judith (1886) 240 Sobre un fondo adornado con tapices profusamente ornamentados se recorta la imponente figura de una mujer cuya mirada, en la sombra, se encuentra dirigida a su derecha. El atuen- do que luce es típicamente orientalista –una túnica azul con motivos florales bordados en oro– y de gran sensualidad, ya que dicha prenda se encuentra drapeada en torno a su cintu- ra, sujeta con un cinturón de cuero con detalles metálicos, dejando el torso de la mujer a la vista. Todo el atuendo ostenta una cierto aspecto descuidado que recuerda tanto a la Judith conservada en el Metropolitan de Nueva york como a la Salomé de Regnault. El conjunto se encuentra en perfecta sintonía con el modo habitual de representar la anatomía femenina en la pintura orientalista mediante «white and waxily-perfect female bodies302» que respondían más a las fantasías eróticas del público occidental que a la representación realista de escenas orientales. No obstante, la imagen no está despojada de cierto matiz amenazante, concretado en el sable que la protagonista sostiene tras su espalda, en una postura de gran belleza compositiva que permite la exhibición de sus senos y su torso erguido, bellamente modelados por un hábil juego de luces y sombras. Es precisamente la configuración lumínica de esta pintura uno de sus aspectos más interesantes, tal y como apunta un cronista de la época: Cette Judith est la fin d’un éclipse. Déjà le sol, les tapis, admirables de ton et de richesse, les jambes élégantes, les hanches aimables de l’héroïne de Béthulie sont sorties du cercle des ombres pour briller à la clarté du soleil; mais la tête est enco- re dans les ténèbres qui vont s’étendant jusque sur les chairs, jusque sur la gorge, jusque sur les bras où n’a jamais circulé le sang généreux de la vie303. Este contraste es especialmente perceptible en el rostro de la protagonista. Sus rasgos facia- les se encuentran invadidos por la sombra, y el espectador no puede acceder a su mirada, que adquiere de este modo tintes amenazadores. La crítica prestó atención a esta omisión, aunque la juzgó en sentido negativo, tal y como muestra el siguiente fragmento de la misma crónica: Ces ténèbres sont si épaisses que nous ne pouvons découvrir dans le visage qui se pro- file le dessin de l’oeil. En a-t-elle un? N’en a-t-elle pas? N’en a-t-elle plus? Quel est ce point vaguement lumineux? Serait-ce lui? Hélas! non. Ce n’est qu’un reflet accroché à l’une des pendeloques du diadème. Il est écrit que nous ne verrons jamais cet oeil qu’il serait intéressant de voir; car, vraisemblablement, l’oeil d’une femme qui tient un sabre et qui va assassiner Holopherne ne doit pas être un oeil ordinaire304. El hieratismo es extensible a los demás elementos de su rostro, así como a su espesa cabelle- 302 Lynne Thornton, Women as Portrayed in Orientalist Painting. París, ACR Édition, 1994, p. 119. 303 Georges Olmer, Salon de 1886, París, Ludovic Baschet Éditeur, 1886, p. 20. 304 Georges Olmer, op. cit., p. 20. 241 ra negra, que cae en cascada sobre sus hombros resaltando la desnudez del busto. Sobre la frente lleva ceñida una especie de corona de orfebrería que alude a una cierta suntuosidad subrayada por el rico labrado de la funda de su espada y por los tejidos ya mencionados. En el suelo, encontramos un espléndido bodegón donde se mezclan pieles animales y tejidos y brocados de inspiración oriental que también fueron objeto de la atención del crítico: Nous y trouvons au plus haut degré la qualité dominante de l’artiste: une maestria émouvante dans l’exécution de la nature morte. Il y a là des rouges qui nous rem- plissent d’aise et qui nous feraient passer sur bien des défauts. Ces rouges suffisent pour rendre admirable une figure isolée305. El fondo de la escena se encuentra asimismo tapizado por motivos ornamentales de ins- piración floral, claramente deudores de la fascinación europea por los objetos decorativos procedentes de oriente. En ese sentido, esta obra presenta una cierta ambivalencia. Por un lado, el título remite a la terrible y heroica figura de Judith, la decapitadora. Por otro, tam- bién puede verse como una escena exótica al uso, con una figura femenina presentada de modo abiertamente erótico en un entorno atestado de turquerías y objetos orientales muy de moda entre el público europeo. Incluso la espada quedaría despojada de su carácter violento si prestamos atención al hecho de que el sable era un objeto habitual en el attrezzo orientalista de la época. La sombría mirada, en este caso, es el factor que termina de inclinar la balanza a favor de la primera interpretación, aunque la concepción luminosa y colorista de la pintura demuestra también que los arquetipos de la crueldad femenina habían sido asimilados como parte integrante del décor oriental que no sólo se nutría de objetos decorativos, sino también de los sangrientos relatos recogidos en textos como Las mil y una noches. 3.2.3. unA écFrAsis de Henri cAzALis En 1886, la revista literaria Les Lettres et les Arts publicaba un poema titulado Judith, firmado por Jean Lahor306. Tal y como hemos apuntado con motivo del análisis de otro poema del mismo autor307, dicho nombre es el pseudónimo que empleó el escritor francés Henri Cazalis para rubricar la mayor parte de su obra poética, fuertemente asociada a los presupuestos es- téticos simbolistas y decadentes. El poema del que ahora nos ocupamos se ubica plenamente en esta órbita estilística en su vertiente orientalista, y adquiere pleno significado mediante su confrontación con la imagen que lo acompaña: un grabado de Eugène André Champollion 305 Georges Olmer, op. cit., p. 21. 306 Jean Lahor, «Judith», Les Lettres et les Arts, 1 de febrero de 1886, p. 162. El grabado es el mismo que figura en las colecciones del British Museum con la inscripción «Peint par Benjamin-Constant… Gravé par Champollion». Eugène André Champollion (1848-1901) fue un grabador célebre por sus versiones de obras maestras del arte orientalista de la época. En el catálogo de Bondil aparece reproducido en la lámina 382. 307 Cfr. cap. 2.1.3. 242 inspirado en la Judith que Jean-Joseph Benjamin-Constant presentó en el Salón Parisino de 1886 (Fig. 58)308. No cabe duda de que la pintura de Benjamin-Constant reunía los rasgos necesarios para cautivar la imaginación de Henri Cazalis, un poeta que, además, había demostrado en va- rias ocasiones un vivo interés por las artes plásticas, tal y como demuestran algunos de sus escritos, dedicados a fenómenos artísticos como el art nouveau y a artistas tan vinculados al imaginario finisecular como William Morris y, sobre todo, Henri Regnault, a cuya vida y obra llegó a dedicar una interesante monografía309. Regnault, tal y como hemos apuntado, presenta notables puntos en común con Benjamin-Constant y ambos comparten un mismo gusto por las escenas de temática orientalista y una cierta sensibilidad erótica310. Por otro 308 No fue éste el único grabado basado en dicha pintura. Una ilustración de este lienzo apareció en el volumen de Albert Wolff, Figaro-Salon, Paris, figaro, 1886. 309 Henri Cazalis, Henri Regnault. Sa vie et son oeuvre. París, Alphonse Lemerre Éditeur, 1872. 310 Resulta pertinente recordar que también Regnault había pintado, en 1869, una versión de Judith y Ho- lofernes (hoy custodiada en el Musée de Beaux-Arts de Marsella) que Cazalis tuvo que conocer forzosamente con motivo de la redacción de los textos que acompañaron aquel catálogo publicado en 1872. Dicha pintura, marcadamente monumental, presenta una compleja composición dominada por una diagonal en la que destaca Figura 58. Les Lettres et les Arts (1886) 243 lado, Benjamin-Constant no era ajeno a los círculos literarios, que frecuentaban su taller para conocer de primera mano sus nuevas producciones311. Por todo ello, no resulta aventu- rado suponer que Cazalis pudo conocer personalmente al artista tolosano y contemplar en su estudio obras como Judith. En cualquier caso, la sensibilidad pictórica de Cazalis queda de manifiesto en la particular écfrasis que le dedicó a la mencionada Judith de Benjamin-Constant, y que reproducimos a continuación: jUDITh Judith a dévoué son corps à la patrie; Elle a paré ses seins pour son terrible amant, Peint ses yeux, avivé leur sombre flamboiement, Et parfumé sa chair qui reviendra flétrie: Et pàle elle est allée accomplir sa tuerie… Ses grands yeux fous d’extase et d’epouvantement et sa voix, et sa danse, et son long corps charmant ont enivré le noir cavalier d’Assyrie. Tout à coup, dans les bras du maître triomphant, elle a crié fermant les yeux comme un enfant; puis l’homme s’est couché, pris d’un sommeil de bête: Dans l’horreur de l’amour autant que de la mort, la femme sur le mâle a frappé sans remords et froide, et lentement, elle a scié la tête312. El poema no adopta la forma de una composición meramente descriptiva, sino la configu- ración de un soneto de corte narrativo que se vincula con la obra pictórica a través de la evocación de una serie de rasgos plásticos entre los que destaca la recreación de una densa atmósfera impregnada de sensualidad, exotismo y violencia. Dicho desarrollo se estructura a través de tres partes que narran la acción de un modo casi cinematográfico y muy sintético. De este modo, la seducción (vv. 1-8), el acto sexual (vv. 9-11) y el crimen (vv. 12-14) confi- guran una suerte de modus operandi de la femme fatale que Cazalis desarrolla partiendo de una el desnudo masculino del general asirio, dormido tendido en su lecho bajo la mirada de su ejecutora, que se dispone a llevar a cabo su misión y que ostenta una expresión de frialdad. 311 «Il fut de bon ton de venir admirer les toiles encore sur le chevalet dans son bel atelier de la rue Pigalle; artistes, écrivains, femme élégantes, députés, ministres même s’y donnaient rendez-vous: il y reçut les plus illustres visiteurs» (Nathalie Bondil, op. cit., p. 51). 312 «judith consagró su cuerpo a la patria; / Adornó sus senos para su terrible amante, / se pintó los ojos y avivó su sombrío resplandor, / perfumó su carne destinada a marchitarse: // Y, pálida, se dirigió a cumplir su homicidio… / Sus enormes ojos, locos de éxtasis y de espanto / y su voz, y su danza, y su largo cuerpo encantador / embriagaron al negro caballero de Asiria. // En un instante, cuando estaba en brazos de su triunfante dueño, / gritó cerrando los ojos como un niño; / después el hombre se acostó, invadido por un sueño brutal: // En el horror del amor y en el de la muerte, / la mujer descargó un golpe sin remordimientos sobre el macho / y, fría y lentamente, le serró la cabeza.» 244 personal recreación del momento más álgido de la historia de Judith. Esta perspectiva privi- legia los elementos alusivos a la estrategia urdida por la viuda hebrea y su belleza, a la que se contrapone la brutalidad de Holofernes. Por una parte, Judith aparece ante el lector como una mujer fría y de mente estratégica, que se embellece con un objetivo claro: la seducción de Holofernes que desembocará en el violento asesinato descrito en el último terceto. Frente a ella, el general asirio ostenta rasgos fuertemente irracionales. Holofernes es descrito como un hombre autoritario, dotado de fuerza física y de una violenta personalidad que obedece siempre a instintos de carácter animal, como expresa el verso «puis l’homme s’est couché, pris d’un sommeil de bête», donde el sustantivo «bête» («bestia») adquiere un sentido peyo- rativo, despojando al asirio de todo rasgo humano. ya el primer verso («Judith consagró su cuerpo a la patria») unge a la protagonista femenina de un cierto carácter militar. No es una mujer al uso, sino la depositaria de una misión sagra- da de importancia fundamental para su pueblo, y esta mención patriótica la vincula con otra fémina guerrera tan legendaria como Juana de Arco. No obstante, el hecho de que el arma principal para conseguir la liberación de su patria sea el «cuerpo» mencionado en el primer verso resulta notablemente significativo. En los siguientes versos, la heroína hebrea adquiri- rá forma a través de una sensual toilette destinada a desvelar una prosopografía típicamente modernista. Resulta llamativo que el primer elemento anatómico que encontramos, ya en el segundo verso, sean los senos, adornados «para su terrible amante». Tampoco es casual que, en la pintura de Benjamin-Constant cuya reproducción ilustra este poema los senos adquieran un destacado protagonismo. Modelados por los teatrales claroscuros de la iluminación, quedan privilegiados frente a otros elementos anatómicos como el rostro velado en la sombra. De hecho, esta correspondencia nos permite aventurar que el poema de Cazalis es de hecho una trasposición de la pintura de Benjamin-Constant, y que la unión de estas dos obras no res- ponde simplemente a una decisión anecdótica. Así, los senos aparecen como una especie de ofrenda o tributo erótico en ambos casos: en el poema, lo hacen antecedidos por la afirma- ción de que «Judith consagró su cuerpo a la patria»; en la pintura, el gesto de la protagonista que exhibe sus senos a plena luz mientras desvía la mirada sugiere una misma motivación. En este marco, los siguientes versos, que muestran a Judith embelleciéndose para la seduc- ción, adquieren esta misma connotación, aunque lo hacen a través de una muy lograda y esteticista prosopografía. En ella, la viuda maquilla sus ojos con el objeto de «avivar su som- brío resplandor» (v. 3), lo que remite a la mirada tenebrosa que también encontrábamos en la pintura de Constant. En el siguiente verso, el acto de «perfumar su carne que regresará marchita» (v. 4) adquiere un misterioso carácter premonitorio, anticipando el acto erótico que violará la proverbial pureza de la viuda hebrea. 245 El segundo cuarteto desarrolla la seducción de Holofernes mediante una estrategia que remi- te a otra fatal heroína bíblica: la danza, que la emparenta con Salomé. En estos versos encon- tramos los elementos habituales en las descripciones del momento culminante de la danza de la hija de Herodías: la palidez (v. 1), la mirada profunda, llena de «éxtasis y espanto» (v. 6) y el embrujo del «largo cuerpo encantador» (v. 7) que, con su movimiento, «embriaga al negro caballero de Asiria» (v. 8). En esta expresión, enormemente evocadora, encontramos dos elementos muy significativos. El primero de ellos es la asociación del verbo «enivrer» («embriagar») a la seducción, presente en numerosas recreaciones finiseculares de la fatali- dad femenina; el sentimiento erótico, así descrito, vendría a ser un abandono de los sentidos y, por lo tanto, un instante de debilidad que dota a la seductora de un enorme poder sobre el hombre aturdido. Por otro lado, Holofernes es descrito como «negro» en una nota cromática que se opone a la palidez de Judith que se menciona en el primer verso del cuarteto. El primer terceto presenta un enorme interés, ya que recrea el encuentro erótico entre Judith y Holofernes, un instante raramente evocado en el corpus literario dedicado a este tema. El carácter violento de este acto, que en el relato bíblico adquiere la categoría de un sacrificio patriótico, protagoniza los dos primeros versos de esta estrofa, que narran cómo «en brazos de su triunfante dueño, / ella gritó cerrando los ojos como una niña» (vv. 10-11). De este modo, el placer sexual del clímax amoroso queda elegantemente sugerido por este gesto, tras el que Holofernes se acuesta, «invadido por un sueño de bestia». Por un lado, nos en- contramos ante un sutil desarrollo del tópico de la petite mort en el ámbito erótico. Por otro, el pesado sueño del general asirio podría remitir al mito masculino del poder coercitivo del sexo femenino, capaz de anular las fuerzas y la voluntad del más vigoroso de los hombres. Dicho embrujo, que emparenta a Judith con legendarias hechiceras como la Circe homérica, abrirá la puerta al sangriento desenlace, que aparece en una atmósfera caracterizada por «el horror del amor y el horror de la muerte» (v. 12). Se trata de una formulación explícita de la unión entre Eros y Thanatos que introduce un elemento inesperado –el amor– en este episodio. En medio de este clima contradictorio, Judith ejecuta «sin remordimientos» (v. 13) su tarea, y golpea al «macho» (nótese la connotación de esta denominación del sujeto masculino, similar al empleo de «bête» en el verso 11). El último verso resume la acción característica del personaje de Judith: «fría, lentamente, serró su cabeza». La violencia inherente al verbo «scier» («serrar») remite al aspecto sangriento de diversas recreaciones pictóricas muy co- nocidas, como la ejecutada por Caravaggio (Fig. 49) en los albores del seicento italiano, o las obras posteriores e igualmente célebres de Artemisia Gentileschi (Fig. 59), que dedicó nume- rosos lienzos a recrear distintos episodios de este relato veterotestamentario. Una vez concluido este recorrido, el estudio comparado de la Judith de Benjamin-Constant y el poema de Jean Lahor / Henri Cazalis arroja luz sobre un interesante caso de intertextualidad: la obra literaria desarrolla su propia visión narrativa sobre los hechos pero refleja, en los primeros 246 versos, ciertos elementos propiamente ecfrásticos. De este modo, la obra plástica funciona como detonante de la creación literaria y busca su propio rumbo a través de una heterodoxa evocación de este personaje heroico. El énfasis en los aspectos más eróticos y violentos del relato sirve para integrar la figura bíblica de Judith en la sensibilidad decadentista, transformando el relato patrió- tico originario en un perturbador cuento de terror que ilustra las razones que convirtieron a la viuda de Betulia en uno de los arquetipos predilectos de la pintura y la literatura finisecular. Figura 59. Artemisia Gentileschi, Judith decapitando a Holofernes (c. 1613) 247 3 . 3 . TEATRO DE S íMBOLOS : JUD ITH B A JO LA INFLUENCIA DE SALOMÉ La tragedia en cinco actos de Friedrich Hebbel (1840) habría de desencadenar toda una fiebre teatral por el relato de Judith. Son numerosas las piezas destinadas al escenario que se estrenaron en toda Europa durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, y todas ellas entienden a Judith de un modo similar: como una mujer atormentada por pasiones contradictorias, desgarrada entre su deber patriótico y el deseo que la empuja a los brazos de Holofernes. No cabe duda de que el relato bíblico ya presentaba enormes atracti- vos para la escena: los parlamentos de Judith debatiéndose entre el deber y el instinto podían dar lugar a soliloquios de intenso poder dramático, y el público, ya familiarizado con el relato, estaba en una posición propicia para valorar variaciones, matices psicológicos y giros románticos. Al menos fueron tres las obras dramáticas que alcanzaron cierta repercusión en España durante el periodo que analizamos; de dos de ellas nos ocuparemos en este capítulo, ya que muestran, como rasgo común, una sutil asimilación de estilos y estrategias hereda- das de la celebérrima Salomé, de oscar Wilde313. En la misma línea discursiva, centraremos nuestra mirada en algunas representaciones plásticas que heredan la confusión secular entre ambas figuras, propiciada por una atmósfera fin de siécle que «entre sans doute pour beaucoup dans cette sexualisation d’une Judith de plus en plus contaminée par Salomé»314. 3.3.1. rAmón goy de siLvA y LA épicA modernistA A la vista de las numerosas obras que el escritor simbolista Ramón Goy de Silva dedicó a glosar episodios protagonizados por egregias representantes de la feminidad amenazadora, no resulta extraño que Judith fuese la figura central de una de ellas. Si bien su Judith. Poema épico315 no fue incluido en ninguno de los volúmenes compilatorios que Goy de Silva dio a las 313 La tercera, escrita por Azorín, encontrará desarrollo en el último capítulo de este bloque, pues su aproximación a Judith es más filosófica y política que romántica. 314 Denis Hollier, «À l’en-tête d’Holopherne. Notes sur judith», Littérature N. 79, 1990, pp. 16-28 (p. 18). 315 Ramón Goy de Silva, Judith. Poema épico, en Prometeo, Madrid, Año III, XXIV, 1910, pp. 953-967. En 248 prensas a lo largo de su carrera, su publicación en las páginas de la revista Prometeo, dirigida de facto por Ramón Gómez de la Serna, ha permitido conservar hasta nuestros días una primera versión de un tema que, a la luz de estudios recientes, debió interesar a Goy de Silva durante un largo periodo de su vida316. Judith. Poema épico apareció publicado por primera y última vez en 1910. Se trata de un texto no excesivamente largo –apenas una docena de páginas en su versión impresa– que adopta la forma dialogada y teatral que empleó Goy de Silva en muchas de sus obras. Podemos calificarla como una de sus «piezas de teatro poético no representadas317», ya que, por sus características literarias –y también por las del tejido empresarial propio del teatro de la época–, el destino principal de esta obra era la lectura –privada o pública, en los cenáculos literarios simbolistas–, y no la representación escénica convencional318. Así lo demuestran, por ejemplo, los textos didascálicos, que adquieren entidad narrativa propia a través de cui- dadas descripciones cuyo lirismo remite a la obra del gran dramaturgo español del Fin de Siglo, Ramón María del Valle Inclán, y también a fragmentos muy reconocibles de títulos de la órbita decadentista. Respecto a la obra en sí, nos encontramos ante lo que Marta Palen- que define como «un drama de ambiente, intenso lirismo y lenguaje pleno de connotaciones simbólicas y sugerentes319» que presenta unas características espaciales bien definidas: La viñeta es un drama de interior, ya que todo ocurre dentro de la tienda de Holo- fernes, en la que se delimitan tres espacios contiguos: la antesala (único presente, en el que transcurre la acción), la sala de banquetes y el dormitorio (latentes). El exterior (el campamento y, a lo lejos, las murallas de Betulia) es sugerido por los sonidos y descrito en el diálogo320. El estatismo escénico y la naturaleza lirica del lenguaje empleado remiten a la que sin duda adelante, citamos a partir de esta edición. 316 Así lo apunta la profesora Marta Palenque en un detallado estudio, el primero y único hasta la fecha dedicado a esta singular pieza de Goy de Silva: Marta Palenque, «La Judith (1910) de Ramón Goy de Silva en la revista Prometeo», en Testi e Linguaggi, n.3, 2009, pp. 231-250. Dicha investigadora afirma que Judith no aparece mencionada en los principales estudios monográficos dedicados a la vida y la obra del escritor ferrolano. Apunta asimismo la existencia de una segunda versión de esta obra que habría quedado inédita, conservada bajo forma manuscrita en el Archivo Goy de Silva. 317 j. M. Bonet, Las cosas se han roto. Antología de la poesía ultraísta, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2012, p. 242. 318 La actividad editorial ligada a la escritura teatral del Modernismo ha sido objeto de un extenso y detallado estudio de jesús Rubio jiménez, «Ediciones teatrales modernistas y puestas en escena», Revista de literatura, Vol. 53, n. 105, 1991, pp. 103-150. En dicho artículo el autor analiza distintos ejemplos de ediciones teatrales prestando especial atención a los ilustradores que colaboraron en dichas obras. Entre las obras ana- lizadas se encuentra La Corte del Cuervo Blanco (1911), el primer libro publicado por Ramón Goy de Silva. 319 Marta Palenque, «La Judith (1910) de Ramón Goy de Silva en la revista Prometeo», en Testi e Linguaggi, n.3, 2009, p. 236. 320 Marta Palenque, «La Judith (1910) de Ramón Goy de Silva en la revista Prometeo», en Testi e Linguaggi, n.3, 2009, p. 237. 249 fue una de las obras más influyentes en la educación literaria de Goy de Silva: la Salomé de Oscar Wilde, cuya presencia hemos rastreado en la versión de la misma que Goy de Silva publicó en una fecha tan temprana como 1909. Judith, publicada apenas un año después en la misma revista, presenta, tal y como veremos a lo largo de nuestro estudio, un fuerte influjo de la obra wildeana, tanto en los aspectos formales como en los iconográficos y los temáticos. Nos hallamos, en cualquier caso, ante una obra muy temprana de Goy de Silva, publicada cuando el autor apenas tenía 26 años, poco antes de su debut «oficial» en los círculos litera- rios madrileños, que el gallego situaba en 1911, año de publicación de La Reina Silencio321 y de la obtención del Premio de la Academia de Poesía por el libro La caja de Pandora322. A la hora de caracterizar esta obra, uno de los primeros elementos destacables es el subtítulo que Goy de Silva le adjudica, y que resulta muy esclarecedor en cuanto al modo en que el autor entendía el episodio narrado en el libro bíblico de Judith. Mientras Salomé llevaba el subtítulo de «Poema trágico»323, en este caso nos hallamos ante un «Poema Épico». Si el conflicto principal de Salomé era la destructiva pasión erótica de Salomé hacia Iokanaán, aquí encontramos una motivación de otro tipo. La noción de «épica» remite a la naturaleza heroica de la historia de Judith, que de este modo queda integrada en un discurso patriótico e identitario: Judith, en esta historia, será la mujer que sacrifique su honor por amor a su pueblo, a pesar de que la trama incorpore asimismo un conflicto sentimental en torno al personaje principal y su víctima, el temible Holofernes. Dicha temática, como hemos apun- tado anteriormente, es una constante en la literatura posterior a la publicación de la Judith de Friedrich Hebbel en 1840. Las compleja descripción con que se abre la obra bien podría recordar al escenario de un cuadro de Gustave Moreau mirado a través de los ojos de Des Esseintes: El fasto oriental luce en estas estancias con toda su magnificencia: tapices de Tyro, Babilonia y Esmirna cubren las paredes y el piso, en confusión con pieles diversas; telas de lino bordadas a matiz con sedas preciosas; bronces esmaltados; pebeteros en los que arden el incienso, la mirra y aromas de nardo, cinamomo y almizcle; armas de todas clases, colocadas en forma de panoplias, bajo los broqueles: lan- zas, flechas, alfanjes, y, entre éstas, ornándolas, sartas de perlas, corales, colmillos de elefante sujetos por cadenas de oro, collares de rubíes y de toda clase de gemas. (p. 953) Un elemento llamativo, por supuesto, es la presencia del término «oriental» ya en la primera 321 R. Goy de Silva, La Reina Silencio: Tragedia, Madrid, Casa vidal, 1911, reeditada en 1918 como La Reina Silencio. Misterio en tres actos, seguida de otras viñetas dramáticas, Madrid, Atenea, 1918. 322 juana Toledano Molina, El sueño simbolista. Vida y obra de Ramón Goy de Silva (1883-1962), Córdoba, Diputación de Córdoba, 2005, pp. 23-24. 323 Ramón Goy de Silva, Salomé, Poema trágico, Prometeo, Año II, Nº 11, 1909, p. 80. 250 caracterización del espacio escénico. Las referencias pictóricas y anticuarias son obvias y remiten al suntuoso oriente soñado por los artistas europeos desde los inicios del siglo XIX. Evocadores topónimos –«Tyro, Babilonia y Esmirna»– planean sobre una larga enumera- ción de objetos de todo tipo, siempre vinculados a la riqueza y exceso que se presuponía a las antiguas civilizaciones orientales. El efecto sinestésico se acentúa gracias a la inclusión de elementos pertenecientes al ámbito olfativo, como los pebeteros donde arden todo tipo de sustancias exóticas324. Asimismo, en esta didascalia hace su aparición por primera vez la pre- sencia de la sangre, que funciona como leit motiv plástico de la obra y que, en esta temprana inclusión, preludia los cruentos hechos que se avecinan: Penden del techo algunas lámparas de plata, y, bajo la luz tenue de sus óleos aro- máticos, brillan las joyas, las armas y bordados con extraños fulgores rojos, como si sobre todo ello hubiesen caído las salpicaduras de sangre de los combates. (p. 953) En este contexto que poco tiene que ver con la sobriedad de un campamento militar co- mienza la acción dramática, en este caso mediante un diálogo entre dos personajes: la sierva de Judith y el Eunuco que guarda la tienda de Holofernes. De Abra, la doncella y cómplice de Judith, hay sobradas referencias en el relato bíblico y en desarrollos plásticos posteriores –muy especialmente la espléndida recreación de Artemisia Gentileschi Judith y su doncella (h.1618, custodiada en la Galería Palatina del Palazzo Pitti de Florencia) (Fig. 59)–, por lo que su inclusión en la Dramatis Personae de la obra no presenta ningún conflicto con el desa- rrollo canónico de la narración325. La inclusión del Eunuco tampoco resulta problemática, ya que dicho personaje aparece en el relato bíblico bajo el nombre de Bagoas. Resulta necesario señalar que no encontramos rastro de su presencia en la obra de Hebbel, lo que indica que Goy de Silva decidió recuperar deliberadamente este personaje partiendo posiblemente del texto bíblico. Los eunucos, por otro lado, son figuras habituales en la literatura y la pintura orientalistas en calidad de guardianes de esos recintos de Eros clausurado que son los harenes otomanos326. En esta obra, la función dramática del eunuco parece clara: es un personaje secundario que actúa como observador y testigo, y que ejerce un contrapeso a la figura de la sierva de Judith en esta escena inicial. Por otro lado, su presencia no está desprovista de una cierta ambigüedad muy del gusto de Goy de Silva327, especialmente perceptible cuan- 324 A propósito de la afición de Goy de Silva a introducir este tipo de objetos en sus décors podemos citar las cáusticas palabras de Álvaro Retana, que observaba que el escritor ferrolano «suele confundir el humo del puchero con el del pebetero de Cleopatra» (Álvaro Retana, «Tórtola valencia», en La Ilustración española y americana, 12 de febrero de 1915, p. 7) 325 janye Anderson (op. cit., p.48) señala que fue Lutero quien, en su traducción de la Biblia efectuada en 1534, otorgó el nombre de Abra a este personaje anteriormente innominado. 326 Un interesante desarrollo de esta figura casi «pintoresca» es el soneto «El Eunuco», incluido por el poeta parnasiano Antonio de Zayas en su libro Joyeles Bizantinos, Madrid, Imprenta de A. Marzo, 1902. 327 Alberto Mira ha estudiado brevemente las personalidad literaria de Goy de Silva, de cuya obra litera- ria afirma lo siguiente: «Es una literatura que parece huir hacia dominios exóticos, misteriosos, una literatura 251 do menciona, más adelante, que es el «esclavo que le viste [a Holofernes] y le desnuda y vela su sueño, y oye sus delirios». Dicha alusión, en la que podríamos apreciar ciertos tintes homoeróticos, se encuentra plenamente justificada en el contexto de la densa atmósfera de sensualidad que la cultura finisecular solía atribuir a las culturas remotas y exóticas328. Los dos personajes mencionados se encuentran en una terraza, comentando la relación entre sus respectivos «amos» y observando la fiesta que se desarrolla en la estancia contigua. Este recurso remite inevitablemente a la apertura de la obra dramática de Wilde, donde varios personajes –el paje de Herodías, el Soldado y el Joven Sirio– comentan el banquete ofrecido por Herodes a la legación de Roma. En este caso, el Eunuco elogia los encantos de Judith y alaba su capacidad para conquistar el duro corazón del guerrero: «Amparo y algo más, encuentra aquí la matrona hebrea, cuyas gracias y encantos supieron despertar adormecidas pasiones... yo leo en la frente de mi señor, penetro en su corazón y descubro todos sus secre- tos…» (p. 954). Un primer rasgo de fatalidad aparece ya en este comentario acerca de Judith. La mención a «adormecidas pasiones» remite a la capacidad transformadora de la mujer sobre el hombre y, en consecuencia, a su poder sobre él. Para el lector familiarizado con la tradición literaria relacionada con el mito de Salomé, esta alusión recuerda, por ejemplo, al célebre soneto que Julián del Casal dedicara a la Salomé de Gustave Moreau en 1892, y que hemos analizado en el bloque anterior. está el Tetrarca de mirada grave, barba canosa y extenuado pecho, sobre el trono, hierático y derecho, como adormido por canciones de ave.329 Resulta llamativo encontrar, en este primer diálogo, otra mención que entrelaza los mitos de Judith y de Salomé. Nos referimos al punto en que el Eunuco compara al general asirio con un león cuya carga simbólica tiene mucho que ver con la imagen tradicionalmente atribuida a Juan Bautista: Es el león, que no lo olvide, a quien la resistencia exalta y la mansedumbre rinde... Los brazos de Judith pueden formar un collar hermoso y fuerte alrededor de su cuello, si quiere aprisionarle... (p. 954) No cabe duda de que estas últimas palabras tienen valor de vaticinio, y anticipan el desenlace de este episodio , ya que más adelante veremos cómo el acto de la degollación es descrito en de ensoñación a veces inducida por el opio, en la que se atisba la presencia de la ambigüedad sexual» (Alberto Mira, «Modernistas, dandis y pederastas: articulaciones de la homosexualidad en «La edad de plata»», en Journal of Iberian and Latin American Studies, vol. 7, n. 1, 2001, p. 71). 328 Podemos señalar asimismo que el nombre que el eunuco recibe en el Libro de Judith –Bagoas– es el nombre atribuido igualmente al eunuco favorito de Alejandro Magno, lo que aumenta la capacidad de evoca- ción que esta figura podía tener en el contexto del Decadentismo. 329 julián del Casal, Poesía completa y prosa selecta, Madrid, verbum, 2001, pp. 121-122. 252 términos muy similares. A la hora de trazar la posible filiación de esta imagen –el amante como león derrotado–, si tenemos en cuenta los textos que ya hemos estudiado en el capítulo de esta tesis dedicado a la figura de Salomé, el poema narrativo del portugués Eugénio de Castro es el que desarrolla de un modo más extenso esta identificación entre el Bautista y el león330. Es también Eugénio de Castro quien pone en labios de la maestra de baile de la Salomé, y luego de Herodías, varias predicciones de glorias futuras merced a su poder de seducción. Recordemos las palabras de la primera de ellas: Em breve, ó Salomé, que os corações captivas, ouvindo a tua fama, os reis do norte e sul virão beijar-te os pés em longas comitivas!331 De un modo similar, el Eunuco cree predecir el esplendor venidero de Judith como reina y favorita de la corte asiria: EL EUNUCO.—Que de la voluntad de tu ama depende ser princesa en Babilonia, la más encumbrada de la corte de Nabucodonosor. Reina aquí, entre nosotros, y dueña del albedrío de Holofernes, nuestro omnímodo Jefe. (p. 954) Tiene lugar entonces la irrupción, en esta escena, del sonido y la evocación de la fiesta que se desarrolla en la estancia contigua. El Eunuco describe un ambiente de sensualidad y exce- sos que enlaza con la atmósfera de erotismo que ha sido inaugurada por la sugerencia de su intimidad con Holofernes: EL EUNUCO.—Son los esclavos que amenizan el festín... Todos los soldados que celebran orgía... Música en la tienda del General... músicas en el campamento.,. Hoy es un gran día para todos nosotros... (p. 955) Las muestras de lujo, que ya estaban presentes en la descripción inicial, continúan a través de los comentarios de los dos sirvientes. Ante semejante esplendor, la sierva no puede evitar expresar su admiración –«¡Estoy maravillada!... No creí que la tienda de un guerrero fuese tan suntuosa» (p. 955). La enumeración de muestras de la generosidad de Holofernes se pro- longa en imágenes tan barrocas como la siguiente: LA SIERvA.—Pasan unos esclavos llevando un jabalí adobado... Parece vivo... sus ojos brillan como si tuviesen fuego... EL EUNUCO.—Son dos crisólitos... Holofernes gusta de ver en sus manjares piedras preciosas, que regala luego a quienes le sirven. (p. 956) La conversación se centra entonces en Judith, y es aquí donde Goy de Silva comienza a des- velar la estrategia de las dos mujeres. La sierva afirma que Judith percibe a Holofernes como 330 Cfr. 2.1.2. 331 E. Castro, Antología, Lisboa, Imprensa Nacional – Casa da Moeda, 1987, p. 151. 253 un enviado de Dios «para castigar a Judea pecadora» (p. 956), ciudad cuyos muros, en una hermosísima imagen llena de resonancias exóticas, «se destacan en lo azul de la noche como legión de elefantes». Las siguientes líneas de diálogo muestran una significativa semejanza con las que intercambian los sirvientes de Herodes al comienzo de la Salomé de Wilde. Judith, como la princesa culpable de la decapitación del Bautista, ostenta una marcada palidez que preludia el episodio fúnebre que se avecina. LA SIERvA.—Beben los dos... EL EUNUCO.—Ella está pálida como los ópalos que ciñen su garganta... Su mano se agita con ligero temblor... parece como si fuese a desprenderse la copa de sus dedos trémulos... (p. 957) La virginidad y la pureza sugeridas por la palidez de Judith contrastan violentamente con la figura de Herodes, que a la blancura de la viuda contrapone su sensualidad desbordada mediante el regio símbolo del color púrpura: EL EUNUCO.—Holofernes, en cambio, tiene el rostro como la púrpura de su traje... ¡oh! Mira en sus ojos la expresión de una alegría insólita... Nunca, ni aún en los momentos supremos del triunfo, he visto su boca, como ahora, dilatada por una sonrisa indescifrable... LA SIERvA.—Judith sonríe también, enigmática... EL EUNUCO.—El caudillo vuelve á llenar su copa... Ahora pasan llevando un ve- nado enguirnaldado de lauros floridos... Sartas de perlas ornan su cornadura... Llenan las cuencas de sus ojos dos berilos cercados de rubíes sangrientos... (p. 957) La mención a la sangre concluye una sucesión de réplicas donde percibimos varios elementos claramente identificables con la obra wildeana. Por un lado, la simbólica palidez de Judith, que parece ahogada –los ópalos ciñen su garganta– y temblorosa, y que remite a la obra de Wilde («¡Qué pálida está la princesa!»). Sin duda, es una imagen de pureza: en tal escena de depravación, la sierva confiesa que su ama «no acostumbra a beber más que el agua de los manantiales», haciendo referencia a la proverbial castidad y rectitud de la viuda que, por sal- var a su pueblo, estará dispuesta a sacrificar su bien más preciado. Al mismo tiempo, no todo es inocencia: su traición se refleja en su rostro mediante esa sonrisa enigmática que observa la sierva, y que la vincula con la famosa esfinge que atormentaba a los escritores finiseculares332. 332 Como ejemplo, estos versos de The Sphinx, de Oscar Wilde: «you wake in me each bestial sense, you make me what I would not be. / you make my creed a barren sham, you wake foul dreams of sensual life» (Oscar Wilde, Complete Works, Londres, Collins, 2003, pp. 874-882 (p. 882). 254 La presencia del púrpura reviste a Holofernes de sensualidad –por oposición a la blancura de su amante–, pero también de magnificencia, por tratarse del color reservado a los podero- sos. Más que un militar, parece un emperador. Su inclusión no resulta extraña en el fastuoso entorno del banquete, repleto de signos de lujo y extravagancia. También de sensualidad desbordada: durante el banquete, uno de sus soldados, severamente ebrio, trata de estrechar a Judith entre sus brazos, y resulta herido por Holofernes, que ordena un cruel castigo para él. Esta muestra del carácter impulsivo del general contrasta de forma violenta con la enig- mática frialdad de Judith. También, al margen de la presencia obsesiva de la sangre, este epi- sodio es el segundo presagio de muerte que aparece en la obra, y un suceso que tiene también correspondencia en la obra dramática de Wilde: el soldado que sucumbe víctima del deseo remite a Narraboth, el joven sirio que se da muerte por causa de Salomé y cuyo trágico final anticipa la suerte de los hombres que ponen sus ojos en la mujer fatal. La inclusión de este episodio presenta un enorme interés, ya que condensa el mito de un modo muy efectivo. El eunuco menciona primero que se trata de «uno de nuestros guerreros más valientes, uno de los soldados predilectos de Holofernes» (p. 957), para luego describirlo «tendido a los pies de Judith, a sólo un tajo de alfanje, por el propio Holofernes» (p. 958). El antes y el después del valeroso soldado sirve como demostración del poder mortífero de Judith y como un preám- bulo de lo que está por suceder. Al igual que sucede en la obra de Wilde, a una primera escena donde los protagonistas obser- van lo sucedido desde un segundo plano le sucede la entrada en acción de la heroína. Judith aparece ricamente ataviada, acompañada por un cortejo. Por la puerta del fondo vese aparecer a Judith, en el pabellón contiguo, precedi- da de dos eunucos y seguida de otros esclavos que la escoltan, y parten, luego, a una señal suya. Está engalanada, con atavíos dignos de una reina, y enjoyada de rica pedrería. Luce en su cuello gargantilla de ópalos y collares de medallas ar- gentadas, y sus cabellos están enlazados con hilos de perlas; de sus orejas penden zarcillos áureos, y en sus brazos se ajustan ajorcas cinceladas. Precioso cinturón de esmalte ciñe a su talle la amplia túnica. Toda su persona está revestida de majes- tad altísima, y su rostro esfíngico tiene la mirada fija y la sonrisa misteriosa y vaga de una imagen humana petrificada. (p. 958) La aparición de Judith, con el esplendor de una reina antigua, dota a esta figura de una ma- jestuosidad de la que carece en otras recreaciones, donde se la menciona como una mujer bella pero austera. En esta larga descripción, además de la profusión de joyas y materiales nobles, resulta llamativa la mención a su rostro «esfíngico», que prolonga el enigma que ro- dea sus expresiones, y que será una constante durante toda la obra: Judith emplea el silencio y el misterio como herramienta de seducción y dominación. Aquí encontramos ese mismo valor: su apariencia hermética podría ser tanto una alusión a su estrategia –Judith está esce- nificando un plan urdido previamente con el objetivo de deslumbrar y asesinar a Holofer- 255 nes–, como un rasgo esencial de la fatalidad que encontramos en abundantes ejemplos de la época. La mujer enigmática, la esfinge de la que hablaba Oscar Wilde, protagoniza obras de pintores europeos –con una presencia notable en los círculos del movimiento Prerrafaelita– y también españoles, como Federico Beltrán Massés o Julio Romero de Torres. Sin embargo, el Eunuco establece de un modo preciso el poder de evocación de esta figura mediante la mención de la personalidad legendaria de Cleopatra: EL EUNUCO.—Ve allí a tu señora... ¡cuán bella está!... Parece una de esas reinas egipcias, momificadas, que tienen su lecho en el seno de las pirámides, donde duermen el sueño milenario que ha perpetuado en sus labios una sonrisa postre- ra. (p. 958) La presencia de la célebre reina egipcia se engarza a la perfección en esta historia gracias a su legendaria capacidad de seducción –como ella, Judith llegará a derrotar a un poderoso hombre de guerra–, pero también a la suntuosidad orientalista que rodea su leyenda en el imaginario occidental. El carácter misterioso de Judith, por otro lado, queda subrayado una vez más en una didascalia que encontramos a continuación: «Judith avanza espectralmente. Diríase un bello fantasma que se deslizase sobre aguas dormidas» (p. 959). Una vez más, las referencias a la Salomé de Wilde son innegables, aunque encontramos una similitud aún más significativa con la Salomé del portugués Eugénio de Castro, especialmente a la luz de los siguientes versos: Como sonâmbula perdida Em encantados, místicos jardins, Dir-se-ia que dança adormecida… Una vez fijados los elementos y las referencias que hacen de la Judith de Goy de Silva una femme fatale arquetípica, el texto prosigue su andadura inmerso en una atmósfera onírica, donde asistimos a un comportamiento errático por parte de Holofernes, antaño temible gue- rrero. Mientras imparte severas instrucciones a sus hombres acerca de la suerte del soldado que ha osado pretender a Judith –«Rematadle, si aún alienta en su pecho un soplo de vida, y arrojad su cuerpo a los buitres para que esta noche tengan también festín…» (p. 959)–, se torna inesperadamente débil en presencia de la femme fatale y, en su hastío, recuerda al Hero- des evocado por tantos poetas… Holofernes busca ahora a Judith y, al verla, dirígese hacia ella con ligera vacila- ción al andar, como si no fuese dueño de todo su aplomo. En su rostro, congestio- nado por el hartazgo, se revela el deseo insaciable de goces lascivos. (p. 959) En las siguientes páginas, el comportamiento de Holofernes irá variando y volviéndose cada vez más irracional, como si el veneno inoculado por su amante tomase progresivamente el control de sus actos. Mientras, Judith, a solas un instante, expresa en un aparte con su sierva 256 la trascendencia de este momento que, para ella, está revestido de fervor patriótico –«Veo sobre mí la mirada angustiada de Bethulia, y escucho el clamoreo incesante de sus mil bocas sedientas» (p. 959)–. Tras instruir «con bélico ardor, a duras penas contenido» a su cómplice acerca de su modus operandi, Judith pone en práctica su estrategia de seducción. Lo que sigue es un diálogo amoroso entre Judith y Holofernes que evoca casi de manera lite- ral la Salomé de Wilde, como veremos a continuación. Esta escena se desarrolla, nuevamente, en el ambiente de encantamiento suscitado por Judith, que parece ejercer un poder hipnóti- co –de «mujer serpiente333» –sobre la mente del aguerrido militar: Judith le espera inmóvil, casi risueña, mirándole fijamente, con extraño fuego en los ojos, que, al fijarse persistentes en los del caudillo, parecen envolverle en una llama fascinante. La voz de Holofernes es ahora apagada, débil, como salida de una garganta oprimida por manos amorosas... (p. 960) Como hemos anticipado, este diálogo recuerda al mantenido por Salomé y Herodes en la célebre obra wildeana cuya influencia en la escritura de Goy de Silva está fuera de toda duda. Al igual que sucedía en dicho texto, en este caso Holofernes promete colmar a Judith de riquezas a cambio de su favor, que en este caso no es la danza, sino la consumación del acto sexual. En estas réplicas, respondidas por la indiferencia de Judith, resuenan ecos de la obra de Wilde, debido a los paralelismos y al crescendo de intensidad que muestran las palabras de Holofernes, dispuesto a entregar a su amada todas sus posesiones a cambio de sus favores. iQuédate aquí esta noche!... en mi cámara... (Indicando el pabellón contiguo, donde está su lecho.) He mandado preparar un tálamo de rosas para que duermas tu primer sueño en mis brazos... Mis esclavas sembrarán mi cámara de pétalos blancos y de pétalos rojos... (p. 960) El fragmento mencionado, además de incluir una alusión a la oposición cromática blanco- rojo, evoca en la memoria del lector imágenes orientalistas tan sugerentes como la monu- mental pintura Las rosas de Heliogábalo (1888) (Fig. 80) de Sir Lawrence Alma-Tadema, donde la acumulación de pétalos de rosa genera una atmósfera de lujo sobre la que planea la som- bra de la muerte334. El componente erótico de este discurso se ve reafirmado por alusiones 333 Marta Palenque, «La Judith (1910) de Ramón Goy de Silva en la revista Prometeo», en Testi e Linguaggi, n.3, 2009, p. 239. 334 A propósito de la marea de rosas que inunda la obra maestra de Alma Tadema, R. j. Barrow comen- taba lo siguiente: «Resulta significativo que el artista se aparte de los Scriptores Historiae Augustae en un detalle crucial: en lugar de «violetas y otras flores», del toldo de seda sólo caen rosas. En la iconografía floral victoriana, las rosas se asocian por lo general con la belleza y el amor sensual, y con el transcurso del siglo, la rosa adquiere un perfume de decadencia. El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, comienza con la frase: «Inundaba el estudio el denso olor de las rosas». En la antigüedad, las rosas eran también un emblema del amor, pero conllevaban asimismo el halo inconfundible de los excesos imperiales. La Cleopatra de Ateneo ofreció un banquete en el que los pétalos de rosa llegaban hasta las rodillas de los invitados, el Nerón de Suetonio pidió en una ocasión a un cortesano que se gastase cuatro millones de sestercios en rosas para una comida en 257 de cierta ambigüedad, como el ofrecimiento, por parte de Holofernes, de sus esclavas y sus soldados. La mención a las esclavas, en primer lugar, se produce bajo la forma de una suerte de harén de bellezas exóticas: Todas mis esclavas son elegidas entre las cautivas más bellas de la Capadocia, de la Siria, de la Libia, de la Fenicia y de la Palestina... Todas serán dichosas en velar nuestro sueño... Mis esclavas son tuyas, Judith... (p. 960) Ante la indiferencia de Judith –en la que reconocemos la indiferencia de Salomé ante las riquezas que Herodes le ofrece–, Holofernes sube su apuesta, y pone a sus pies su ejército entero y sus glorias militares: Mis guerreros forman un ejército victorioso y dan la vida por defender mi vida, y luchan con denuedo para alcanzar el triunfo a fin de cubrirme de gloria... Todos mis guerreros serán dichosos en velar nuestro sueño... Mis guerreros son tuyos, Ju- dith... Toda mi gloria es tuya... y tuyos son, también, los pueblos vencidos que han sido hollados por mi carro de guerra y forman mi botín de conquistador... Todo, todo te doy a cambio de que esta noche duermas en mi lecho... ¡Judith, Judith!... ¿oyes mis ruegos?... ¿Qué respondes?... (p. 961) Ante el rechazo de Judith, y tras comprobar que los más excelsos bienes materiales y hu- manos no surten efecto en la viuda hebrea, Holofernes se adentra en un terreno diferente, muy del gusto decadentista, que afecta tanto a la sensualidad como al poder: el general de Nabucodonosor ofrece a Judith la posibilidad de convertirla en una deidad viviente que será adorada e idolatrada hasta el final de sus días. Estas líneas constituyen, sin duda, uno de los pasajes de mayor belleza de este texto, y una excelente muestra de las capacidades líricas de Ramón Goy de Silva. En ellas encontramos audaces imágenes impregnadas de intensa sensualidad. Mediante la promesa de hacer de Judith un objeto de deseo inalcanzable por los hombres, Holofernes se aproxima a la íntima aspiración de la femme fatale: el deseo, el poder y el castigo. hOLOfERNES.—Serás la adorada, elegida mía, reverenciada por todos, y a ti se acercarán los vencedores con el corazón agitado, el rostro encendido y las pupilas dilatadas por un deseo irrealizable... jUDITh.—iSeñor!... (p. 961) A continuación, las alusiones eróticas se vuelven más explícitas: su honor y el vitelio de Tácito visitó un campo de batalla tras haber hecho alfombrar su camino con pétalos de rosa. Alma-Tadema, plenamente consciente de las evocaciones que despiertan las rosas (tanto entre los antiguos como entre los modernos), se sirvió de ellas para reemplazar las «violetas y otras flores» alterando la información de sus fuentes para modificar la versión oficial de Roma» (R. J. Barrow, Lawrence Alma-Tadema, Londres, Phaidon, 2004, p.135) 258 hOLOfERNES.—Serás el fruto delicado que codiciarán, sin gustarlo jamás, bocas hambrientas de placer, labios ardientes, manos ávidas, vigorosas y convulsas... jUDITh.—¡Oh, señor!... (p. 961) Estas referencia plenamente sexuales dan paso a una evocadora imagen, donde Judith es equiparada a una deidad en cuyos rasgos no resulta difícil reconocer la referencia a las volup- tuosas Venus de la pintura académica decimonónica, entre las que destaca, por su excelencia y su fama, la protagonista de El nacimiento de Venus (1863) de Alexandre Cabanel (Fig. 60): hOLOfERNES.—La diosa idolatrada, sin más vestidura que la luz de los astros en la noche; tendida en el lecho arenoso de un mar agotado, sobre las algas secas y las perlas y los corales esparcidos... jUDITh.—¡Señor!... (p. 961) En esta recreación, sin embargo, Goy de Silva introduce un elemento desconcertante que priva a la imagen de la carnalidad propia de este tipo de representaciones: la imagen de un «mar agotado, sobre las algas secas y los corales esparcidos» anticipa, de un modo enorme- mente original, la esterilidad inherente a la figura de Judith, «ni mère ni vraiment épouse»,335 que la convierte en la némesis del arquetipo de la maternidad femenina y, por lo tanto, en una de esas mujeres espectrales que fascinaban a Baudelaire. Igualmente inquietantes son las referencias al poder de la femme fatale: en el siguiente párrafo reconocemos rasgos pertene- cientes a egregias reinas de la Antigüedad como Cleopatra: hOLOfERNES.—La princesa de quien hablan con amor los cortesanos y a cuyo paso se prosternan los pueblos sumisos... La que gobierna en el ánimo de los reyes poderosos, de los conquistadores invencibles... Todo, todo eso serás, Judith, y rei- narás en mi albedrío, a cambio de tu amor... ¿Qué respondes? (p. 961) Resuenan asimismo ecos de la Salomé de Eugénio de Castro. Recordemos que, en el diálogo entre la princesa y su maestra de danza, esta última realiza el siguiente vaticinio: Teu nome ha-de brilhar mais de que o sol no azul! Em breve, ó Salomé, que os corações captivas, ouvindo a tua fama, os reis do norte e sul virão beijar-te os pés em longas comitivas!336 335 jacques Poirier, Judith. Échos d’un mythe biblique dans la littérature française, Rennes, Presses Universi- taires de Rennes, 2004, p. 111. 336 E. Castro, Antología, Lisboa, Imprensa Nacional – Casa da Moeda, 1987, p. 151. 259 La promesa de gloria ocupa el último peldaño en la escala ascendente de ofrendas que Ho- lofernes, como amante y como hombre poderoso, puede poner a los pies de Judith. No obstante, la resistencia de la hebrea no parece disminuir, y sólo lo hace cuando formula su verdadero deseo: que Holofernes libere a Betulia de su yugo. Sin embargo, la estrategia no da resultado. Al contrario de lo que sucedía en la Salomé de Wilde –cuyo punto álgido es la peti- ción de la cabeza del Bautista–, aquí la ausencia de testigos que, como en el caso de Herodes, pudieran obligar a Holofernes a mantener la palabra dada, imposibilita el éxito. Holofernes se siente traicionado porque cree haber descubierto la motivación oculta de Judith. A pesar de los esfuerzos de la hebrea, que ha formulado su petición «envolviéndole en el fuego cre- ciente de su mirada, bajo cuyo influyo Holofernes parece alucinado» (p. 962), el hechizo se rompe y la reacción de Holofernes será violenta, «como sacudido por un golpe rudo que le despertase de su ensueño». La retórica del hechizo, aquí, parece obvia. Sin la influencia del encantamiento, las majes- tuosas ofrendas de antes se transforman en promesas de desgracias y castigos de crueldad inimaginable. La dualidad entre deseo y violencia, conflicto central de la obra, resurge aquí con toda crudeza y, donde antes le ofrecía a sus soldados y esclavas más espléndidos, ahora Holofernes amenaza a Judith con hacerla arrastrar «por un camello enfurecido, después de mancillada por esclavos leprosos» (p. 963). No obstante, antes de ejecutar sus sangrienta venganza, Holofernes concede a Judith una última ocasión para defenderse. Judith así lo hace, y logra convencerle de que se trataba de una prueba de amor («te he hablado así para probar la verdad de tu amor, la sinceridad de tus palabras», p. 963). Holofernes, a su vez, se excusa, reafirma su amor por ella y justifica el Figura 60. Alexandre Cabanel, Le Naissance de Vénus (1863) 260 motivo de su furia: no puede violar el honor militar de ese modo, ya que «retroceder aquí, es huir… la huida es la derrota más afrentosa del soldado…», y la muerte es preferible a tal afrenta: «reciba yo la muerte mañana, si en premio del sacrificio de mi vida paso a tu lado esta noche, en mi lecho de amor, pero, retroceder…» (p. 964). Una vez restablecida la armonía entre los amantes, el diálogo amoroso, nuevamente inflama- do de palabras apasionadas, se ve oscurecido por un segundo augurio de muerte relacionado con un incidente anterior: el vestido de Judith y las manos de Holofernes conservan la sangre del soldado que, al inicio de la obra, osó acercarse a Judith y fue por ello castigado. La pre- sencia de la muerte se interpone así entre los dos amantes. jUDITh (comprendiendo la causa).—¡Ah!... Ese soldado que has herido... hOLOfERNES.—¡Miserable de él!... Mil vidas que tuviera no bastarían para expiar el agravio hecho a ti y a su señor... ¡oh!... Me disgusta ver manchadas de sangre tus galas en esta noche de desposorios... Tengo coraje y celos de esa sangre que no es la mía, y nos mancha de rojo a los dos... ya todo lo veo siniestramente rojo... En todas partes sangre... En la túnica que cubre tu cuerpo... en mis manos que te han manchado al tocarte... en el suelo que ambos pisamos… y allí (señalando el rincón donde está el alfanje ensangrentado.) ¿Qué es eso que brilla con cárdenos deste- llos? (p. 964) Este fragmento presenta dos aspectos enormemente llamativos. El primero de ellos es la re- ferencia a la «noche de desposorios», que subraya la naturaleza amorosa de la relación entre ambos y, por lo tanto, sigue la estela del drama trazado por Hebbel. El segundo es la presen- cia obsesiva de la sangre, que desempeñará un papel de capital importancia en el desenlace de la historia, hasta el punto de que la profesora Marta Palenque afirma que «En Goy se echa de menos la presencia de la luna, cuya situación central ha ocupado en Judith la sangre, con ecos casi macbethianos337». A partir de este instante, la trama se resolverá velozmente en medio de una atmósfera de denso lirismo al más puro estilo simbolista. Si anteriormente comentábamos que el proceso de seducción presenta rasgos similares a los de una intoxicación, dicha impresión se acentúa cuando, de nuevo bajo el encantamiento de Judith, Holofernes afirma: ¡oh!... Ven… Mis pies parecen hundirse en la arena mojada de una playa… Veo como si ante mis ojos se extendiese la inmensidad de un mar bermejo, de horizonte encendido… Figúraseme tu boca como una herida fresca, abierta con mi propia boca, y parezco gustar en este instante el sabor de la sangre… de tu sangre, Judith… ¡quiero tu sangre… tu sangre… dame tu sangre! (p. 965) 337 M. Palenque, op. cit., p. 242. 261 La primera imagen remite a la isotopía marina que ya encontrábamos en la comparación de Judith con una Venus devastadora. El «mar bermejo, de horizonte encendido» contribuye a acentuar una atmósfera diabólica que adquiere tintes vampíricos mediante la alusión a la sangre. En este punto, Holofernes ha caído definitivamente bajo el embrujo de Judith, y la sensación que nombra –los pies sobre la arena– conducen a la inmovilidad y a la embriaguez erótica, simbolizada por una espesa bruma roja: hOLOfERNES (alejándose lentamente, con torpeza creciente en su andar indeterminado).—A mi lecho... a nuestro lecho... Condúceme tú... condúceme tú... Esparciré perlas por el suelo y ellas te enseñarán el camino... (Haciendo esfuerzos vanos por arrastrar sus pies, que parecen aferrados al suelo.) Mis pies se hunden... Voy á caer en la inmensidad bermeja... Siento mi cerebro oprimido por una fuerza ignota... Mis ojos no te ven, Judith... se nublan por momentos y sólo te adivino á través de una espesa bruma... una bruma roja... en medio de un mar de sangre... ¡Oh! esa maldita sangre que ha salpicado tus vestiduras, y manchado mis manos y mi alfanje... (Como en delirio.) ¿Dónde está mi alfanje?... ¡Judith, Judith!... ¡Dónde estás?... ¿dónde estás?... (Lle- vándose las manos, primero á la cabeza, después á la garganta.) ¡Qué opresión!... ¿Quién pone sus manos en mi cuello! ¿Eres tú, Judith?... ¡Ven, Judith!... ¡Judith... Judith!... (Su voz se pierde dentro, en la otra estancia, y, a poco, el ruido de su cuerpo, al caer, rompe el silencio, breve). (pp- 965-966) Este párrafo presenta un enorme interés por el tratamiento de este episodio. Como hemos apuntado previamente, el Libro de Judith apunta que el sueño de Holofernes fue el fruto de la embriaguez contraída durante un banquete con Judith. Otras versiones apuntaban a la existencia de un encuentro amoroso. Sin embargo, Goy de Silva, como podemos apreciar, se decanta por una tercera opción: el sueño de Holofernes no es resultado de la embriaguez ni del agotamiento amatorio, sino del embrujo y la capacidad seductora de Judith que, sin consumar el acto sexual, logra empujarlo a un letargo inquietante plagado de sangrientos au- gurios. De hecho, el lector no llega a saber si la muerte de Holofernes se produce en este ins- tante, en el momento de la caída, o a continuación, tras la decapitación. En cualquier caso, mediante este enigma, Goy de Silva convierte a Judith en una Circe, una hechicera capaz de ejercer un inmenso poder sobre su víctima. Como hemos señalado a lo largo de este capítulo, las alusiones a la brujería son constantes, y el personaje de Holofernes se encuentra sometido siempre a la influencia hipnótica de Judith. Ésta, a su vez, aparece invadida por la inquietud: La actitud de Judith es indescriptible. Toda su alma parece estar de acecho en sus pupilas dilatadas e inquietas. Una gran ansiedad paraliza en sus venas la vida. Creeríasele, envuelta en la lividez mortal que hasta sus labios empalidece, una estatua marmórea. Sólo sus manos se agitan convulsivas como dos palomas mo- ribundas. (p. 966) 262 La imagen de las manos que «se agitan convulsivas como dos palomas moribundas» remite inevitablemente a Wilde. En Salomé, el joven sirio afirma, a propósito de la princesa, que «Sus pequeñas manos blancas se agitan como palomas que vuelan a su nido». La corres- pondencia es literal, y la presencia de este elemento contribuye a creer que, en efecto, la muerte de Holofernes ya se ha consumado, ya que las manos se agitan por un crimen que no han cometido, al menos no físicamente. El misterio queda subrayado por la decisión de que el instante culminante del relato, la muerte de Holofernes, suceda, como en las tragedias griegas, fuera del escenario. Sucede lo mismo con la decapitación: al producirse fuera de la visión del espectador, resulta difícil saber la verdadera razón de la muerte. ¿Holofernes cae dormido y es decapitado después o, por el contrario, fallece como consecuencia de la fuerza invisible de Judith, materializada en una niebla sangrienta? La poca trascendencia que Goy de Silva otorga al instante de la decapitación, así como la actitud triunfal de Judith antes de llevarla a cabo, inclina la balanza a favor de esta última acción: jUDITh (librándose de su angustia con un suspiro, al sentir la caída de Holofernes).—¡Ah!... (A esta exclamación, se alza el tapiz de la entrada y aparece la sierva, sosteniendo en sus manos la tea encendida. Judith, á media voz, la ordena:) Lanza al aire esa antorcha... ¡Que sus reflejos lleven a Bethulia el anuncio feliz de su libertad!... (Franca expresión de gozo ilumina el semblante de la sierva, que se retira presurosa. Judith queda un momento indecisa; su mirada febril investiga la tienda, fijándose, primero, en el lado donde se supone está Holofernes tendido, y reparando después en el alfanje ensangrentado que coge, al fin, resuelta. En la puerta del centro se detiene un instante y alza sus brazos, como en muda súplica; luego, desaparece en el interior de la estancia vecina. Reina silencio altísimo. Fuera, en la noche, se oye el canto de un búho, y como el roce metálico de unas alas de acero. Pronto el batir de las alas se hace más fuerte, estridente... Diríase que una nube de águilas se cerniese sobre el campamento. (p. 966) No debe escapar al análisis la presencia de ese «batir de alas» que alude a la decapitación que está teniendo lugar en segundo plano, fuera del alcance de la mirada del espectador o del lector. Podría ser un indicador de la consumación del crimen, pero también una imagen que alude a la amenaza que rodea el campamento ahora que su capitán ha sido asesinado y una referencia al batir de alas del Ángel de la Muerte que menciona Wilde en Salomé («J’entends dans le palais le battement des ailes de 1’ange de la mort»). Mientras el texto bíblico afirma que Judith y su criada huyeron con la cabeza escondida en un saco hasta alcanzar Betulia, Goy de Silva imagina una gran algarabía en el instante mismo del crimen. Es ahí donde hace su última aparición Bagoas, el eunuco que, según la tradición, descubre el cadáver de su señor: Despiértanse ahora, en confusión, mil ruidos diversos y gritos infinitos de pánico y de alarma, con acompañamiento de belicosas músicas. Los tapices que cubren la entrada de la tienda se agitan como á impulsos de ráfagas violentas, dejando ver la claridad de mil antorchas que brillan en el exterior, agigantando las som- 263 bras. Un brazo vigoroso los alza por completo; es el eunuco aterrado, á quien la sorpresa del peligro inminente impide gritar. Los muros de Bethulia parecen más cercanos, simulando con sus torres gigantes, coronadas de hogueras, una legión de cíclopes guerreros. (pp. 966-967) La presencia perturbadora de los muros de Betulia devuelve a un primer plano la motivación principal de la historia: la liberación del pueblo hebreo, que hasta entonces había tenido poco protagonismo en la trama debido a la decisión de Goy de Silva de comenzar la acción cuando Judith se encuentra ya en el campamento asirio. La escena final está elaborada a modo de apoteosis, donde Judith aparece bajo su representación más arquetípica: enarbo- lando su macabro trofeo ante las tropas de Holofernes: Entran precipitadamente los oficiales de Holofernes llamando a voces a su Gene- ral. En la puerta central aparece Judith, vacilante y como agobiada por el peso de una gran misión cumplida. En su mano derecha brilla el alfanje, rojo, y su sinies- tra, alzada, se pierde en la hirsuta melena del caudillo, cuya cabeza, decapitada, sonríe con mueca de lascivia y abre sus ojos vagos... reveladores del misterio de un sueño voluptuoso... Ante esta visión trágica, los guerreros huyen despavoridos. En el campamento la lucha ha comenzado al resplandor de las fogatas expirantes y del alba naciente. (p. 967) Regresa aquí la lectura patriótica del mito, como demuestra la caracterización de Judith como «agobiada por el peso de una gran misión cumplida». Encontramos asimismo la des- cripción clásica de Holofernes como un hombre cuya virilidad y fiereza se traslucen en su «hirsuta melena» y en su gesto, congelado en una mueca de placer. Por otro lado, la escena descrita por Goy de Silva remite a uno de los motivos más populares en la pintura académica decimonónica: la de Judith erguida, sosteniendo en su mano la cabeza de Holofernes, tal y como la había recreado, por ejemplo, el austriaco Hans Makart (1840-1884) en una pintura que incluso había llegado a ser reproducida en grabado en la revista española La Ilustración Ibérica338. Makart, que en 1863 había dibujado un boceto para una Escena del Libro de Judith, había afianzado su estética orientalista viajando a Marruecos antes de convertirse en uno de los pintores de la corte del emperador Francisco José (Fig. 61). Su Judith llama la atención por su apostura romántica y su aspecto trágico. Despeinada, dotada de una abundante y espesa cabellera, Judith viste un ropaje drapeado de manera descuidada que deja ver su seno derecho. Con mirada frontal, sombría, sostiene con su brazo 338 «Nuestros grabados» en La Ilustración Ibérica, 3-I-1883, p. 15. A pesar de que el grabado aparece cla- ramente atribuido a Hans Makart en la revista española, no hemos encontrado constancia de la existencia de dicha obra en ninguno de los catálogos dedicados a la obra del austriaco: Klaus Gallwitz, Makart, Baden-Baden, Staatliche Kunsthalle Baden-Baden, 1972; Hans Makart (1840-1884). Malenfürst, viena, Historisches Museum der Stadt Wien, 2000; Agnes Husslein-Arco y Alexander Klee (eds.), Hans Makart. Painter of the Senses, viena, Prestel, 2011. 264 figura 61. Hans Makart, Judith (reproducción en grabado aparecida en La Ilustración Ibérica, 1885) 265 derecho, desnudo, la espada con que ha decapitado a Holofernes. La cabeza de éste descansa en su mano izquierda, sujeta por los cabellos. Nos encontramos ante una Judith romántica, alejada de la pulcritud sacra y beatífica de otros pintores, y lejos también de la placidez tea- tral de muchos orientalistas que escogieron esta pose para llevar a cabo retratos femeninos con un toque exótico. Se trata de una obra de notable belleza, y refleja una iconografía que, como podemos apreciar, quiso plasmar Goy de Silva en la escena cumbre de su «poema épico». Resulta muy interesante observar el modo en que, en este tramo final de la obra, el escritor gallego trenza hábilmente las dos direcciones que el relato de Judith y Holofernes adopta en el imaginario finisecular. Goy de Silva retrata a una Judith invadida por el fervor patriótico y, al mismo tiempo, una hábil seductora con poderes sobrenaturales. Pero, sin duda, el as- pecto más llamativo se refiere a la propia escritura de la obra. Frente a las dos fuentes más corrientes en la época –el libro bíblico y la obra dramática de Hebbel–, el modelo literario más obvio para esta obra es la Salomé de Wilde. Encontramos similitudes en el lenguaje lírico y densamente simbolista, en el décor suntuoso y orientalista, en la resolución dramática de ciertos diálogos y, sobre todo, en la atmósfera violenta, plagada de presagios de muerte, que rodea a los personajes. El texto wildeano se convierte, así, en el nexo de unión entre estos dos personajes que, en el imaginario de Goy de Silva, adoptan rasgos muy similares. 3.3.2. isotopíAs bArrocAs en LAs JuditHs de viLLAespesA La publicación del «poema épico» de Goy de Silva en la revista Prometeo estaba precedida por la inclusión de un soneto ubicado a modo de pórtico o presentación de la obra. Su título, Para Goy de Silva, indica que fue concebido como un preludio a la obra del dramaturgo gallego, y su autor no fue otro que Francisco Villaespesa, figura tutelar del Modernismo hispánico y autor de enorme influencia en los círculos literarios de la época339. El soneto, de carácter narrativo, relata el momento en que Judith, mientras duerme Holofer- nes, entra en su lecho y siega la cabeza de su amante. La escena, recreada en innumerables obras literarias y plásticas, es el instante más célebre del Libro de Judith. Sin embargo, no sucede así en la obra de Goy de Silva, que adopta un tono onírico y subjetivo para describir este instante. Por ello, no parece que la inspiración de este soneto sea tanto el poema épico de Goy de Silva como la visión personal que Villaespesa tenía acerca del mito de Judith, una visión que plasmaría posteriormente en su tragedia publicada sólo tres años después de la publicación de este poema, en 1913. A continuación reproducimos el soneto: 339 La figura de Villaespesa ocupa una posición central en los círculos modernistas descritos por el cronista Rafael Cansinos Assens, que en La novela de un literato narra sus inicios en la literatura madrileña de la mano del almeriense e insertó también episodios protagonizados por Goy de Silva, 266 pARA GOy DE SILvA Sobre el lecho más blanco que la nieve Holofernes dormita, fuerte y bello; y al respirar se ponen de relieve las anchas venas del nervudo cuello. La púrpura triunfal del cortinaje Judith descorre cautelosamente... Sólo su pecho palpitar se siente, cual si quisiera desgarrar su traje. A la luz de la lámpara amarilla la hoja desnuda del alfanje brilla y fulgen sus pupilas de neblíes. y, segada á cercén por el acero, salta la hirsuta testa del guerrero, salpicando la alfombra de rubíes. Acaso el rasgo más llamativo de este soneto sea la descripción detallada de Holofernes frente a la casi total ausencia de alusiones a la belleza de Judith, condensada metonímicamente en «pupilas de neblíes» (v. 11). El capitán asirio, «fuerte y bello» (v. 2) no opone su tez oscura a la blancura de Judith, sino a un «lecho más blanco que la nieve» (v. 1). Se trata, pues, de la prosopografía de un hombre que duerme solo, y cuya belleza está asociada a su fortaleza física. «Al respirar se ponen de relieve / las anchas venas del nervudo cuello» (vv. 3-4), un cuello coronado por una «hirsuta testa» de guerrero (v. 13). Precisamente el fibroso cuello y la larga barba son los dos rasgos más reseñables del Holofernes que imaginó Horace Vernet en su Judith et Holopherne (1829) (Fig. 50), acaso la representación más célebre de este tema en la pintura decimonónica francesa: Vernet a innové, traitant les sujets issus de l’Ancien Testament à l’interieur d’une tradition qu’il appelait «réalisme biblique oriental». […] Alors directeur de la Villa Médicis, [Vernet] fit poser l’acteur Frédéric Ricci et Mme Rossini, la femme du musicien. Les critiques remarquèrent que les types traditionnels étaient bous- culés: Holopherne était devenu un homme sec et maigre, avec un visage asiatique à profil de chèvre, dépeint dans un état de lassitude sexuelle sur un lit aux draps froissés; Judith une femme jalouse, qui vengeait ses blessures personnelles340. La «lassitude sexuelle» que refiere Janye Anderson es un elemento esencial para entender la carga simbólica de una pintura que, al mostrar a Holofernes durmiendo semidesnudo en un lecho desordenado, sugería un encuentro sexual entre los dos personajes, posicionándo- se claramente en el debate ideológico sobre el significado de la figura de Judith. El intenso 340 janye Anderson, op. cit., p. XX. 267 erotismo que recorre los versos de Villaespesa coinciden con esta aproximación, al igual que otros elementos presentes tanto en la pintura como en el soneto. Las sábanas blancas de la pintura podrían ser el «lecho más blanco que la nieve» de Villaespesa, y el fondo rojizo del cuadro corresponde a «la púrpura triunfal del cortinaje» que Judith descorre «cautelosamen- te» antes de decapitar a Holofernes. También la «luz de la lámpara amarilla» (v. 9) y el brillo de la «hoja desnuda del alfanje» (v. 10) aparecen en el monumental lienzo de Vernet, dotado de una luminosidad tenue y cálida que enfatiza la carnalidad de los personajes. Incluso ese desplazamiento de los roles de los personajes que señalaba Janye en su descripción de la pintura de Vernet se encuentra también en estos versos en que la placidez de Holofernes sucumbe presa de la furia de Judith. La escena imaginada por Villaespesa presenta otros aspectos interesantes, como la oposición entre el pulso relajado, post coitum, de Holofernes, y el pálpito acelerado de Judith ante el cri- men que se dispone a ejecutar, o el vigor del cuello del guerrero que será segado «a cercén por el acero». Tampoco carece el soneto de notas modernistas como la alusión a la nieve en el primer verso o la inclusión de destellos parnasianos relacionados con el ámbito de lo suntuoso: la púrpura del cortinaje, los neblíes demoníacos de la mirada de Judith, la elección de un muy orientalista «alfanje» para consumar el crimen y, sobre todo, los rubíes en que se transforma la sangre que salpica la alfombra tras la decapitación, de claro cuño parnasiano. El resultado final es un soneto modesto sin grandes pretensiones, un texto circunstancial con- cebido en honor de Goy de Silva y que, sin embargo, presenta una notable autonomía formal y temática. En ese sentido, esta decapitación de Holofernes presenta rasgos originales, como la sensibilidad hacia la belleza masculina de Holofernes, no excesivamente habitual en el corpus literario dedicado a Judith. También su filiación pictórica, la inversión de los roles y la plasticidad del lenguaje empleado ubica este poema en una posición de indudable interés para comprender en desarrollo de la figura de Judith en la literatura decimonónica española y la sombra ejercida por la visión romántica del mito inaugurada por Hebbel en 1840. Se preguntaba Marta Palenque acerca del «grado de influencia que estos versos pudieron ejercer en la confección del poema dramático341», y después de analizarlo podemos apuntar que, más que una influencia directa, se puede apreciar en Villaespesa la voluntad de experi- mentar con una fantasía de inspiración ecfrástica y orientalista que, si bien presenta ciertos puntos en común con el poema dramático al que servía de introducción, presenta todavía más correspondencias con la tragedia bíblica que el propio Villaespesa publicaría en 1913, y de la que nos ocupamos a continuación. De los proyectos teatrales dedicados en suelo español a la figura de Judith, el llevado a cabo por Francisco Villaespesa acaso sea el que más popularidad alcanzó, especialmente tras su 341 Marta Palenque, op. cit., p. 236. 268 estreno en los escenarios de la mano de la compañía de Margarita Xirgu-Emilio Thuillier. Judith. Tragedia bíblica en verso342 ostenta una ambiciosa concepción formal que radica, espe- cialmente, en la complejidad del argumento y en sus características formales. En el primer aspecto, cabe destacar la abundancia de personajes y la visión personal de la historia bíblica de Judith, a la que Villaespesa añade ciertos detalles –una conspiración para acabar con Holofernes dentro de sus propias tropas– que contribuyen a hacerla más sugerente. Entre las características formales, la polimetría es quizás la más destacada. En esta tragedia, el endeca- sílabo queda reservado a parlamentos más solemnes, de carácter patriótico, moral y militar, mientras las conversaciones domésticas tienen lugar en romances octosilábicos. No nos detendremos aquí en los recovecos argumentales de la tragedia, ni en las motiva- ciones psicológicas de los personajes, que en lo esencial responden a la visión romántica del arquetipo. Esto resulta especialmente significativo en el desenlace, cuando, una vez consu- mada la decapitación de Holofernes, Judith se reconoce enamorada de su víctima. Sometida a un intenso conflicto interior, la Judith de Villaespesa se abisma en reflexiones y trances cuyo origen, sensual o místico, posee un ambiguo poder de seducción. Iniciemos nuestro recorrido, por lo tanto, comentando algunas de las isotopías predomi- nantes. El planteamiento del conflicto dramático orbita en torno a la cuestión del sacrificio de Judith, una mujer dotada de cualidades que le valen un papel destacado en la estructura social de Betulia. La más recurrente a lo largo de la obra es la belleza, admirada por distintos personajes. Sin embargo, su descripción más completa la encontramos en boca de Judith, que en un peculiar pasaje, al tomar la decisión de partir al campamento asirio, articula una detallada prosopografía. «Porque soy bella aún… Dame ese espejo» (p. 52), pide a su criada Hegla, y no resulta difícil ver en esta situación un recurso de indudable fuerza escénica: Aún fulguran ardientes mis pupilas como si fuesen dos diamantes negros; aún son bellas y puras mis facciones y largos y ondulosos mis cabellos, y aún florece en la rosa de mis labios la tentación fragante de los besos. Cíñeme mis pulseras, mis ajorcas; ajusta a mi tiara el largo velo; agobia de sortijas estas manos y carga de collares este cuello blanco y suave como el de las tórtolas que se arrullan de amor en los viñedos. (p. ) 342 francisco villaespesa, Judith. Poema trágico. Madrid, Renacimiento, 1913. A continuación, citamos a partir de esta edición. 269 figura 62. Dante Gabriel Rossetti, Lady Lilith (1866-1868) La imagen de Judith contemplando su belleza en el espejo, así como ciertos elementos –la pu- reza de sus facciones, sus largos y undosos cabellos, la blancura del cuello– remiten a un mo- delo iconográfico que bien podríamos poner en relación con una de las obras más célebres de la pintura victoriana: nos referimos a Lady Lilith (Fig. 62), que Dante Gabriel Rossetti pintó entre 1866-1868 y alteró en 1872-1873. Ambas figuras femeninas –la Judith de Villaespesa y la Lilith de Rossetti– aparecen ensimismadas en la observación de su reflejo –«Recreándose en su contemplación», como indica la nota didascálica que precede al soliloquio–, ambas pertenecen a la mitología judaica, y ambas ostentan una belleza rodeada de un extraordina- 270 rio lujo. Porque la Judith que el almeriense imagina es poseedora de grandes riquezas, tal y como demuestra la enumeración de joyas incluida en este fragmento343. Dicha riqueza aparece de forma recurrente a lo largo de la obra que analizamos. En el pri- mer acto de la misma, Hegla relata cómo se ha visto obligada a desgarrar «tantos vestidos de púrpura / y tantos velos de plata, / que una ciudad, con su importe, / como Betulia, com- praras». En otro punto, cuando la viuda decide engalanarse para partir al campamento de Holofernes, su belleza queda a la altura de las joyas que posee. Nuevamente es Hegla quien, como observadora, enuncia el elogio: «¡Qué bien sienta a tu hermosura / esa túnica bordada / de perlas, y esos collares / de zafiros y esmeraldas, / que en vez de adornar tu cuello, / con tu cuello se engalanan!» (p. 24). La riqueza, como la belleza, serán objeto de un sacrificio patriótico. Del mismo modo que Judith ordena a su criada desgarrar sus túnicas de púrpura para satisfacer la necesidad de vendajes para los heridos de guerra, pondrá a disposición de su pueblo su bien más preciado: su pureza. Porque la Judith de Villaespesa, al igual que la de Hebbel, es obstinadamente casta, aunque, a diferencia de esta última, su convicción no reside en oscuros presagios344. Se asienta, con mayor exactitud, en una vocación de tipo religioso, que le hace rechazar las proposiciones de ozías, un valeroso héroe militar de los israelitas. « No hables de amor… Tal palabra, / o se profana en mis labios, / o ella a mis labios profana, / ¡que es para el amor mi pecho / como una tumba cerrada!» (p. 25), responde a Hegla cuando ésta le sugiere que acceda a la protección del guerrero. La infidelidad al esposo difunto le resulta el mayor de los ultrajes: «Sitial que ocupó mi dueño, / tálamo en que reposara, / antes que otro los profane, / serán pasto de las llamas… / ¡Y lo mismo que con ellos / hiciera yo con mi alma, / si dejase que otro rostro / en su cristal se mirara!» (p. 26). Por todo ello, cuando finalmente tome la determinación de encaminarse al encuentro de Holofernes, Judith tendrá que resistir el acoso y las insinuaciones de los hombres del ejército asirio. Así sucede cuando, al ver llegar a Judith en compañía de Hegla, el guardián Mega- bizes las confunde con meretrices y las insta a volver sobre sus pasos, ya que Holofernes ha ordenado expulsar «a las mujeres / de vuestro oficio». Acaso sea en este instante cuando Judith experimente por primera vez la inquietante sensación de encaminarse a una misión que podría poner en peligro su valiosa castidad. Los límites entre la heroína patriótica y la 343 Nos permitimos indicar que el empleo, sin duda peculiar, del verbo «agobiar» en el verso «agobia de sortijas estas manos», tiene precedentes en la propia obra de Villaespesa. Lo hemos localizado, por ejemplo, en la nouvelle de inspiración califal La torre de la cautiva, La novela corta Nº 296, Madrid, 1921, p. 12. 344 Una de las innovaciones más llamativas introducidas por friedrich Hebbel en su concepción argu- mental de judith es la inclusión de un episodio en el que la protagonista recuerda que, en la noche de bodas, su difunto esposo había sido incapaz de tocarla, aterrorizado por una presencia demoníaca que ella parecía ignorar. En la obra del alemán, la figura de Judith aparece impregnada de connotaciones sobrenaturales, lo que contrasta con el punto de partida romántico y erótico de villaespesa. 271 prostituta se diluyen en este provocador episodio, en el que Judith se interroga acerca del equívoco: «¿Qué has encontrado en mí para que osado, / tu impúdico mirar me confundiese / con esas meretrices que a la sombra / de un bardal o a la orilla de una fuente, / al cami- nante, por un velo nuevo / y un puñado de dátiles, se venden?» (p. 87). Ante esta pregunta, Megabizes responde con más insinuaciones. Una vez establecidas las coordenadas de este triángulo de «virtudes femeninas» sometidas al sacrificio (belleza – riqueza – castidad), conviene dedicar algunas líneas a ciertas imágenes recurrentes en el denso lenguaje modernista de la obra que analizamos. La primera de ellas es la identificación entre un elemento suntuoso y un elemento asociado a la muerte; nos refe- rimos a la identificación entre «púrpura» y «sangre», un binomio que presenta evocaciones muy sugerentes y plenas de una rica polisemia, y que tiene ilustres antecedentes en la poesía española del Siglo de oro345. La primera formulación de este tópico aparece en la presentación de Judith ante el pueblo. En ese instante, la joven viuda todavía desconoce la empresa amorosa que el destino le depa- ra, pero la acotación didascálica que la presenta como «fulgurante de belleza en la fastuosi- dad de su atavío, toda envuelta en su manto de púrpura, como bañada en su propia sangre» anticipa de manera unívoca la peculiar aleación de lujuria y violencia que caracteriza el relato bíblico de Judith. La púrpura, en ese razonamiento, adquiriría un doble sentido que no empaña su innegable fuerza cromática. De igual modo, y en una estructura polifónica que repite motivos de forma paralela en escenarios distintos, encontramos una formulación similar en labios de Holofernes, que despacha a las prostitutas que acuden a su tienda con airadas palabras: «¡Viles Cortesanas, no más a mis brazos / con vuestros hechizos las fuerzas quitéis; / salid de mi tienda; y si mis pupilas / en ella a miraros llegan otra vez, / haré que os azoten hasta que la sangre / en chorros de púrpura bañe vuestra piel, / o ese cuerpo inmun- do, sujeto a la cola / de cuatro caballos, descuartizaré!» (p. 78). El motivo que estamos analizando aparecerá en otros pasajes, vinculado a una atmósfera de violencia progresivamente más densa e irrespirable. «¡Todo a mi alrededor, Hegla, lo miro / como a través de un velo muy sangriento!» (p. 97), confesará Judith a su colaboradora. La presencia de la sangre se articula a través de un crescendo expresivo cuyo clímax podemos 345 Sirva de ejemplo el exquisito soneto gongorino De una dama que, quitándose la sortija, se picó con un alfiler, en cuyos tercetos el símil entre la sangre y la púrpura aparece desprovisto de todo carácter trágico: «Mas ay, que insidïoso latón breve / en los cristales de su bella mano / sacrílego divina sangre bebe: / Púrpura ilustró menos indïano / marfil; invidïosa» (Luis de Góngora, Sonetos completos, ed. Biruté Ciplisjaukaité, Madrid, Castalia, 1985, p. 160). Parecidas circunstancias recrea Quevedo en otro hermoso soneto barroco: A Aminta, que teniendo un clavel en la boca, por morderle se mordió los labios y salió sangre. En él, la sangre aparece transfigu- rada en «púrpura líquida» (v. 11): francisco de Quevedo, Un Heráclito cristiano, Canta sola a Lisi y otros poemas (ed. Lía Schwartz e Ignacio Avellano), Barcelona, Crítica, 1998, pp. 134-135. Una excelente interpretación del poema se localiza en Mercedes Blanco, Introducción al comentario de la poesía amorosa de Quevedo, Madrid, Arco Libros, 1998, pp. 39-48. 272 ubicar en el instante de la degollación. A diferencia de lo que sucedía en otras recreaciones literarias, aquí el homicidio de Holofernes tiene lugar en escena, ante el espectador, y se encuentra precedido por las cavilaciones y dudas de Judith y Hegla, así como sus motivos de flaqueza. La degollación no resulta, en este contexto, un acto heroico o triunfal, sino una dura empresa cuya crudeza recuerda, por momentos, a las recreaciones pictóricas barrocas. «¡Toda estás bañada en sangre!.. ¿Qué tienes?», inquiere Hegla, a lo que Judith responde –«como delirando»– con una violenta descripción: De un tajo, mi espada su altiva y robusta cabeza segó, y al saltar al suelo, con su sangre hirviente, mis ropas, mis manos, mi boca y mi frente de chispas de rojo fuego salpicó!... Hasta en mis entrañas la siento caer para devorarme… ¡Como si estuviera envuelta en las llamas de una inmensa hoguera, me siento en el fuego de su sangre arder! También aparece en la obra, con cierta insistencia, el tópico virgiliano conocido como latet anguis in herba, uno de los más recurrentes en la lírica modernista relacionada con la fatali- dad femenina346; la imagen de la serpiente que acecha entre las flores inofensivas surge por primera vez en esta Judith cuando Holofernes tiene un sueño de naturaleza premonitoria: Soñó anoche Holofernes. Iba solo por florido jardín. Sus rudas manos, al pasar, deshojaban los rosales… De súbito, sus ojos contemplaron una rosa más blanca que la nieve, cuya belleza excepcional le atrajo. Tendió la mano… y al tocar la rosa, oculto un áspid le mordió en la mano… (p. ) Cuando inquiere acerca del significado del sueño a su fiel Aquior, éste le ofrece una interpre- tación enmarcada en el terreno de lo político: en su lectura alegórica, los rosales deshojados simbolizarían las ciudades conquistadas por el capitán de Nabucodonosor, y la rosa blanca con la sierpe escondida en su interior correspondería a la beligerante ciudad de Betulia. 346 La primigenia formulación del tópico se halla en Bucólica, III, 93. Una de las recreaciones más céle- bres se debe a la pluma de Torquato Tasso, que en la composición 549 de Le Rime dejaba escrita la siguiente advertencia: «Amanti, alcun non sia cotanto ardito, / ch’osi appressarsi ove tra fiore e fiore / si sta qual angue ad attoscarvi il core / quel fiero intento». (Torquato Tasso, Le Rime, ed. Bruno Basile, Roma, Salerno Editrice, 1994, t. 1, pp. 509-510). 273 Sin embargo, las alusiones eróticas resultan inevitables para el lector que tiene en mente el desenlace de la historia, especialmente en un contexto artístico y social como el de inicios del siglo XX, cuando la popularización del motivo de la sierpe como símbolo de la crueldad femenina era una realidad. Aunque no volverá a aparecer de manera explícita, sí encontramos ecos de este motivo en otros pasajes de la obra. La identificación entre la mujer y un ofidio se mantiene en boca de Holofernes, cuando rechaza los labios de la hermosa Rodopis porque «su contacto es frío / como el de un reptil» (p. 72). Más adelante, Judith entonará un canto de humildad donde la alegoría floral se mantiene, pero la picadura de la serpiente ha sido sustituida por las espinas de la rosa y se opone a la imagen virginal de la violeta. La rosa entre espinas muestra su altivez; la violeta humilde se esconde en la hierba… ¡Mi amor es violeta, porque es timidez! ¡Tú a tu lado tienes rosas a millares para tus harenes, y para tus labios besos más preciados que los que mis labios te pudiesen dar! Tímida violeta que brota en los prados, ¿cómo tus sandalias voy a perfumar? (pp. 136-137) Frente a esta delicadeza que Villaespesa concibe como netamente sibilina y fría, Holofernes, en cuanto símbolo de la virilidad más portentosa, aparece bajo otra metáfora zoológica que no resulta ajena a la tradición finisecular de la femme fatale. Nos referimos a la figura del león, que ya encontrábamos en las caracterizaciones de Juan Bautista y que hallaremos también en egregios amantes de Cleopatra como Julio César y Marco Antonio. Holofernes se define a sí mismo como un león –«Deja que el león duerma solo en su cubil», espeta a sus colabo- radores– ante el que Judith parece destinada a asumir el papel de víctima, es decir, de gacela –«¡no dejes que perezca tu gacela / en esta madriguera de leones!»– o paloma. Incluso la tienda de Holofernes, caracterizada como un espacio de lujuria y violencia, repleto de meta- les preciosos, ricos tejidos y tapices, ostenta la presencia de «pieles de tigres y leones por todas partes» (p. 120). Es, sin duda, una presencia masculina de indudable poder de atracción para Judith. En uno de los fragmentos de mayor carga erótica, la hebrea describe al asirio con términos llenos de sensualidad, en una rara apreciación de la belleza masculina que acentúa el carácter transgresor de la escritura de Villaespesa: Exhalaba su voz, cuando me hablaba, un acre y agrio olor a vino nuevo, que el alma y los sentidos me embriagaba. Y hay veces que a su voz siento mi vida 274 encogerse medrosa de repente, como un ave que tiembla sorprendida por la fascinación de la serpiente. ¡olvidar un momento intento en vano sus negros ojos, donde el alma asoma!.. ¡Tienen voracidades de milano y dulces timideces de paloma! A veces, irritado, me parece un león que rugiendo hasta mí llega, y de angustia mi carne se estremece, y un obscuro pavor mis ojos ciega. ¡Gracias, gracias, Señor! Cuando el violento zarpazo mi garganta amenazaba y sobre mi semblante jadeaba la cálida lujuria de su aliento, tú le diste a mi voz las seducciones de aquellas viejas reinas fabulosas que uncían a su carro los leones con cadenas de lirios y de rosas! (p. 144) Las imágenes zoológicas –ave rapaz, milano, paloma, felino (por el zarpazo)– de este solilo- quio desembocan nuevamente en la imagen del león, aunque en este caso está sometido a una peculiar influencia –cadenas de flores– cuya presencia en el texto comentaremos con más detenimiento en las siguientes páginas. Sin embargo, previamente conviene prestar atención a otra descripción de Holofernes que adquiere especial relevancia en labios de Judith, ya que marca la atracción sexual de la viuda judía por el violento libertino asirio. Sucede mientras Holofernes duerme y Judith le contempla: Jadea su pecho y su larga barba tiembla al jadear… Un brazo velludo desciende del lecho… Vénse entre los labios sus dientes brillar… Entreabre los párpados y clava un instante sus turbias pupilas, feroces, en mí… ¡La atracción que tienen para el caminante los negros abismos, al verlas sentí! De nuevo en la sombra se hundió su mirada… Sus labios parece que intentan hablar… ¡Son como una herida, como una granada que quiere sangrienta su miel destilar! (p. 161) Desprenden romanticismo –incluso paisajístico– estos versos que evocan el recuerdo del so- 275 neto que Villaespesa había compuesto en honor de Goy de Silva, pero también de otros pasajes literarios o plásticos en los que una presencia femenina contempla absorta la belleza de un hombre que duerme. Nos referimos, claro está, a las recreaciones del idilio mitológico entre la diosa Selene y el pastor Endymion, eternamente durmiente, pero también a pasajes tan célebres como el que Góngora dedica, en el Polifemo, al instante en que Galatea describe a Acis durmiendo bajo un asfixiante sol estival. En los versos que ahora analizamos, la figura masculina no es un adolescente de belleza perfecta, sino un hombre rudo, tosco y violento capaz de suscitar el deseo erótico de la casta Judith. En el texto de Villaespesa, este factor –la atracción erótica mutua– es el que marca la transformación del episodio bíblico en una his- toria de amor abocada a un final trágico. Dicha atracción presenta la polarización de roles habitual en los textos literarios dedicados a la femme fatale, entre una mujer aparentemente débil que logra dominar a un varón vigoroso y en principio invencible. En el contexto de esta asimetría emocional, hay una imagen recu- rrente en el texto de Villaespesa que presenta estimulantes sugerencias poéticas. Nos referi- mos a la imagen del león apresado por riendas de flores, una figura que ya hemos advertido en el soliloquio de Judith en la tienda de Holofernes, y que aparece con cierta frecuencia figura 63. françois Boucher, Venus desarmando a Cupido (1751) 276 en la tragedia del autor almeriense. Su origen está ligado a la tradición clásica, ya que es un atributo ocasionalmente asociado al carro de Venus, tal y como la presenta, por apuntar un ejemplo concreto, Claudiano en su Epitalamio en honor de Paladio y Celerina: «Su carro se colma de flores; el yugo exhala olor con las flores; riendas de flores sujetan a sus brillantes palomas»347. En lo pictórico, la presencia de las rosas es habitual en representaciones plás- ticas como algunas de las que François Boucher dedicó al tema de Venus desarmando a Cupido (Fig. 63)348. «Amor aprisiona con frases melosas; / amor, aunque dulce, cautiverio es… / ¡Podrán ser de hierros, mas nunca de rosas / serán las cadenas que opriman mis pies!» (p. 71), afirma Holofernes en una de sus primeras intervenciones en la tragedia. En este caso, las cadenas de rosas no corresponden a las riendas del carro de Venus, sino a grilletes que subrayan la identidad entre amor y cautiverio, enunciada explícitamente en estos mismos versos. Este mismo argumento es el que emplea el capitán asirio al rechazar a Rodopis. En este caso, su transformación en león refuerza el contraste expresivo entre uno y otro elemento: «Pues, ¿cuándo ha podido soñar tu ambición, / prendido por una cadena de flores, / llevar, de tus manos, sujeto un león?» (p. 73). Este rechazo, sin embargo, adquirirá signo contrario cuando Holofernes sucumba ante la belleza de Judith. Tras una extensa enumeración de los bienes a los que estaría dispuesto a renunciar a cambio de disfrutar de una mirada suya («mi espada, / mi arnés, mis corceles y mis elefantes, / mi casco de guerra, / y todas las joyas, perlas y diamantes / que en sus ca- marines Babilonia encierra!» (p. 113), expresa su adoración y emplea precisamente la misma imagen que antes había utilizado en sentido negativo: «¡Tu cautivo fuera / si me encadenases con tu cabellera / en la cárcel rosa / de tus senos bellos!» (p. 113). La alusión a la cabellera en relación al cautiverio es, por otra parte, enormemente recurrente en la literatura finisecular, tal y como hemos analizado ya en el estudio de otros ejemplos, siguiendo el camino abierto por la imprescindible monografía de Erika Bornay. Una última aparición de este tópico en la tragedia de Villaespesa tiene lugar en el tramo final de la misma, cuando Judith ya ha decapitado a Holofernes y reflexiona sobre su acción. Nuevamente la identificación de Holofernes como violento león –«zarpazo»– contrasta con la delicadeza de las «cadenas de lirios y rosas». La inclusión de los lirios añade aún más com- plejidad a la imagen, debido a su asociación iconográfica con la pureza. También la alusión a «viejas reinas fabulosas» suscita, en un anacronismo muy sugerente, la figura de Cleopatra, la 347 Tomamos la traducción de Claudiano, Poemas II (Traducción de Miguel Castillo Bejarano), Madrid, Gredos, 1993, p. 272. 348 La Iconología de Césare Ripa recoge en su comentario al Carro di Venere la presencia de las rosas, aunque en este caso el autor italiano no la asocia específicamente a las riendas del carruaje. «Il Mirto e le Rose sono consegrate a questa Dea, per la conformità che hanno gli odori con Venere, e per l’incitamento, e vigore, che porge il Mirto alla lussuria». 277 Reina de Saba o Mesalina, reinas pertenecientes a la historia antigua cuyo recuerdo se funde en esta obra con el de Judith. La confluencia de otras femmes fatales en la Judith de Villaespesa tiene su punto culminante con la irrupción, en el último tramo de la tragedia, de un episodio claramente inspirado en la Salomé de oscar Wilde. Tras decapitar a Holofernes, y consciente de la atracción erótica que siente hacia el capitán asirio, Judith contempla la cabeza seccionada con horror y se arrepiente de su crimen: «Sangrientos despojos / que inmolé a la cólera santa del Señor; / sanguinantes labios, inmóviles ojos, / también os conjuro, llorando, de hinojos: / –¡Adoné, despierta!... ¡Resucita, Amor!». Los versos siguientes plantean una acción sobradamente co- nocida para el lector de la época: el beso a la cabeza inerte de su amante. «¡Qué espanto, Dios mío!... ¡Oh, boca lasciva, / que aún para besarme te miro entreabierta; / el beso que nunca te quise dar viva, / ahora, pobre boca, te lo daré muerta! / (Se inclina y la besa, y perma- nece así un instante, como devorándola con sus besos)». El innegable erotismo de tintes necrófilos de la escena remite inevitablemente al desenlace del poema dramático de Oscar Wilde, en el que Salomé besa los labios de Iokanaán en un gesto de horror y atracción irracional. Aunque las escenas son idénticas, la principal diferencia radica en el cambio de actitud de la protagonista femenina: si Salomé consuma tras la muerte de Iokanaán el beso que él le negó en vida, la acción de Judith aporta un giro fundamental al desarrollo del personaje, ya que era ella quien se había resistido a los besos de Holofernes cuando él aún vivía. Por ello, el cri- men adquiere en la obra de Villaespesa una función catártica y transformadora que saca a la luz, trágicamente tarde, los verdaderos sentimientos de Judith hacia Holofernes. Convertida en mujer enamorada obligada a asesinar a su amante por imperativos patrióticos, la Judith imaginada por Villaespesa es una figura trágica y contradictoria cuya complejidad llamó la atención del público de la época cuando esta obra fue interpretada en el escenario por la compañía de Margarita Xirgu y Emilio Thuillier, en 1917. Como «una hermosa tragedia» la definiría Azorín en una semblanza del almeriense publicada tres décadas más tarde349, a pesar de que, por aquél entonces, formaba parte ya de las obras olvidadas de Villaespesa, un autor tan prolífico que su inmensa producción literaria sólo ha sido recuperada de forma parcial en fechas muy recientes. Sin embargo, esto no implica que la obra de Villaespesa no llegara hasta auditorios insospe- chados. En el mismo año en que aparecía publicada en Madrid, la Judith que analizamos lla- mó la atención de la revista bonaerense Caras y Caretas, que dedicó dos páginas a reproducir, bajo el epígrafe Reposorio de Holofernes, el diálogo amoroso que Judith y Holofernes mantienen en la obra de Villaespesa. La inclusión como texto independiente de un fragmento teatral como éste dice mucho de la calidad de sus versos en el que es sin duda uno de los pasajes más 349 Azorín, «villaespesa», ABC, 12 de enero de 1947, p. 7. 278 figura 64. Sirius, Ilustraciones para Responsorio de Holofernes (1913) 279 Figura 65. Sirius, Ilustraciones para Responsorio de Holofernes (1913) bellos de la tragedia, algo que también fue apreciado por Azorín350. Sin embargo, un aspecto aún más interesante para nuestro estudio es el referido a las imágenes que acompañan y en- marcan los versos de Villaespesa. Son esencialmente dos ilustraciones que abren, cierran y enmarcan el texto (Fig. 64 y fig. 65). Aunque en el frontispicio no aparece identificación ninguna, en la ilustración final figura la firma con el nombre del artista, Sirius. Dicho nombre es claramente un seudónimo, y todo parece indicar que se trata de Alejandro Sirio (Oviedo, 1890 – Buenos Aires, 1953), uno de 350 Íbid. 280 los ilustradores más populares y afamados de la prensa periódica argentina y el poseedor de un estilo plástico vinculado a los presupuestos del art nouveau y el Simbolismo351. Autodidacta e inquieto352, Sirio se especializó en la ilustración de obras literarias y, para este fragmento de Villaespesa, ideó un estilo plástico que bebe de la ilustración de la época, que muestra in- fluencia de artistas como Aubrey Beardsley o Charles Ricketts y también de contemporáneos suyos como Vivanco. En la imagen que funciona a modo de frontispicio, enmarcada por el nombre de la obra y por figuras de inspiración egipcia, Sirio representa a Judith y Holofernes en la tienda de este último. La figura de Judith es enormemente estilizada, y viste una túnica decorada con collares y brazaletes. Sostiene una copa en la mano y contempla con cierto rechazo a Holofernes, que frente a la fluidez de la figura femenina ostenta una rigidez casi totémica. Aparece de perfil, con barbas rizadas que remiten a los relieves mesopotámicos y una expresión de ferocidad que subraya la verticalidad de su enorme espada, de innegables resonancias fálicas. Es una figura amenazante, violenta, que contrasta con la sensualidad de Judith de un modo similar a como contrastaba el Herodes escultórico de Moreau frente a la danza ondulante de Salomé. Hay espacio, en esta ilustración, para una profusa decoración que trata de recrear el interior lujoso de la tienda de Holofernes. A pesar de emplear una sola tinta, el hábil trazo de Sirio dibuja una piel animal sobre el lecho de Holofernes, flanqueado por los postes de la tienda a modo de dosel. El fondo de la estancia recrea, mediante ondulaciones blancas sobre una superficie negra, el movimiento de los tejidos que debían conforman la tienda del asirio. La ilustración que cierra la segunda página presenta a los mismos dos personajes, aunque con los papeles cambiados. Ahora es Judith quien ostenta un gesto desafiante de pie con el brazo extendido, mientras Holofernes se ha sentado en el lecho y la observa sin soltar su espada. Hay mayor flexibilidad y ondulación en la figura de Holofernes, así como ciertos rasgos anatómicos destinados a subrayar la musculatura de brazos y pecho. En la compo- sición horizontal hay espacio para dos figuras más: a la izquierda de Holofernes, un gran felino –posiblemente un león– descansa sobre una piel de leopardo. A la derecha de Judith, una figura de menor tamaño aparece sujetando la larga cola de su vestido. Podría tratarse de Hegla, pero también del eunuco de Holofernes. Entre los aspectos más llamativos de estas ilustraciones se cuenta el hecho de que son unas de loas escasas representaciones plásticas de Judith en el ámbito hispánico. En este caso, además, el trabajo de Sirius resulta doblemente significativo, ya que denota la influencia que 351 En los últimos años han aparecido algunos estudios y monografías sobre la figura de este artista que llegó a Argentina en 1910 y que pronto se convertiría en uno de los principales representantes de la edad de oro de la prensa gráfica argentina. La publicación más completa sobre su trayectoria acaso sea el de Lorenzo jaime Amengual, Alejandro Sirio: el ilustrador olvidado, Buenos Aires, Ediciones de la Antorcha, 2007. 352 Consúltese la biografía de Alejandro Sirio en el volumen de Ana María Fernández García, Arte y emi- gración: la pintura española en Buenos Aires 1880-1930, Oviedo, Universidad de Oviedo, 1997, p. 219. 281 el estilo arcaizante, gráfico y sutilmente irónico de Aubrey Beardsley había tenido en varias generaciones de ilustradores. Tampoco debemos olvidar que, al contrario de lo que sucede en otras ilustraciones para prensa, en este caso sí corresponde exactamente con la escena narrada por el texto: una conversación entre Judith y Holofernes durante la que los papeles se intercambian y Judith hace valer su poder de seducción y su enorme inteligencia. 3.3.3. gustAv KLimt: juditH y sALomé en LA vienA de Freud Las figuras de Judith y Salomé no sólo se fusionan en obras literarias que, como hemos es- tudiado, fueron escritas bajo la influencia del célebre poema dramático de Oscar Wilde; ya en el inicio de ambas tradiciones iconográficas sus rasgos y personalidades se entrecruzan hasta convertirse, en ciertas obras, en una sola figura. Resulta sobradamente conocida la explicación que Erwin Panofsky insertaba en las explicaciones preliminares de sus Estudios de iconología. El célebre especialista empleaba una pintura del pintor secentista Francesco Maffei que mostraba a una mujer con una espada en la mano –símbolo de Judith– junto a una bandeja donde reposaba la cabeza de un hombre –símbolo vinculado a Salomé– para ilustrar la precisión que debía caracterizar a la investigación iconológica, y después de buscar ejemplos que pudieran corroborar su asignación a una u otra figura, hallaba precedentes que demostraban que se trataba de una representación de Judith creada según un sistema icono- gráfico habitual en Alemania y el norte de Italia. Reproducimos a continuación el análisis iconológico de Panofsky: En el caso que estamos tratando tendríamos que preguntarnos si hubo, antes de que Francesco Maffei pintase su cuadro, alguna imagen indiscutible de Judit (indiscutible porque incluyese, por ejemplo, la sirvienta de Judit), pero en el que apareciese sin justificación alguna bandeja; o alguna indiscutible representación de Salomé (indiscutible porque incluyese, por ejemplo, a los padres de Salomé) pero en el que aparecería una espada sin justificación. Y he aquí que, mientras no podemos señalar ni una sola Salomé con una espada, nos encontramos en Alemania y el norte de Italia varios cuadros del siglo XVI que representan a Judit con una bandeja; hubo, pues, un tipo de «Judit con bandeja», mientras nunca hubo un tipo de «Salomé con espada». De aquí podemos deducir, sin peligro, que el cuadro de Maffei representa a Judit y no a Salomé, como se había creído353. Esta dualidad entre Judith y Salomé aparece episódicamente a lo largo de la historia del arte, con claros ejemplos en la pintura renacentista y barroca especialmente. Sin embargo, el caso más célebre sigue siendo hoy el de las dos pinturas del artista simbolista austriaco Gustav Klimt (1862-1918). Dotado de un originalísimo lenguaje plástico que parte de los postulados 353 Erwin Panofsky, Estudios de iconología, Madrid, Alianza, 2006, p. 22. 282 figura 66. Gustav Klimt. Judith I (1901) 283 figura 67. Gustav Klimt, Judith II (Salome) (1909) 284 de la secesión vienesa –la rama austriaca del art nouveau–, Klimt acogió en su amplia produc- ción plástica a una multitud de presencias femeninas enigmáticas y seductoras, algunas tan célebres como la modelo de Retrato de Adele Bloch-Bauer I (1901) o las figuras de su monumental Friso de Beethoven (1902). Igualmente afamadas son las dos pinturas que analizaremos a con- tinuación. La primera, Judith I, (Fig. 66) data de 1901 y fue presentada al público por primera vez en la exposición de la secesión vienesa de 1903, aunque algunos bocetos adelantan su concep- ción a 1899354. Es un cuadro de dimensiones moderadas que muestra a una mujer vestida con una túnica azulada y dorada que deja ver uno de sus senos, transparenta su anatomía y contempla frontalmente al espectador con la barbilla alzada, los ojos entrecerrados, las cejas arqueadas y la boca entreabierta, en un innegable gesto de placer. Su cabello negro, volumi- noso e insondable, excede los límites del lienzo. En la parte inferior izquierda, bajo el pecho izquierdo de la modelo, aferra por los cabellos la cabeza decapitada de Holofernes, de la que apenas podemos ver el ojo derecho, ya que también queda fuera del marco. La pintura muestra el característico estilo plástico de Klimt, que alterna zonas pintadas de forma realista a partir de documentación fotográfica con detalles decorativos en pintura dorada. Con esta última técnica, que el pintor austriaco emplearía profusamente en las fi- guras de Palas Atenea y Nuda Veritas incluidas en su Friso de Beethoven, están ejecutados los abalorios que luce Judith –una gran gargantilla de oro con piedras de colores– y un brazalete enroscado a su brazo derecho a modo de sierpe. También este estilo sirve para plasmar el fondo de la pintura, que recrea vegetación de un modo esquemático que, según los especia- listas, procede de la decoración asiria del palacio de Sennacherib355. Presentada en 1903, la obra fue adquirida inmediatamente por el doctor Anton Loew, y se convirtió de forma instantánea en una de las obras más populares y admiradas de Klimt. «The public stood, fascinated, in front of a historical subject that Klimt had transported into the here and now of the turn-of-the-century present, but without renouncing archaic levels of meaning»356. En efecto, la singular combinación de rasgos arcaicos y modernos resultaba extraordinaria- mente atractiva para el público de la época. Por un lado, la decoración de inspiración asiria y la propia dimensión objetual de la obra le conferían un aspecto casi religioso, cargado de enigmas; por otro, la singular técnica pictórica y la absoluta audacia formal de la pieza, uni- da a los rasgos contemporáneos de la protagonista –maquillada y ataviada como una dama 354 Judith I (1901) se conserva actualmente en el Museo Belvedere de viena, el mismo centro que cus- todia uno de los bocetos a los que nos referimos, perteneciente al álbum de Sonja Knips. 355 Alessandra Comini, Gustav Klimt. Eros und Ethos, Salzburgo, Galerie Welz, 1975, p. 24. 356 Tobias Natter, Gustav Klimt: Complete Paintings, Colonia, Taschen, 2012, p. 576. 285 elegante de la belle époque– generaban un efecto enormemente moderno e innovador. Una de las primeras reseñas que recibió la pintura hacía énfasis precisamente en este aspecto: We can imagine this Judith dressed in a paillette dress in the latest Vienna Rings- trasse fashion, a beautiful Jewish society lady of the kind one meets everywhere, who, her silk petticoats rustling, attracts the eyes of the men at every première. A slim, lithe and supple woman with a sultry fire in her dark looks, with a cruel mouth and nostrils quivering with passion. Mysterious forces seem to slumber in this seductive female, energies and a violence that, once ignited, could never be quelled357. A pesar de que el marco dorado de la pintura, suntuosamente modelado por Georg Klimt, hermano del artista, enuncia con grandes letras que se trata de una representación de «Ju- dith und Holofernes», la pintura fue interpretada desde el inicio como una representación de Salomé. Ya el crítico Fritz Ostini proponía esta modificación del título de la obra en una temprana descripción de la misma: A Judith whom we would do better to rebaptize Salome, since he found her too lascivious and too perverse. A Fatigue lies over her that comes not from action but from pleasure358. Por ello, ya en 1905 la pintura se expuso bajo el título de Salomé. Consciente de la singular apreciación de la obra y de su capacidad de evocación, Klimt regresaría al mismo motivo en 1909. La obra lleva el significativo título de Judith II (Salomé) (Fig. 67). Se encuentra hoy en Ca’Pesaro Galleria Internazionale d’Arte Moderna de Venecia y, comparada con la prime- ra, su tamaño es considerablemente superior. Mide 178 x 46 cm y se encuentra igualmente enmarcada por una pieza dorada, pero la complejidad de la representación es mucho mayor. La protagonista aparece de cuerpo entero, desbordando los límites del cuadro, con los pe- chos al descubierto y numerosos ornamentos que reflejan la variedad estilística de Klimt. Tiene la mirada perdida, con los párpados caídos en una cierta actitud de ensoñación. Su cabello es igualmente negro, pero su vestimenta colorida y profusamente adornada marca distancia frente a su predecesora. También la abundante joyería que luce, con varias pulseras 357 «Podemos imaginar a esta Judith luciendo un vestido de lentejuelas a la última moda vienesa, una hermosa dama judía de la alta sociedad como las que uno suele encontrar en todas partes, que, gracias al brillo de sus capas de seda, atrae la mirada de los hombres en cada estreno. Una mujer esbelta y delicada con fuego seductor en la oscura mirada, boca cruel y aletas nasales que tiemblan de pasión. En esta seductora mujer parecer latir fuerzas misteriosas, energías y violencias que, una vez encendidas, son imposibles de extinguir». Felix Salten, Gustav Klimt. Gelegentliche Anmerkungen, Viena / Leipzig, Wiener Verlag, 1903. La cita está tomada de la monografía de Tobias G. Natter, op. cit., p. 576. 358 «Una judith que habría que rebautizar como Salomé, porque resulta demasiado lasciva y perversa. La fatiga que transmite no procede de la acción, sino del placer» (Fritz Ostini, «Die VIII. Internationale Kunstausstelung im Glaspalast zu München», Die Kunst für Alle, Munich, vol 16 (1900-1901), pp. 513-522 y 539-548. Citado en Tobias G. Natter, op. cit., p. 576). 286 que dirigen la mirada del espectador hacia uno de los núcleos de la pintura: las manos que, crispadas, sujetan el cabello rojo de su víctima, que la crítica no tardó en identificar con Juan Bautista en lugar de Holofernes, debido a la delicadeza de sus rasgos. Para sus contemporá- neos, no cabía duda: esta Judith era, en realidad, una Salomé. Así lo indicaba el movimiento sinuoso que recorre el cuerpo de la protagonista, suficiente para evocar la danza seductora de Salomé. También las similitudes con Salomé tal y como la imaginara Aubrey Beardsley.359 Este encuentro entre Salomé y Judith resulta enormemente elocuente respecto a la percep- ción que de estas dos figuras bíblicas tenía el público decimonónico. En el caso de Klimt, la fusión responde a motivos simbólicos: tanto Salomé como Judith son símbolos de la crueldad femenina, que es el tema que verdaderamente le interesa360. Sacralizadas por la profusión de pigmento dorado, estas dos figuras muestran que, para los artistas del cambio de siglo, la fem- me fatale comenzaba a despojarse de aderezos innecesarios para reducirse a sus rasgos esen- ciales. Si, tal y como afirma Margarita Stocker, «Judith I is a snapshot of the sado-masochistic moment, the finely judged point at which pain becomes ecstasy361», nosotros podemos añadir que, en el fondo, resulta indiferente que la ejecutora de estas pinturas sea Judith o Salomé, porque la cabeza seccionada que ostenta es siempre la misma: la del propio artista. 359 Dicha semejanza ha sido propuesta por Alice Strobl, Gustav Klimt. Die Zeichnungen 1904-1912, vol. 2, Salzburgo, Galerie Welz, 1980. 360 El tema de la duplicidad de Salome y judith se encuentra desarrollado en Daniela Hammer-Tugend- hat, «judith», en Klimt und die Frauen (Tobias G. Natter y Gebert Frodl, eds.), Viena, Belvedere, 2000, 220-225 (pp. 223, 224). 361 Margarita Stocker, Judith: Sexual Warrior, New Haven y Londres, Yale University Press, 1998, p. 176. 287 288 figura 68. franz von Stuck, Judith und Holofernes (1924) 289 3 . 4 . JUD ITH O LOS PEL IGROS DE LA SEDUCCIóN: EROT I SMO Y V IOLENCIA 3.4.1. ¿sAntA o mujer pAnterA? FrAnz von stucK y joseF LouKotA «Me gustaría glorificar la fortaleza del hombre y la suave docilidad de la mujer»362. Estas palabras del pintor muniqués Franz von Stuck no son, desde luego, las que cabría esperar del autor de obras tan perturbadoras y magnéticas como Die Sünde (1893). Sin embargo, sí resul- tan enormemente elocuentes a la hora de comprender la ambivalencia moral de una época, la de entresiglos, que vivía obsesionada con huir de la idea del mal y, al mismo tiempo, se enfrentaba gozosamente a su recreación plástica. Las obras de Franz Von Stuck permanecen hoy como un episodio aislado dentro del Simbolismo alemán, y como la constatación de la personalidad contradictoria de un artista enormemente reservado y poco comunicativo que, al mismo tiempo, logró convertir su casa muniquesa –y sus clases en la Academia de Bellas Artes local– en todo un epicentro de la vida cultural de su tiempo. Vinculado al movimiento de la Secesión vienesa, Franz Von Stuck vivió en un contexto don- de los últimos coletazos del jugendstil coincidían temporalmente con la visión científica y con- fortable del Impresionismo y los abismos emocionales del Simbolismo. Fue profesor de Paul Klee y Josef Albers, que recordarían posteriormente su carácter taciturno pero también la naturaleza revolucionaria de sus ideas sobre el color. Fue plenamente consciente del camino que estaban tomando las Vanguardias, pero su residencia –Villa Stuck, hoy transformada en una heterodoxa casa-museo– estaba decorada con motivos grecolatinos, paneles de gusto art déco y pinturas de temática mitológica. Todavía hoy su valoración crítica no ha alcanzado el grado de maduración necesario: no existe un catálogo razonado de su obra, pero al mismo tiempo algunas de sus obras gozan de una extraordinaria celebridad. Así sucede, al menos, con las que ahora nos ocupan: dos de los lienzos –produjo algunos más– que dedicó a recrear la historia de Judith y Holofernes, y que corroboran la posición absolutamente central que 362 fritz von Ostini, «Interview with franz von Stuck 1892-1893», en jo-Anne Birnie Danzker (ed.), Franz Von Stuck, Seattle, frye Art Museum, 2013, pp. 118-120 (cita en p. 119). 290 Franz Von Stuck ocupa en el corpus pictórico vinculado a la femme fatale. Ambos ostentan el mismo título, Judith und Holofernes, pero se encuentran separados por tres años de diferencia. En cualquier caso, fueron pintados entre 1924 y 1927, en el tramo final de la trayectoria vital de Franz Von Stuck –que falleció en 1928–, y muestran una enorme depuración formal que los convierte en obras enormemente personales. La primera de las pinturas, ejecutada en 1924, (Fig. 68) muestra a Judith «in the full splendor of her perfidous nudity»363, en el instante previo a la decapitación. Tiene la espada alzada, sujeta con ambas manos –es enormemente voluminosa– y contempla a Holofernes, que duerme a sus pies. Varios elementos llaman poderosamente la atención, aunque el más no- torio acaso sea la extremada sensualidad con que Von Stuck caracteriza a Judith; su desnudo es escultórico, suavemente modelado por contrastes de luz y sombras, y su rostro, con la bar- billa alzada sobre un largo cuello, refleja un gesto de placer con los ojos entrecerrados, de un modo que evoca, sin lugar a dudas, el hedonista abandono de la protagonista de Judith I, de Gustav Klimt. A pesar de que la piel de Judith adquiere tonos cobrizos en la pintura, resulta luminosa al contrastar con la oscuridad de Holofernes, representado como un hombre mus- culoso con una larga barba asiria, y cubierto por una suntuosa tela brocada en tonos violetas que deja su torso desnudo. Apenas hay contexto, fondo o elementos que permitan ubicar la escena en un espacio de- terminado, pero Franz Von Stuck siempre se caracterizó por lograr efectos de profundidad empleando sólo el color y prescindiendo de la perspectiva. Aquí, la figura de Holofernes, en un evocador escorzo, aporta solidez a una obra concebida con pulso firme y un equilibrado empleo del color. En una superficie pictórica dominada por los tonos cobrizos, el rojo sul- fúreo del fondo y los azules que rodean a Holofernes, ciertos detalles dorados generan una dosis de suntuosidad tardorientalista: nos referimos a la empuñadura de la espada, los pen- dientes y brazaletes de Holofernes y un casco que porta Judith y que evoca instantáneamente otra obra anterior, Pallas Athenee (1898), que muy posiblemente sirvió de inspiración para la representación que Gustav Klimt haría del mismo personaje en su Friso de Beethoven (1901). La expresión de placer de Judith no deja lugar a dudas: Franz Von Stuck no concibe esta imagen como un símbolo de heroísmo o una recreación bíblica sin más, sino como una muestra del poder de seducción de Judith y sus sanguinarias intenciones. La otra obra a la que nos referiremos, Judith und Holofernes (1927) (Fig. 69), sustituye la cuidadosa descripción de la pintura anterior por un mayor esquematismo y un uso del lenguaje pictórico aún más audaz. No hay en ella apenas rasgos faciales ni elementos emocionales, sino un magistral empleo del color que busca subrayar, ante todo, la palidez del cuerpo de Judith y la turbia confusión del de Holofernes. La composición es menos vertical, pero la escena es similar a la 363 Bram Dijkstra, op. cit., p. 376. 291 anterior; la única diferencia estriba en que aquí la espada reposa aún en el suelo y los rasgos de Judith son indistinguibles, porque Von Stuck la ha representado de perfil y con escaso cuidado al detalle. El cuerpo, esquemático y violentamente modelado por sombras verdosas que oscurecen su pierna derecha, resulta menos rígido. Holofernes sigue estando en escorzo, pero la ejecución, de pincelada suelta y violentos contrastes, apenas permite apreciar sus ras- gos. Distinguimos, eso sí, la oscuridad de su piel y su larga barba negra. Lo que en la obra de 1924 era sensualidad aquí se ha transformado en gesto y en cromatismo; de hecho, desde el punto de vista plástico, el elemento más llamativo de la pintura no son tanto las figuras como el violento contraste entre rojo y negro que domina el fondo de la escena. Esta Judith es más teatral y quizás más arcaica –la posición de la cabeza de Judith podría recordan sin esfuerzo figura 69. franz von Stuck, Judith und Holofernes (1927) 292 a más de una pintura de Gustave Moreau–, pero el espíritu de la obra es idéntico: una evo- cación del episodio bíblico teñida de evocaciones infernales y densa simbología. No se trata, en absoluto, de una tendencia generalizada en las representaciones plásticas de Judith, más propensas –tal y como hemos visto– a la suavidad del exotismo orientalista que a la indagación en las profundidades del deseo. Sin embargo, la Judith de Franz Von Stuck tampoco es una excepción. otros artistas cultivaron una sensibilidad similar y encontraron en el relato veterotestamentario un vehículo para plasmar sin ambages una visión propia de la femme fatale arquetípica. Hemos seleccionado, por ello, una obra escasamente conocida. Nos referimos a la Judith (c. 1920, Fig. 70) surgida de los pinceles del checo Josef Loukota (1879-1967), un artista vin- culado a la escena art déco y a la ilustración popular de Praga, en cuya Academia de Bellas Artes estudió. Autor de imágenes alegóricas y de ilustraciones para revistas de la época, trabajó como profesor en la Academia praguense desde 1910. Su Judith, perteneciente a una colección privada tras ser vendida por la galería Jenmaur de San Francisco, muestra a Judith huyendo en compañía de su sirvienta con la cabeza de Holofernes en un saco. La obra desprende una extraña fascinación principalmente porque que aparece desprovista Figuras 70 y 71. Josef Loukota Judith (c. 1920) y detalle. Cortesía de jenmaur Gallery (San francisco) 293 de toda beatitud, envuelta en una atmósfera demoníaca y nocturna y con el rostro contraído en un gesto de terror. Destaca su pronunciadísimo perfil, contraído en una violenta mueca (Fig. 71), que recuerda a los rasgos que adoptaban las erinias de la pintura The Remorse of Orestes (1862), de William-Adolphe Bouguereau. Unido a su postura, genera una silueta casi expresionista y abiertamente grotesca. No hay en esta imagen rastro alguno de santidad o de heroísmo: la Judith de Loukota es una mujer fatal de mirada oscura, piel morena y perfil animal, adornada con brillantes joyas que compiten en intensidad con sus labios rojos de aspecto vampírico. Ante ella –y sin rastro de la espada–, el espectador se pregunta si Holo- fernes ha muerto decapitado o devorado. Igualmente siniestra es su sierva, que aparece en un segundo plano, y de la que sólo vemos un rostro grotescamente deformado bajo un manto rojo. Agachada, parece agazapada como un animal. La niebla, el humo, el fuego al fondo, la composición violenta y dramática de las figuras producen un efecto trágico y amenazador. 3.4.2. sAngre y decAdentismo en eL grup de gironA: LAureà dALmAu En marzo de 1909, el escritor, médico y político catalán Laureá Dalmau publicó en las pági- nas del diario barcelonés El Poble Català un díptico poético que, bajo el título genérico Heroí- nes, reunía dos sonetos en lengua catalana dedicados a sendas heroínas veterotestamentarias: Ruth y Judith364. En el marco de la literatura catalana de principios del siglo XX, Laureà Dalmau es habitualmente ubicado dentro del conocido como Grup de Girona, un círculo literario que tuvo en el ya citado diario El Poble Catalá uno de sus principales órganos de ex- presión365. Asociados a una línea republicana y catalanista, los autores de este grupo propug- naban «un ampli corrent de pensament, de creació literària i d’esforç per a construir un llen- guatge culte366». Precisamente esa búsqueda de una lengua culta y refinada para la literatura catalana condujo a la asimilación de una serie de influencias procedentes del ámbito europeo y, en concreto, de la figura tutelar de Gabriele d’Annunzio: És així com la parttcipació, docs, de tots ells, des d’una diversitat de poètiques, en la lluita contra l’espontaneisme, que és, de fet, al capdavall, una lluita pel civilisme, de doble vessant, cultural i social, els acosta sovint a una poètica parnassiana, 364 Laureà Dalmau, Heroínes, El Poble Català, Barcelona, 22 de marzo de 1909, p. 4. 365 La integración de escritores procedentes del Modernismo de Girona en las páginas de El Poble Català ya se había consumado en 1909, fecha de publicación del poema que analizaremos: «De estos años, es decir, de los años entre 1905 y 1909, data la incorporación de los escritores del Grupo de Girona a El Poble Català y, en algunos casos, incluso sus inicios en el uso del catalán, después de unas primeras experiencias literarias en castellano» (Assumpta Camps, El Decadentismo italiano en la literatura catalana, Berna, Peter Lang, 2010, p. 224). 366 jordi Castellanos, «Miquel de Palol i el modernisme» en Revista de Girona, 1985, 31, p. 18. 294 altament literaturitzada i amb gran preocupaciò pels aspectes tècnics, formals, de l’ofici poètic. La recepciò de D’Annunzio en el grup […] s’ha d’inscriure en aquest context concret, en el qual adquireix una funció ben precisa367. Dicha influencia se materializaría a través de una serie de elementos formales y temáticos relacionados con la órbita del Decadentismo: Formalisme, erotisme paganitzant o literatura perversa i intervencionisme de l’intel·lectual des de la seva posició d’un cert privilegi, es combinen, així, en una única direcció i al servei del mateix objectiu368. En dicho marco, la publicación de este díptico de Laureà Dalmau resulta enormemente in- teresante. A pesar de que no fue un escritor especialmente prolífico –sus obras se encuentran únicamente publicadas en la prensa de la época, y no han sido objeto de un estudio filológico sistemático, ni siquiera parcial–, el poema Judith revela una notable conciencia poética que encuentra en el ejercicio del Parnasianismo y en el cultivo del soneto las herramientas idó- neas para llevar a cabo su proyecto estético: Laureà Dalmau, personatge especiament significat políticament amb l’esquerra nacionalista, que participà en el mateix projecte des d’una praxi literària de tall parnassià, entre les ressonàncies clàssiques i el formalisme d’un conreu del sonet com a forma poética per excel·lencia369. ya el título del ciclo poético –Heroínes– indica que Dalmau concibe esta figura bíblica desde un punto de vista esencialmente positivo y empático, contrariamente a lo que formulara Gabriele D’Annunzio en su breve recreación poética del episodio de la decapitación de Ho- lofernes370. No resulta extraño, por otra parte, que el personaje de la viuda de Betulia, defen- sora de su patria frente al ejército invasor, resultara atractivo a ojos de un intelectual como Dalmau, firmemente comprometido con la izquierda nacionalista catalana de principios del siglo XX. Por ello, el poeta se decanta por una estructura narrativa que describe la estrategia de la heroína hebrea, aunque la rodea de numerosas observaciones que ubican su estilo en la estética de las corrientes literarias finiseculares: Decadentismo, Simbolismo y Parnasianismo. 367 Assumpta Camps, «El modernisme al Grup de Girona: la recepció de Gabriele D’Annunzio», Revista de Girona, 1995, 170, p. 43. 368 Ibíd. 369 Assumpta Camps, «El modernisme al Grup de Girona: la recepció de Gabriele D’Annunzio», Revista de Girona, 1995, 170, p. 43. 370 El poema que antecede a Judith, dedicado a Ruth, muestra un registro muy diferente; se trata de una evocación plácida y armoniosa de la figura de esta otra viuda bíblica cuyo relato, exento de episodios violen- tos, se caracteriza por una gran dignidad y resignación. En el terreno formal, en Ruth Laureà Dalmau muestra una gran delicadeza y una sensibilidad próxima a las serenas composiciones de los Prerrafaelitas británicos. Respecto al poema d’annunziano, nos referimos al fragmento de Laus Vitae que ha analizado con extraordina- ria perspicacia Giorgio Barberi Squarotti en «Giuditta moderna: d’Annunzio, Hebbel dopo voltaire e Monti», Fronesis : semestrale di filosofia, letteratura e arte, año 2, n.3, enero-junio de 2006. Florencia, Le Cariti Ed., 2006. 295 jUDITh La tenda règia es llum, y es or y bronzo y seda: s’hi aixequen mil perfums dels pebeters daurats; hi mostren els acers sa brillantor més freda; el llit reial s’hi ofereix curull de magestats. Judith hi dona el goig suprem de sa bellesa; després aguarda el sou del sòn august aimant; llavors aixeca el bras, armat de la feresa, y cau a plom, serè y queda triomfant. y fuig. La nit es gran. y riu de sa victoria, quan de la sang que’n cau son pit se’n ensangnanta y aspira la dolsor que té regust d’infern. y corre encara més; y com trofeu de gloria, per sobre de la nit, antorxa tremolanta, hi aixeca a dugues mans la testa d’Holofern. La escena se desarrolla en el ambiente cargado y embriagador de la tienda de Holofernes, descrita en el primer cuarteto a través de una serie de términos encadenados mediante poli- síndeton: «es luz, y es oro, y bronce y seda» (v. 1). El autor también se detiene en la evocación de los «mil perfumes» que salen de «pebeteros dorados» (v. 2), en una imagen que remite inevitablemente a las que que Gustave Moreau dedicó a Salomé, y que Huysmans y tantos otros describieron en idénticos términos. En el centro de la estancia, el lecho real «se le ofrece rebosante de majestades». Resulta oportuno señalar que, en este poema, la figura del general asirio se encuentra asimilada a la de un rey; poco hay de austeridad militar en estas notas que caracterizan un espacio de sensualidad y lujo plenamente orientalistas, un espacio dominado por la figura de Judith, a la que se refieren los deícticos, aunque no se la nombra hasta el primer verso del siguiente cuarteto. Éste comienza con una afirmación que condensa, de forma elíptica y elegante, la alusión al acto sexual: «Judith le da el goce supremo de su belleza» (v. 5). Es esta mención la que ubica a Dalmau del lado de los que opinan que el episodio de Judith sólo tiene sentido pleno a través de la consumación del encuentro íntimo entre la viuda hebrea y el capitán asirio. En este ambiente de lujuria, Holofernes no es descrito como un hombre rudo, sino como un «augusto amante» (v. 6). En ese sentido, tanto esta alusión como la afirmación de la belleza de Judith acentúa la dimensión erótica de la escena, en la línea de lo sugerido por pintores que subrayan la belleza clásica de los amantes. Es en este punto, en el tránsito del verso 6 al 7, donde se desencadena el violento asesinato del general de Nabucodonosor. En él, Judith aparece transfigurada y convertida en una fría ejecutora cuyo brazo «cae a plomo». Dalmau elude la mención al acto mismo de la decapitación, sustituyéndolo por la expresión «queda 296 triunfante», que, en una historia tan célebre como ésta, resulta suficientemente explícita. En los dos tercetos, la enjoyada recreación parnasiana del homicidio de Holofernes da paso a una escena de gran poder evocador y que no responde tanto al desarrollo tradicional de la historia como a la imaginación y la fantasía del poeta. Dicha escena narra la huida de Judith con la cabeza de su víctima, rumbo a Betulia. En estos versos, Judith adquiere un carácter tenebroso y sanguinario: corre, en medio de la noche, riendo y celebrando su triunfo, ajena a lo terrible de su crimen: «la sangre que cae ensangrienta su pecho, / y aspira el dulzor que tiene regusto de infierno» (vv. 10-11). Ya no nos encontramos, pues, ante la heroína patriótica que sacrifica su pureza por el bien de su pueblo, sino ante una mujer fatal, una criatura de la noche embriagada de sangre y de venganza que corre y ostenta un macabro estandarte: «como trofeo de gloria, / sobre la noche, antorcha tremolante, / alza con ambas manos la cabeza de Holofernes» (vv. 13-14). Se trata de una imagen de enorme fuerza visual y poética cuya rotundidad viene a suplir las posibles imperfecciones formales del poema, donde, en todo caso, se perciben los esfuerzos de Laureà Dalmau por trasladar la musicalidad de la poesía finisecular al terreno de la lengua catalana. Precisamente en esta alusión –la de una heroína que huye en la noche mientras enarbola como trofeo la cabeza de su amante– se hace más presente que nunca la influencia d’annunziana que mencionaba la profesora As- sumpta Camps: en la destilación conjunta de suntuosidad y perversión, lujuria y muerte, esplendor y oscuridad que caracteriza al más genuino Decadentismo. 3.4.3. «HoLoFernes sin tropAs»: juditH como ALegoríA en césAr vALLejo Los heraldos negros fue el poemario con el que el escritor peruano César Vallejo (1892-1938) se dio a conocer en los círculos literarios. oscurecido por el deslumbrante despliegue vanguar- dista de títulos posteriores como Trilce (1922) y, sobre todo, Poemas humanos (1939), el primer libro de Vallejo ha gozado de una fortuna crítica desigual que sólo en fechas recientes ha puesto en valor la que durante parte del siglo XX fue considerada como una de sus princi- pales debilidades: su asimilación de la estética modernista y simbolista371. Los heraldos negros, cuyo título procede de Darío y Baudelaire, es un poemario complejo y desigual en el que gran parte de la crítica ha apreciado un hilo vertebrador basado en la conciencia trágica de 371 Así lo recuerda en su reciente edición crítica, el profesor Efraín Kristal a propósito del poema que da título al volumen: «Todos los críticos coinciden en que la eliminación de ciertos rasgos modernistas de la primera versión de «Los heraldos negros» mejora considerablemente el poema». El crítico va más allá y ase- gura que «Algunos críticos consideran que «Los heraldos negros», el poema más famoso y citado de Vallejo, sigue siendo imperfecto, aún en su versión última, porque no eliminó todos sus rasgos modernistas, entre ellos la alusión a Darío en su título y la imagen de «los potros de bárbaros atilas» emparentada con algún verso de Rubén» («Introducción» a César Vallejo, Los heraldos negros, Madrid, Castalia, 2010, p. 15). 297 la muerte. Desde su primer poema «es una sentencia que liga la existencia al sufrimiento de forma inevitable»372. El vacío del sujeto lírico ante una presencia divina –es, sin duda, el poemario más católico de Vallejo– que parece sorda a sus quejas desemboca en un existen- cialismo que toma forma mediante un intrincado sistema iconográfico basado en lo religioso. En dicho sistema, el poeta llega a identificarse con Cristo, y la isotopía del sacrificio –cuya cumbre es el empleo de la imagen de la crucifixión como metáfora del conflicto íntimo del poeta– recorre un largo monólogo –todos los poemas están escritos en primera persona– cuyo interlocutor mudo es la divinidad, enunciada explícitamente, o la vida, camuflada bajo máscaras y advocaciones de raigambre mítica, simbólica y poética. En ese contexto, los temas del amor, la sexualidad y el erotismo ostentan el mismo carácter problemático, tenebroso, que impregna todo el poemario. La mujer, como centro de esas reflexiones, es objeto de reflexiones y alusiones llenas de claroscuros. Por eso debemos reco- nocer, citando la edición crítica más difundida, que «hay en Vallejo una tendencia misógina, sobre todo en su poesía erótica, con expresiones intermitentes de disgusto por los objetos de su deseo sexual»373. Dicho de otro modo, y citando un reciente estudio, para Vallejo: La comunión erótica no es símbolo de ninguna plenitud, como sí ocurría en gran parte de la poesía moderna, y mucho menos la congelación del tiempo en un eter- no presente. Como sucedáneo de una religiosidad perdida y de una realidad para la que el poeta ya no encuentra fundamento, el erotismo es más bien lo contrario a un eterno presente: un recuerdo constante del paraíso perdido y del abandono del hombre en el torrente de un tiempo lineal y destructor374. Sea misoginia o una actitud conflictiva ante la sexualidad, lo cierto es que no faltan en este primer poemario imágenes que abordan el temor a lo femenino desde figuras procedentes de la tradición bíblica. Así, en «Nervazón de angustia», un poema que emplea la isotopía de la crucifixión y se dirige a una interlocutora definida como «Dulce hebrea» –acaso una evoca- ción de María o María Magdalena–, encontramos una perturbadora imagen: «el judithesco azogue de tu miel interior». La mujer que desclava a Cristo –al poeta– de la Cruz resulta a la vez protectora y amenazante, y su aparente ternura, parece decirnos, responde a un cierto sadismo, simbolizado por el fondo de su mirada. Mucho más explícita, en cuanto a crueldad y violencia simbólica, es la figura femenina a la que está dedicado el poema «Ascuas». Esta misteriosa mujer, a la que alude con el nombre de Tilia, podría corresponder en la realidad a una vecina o un amor de infancia. Tal era la 372 Carolina Galvis, «El tema del sufrimiento en la obra poética de César Vallejo». Asian Journal of Latin American Studies (2001), vol. 24, N. 1: 111-127 (cita en p. 114). 373 Efraín Kristal, «Introducción» a César Vallejo, Los heraldos negros, Madrid, Castalia, 2010, p. 21. 374 Carlos javier Morales, César Vallejo y la poesía posmoderna. Otra idea de la poesía, Madrid, Editorial verbum, 2013, p. 162. 298 convicción de Juan Larrea, frente a la opinión más extendida entre los críticos, que apuntan a Otilia, una sobrina de Vallejo hacia la que el poeta habría albergado sentimientos que «no eran meramente filiales375». El poema, recorrido por un intenso sentimiento de desengaño y desesperación, presagia un siniestro final para el poeta, que incluso después de su muerte seguiría recibiendo los tormentos de su desdeñosa amante. Veamos los versos donde tiene lugar la imagen que mencionamos: ya en la sombra, heroína, intacta y mártir, tendrás bajo tus plantas a la Vida; mientras veles, rezando mis estrofas, mi testa, como una hostia en sangre tinta! y en un lirio, voraz, mi sangre, como un virus, beberás! Para el lector de la época, habituado como hemos visto a las representaciones de siniestras heroínas bíblicas, la presencia de la cabeza decapitada del poeta podría interpretarse sin esfuerzo como una representación de la testa seccionada de Juan Bautista por Salomé, o de Holofernes por Judith. También enormemente interesantes resultan las connotaciones vampíricas del último verso. Esta concepción de la sangre como virus, como causante de enfermedad asociada al erotismo –sin aludir necesariamente a dolencias venéreas, se puede vincular con una cuestión esencial en Vallejo: los perjuicios asociados al amor. Así, en otro poema del mismo volumen, «Capitulación», describe así el final de una aventura amorosa efímera: «Yo me partí de aurora. Y desde aquel combate / de noche entran dos sierpes es- clavas a mi vida». No parece necesario incidir en la simbología de las sierpes, perfectamente clara desde los códigos iconográficos de la época. Tampoco en la identificación entre tumba y lecho nupcial que se produce en «El tálamo eterno», o en la imagen de aniquilación que sugieren estos versos de «Desnudo en barro»: «La tumba es todavía / un sexo de mujer que atrae al hombre!». No hay grandes matices en el modo en que Vallejo asimila la confrontación con lo femenino en estos poemas. Cuando no es una presencia amenazante, es una auténtica donna angelicata, que suele identificar con figuras de tiempos remotos y, por lo tanto, ya olvidadas –«alguna Ruth sagrada»–, mujeres de extraordinaria belleza y humildad –«Venus pobre»– o, direc- tamente, con la mujer ideal, irrealizable y quimérica: así, en «Para el alma imposible de mi amada», la renuncia al erotismo, a la sexualidad, parece ser la única posibilidad para un alma atormentada: Amor, no te quiero cuando estás distante 375 Raúl Torres Martínez, César Vallejo: poemas y tormentos. San josé (Costa Rica), Editorial Universidad Estatal a Distancia, 1999, p. 123. 299 rifado en afeites de alegre bacante, o en frágil y chata facción de mujer. Amor, ven sin carne, de un ícor que asombre; y que yo, a manera de Dios, sea el hombre que ama y engendra sin sensual placer! A fin de cuentas, Los heraldos negros refleja una confrontación constante: a un lado está el poeta, descrito como Cristo, como hombre, como santo. Al otro, la vida, la muerte, Dios, el amor o la mujer. El enfrentamiento se resuelve inevitablemente en el fracaso del poeta, incapaz de dominar las sutilezas de su enemigo, pero también de rechazarlo por completo. En ese sentido, y desde esa posición simbólica, resulta enormemente llamativo el proceso que se opera en el poema «Pagana», cuyo conflicto central toma la forma de la oposición entre Judith y Holofernes. y Holofernes, por supuesto, es el autor. Para una mejor comprensión del análisis, reproducimos a continuación el poema de forma íntegra. pAGANA Ir muriendo y cantando. y bautizar la sombra con sangre babilónica de noble gladiador. y rubricar los cuneiformes de la áurea alfombra con la pluma del ruiseñor y la tinta azul del dolor. ¿La vida? Hembra proteica. Contemplarla asustada escaparse en sus velos, infiel, falsa Judith; verla desde la herida, y asirla en la mirada incrustando un capricho de cera en un rubí. Mosto de Babilonia, Holofernes sin tropas, en el árbol cristiano yo colgué mi nidal; la viña redentora negó amor a mis copas; Judith, la vida aleve, sesgó su cuerpo hostial. Tal un festín pagano. y amarla hasta en la muerte, mientras las venas siembran rojas perlas de mal; y así volverse al polvo, conquistador sin suerte, dejando miles de ojos de sangre en el puñal. Nos encontramos ante un poema de hondo desengaño y delicada orfebrería lírica. A los elementos orientalistas –las menciones a Babilonia o Asiria– se une una plétora de imágenes plenamente modernistas: el ruiseñor como símbolo del alma del poeta376, de origen clásico, o la identificación de la tinta azul con los sentimientos de tristeza del autor377, Curiosamente, el 376 Esta interpretación simbólica del ruiseñor parte de la propia tradición latina; como ejemplo, el poe- ma LXV de Catulo, donde esta figura animal «es también el símbolo del poeta. Su canto en la oscuridad de la noche representa el lazo íntimo entre el amor y la muerte» (Marcos Ruiz Sánchez, Confectum Carmine: en torno a la poesía de Catulo. Murcia, Universidad de Murcia, 1996, p. 188). 377 Resulta obligado remitir, para el estudio de las valencias simbólicas en la poesía posterior al Romanti- 300 tema subyacente no es erótico, sino puramente existencial: la decepción del hombre que, tras verse rechazado por la religión, se entrega a la vida material y experimenta idéntico desen- gaño. La simbología de raigambre cristiana es omnipresente en elementos como al viña y el mosto, imágenes que Vallejo ya utilizara en otra composición, «Amor», también incluida en Los heraldos negros378. Sin embargo, resultan mucho más llamativos los elementos alusivos a la épica, a la confrontación entre el poeta y la existencia. Son imágenes de fracaso y heroísmo, de hermosa decadencia: el poeta es un «conquistador sin suerte», un «noble gladiador» y, de forma harto especial, un «Holofernes sin tropas». Desnudo y sin protección, este guerrero se enfrenta a la vida, caracterizada como Judith, engañosa y taimada. Es ahí donde la metáfora femenina cobra mayor protagonismo: Judith no sólo es una «Hembra proteica», animal e instintiva, sino también una presencia huidiza, «infiel, falsa Judith», que se escapa «en sus velos» –otra imagen de falsedad– y que, frente a la gravedad trágica del poeta, se presenta como «vida aleve». La conclusión, como no puede ser de otro modo, resulta enormemente dolorosa: no sólo por la parnasiana conversión de la sangre en perlas que anticipan la muerte –y su magnificencia–, sino por la constatación de la inutilidad de la batalla. El poeta ignora- ba que la pelea estaba perdida de antemano y que la virtud es una utopía, pero asume que debe «amarla hasta la muerte». El poema, bellísimo y sutilmente construido, es uno de los textos más sonoros y complejos de los que Vallejo incluyó en Los heraldos negros. Su empleo del mito de Judith no se restringe, como suele suceder, al ámbito de lo erótico o lo amoroso; no encontramos en estos versos ninguna alusión a la mujer amada, al desengaño conyugal o al despecho, sino a la frustración vital del poeta, que ha sustituido el ennui finisecular por una angustia explícita y de perfiles precisos. Sin embargo, no podemos concluir nuestro análisis sin apuntar un dato esencial: en este poe- ma, Judith ya no aparece como una mujer virtuosa empujada al crimen por la obediencia a su religión, sino como la asesina deliberada de un hombre, Holofernes, condenado al fracaso por su propia credulidad. Si bien la valoración del mito experimentó un cambio drástico a partir de la aparición en escena del drama de Hebbel, en textos como éste podemos apreciar ya claramente el viraje que detectaba Jacques Poirier en las recreaciones contemporáneas de Judith: Du coup, en une sorte de phénomène mimétique, ils vont échanger une part de leurs traits: Judith, la sainte, se trouve frappée de soupçon, tandis qu’Holopherne, le réprouvé, se dote d’une grandeur nouvelle. On connaït la reversibilité de l’univers mythique : c’est donc par un retournement propre au sacré que peu à cismo, al imprescindible ensayo de Carlos Miguel Pueyo, El color del Romanticismo. Nueva York, Peter Lang, 2009. 378 Mis cálices todos aguardan abiertos / tus hostias de otoño y vinos de aurora» («Amor»). 301 peu les deux personnages voient leurs trajectoires se croiser379. Fueron numerosos los artistas y escritores que a lo largo de los siglos se identificaron con Juan Bautista, hombre piadoso y recto condenado por el capricho de una mujer airada e imprede- cible; sin embargo, no es tan habitual que el autor –y el lector– se posicionen claramente con la figura de Holofernes, descrito tradicionalmente como un hombre frío y carente de piedad. Sin embargo, si la imagen del santo decapitado era atractiva para mostrar el enfrentamiento entre la virtud y el pecado, la figura de un guerrero temible derrotado por las artimañas de una mujer enigmática ofrecía perspectivas más amplias y estimulantes para la imaginación moderna. En ese sentido, resulta enormemente original el modo en que César Vallejo fija su mirada precisamente en esas aristas para plasmar la imagen pura del fracaso y la derrota. Judith, identificada con la vida, no es una peligrosa estratega, sino una tragedia inevitable. Como la propia muerte, en realidad el tema esencial de toda la primera poesía de César Vallejo380. 3.4.5. HoLoFernes y eL FeticHismo deL cALzAdo: «LAs sAndALiAs de juditH» de áLvAro meLián El escritor argentino Álvaro Melián Lafinur (1889-1958) es recordado en nuestros días prin- cipalmente a raíz de su parentesco con Jorge Luis Borges y de la protección que ejerció sobre el autor de El Aleph en sus años de juventud. Su obra literaria ha sido recuperada y reivindicada sólo de forma parcial en fechas recientes, y casi siempre relegada a un plano anecdótico –Borges se refiere a él como «poeta menor»381 en sus memorias– que ha impedido al público disfrutar de textos tan heterodoxos y coloristas como Las nietas de Cleopatra (1927)382, un curioso libro de relatos que refleja las andanzas del autor por el Mediterráneo, principal- mente por Egipto, y que sustenta la fama de Melián, «conocido por su fervor de orientalista amateur»383. «La sandalia de Judith» es un breve cuento que cierra el volumen y que reescribe, con no poca originalidad y sentido del humor, la trama del libro bíblico de Judith. Viene precedido por una nota aclaratoria donde el autor alude a una supuesta versión apócrifa de Judith que 379 jacques Poirier, Judith. Échos d’un mythe biblique dans la littérature française, Rennes, Presses Universi- taires de Rennes, 2004, p. 110. 380 «El sufrimiento es raíz del mundo y también su desarrollo; es el ser del hombre y lo que le precede; es su estar y aun lo que modifica ese estar. En tal sentido, el sufrimiento es (el verdadero) Dios o puede convertirse en tal» (Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana, México, Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 118). 381 Jorge Luis Borges, Un ensayo autobiográfico, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Emecé, 1999, p. 16). 382 álvaro Melián Lafinur, Las nietas de Cleopatra, Buenos Aires, M. Gleizer Editor, 1927. En adelante cita- remos la paginación de este relato a partir de esta edición, la única existente. 383 Axel Gasquet, «El orientalismo argentino (1900-1940). De la revista Nosotros al Grupo Sur». Wor- king Paper 22, 2008, p. 14. 302 habría llegado a sus manos a través de un célebre hebraísta y cuyas peculiaridades ha inten- tado recrear en su relato: Esa versión no difería, fundamentalmente, en efecto, de la que contiene el tradi- cional libro de Judith, pues la augusta figura de la bella heroína, su carácter y los móviles de su hazaña resultaban igualmente reconocidos y ensalzados en ambas. Pero, con respecto a Holofernes y a las causas de su desastrado fin, el manuscrito revelaba circunstancias extrañas, las cuales me sugirieron el relato que más ade- lante se leerá. En él he descrito el carácter del personaje y sus deformaciones, con voces propias de la ciencia moderna que, a mi modo de ver, definen estrictamente lo que en aquel relato antiguo se expresa de manera naturalmente diversa pero equivalente. (pp. 167-168) Parte Melián de una afirmación que sí se encuentra en el libro de Judith –« Sus sandalias le arrebataron los ojos (Lib. Judith, Cap. XVI, 11)»384– para enlazar la pasión de Holofernes por la viuda de Manasés con una parafilia: el fetichismo centrado en los pies como objeto de deseo, que le permite dar rienda suelta a una narración ligera y erótica, no desprovista de toques de humor. No seguiremos aquí la trama del relato, puesto que en lo esencial se adapta a la escena de la seducción y decapitación ya expuesta anteriormente, pero sí centraremos nuestra atención en ciertos rasgos que otorgan originalidad al relato. Uno de ellos es la caracterización de Holofernes como un hombre hedonista y sensual que contempla su actividad militar como una fastidiosa obligación y que ansía una vida más disi- pada, más propenso «a la molicie que a la rígida disciplina de los castros» (p. 169). Afirma el narrador que «le gustaba beber hasta embriagarse, contemplando las lánguidas danzas de las doncellas de Nínive, antes que dirigir sitios y asaltos de fortalezas enemigas» (p. 169). Lo que sigue es una descripción que podría haber pertenecido a cualquier héroe del Decadentismo francés, a un Des Esseintes, un De Phocas o un Durtal, y que muestra a un Holofernes presa del hastío y, por lo tanto, de la perversión: Era un extenuado, estragado por los placeres violentos, por los refinamientos monstruosos de Babilonia. Sólo reaccionaba ya a estímulos artificiales y padecía, con otros vicios, esa aberración que la ciencia moderna llama «fetichismo» –her- mana del sadismo y del masoquismo– y que hace disfrutar un placer erótico con la contemplación y posesión de una prenda femenina, especialmente del calza- do… (p. 169-170). El elegante anacronismo que introduce Melián en su alusión al diagnóstico que la psiquia- 384 En realidad el versículo que figura en las ediciones del Libro de Judith que hemos manejado es el 9, no el 11. 303 tría moderna le hubiera adjudicado a Holofernes es un aspecto que indica al lector que se encuentra ante un texto contemporáneo. También lo es la delectación con que Melián La- finur se detiene en morosas descripciones de atuendos, joyas y lujos. Pese a lo que afirmaba un estudioso –«tampoco Lafinur recurre al orientalismo de pacotilla y lentejuelas, propio de los modernistas»385–, hay en estas páginas todo un inventario de bibelots orientales y exóticas pedrerías: Holofernes aparece recostado «sobre un montón de pieles, bajo un pabellón de púrpura tejido de oro, esmeraldas y otras piedras» (p. 168)386 y, a su vez, Judith aparece des- crita con el esplendor orfebre de una estrella del Folies Bergère: Él recorría con ojos ávidos y deslumbrados los contornos de esa figura soberbia: la lujosa túnica cayendo en pliegues graciosos sobre las piernas que se adivinaban marmóreas; el busto de diosa; las manillas y lirios, las arracadas y sortijas, los brazaletes y collares que decoraban la carne mórbida. (p. 171-172) Entre lo escultórico y lo decadente, dos polos reflejados por la contraposición entre los adje- tivos «marmóreas» y «mórbida», la descripción de Judith está marcada por la suntuosidad387. La voz del narrador se detiene, según lo ya anticipado, en una parte concreta de su anatomía: sus tobillos y pies, «diminutos y blancos, pies de Anadiomena, como hechos de blanquísima espuma, que aparecían calzados por primorosas sandalias» (p. 172). La referencia mitológica corrobora que el Orientalismo de Melián Lafinur es «una emanación derivada de su pasión de helenista y de las culturas mediterráneas388», pero también incide en la blancura inherente al canon estético decimonónico. Las siguientes líneas describen con delectación las lujosas sandalias que luce Judith, e inserta el citado versículo bíblico en la narración para justificar la fascinación del capitán asirio ante ellas: 385 Axel Gasquet, «El motivo árabe en el modernismo y posmodernismo argentino: ángel Estrada, Arturo Capdevilla y álvaro Melián Lafinur», Transmodernity: Journal of Peripheral Cultural Production of the Luso- Hispanic World, 2(2), 2013, p. 40. 386 Jorge Luis Borges citaba expresamente este párrafo en su reseña a Las nietas de Cleopatra para su- brayar la variedad de registros adoptada por Melián Lafinur, y comentaba a propósito de él lo siguiente: «Esta aparente máquina de magnificencias resultará después un imperturbable comentario irónico de las demasiado humanas miserias que el escritor nos va a relatar» (Jorge Luis Borges, «Las nietas de Cleopatra», Repertorio americano, vol.17. n.03, 21 de julio de 1928, p.47). 387 En «Altair», otro relato incluido en Las nietas de Cleopatra, el protagonista, un joven porteño cae rendido ante los encantos de una joven hebrea que baila en un cabaret de Beirut, y que evoca en él la figura de Judith con igual profusión de bisutería orientalista: «Era una belleza hierática, semidesnuda y cargada de joyas como una efigie de Astarté. Las ajorcas y gargantillas decoraban su piel bronceada, y sus ojos inmensos lucían bajo una especie de mitra deslumbrante de gemas. La nariz aguileña, todos los rasgos de su rostro imperioso y radiante, proclamaban su raza hebrea. Hacía pensar en Judith, apareciendo, bajo sus suntuosos atavíos, en el campamento de Holofernes» (álvaro Melián Lafinur, Las nietas de Cleopatra, Buenos Aires, M. Gleizer, 1927, p. 118). 388 Axel Gasquet, «El motivo árabe en el modernismo y posmodernismo argentino: ángel Estrada, Arturo Capdevilla y álvaro Melián Lafinur», Transmodernity: Journal of Peripheral Cultural Production of the Luso- Hispanic World, 2(2), 2013, p. 39. 304 A través de las tirillas de cuero, cruzadas y recamadas de oro y de piedras pre- ciosas, se veía albear la piel pura y tersa, el tobillo fino, las uñas pulidas y rosadas. Holofernes sintió que aquellas sandalias «le arrebataban los ojos» y quedó desde entonces dominado por su extraño hechizo. (p. 172) Tras sobrevolar de forma rápida por los acontecimientos que siguen, la narración se detie- ne en el instante posterior al banquete que Holofernes convoca con el objetivo de seducir a Judith. Resulta llamativo el escaso desarrollo psicológico que Judith ostenta en este relato en comparación con la sutileza empleada por el autor a la hora de describir las oscilacio- nes emocionales de Holofernes; apenas percibimos un leve desconcierto en la judía ante las insinuaciones del militar enemigo, que frente al rechazo de Judith le plantea una petición inesperada: «Vete, si quieres, de aquí, pero antes quítate las sandalias y dámelas» (p. 176), le suplica. Así lo hace ella, que contempla entonces cómo el feroz guerrero se embriaga con la presencia de sus zapatos, en la escena más explícitamente erótica del relato: y vio luego asombrada cómo él las oprimía y contemplaba embelesado y cómo las besaba y las tornaba a besar. Hasta que después de un bestial paroxismo, quedó como amodorrado, con las sandalias apretadas contra el rostro rojo y su- doroso. (p. 176). No carece de ironía el hecho de que, con esta evocación fetichista, Melián Lafinur plantee una tercera versión, alternativa, al elemento más controvertido del relato de Judith: la naturaleza de sus relaciones con Holofernes y la existencia o no de encuentro erótico entre ambos. El es- critor argentino no plantea un encuentro sexual directo ni una ausencia de contacto, sino un contacto sexual indirecto, a través del fetiche que suponen las sandalias; no resulta aventurado interpretar el «brutal paroxismo» de Holofernes –y su posterior «modorra»– como una alusión directa al clímax sexual del capitán. Es entonces cuando Judith ejecutará el homicidio –«de dos golpes»– y huye, «descalza como se hallaba», a Bethulia con la cabeza de su víctima. El relato concluye con la descripción del cuerpo decapitado de Holofernes, descubierto por su eunuco Vagoas. «Con las manos crispadas oprimía aún contra su pecho las bellas sanda- lias de Judith que habían sido su perdición» (p. 177), sentencia Melián Lafinur, concluyendo de este modo un relato que, a pesar de respetar las coordenadas geográficas y temporales de la narración bíblica, la interpreta desde las teorías de la moderna psiquiatría, las mismas que Freud había empleado para introducir la sexualidad en la crítica social y literaria. El escritor argentino relee a Judith en un contexto en el que La Venus de las pieles ya era moneda corriente entre intelectuales y público, y en el que las vamps cinematográficas habían elevado el fetichismo sexual a categoría de lenguaje plástico. En ese sentido, «Las sandalias de Judith» interpreta el mito bíblico desde una de las pocas perspectivas que aún no habían sido agota- das: la de un Holofernes que muere víctima de su naturaleza sensual ante una Judith que no entiende demasiado bien qué sucede. Sólo eso ya justifica su recuperación en estas páginas. 305 306 figura 72. Simeon Solomon, Judith and her Attendant going to the Assyrian Camp (1872) 307 3 . 5 . L ECTURAS POL íT IC AS DE jUD ITH Que la figura de Judith recuperara su vigencia a finales del siglo XIX como femme fatale no impidió que la otra posible lectura del mito –la de la hebrea como símbolo de la heroicidad patriótica y política– aflorara asimismo en algunos textos muy destacados. También en este terreno –el de las lecturas políticas de Judith– la literatura dramática ofrece los ejemplos más depurados y completos. Tras fijar nuestra atención en creaciones pictóricas de Simeon Solo- mon y Pedro Américo, analizaremos aquí la relevancia de tres textos que, si bien ocupan en la obra de sus autores posiciones de marginalidad respecto al grueso de sus respectivas pro- ducciones literarias, también muestran la riqueza de lecturas que seguía ofreciendo el mito, y que estos literatos emplean para llevar la figura bíblica a coordenadas espacio-temporales totalmente inesperadas. 3.5.1. simeon soLomon: próLogo A botticeLLi En un tiempo marcado estéticamente por el imperio de la femme fatale, hay ciertas lecturas de la figura de Judith que se alejan de la barahúnda romántica y reivindican el viejo valor del re- lato: el patriotismo, la lealtad a los orígenes, a la religión y a los valores tradicionales. No son mayoritarias, pero sí extrañamente nostálgicas; un buen ejemplo es, sin duda, la melancolía que impregna Judith and her Attendant going to the Assyrian Camp (1872) (Fig. 72), una extraordina- ria acuarela que, además de por el tema que trata, resulta especialmente significativa por otro motivo: fue la última obra que Simeon Solomon (1846-1905) expuso en la Royal Academy389 antes de enfrentarse al rechazo y la exclusión a la que le condenaron los círculos artísticos tras su condena por conducta homosexual en 1873390. 389 Simeon Reynolds, The Vision of Simeon Solomon, Stroud, Catalpa Press, 1985, p. 175. 390 La fortuna crítica y académica de la obra pictórica y gráfica de Simeon Solomon ha sido enormemen- te desigual; si desde la cárcel Oscar Wilde se lamentaba de haber tenido que vender sus «Simeon Solomons» 308 La intensa espiritualidad que desprende la obra de Solomon se debe tanto a su maestría téc- nica y a su predilección por los cromatismos luminosos como a la precisión con que delimita sus figuras, habitualmente descritas como andróginas. En ese contexto, una parte destacable de su obra de juventud, previa a 1873, corresponde a un conjunto de pinturas, dibujos y acuarelas de tema veterotestamentario. La elección de este ámbito intertextual no es en ab- soluto casual, y responde a un intento de subrayar la identidad judía del artista. Gayle M. Seymour ha señalado cómo la presentación de la primera pintura de tema hebreo de Simeon Solomon coincide, en 1858, con la fecha en que Lionel de Rothschild se convirtió en el primer parlamentario judío de la Inglaterra victoriana391. Desde entonces hasta su caí- da en desgracia, en 1876, presentó con cierta asiduidad pinturas de tema judío. The Mother of Moses (1860), The Child Jeremiah (1862) o el conjunto de acuarelas David and Jonathan (s. f.) pertenecen a este núcleo pictórico que trata de encontrar referentes morales en los ancestros del pueblo hebreo392. También la acuarela de la que ahora nos ocupamos, Judith and her attendant going to the Assyrian Camp (1872). Tal y como afirmaba la prensa de la época, se trata de una obra que «refers very distinctly to the situation proposed»393. Podríamos añadir que, asimismo, la escena representada se aleja de las descripciones habituales de Judith. Tal vez en este caso los antecedentes familiares y la tradicional lectura heroica del relato de Judith pesaron en Solomon a la hora de componer una luminosa pintura exenta de los matices sanguinarios y pasionales que este episodio tenía entre los artistas de la época a partir de la lectura de Hebbel394. (Oscar Wilde, The Complete Works of Oscar Wilde: De profundis, «Epistola: in carcere et vinculis», Oxford, Oxford University Press, 2000, p. 72), durante décadas la obra del prerrafaelita apenas fue conocida y valorada por un puñado de acólitos. Hoy sus obras son al fin custodiadas y expuestas en instituciones como Victoria & Albert Museum o Tate Britain. A falta de un catálogo razonado definitivo de su obra, disponemos del volumen de Colin Cruise (ed.), Love Revealed. Simeon Solomon and the Pre-Raphaelites, Londres, Merrell Publishers, 2005. También merece especial atención la labor que los investigadores Roberto C. ferrari y Carolyn Conroy llevan a cabo desde 2010 en Simeon Solomon Research Archive (http://www.simeonsolomon.com/), una base de datos digital que reúne una notable suma de documentos y reproducciones de la obra de Solomon (consultada en agosto de 2015). 391 Gayle M. Seymour, «The Old Testament Paintings and Drawings: The Search for Identity in the Post- Emancipation Era», en Colin Cruise (ed.), Love Revealed. Simeon Solomon and the Pre-Raphaelites, Londres, Me- rrell Publishers, 2005, pp. 13-21 (p. 13). 392 «Solomon’s principal preoccupation in his exploration of Jewish history was finding appropriate moments or actions in the Old Testament stories that might provide some kind of moral instruction, especially for those who were trying to cope with the challenges of life in the aftermath of emancipation» (Gayme M. Seymour, op. cit., p. 16). 393 «The Royal Academy. The One Hundred and Fourth Exhibition [continued].» The Art-Journal, 1 july 1872: 184. 394 Gayle M. Seymour, «Simeon Solomon and the Biblical Construction of Marginal Identity in victorian England», Journal of Homosexuality, 33 (3-4), 1997, pp. 97-119. Por otro lado, un estudio acerca de obras de temática veterotestamentaria de Solomon se encuentra apuntado en la tesis doctoral de Aileen Elizabeth Na- ylor, que afirma que dichas filiaciones no se deben tan sólo a sus orígenes judíos, sino también a la influencia del cristianismo, religión mayoritaria en la Inglaterra victoriana. Aileen Elizabeth Naylor, Simeon Solomon’s Work Before 1873: Interpretation and Identity. Defendida en el Departament of History of Art de The University of Birmingham, en septiembre de 2009. 309 En la escena representada por Solomon, el crimen aún no se ha consumado y Judith se diri- ge, junto a su sirvienta, al campamento asirio. Este instante, previo a la decapitación, permite a Simeon Solomon ejecutar una representación muy idealizada, donde la belleza de la joven viuda, ricamente ataviada para seducir a Holofernes, aún no ha sido mancillada por el cri- men ni –según la visión dominante en la época– por el acto sexual. Nos hallamos, pues, ante una Judith todavía virgen, cuya palidez resplandece en un día tranquilo. También ante una obra serena y de brillante colorido que, en la mejor tradición prerrafaelita, podemos vincular con ciertas obras del quattrocento italiano. Concretamente, las similitudes entre esta pintura y Retorno de Judith a Betulia (1470), de Sandro Botticelli (Fig. 73), resultan extraordinariamente precisas. La obra de Botticelli, un pequeño cuadro perteneciente a la Galleria degli Uffizzi de Flo- rencia, y significativamente ubicado bajo la Cabeza de medusa de escuela flamenca por aquel entonces atribuida a Leonardo Da Vinci395, pasó a formar parte del conjunto de obras que interesaba especialmente a la generación de pintores británicos a la que pertenecía Solomon. La belleza idealizada y andrógina de las figuras de Botticelli interesó sin duda al joven artista británico, que evidenció la influencia del autor de Venus en numerosas obras396. Tampoco sus contemporáneos fueron inmunes a su atractivo: una década después, John Ruskin dejaría constancia de un comentario sobre los ropajes que luce Judith en la pintura –«Botticelli’s light dancing actions, her drapery all on flutter397»–. La composición de la acuarela de Solomon recuerda notablemente a la obra de Botticelli: ambas imágenes están protagonizadas por dos mujeres jóvenes y bellas, vestidas al modo re- nacentista, con complicados ropajes y drapeados. Caminan bajo la luz del día por un paraje de naturaleza idílica, donde algunos árboles recortan su esbelta silueta contra el horizonte. No obstante, hay una notable diferencia. Como hemos apuntado, la obra de Botticelli mues- tra a las dos protagonistas huyendo de Betulia con la cabeza de Holofernes en su poder, lo que resulta en una cierta violencia visual que se resuelve tanto a través del movimiento apresurado, inclinado hacia delante, de la sirvienta que lleva la cabeza de Holofernes sobre la suya, como en el aspecto levemente turbulento de Judith, cuyos ropajes se mueven dra- 395 Obra que centra gran parte del capítulo que Mario Praz dedica a la belleza medusea en La muerte, la carne y el diablo en la literatura romántica. 396 La influencia que en Solomon pudo tener la obra de Botticelli, redescubierto por Walter Pater y John Ruskin en las décadas centrales del siglo XIX, ha sido analizada en un interesante artículo de Henrietta Ward, «’The rising genius’: Simeon Solomon’s unexplored interpretation of Sandro Botticelli», The British Art Journal, vol. XII, N. 3, 2011-2012, pp. 60-67. En concreto, Ward se centra en pinturas como The Conjugal Reconciliation at the Altar (1862), The Favourite Apostle (1857) o The Meeting of Joseph and Jacob (1857) y aporta enriquecedores comentarios sobre los intertextos literarios de Solomon y la influencia de su círculo más cercano. Judith and her Attendant Going to the Assyrian Camp no figura en este artículo, pero consideramos que las referencias a Botticelli quedan justificadas por las coincidencias en el tratamiento del tema y por la evidente filiación esté- tica de esta pequeña acuarela. 397 john Ruskin, Mornings in Florence Being Simple Studies of Christian Art for English Travellers, III. Before the Soldan, Kent, George Allen, 1882, p. 58. 310 figura 73. Sandro Botticelli, Retorno de Judith a Betulia (c. 1470) 311 máticamente bajo un fuerte contraste lu- mínico398. La obra de Simeon Solomon está exenta de este ambiente trágico y, al contrario, podríamos decir que se trata de una de las pinturas más coloridas y luminosas del pintor británico, aparen- temente exenta de connotaciones nega- tivas. Nacido y educado en una familia hebrea, Solomon posiblemente inter- pretara el relato de Judith en un sentido identitario, tradicional: como un símbo- lo de valentía y fidelidad a la propia co- munidad, y también en un cierto sentido defensivo399. La de Simeon Solomon no fue la única representación decimonónica de Judith exenta de crueldad. Entre sus antece- dentes se podría señalar el inquietante retrato que el pintor victoriano Frede- rick Sandys ejecutó a principios de la década de 1860, un busto de una mujer ataviada al modo oriental, con la mirada sombría y el semblante grave (Fig. 74)400. o, en un eje geográ- fico radicalmente distinto, la Judith del pintor brasileño Pedro Américo. A él dedicaremos las siguientes líneas. 398 Como dato curioso, podemos observar que el sentido del movimiento de los personajes también cambia: si en la de Botticelli se desplazaban de izquierda a derecha, en la de Solomon lo hacen en la dirección inversa, con una coherencia perfecta entre la ida y el regreso de los personajes. Esta misma inversión, aunque en sentido contrario, puede observarse en los dos grabados que Hans Holbein dedicó al relato de judith y Holofernes en sus Imágenes del AntiguoTestamento (ed. Antonio vistarini), Barcelona, Olañeta - Universitat de les Illes Balears, 2001, s.f., reproducidas en este trabajo en la figura 102. 399 «If the representation of the past were one of the most important projects for Victorian art […] that was not merely because victorian artists and audiences were obsessed with history, but because the circumstances of modernity created new ways of envisaging the past and of thinking about the complex relations with the present» (Elizabeth Prettejohn, «Images of the Past in Victorian Painting» en Angus Trumble (ed.), Love and Death: Art in the Age of Queen Victoria, Adelaide, Art Gallery of South Australia, 2001, pp. 85-91 (p. 86). 400 Esta pintura, ejecutada en óleo sobre tabla, pertenece actualmente a una colección privada tras ser subastada en Sotheby’s el 5 de junio de 1996. El catálogo razonado de Sandys revela algunos datos de esta obra catalogada con el registro 2.A.69: la modelo, Keomi, fue enormemente popular entre los pintores victorianos; los motivos del fondo son de inspiración egipcia y los pendientes de la modelo pertenecen a la joyería Caste- llani, muy célebre en la época. Betty Elzea, Frederick Sandys (1829-1904). A Catalogue Raisonné, Suffolk, Antique Collectors’ Club, 2001, p. 178. figura 74. frederick Sandys, Judith (c. 1860) 312 Figura 75. Pedro Américo, Judith rende graças a Jeová por ter conseguido librar sua pátria dos horrores de Holofernes (c. 1880) 313 3.5.2. juditH cruzA eL AtLántico: pedro Américo y eL AcAdemicismo brAsiLeño El brasileño Pedro Américo (1843-1905) está considerado en la actualidad como el fundador de la escuela pictórica brasileña. Su estilo se enmarca en el Romanticismo tardío y su trazo, académico y de resonancias neoclásicas, refleja la influencia que tuvo en su trayectoria una estancia en Florencia entre 1878 y 1882. Fue entonces, hacia 1880, cuando pintó un mo- numental lienzo de extenso título, Judith rende graças a Jeová por ter conseguido librar sua pátria dos horrores de Holofernes (Fig. 75), que hoy se conserva en el Museu Nacional de Belas Artes de Brasil. Aunque parte de la obra de Américo refleja una equilibrada aleación de elementos patrióti- cos, históricos y étnicos, su principal interés era otro muy distinto: la historia sagrada401. Su Judith… refleja esa pasión a través de la figura de una joven hermosa lujosamente ataviada con una falda de brocado dorado con motivos orientalistas. Su torso está cubierta por una blusa blanca con ribetes dorados que podría leerse como una afirmación de la pureza y la virginidad de su portadora. La blancura sorprendente, que sobresale bajo su falda, es omni- presente en la obra, y contribuye a aportar armonía y luminosidad a la composición. La protagonista es, como recordaba un gran especialista en la obra de Américo, una mujer pálida cuyos rasgos no corresponden a ninguna filiación étnica concreta402. Se trata, con mayor exactitud, de una belleza neoclásica en la línea de la tradición académica a la que pertenecía Pedro Américo. Llama la atención poderosamente la abundante joyería y los adornos que cubren sus brazos, y su cabeza. También unos enormes pendientes o zarcillos de exótica filiación, que contribuyen a subrayar más si cabe la armonía cromática en blanco y en dorado. Nos hallamos, pues, lejos de las formulaciones decadentistas de Judith. Para Pedro Américo, la única lectura válida es la tradicional, que recupera el sentido heroico, patriótico o religioso. El fondo, enormemente teatral, está constituido por una amalgama de elementos decorati- vos y arquitectónicos de reminiscencias orientales apenas sugeridos, sobre los que dominan unos grandes tejidos o cortinajes que caen en cascada hasta el suelo, donde se encuentran, a los pies de Judith, con los dos elementos fundamentales del crimen: a su derecha, el alfanje curvado que aún guarda la sangre de la decapitación y ,a su izquierda, la cabeza de Holo- fernes, representado invariablemente como un hombre de rasgos fuertes y barba y cabellos 401 «Minha natureza é outra. Não creio dobrar-me com facilidade às exigências passageiras dos costu- mes de cada época, que também são uma das fontes em que um talento como o seu pode achar pérolas. A minha paixão, só a história sagrada a sacia» (Pedro Américo en carta a Vítor Meireles, 1864). 402 «Para Judite, o pintor serviu-se de um modelo vulgar. Nenhum caráter de raça, excetuando-se o nariz, recomenda o tipo da matadora de Holofernes, que traz na cabeça um pano à egípcia e nas orelhas brincos de argola iguais aos que hoje se fazem nas ourivesarias. A seus pés está a cabeça da vítima e um alfange turco!» (Luiz Gonzaga Duque-Estrada, A Arte Brasileira, Río de Janeiro, H. Lombaerts, 1888, p. 162). 314 abundantes. En esta ocasión, su expresión carece del dramatismo o la violencia de otras re- presentaciones, y parece dormir, subrayando el carácter beatífico o sacro de la imagen. Asimismo Judith aparece iluminada por una potente y teatral luz blanca que subraya la transparencia de su proceder y su carácter divino. No hay que olvidar que la tela representa a Judith en el momento de agradecer a Jehová la liberación de su pueblo; en ese sentido, la luz podría sugerir que su plegaria está siendo escuchada y que, por lo tanto, la naturaleza heroica y sagrada de su gesta no admite discusión alguna. Más allá de su belleza, de la sensualidad de escote, brazos y pies desnudos, y de la pulcritud y suntuosidad de su aspecto, pocos elementos podrían llamar la atención acerca de la natu- raleza femenina o pasional de Judith. Sin embargo, esa neutralidad se rompe gracias a una abundantísima cabellera negra cuyos rizos llegan casi hasta sus rodillas. Es aquí donde el espectador duda, y se pregunta si dicha elección se debe a un planteamiento meramente es- tético, aunque resulta plausible aventurar que un artista con el bagaje iconográfico de Pedro Américo pudo permitirse esta licencia 3.5.3. «tHAt sHe deviL oF tHe revoLution»: WiLde y Los niHiListAs Vera; or, The Nihilists, la primera obra dramática de oscar Wilde, es todavía hoy objeto de opiniones críticas dispares que mayoritariamente la describen como «a youthful mistake, an apprentice piece without intrinsic interest or merit403». Escrita inicialmente en 1880 y estre- nada el 20 de agosto de 1883 en Nueva york, apenas pudo mantenerse en cartel durante una semana y aún hoy es la más escasamente representada y leída de las obras del autor de The Importance of Being Earnest. Dicho silencio procede tanto de la calidad literaria de un texto en el que Wilde parecía estar aún calibrando su talento y buscando un lenguaje propio, como de la naturaleza del argumento, poco propicio a una época en que las relaciones diplomáticas entre Inglaterra y la Rusia zarista se esforzaban por ser cordiales. También responde a la propia inestabilidad del texto: hasta 1908 Wilde no accedió a publicarlo de forma impresa, y cuando lo hizo fue en una versión despojada de lecturas políticas referidas a la Rusia con- temporánea que pudieran haber incomodado al público londinense404. Rusia, en efecto, es el espacio donde se desarrolla esta obra que narra el romance imposible entre Vera, musa y lideresa de los nihilistas moscovitas, y Alexis, un joven revolucionario que oculta su verdadera identidad: el zarévich, el futuro heredero del trono que trata de conciliar su ascendencia real con sus aspiraciones libertarias. Las palabras de la esposa del dramatur- 403 Sos Eltis, Revising Wilde: Society and Subversion in the Plays of Oscar Wilde, Oxford, Clarendon Press, 1996, p. 27. 404 Este asunto ha sido desarrollado por Sos Eltis (op. cit.), pp. 44-45. 315 go –«Oscar says he wrote it to show that an abstract idea such as liberty could have quite as much power and be made quite as fine as the passion of love405»– acotan el terreno simbólico en el que se desarrolla una obra que Wilde quiso ambientar en Rusia por motivos acaso más circunstanciales de lo esperable: a finales del siglo XIX, las capitales europeas vivían inmer- sas en una auténtica rusomanía, y «the plethora of plays set in Russia suggests that Wilde may have selected his subject precisely because of its popularity406». Esto no implica que el argumento narrado por Wilde fuese únicamente una excusa para sumarse a la moda imperante. Parece que Wilde quiso reflejar de algún modo los días con- vulsos que vivía el zarismo, y el auge de nuevos movimientos políticos basados en la idea de la libertad. Es la pasión, y no la política, lo que le interesa a un escritor que escribirá, en carta a Marie Prescott, que «Modern Nihilistic Russia, with all the terror of its tyranny and the marvel of its martyrdoms, is merely the fiery and fervent background in front of which the persons of my dream live and love»407. Parece, en ese sentido, que Wilde se documentó sobre la cuestión y que muchos elementos argumentales están basados efectivamente en el movimiento nihilista ruso408. Del mismo modo, el más probable de los modelos reales para el personaje de Vera se halla también en los incidentes políticos de la Rusia de finales del siglo XIX. Nos referimos a la figura histórica de Vera Zasoulich, que en 1878 había tratado de asesinar al comandante de San Petersburgo409. A esta figura habría que añadir la de Char- lotte Corday, la asesina de Marat, a quien Pierre-Joseph Proudhon había calificado como «nouvelle Judith»410. Y, al igual que Charlotte Corday, también Vera Sabouroff podría ser considerada una nueva Judith. Como la viuda de Betulia, la heroína de Wilde se debate entre dos fuerzas opuestas. Una es el amor, y la otra es la idea de la libertad política, que sustituye aquí a la religión: 405 Constance Lloyd en Wilde, Complete Letters, 222. 406 Sos Eltis, op. cit., p. 40. 407 Carta a Marie Prescott de julio de 1887, recogida en Norbert Kohl, Oscar Wilde: The Works of a Con- formist Rebel, Cambridge, Cambridge University Press, 2011, p. 38. 408 «vera’s nihilists seem to be built on the model of «Hell», the core of the Russian revolutionary «Organisation», which was specifically designed for the purposes of political terrorism. The leader of this group, which was broken up in 1866 after an abortive attempt to kill the tsar, laid down that every member must change their name and remain unmarried, keeping no family ties or friends. Wilde’s play reveals not only the barbarity but the necessity of such oaths» (Eltis, op. cit., p. 34). 409 La cuestión de los paralelismos entre la figura de Vera Zasoulich y la Vera wildeana ha sido desarro- llada en la monografía de Norbert Kohl, op. cit., pp. 34-35. El personaje de Vera Zasoulich protagoniza un intere- sante estudio biográfico y político, Ana Siljak, Angel of Vengeance. The Girl Who Shot the Governor of St. Petersburg and Sparked the Age of Assassination, Nueva york, St. Martin’s Press, 2009. 410 La comparación aparece en De la Justice dans la révolution et dans l’église, vol. 11 (Amour et Mariage), Bruselas, Office de Publicité, 1860, p. 66. También hay que tener en cuenta la tragedia anónima Charlotte Corday, ou la Judith moderne, tragédie en trois acts et en vers, Caen, Imprimerie des Nouveautés, 1797, así como el ensayo de Sylvie Dangeville (ed.), Comment en finir avec la Révolution. l’apothéose de Charlotte Corday et d’Elisabeth de France dans le théatre de Thermidor, Saint-Étienne, Université de Saint-Étienne, 1998. 316 Vera, caught bethween these opposite forces, is a woman whose impulsive nature and powerful passions lead her at first to ally herself with the nihilists, but then, prompted by her love for Alexis, to reject the conspirators and embrace the Cza- revitch as the hope of Russia411. No resulta difícil hallar paralelismos entre el conformismo del padre de Vera, dispuesto a aceptar los designios del zar por injustos que sean, y la fe absoluta de los ancianos de Be- tulia, que confían en que Yahvé proveerá una solución. También entre la belleza de ambas heroínas, que la asumen como una fatalidad y son descritas constantemente en términos de admiración. Si Judith es la única esperanza para los hebreos, Vera lo es para los nihilistas, que la consideran su musa. Su primera irrupción en escena se encuentra igualmente reves- tida de rasgos enormemente teatrales: Vera acude a una reunión secreta de sus compañeros nihilistas ataviada con un lujoso vestido de noche que ha empleado para asistir clandestina- mente a un baile de gala en el palacio del Zar. Su llegada suscita exclamaciones de alivio por parte del presidente de la conspiración: «Welcome, Vera, welcome! We have been sick at heart till we saw you; but now methinks the star of freedom has come to wake us from the night412». Ella misma, al igual que Judith, es consciente de su responsabilidad. Si la viuda hebrea reaccionaba ante el asedio de las fuentes de Betulia, Vera lo hace ante el anuncio de una ley marcial que supondría el fin de las ansias de libertad de los nihilistas: I must. They are getting faint-hearted there, and I would fan the flame of this revolution into such a blaze that the eyes of all kings in Europe shall be blinded. If martial law is passed they will need me all the more there. There is no limit, it seems, to the tyranny of one man; but there shall be a limit to the suffering of a whole people413. Este carácter mesiánico y libertador convive, en el personaje de Vera, con auténticos rasgos de seductora fatalidad. Uno de sus partidarios la describe como «as hard to capture as a she- wolf is, and twice as dangerous414». Precisamente este aspecto temible es el que la convierte en la más temible pesadilla del Zar, cuyas noches se encuentran perturbadas por el recuerdo de esta mujer que trata de atentar contra él. La denomina «That she devil of the revolution415» e imparte sanguinarias órdenes a sus hombres para capturarla y ejecutarla: «you must hunt her down with bloodhounds, and when she is taken I shall hew her limb from limb. I shall 411 Sos Eltis, op. cit., p. 35. 412 «¡Bienvenida, vera, bienvenida! Teníamos el corazón encogido hasta que te vimos, pero ahora es como si la estrella de la libertad hubiera venido para despertarnos de nuestra larga noche» (Oscar Wilde, Complete Works, Londres, Collins, 2003, p. 688. En adelante, citaremos a partir de esta edición). 413 «Es mi deber. Están perdiendo la fe, y yo podría avivar la llama de esta revolución hasta que ciegue los ojos de todos los soberanos de Europa. Si se aprueba la ley marcial, me necesitarán todavía más. No hay límite, parece, para la tiranía de un hombre, pero lo habrá para el sufrimiento de todo un pueblo» (p. 691) 414 «Es tan difícil de capturar como una loba, pero el doble de peligrosa» (p. 687). 415 «Esa diablesa de la revolución» (p. 701). 317 stretch her on the rack till her pale white body is twisted and curled like paper in the fire416». Frente a estas violentas aseveraciones, Vera se manifiesta mediante largos soliloquios de tono poético. En el acto segundo, el descubrimiento de la verdadera identidad de Alexis, por quien siente un especial afecto, la llevará a debatirse entre el sentido del deber –derrocar la tira- nía– y el amor. Incluso antes de saber que su amado es el zarévich, Vera intuye el conflicto emocional que supone este sentimiento: But why did he come amongst us with his bright young face, his heart aflame for liberty, his pure white soul? Why does he make me feel at times as if I would have him as my king, Republican though I be? oh, fool, fool, fool! False to your oath! weak as water! Have done! Remember what you are—a Nihilist, a Nihilist!417 Su cambio de actitud vendrá marcado por el recuerdo de su hermano, que se encuentra preso en Siberia en castigo por su activismo político. Es entonces cuando Vera renuncia al afecto y se decide a dar una prueba irrebatible de su lealtad al Nihilismo: I am no woman now. My blood seems turned to gall; my heart is as cold as steel is; my hand shall be more deadly. From the desert and the tomb the voice of my prisoned brother cries aloud, and bids me strike one blow for liberty418. La afirmación «I am no woman now» condensa a la perfección el carácter contradictorio de este personaje atrapado entre dos ideales: el de la libertad política y el del amor. En el acto IV, Vera acude al palacio para seducir al zarévich y acabar con su vida; su intención es la misma que la de Judith y, de hecho, el diálogo amoroso ante el lecho de Alexis, posiblemente el frag- mento lírico más meritorio de la pieza dramática, remite a otros tantos diálogos dramáticos entre Judith y Holofernes. También encontramos, al mismo tiempo, un denso simbolismo y una quietud que remiten a la presencia de la muerte. «I know not why death came into my heart419», afirma el zarévich. La respuesta de Vera –«How still it is, and yet methinks the air is full of music. It is some nightingale who, wearying of the south, has come to sing in this bleak north to lovers such as we. It is the nightingale. Dost thou not hear it?420»– remite a 416 «Debéis darle caza con sabuesos, y cuando la tengáis la abriré en canal y la estiraré en el potro hasta que su pálido cuerpo esté tan arrugado y deformado como un papel en el fuego» (p. 701) 417 «¿Por qué tuvo que llegar a nosotros con su rostro brillante y joven, con el corazón inflamado por deseos de libertad, con su alma pura y blanca? ¿Por qué a veces me hace sentir que, republicana como soy, podría aceptarlo como rey? ¡Oh, soy una tonta! ¡Reniego de mi juramento! ¡Tan débil como el agua! ¡Recuerda lo que eres: una nihilista, una nihilista!» (p. 691). 418 «Ya no soy mujer. La sangre se me ha vuelto bilis. Mi corazón es tan frío como el acero y mi mano debería ser más sanguinaria. Desde el desierto y desde la tumba la voz de mi hermano prisionero grita, y me reta a hacer un esfuerzo más por la libertad» (p. 712-713). 419 «No sé cómo ha entrado la muerte en mi corazón» (p. 719) 420 «Todo está en silencio, y sin embargo parece que el aire estuviera lleno de música. Puede que sea un ruiseñor, agotado por su travesía desde el sur, haya venido al norte para cantar ante amantes como nosotros. ¿Es un ruiseñor? ¿No lo oyes?» (p. 720). 318 las estrategias líricas y a las estructuras comparativas que Wilde pondría en práctica en los presagios de muerte que recorren su Salomé, escrita una década después que Vera. Sin embar- go, aquí el desenlace es distinto; Vera no asesina a Alexis, sino que se apuñala a sí misma para salvar la vida a su amante, a quien considera un hombre comprometido con la libertad de su pueblo. Así, la heroína cumple su destino, los presagios de muerte encuentran resolución y el tono político de la obra se transforma en un discurso mucho más fácil de asimilar para el público victoriano. La principal transgresión, por lo tanto, reside en ciertos estratos infe- riores, más profundos, que algunos de los críticos han señalado. Así lo considera un estudio reciente que afirma que «Through his revolutionary characterization of Vera the nihilist, Wilde depicts feminism, democracy, and nihilist political crimen as anti-hierarchical, anti- patriachal, and anti-autocratic forces in the modern world421». Y resulta cierto que Vera es un personaje femenino de enorme capacidad de iniciativa, que contradice el juicio paterno sobre la sumisión al poder y que lidera de forma natural un grupo político revolucionario. Su amplitud de miras parece mayor que la de sus camaradas masculinos, y su comprensión de la complejidad política también422. A fin de cuentas, y al margen de ciertos hallazgos estilísticos que conducirían a la escritura de Salomé, el rasgo más interesante de la Vera de Wilde es la uti- lización de un modelo argumental bíblico para hablar de libertad, convirtiendo a la piadosa Judith en la revolucionaria Vera, una mujer casi mesiánica asociada a los movimientos de liberación política. Como veremos, otros autores seguirían esta senda para convertir a Judith en un símbolo de las luchas políticas del siglo XX. 3.5.4. unA betuLiA cArListA: voces de gesta, de vALLe incLán «Recogeré la voz de todo un pueblo», afirmó Ramón del Valle Inclán en 1910 a propósito de Voces de gesta423, una obra dramática que, definida como Tragedia pastoril, vio la luz en 1912 con la voluntad, como afirmaba el crítico catalán Alexandre Plana con motivo de su estre- no, de «comensar un intent de reconstrucció espiritual de la oblidada Edat Mitjana424». El 421 Elizabeth Carolyn Miller, Framed: The New Woman Criminal in British Culture at the Fin de Siècle, Michigan, University of Michigan Press, 2008, p. 195. 422 «Throughout the play, Wilde extends this dual critique of gender and politics to the topic of paternalism, linking nascent feminism with the democratic and antiautocratic force of nihilism» (Elizabeth Carolyn Miller, Framed: The New Woman Criminal in British Culture at the Fin de Siècle, Michigan, University of Michigan Press, 2008, p. 199). 423 Ramón del valle Inclán, Voces de gesta. Tragedia pastoril. Madrid, Imprenta Alemana, 1911. Ilustraciones de Arteta. Para nuestra edición hemos manejado la única versión moderna y crítica de que disponemos: Ra- món del valle Inclán, Cuento de abril. Voces de gesta. (Ed. Mª Paz Díez Taboada), Madrid, Espasa-Calpe, 1997, que es la que emplearemos en nuestras citas de ahora en adelante. Respecto a los estudios que se han dedicado a Voces de Gesta, destaca el de Luis T. González del Valle, La canonización del diablo: Baudelaire y la estética moderna en España. Madrid, verbum, 2002, pp. 92-11; también el de juan Carlos Esturo velarde, La crueldad y el horror en el teatro de Valle-Inclán, A Coruña, Ediciós do Castro, 1986, pp. 53-63. 424 «valle-Inclán ha creado una prosa de sobria nobleza para describirnos todas las decadencias y todas las plenitudes sensuales, y después, con Cuento de Abril y Voces de gesta, parece empezar un intento de reconstrucción espiritual de la olvidada Edad Media» Alexandre Plana, «Novedades: Estreno de Voces de gesta, tragedia en tres jornadas de don Ramón del Valle-Inclán», El Poble Català (26 de junio de 1911) 319 subtexto político de la obra evoca, como se ha señalado repetidamente, «la magnificación heroica de la derrota de la Causa Carlista en 1876 y del consiguiente fin de las aspiraciones al trono de España del pretendiente Carlos VII […] y, por extensión, la exaltación del pueblo vasco-navarro»425. y, en efecto, ocupa una oposición singular en el marco de la obra vallein- clanesca426. Por un lado, muestra el aprecio del escritor gallego por el tradicionalismo rural de corte carlista y, por otro, reivindica el caudal lírico de la lengua medieval, aunque a través del prisma modernista427. La trama narrativa de Voces de gesta, articulada en tres jornadas, relata los esfuerzos de un pueblo montañés por resistir los asedios de un ejército extranjero. Al Rey Carlino, monarca errante que recorre los montes vestido de mendigo, se opone la figura difusa de un Rey Pa- gano, que ultraja sin cortapisas tradiciones y vidas humanas, del mismo modo que el Yahvé veterotestamentario se enfrentaba, en el Libro de Judith, a la amenaza del brutal Nabucodo- nosor. En el plano simbólico, también el conflicto se desvía a dos personajes secundarios: así, la pastora Ginebra y el Capitán pagano replican la historia de la viuda Judith y el capitán Holofernes. Al igual que Judith, Ginebra muestra un afán patriótico que le impide rendirse a placeres sensuales. En su caso, las insinuaciones proceden de Oliveros, un héroe popular que la pre- tende. Ante la declaración de amor impaciente que le ofrece Oliveros –«Amor que hace aguardo, no es amor, Ginebra, / yo le pongo cárcel, y él los fierros quiebra, / es señor que busca su libertinaje / y sólo a quien ama rinde vasallaje» (p. 148)–, Ginebra se muestra fría y niega la conveniencia de mantener un diálogo amoroso en tiempos políticamente aciagos: «¡Mal haya la fiesta de bodas torneras, / cuando Rey Carlino mueve sus banderas!» (p. 148); o exclama que «¡No es bien que concierten amor los zagales / cuando peregrinan sandalias reales!» (p. 148). La caracterización que Valle hace de Ginebra reúne distintos atributos vinculados a lo feme- nino. La pastora aparece hilando, sus descripciones inciden en su hermosura y el rasgo más destacado de su carácter es pesimismo y una rectitud de intenciones que la alejan del vita- 425 Mª Paz Díez Taboada, «Introducción» a Ramón del valle Inclán, Cuento de abril. Voces de gesta. Madrid, Espasa-Calpe, 1997 426 «Como en las historias de los simbolistas franceses, con quienes muestra clara filiación, hay en teoría una temporalidad neutra, incluso cercana al presente del narrador que mira en la lejanía, pero en la práctica, en el universo que valle recrea, como en el inventado por Maeterlinck, se aprecia la huella del medievalismo idealizante ochocentista» (Rebeca Sanmartín Bastida, «Flor de Santidad y La Borgoñona: medievalismo, estética y peregrinos en valle-Inclán y Pardo Bazán», Hispanic Research Journal: Iberian and Latin American Studies, vol. 4, Nº 3, 2003, pp. 223-237 (p. 227). 427 La imitación del lenguaje medieval en la literatura española de finales del siglo XIX ha sido analizada por Rebeca Sanmartín Bastida en «La Edad Media en los relatos breves de las revistas de la segunda mitad del siglo XIX», Salina: revista de lletres, Nº. 15, 2001, pp. 153-166 (especialmente en pp. 156-157). 320 lismo de otros personajes. Esto resulta especialmente perceptible en el diálogo inicial con el anciano Tibaldo. Este enfrentamiento dialéctico que al principio versa sobre la conveniencia de tomar marido joven o provecto pronto deriva hacia la cuestión patriótica. Las optimistas apreciaciones de Tibaldo –«Con un gran ejército le verás un día», «Le has de ver un día en caballo blanco», «Le has de ver armado y resplandeciente» (p. 134)– se contraponen a las oscuras afirmaciones de Ginebra, que parece contemplar una escena lejana –«Gritando a los canes descendió al barranco», «Era todo negro sobre el sol poniente» (p. 134)–. En esta opo- sición entre la luz y la oscuridad se encuentra implícito un contraste entre la figura heroica y venerable del hombre, y la trágica y oscura de la mujer. La tragedia, en efecto, no tarda en desencadenarse: un destacamento del ejército del Rey Pagano pasa por la aldea donde Ginebra se encuentra en soledad y, al negarse ella a revelar el paradero del Rey Carlino, los soldados deciden vengarse jugando a los dados su derecho a violarla. Así, con el preludio del ultraje, concluye la Primera Jornada. La Segunda Jornada, diez años después, muestra a una Ginebra brutalmente transformada, tal y como ella misma relata: Yo sé de esa afrenta, que siendo zagala entró Rey Pagano haciendo la tala por el monte en donde guardaba ganado, y fui barragana de su Adelantado. Todos mis corderos degolló en un día haciendo gran fiesta de barraganía, manchando su manto con heces de vino, holgando en camada de fragante lino con otras mujeres que en riña jocunda, de pámpanos verdes le ciñen coyunda. Fue antaño la afrenta, y aún lloran hogaño estos ojos muertos la afrenta y el daño. ¡Estos ojos que hizo cegar su puñal con la punta fría pasando el cristal! (p. 160) Ciega, ultrajada y madre de un niño fruto de aquella violación, Ginebra alimenta un rencor que puebla de presagios de fatalidad esta segunda jornada, el auténtico núcleo dramático de la tragedia. La acción se desencadena cuando recibe la visita del Capitán que la afrentó diez años atrás. La anagnórisis no es inmediata: Ginebra no puede ver porque quedó cega- da, y el Capitán apenas recuerda su crimen, ya que, siguiendo las costumbres de su ejército, «Hacemos el rapto de mozas doncellas / para celebrar coyunda con ellas» (p. 171). Presume el soldado de engendrar hijos sólo con fines militares, para aportar futuros guerreros a un enfrentamiento que dura ya diez años. Ginebra, que apenas intuye que se halla frente a su 321 agresor, proyecta sin embargo su propia historia: ¿y no cuidas, soldado invasor, que la hembra aprisada en vuestra algarada no porta en la mano la antorcha sagrada que enciende el amor? ¿Y no cuidas, soberbio, que el hijo de tanto furor beberá en el pecho de la hembra forzada odio al forzador? ¿Qué habrá de dormirle la madre en el lecho con el romanciño de vuestro mal fecho, rimado en el monte por algún pastor? (pp. 172-173) «¡Aman las doncellas / siempre al vencedor!», replica uno de los soldados. «Siempre las esclavas aman al señor», añade otro de los militares. Ginebra los desmiente evocando el aspecto aterrador de su agresor de antaño. Lo describe reiteradamente como «Un arquero bárbaro y rudo, / todo desnudo / y ensangrentado» (p. 174), o como «aquel arquero violento, / del pecho desnudo, velludo y sangriento» (p. 174). Se desata entonces la tragedia, tintada por presencias sobrenaturales. Sobrenatural es la «do- ble mirada» (p. 174) que Garín pide a su madre, con fama de clarividente. Y también tiene ecos de brujería el instante en que el Capitán invita a Ginebra a beber en «el vaso de oro / que en un iglesario robé del tesoro» (p. 176). «Filtro de amor sea, / al tocar los rojos labios de tu boca, / este añejo mosto que enciende la tea / del hijo de Venus y al placer provoca» (p. 177), reza el capitán, aunque el efecto será precisamente el contrario: no la rendición amorosa, sino la anagnórisis. Ginebra recuerda súbitamente: ¡yo conozco el calor de tu mano! ¡Mis ojos la han visto bárbara y velluda, la sentí en mi carne, igual que un gusano, correrme desnuda! Me la anuncia ahora, como en aquel tiempo, un escalofrío; tú eres el verdugo que puso la venda de sangre, en mis ojos, con su puñal frío; este turbulento vino de paganos me diste en tu tienda, y hube de beberlo, mezclando a mi lloro, del viejo iglesario en el cáliz de oro. (p. 177) Lo que sigue es una bellísima acotación didascálica compuesta en quintetos dodecasílabos; en ella, el Capitán bebe mientras contempla a la bella Ginebra, ignorante de su trágico des- tino: 322 Apurando el vino de la dulce Francia, Miraba el soldado, rijoso, á la hembra, Y en la mano ruda, que sin tregua escancia, El cáliz de oro lleno de fragancia, Era como espiga tronchada en la siembra. Del jardín de Venus, del rosal de Eros, Los ojos, ya turbios, tienen dos abejas, y la coracina de sangrientos cueros y lucientes bronces, tiene dos regueros Del vino que escurren las barbas bermejas. No corre más suelta el agua salada, Las barbas enormes del tritón robusto Que entre las espumas asomando el busto, Sale á la ribera de la isla dorada, Por mirar las danzas del coro venusto. (p. 178) En esta transformación mitológica en deidad marina –sorprendente en un contexto domina- do por los abruptos relieves montañosos del escenario– encontramos evocaciones barrocas tales como las abejas como imagen de la mirada deseante, o la evocación del jardín como espacio erótico. También hay ciertos ecos parnasianos en la insistencia en detalles suntuosos –la copa de oro, el vino aromático, la coraza de bronce– que remiten a la iconografía clásica. De hecho, es precisamente esta escena la que daría origen a un interesante dibujo de Julio Romero de Torres incluido entre las ilustraciones de la primera edición de Voces de gesta (Fig. 76). En ella, el capitán aparece semidesnudo, cubierto apenas por una clámide o manto, con escudo, lanza y casco, dotado de la apostura hercúlea de una escultura neoclásica. Ginebra tiene la fisonomía rotunda y miguelangelesca de Judith, que se supone decapitadora. Va des- calza y viste un vestido drapeado y enganchado en los hombros y a la cadera, que aporta un aspecto clásico a su figura. Al fondo, se distingue un paisaje de riscos, ruinas y jinetes. Es una composición simétrica y llena de equilibrio que no trasluce en absoluto el carácter trágico de la escena, del mismo modo que los sinestéticos versos de Valle Inclán constituyen un excursus erótico, sensual y luminoso en una atmósfera trágica. Tal y como deseaba el Capitán, el vino ha surtido el efecto de un filtro de amor, pero él es su principal víctima. «Ven y vuelve á darme tu brazo lirado / Para conducirme á un lecho de pieles. / Este añejo mosto mi seso ha nublado, / Y no es bien que duerma en los escabeles», suplica. Sin embargo, Valle Inclán introduce una interrupción en este crescendo erótico: viene dado por la presencia de Garín, que contempla la escena aterrado y decide enfrentarse al Capitán que se dispone a yacer con su madre. Ginebra trata de detenerlo. Como Judith, ya conoce su misión: ¡Déjame que siegue! ¡Déjame que tienda la mies esta noche para rey Carlino, 323 figura 76. julio Romero de Torres, Ilustración para Voces de gesta (1911) 324 y una espada roja le lleve en ofrenda y el Rey te la ciña como á un paladino! ¡Déjame que ponga lumbres de leyenda En la bastardía que te dió la cuna! ¡No tuerzas mis pasos de luz!... En la senda, Toda negra, vide sangrienta la luna... ¡Déjame que siegue la espiga barbada! (p.) Aquí, el lenguaje se vuelve plenamente simbolista para establecer un símil entre la decapita- ción y la siega, con la «espiga barbada» de la cabeza de Holofernes como víctima sacrificial. Muy interesante asimismo resulta la aparición de la luna como ente dotado de fuerza pro- piciatoria. La luna sangrienta a la que alude Ginebra es la misma que el versolari –el poeta popular que vive entre los aldeanos– evocaba al inicio de la jornada: «Todos nos tornamos a nuestro destino, / que salió la luna, luna del enero, / y es blanco el camino» (p. 170)–. Sin embargo, un crimen imprevisto se cruza en el camino. El Capitán, embriagado por Gi- nebra, responde al desafío de Garín y lo asfixia, asesinando a su propio hijo ante la mirada de Ginebra. Tras el infanticidio, el Capitán evoca de nuevo la luna en un parlamento trágico en el que la muerte cobra cada vez mayor protagonismo. ¡Maldito el sol sangriento del día, y la vieja amortajada, Luna lunada, Que hizo de plata la majada! El sol sangriento se ponía, La luna salía, y acá hicimos vía... ¡Qué negra mortaja la luna traía! . . . ¡y tú, cuerpo frío, Que de mi sangre tomabas brío, Para la jornada De las Parcas, ten mi espada y mi copa dorada! ¡ya cantó el gallo y relincha mi caballo! ¿Dónde es la carnada, Dueña regalada, Que hemos de partir con la alborada! (p. 183) Ante la premura con que el Capitán la fuerza a yacer con él, Ginebra accede. «Ven, soldado, que el destino / Te quiere mullir / Lecho nupcial para morir» (p. 184), afirma, y es entonces cuando se produce la transformación en Judith y, por lo tanto, en femme fatale. Así lo advirtie- 325 ron los críticos de la época, que narraban cómo «sobre’l jas de pells, Ginebra, Judith trágica, li talla el cap amb la mateixa espasa que ella imagina rebuda de les mateixes mans del seu fill mort428». Y, en efecto, la iconografía de estas páginas corresponde punto por punto al arquetipo de la femme fatale. A las evocaciones wildeanas de la luna se une la descripción cadavérica de Gine- bra tras el encuentro erótico. «Con los labios mudos», en un signo de hermetismo y misterio, Ginebra ondea «la cabellera un humear de tea / y los brazos lirados y desnudos, / al cuello del soldado le rodea» (p. 185). Tras el encuentro erótico, la descripción corresponde a una mujer enajenada y poseída por una extraña fuerza: Ginebra apareció como una muerta: Trágico andar, las manos retorcidas, La voz entrecortada, que no acierta A modular. ¡Las ropas desceñidas! (pp. 185-186)429 Tras evocar el horror del encuentro sexual –«Mi carne abrasada / Por la sierpe de su mirada / y por la sierpe de su lengua!» (p. 186)–, Ginebra se dispone a decapitarlo mientras duerme. «¡Que siegue su filo la espiga barbada, / Que corra la sangre en raudal / Y lave el oprobio nupcial / En el heno de la camada / y en el vellón del cabezal!» (p. 186), sentencia. Como en otras obras dramáticas sobre Judith, la decapitación se produce fuera de escena. y el regreso de Ginebra rememora la escena más célebre de la iconografía asociada a Judith: la joven decapitadora con la cabeza de su amante en la falda. Ahora Ginebra tornaba. La muerte dejó un afán En la noche de sus ojos. Trae en sangre el yatagán Y en el halda desceñida la testa del barragán. (p. 187) Tras este cierre, la Jornada tercera narra el desencanto definitivo de los súbditos del Rey Carlino ante la larga guerra que dura ya dos décadas. Sólo Ginebra parece seguir fiel a él, y lo busca por la montaña para entregarle como tributo la cabeza del Capitán. A diferencia de otros autores, Valle Inclán sí se pregunta por el futuro de Judith tras el crimen libertador, y la respuesta es eminentemente dramática. Voces de gesta se convierte así en el relato de un desencanto, de la frustración de un proyecto político y, sobre todo, de ciertas tradiciones ba- 428 «Sobre el lecho de pieles, Ginebra, judith trágica, le corta la cabeza con la misma espada que ella imagina recibida de las manos de su hijo muerto» (Alexandre Plana, «Novedades: Estreno de Voces de gesta, tragedia en tres jornadas de don Ramón del Valle-Inclán», El Poble Català, 26 de junio de 1911). 429 «Ginebra se entrega al sacrificio de ser violada por segunda vez para vengarse y vengar a todo su pueblo, de la misma forma que lo hizo Judith, como sacrificio por el pueblo israelita. La situación entre el pasaje bíblico y la tragedia es muy similar. judith, cuando coge la espada para decapitar al comandante enemigo invoca a Dios, a través de cuya plegaria se imprime al episodio una fuerte nota dramática y un elemento de intenso horror» (juan Carlos Esturo velarde, La crueldad y el horror en el teatro de Valle-Inclán, A Coruña, Ediciós do Castro, 1986, p. 62) 326 rridas por el paso del progreso materialista que, como el Capitán del Rey Pagano, no admite la derrota. Esta lectura patriótica queda de manifiesto en las ilustraciones que acompañaron la pri- mera publicación de la obra (Fig. 77). Debidas al trazo de Arteta, Anselmo Miguel Nieto o Vivanco, además de la colaboración de Romero de Torres que ya hemos mencionado, son ilustraciones que evocan el estilo arcaico del movimiento Arts & Crafts británico y la fiebre medievalista del fin de siglo430. Ninguna de ellas, salvo la de Romero de Torres, se detiene en los aspectos más sensuales de la narración, a pesar de que constituye el núcleo trágico de la misma. Por ello, a pesar de los inequívocos matices eróticos que ostentan los fragmentos analizados, parece claro que la lectura más frecuente del mito –porque aquí nos hallamos sin duda ante una evocación del mito de Judith– es la patriótica. 3.5.6. unA musA deL proLetAriAdo: LA JuditH de Azorín (1925) En nuestro recorrido por las recreaciones contemporáneas de Judith que subrayan su dimen- sión política, la última cala forzosamente ha de conducirnos a una interesante tragedia que José Martínez Ruiz, Azorín, compuso en 1925. Escrita inicialmente para ser interpretada por la actriz Margarita Xirgu y nunca estrenada en vida del autor, Judit permanecería inédita hasta 1993, cuando dos ediciones críticas pusieron en valor la que la crítica ha definido como «la obra más compleja y ambiciosa de Azorín»431. Su planteamiento es, como definiría su primer comentarista en 1931, claramente «antiarqueológico»432: despojada de los aderezos orientalistas, exóticos e historicistas que adornaban otras recreaciones de la heroína bíblica, nada hay en esta Judit que recuerde a la antigua. La trama argumental replica esquemática- mente el esqueleto del relato bíblico y presenta una confrontación entre una ciudad minera que se ha declarado en huelga –equivalente dramático de Betulia– y un autoritario Presiden- te del Consejo que podríamos equiparar a Holofernes. Como intermediaria, una pareja de enorme valor simbólico: un Poeta heroico y popular, verdadero inspirador de la resistencia 430 «En la corriente medievalista que recorre el último tercio del siglo XIX, el Medievo se recrea no sólo como fuente textual sino también pictórica» (Rebeca Sanmartín Bastida, «La danza de la muerte, revisitada: contexto y recreación en La sirena negra de Pardo Bazán», Revista de poética medieval, 21, 2008, pp. 57-84, cita en p. 67). 431 José Luis García Martín, «Miscelánea azoriniana», en Homenaje a José María Martínez Cachero, vol. 2, Oviedo, Universidad de Oviedo, 2000, pp. 705-740 (cita en p. 724). Las dos ediciones a las que nos referimos son: Judit. Tragedia moderna, ed. de Mariano de Paco y Antonio Pérez Mediavilla, Alicante, Caja de Ahorros del Mediterráneo, 1993; y Teatro desconocido. ‘Judit’ e ‘Ifach’, ed. de Antonio Díez Mediavilla y Mariano de Paco, Madrid, Biblioteca Nueva, 2012. Para nuestro estudio hemos empleado esta última, a la que corresponde la paginación de los fragmentos citados en este capítulo. 432 Guillermo Díaz-Plaja, «Estudio sobre el teatro de Azorín», en Azorín, Obras Completas: teatro, II. Ma- drid: C.I.A.P. Renacimiento, 1931, p. 7-50. La cita está tomada de Guillermo Díaz-Plaja, En torno a Azorín, Madrid, Espasa Calpe, 1975, p. 121. 327 figura 77. Algunas ilustra- ciones a línea incluidas, en tinta roja, en la edición de 1911 de Voces de gesta (1911) de valle Inclán. A la izquierda, colofón del volumen con los nombres latinizados de los ilustra- dores participantes: Ricar- do Baroja, ángel Vivanco, Rafael Penagos, josé Moya del Pino, Anselmo Miguel Nieto, Aurelio Arteta y julio Romero de Torres. A la derecha, cubierta de la edición. 328 obrera, y su esposa Judit, el único personaje principal que aparece definido con nombre pro- pio y no con nombres descriptivos –el resto son Poeta, Presidente, obrero, Mujer, Doctor, etc.–. Ante la grave enfermedad del Poeta, Judit se enfrenta a un dilema: interceder ante los obreros para que permitan que el Presidente del Consejo, enemigo de la causa pero hermano del Poeta, pueda ver por última vez a su hermano moribundo. Tras convencer a los obreros, el Presidente visita la ciudad levantada y, días después, fallece también, víctima de una mis- teriosa enfermedad. Empieza a formarse una leyenda que afirma que es Judit, antigua novia del Presidente, la causante de su muerte. En el epílogo, una Judit enajenada pasa sus días en un hospital psiquiátrico tratando de enfrentarse a su pasado. Hasta ahí los hechos, sutiles y apenas apuntados por Azorín, que crea en esta obra una at- mósfera enfermiza y dispersa, en la que los personajes mantienen conversaciones de carácter onírico que anuncian la irrupción del teatro surrealista. El personaje de Judit, apenas dibu- jado, no es en ningún caso la temible justiciera del relato bíblico, ni la heroína romántica y apasionada de Hebbel o Villaespesa –obras ambas que Azorín conocía bien433–; es, al con- trario, una mujer con tendencia a la ensoñación, que despierta admiración y un sentimiento casi religioso entre los obreros que reverencian a su marido. Su aparición en escena, (Acto Primero, Cuadro I) se produce bajo una figura «enhiesta, silen- ciosa, un poco teatral» (p. 107), que habla con ensimismamiento, pronuncia frases inacaba- das y parece sumir a los feroces proletarios en una suerte de encantamiento. Curiosamente, frente a la beligerancia de la Judith bíblica que se oponía a la pasividad de los hebreos, la Judit de Azorín muestra una actitud contraria. «No quiero pensar en el odio; pienso en el amor… En el respeto, en la tolerancia» (p. 108). Sus apariciones están repletas de imágenes oníricas y simbólicas que hacen de ella una figura oracular, maternal, que siente como pro- pios los sufrimientos de los obreros y las personas desfavorecidas. Su forma de hablar apunta maneras teatrales propias del teatro simbolista, y hechiza a los oyentes. Así sucede cuando narra una «visión melancólica» donde evoca la figura de una familia que vive en la miseria. El texto didascálico describe el efecto que sus palabras tienen en uno de los oyentes, un joven obrero exaltado: Las manos de Judit han ido expresando durante estas palabras la emoción, el do- lor, la ira. Se agitaban nerviosas, aprisionaban y estrujaban los pliegues del man- to. Pasaban por la cara de la dama lentas, lentas, escurriéndose a lo largo de las mejillas oprimían la frente. El Obrero adolescente, en tanto que hablaba Judit se ha levantado de su silla y se ha ido acercando a la dama hechizado, magnetizado, irresistiblemente atraído por su gesto y por sus palabras. Con sus ojos candorosos de niño la está mirando con fijeza. (p. 113) 433 Azorín, «villaespesa», ABC, 12 de enero de 1947, p. 17. 329 Es, sin duda, el rasgo más llamativo de Judit: su invisible autoridad sobre los obreros, una autoridad de la que ella es plenamente consciente, y que explota con teatralidad, como cuan- do adopta una posición de humildad –«Con los brazos caídos, baja la cabeza, las manos aparecen juntas en el medio del cuerpo» (p. 117)– para anunciar hechos consumados: que el Presidente, frente a la oposición de los obreros, se aproxima a la ciudad, y que, gracias a ella, la dignidad de los huelguistas no se verá menoscabada: «He pedido yo que permitieran a los compañeros estar en la plaza», «Yo he rogado que no quitaran la bandera» (p. 118), insiste. Por ello, cuando su decisión desencadene una algarada en la que fallece el niño que ella y el Poeta consideraban como un hijo propio –lo cual podría sugerir la esterilidad de la pareja–, la tragedia entra en escena. Eso sí, lo hace de forma silenciosa y sutil, con personajes inmersos en un clima de adversidad, decaimiento y languidez. El Presidente, cuando visita la ciudad, está visiblemente enfermo, pero en su encuentro con Judit no puede evitar adoptar una posición activa –«Judit, despierta. Te veo envuelta en un sueño»–, frente a lo que Judit responde: «Soñar, soñar… No sé si estoy en un sueño o en la realidad de un mundo. El mun- do es dolor, y yo quisiera tener un ímpetu poderoso…» (p. 131). En este diálogo, acaso el más revelador de la obra, y que podría leerse como una traspo- sición simbolista y contemporánea del clásico diálogo amoroso entre Judith y Holofernes, el alejamiento de Judit de la realidad queda patente. El dolor por la pérdida del hijo y por la inminente pérdida del amado evocan una aparición espectral, la de las tres Parcas. Judit dialoga con ellas y percibe que estas presencias «bellas como las Musas» ya se han cruzado en su camino en anteriores ocasiones. La asociación de Judit a la idea de la muerte se hace cada vez más visible: todos sus seres queridos mueren sin que ella pueda hacer nada más que permanecer como muda espectadora, y su negativa a asimilar esta hermandad con la muerte traerá su enajenación definitiva. Si los dos primeros actos giran respectivamente en torno a la idea de la autoridad política y la omnipotencia de la muerte, el tercero adentra al lector –al potencial espectador– en una cuestión diferente y acaso más compleja: la de la dimensión histórica y el papel de la memoria. En la plaza de la ciudad, charlatanes y comerciantes establecen su propio relato de los acontecimientos: «El Poeta. Era un santo. y su mujer, Judit, es también una santa» (p. 139), afirma un ciego, mientras un pregonero anuncia el fallecimiento del Presidente del Consejo. La personalidad de Judith ha dejado de pertenecerle; como veremos, pasa sus días en una institución psiquiátrica, incapaz de enfrentarse a su propia leyenda. «Al Presidente lo ha matado Judit», sentencia una anciana, que explica la versión de los hechos que circula entre la población: Él [el Presidente] estaba enamorado de Judit. Judit había sido su novia. Cuando estuvo aquí el Presidente, fue a besarla, y Judit le tiró con un puñal buido que tenía la punta envenenada… No tenía más que una heridita cuando se marchó de 330 aquí, pero se le ha ido envenenando la sangre y ha muerto (p. 141). Varios elementos arquetípicos confluyen en esta narración. En primer lugar, la motivación amorosa como fuerza desencadenante de la tragedia. También subyace el recuerdo de mag- nicidios como el que acabó en 1898 con la vida de Isabel de Baviera, un atentado a primera vista inocuo que, sin embargo, produjo la muerte de la emperatriz de Austria pocas horas más tarde. Por último, la causa de la muerte –un envenenamiento– remite a una figura muy vinculada a los arquetipos de la femme fatale; la del amor tóxico, una suerte de virus inoculado en la víctima masculina que concluye con su anulación, y que encontramos en numerosos relatos ligados al vampirismo. Dos caballeros que escuchan este relato entablan entonces una discusión a propósito de la veracidad de esta narración, que parece poco fiable. «Asistimos, señor profesor, al nacimien- to de una leyenda», afirma uno de ellos, que cuenta que el Presidente ya llegó gravemente enfermo a la ciudad. «Todo se explica lógicamente», concluye, a lo que su interlocutor res- ponde: «Pero no lo explica la leyenda. Judit va a tener su leyenda. Dentro de doscientos años, Judit, la nueva Judit, habrá matado otro tirano espantable. y esa será una de tantas leyendas de esta Edad Media de ahora» (p. 141). ¿Contiene esta observación un diagnóstico de una época, la del enfrentamiento entre grandes posiciones ideológicas, que privilegiaba la confrontación absoluta entre opciones irreconciliables? No debemos olvidar que Judit fue escrita en 1925, en plena dictadura de Pri- mo de Rivera, con la que Azorín mantuvo relaciones desiguales, tanto de colaboración como de apoyo434. Tampoco el texto dramático ofrece una caracterización frontal de los personajes, sino una configuración impresionista que ofrece fragmentos que el lector debe manipular para reconstruir la identidad de Judit. A fin de cuentas, ese es el gran tema del último acto de la obra, donde encontramos a una Judit que ha renunciado a su nombre y a su biografía para recluirse en una moderna institución psiquiátrica regida por un patólogo de escuela freudiana. Es pre- cisamente en dicho espacio, en el jardín del sanatorio, donde el director de la residencia y un joven doctor disertan acerca de la gran enfermedad de su tiempo: «la obsesión por el pasado». El mejor ejemplo de la misma es, por supuesto, Judit, retratada bajo un inquietante doppelgänger. La primera vez que los médicos la ven en el jardín adquiere la forma de una mujer enlutada. «Su porte es señoril, majestuoso, va envuelta en un ancho manto de seda que flota sobre su cuerpo», afirma el joven. «Judit no existe», replica el doctor. La conversación entre ambos se ve entonces interrumpida por la llegada de otra interna llamada Ester. En ausencia del médico, ella y el joven estudiante dialogan sobre las bonanzas del nuevo sistema terapéutico, hasta que la conversación deriva hacia territorios inesperados: los versos del difunto Poeta, y su «fondo 434 Los vaivenes ideológicos de Azorín durante la dictadura de Primo de Rivera han sido objeto de es- tudios como el de Genoveva García Queipo de Llano, Los intelectuales y la Dictadura de Primo de Rivera. Madrid, Alianza, 1988. 331 de resignación dulce, suave, inefable, ante el olvido». El diálogo altera profundamente a Ester, que, como descubrirá el lector, es en realidad Judit; «¡Sí, sí, Judit!», exclama. «No soy Ester. Soy la antigua personalidad. ¡Soy Judit la infortunada! ¡Mis recuerdos, mis recuerdos! ¡No quiero olvidar! ¡No quiero olvidar!» (p. 151). Camuflada bajo el nombre de otra heroína veterotestamentaria, Judit vive presa del conflicto entre su voluntad de recordar y su necesidad terapéutica de olvido. Así lo explica el doctor, al deshacer el misterio sobre la otra Judit, misteriosamente entrevista en la lejana arboleda. La otra, una ficción. Una ficción para hacer olvidar a la verdadera Judit su pasa- do. La otra era una falsa Judit que creábamos, que habíamos vivir frente a esta, para que todos los recuerdos, todos los sentimientos, todas las añoranzas de la verdadera fueran condensándose en la otra. Al ver su propia imagen viva, la ver- dadera Judit se creía una persona distinta. La obsesión del pasado, la obsesión de una hora terrible, trágica, iba desapareciendo. Sí; no era ella la mujer de esa hora trágica, hora real e imaginada… (p. 151). Así concluye la obra, con una Judit súbitamente consciente que suplica la restitución de sus recuerdos, recuerdos que ahora son patrimonio de la colectividad gracias a su transformación en leyenda, en figura legendaria. Condenada a un estado de enajenación, Judit contempla cómo su pasado ha adquirido vida propia. En un giro psicológico de enorme complejidad, Azorín culmina un texto multiforme y lleno de enigmas que, sin embargo, traza el camino que la Judith bíblica puede recorrer para seguir siendo pertinente en el mundo contempo- ráneo. No es casualidad que esta obra fuese escrita en una época especialmente convulsa en lo político, en unos años en que el comunismo, el capitalismo y el naciente fascismo iban forjando mitologías propias ante el derrumbe de la vieja Europa de la burguesía. ¿Qué suce- de cuando los símbolos son personas y las personas sobreviven a su propia leyenda? De este modo, Azorín se plantea lo que muy pocos autores de su época habían acometido: atreverse a pensar en Judith después de la decapitación, en la heroína que ha cumplido con su tarea y contempla el crecimiento de su propia leyenda. A fin de cuentas, Judit habla sobre la naturaleza esquiva del mito y la imposibilidad de co- nocer la realidad. El lector de esta obra no puede saber con certeza qué sucedió en aquella hora real o imaginada en que Judit y el Presidente se encontraron. La heroína se vuelve ina- prensible y sus límites son demasiado vastos para poder delimitarlos. Como símbolo político, lo que verdad importa no es su historia, sino la leyenda, y la tragedia reside en ese acto que desposee a Judit de sus propios recuerdos: ya no es Judit, la mujer del Poeta, sino el símbolo que su pueblo necesita. Y, en cierto modo, en una cronología ya muy avanzada (la Judith de Hebbel había sido publicada casi un siglo antes), Azorín anuncia el fin del mito, la disolución del arquetipo en el sentido junguiano del término: como proyección del subconsciente colec- tivo. En ese sentido, el último gesto de Judith es rebelarse contra su propia leyenda. 332 4 . C L E o PAT R A 333 334 figura 78. Gustave Moreau, Cléopâtre (1881) 335 INTRODUCCIóN La tercera figura que centrará nuestro análisis es también la más real. A diferencia de lo que sucede en los casos de Salomé y Judith, ambos personajes bíblicos que oscilan entre la histo- ria, la fe y la necesidad de símbolos religiosos o patrióticos, numerosos documentos históricos y testimoniales prueban que Cleopatra VII existió realmente, que fue la última soberana del Antiguo Egipto y que, durante su reinado, midió sus fuerzas con Roma en batallas, alian- zas y traiciones. Si bien nadie pone estos datos en cuestión, tampoco se puede negar que, al mismo tiempo, Cleopatra es una figura huidiza y poliédrica, quizás la más compleja de todas, porque desde el mismo instante de su muerte el engranaje de la fabulación se puso en marcha para construir una narración que, en nuestros días, es mucho más conocida que la verdad histórica. César, Plutarco o Plinio el Viejo fueron, entre otros, los iniciadores de una tradición textual que, siglos después, desembocaría en el texto más influyente de los que recrean la historia de Cleopatra. Nos referimos a la tragedia Antonio y Cleopatra de William Shakespeare, repre- sentada por primera vez hacia 1607 e impresa en 1623. A partir de ese instante, el corpus textual relacionado con la vida de la última reina de Egipto aumentaría de forma extraordi- naria, consolidando episodios y anécdotas tan célebres como el encuentro entre Cleopatra y Antonio en la desembocadura del Cidno, los juegos perversos de la reina –experimentos con venenos, voluptuosidad desenfrenada, despilfarro de riquezas–, la huida de la batalla de Accio y, por supuesto, su suicidio, que en la versión más conocida fue realizado con la ayuda de un áspid. Algo similar sucede en el terreno de las artes plásticas: ya en las cronologías renacentista y barroca la figura de Cleopatra se convertirá en una presencia habitual de la pintura de His- toria: como modelo positivo o negativo, como imagen de sensualidad –un excelente ejemplo es La muerte de Cleopatra de Guido Reni– o de riqueza, Cleopatra adquiere una extraordinaria 336 popularidad que permite, además, representar desnudos femeninos o escenas amorosas en un marco temático ajeno a la mitología clásica o a la temática religiosa. No cabe duda de que la peculiar posición identitaria de Cleopatra –una soberana de origen griego en una tierra remota y misteriosa– hizo de ella un tema apasionante para escritores y artistas. Este interés vivió un momento álgido cuando, en el siglo XIX, la egiptomanía invadió el imaginario europeo. Las expediciones napoleónicas a Egipto, los hallazgos de las investiga- ciones arqueológicas británicas y la posibilidad, a partir de los estudios de Champollion, de descifrar los documentos escritos de una civilización hermética y lejana calaron hondo en un público ávido de misterios y evasión. Por ello, a las recreaciones más o menos novelescas de la historia de Cleopatra –cuya principal referencia seguía siendo Shakespeare– hubo que añadir nuevas recreaciones orientalistas que, tal y como ha estudiado Lucy Hughes-Hallett, ofrecían una curiosa mezcolanza de fuentes arqueológicas, orientalismo decimonónico y preocupaciones burguesas435. Nuestro estudio, siguiendo una metodología similar a la que hemos empleado en nuestra aproximación a las figuras de Judith y Salomé, da comienzo en las postrimerías del Roman- ticismo, concretamente en el relato Noches Egipcias, publicado en 1824 por un autor tan sor- prendente como el ruso Alexander Pushkin. A pesar de que es anterior al marco temporal de nuestra investigación, de 1870 a 1930, he- mos creído indispensable dedicar algunas páginas a Une nuit de Cléopâtre, una novela publicada por Théophile Gautier en 1838, y sin cuya influencia apenas podríamos entender el corpus textual posterior. A continuación, nuestro análisis se ramifica en distintos capítulos que dan fe del amplio conjunto de anécdotas, relatos y voces que confluyen en la construcción con- temporánea del mito de Cleopatra. Si la historia de Salomé apenas ocupaba inicialmente algunos versículos del Nuevo Testamento y el relato de Judith se circunscribe casi siempre a lo narrado en el Libro veterotestamentario que lleva su nombre, la figura de Cleopatra se construye a partir de multitud de voces, influencias y referencias. Las anécdotas, pasiones y osadías que se le atribuyen son prácticamente innumerables, por lo que nuestro análisis trata- 435 «That East, of course, bore Little relation to the historical Cleopatra. Nineteenth-century Cleopatras tend to be curiously hybrid figures, Hellenistic queens to whom three anachronistic sets of conventional at- tributes have become attached. One is that of Pharaonic Egypt, smelling, as Algernon Swinburne has it, of ‘that spice of cerecloths’, immeasurably old, enigmatic, morbid. Another is that of the Islamic Orient, increasingly accessible during this period to European visitors, whether colonialists or tourists, but still imagined as the realm of the souk and seraglio, full of gorgeous silks and doe-eyed dancing girls, despotic sultans, dark-skinned slaves and princesses under sentence of death sensuously divesting themselves of spangled veils and tinkling anklets (an Arabian Nights setting which would have surprised Cleopatra, a Macedonian who died six hundred years before Mahomet was born). The third, of course, is that of contemporary Europe, for in this period, as in all the others treated in this study, artists and writers depicted Cleopatra using the paints and props to hand in their own time. Nineteenth-century Cleopatras inhabit palaces cluttered with knick-knacks and curious, Turkish rugs and chaises longues in the Egyptian Revival style, just as the people who imagined them did» (Lucy Hughes-Hallett, Cleopatra: Histories, Dreams and Distortions, Londres, Harper Perennial, 1991, p. 208). 337 rá de dar cuenta de esa pluralidad a través de la lectura e interpretación de un grupo de tex- tos dispares y de muy variado signo que tenga en cuenta las aportaciones más recientes sobre lo que algunos departamentos académicos anglosajones ya denominan Cleopatra Studies.436 A las recreaciones puramente orientalistas de Cleopatra dedicaremos el primer bloque, don- de la historia del idilio entre Cleopatra y Marco Antonio adquiere una relevancia fundamen- tal. También analizaremos las evocaciones eróticas de Cleopatra, desvinculadas de los episo- dios más populares y cercanas a la estética difusa del Simbolismo. En relación con este punto, prestaremos atención al tratamiento del desnudo de Cleopatra en la pintura finisecular, y a las derivaciones fúnebres que la literatura construye a partir de elementos como el suicidio y la muerte de la Reina, que incluso bajo forma de cadáver sigue suscitando el deseo del observador. El cierre de este bloque corresponde al análisis de dos novelas de tema egipcio donde la figura de Cleopatra no aparece únicamente como heroína –o villana– romántica, sino como una mujer dotada de enorme ambición política y capacidad estratégica. En estas narraciones, la femme fatale se convierte en un obstáculo para que hombres descritos como virtuosos y cabales alcancen un poder que presuponen merecido. Estas narraciones marcan el paso al segundo bloque de nuestro análisis, mucho más breve, en el que sin embargo hemos querido preocuparnos por un fenómeno muy peculiar: la aparición de Cleopatra, en forma de evocación o fantasma, en textos narrativos ubicados en la época contemporánea. Esta resurrección literaria de Cleopatra, despojada de los ras- gos orientalistas estudiados anteriormente, incide especialmente en los rasgos psicológicos e ideológicos que creemos de mayor alcance: la utilización de Cleopatra como símbolo de la feminidad fuerte, independiente y transgresora, que escapa a la mirada masculina decimo- nónica cuestionando sus convenciones morales y políticas. De forma insospechada, Cleopa- tra se convierte en una figura que pone en solfa las estimaciones de la misoginia finisecular, y que marca la quiebra definitiva del relato de la femme fatale decimonónica. De forma paralela, nuestro estudio abordará el análisis de la presencia de Cleopatra en la pintura y las artes plásticas del Fin de Siglo. La pintura victoriana o las obras del Academicis- mo francés adquieren en este terreno una dimensión de extraordinaria relevancia, y contri- buyen a consolidar lo que, ya en el siglo XX, será en el cine la imagen exótica de Cleopatra. 436 Aunque la bibliografía empleada quedará reflejada y debidamente acreditada a lo largo de las siguien- tes páginas, resulta oportuno mencionar aquí los estudios recientes más importantes dedicados a la presencia de Cleopatra en la pintura y la literatura. En el ámbito de las artes plásticas, la monumental monografía Cléo- pâtre dans le miroir de l’art occidental, Ginebra, Musée Rath, 2004 es la referencia más completa dedicada al las representaciones de Cleopatra en el arte europeo desde el Renacimiento hasta el siglo XX, con menciones al cine y la fotografía. En lo literario, ensayos como el de Lucy Hughes-Hallett, op. cit., y el de Mary Hamer, Signs of Cleopatra: Reading an Icon Historically, Exeter, University of Exeter Press, 2008, son enormemente útiles a la hora de abordar las cuestiones sociales, ideológicas y culturales que participan en la construcción contemporánea de este arquetipo. Por último, creemos oportuno mencionar que, en la fecha actual, no hay ningún estudio que se ocupe de la presencia de Cleopatra en la literatura hispánica contemporánea. En cierto modo, este estudio pretende subsanar, al menos parcialmente, dicha carencia. 338 Jean Léon Gérôme, Cléopâtre et César (1866) 339 4 . 1 . UN PRECEDENTE ROMÁNTICO: THÉOPHILE GAUT IER Más allá de las periódicas recuperaciones del drama shakesperiano, y al margen de la breve incursión que suponen las Noches Egipcias de Alexander Pushkin (1828), se podría considerar que el revival orientalista de Cleopatra dio comienzo con una breve nouvelle publicada por Théophile Gautier en 1838437. Uno de los autores más célebres del Romanticismo tardío y el formulador de facto del espíritu del Orientalismo finisecular y Simbolista («Le vrai luxe, c’est l’exotisme à travers le temps»), parece claro que Gautier contaba con condiciones más que suficientes para sucumbir a la fascinación por la figura de Cleopatra. Frente a las distintas personalidades adoptadas por la Reina de Egipto en el arte y la literatura, Une nuit de Cléopatre propone una visión contemporánea del personaje histórico y literario mediante la narración de un episodio periférico y que podríamos considerar marginal en la biografía de la reina. ya las propias características del texto –una novela breve, ligera y con no pocas pinceladas frívolas– y su título –Une nuit de Cléopatre, que parece aludir a una noche cualquiera en la vida de Cleopatra– anuncian este carácter de aventura en miniatura, un breve relato cuyo peso no recae tanto en los personajes o la trama argumental, como en la evocación de una atmósfera de lujo y exceso de la que los caprichos de la reina son apenas una manifestación más. La gran protagonista es, por supuesto, la figura de Cleopatra, siempre sujeta a prolijas des- cripciones que afectan a su atuendo y sus gestos. También encontramos alabanzas a su belle- za, pero se mueven en el terreno de lo impreciso, de la exaltación que excluye descripciones más precisas. La Cleopatra de Gautier no ostenta una fisonomía concreta ni detalladamente explicitada. Tiene algo de misterioso, y este carácter enigmático la relaciona directamen- 437 Une nuit de Cléopatre apareció por entregas en el diario parisino La Presse entre el 29 de noviembre y el 6 de diciembre de 1838, y fue posteriormente integrada en el volumen de Nouvelles publicado en 1845. En nuestra investigación, hemos empleado la siguiente edición, con prefacio de Anatole france: Théophile Gautier, Une Nuit de Cléopatre. Illustrée de 21 compositions de Paul Avril. París, Edition A. ferroud, 1894. 340 te con la recreación pictórica llevada a cabo por Gustave Moreau décadas más tarde, en 1887438. En esta acuarela (Fig. 78), el rostro de Cleopatra refleja una delicada neutralidad que contrasta con el cadáver que yace a los pies de su trono439. Sus rasgos faciales, esbozados de forma esquemática, son un excelente ejemplo del aspecto sonámbulo y escultórico con que Moreau gustaba de retratar a sus heroínas. También la vaguedad y la evocación de atmósferas lejanamente lujuriosas forman parte de la construcción del personaje de Cleopatra en la novela de Gautier. El autor francés la ima- gina no como una joven ingenua –tal y como haría, por ejemplo, George Bernard Shaw–, sino como una mujer que ya hecho quebrar un imperio y cuyos amores con César y Marco Antonio pertenecen al pasado. De hecho, sólo algunas menciones ocasionales, y el desenlace del relato, informan al lector de que Une nuit de Cléopâtre se desarrolla durante los momentos previos al regreso de Marco Antonio a Alejandría. La belleza crepuscular de Cleopatra, que el autor presupone inconmensurable, está a la altura de la fascinación que suscita, y siempre elude la mirada directa, los focos demasiado brillantes. Un buen ejemplo de este planteamiento estético –en realidad muy cercano a las estrategias manieristas– es la entrada en escena de Cleopatra, a quien el lector sorprende dormida en un lujoso camarote a bordo de un barco que navega suavemente por el Nilo. Sur cet étrange oreiller reposait une tête bien charmante, dont un regard fit per- dre la moitié du monde, une tête adorée et divine, la femme la plus complète qui ait jamais existé, la plus femme et la plus reine, un type admirable auquel les poètes n’ont pu rien ajouter, et que le songeurs trouvent toujours au bout de leurs rêves: il n’est pas besoin de nommer Cléopâtre.440 Al mismo tiempo, la novela de Gautier responde a las convenciones del género –la novela popular por entregas– en que se inscribe. Frente a las solemnes recreaciones pretendidamen- te históricas de los autores victorianos –no hay más que pensar en la densidad arqueológica y descriptiva de la Cleopatra de H. Rider Haggard–, Une nuit de Cléopâtre no deja de ser una creación literaria dirigida a un público receptor muy específico. A ese carácter especialísimo 438 La acuarela Cléopâtre (1887) pertenece al Musée du Louvre, Département des Arts Graphiques, fonds du Musée d’Orsay. 439 Las anotaciones con que Moreau describió esta obra en sus archivos personales son igualmente escuetas y lacónicas: «Cléopâtre. Bassins à perte de vue, nénuphars, terre d’ombre opaque, rares reflets. On essaie des poisons sur ses esclaves. Lapis, ors sombres, architecture ninivite, quelques fragments égiptiens» (Gustave Moreau, Archivos del Musée Gustave Moreau, 66. Citado por Peter Cooke, Gustave Moreau et les arts jumeaux. Berna, Peter Lang, 2003, p.180). El gusto por las notas suntuosas y la evocación de atmósferas míticas son rasgos compartidos por Gautier y Moreau. 440 «Sobre esta extraña almohada reposaba una cabeza encantadora, cuya mirada provocó la pérdida de la mitad del mundo, una cabeza adorada y divina, de la mujer más completa que jamás ha existido, la más mujer y la más reina, un espécimen admirable al que los poetas no han podido añadir nada, y a quien los soñadores encuentran siempre al final de sus sueños: sobra decir que era Cleopatra» (Gautier, op. cit., p. 9). 341 responden anacronismos que, si bien pudieron lastrar la recepción de la novela entre lectores más cultos, no carecen de un encanto muy decadentista donde abundan las referencias ga- lantes y modernas. El resultado es una escenografía más propia de una opereta que del rigor arqueológico, pero el tono general, ligero y ágil, es proclive a descripciones tan detalladas como las de una revista de modas; descripciones que, como vemos en el siguiente fragmento, en ocasiones se encuentran trufadas de exóticas onomásticas que, más que aludir a conoci- mientos históricos o académicos, desprenden un desconcertante culturalismo de palabras sonoras y enigmáticas. Nos lectrices seront peut-être curieuses de savoir comment la reine Cléopâtre était habillée en revenant de la Mammisi d’Hermonthis où l’on adore la tríade du dieu Mandou, de la déesse Ritho et de leur fils Harphré; c’est une satisfaction que nous pouvons leur donner.441 Son estas notas frívolas, tan contrarias a la grandeza trágica de la heroína de Shakespeare, las que heredarán los continuadores de la tradición orientalista aplicada a la iconografía de Cleopatra: el humor, las alusiones banales, la erudición paródica serán, como veremos, ca- racterísticas presentes en, por ejemplo, textos como los de Enrique Gómez Carrillo, alejados de la solemnidad de Moreau. Cleopatra como mujer fatal, pero también como una estrella de Music Hall siempre lista para llevar a cabo golpes de efecto y deslumbrar a quienes la ro- dean. En esa línea, las extensas descripciones de Gautier muestran a Cleopatra ataviada con com- plejos tocados dotados de intrincada simbología, ricos tejidos y todo tipo de piedras precio- sas. Sin embargo, toda esta riqueza no parece satisfacerla: «O Charmion!», dice al final del primer capítulo a su doncella, «je m’ennuie»442. No es casualidad que el concepto que subyace a toda la historia es algo tan típicamente postromántico como este ennui, el hastío que siente la reina Cleopatra ante la vida en una tierra que, a pesar de estar bajo su mandato, concibe como territorio extranjero. Esta suerte de exilio íntimo se acentúa ante lúgubres descripciones de los paisajes egipcios, que ocupan largos pasajes de la novela, y que presentan matices sepulcrales: Les rives étaient désertes; une tristesse immense et solennelle pesait sur cette terre, qui ne fut jamais qu’un grand tombeau, et dont les vivants semblent ne pas avoir eu d’autre occupation que d’embaumer les morts. Tristesse aride, sèche comme la pierre ponce, sans mélancolie, sans rêverie, n’ayant point de nuage gris de perle à 441 « Es posible que nuestras lectoras sientan curiosidad y quieran saber cómo vestía la reina Cleopatra al regresar de la Mammisi de Hermonthis, donde se rinde culto a la tríada del dios Mandou, la diosa Ritho y su hijo Harphré. Pues bien, es una satisfacción que podemos darles» (Th. Gautier, op. cit., p. 10). 442 «me aburro». 342 suivre à l’horizon, pas de source secrète où baigner ses pieds poudreux; tristesse de sphinx ennuyé de regarder perpétuellement le désert, et qui ne peut se détacher du socle de granit où il aiguise ses griffes depuis vingt siècles.443 Es Cleopatra –una reina extranjera– quien define las grandes obras de la civilización egipcia como creaciones herméticas e inmóviles, «prodigieux travaux enfouis, où tout un peuple s’est usé à écrire l’épithaphe d’un roi!»444, para luego afirmar amargamente: «Du mystère et du granit, voilà l’Égypte; beau pays pour une jeune femme et une jeune reine!»445 (p. 18). Más adelante resumirá su destino como «Être la reine des momies, avoir por causer ces statues roides et contraintes, c’est gai!»446. En esta tierra fúnebre y sepulcral, dominada por la presencia de la muerte, por el silencio y la inmovilidad, Cleopatra languidece y busca distracciones. Resulta llamativo que Gautier acentúe la extrañeza de Cleopatra ante una tierra que gobierna, pero que no considera como propia; un país ancestral cuyas costumbres incomprensibles y cuyos omnipresentes signos de muerte y eternidad apenas producen una pálida emoción en una mujer desarraigada y que contempla su propia patria sin reconocerla. Por eso no resulta inesperado que la escapatoria a esta atmósfera de irremediable ennui se encarne en la figura de un joven que simboliza precisamente la antítesis de la inmovilidad. El hecho central de Une nuit de Cléopâtre es el romance de la reina con Meïamoun, un joven de extraordinaria belleza y sobresaliente fortaleza física que, sin embargo, vive obsesionado por la imagen ideal de Cleopatra y rechaza las proposiciones del resto de mujeres para consa- grarse al culto de su adorada reina. En ese sentido, Meïamoun resulta un ejemplo perfecto de amante de femme fatale: un hombre en el que todas las potencias se ven sometidas a un deseo obsesivo con el que toda lucha resulta inútil: Il avait d’abord essayé de dompter cette passion folle; il avait lutté corps à corps avec elle; mais on n’étouffe pas l’amour comme on étouffe un lion, et les plus vigoureux athlètes ne sauraient rien y faire. La flèche était retée dans la plaie et il la trainait partout avec lui; l’image de Cléopâtre radieuse et splendide sous son diadème à pointe d’or, seule debout dans sa pourpre impériale au milieu d’un 443 «Las orillas estaban desiertas: una tristeza inmensa y solemne pesaba sobre esta tierra que nunca fue nada más que una gran tumba, y cuyos habitantes parecen no tener más ocupación que embalsamar a los muertos. Tristeza árida, seca como la piedra pómez, carente de melancolía, de ensoñaciones, sin una nube gris perla en el horizonte a la que seguir, sin una fuente secreta donde bañar los pies polvorientos; tristeza de esfinge aburrida de contemplar perpetuamente el desierto, y que no puede despegarse del pedestal de granito donde clava sus garras desde hace veinte siglos» (Th. Gautier, op. cit., p. 5). 444 «Prodigiosas obras sepultadas con las que todo un pueblo se dedicó a escribir el epitafio de un rey». 445 «Misterio y granito: ¡eso es Egipto, un hermoso país para una joven mujer y una joven reina!» (Th. Gautier, op. cit., p. 18). 446 «Ser la reina de las momias, tener por todo interlocutor a estas estatuas rígidas y forzadas, ¡qué alegría!» 343 peuple agenouillé, rayonnait dans la veille et dans son rêve; comme l’imprudent qui a regardé le soleil et qui voit toujours une tache insaisisable voltiger devant lui, Meïamoun voyait toujours Cléopâtre.447 El contraste entre la fuerza hercúlea de Meïamoun y la belleza casi inmóvil de Cleopatra («elle avait fait au moins trente pas toute seule! grand effort! fatigue énorme!»448, comenta irónicamente el narrador de la novela en la escena del baño) al mismo tiempo remite a una dicotomía expresada en el mismo año por Eugène Delacroix. En Cléopâtre et le Paysan (1838, Fig. 79), el pintor más importante del Romanticismo francés recreaba una escena enunciada por Shakespeare, en la que Cleopatra compra a un campesino los áspides que le causarán la muerte449. Tal y como ha señalado Mary Hamer, en el contraste entre el corpulento y rudo 447 «Había tratado al principio de domar esta pasión loca; había luchado cuerpo a cuerpo con ella, pero no se puede asfixiar al amor como se asfixia a un león, y los más vigorosos atletas no sabrían cómo enfren- tarse a él. La flecha se había quedado atrapada en la herida, y él la arrastraba consigo; la imagen de Cleopatra radiante y espléndida bajo su diadema coronada de oro, de pie, sola, erguida bajo su púrpura imperial en medio de un pueblo arrodillado, resplandecía en sus horas de vigilia y de sueño. Como el imprudente que, después de mirar el sol ve siempre una mancha inalcanzable girando ante él, Meïamoun veía siempre a Cleopatra»(Th. Gautier, op. cit., p. 34-35). 448 «¡Había conseguido caminar al menos treinta pasos ella sola! ¡Gran esfuerzo!» 449 El título de obra teatral de Francisco de Rojas Zorrilla, Los áspides de Cleopatra (1645) demuestra hasta qué punto la figura de la reina egipcia estaba vinculada simbólicamente a su muerte en el imaginario Figura 79. Eugène Delacroix, Cléopâtre et le Paysan (1838) 344 campesino y la frágil languidez de la reina recostada en un sillón se puede observar un com- plejo conjunto de cuestiones que atañen a la sexualidad, las relaciones de poder y la propia psicología de los personajes: If this could be called the image of a missed conjunction, it is because it is by no means clear that the male figure has succeeded in engaging the woman on the terms that he wanted. Intent, swarthy, he offers for her attention, from beneath his leopard skin, a frankly phallic configuration of a snake, one nestling, moreover, amid fig-leaves. The woman’s gaze, though it travels in the snake’s direction, is marked unmoved and almost unseeing. It reflects self-absoption rather than vi- sión. Her pallor, contrasted with the man’s ruddy flesh tones, and the fact that she is shown physically supported by an oppulent piece of furniture mark her off from the life of external activity.450 Mary Hamer asimismo presta atención a detalles como el aspecto orientalista, y no histo- ricista, del décor: el mobiliario parece contemporáneo, el atuendo de Cleopatra es neutro y difícil de definir, y tanto el vestuario como la joyería están desprovistos de especificidad histórica. De un modo similar, el cabello suelto contrasta con la abundancia de elementos de joyería, y entre ellos resulta imposible encontrar un motivo casi imprescindible en toda recreación de Cleopatra: el brazalete en forma de serpiente que, haciendo referencia al fatal destino de la reina, se encuentra en muchas pinturas de distintas épocas. La obsesión por Cleopatra, a quien Meïamoun no conoce bien, ilustran los rasgos que ca- racterizarán a la formulación finisecular de la reina egipcia. Cleopatra es siempre una figura distante y borrosa que, en las distancias cortas, resulta letal y sobrehumana. Dispuesto a llegar hasta la deidad objeto de sus deseos, un Meïamoun de ambiciones icáricas –«L’abîme l’appelait»451– se aproxima a Cleopatra primero a través de un mensaje atado a una flecha disparada sobre el dormitorio de la reina –«Je vous aime»–, merodeando por los alrededores del palacio real y, finalmente, es sorprendido mientras observa paralizado el baño diario de Cleopatra. No es extraño que así sea. Este episodio, dedicado al baño, describe minuciosamente el lujo y la pompa que rodean una actividad cuya importancia iconográfica tiene un valor innegable en el imaginario popular acerca de Cleopatra452. Cléopâtre arriva, la main sur l’épaule de Charmion; elle avait fait au moins trente popular. 450 Mary Hamer, op. cit., p. 98. 451 «El abismo lo llamaba» (Th. Gautier, op. cit., p. 51). 452 Sirva a este propósito recordar la relevancia que cobraba el baño de Cleopatra en una recreación posmoderna como Astérix et Cléopâtre (1963). 345 pas toute seule! grand effort! fatigue énorme! Un léger nuage rose, se répandant sous la peau transparente de ses joues, en rafraîchissait la pâleur passionèe; ses tempes blondes comme l’ambre laissaient voir un réseau de veines bleues; son front uni, peu élevé comme les fronts antiques, mais d’une rondeur et d’une forme parfaites, s’unissait par une ligne irréprochable à un nez sévère et droit, en façon de camée, coupé de narines roses et palpitantes à la moindre émotion, comme les naseaux d’une tigresse amoureuse; la bouche petite, ronde, très rapprochée du nez, avait la lèvre dédaigneusement arquée; mais une volupté effrénée, une ardeur de vie incroyable rayonnait dans le rouge éclat et dans le lustre humide de la lèvre inférieure. Ses yeux avaient des paupières étroites, des sourcils minces et presque sans inflexion. Nous n’essayerons pas d’en donner une idée; c’était un feu, une langueur, une limpidité étincelante à faire tourner la tête de chien d’Anubis lui-même; chaque regard de ses yeux était un poème supérieur à ceux d’Homère ou de Mimnerme; un menton impérial, plein de forcé et de domination, terminait dignement ce charmant profil.453 Tras esta minuciosa descripción, comienza el baño, para el que Cleopatra elige un curioso atuendo: Avant d’entrer dans l’eau, par un nouveau caprice, elle dit à Charmion de lui changer sa coiffure à résilles d’argent; elle aimait mieux une couronne de fleurs de lotus avec des joncs, comme une divinité marine. Charmion obéit; –ses che- veux délivrés coulèrent en cascades noires sur ses épaules, et pendirent en grappes comme des raisins mûrs au long de ses belles joues.454 Fruto de este llamativo capricho, la imagen de Cleopatra que seducirá a Meïanoum y le llevará a la parálisis455 aparece vestida, no de forma casual, como una «divinidad marina», como una de esas oceánidas que recuerdan el origen griego de la reina egipcia, y que al 453 «Cleopatra llegó, con la mano sobre el hombro de Charmion; había dado al menos treinta pasos ella sola, ¡gran esfuerzo!, ¡enorme fatiga! Una ligera nube rosada se extendía bajo la piel transparente de sus me- jillas refrescando su apasionada palidez; sus sienes rubias como el ámbar dejaban ver una red de venas azules; su frente unida, poco elevada como las frentes antiguas, pero de una redondez y formas perfectas, se unía me- diante una línea irreprochable a una nariz recta y severa, en forma de camafeo, coronada por narinas rosadas y palpitantes a la mínima emoción, como las fosas nasales de una tigresa enamorada. La boca pequeña, redonda, muy cerca de la nariz, tenía los labios arqueados en un gesto desdeñoso. Pero una voluntad desenfrenada, un ardor vital increíble resplandecía en el destello rojo y en el brillo húmedo del labio inferior. Sus ojos tenían párpados breves, con cejas delgadas y casi sin inflexión. No trataremos de dar una idea de ella; era un fuego, una languidez, una belleza límpida y relumbrante capaz de hacer que la cabeza del mismo Anubis se volviera a mirarla; cada mirada de sus ojos era un poema superior a los de Homero o Mimnerme; una barbilla imperial, llena de fuerza y de dominación, concluía con dignidad este perfil encantador»(Th. Gautier, op. cit., p. 58-59). 454 «Antes de entrar en el agua, por un nuevo capricho, dijo a Charmion le quitara su redecilla de plata; prefería una corona de flores de lotos con juncos, como una divinidad marina. Charmion obedeció, y sus ca- bellos liberados fluyeron en cascadas negras sobre sus hombros, pendieron como racimos de uvas maduras junto a sus bellas mejillas»»(Th. Gautier, op. cit., p. 60). 455 Resuena en esta imagen uno de los mitos más extendidos acerca de ciertas especies de letales ser- pientes: que son capaces de hipnotizar a su presa. 346 mismo tiempo encuentra un décor imponente en los enormes baños de Cleopatra, descritos por Gautier como una sucesión de aljibes en terrazas, rodeados de fastuosa vegetación y de prodigiosas creaciones escultóricas. Por otro lado, la imagen del cabello negro, frente a los autores que representan a Cleopatra como rubia, queda subrayada por el símil con los racimos de uvas, especie frutal vinculada iconográficamente a báquicas sensualidades. Sin embargo, el lector no llega a saber si lo que fascina a Meïamoun es la belleza de Cleopatra o la magnificencia de la escena, descrita en términos plenamente parnasianos: Cléopâtre trempa dans l’eau son talon vermeil et descendit quelques marches; l’onde frissonnante lui faisait une ceinture et des bracelets d’argent, et roulait en perles sur sa poitrine et ses épaules comme un collier défait; ses grands cheveux, soulevés par l’eau, s’étendaient derrière elle comme un manteau royal; elle était reine même au bain. Elle allait et venait, plongeait et rapportait du fond dans ses mains des poignées de poudre d’or qu’elle lançait en riant à quelqu’une de ses femmes; d’autres fois elle se suspendait à la balaustrade du bassin, cachant et découvrant ses trésors, tantôt ne laissant voir que son dos poli et lustré, tantôt se montrant entière comme la Vénus Anadyomène, et variant sans cesse les aspects de sa beauté.456 Para el lector de la época, la descripción de esta escena había de suscitar inevitablemente la evocación de los suntuosos hamams otomanos, tan apreciados por la imaginación de artistas como Jean Léon Gérôme o Lecomte de Nouy457, y también por escritores orientalistas como Pierre Loti o el propio Gautier, que en 1852 tuvo ocasión de plasmar su viaje a Estambul en un sugerente libro de viajes.458 Como el hombre decimonónico, el joven Meïamoun queda paralizado por la visión de la escena, a pesar de que se trata de un hombre vigoroso a quien todos los guardias al servicio de la reina no habían conseguido capturar en una intensa batida por las orillas del Nilo. Descubierto y llevado ante Cleopatra, confiesa su amor a la reina y ésta, fiel a su carácter caprichoso, accede a convertirle en su amante por una noche, la mis- ma que da título a la nouvelle, y durante la cual la soberana mostrará todo el alcance de su riqueza y poder de seducción. La mirada del narrador se detiene en prolijas descripciones de los manjares, las distracciones y los preciosos objetos que rodean el banquete, cuya magnifi- cencia parece excesiva para la pobreza del lenguaje moderno, tal y como lamentaba Gautier 456 «Cleopatra introdujo en el agua su talón rojizo y descendió algunos escalones; las ondas temblorosas formaban en torno a ella un cinturón y brazaletes de plata, y rodaban en perlas sobre su pecho y sus hom- bros como un collar deshecho. Sus largos cabellos, elevados por el agua, se extendían tras ella como una capa real: era reina hasta en el baño. Iba y venía, se sumergía y emergía con las manos llenas de polvo de oro que lanzaba riendo a alguna de sus doncellas; en otras ocasiones, se colgaba de la balaustrada del estanque, ahora escondiendo y descubriendo sus tesoros, ahora no dejando ver más que su espalda pulida y brillante, ahora mostrándose por completo como la venus Anadiomena, y variando sin cesar los aspectos de su belleza»(Th. Gautier, op. cit., p. 61). 457 Un estudio del tema del hamam femenino en la pintura orientalista puede encontrarse en la mono- grafía de Lynne Thornton, Women as Portrayed in Orientalist Painting, París, ACR Édition, 1994, pp. 64-85. 458 Théophile Gautier, Constantinople. Istanbul en 1852. Estambul, Éditions Isis, 1990. 347 en un discurso extradiegético incluido en la novela. Nous avons a décrire une orgie suprême, un festin à faire pâlir celui de Balthazar, une nuit de Cléopâtre. Comment, avec la langue française, si chaste, si glaciale- ment prude, rendrons-nous cet comportement frénétique, cette large et puissante débauche qui ne craint pas de mêler le sang et le vin, ces deux pourpres, et ces furieux élans de la volupté inassouvie se ruant à l’impossible avec toute l’ardeur de sens que le long jeûne chrétien n’a pas encore mâtés?459 Una sala de «proportions énormes et babyloniennes», columnas, esculturas, arcos, esfinges de basalto, «des éléphants de bronze lanánt de l’eau de senteur par la trompe»460… Los prodigios de la fiesta celebrada por Cleopatra alcanzan una magnitud sobrehumana en las descripciones de Gautier, y de hecho no parece excesivamente aventurado identificar ecos de esta magnificencia en los extensos catálogos de piedras preciosas, ornamentos arquitectó- nicos y excentricidades bizantinas que pueblan páginas de obras posteriores tan influyentes como la Hérodias (1877) de Flaubert o las extravagantes aficiones de Jean Floressas des Essein- tes, el protagonista de À rebours (1884) de Huysmans. En medio de esta esplendorosa apoteosis, los dos amantes adquieren dimensiones propias de divinidades o figuras míticas: Meïamoun était vêtu d’un tunique de lin constellée d’étoiles avec un manteau de pourpre et des bandelettes dans les cheveux comme un roi oriental. Cléopâtre portait une robe glauque, fendue sur le côté et retenue par des abeilles d’or; au- tour de ses bras nus jouaient deux rangs de grosses perles; sur sa tête rayonnait la couronne à pointes d’or.461 La fiesta se desarrolla a lo largo de varias páginas en las que desfilan ante el lector danzas exóticas, extraños manjares y todo tipo de artificios destinados a crear una atmósfera onírica e irreal. Junto al narrador, somos testigos de la progresiva fascinación y pérdida de conciencia de Meïamoun, cuyo clímax llega cuando Cleopatra danza ante él ataviada con una corona de flores, 459 «Nos proponemos describir una orgía suprema, un festín capaz de hacer palidecer el de Baltazar, una noche de Cleopatra. ¿Cómo, con la lengua francesa, tan casta, tan glacialmente cruda, reflejaremos este comportamiento frenético, este largo y poderoso desenfreno que no tiene miedo a mezclar la sangre y el vino, esas dos púrpuras, y estos furiosos impulsos de la voluptuosidad no saciada abalanzándose sobre lo imposible con todo el ardor que la larga abstinencia del cristianismo no ha podido aplacar?» (Th. Gautier, Une nuit de Cléopâtre, p. 71). 460 «Elefantes de bronce de cuyas trompas manaba agua aromatizada» 461 «Meïamoun vestía una túnica de lino constelada de estrellas con un manto de púrpura y tiaras en los cabellos como un rey oriental. Cleopatra lucía un vestido glauco con una abertura lateral y cerrado con abejas de oro; alrededor de sus brazos desnudos jugaban dos hileras de gruesas perlas; sobre su cabeza resplandecía una corona con puntas de oro» (Th. Gautier, op. cit., p. 74). 348 […] la tête renversée, l’oeil demi-clos, les bras pâmés et morts, les cheveux debou- clés et pendants comme une bacchante du mont Ménale agitée par son dieu; tan- tôt leste, vive, rieuse, papillonnante, infatigable et plus capricieuse en ese méan- dres que l’abeille qui butine.462 Al igual que sucede en las recreaciones literarias de la figura de Salomé, la danza se erige como la escena culminante de la seducción, la que hará que el espectador abandone el control de sus actos y pierda su fiereza para convertirse en alguien vulnerable, a merced del deseo. Entre tanto, ha transcurrido la mayor parte de la noche, y el amanecer se aproxima, tal y como pueden apreciar los dos amantes desde la estancia en que se encuentran, abierta al cielo de la noche. Es entonces cuando el lector descubre el cruel final que Cleopatra tiene previsto para el invencible Meïamoun: «un vase de corne que lui tendit un esclave éthiopien à physionomie sinistre, et qui contenait un poison tellement violent qu’il eût fait éclater tout autre vase»463. Cleopatra se configura así como una amante letal que asesina a sus amantes al llegar el amanecer. En el relato de Gautier, la reina está a punto de romper esta costumbre debido al amor que parece sentir por Meïamoun, y hace amago de detenerle, pero esto suce- de en el momento preciso en que ve a los oficiales que anuncian la llegada de Marco Antonio, así que finalmente Cleopatra no impide que Meïamoun caiga fulminado tras el primer trago de la copa. Un inesperado toque de piedad sorprende entonces al lector: «Cléopâtre baissa la tête, et dans sa coupe une larme brûlante, la seule qu’elle ait versée de sa vie, alla rejoindre la perle fondue».464 La leyenda de la perla disuelta en la copa de Cleopatra resuena aquí con fuerza465, como una imagen que evoca la excentricidad pero también el poder destructivo de Cleopatra que, sin embargo, parece ceder al menos de manera pasajera a la emoción. Bajo la epidermis frívola, ligera y accesible de Une nuit de Cléopâtre fluye un texto de construc- ción compleja, donde encontramos referencias a las fuentes clásicas, pero también elementos plenamente contemporáneos. De hecho, una interesante lectura es la propuesta por Mary Hamer que, en su estudio lacaniano y foucoltiano de la construcción estética y social de la figura de Cleopatra, señala una serie de rasgos que emparentan la figura de Cleopatra con la de otra malograda soberana: María Antonieta, la reina cuya ejecución en la guillotina en plena Revolución Francesa marcó el nacimiento de un verdadero trauma colectivo y de una imagen icónica466. La Cleopatra de Gautier tiene ecos de la soberana versallesca, por ejem- 462 «Con la cabeza hacia atrás, los ojos entrecerrados, los brazos desmayados, los cabellos desatados y colgantes como una bacante del monte Ménale agitada por su dios; al instante ligera, viva, risueña, mariposean, infatigable y más caprichosa en sus meandros que la abeja que liba» (Th. Gautier, op. cit., p. 79). 463 «Un vaso de cuerno que le ofreció un esclavo etíope de siniestra fisonomía, y que contenía un vene- no tan violento que habría hecho estallar cualquier otro vaso». 464 «Cleopatra bajó la cabeza, y en su copa una lágrima ardiente, la única que había vertido en toda su vida, se unió a la perla fundida». 465 La anécdota de la perla disuelta en la copa protagoniza el apartado YYY de este capítulo (pp. XXXXX). 466 «for Cleopatra, the queen who killed herself rather than endure to be taken in triumph through the city, had a particular resonance in the Paris which had seen the public humiliation and execution of its own 349 plo, cuando es descrita como una cabeza seccionada sobre la almohada, en el interior de su embarcación. También la descripción de la lujosa forma de vida de la reina podría recordar en cierto modo a los excesos de la corte francesa. Al igual que Cleopatra, Maria Antonieta será protagonista de incontables narraciones que enfatizan el lujo y la ostentación de sus costumbres, su absoluta inactividad, su perversión e insensibilidad hacia el sufrimiento ajeno. En el caso de Cleopatra, sin embargo, la lejanía de la figura histórica y las posibilidades de fabulación ofrecían un nutrido repertorio de anécdotas que, como veremos en las siguientes páginas, constituyeron una materia narrativa muy apreciada por los escritores que, a finales del siglo XIX, se erigieron en herederos del orientalismo descrito por Gautier. queen, Marie Antoinette, within a profoundly ambiguous period of the nation’s founding history» (Mary Hamer, op. cit., p. 78) 350 351 4 . 2 . EP I SODIOS ENTRE MARCO ANTONIO Y CLEOPATRA 4.2.1. un tríptico de josé mAríA de HerediA En uno de los libros fundacionales del Parnasianismo, Les trophées (1893), el escritor cubano- francés José María Hérédia incluyó un interesante tríptico de sonetos dedicados al asunto histórico y literario de Marco Antonio y Cleopatra. Dicho tríptico, publicado anteriormente en prensa467, centra su atención en tres episodios esenciales: el encuentro entre ambos en el Cidno, la derrota del ejército de Antonio contra los partos, y la inesperada retirada de las naves de Cleopatra en la batalla de Accio468. Su planteamiento, en muchos aspectos, coincide con el de la tragedia shakesperiana, que ofrecía a los lectores de la época un relato completo acerca de los hechos históricos, y también unos personajes de carácter poliédrico que, en buena medida, suscitaron las imaginativas recreaciones posteriores. Los tres instantes narra- dos aquí aparecen en la obra de Shakespeare y, por consiguiente, en la de Plutarco. Estos dos intertextos fueron aludidos por Hérédia de manera explícita, mediante epígrafes extraídos de ambas fuentes y que aparecieron en las primeras ediciones en prensa. Dichas referencias también fueron especialmente apreciados por los pintores académicos de finales del siglo XIX, que los tomaron como pretexto para fantásticas creaciones de inspiración orientalista. A lo largo de este capítulo trataremos de esclarecer algunas de esas referencias intertextuales e interdisciplinares. 467 Con el título Antonio et Cléopâtre, fue publicado por primera vez en Le Monde poétique (10 de diciem- bre de 1884) y, posteriormente, en el Supplément littéraire du Figaro (5 de mayo de 1888), antes de ser incluido en diversas antologías y en la versión de Les Trophées aparecida en 1893. 468 Existe un detallado estudio sobre este tríptico que se centra específicamente en sus características estructurales, sintácticas y métricas. H. F. Lippincott, «The Unity of Hérédia’s Antony and Cleopatra Sequence», Paroles Gelées, 2 (2), 1984, pp. 71-84. También resulta obligado mencionar el artículo de Alexander Fischler, «The Decadent side of Aestheticism: Hérédia’s Antony and Cleopatra», Nineteenth Century French Studies, 4 (1976), pp. 274-285. 352 El primer soneto, como apuntábamos, recrea el encuentro entre Marco Antonio y Cleopatra en el Cidno, célebre río de Asia Menor, al que Cleopatra llega en una esplendorosa galera: LE CyDNUS Sous l’azur triomphal, au soleil qui flamboie, La trirème d’argent blanchit le fleuve noir Et son sillage y laisse un parfum d’encensoir Avec des sons de flûte et des frissons de soie. A la proue éclatante où l’épervier s’éploie, Hors de son dais royal se penchant pour mieux voir, Cléopâtre debout en la splendeur du soir Semble un grand oiseau d’or qui guette au loin sa proie. Voici Tarse, où l’attend le guerrier désarmé ; Et la brune Lagide ouvre dans l’air charmé Ses bras d’ambre où la pourpre a mis des reflets roses. Et ses yeux n’ont pas vu, présage de son sort, Auprès d’elle, effeuillant sur l’eau sombre des roses, Les deux enfants divins, le Désir et la Mort.469 Se trata, como apuntábamos, de una escena muy célebre en el imaginario popular que con- densa el esplendor y la riqueza que se le presuponía a la más decadente de las reinas. El origen de este motivo se encuentra en las semblanza de Antonio incluida por Plutarco en sus Vidas paralelas (Antonio, XXVI): Como hubiese recibido además diferentes cartas, así del mismo Antonio como de otros amigos de éste que la llamaban, le miró ya con tal desdén y desenfado, que se resolvió a navegar por el río Cidno en galera con popa de oro, que llevaba velas de púrpura tendidas al viento, y era impelida por remos con palas de plata, movidos al compás de la música de flautas, oboes y cítaras. Iba ella sentada bajo dosel de oro, adornada como se pinta a Venus. Asistíanla a uno y otro lado, para hacerle aire, muchachitos parecidos a los Amores que vemos pintados. Tenía asi- mismo cerca de sí criadas de gran belleza, vestidas de ropas con que representa- ban a las Nereidas y a las Gracias, puestas unas a la parte del timón, y otras junto a los cables470. 469 El Cidno: «Bajo el azur triunfal, al sol que arde, / la trirreme deja blancas estelas por el negro río / y su huella deja en él un perfume de incensario / con sonidos de flauta y temblores de seda. // En la proa resplandeciente donde el gavilán se despliega, / fuera de su dosel real, inclinándose para ver mejor, / Cleopatra de pie en el esplendor de la tarde / parece un gran pájaro de oro que acecha a su presa a lo lejos. // Ya llega a Tarso, donde la espera el guerrero desarmado; / y la morena lágida abre en el aire hechizado / sus brazos de ámbar a los que la púrpura da reflejos rosados. // Y sus ojos no ven que, presagio de su suerte, / cerca de ella, deshojan rosas sobre el agua sombría / los dos niños divinos, el Deseo y la Muerte». 470 Tomo la cita de Plutarco, Vidas paralelas (ed. josé Alsina), Barcelona, Planeta, 199-1991, t.3. 353 Fue esta la fuente empleada por William Shakespeare a la hora de escribir una descripción muy similar puesta en voz de Enobarbo y, por tanto, también por Hérédia en la composición de este soneto, encabezado en sus primeras publicaciones por un epígrafe de Plutarco471. Sin embargo, no se trata de un mero caso de imitatio472. La de Hérédia es una recreación plenamente parnasiana, repleta de detalladas descripciones e índices de lujo y suntuosidad. Todo es esplendor, oro y perfumes en estos versos que convierten la galera de Cleopatra en un barco de plata que deja un rastro de perfume, y a la propia reina en un gran pájaro de oro o en un precioso objeto con «brazos de ámbar a los que la púrpura da reflejos rosados». Sin embargo, también hay ciertas notas inquietantes que presagian el futuro desarrollo de los acontecimientos. La descripción de Cleopatra como un ave rapaz que acecha a su presa a lo lejos –y esa presa es Marco Antonio– o la imagen final del Deseo y la Muerte revoloteando sobre ella la configuran como una femme fatale y hacen presentir el sombrío desenlace de la historia. Antes de pasar al siguiente soneto, vale la pena prestar atención a esas dos presencias mito- lógicas que sobrevuelan la galera y que el autor identifica como Eros y Tánatos. Estas pre- sencias se erigen como el reverso oscuro de estos versos de Shakespeare, pertenecientes a la 471 La cita de Plutarco es «À ses côtés se tenaint les Éros», en Le Monde poétique (10 de diciembre de 1884, p. 303) y Le Figaro, supplément littéraire (5 de mayo de 1888, p. 1). 472 «Shakespeare versifies his source in North’s translation of Plutarch virtually word for word, but Heredia does not try to compete either with Plutarch or Shakespeare. Rather he sees the scene as a painter of his century would, in a series of tableaux figes» (H. F. Lippincott, op. cit., p. 73). Figura 80. Lawrence Alma-Tadema, The Roses of Heliogabalus (1888) 354 descripción que Enobarbo hace de este episodio: […] on each side her Stood pretty dimpled boys, like smiling Cupids, With diverse-colour’d fans, whose wind did seem To glow the delicate cheeks which they did cool, And what they undid, did.473 Los teatrales niños caracterizados como Cupidos han sido sustituidos en el poema de Héré- dia por la verdadera personificación de Eros, que se encuentra acompañado por Tánatos. De este modo, el poeta parnasiano enuncia uno de los principios del erotismo romántico –su asociación con la muerte– y representa de manera explícita lo que más de dos décadas después Sigmund Freud bautizaría como «pulsión de muerte». otra imagen sugerente es la de estas dos representaciones mitológicas deshojando rosas sobre Cleopatra. Por un lado, la imagen de los pétalos de rosa podría evocar en el lector escenas pictóricas tan sobresalientes como Las rosas de Heliogábalo (1888) (Fig. 80), de Lawrence Alma Tadema, pero también la es- cena relatada por Plinio en la que Cleopatra envenena una copa de vino destinada a Antonio con pétalos de flores envenenados.474 La mención de Alma Tadema nos lleva a otra cuestión relacionada con esta escena: el de- sarrollo iconográfico del motivo de la barca de Cleopatra en la pintura de la época. Fue precisamente Alma Tadema el autor de la imagen más célebre asociada a este episodio. En The Meeting of Antonio and Cleopatra (1883) (Fig. 81), el gran maestro del esteticismo británico había recreado esta escena en una espléndida pintura que, presentada diez años antes de la publicación de Les Trophées, invita a pensar que tal vez Hérédia la tuviera en mente a la hora de escribir este hermoso soneto. La pintura de Alma Tadema, acaso la más célebre representación de Cleopatra en la pintura británica contemporánea, es también un excelente ejercicio de composición en dos planos. En primer plano encontramos la barca de Cleopatra, cuyos extremos desbordan los límites del cuadro y ofrecen un testimonio muy ilustrativo de la influencia que la fotografía tenía ya en los pintores de finales del siglo XIX. Bajo un dosel dorado y adornado con guirnaldas de flores, Cleopatra yace en su trono, vestida con una túnica blanca adornada con una piel de leopardo que, al igual que sucedía con la piel de león que aparece en la Cléopâtre essayant des poisons sur des condamnés à mort (1887) (Fig. 82) de Alexandre Cabanel, conserva todos sus ras- gos físicos (extremidades, cabeza), y aporta un aspecto levemente arcaico y salvaje a la reina que, por otra parte, presenta líneas faciales equilibradas y europeas, propias de una escultura 473 «A cada lado de ella / niños de graciosos mofletes, Cupidos sonrientes, / con abanicos de varios colores, cuya brisa parecía / iluminar las mejillas delicadas que refrescaban, / rehaciendo lo que deshacía». 474 Cfr. 4.3. 355 Figura 81. Lawrence Alma-Tadema, The Meeting of Antonio and Cleopatra (1883) Figura 82. Alexandre Cabanel, Cléopâtre essayant des poisons sur des condamnés à mort (1887) 356 neoclásica. Elegantemente reclinada, parece sumida en el disfrute de la música que un grupo de flautistas interpreta a su alrededor. Muy cerca de ella, en un segundo plano, sobre un río de un azul casi turquesa, mediterráneo, Marco Antonio se aproxima envuelto en un manto blanco cuya humildad contrasta con el esplendor de Cleopatra. Viene Antonio acompañado por soldados romanos que contemplan con curiosidad la delicada embarcación de la reina egipcia. El contraste entre el lujo de la galera de Cleopatra y la sobriedad de la embarcación romana apunta al contraste ya mencionado entre la sensualidad de la reina egipcia y el ca- rácter marcial del soldado y guerrero romano que, sin embargo, quedará a merced de los deseos de su amante. Varios elementos en el poema de Heredia remiten a esta pintura: la abundancia de términos asociados al brillo y a los metales preciosos parece corresponderse con el tono dorado que domina mayoritariamente el cuadro. Del mismo modo, la imagen de las guirnaldas de flo- res evoca tanto la profusión floral de Las rosas de Heliogábalo como el episodio de los pétalos envenenados, pero también los pétalos caídos podrían relacionarse con las flores que, en el poema de Hérédia, deshojan las presencias inquietantes del Deseo y la Muerte. Por último, la presencia de los músicos y la languidez de Cleopatra tienen una correspondencia apreciable con el sonido de las flautas y el perfume a incienso que tiene la embarcación en el poema de Hérédia, y convierten a este soneto del maestro del Parnasianismo francés en un ejemplo de écfrasis de cierta complejidad, donde el poema refleja el contenido de la pintura debido a la coincidencia de fuentes –Plutarco y Shakespeare–, pero también añade nuevos significados y contribuye a hacer más denso y caleidoscópico el tejido simbólico de la pintura. El segundo soneto del tríptico, titulado Soir de Bataille, recrea el momento en que Marco An- tonio regresa derrotado tras la sangrienta batalla contra los partos, en la que perdió treinta mil hombres y consolidó su declive definitivo en las luchas internas del triunvirato475. SOIR DE BATAILLE Le choc avait été très rude. Les tribuns Et les centurions, ralliant les cohortes, Humaient encor dans l’air où vibraient leurs voix fortes La chaleur du carnage et ses âcres parfums. D’un oeil morne, comptant leurs compagnons défunts, Les soldats regardaient, comme des feuilles mortes, Au loin, tourbillonner les archers de Phraortes ; 475 En su primera publicación en 1884 (Le Monde poétique, 10 de diciembre de 1884, p. 304), el soneto Soir de bataille iba precedido por una cita de Shakespeare: «O Charmion, où crois-tu qu’il est maintenant? Est-il à pied ou à cheval?... O heureux cheval chargé du poids d’Antoine!». En la segunda publicación (Le Figaro, supplément littéraire (5 de mayo de 1888, p. 1), la cita, también de Shakespeare, es únicamente la última frase, «O heureux cheval chargé du poids d’Antoine!». Por otro lado, conviene señalar que este soneto es objeto de un cuidado análisis formal en el tomo segundo de los Études de grammaire et de style de jean Chaillet (París, Bordas, 1969, pp. 157-171). 357 Et la sueur coulait de leurs visages bruns. C’est alors qu’apparut, tout hérissé de flèches, Rouge du flux vermeil de ses blessures fraîches, Sous la pourpre flottante et l’airain rutilant, Au fracas des buccins qui sonnaient leur fanfare, Superbe, maîtrisant son cheval qui s’effare, Sur le ciel enflammé, l’Imperator sanglant.476 Con una fuerza visual digna de una secuencia cinematográfica477, el soneto describe la san- grienta derrota, la desesperación de los soldados y el sentimiento de fracaso de esta empresa militar que, sin embargo, no desembocó en desastre gracias al valor de Antonio478: L’histoiren grec Plutarque nous raconte dans «La vie d’Antoine» que son lieu- tenant Gallus fut vaincu et tué dans une bataille. Mais Antoine réussit à ouvrir un passage à travers les ennemis et à rejoindre l’armée épuisée et abbatue. C’est cette apparition brusque du général sur le champ de bataille que le poète a voulu évoquer. 479 La violencia domina versos donde aparecen los «acres perfumes» de la matanza, en una inversión del gusto parnasiano por incluir notas olfativas de carácter exquisito. El sudor, la sangre, los gritos estridentes contrastan con la tristeza de los soldados, que miran a sus compañeros caídos «como hojas muertas», en una imagen que condensa a la perfección el escaso valor de la vida humana en una afrenta bélica en la que pueden morir más de treinta mil hombres480. En medio de esta atmósfera fúnebre y desesperanzada, la aparición de Marco Antonio tiene un enorme valor estético y heroico, descrito por Heredia «exactly as Delacroix or David 476 Tarde de batalla: «El golpe había sido duro. Los tribunos / y los centuriones, concentrando a sus cohortes, / aspiraban todavía en el aire donde vibraban sus fuertes voces / el calor de la matanza y sus acres perfumes. // Con mirada sombría, contando a sus compañeros difuntos, / los soldados miraban, como hojas muertas,/ a lo lejos, cómo se arremolinaban los arqueros de Fraortes: / y el sudor corría por sus rostros morenos. // Entonces apareció, erizado de flechas / y rojo por el bermejo fluido de sus heridas recientes, / bajo la púrpura flotante y el bronce rutilante, // en medio del estrépito de las bocinas que tocaban su fanfarria, / soberbio, controlando a su caballo asustado, / bajo el cielo inflamado, el Emperador sangrando». 477 Sobre los elementos que dotan de viveza y de carácter pictórico a este soneto, resulta enormemen- te interesante el estudio «Das Gemälde bei Heredia», en Otto Giebel, Der Stil Heredia’s in seinen Throphées. Inaugural Dissertation zur Erlandung der Doktorwürde der Philosophischen Fakultät der Johann Wolfgang Goethe- Universität Frankfurt am Main, 1932. 478 Renée de Thiès, «Entretien Nº 3. José María de Hérédia» en Des poètes parnassiens. Entretiens, París- Carnac, Jean Grassin Éditeur, 1995, p. 127. 479 Renée de Thiès, op. cit., p. 127. 480 «Pareil à la feuille morte», escribía Verlaine en su Chanson d’Automne, retomando el pasaje de Ilíada en que Homero sentenciaba que «como las hojas de los árboles nacen y mueren, así pasan en el hombre las edades». 358 might have painted a contemporary warrior»481. El soneto no ahorra al lector detalles vio- lentos, como la sangre que mana de sus heridas abiertas o las flechas todavía clavadas en su cuerpo, que le dan un aspecto erizado482. El cromatismo aquí se vuelve rojo y metálico: el rojo de las heridas, de la sangre, pero también de la púrpura de su capa aporta un aire ma- jestuoso y recuerda las conexiones ancestrales entre poder político y hazañas bélicas483. Por otro lado, el «bronce de su coraza» aporta un elemento inusualmente lujoso que aumenta la fuerza trágica de la escena y también su autoridad. Antonio aparece como una imagen casi sobrenatural destinada a elevar el fervor militar de sus soldados, como una figura de auto- ridad que controla un caballo desbocado y también como un objeto de contemplación, al modo de una estatua ecuestre teñida de sangre, púrpura y oro, cuyo esplendor coincide con el del «cielo inflamado» que aporta tintes románticos a esta recreación épica484. Hérédia concibe a Marco Antonio, por lo tanto, como un héroe, un ejemplo de virilidad, fuerza militar y valor cuya solidez acabará sucumbiendo ante el encanto erótico y los en- gaños de la poderosa y peligrosa Cleopatra. La reina egipcia se encuentra ausente en este poema, pero su presencia se vuelve poderosa en el tercer soneto del tríptico. Es el más célebre de los tres debido a su temática amorosa y a su estética orientalista, y en muchas ocasiones ha sido recogido de forma aislada –sin los dos sonetos precendentes– en antologías dedicadas a Hérédia o a la poesía parnasiana. Por otro lado, el título –Antoine et Cléopâtre– es el más explíci- to de los tres, y el que mejor refleja la interacción entre ambos. Tras el paréntesis introducido por el tema bélico del segundo soneto, el tercer componente del tríptico devuelve al lector al Egipto voluptuoso de la imaginación orientalista, y lo hace mediante la descripción de una escena amorosa entre Marco Antonio y Cleopatra que presagia la derrota en la batalla de Accio y la deserción de Cleopatra y sus naves485. 481 H. P. Lippincott, op. cit., p. 73. 482 Ante la imagen de un cuerpo erizado por las flechas, la imagen que viene a la mente del lector es la iconografía correspondiente al martirio de San Sebastián, desnudo y acribillado por flechas. Más allá de la existencia de una correspondencia clara entre ambas imágenes, no podemos evitar mencionar esta coinci- dencia entre una de las imágenes más claras de la belleza masculina y el homoerotismo, la de San Sebastián, y esta representación de Marco Antonio, que carece de referentes pictóricos reconocibles y al mismo tiempo constituye una manifestación de virilidad, fuerza y belleza trágica. 483 «Des mots font voir une couleur éclatante le rouge simple d’abord puis vermeil: un rouge un peu plus foncé que l’incarnat qui évoque une sorte d’éclat» (Renée de Thiès, op. cit, p. 131). 484 Como indica Yann Mortelette, el poema se enmarca en una sección de Les Trophées dedicada a «évocatios historiques sur un ton épique». (yann Mortelette, Histoire du Parnasse, París, Fayard, 2005, p. 368). 485 La cita que precede al soneto en las primeras ediciones (Le Monde poétique, 10 de diciembre de 1884, p. 305 y Le Figaro, supplément littéraire, 5 de mayo de 1888, p. 1) corresponde nuevamente a Shakespeare: «Nous avons perdu en baisers des royaumes et des provinces». Resulta llamativo que, en la publicación del soneto que apareció en la Revue de Paris et de Saint-Pétersbourg (15 de julio de 1888, p. 141), el título del soneto era Le Nil, menos explícito que el elegido finalmente por Hérédia en la versión definitiva que incluyó en Les Trophées. Tal y como ha observado Alexander Fischler (op. cit., p. 283), «the symbol of the restless river with its inalterable course dominates the entire sequence». 359 ANTOINE ET CLÉOpATRE Tous deux ils regardaient, de la haute terrasse, L’Égypte s’endormir sous un ciel étouffant Et le Fleuve, à travers le Delta noir qu’il fend, Vers Bubaste ou Saïs rouler son onde grasse. Et le Romain sentait sous la lourde cuirasse, Soldat captif berçant le sommeil d’un enfant, Ployer et défaillir sur son cœur triomphant Le corps voluptueux que son étreinte embrasse. Tournant sa tête pâle entre ses cheveux bruns Vers celui qu’enivraient d’invincibles parfums, Elle tendit sa bouche et ses prunelles claires ; Et sur elle courbé, l’ardent Imperator Vit dans ses larges yeux étoilés de points d’or Toute une mer immense où fuyaient des galères.486 El primer cuarteto emplaza la escena en el palacio de Alejandría, descrito únicamente como «haute terrasse». La vaguedad del término se inscribe en la sensibilidad orientalista de un poeta que «parle des civilisations disparues et des contrées lointaines»487. Además de indicar la altura del palacio, la terraza tiene también valor metafórico: dos de las personas más pode- rosas de su tiempo contemplan juntos sus dominios bajo la luz del atardecer, en una posición entre la tierra y el cielo488. Sin embargo, la hermosa descripción de la tierra adormecida y el Nilo fluyendo por la llanura queda enturbiada por un elemento perturbador: el «cielo inquietante» que siembra la duda sobre el futuro de los personajes y anuncia oscuros presa- gios. En el segundo cuarteto, esa misma inquietud se traslada a la relación amorosa: Antonio estrecha el «cuerpo voluptuoso» de la reina de Egipto, pero lo hace como «soldado cautivo» que siente la carga de la «pesada coraza». El erotismo tiene una presencia constante en es- tos versos, pero se encuentra inmerso en una atmósfera opresiva que se acentúa en los dos tercetos. En el primero de ellos encontramos una descripción física de Cleopatra: tez pálida, cabellos oscuros y ojos claros. Su palidez refuerza la fragilidad de una mujer que se presenta como sometida al deseo de Antonio, pero que también desprende «invencibles perfumes» 486 Antonio y Cleopatra: «Los dos miraban, desde la alta terraza, / cómo Egipto se adormecía bajo un cielo asfixiante, / y el Río, a través del Delta que surca, / hacia Bubaste o Saïs rodar su onda pastosa. // Y el romano sentía bajo la pesada coraza, / soldado cautivo que acuna el sueño de un niño. / ceder y desfallecer sobre su corazón triunfante / el cuerpo voluptuoso que su abrazo estrecha. // volviendo su cabeza pálida entre cabellos morenos / hacia aquél a quien embriagan invisibles perfumes, / ella tendió su boca y sus pupilas claras; // y sobre ella inclinado, el ardiente Imperator / vio en sus grandes ojos constelados de puntos dorados / todo un mar inmenso en el que huían las galeras». 487 Renée de Thiès, Des Poètes Parnassiens. Entretiens. París, Jean Grassin Éditeur, 1995, p. 113. 488 «The terrace […] is nonetheless the conventional interlude stage which allows an action to be per- formed between heaven and earth» (Alexander Fischler, op. cit., p. 281) 360 que embriagan al romano489. Es sometido a la fascinación como Antonio se inclina sobre ella, y ve en sus ojos el fatal desenlace de la batalla de Accio. En esta ocasión Hérédia ni siquiera menciona el hecho histórico, puesto que la anécdota –la retirada imprevista de las galeras de Cleopatra en plena batalla, dejando a Antonio a merced de las tropas de Cayo Julio César octaviano– era sobradamente conocida para el público de la época, tanto a través de los tex- tos históricos como de la obra dramática de Shakespeare o también de los numerosos relatos novelados que aparecían en la prensa en forma de folletín, como el célebre relato de Henri Blaze de Bury que apareció en 1872 en la Revue des Deux Mondes. La sutil condensación histórica del último verso convive con una bellísima imagen: el pre- sagio se refleja en los ojos claros de una Cleopatra entregada a la sensualidad, en los que se reflejan las estrellas como puntos dorados que añaden un matiz de suntuosidad a una esce- na ya de por sí repleta de erotismo orientalista. De este modo concluye el soneto con una nota de oscuridad que anticipa el funesto futuro de sus protagonistas. Aunque esa dualidad se encontraba también presente en los sonetos precedentes, es en Antoine et Cléopâtre donde encontramos un admirable contrapunto entre la sensualidad y la fatalidad, entre el triunfo y la derrota, el amor y la muerte. Casi cada verso refleja esta duplicidad, distribuida equilibra- damente a lo largo de todo el soneto para resolverse en la nota fúnebre que enuncia el último verso y que cierra, en clave trágica, este tríptico poético cuyas peculiaridades estructurales merecen asimismo una nota aclaratoria. A la hora de reflejar esta tempestuosa relación amorosa y literaria, Hérédia apuesta por la forma poética del tríptico, donde los sonetos no se encuentran aislados y mantienen rela- ciones semánticas y referenciales entre sí. En este caso, a la hora de retratar la tormentosa relación entre Cleopatra y Marco Antonio, Hérédia ha seguido un orden determinado. Los dos primeros sonetos están dedicados a glosar el esplendor de ambos personajes: el lujo y la sensualidad de Cleopatra en su embarcación en el primero, y el ardor guerrero y la valentía bélica de Marco Antonio en el segundo. El tercer soneto funciona a modo de síntesis, ya que es el único en el que vemos a ambos personajes juntos, interactuando. Para ello, conviene prestar atención a un aspecto estructural muy interesante: en los poemas, el esquema de razonamiento es siempre el mismo: el último terceto cambia radicalmente el sentido del poema y alude a lo imprevisible de los hechos. En el primero, el esplendor de la barca de Cleopatra se encuentra oscurecido por la presencia alegórica de la muerte. En el segundo, la crueldad de la derrota en la batalla contra los partos se ve contrarrestada por la majestuosidad heroica de Marco Antonio; y en el tercero, un encuentro amoroso entre los 489 La referencia a los perfumes embriagadores de la femme fatale es uno de los tópicos orientalistas más frecuente en los textos que estamos estudiando a lo largo de esta tesis doctoral. Como muestra de su persistencia, remitimos a su presencia en À rebours de Huysmans y en los textos literarios surgidos a partir de las obras pictóricas de Gustave Moreau. 361 dos amantes se convierte en un presagio de la huida de Cleopatra en la batalla de Accio y la traición definitiva. A pesar de su aparente impasibilidad, los tres sonetos despliegan las habi- lidades narrativas y de síntesis de un poeta de depuradísima capacidad formal y expresiva490. Como podemos ver, en los tres casos la imagen de Marco Antonio queda siempre reforzada, siempre vinculada al heroísmo pero también a la fatalidad que lo convierte en víctima de Cleopatra. De Cleopatra, sin embargo, se resalta su crueldad, que planea sigilosamente sobre los encantos de su belleza. 4.2.2. unA «musA deL táLAmo» de ángeL FALcó A juzgar por el retrato que de él hace un crítico reciente –«otro hirsuto anarquista que hacía versos»491–, el poeta uruguayo Ángel Falcó (1885-1971) podría no encajar, a primera vista, en la categoría de autores obsesionados con la remota y lujuriante figura de Cleopatra. Sin embargo, la obra de este poeta perteneciente a los círculos literarios del Montevideo492 y conocido especialmente por su vertiente más social y política presenta una multitud de ma- tices donde caben influencias románticas –Victor Hugo, principalmente– y una abundante producción lírica que podemos enmarcar, al menos parcialmente, en la senda estilística del Modernismo uruguayo493. Nos ocuparemos aquí de un soneto titulado Cleopatra y que apare- ció por primera vez en junio de 1907, en el segundo y último número de la revista La Nueva Atlántida, editada por el célebre poeta también uruguayo Julio Herrera y Reissig. Cabe desta- car la importancia que tiene ubicar el poema en una empresa editorial que «es representativa de las corrientes estéticas del día: un romanticismo que perdura y un modernismo suntuoso, de tema helénico y exótico, que puede relacionarse con el parnasianismo494». Posteriormente fue recogido en su poemario Vida que canta495, dentro de un bloque significativamente llamado «Las musas del tálamo». Una de esas musas, por descontado, es Cleopatra, a quien Falcó evoca con los siguientes versos: 490 «In general terms, the challenge taken on by a poet like Heredia consists in capturing on a very small canvas, the sonnet, a very large subject, more often than not, at the very point where it would grow even further» (Alexander Fischler, op. cit., p. 277). 491 Aldo Mazzucchelli, La mejor de las fieras humanas. Vida de Julio Herrera y Reissig. Montevideo, Ediciones Santillana, 2011, p. 12. 492 Un interesante estudio acerca de las condiciones políticas y sociales en que floreció el Modernismo uruguayo puede encontrarse en el artículo «El Modernismo en el Uruguay», de Ildefonso Pereda valdés (Revis- ta de Letras, v. 11, 1960, pp. 204-214). 493 A día de hoy la obra de Ángel falcó permanece en un silencio crítico y editorial casi completo para el lector contemporáneo. Las únicas referencias a su obra las encontramos referidas a su vertiente de poeta social, con especial protagonismo para el poemario Cantos rojos (Montevideo, 1907), frecuentemente citado en estudios sobre la lírica social de principios del siglo XX en Uruguay. Sin embargo, la ausencia de artículos específicos y, por supuesto, de monografías dedicadas a la obra literaria de Falcó hacen que su obra de signo modernista o simbolista haya pasado desapercibida para los especialistas. 494 Allen W. Phillips, «Una revista de Herrera y Reissig», Revista Iberoamericana vol. XIX, Nº 37, Octubre de 1953, p. 160 (Art. en 153-165) 495 Ángel falcó, Vida que Canta, Montevideo, Bertani Editor, 1908, p. 32. 362 De una trágica forma perversa es la Sultana; Matan sus besos como la herida del áspid. Tiene a reyes por siervos; la dicen Soberana Cien monarcas vencidos en la amorosa lid. Tendida en su trirreme que oro y seda engalana, Boga al son de las flautas, y el romano adalid, Ya no tiene fierezas al hechizo que emana De sus brunos encantos que le imploran ¡venid! ¡Nunca tal vencimiento ! Con no vistos asombros La Púrpura el Triunviro descuelga de sus hombros y á los pies de la Egipcia mudo la va á extender. Y aquella noche en Tharsus fué la imperial ofrenda De Antonio, que al dormirse de Cleopatra en la tienda, Pudo abrazar un mundo y abrazó á una mujer Aunque se suele citar a Victor Hugo como la principal influencia literaria de Falcó, la huella que se percibe claramente en este soneto alejandrino es la de José-María de Hérédia. Con- cretamente, la del soneto Le Cydnus, que narra el encuentro de Cleopatra y Marco Antonio en Tarso, y que hemos analizado previamente. Ciertos paralelismos y calcos refuerzan esta idea. Tal es el caso del «trirreme» (v. 5), evidente referencia al término «trirème» (v. 2) empleado por Hérédia para definir la embarcación de la reina, y que es un galicismo que sustituye al término correcto en español («trirremo»). También adopta Falcó el adjetivo «brune» / «bruna» para aludir al cabello moreno de Cleo- patra. Los «sons de flûte» (v. 4) del poeta cubano francés se transforman en Falcó en «al son de las flautas» (v. 6), y el instante en que la Cleopatra de Hérédia, en la proa de su embarca- ción, abre los brazos en un gesto de llamada hacia Marco Antonio, se transforma en Ángel Falcó en la acción «de sus brunos encantos que le imploran ¡venid!» (v. 8). Si Hérédia habla- ba de Antonio como de «guerrier désarmé», una idéntica idea aparece en la exclamación «¡Nunca tal vencimiento!», surgida de la pluma del uruguayo. Por supuesto, no todo son coincidencias. Si el poema de Hérédia mantenía una cierta dis- tancia y un equilibrio expresivo en el que los elementos más emocionales –el funesto destino de los amantes– quedaban asociados a elegantes e impasibles símbolos –las personificaciones del Deseo y la Muerte–, Ángel Falcó adopta un lenguaje sentimental y tardorromántico. De este modo, define la personalidad de Cleopatra como de una «trágica forma perversa» y acentúa sus evidentes rasgos de fatalidad. Son abundantes las referencias al alcance de su seducción: «Tiene a reyes por siervos; la dicen Soberana / cien monarcas vencidos en la amorosa lid». Por otro lado, no carece de ciertos poderes sobrenaturales. El poeta habla del «hechizo que emana» y, cuando recrea el momento en que Antonio, en un gesto galante, extiende su capa de púrpura a sus pies, los términos que emplea para designar a los dos pro- 363 tagonistas –«Triunviro» para él, y «la Egipcia» para ella–, refuerzan la idea de un titán, un hombre poderoso, sometido a los encantos de una mujer. Por otro lado, no carece el poema de notas orientalistas de tipo suntuoso. Si el trirremo de Hérédia era de plata, el de Falcó está engalanado de oro y seda. Por otro lado, resulta enor- memente llamativa la elección del término «Sultana» para definir a Cleopatra. Mediante el título correspondiente a las esposas de los monarcas islámicos posteriores al siglo X, Falcó incurre en un anacronismo que, sin embargo, tiene ricas implicaciones, ya que remite al imaginario Orientalista romántico, donde la figura de la sultana confinada en un harén de infinitas voluptuosidades había protagonizado las fantasías plásticas y eróticas de toda una generación de escritores y artistas. Por otro lado, el poema de Falcó es un buen ejemplo del alcance de la poesía parnasiana en los círculos literarios latinoamericanos de entresiglos. El soneto alejandrino, forma poética predilecta de Hérédia y sus seguidores, se convierte en el vehículo para un lenguaje poético refinado que presenta rasgos como la anteposición del verbo al sujeto en el primer cuarteto, o el uso del hipérbaton, que alcanza ejemplos tan sofisticados y barrocos como el último ter- ceto: «Y aquella noche en Tharsus fue la imperial ofrenda / de Antonio, que al dormirse de Cleopatra en la tienda, / pudo abrazar un mundo y abrazó a una mujer». También en su conclusión el poema de Falcó carece de la ambigüedad simbólica de Hérédia. Sin embargo, la contraposición entre el poder político y la satisfacción erótica sí supone una excelente ilustración del modo en que Falcó y otros autores de su generación entendían esta figura histórica: como una temible seductora que truncó las ambiciones políticas de uno de los hombres más poderosos de la tierra, y que con sus abrazos le hizo perder la mitad del mundo, tal y como recuerdan las palabras del Enobarbo shakesperiano tras la derrota de Accio: The itch of his affection should not then Have nick’d his captainship; at such a point, When half to half the world opposed, he being The meered question: ‘twas a shame no less Than was his loss, to course your flying flags, And leave his navy gazing.496 Que el poema se encuentre dentro de una sección titulada «Las musas del tálamo» llama la atención acerca del modo en que Falcó entiende a Cleopatra: como una mujer peligrosa, 496 Antonio y Cleopatra, Acto III, Escena XII: «El prurito de su amor no debió entonces profanar su repu- tación de capitán, en parecido momento, cuando la mitad del mundo estaba empeñada con la otra mitad, la sola cuestión para él era vencer, y fue una vergüenza igual a la de su derrota correr detrás de vuestra bandera fugitiva y abandonar su flota, mirándola con estupefacción». 364 pero también como una figura llena de atracción erótica capaz de volver la mirada de un poeta social como él hacia las lejanas e imprecisas regiones del Antiguo Egipto. 365 366 figura 83. Wilhelm Kotarbinski, Ibis (c. 1900) 367 4 . 3 . CLEOPATRA COMO ENvENENADORA La imagen de una Cleopatra cruel, invadida por el ennui y que sólo encuentra distracción en la práctica de perversos crímenes adquiere dimensiones verdaderamente temibles en una de las anécdotas más populares entre el público decimonónico. Nos referimos a la historia de la copa de vino intoxicada por pétalos de flor envenenada. La anécdota se encuentra en Plinio el Viejo y tuvo una fuerte presencia en la literatura y la pintura de la época. Et apud Graecos quidem de coronis privatim scripserunt Mnesitheus atque Callimachus medici, quae nocerent capiti, quoniam et in hoc est aliqua valitudinis portio, in potu atque hilaritate praecipue odorum vi subrepente fallaciter. scelerata Cleopatrae sollertia. namque in apparatu belli Actiaci gratificationem ipsius reginae Antonio timente nec nisi praegustatos cibos sumente fertur pavore eius lusisse extremis coronae floribus veneno inlitis capiti inposita; mox procedente hilaritate invitavit Antonium, ut coronas biberent. quis ita timeret insidias? ergo concerptam in scyphum incipienti haurire opposita manu: en ego sum, inquit illa, Marce Antoni, quam tu nova praegustantium diligentia caves; adeo mihi, si possim sine te vivere, occasio aut ratio deest! induc- tam custodiam bibere iussit ilico expirantem.497 No resulta extraño que este gesto de crueldad y de poder narrado por Plinio el Viejo quedase incorporada por derecho a la iconografía romántica. Artistas plásticos y escritores recrearon numerosas variaciones sobre esta anécdota que también pasó, como veremos, a la literatura 497 C. Plinius Secondus, Naturalis Historia, Vol. III, Stuttgart, B. G. Teubner, 1967, Libro XXI, 9, p. 384. Tradu- cimos: «en la época de los preparativos para la batalla de Accio, Antonio desconfiaba de la reina hasta el punto de negarse a cualquiera de sus atenciones, y ni siquiera se atrevía a tocar su comida a menos que otra persona la hubiese probado antes. Ante esta situación, se dice que la reina quiso divertirse a costa de los temores de Antonio, e impregnó con veneno las flores de una corona que empleó para adornarse la cabeza. Después de un tiempo en que la hilaridad aumentó la distensión, retó a Antonio a beber los pétalos, mezclados con su bebida. ¿Quién, en estas circunstancias, habría detectado el engaño? Para ello, los pétalos fueron arrancados de la corona y puestos en la copa. En el momento exacto en que Antonio iba a dar el primer sorbo, ella le sujetó el brazo. «Mira, Marco Antonio», le dijo, «a la mujer contra la que tomas tantas precauciones a través de tus catadores. ¿Habría, si yo pudiera vivir sin ti, algo que me impidiera cumplir mis propósitos?» Diciendo esto, ordenó que trajeran a un preso de su celda, y le hizo beber la copa: lo hizo, y cayó muerto al instante». 368 española e hispanoamericana. Manuel Machado y el hondureño Froylán Turcios convirtie- ron esta anécdota en el tema principal de un poema y un breve relato respectivamente, que no sólo reflejan la presencia del texto clásico, sino también la de la pintura de la época. 4.3.1. cLeopAtrA en LA pinturA AcAdemicistA En 1837, el pintor academicista francés Jean Gigoux presentó en el Salón parisino un enor- me lienzo de más de seis metros de largo y hoy tristemente deteriorado, titulado Antoine et Cléopâtre après la bataille d’Actium (Fig. 84). En un espacio palaciego de grandes dimensiones, enormes columnas custodian el diván desde el que Cleopatra y Marco Antonio, ubicados en el centro de la imagen, contemplan impasibles una violenta escena. Ante ellos, sometida también a la mirada de los miembros de la corte egipcia, una mujer desnuda se retuerce a punto de caer sobre el cadáver de un hombre que yace junto a ella. Presumiblemente ambos han probado uno de los sofisticados venenos de la reina, y ahora agonizan convertidos en mero espectáculo. El tono oscuro de su piel contrasta con la palidez europea de Cleopatra, que aparece vestida al modo clásico y recostada en Marco Antonio, que ni siquiera presta atención a la terrible escena que se desarrolla ante su mirada, y parece mirar a lo lejos. ¿Pudo esta pintura haber inspirado a Théophile Gautier a la hora de escribir el desenlace de Une nuit de Cléopâtre? Así lo cree William H. Peck, que afirma que Gautier frecuentaba el estudio de Gigoux y que bien pudo ver alguno de los estudios preparatorios que el pintor académico Figura 84. Jean Gigoux, Antoine et Cléopâtre après la bataille d’Actium (1837) 369 ya había realizado en la época en que Gautier ultimaba su nouvelle498. Más célebre, sin embargo, sería el tratamiento de un tema similar, medio siglo después, por parte del también academicista Alexandre Cabanel. En 1887 el ya anciano Cabanel presen- tó en público la que sería su gran obra de senectud, Cléopâtre essayant des poisons sur des condamnés à mort (Fig. 82). En este caso, el título es suficientemente explícito acerca del tema de la obra, que respira el orientalismo refinado y colorista de Gérôme o Sir Lawrence Alma Tadema. En un palacio adornado con coloridos jeroglíficos y suntuosas columnas se desarrolla una es- cena en dos planos. En el fondo, sobre la columnata, dos soldados semidesnudos llevan lo que parece ser el cadáver de un hombre a rastras. A su izquierda, algo más próximo, un hombre de piel oscura se sujeta el costado con ambas manos con gesto de dolor. De pie a su lado, una mujer le observa con curiosidad y sujeta en su mano izquierda un frasco, presumiblemente el que contiene el veneno que causa el sufrimiento del hombre. En primer plano, Cleopatra observa la escena con impasibilidad recostada en un lujoso di- ván. A su lado, una esclava con el torso desnudo parece comentar divertida la escena mien- tras abanica a la reina. Cleopatra luce un colorido atuendo que deja sus senos al descubierto. El tejido, que transparenta las delicadas formas de su cuerpo, muestra una abundancia de coloridos jeroglíficos y motivos iconográficos asociados al arte egipcio. Calza sandalias y su cabeza está coronada por un tocado sagrado que representa la forma de un ave (néret), y del que cae un velo negro que cubre su brazo izquierdo y añade un toque fúnebre al colorido de su túnica. En la mano derecha sostiene con desgana dos flores, una de tono rosado y otra azulada. Imperturbable, con la mirada oculta a los ojos del espectador, Cleopatra exhibe nuevamente una blancura que contrasta con la tez morena de sus esclavos y de los condena- dos a muerte. Sin embargo, hay algo de temible en su aspecto: se encuentra tendida sobre una piel de león cuya cabeza es perfectamente reconocible y, a sus pies, un pequeño leopardo hace las veces de animal de compañía. La escena respira una atmósfera de irrealidad y magnificencia, como si la mirada de Cleopatra fuera capaz de amansar a las bestias, una capacidad tradicionalmente atribuida a magas, bru- jas y hechiceras.499 También parece capaz de volver aceptables sus caprichosos crímenes. Nos encontramos ante una Cleopatra inaprensible, cuyos rasgos difusos bien podrían recordar a los imaginados por Gustave Moreau: los rasgos de la esfinge. Todo en la imagen es suntuoso: desde la frondosa vegetación que asoma por detrás del trono de Cleopatra hasta la piedra rojiza en cuyo pedestal se encuentra el diván de la reina. Todo remite a un esplendor ultraterreno, y se encuentra ejecutado con con tal equilibrio lumínico, que quedan claras las razones por las que muchos consideraron que, con esta obra, Cabanel había llegado a la cima de su carrera. 498 William H. Peck, «Cléopatre, la reine tuéuse», en Cléopâtre dans le miroir de l’art occidental, p. 247. 499 Pilar Pedraza, Brujas, sapos y aquelarres, Madrid, valdemar, 2014, p. 42. 370 4.3.2. mAnueL mAcHAdo, en Los Acentos de cLeopAtrA encAntAdo Alma (1902), el primer poemario de Manuel Machado, es también uno de los libros que, en suelo español, mejor demuestran la presencia de la poesía Simbolista y Parnasiana originada en Francia durante las últimas décadas del siglo XIX500. Se trata de un libro donde asoman sólo parcialmente los acentos populares y casticistas que caracterizarían la obra posterior de Manuel Machado, y que sin embargo ostenta la influencia decisiva de autores como Verlaine y Hérédia501. Alma incluye una amplia variedad de registros temáticos y formales, y entre ellos el rastro de los autores del Parnasse Contemporain es uno de los más inmediatamente identifi- cables: De los parnasianos heredó Machado el gusto por los temas de la realidad externa, sobre todo por los situados en la lejanía tanto espacial como temporal, el deseo de objetividad o impassibilité, el predominio de la percepción sensorial, el afán de precisión y de rareza en el vocabulario, la estructuración cerrada de la estrofa y el verso y la afición a la consonancia difícil (que a menudo cae sobre nombres propios).502 Precisamente ahora vamos a centrar nuestra atención en el que es, en opinión de Miguel d’Ors, uno de sus poemas más parnasianos503. Se trata de un soneto alejandrino titulado «Oriente» que recrea de forma inequívoca el episodio popularizado por el relato pliniano504. ORIENTE Antonio, en los acentos de Cleopatra encantado, la copa de oro olvida que está de néctar llena. Y, creyente en los sueños que evoca la sirena, toda en los ojos tiene su alma de soldado. La reina, hoja tras hoja, deshojando sus flores, en la copa de Antonio las deja dulcemente... 500 Manuel Machado, Alma, Madrid, Imprenta de Antonio Marzo, 1902. Para nuestra investigación hemos empleado la brillante edición crítica preparada por Rafael Alarcón Sierra: Manuel Machado, Alma. Caprichos. El mal poema, Madrid, Castalia, 2000. 501 «La escritura y publicación de Alma en el año clave de 1902, supuso, por parte de Machado, una ten- tativa consciente de renovación de las convenciones poéticas vigentes en la España de la época, mediante un proceso de búsqueda, tanteo e inserción de su lírica en una nueva identidad cultural, a través de la absorción de modelos europeos contemporáneos, predominantemente franceses; en particular, del canon ideal simbo- lista –en realidad, parnasiano-simbolista– presente en toda la literatura del momento». (Rafael Alarcón Sierra, «Introducción» a Manuel Machado, Alma. Caprichos. El mal poema, Madrid, Castalia, 2000, p. 72) 502 Miguel D’Ors, «Reivindicación de Manuel Machado», en Estudios sobre Manuel Machado, Sevilla, Rena- cimiento, 2000, p. 27. 503 Miguel d’Ors, op. cit., p. 27. 504 Resulta ineludible remitir al comentario que Rafael Alarcón Sierra dedica a este poema en Entre el mo- dernismo y la modernidad: la poesía de Manuel Machado (Alma y Caprichos), Sevilla, Diputación de Sevilla, 1999, pp. 242-247. En él, el especialista más autorizado en la obra de Manuel Machado sopesa las distintas filiaciones estilísticas del poema y demuestra que la influencia del soneto de José María de Heredia que hemos analizado no es tan clara en el soneto machadiano como otros elementos posiblemente más cercanos. 371 y prosigue su cuento de batallas y amores, aprendido en las magas tradiciones de oriente... Detiénese... y Antonio ve su copa olvidada... Mas pone ella la mano sobre el borde de oro, y, sonriendo, lenta hacia sí la retira... Después, siempre a los ojos del guerrero asomada, sella sus gruesos labios con un beso sonoro... Y da la copa a un siervo, que la bebe y expira… Desde el punto de vista formal, el verso alejandrino y la forma del soneto nos ubican ante un texto estático en el que los gestos descritos con precisión muestran una considerable «maes- tría en el arte de la sugerencia505». oriente forma parte de una «serie de visiones pictóricas o históricas de forma equívocamente más próxima a los recursos de un ideal artístico parnasiano, formalmente objetivo, descriptivo, preciso, ornamental e impasible»506. Como señalaba Miguel d’Ors, no son las palabras de Cleopatra –vanas narraciones «de batallas y amores»– lo que embruja a Marco Antonio, sino «sus acentos». Unido a la des- cripción de la reina como «sirena», nos encontramos ante un canto hechizador, un sonido que elimina la capacidad de juicio del Triunviro y elimina la actitud vigilante habitual en su «alma de soldado». La sirena no es la única imagen legendaria que aflora a la hora de describir el poder de Cleopatra. También la alusión a «las magas tradiciones de oriente» donde la reina ha aprendido su relato evoca en el lector referencias a remotas artes mágicas que, curiosamente, parecen referirse siempre al plano de lo erótico, en un reduccionismo en- marcado en la práctica del orientalismo tal y como lo concibió y criticó Edward Said. «The ancient wisdom of Egypt and the scholarship of Hellenistic Alexandria is converted into aphrodisiac recipes and meretricious expertise507», afirma otra estudiosa del tema al referirse a esta personalidad hechicera que presentan las recreaciones literarias de Cleopatra, una mujer que fue, paradójicamente, y según los documentos históricos que han llegado hasta el presente, una de las mujeres más cultas de su tiempo. La imagen del hechizo, en cualquier caso, se encuentra presente a lo largo de todo el poema. Incluso cuando detiene el brazo de Marco Antonio, lo hace «siempre a los ojos del guerrero asomada», como en un intento de prolongar su encantamiento. Por otro lado, el empleo de palabras como «guerrero» o «soldado» para referirse a Marco Antonio profundiza aún más el contraste entre la ferocidad del militar y su sometimiento al encanto femenino de Cleopatra, en lo que resulta ser un ejemplo perfecto de la relación arquetípica entre la femme fatale y su amante. 505 Rafael Alarcón Sierra, op. cit., p. 246. 506 Rafael Alarcón Sierra, «Introducción», p. 74. 507 Lucy Hughes-Hallett, op. cit., p. 217. 372 Si la isotopía del hechizo tiene un innegable protagonismo en el poema, resulta asimismo in- teresante prestar atención a los elementos eróticos o sensuales que lo impregnan. Encontra- mos la imagen de Cleopatra deshojando la flor «dulcemente»508, en un gesto de enamorada que finalmente se revela fatal. Llena de evocaciones eróticas está también la expresión «sella sus gruesos labios con un beso sonoro». Resulta llamativo que la única mención fisonómica relacionada con la sensualidad –los «gruesos labios» de Marco Antonio, signo inequívoco de voluptuosidad– se refiera al soldado y no a Cleopatra, de la que el poema no ofrece ninguna descripción física concreta. «Oriente» refleja un mundo remoto y desaparecido, donde las pinceladas de suntuosidad se combinan con un delicado empleo del hipérbaton casi gongorino –«la copa de oro olvida que está de néctar llena»– y con elementos plenamente románticos –los puntos suspensivos como expresión de vaguedad– cuyo resultado final es una escena narrada de manera fragmentaria y silenciosa «como una película muda509». Nuevamente, además, el soneto aparece como la forma idónea para la traducción de una imagen, aunque las referencias plásticas –por ejemplo, a la célebre pintura de Cabanel– no se encuentran explicitadas de manera expresa. Sin embargo, yacen en el trasfondo de un poema cuyo receptor ideal está suficientemente familiarizado con el mundo visual que evocan los poe- mas, y cuyo tono refleja la fuerte influencia de la poesía francesa de las décadas anteriores en el primer poemario de un escritor todavía joven. En la España de 1901 –la misma que vio la publicación del gran poemario parnasiano español, Joyeles Bizantinos de Antonio de Zayas–, la figura de Cleopatra todavía no había sido trivializada por la abundancia de obras literarias y plásticas que sí se habían generado ya en otras tradiciones literarias. Por ello, todo en este poe- ma es solemne y medido, y refleja el excelente magisterio que las lecturas de Verlaine, Banville, Hérédia, Lecomte de Lisle o Darío510 habían tenido en el joven Manuel Machado, que por ésta y otras creaciones fue incluso denominado como «el Verlaine español511». 4.3.3. tarde antigua, de FroiLán turcios La obra narrativa del escritor hondureño Froylán Turcios (1874-1943) supone un caso excep- cional dentro de la literatura latinoamericana contemporánea. Todavía hoy escasamente co- 508 Miguel d’Ors ha llamado la atención acerca del empleo magistral de este adverbio, que resulta ser «la expresión perfecta de la hipocresía de la reina» (op. cit., p. 28). El análisis de Rafael Alarcón Sierra profundiza con mayor amplitud en el empleo de los recursos formales del poema, su estructura rítmica y el empleo del hipérbaton o los puntos suspensivos con intención expresiva. (Entre el modernismo y la modernidad: la poesía de Manuel Machado (Alma y Caprichos), Sevilla, Diputación de Sevilla, 1999, pp. 246-247). 509 Miguel d’Ors, op. cit. p. 28. 510 La influencia de la poética dariana en esta composición ha sido desentrañada por Rafael Alarcón Sie- rra en «De roca y flor de lis: Rubén Darío y Manuel Machado», Cuadernos del CILHA, vol. 10, Nº. 11, 2009, pp. 1-23., especialmente en pp. 12-13. 511 José Cenizo Jiménez, «Alma, Manuel Machado y el Modernismo» en Cauce, Nº 26, 2003, p. 52. (artí- culo pp. 47-65). 373 nocida y estudiada, revela una original interpretación del Modernismo, e incluye obras como El Vampiro (1910, su novela más conocida) o varios libros de cuentos cuyos títulos revelan la influencia de las corrientes estéticas finiseculares: Hojas de otoño (1905), Floresta Sonora (1915) o, el que ahora nos ocupa, Cuentos del amor y de la muerte (1930). Turcios fue «un cuentista de la es- tética imperante en su tiempo512», y entre las corrientes artísticas de inicios del siglo XX cabe destacar la enorme influencia que tuvo sobre él la narrativa de Gabriele d’Annunzio, cuyo rastro es perceptible en la relevancia que adquieren en sus textos el erotismo, la decadencia y también una perversidad muy finisecular. En sus cuentos, la femme fatale ostenta diversas personalidades y se encarna en personajes an- tiguos y contemporáneos, abiertamente crueles o sutilmente perversos. La mujer, provista siempre de atributos sexuales -casi nunca espirituales–, suele presentarse como ese objeto de perdición y de muerte en el que los hombres fijan sus ojos y por el cual sucumben.513 Entre los arquetipos clásicos (Salomé, Belkiss…), Turcios también incluyó a Cleopatra, pro- tagonista de un brevísimo relato titulado Tarde antigua que fue recogido en Cuentos del amor y de la muerte (1929), pero que ya había sido publicado casi una década antes en las páginas de la revista Athenea514. La fuente más inmediata para el relato parece ser la narración procedente de la Historia Na- turalis de Plinio, tal y como anuncia la frase que da comienzo al cuento: «Fue –según Plinio– en un país mágico, en una tarde antigua». ya desde el inicio se ubica al lector ante un relato Orientalista que cumple los dos requisitos enunciados por Théophile Gautier: lejanía en el espacio y lejanía en el tiempo. A continuación aparecen ya «los reales amantes, Cleopatra y Marco Antonio», «bajo un dosel de púrpura». Lo suntuoso constituye uno de los ejes isotó- picos esenciales de la narración, siempre vinculado a materiales preciosos. Encontramos la púrpura de resonancias imperiales y eróticas, pero también «una mesa de mármol rosa» y una «copa plena de falerno, incrustada de rubíes y de perlas». El dosel púrpura, el mármol rosa y los rubíes podrían marcar la presencia de un eje cromático de tonos rosas o rojizos que se ve reforzado por la mención a los «labios rosados y frescos» de Cleopatra. ya en el tercer párrafo del relato asoma el engaño de Cleopatra: «Exornaba la deliciosa cabeza de la egipcia una corona de múltiples flores, cuyas hojas, envenenadas previamente, 512 Medardo Mejías, citado en Mario Argueta, Diccionario crítico de obras literarias hondureñas, volumen 1933. Tegucigalpa, Guaymuras, 1993, p. 55. 513 José Antonio Funes, «La mujer fatal en los cuentos del modernista hondureño Froylán Turcios». Ana- les de Literatura Hispanoamericana, 2010, vol. 39, 203-223 (cita en p. 222). 514 froilán Turcios, «Tarde antigua», Athenea, Revista quincenal. Tomo Iv, 4. Imprenta Nacional San josé – Costa Rica, 1920, p. 905. Posteriormente recogido en Cuentos del amor y de la muerte . París, Le Livre Libre, 1930. 374 resplandecían entre los cabellos». Por ello, al contrario de lo que sucedía en el soneto de Ma- nuel Machado, en el relato de Turcios la sombra de la maldad planea desde el inicio del mis- mo. De hecho, Cleopatra aparece constantemente retratada con palabras que subrayan su carácter de femme fatale. Turcios la define como «terrible dominadora de corazones» y como «sobrenatural criatura», lo que le añade ciertos matices diabólicos. También surgen en estas páginas referencias a dos criaturas mitológicas relacionadas con la fatalidad y la seducción. La primera es «legendaria sirena», que sugiere que Turcios muy probablemente conocía el soneto de Manuel Machado, ya que esta comparación no se encuentra presente en otras fuentes. Al igual que sucedía en el poema Oriente, la Cleopatra de Froylán Turcios parece hechizar a Marco Antonio con sus palabras: «el romano la miraba en silencio, embriagado de amor. Nada existía entonces para él sino el movimiento fugaz de aquellos labios rosados y frescos, que tantas veces impusieran su voluntad sobre el espíritu de varones ilustres». A con- tinuación, él está a punto de coger la copa envenenada, «pero ella desgranaba sus risas y sus palabras tan armoniosamente que el guerrero se olvidó de beber». Por último, antes del des- enlace tiene lugar la interrupción del encantamiento: « Y así que ella enmudeció y que pudo él librarse del voluptuoso encanto de su voz, quiso apagar su sed». Aquí el encanto aparece expresamente mencionado, y lo hace como una fuerza capaz de sojuzgar a todo un «guerre- ro», un «romano», un «héroe» –los términos con que Turcios define a Marco Antonio. Además de la sirena, encontramos una segunda figura mitológica que queda sugerida en la alusión a la «tenue sonrisa enigmática» de la reina. Si tenemos en cuenta que nos hallamos ante un texto de temática egipcia, la alusión al enigma remite inevitablemente a la imagen de la esfinge, símbolo de la cultura egipcia que se convirtió en moneda corriente entre los escri- tores del fin de siglo para definir ciertos aspectos enigmáticos de algunos personajes literarios femeninos515. Por otro lado, también es un motivo frecuente en la obra de Froylán Turcios, que lo empleó repetidamente en la caracterización de sus femmes fatales516. Parece razonable afirmar que, si bien Froylán Turcios empleó el texto original de Plinio, lo hizo a través del prisma que le proporcionaba el soneto alejandrino de Manuel Machado. La coincidencia de motivos temáticos –la sirena es el más poderoso–, pero también la abundan- cia de referencia a las flores –definidas como «fúnebres»– parece remitir a un poema, el de Machado, cuyo subtítulo era precisamente «Flores». Dos décadas después de la publicación de Alma y prácticamente un siglo después de la irrupción de Cleopatra en el imaginario romántico –en 1828 Pushkin escribió sus Noches Egipcias, que consagró la identificación de 515 El más conocido acaso sea «A Sphinx without a Secret», uno de los relatos que Oscar Wilde publicó en Lord Arthur Savile’s Crime and other Stories (1891), pero también está la de Hoyos y vinent, La zarpa de la esfinge. 516 José Antonio Funes ha identificado esta imagen en el poema La esfinge (Hojas de Otoño, 181-182) y en un relato del mismo libro dedicado a Salomé, donde menciona igualmente la sonrisa enigmática de la femme fatale. 375 Cleopatra con una temible asesina–, resulta cuanto menos significativo encontrar una re- creación de Cleopatra tan fuertemente influida por el Orientalismo y por el espíritu estético del Decadentismo. Por otro lado, su presencia en una obra tardía de Froylán Turcios indica la relevancia que este motivo, el de la femme fatale, tuvo en la obra de un autor que, si bien no ha sido aún convenientemente recuperado, sí ejemplifica el cosmopolitismo y las fuentes culturales del Modernismo en América Latina. 376 Figura 85. Mose Bianchi, Cleopatra (1865) 377 4 . 4 . CLEOPATRA EN EL LECHO: E L DESNUDO Y EL DESEO 4.4.1. LA cleopatra de sALvAdor díAz mirón La obra del mexicano Salvador Díaz Mirón representa sin duda una de las cumbres del Modernismo hispanoamericano. Reconocido como maestro estilístico nada menos que por Rubén Darío, Díaz Mirón fue autor de una extensa producción de poemas que gozaron de un inusitado éxito entre el público de la época, y que fueron publicados frecuentemente en la prensa de la época, así como traducidos a otros idiomas. Su único poemario, Lascas (1901), no incluye apenas material publicado anteriormente, lo que no impide que muchos de sus poemas más conocidos, no incorporados en este libro, siguiesen siendo enormemente popu- lares entre los lectores gracias a su inclusión habitual en antologías y publicaciones varias. Entre ellos, uno de los más representativos es el poema Cleopatra, que Salvador Díaz Mirón publicó por primera vez en 1880 y que posteriormente corrigió para una segunda publi- cación en prensa, en 1900517. El que fuera en palabras de su compatriota José Emilio Pa- checo «el más byroniano y victorhuguesco de nuestros últimos románticos518» y, para otros estudiosos, «epicentro de dos épocas: el romanticismo exaltado y el parnasianismo519» no se resistió a la atracción ejercida por la reina egipcia y compuso los siguientes versos que pro- cedemos a analizar a partir de la versión que su autor consideró como definitiva en 1900: 517 Las diferencias textuales entre ambas versiones, así como ciertas observaciones del propio Díaz Mirón sobre estas divergencias fueron estudiadas exhaustivamente en un artículo de obligada referencia: Ma- nuel Sol T., «Cleopatra de Díaz Mirón: historia de un texto», Texto Crítico, enero-diciembre 1989, nos. 40-41, p. 69-78. En este estudio, Manuel Sol lleva a cabo una minuciosa lectura de las variaciones textuales del poema, y demuestra que la reescritura de parte del poema tiene como objetivo respetar el distanciamiento caracterís- tico de la estética parnasiana, que en la primera redacción se veía alterado por la inclusión de una referencia, por ejemplo, a las «tibias carnes» (v. 25) de Cleopatra. A su vez, la edición revisada y definitiva del poema fue rescatada por Pedro Caffarel Peralta, Díaz Mirón en su Obra. México D. F., Porrúa, 1956. 169-170. 518 josé Emilio Pacheco, Antología del modernismo, 1884-1921, México D. F., Ediciones Era, 1999, p. 37. 519 Ramiro Lagos, «La expresión amotinada de la poesía mexicana» en Ensayos surgentes e insurgentes: intravisión literaria de temas hispánicos, Madrid, Verbum Editorial, 1999, p. 75. 378 La vi tendida de espaldas sobre púrpura revuelta. Estaba toda desnuda, aspirando humo de esencias en largo tubo escarchado de diamantes y de perlas. Sobre la siniestra mano apoyada la cabeza; y como un ojo de tigre, un ópalo daba en ella vislumbres de fuego y sangre el oro de su ancha trenza. Tenía un pie sobre el otro y los dos como azucenas, y cerca de los tobillos argollas de finas piedras, y en el vientre un denso triángulo de rubia y rizada seda. En un brazo se torcía como cinta de centella un áspid de filigrana salpicado de turquesas, con dos cartuchos por ojos y un dardo de oro por lengua. A menudo suspiraba; y sus altos pechos eran cual blanca leche, cuajada dentro de dos copas griegas, y en alabastro vertida sólida ya pero aún trémula. ¡oh! yo hubiera dado entonces todos mis lauros de Atenas por entrar en esa alcoba coronado de violetas, dejando ante los eunucos mis coturnos a la puerta. De nuevo nos encontramos ante una recreación donde Cleopatra aparece descontextualiza- da, aislada de los acontecimientos históricos –o legendarios– que protagonizó, y concebida como objeto de contemplación y de deseo. Afirma Manuel Sol que este poema «es, desde el principio al final, excepto la última estrofa, la descripción de un desnudo femenino como 379 se pueden encontrar en la obra de Ingres, Delacroix o Gericault520». Apunta el estudioso coincidencias con La maja desnuda de Goya, pero lo cierto es que la pose de Cleopatra es la de la pintura clásica, basada en la iconografía empleada habitualmente para representar a Ve- nus tal y como la imaginaron Tiziano, Giorgione o, ya de un modo más moderno. Édouard Manet (Olympia, 1863). La imagen contemplada no está desprovista de una serie de elementos suntuosos que pode- mos identificar como claramente orientalistas. En este eje isotópico conviven piedras pre- ciosas, tejidos y joyas: la púrpura del lecho, un ópalo prendido a su cabello, un lujoso –y anacrónico– narghilé ornado de diamantes y perlas, «argollas de finas piedras» en los tobillos y, especialmente, un llamativo brazalete: «como cinta de centella / un áspid de filigrana / salpicado de turquesas, / con dos cartuchos por ojos / y un dardo de oro por lengua». La minuciosa descripción de la joya responde al gusto por el refinamiento plástico de la estética parnasiana, pero también a motivos simbólicos claramente identificables –la presencia del áspid que le causará la muerte, y también la sierpe como emblema de la femme fatale. La suntuosidad parnasiana no se refiere únicamente a las joyas que luce Cleopatra; también a su propia fisonomía, que en una descripción donde podemos incluso identificar ecos pe- trarquistas compara sus cabellos con el oro –nuevamente una Cleopatra rubia, occidental– y la turgencia y blancura de sus senos con leche cuajada en copas griegas –para ensalzar su perfección formal– y vertida en alabastro –para elogiar su color blanco y su aspecto trans- lúcido, sobrenatural. Hay otra nota de suntuosidad en esta prosopografía, y se trata de un detalle que incrementa la evocación erótica suscitada por el poema. Se trata de ese «denso triángulo / de rubia y rizada seda», una referencia inequívoca al vello púbico de Cleopatra que, al emplear la seda como vehículo expresivo de la suavidad, introduce una dimensión táctil cuyo erotismo está fuera de toda duda. No se trata, sin embargo, de una descripción puramente gozosa o recreativa. La belleza de Cleopatra, en este poema, se encuentra enturbiada –o posiblemente incrementada– por el sensual abandono de la reina, entregada a los efluvios embriagadores del narghilé, lo que constituye un curioso anacronismo –el narghilé fue creado en el siglo XVI , más de 1500 años después de la muerte de Cleopatra–, pero también demuestra la popularidad de uno de los objetos más característicos en la literatura y la pintura orientalista del siglo XIX521. Tampoco está desprovista de ciertos toques de fatalidad: la mención a la «siniestra mano» –desconcertante en una mujer a la que describe como extraordinariamente bella–, los «vis- 520 Manuel Sol, op. cit., 75. 521 Lily Litvak menciona que la literatura orientalista refleja con frecuencia «fragancias que entorpecen la razón, adormecen y embotan los sentidos y trasladan al mundo de la ensoñación, como el eterno compañero de Oriente, el kif» (Lily Litvak, El jardín de Alah. Temas del exotismo musulmán en España. 1880-1913, Granada, Editorial Don Quijote, 1985, p. 76) 380 lumbres de fuego y sangre» que refleja el ópalo en su cabello o los suspiros de la reina –¿nos encontramos tal vez ante una Cleopatra invadida por el ennui?– introducen una serie de notas inquietantes que aluden a la crueldad de la reina, a su insatisfacción y a su perversidad. Ello no impide que, en la última estrofa, el yo lírico se confiese enamorado y ansioso por disfrutar de la compañía voluptuosa de la reina que ha entrevisto apenas mientras ella dormitaba. La mención a los «lauros de Atenas» lo identifica además como un literato, un hombre de cien- cia dispuesto a abandonar su prestigio por una noche con Cleopatra. Resuenan ecos en estos versos de aquella leyenda sobre los amantes de la soberana egipcia –que pasaban una noche con ella a cambio de su vida–, pero también la posición típica del enamorado de mujer fatal, dispuesto a rebajar su condición, a humillarse –«coronado de violetas»– por rozar siquiera su objeto de deseo. De este modo concluye un poema sobre el que planea la sombra de la poesía francesa del Parnasianismo y el Decadentismo, que sus contemporáneos identificaban como su principal influencia. «Salvador Díaz Mirón es un romántico, pero hay que ir a la poesía clásica france- sa para encontrar un idioma tan lógicamente riguroso como el suyo»522, afirma un estudioso de su obra, mientras otro crítico señala la importancia que en su formación como poeta –y como nombre esencial del Modernismo mexicano– tuvo su cultura clásica, que le proveyó de imágenes y arquetipos a los que supo insuflar vida nueva: Díaz Mirón […] parece decidirse un instante por ese camino incierto que aún le brinda, con la plasticidad parnasiana, otro incentivo: quienes lo siguen, pretenden captar las sensaciones transitorias, efímeras, en versos perdurables. Es el camino que arranca de aquel inexperimentado sacudimiento –frisson nouveau– que Bau- delaire menciona. La atracción que lo moderno ejerce en los peregrinos que van hacia ese nuevo rumbo, se equilibra en Díaz Mirón por el interés que experimen- ta al cerciorarse de la solidez de lo antiguo: esa perennidad que le ha permitido comprobar su cultura, cada vez que objetiviza sus visiones de los siglos clásicos, en otras literaturas523. Posiblemente de esa capacidad para cerciorarse de la «solidez de lo antiguo» surge la atrac- ción que genera este poema, en el que Salvador Díaz Mirón se apropia de una figura históri- ca –literaria, artística, arquetípica en definitiva– para forjar uno de los poemas más célebres de su trayectoria poética y demostrar, una vez más, la eficacia de Cleopatra como símbolo de las luces y sombras de la entrega erótica. 522 Jorge Cuesta, «El clasicismo mexicano» en Obras reunidas. México, Fondo de Cultura Económica, 2004, vol. 2, p. 265. 523 francisco Monterde, «El arte literario en la poesía de Díaz Mirón», en vv. AA., La cultura y la literatura iberoamericanas, Berkeley, University of California Press, 1957, p. 96. 381 Es precisamente esa sensibilidad erótica el motivo principal de representaciones plásticas como la Cleopatra (Fig. 85) que el pintor italiano Mose Bianchi ejecutó en 1865524. Al igual que sucedía en numerosas obras de tipo orientalista, una imagen relativamente neutra –el retrato de una joven semidesnuda, recostada sobre un mullido lecho y cubierta parcialmente con una piel de leopardo– adoptaba connotaciones históricas gracias a su vinculación con un personaje determinado. Esta Cleopatra resulta igual de neutral o genérica que algunas Salomés o Judith que ya hemos estudiado, y la figura de la reina de Egipto se convierte en un pretexto para dotar de profundidad erudita a una representación esencialmente erótica. En la pintura de Bianchi, encontramos una de las convenciones más extendidas a la hora de retratar a Cleopatra: la de sus rasgos europeos. No hay rastro de elementos raciales africanos ni árabes en esta imagen; a lo sumo, el pelo oscuro y los rasgos faciales de la joven podrían re- mitir a la herencia griega que se solía aducir para justificar la identificación de la reina egip- cia con una mujer extranjera de rasgos occidentales. Los suntuosos elementos decorativos e indumentarios que la rodean dotan de un cierto aire de voluptuosidad a la figura central, que une sus manos tras la nuca y deja al descubierto sus senos, que adquieren volumen a través de juegos de luces y sombras. No encontramos ningún elemento que recuerde a la iconografía egipcia ni al relato de Cleopatra: no hay serpientes –ni físicamente ni como representación–, la esclavas son invisibles, e incluso la idea de la muerte o de la fatalidad está ausente en esta plácida escena que nos lleva a pensar que, si su concepción inicial tiene que ver con Cleopa- tra, se debe más a la representación de una fantasía orientalista de Bianchi que al intento de retratar un episodio histórico o literario concreto. 524 Se encuentra actualmente en la Galleria d’Arte Moderna de Milán. 382 4.4.2. ennui y sensuALidAd: ALbert sAmAin y gustAve moreAu Entre el repertorio de arquetipos decadentistas que el parnasiano Albert Samain incluyó en Au jardín de l’infante (1893), la figura de Cleopatra adquiere un papel destacado a través del díptico de sonetos que lleva su nombre. Publicado inicialmente en el Mercure de France525 dos años antes, el díptico plantea una escena desligada de los episodios históricos o literarios más populares, y retrata a Cleopatra en una especie de éxtasis erótico de carácter ritual. Apenas encontramos datos históricos que permitan averiguar el momento de la vida de Cleopatra en que Samain ubica esta escena; tampoco parece necesario, ya que, en este díptico, Cleopatra se transforma en una figura abstracta y en una encarnación del deseo. Veamos el primer soneto: I Accoudée en silence aux créneaux de la tour, La Reine aux cheveux bleus serrés de bandelettes, Sous l’incantation trouble des cassolettes, Sent monter dans son cœur ta mer, immense Amour. Immobile, sous ses paupières violettes Elle rève pâmée aux fuites des coussins ; Et les lourds colliers d’or soulevés par ses seins Racontent sa langueur et ses fièvres muettes… Un adieu rose flotte au front des monuments. Le soir, velouté d’ombre, est plein d’enchantements, Et cependant qu’au loin pleurent les crocodiles, La Reine aux doigts crispés, sanglotante d’aveux, Frissonne de sentir, lascives et subtiles, Des mains qui dans le vent épuisent ses cheveux526. Figura deseante sin objeto concreto, Cleopatra se convierte en este primer soneto en una pre- sencia pasiva que se impregna de un paisaje de connotaciones misteriosas y legendarias527. El cronotopo formado por el paisaje egipcio al atardecer tiene evidentes connotaciones de- cadentistas y simbolistas. 525 Albert Samain, « Cléopâtre », Mercure de France, t. III, n° 19, julio de 1891, p. 9. 526 I: «Acodada en silencio en las almenas de la torre, / la Reina de cabellos azules ceñidos con bandas, / bajo el encantamiento turbio de los pebeteros / siente subir en su corazón tu mar, inmenso Amor. // Inmóvil, bajo sus párpados violetas, / sueña, extasiada sobre los cojines desordenados, / y los pesados collares de oro elevados por sus senos / narran su languidez y sus fiebre mudas. // Un adiós rosa flota delante de los monu- mentos. / La tarde, entreverada de sombra, está llena de hechizos; / y, mientras a lo lejos lloran los cocodrilos, // La Reina, con los dedos crispados, sollozando confesiones, / se estremece al sentir, lascivas y sutiles, / manos que en el viento gastan sus cabellos». 527 Entre las repercusiones posteriores de este díptico, resulta curioso señalar que el poeta británico f. S. flint llevó a cabo, tres décadas después de su primera publicación, una curiosa versión inglesa de estos poemas: R. S. flint, «Cleopatra», Otherworld, Londres, The Poetry Bookshop, 1920, p. 62. 383 Las notas sensoriales adquieren una importancia crucial en un poema donde abundan las re- ferencias a colores, aromas y sonidos. De hecho, Cleopatra aparece sometida al influjo de los pebeteros y atormentada por el sonido indeterminado de los sollozos de los cocodrilos –una fantasía del autor basada en la comparación típica entre el sonido del cocodrilo y el llanto–. Los elementos de suntuosidad –los mullidos cojines desordenados, los collares de oro– se encuentran oscurecidos por la inquietud. La imagen del impulso erótico descrito como una marea ascendente en el corazón de Cleopatra no carece de ciertas notas fúnebres. Del mismo modo, el cromatismo violeta que atribuye a sus párpados resulta sensual, pero también enfer- mizo, sobre todo asociado a una mujer desmayada e invadida por la ansiedad. Esta imagen remite, por otro lado, a la Herodías que Samain describía en un poema de Le chariot d’or, y que tenía «yeux diamantins aux pourpres d’un couchant cruel»528. Por otro lado, encontramos una nada desdeñable cantidad de elementos que aluden a una si- tuación de asfixia y de pesadez. No sólo el aroma embriagador de los pebeteros –que Samain, siguiendo el modelo propuesto por Moreau y Huysmans, también ubicaba en el décor de su Herodías– contribuye a crear una atmósfera densa, sino también la sensación de opresión física que provocan los «pesados collares de oro» sobre sus senos, o la leve presión de las ban- das que ciñen sus cabellos azules529. Las coincidencias con otros poemas de Samain no terminan aquí. El ennui que experimenta Cleopatra no difiere esencialmente del que Samain atribuía a Herodes en un poema de Au jardin de l’infante, donde encontramos igualmente elementos como la fiebre, la languidez, la inmovilidad y la perversidad resultante de estas circunstancias: Des soirs fiévreux et forts comme une venaison, Mon âme traîne en soi l’ennui d’un vieil Hérode, Et, prostrée aux coussins où son mal la taraude, Trouve à toute pensée un goût de trahison.530 El entorno fantasmal –la neblina rosada sobre los monumentos, las ensoñaciones de la reina– propician la aparición de una presencia espectral. Es en el último terceto donde Cleopatra recibe la caricia de unas enigmáticas manos «lascives et subtiles» que le producen un cierto temblor. El carácter sobrenatural que Samain atribuye a Cleopatra –sacerdotisa, hechicera quizás– se engrandece en la segunda parte del díptico, en un soneto donde la faceta demo- níaca de Cleopatra queda de manifiesto a través de un extraño ritual: 528 Albert Samain, Le chariot d’or. París, Mercure de france, 1901. Poema analizado en el capítulo XXXXX de esta tesis doctoral. 529 La nota cromática de los cabellos azules suscita la imagen de obras plásticas tan emblemáticas como la Salomé de Franz von Stuck, pero también el recuerdo de textos literarios como Herodías de flaubert, donde el Tetrarca aparece con «de la poudre d’azur dans ses cheveux». 530 Au Jardin de l’infante, p. 161. 384 II Lourde pèse la nuit au bord du Nil obscur. Cléopâtre, à genoux sous les astres qui brûlent, Soudain pâle, écartant ses femmes qui reculent, Déchire sa tunique en un grand geste impur, Et dresse éperdûment sur la haute terrasse Son corps vierge gonflé d’amour comme un fruit mûr. Toute nue, elle vibre ! Et, debout sous l’azur, Se tord, couleuvre ardente, au vent tiède et vorace. Elle veut — et ses yeux fauves dardent l’éclair – Que le monde ait ce soir le parfum de sa chair ! O sombre fleur du sexe éparse en l’air nocturne… Et le Sphynx immobile aux sables de l’Ennui Sent un feu pénétrer son granit taciturne ; Et le désert immense a remué sous lui.531 El aspecto enfermizo que revelaban los párpados violetas descritos en el primer soneto des- embocan aquí en la espectral palidez de Cleopatra postrada bajo los astros nocturnos en la misma terraza en que imploraba una respuesta a sus anhelos. La presencia sugerida de la luna trae a la mente connotaciones simbolistas muy sugerentes, especialmente porque Cleo- patra parece llevar a cabo en esta escena un misterioso ritual de sensuales evocaciones. Si en el primer soneto la encontrábamos implorante y dominada por la ansiedad, en la segunda parte del díptico aparece presa de un impulso erótico que la empuja a desnudarse ante la noche egipcia. Lo hace de manera violenta, desgarrando su túnica y expulsando a las mujeres que la acompañaban. El segundo cuarteto introduce ciertas nociones francamente llamativas. «Et dresse éperdu- ment sur la haute terrasse / son corps vierge, gonflé d’amour comme un fuit mûr». La men- ción de la misma «haute terrasse» que encontrábamos en el soneto de Heredia y el empleo transitivo del verbo «dresser» aplicado al cuerpo –como si su cuerpo fuese algo ajeno, una re- presentación o un objeto– preceden la introducción desconcertante de la virginidad de Cleo- patra. Resulta extremadamente raro encontrar un retrato de Cleopatra donde su virginidad se haga explícita. Los relatos hacen frecuentes referencias a su legendaria voluptuosidad, a su naturaleza libidinosa y sexual, y dichos relatos atañen incluso a la narración de episodios de 531 II: «La noche pesa a orillas del Nilo oscuro… / Cleopatra, arrodillada bajo los astros que arden, / de repente pálida, deshaciéndose de sus doncellas que retroceden, / desgarra su túnica en un gran gesto impuro, // y yergue violentamente sobre la alta terraza / su cuerpo virgen, henchido de amor como una fruta madura. / Desnuda, ¡ella vibra! y, de pie bajo el azur, / se retuerce, culebra ardiente, en el viento tibio y voraz. // Ella quiere, y sus ojos salvajes relampaguean, / que el mundo tenga esta noche el perfume de su carne… / ¡Oh sombría flor del sexo esparcida en el aire nocturno! // Y la Esfinge, inmóvil en las arenas del hastío, / siente que un fuego penetra en su granito taciturno / y que el desierno inmenso se remueve bajo ella. 385 juventud de la reina egipcia, como el célebre momento en que se introduce en la presencia de César oculta en una lujosa alfombra. Cleopatra, en la tradición iconográfica y literaria más extendida, no aparece asociada al tema de la virginidad y, de hecho, podríamos decir que dicha virginidad –sí existente en recreaciones de Salomé o Judith– contradice la imagen de la Cleopatra depredadora sexual y femme fatale, de la que acogía en su lecho a un amante distinto cada noche. Entonces, ¿por qué Samain introduce, en un díptico de marcado conte- nido erótico, la idea del cuerpo virgen de Cleopatra? Nos permitimos apuntar varias explicaciones posibles. La primera tiene que ver con el mo- mento exacto en que Samain ubica esta escena. Como comentábamos más arriba, el poema carece de referencias históricas explícitas: no hay ni rastro de Marco Antonio ni de César en estas líneas donde Cleopatra aparece individualizada al máximo. Por ello, no sería des- cabellado aventurar que este poema habla de una Cleopatra adolescente en pleno despertar sexual. La idea de la virginidad apoyaría esta tesis, pero también la imagen del cuerpo «hen- chido de amor como un fruto maduro». En ese caso, el poema recrearía un instante decisivo en que, por obra de fuerzas sobrenaturales –los astros, el viento acariciante, la bruma rosada que aparece en el primer soneto–, Cleopatra se transforma en la mujer temible que hará temblar un imperio gracias a su pensamiento estratégico y también a su mortífera voluptuo- sidad. En ese caso, no cabe duda de que Samain habría elegido una iconografía extraordi- nariamente original, más cerca de la femme fatale finisecular que del imaginario orientalista asociado a Cleopatra por sus contemporáneos. Una segunda explicación apuntaría a una razón puramente metafórica. El adjetivo «vierge» bien podría tener un valor cromático relacionado con la palidez lunar de Cleopatra, apunta- da en el primer párrafo, y con la blancura de un cuerpo que imaginamos deslumbrante bajo la luz nocturna. El marcado cromatismo de los versos siguientes podría reforzar esta idea. En ellos, la blancura de Cleopatra vibra en éxtasis erótico, y lo hace bajo el «azur». Súbitamente, la noche oscura que pesaba sobre el Nilo ha adquirido la tonalidad inmaterial del azur, el color predilecto de la lírica romántica y también simbolista, cargado de connotaciones psico- lógicas y espirituales532. El octavo verso, mediante la comparación de Cleopatra desnuda con una «coulèvre ardente», evoca la imagen del suicidio de la soberana egipcia, pero también enlaza este poema con el abundante corpus de textos literarios donde la imagen de la sierpe –serpiente, víbora o culebra– se transforma en representación emblemática de la mujer fatal y de su oscuro poder de seducción. La caracterización de Cleopatra como criatura sobrenatural no concluye aquí: el diabólico relampagueo de sus ojos precede al gesto culminante del soneto. Cleopatra quiere «que el 532 Para profundizar en el significado onírico que el color azul adquiere en la literatura romántica, re- sulta de obligada consulta la monografía –centrada en Novalis y Becquer– de Carlos Miguel Pueyo, El color del Romanticismo. En busca de un arte total, Nueva York, Peter Lang, 2009, en especial las páginas 22-33 y 59-60. 386 mundo tenga, esta noche, el perfume de su carne… ¡Oh sombría flor del sexo esparcida en el aire nocturno!». Frente al aroma embriagador de los pebeteros, «el perfume de su carne» explicita su naturaleza abiertamente erótica mediante la alusión al sexo femenino bajo som- bría especie floral. De este modo, Cleopatra parece entregarse –renunciando a la equívoca virginidad mencionad en el verso 6– a un deseo sin rostro definido que, para una reina, tiene como destino la tierra, el paisaje, el país que gobierna. La efectividad de este extraño ritual queda de manifiesto en el último terceto, cuando hace su entrada en el poema la única pre- sencia que podemos oponer al absoluto protagonismo de Cleopatra: la esfinge, cuya frialdad se ve alcanzada por «un fuego» y cuya inmovilidad de siglos queda alterada por la imagen, espléndida, del desierto removiéndose bajo sus zarpas. La suma de todos estos elementos remite, casi de manera literal, a una obra plástica que Albert Samain bien pudo conocer: nos referimos a la extraordinaria acuarela Cléopâtre (1881) de Gustave Moreau (Fig. 78), cuyas extraordinarias coincidencias con el poema podrían per- mitirnos postularla como posible intertexto pictórico del díptico. La acuarela que menciona- mos es una obra esencial en la producción de Gustave Moreau, que dedicó no pocas obras a esbozar e imaginar los rasgos de la reina egipcia533. En este caso, la imaginó semidesnuda en una terraza elevada al fondo de la cual se intuye la masa azulada del río Nilo, en un pai- saje habitado por dos presencias tan simbólicas como la luna y la esfinge. Estos elementos aparecen posteriormente en los poemas de Samain; también la vibración ondulante que el poeta equipara con la de una culebra, y que en la pintura de Moreau tiene su punto central en el sinuoso cuerpo de la protagonista y en la flor –de loto, como la que sostiene su Salomé– que sostiene con la mano izquierda, la misma con la que señala al pecho en que recibirá la mordedura del áspid. Tanto el cuadro como el poema comparten una atmósfera nocturna y misteriosa que Moreau llena de colores brillantes y que Samain describe como sometida a vientos inesperados y perfumes embriagadores. Las similitudes, como decimos, son claras y sorprendentemente nítidas, lo que nos permite aventurar que Samain concibiera su poema como una composición ecfrástica inspirada en el cuadro de Moreau. Otro elemento que justifica esta hipótesis es la excepcionalidad de la es- cena imaginada por el pintor y el poeta; se aleja de los episodios más habituales en la pintura decimonónica, donde las recreaciones de fragmentos de Shakespeare y las representaciones de la muerte de la reina predominan claramente sobre enfoques originales y no narrativos. Tampoco la presencia de la esfinge es habitual en otras recreaciones pictóricas de Cleopa- tra, frente al papel que le otorgan Samain y Moreau. Por lo tanto, y dado que sabemos que Samain conocía y apreciaba enormemente la pintura de Moreau, parece clara la influencia de la acuarela de 1881 sobre este poema compuesto una década después. 533 El desarrollo de este tema en la obra de Moreau está documentado en Cléopâtre dans le miroir de l’art occidental, pp. 256-261. Sin embargo, ni en la citada monografía ni en la literatura crítica existente sobre esta acuarela se apunta la coincidencia de temas y motivos con el soneto de Albert Samain. 387 Antes de concluir este análisis, acaso sea conveniente dedicar algo más de atención a la figura de la esfinge, ya que no fue esta la única ocasión en que Albert Samain dio cabida a esta pre- sencia mitológica y arqueológica en sus poemas. A diferencia de otros autores, que se centran en el relato trágico de Edipo –y aquí brilla con una luz especial la extraordinaria recreación pictórica de Franz Von Stuck, que en una pintura de 1904 (Fig. 98), Sphinx, la representó como una mujer de extraordinaria belleza custodiando las fuentes de Tebas, o también el cuadro de Gustave Moreau Oedipus et le Sphinx, 1864 (Fig. 100), donde la esfinge aparece con todos los atributos que encontramos en la iconografía clásica–, Albert Samain se muestra interesado específicamente por la imagen arqueológica de la esfinge egipcia de Gizah. En un soneto parnasiano incluido en su poemario Symphonie Héroïque534, Samain convierte a esta im- ponente construcción escultórica en un símbolo de la eternidad y de la resistencia al paso del tiempo, en una presencia de orígenes inmemoriales –«Et l’ombre de l’histoire à son ombre commence»– cuya impasibilidad sólo se verá interrumpida al fin de los tiempos, cuando re- ciba «l’ordre de se lever sur ses pattes de pierre / pour rentrer à pas lents dans son éternité». A la luz de este sistema simbólico, resulta fácil comprender por qué la frialdad secular de la esfinge es el contrapeso necesario para subrayar la energía erótica de Cleopatra. Como reina extranjera –de origen griego, percibido como un agente invasor por los egipcios–, Cleopatra es capaz de insuflar vida y deseo en una tierra que los autores románticos concebían como esencialmente sepulcral. En los paisajes desérticos que baña el Nilo, la sexualidad de Cleo- patra se convierte en transgresión y, quizás, en una imagen simbólica. De un modo paralelo, en la Europa utilitaria, granítica y burguesa del cambio de siglo, la exuberancia verbal e iconográfica de los poetas simbolistas y decadentes aspiraba a insuflar un fuego de fantasía y de erotismo. Ubicada en un pasado remoto que no era necesario juzgar desde un punto de vista moral, los excesos de Cleopatra –devenida en Samain imagen de erotismo floreciente y perverso– tenían algo de reivindicativo y de nostálgico: una invitación a la lujuria en tiempos de apabullante monocromía. 4.4.3. rubén dArío: metempsicosis En 1893, Rubén Darío escribió en París un singular poema, «Metempsícosis» que, aunque fue publicado puntualmente en la Revista Moderna de México535, en 1898, no sería recogido en el contexto de un poemario hasta casi una década después, en 1907, cuando pasó a inte- grarse en El canto errante. Este poema, que presenta ciertos rasgos muy originales dentro del corpus dariano –como la 534 Albert Samain, «Le sphinx», Oeuvres de Albert Samain. Le Chariot d’or. Symphonie heroïque. Aux flancs du vase. París, Mercure de France, 1924, p. 165. 535 Revista Moderna, México, 1 de septiembre de 1898. 388 ausencia de rima y el abierto erotismo de sus versos–, fue excluido por Darío de la selección que llevó a cabo para componer sus Prosas profanas y, al mismo tiempo, plantea una visión enormemente original acerca de la leyenda de la reina egipcia. «Metempsícosis» se aleja de los relatos más conocidos sobre Cleopatra –el romance con Marco Antonio, su encuentro con César, la batalla de Accio o sus extravagantes costumbres amatorias–, y da voz a un personaje de creación propia, un soldado romano llamado Rufo Galo que comete el peor de los errores: pasar una noche en el lecho de Cleopatra en un momento en que, supone- mos, la soberana egipcia es la amante oficial de Marco Antonio536. Procedemos, pues, a re- producir aquí el poema con las seis estrofas que aparecen en su edición definitiva: Yo fui un soldado que durmió en el lecho de Cleopatra la reina. Su blancura y su mirada astral y omnipotente. Eso fue todo. ¡Oh mirada! ¡oh blancura! y oh, aquel lecho en que estaba radiante la blancura! ¡oh, la rosa marmórea omnipotente! Eso fue todo. y crujió su espinazo por mi brazo; y yo, liberto, hice olvidar a Antonio. (¡oh el lecho y la mirada y la blancura!) Eso fue todo. yo, Rufo Galo, fui soldado y sangre tuve de Galia, y la imperial becerra me dio un minuto audaz de su capricho. Eso fue todo. ¿Por qué en aquel espasmo las tenazas de mis dedos de bronce no apretaron el cuello de la blanca reina en brama? Eso fue todo. yo fui llevado a Egipto. La cadena tuve al pescuezo. Fui comido un día por los perros. Mi nombre, Rufo Galo. Eso fue todo. Como podemos observar a partir de una primera lectura, uno de los rasgos más originales del poema es que, en los últimos versos del mismo, el lector descubre que Rufo Galo está 536 Este monólogo dramático podría enmarcarse en la antigua figura retórica de la idolopeya, «una va- riante de la prosopopeya que consiste en que el orador o el poeta cede su voz a un muerto»n (ángel Luis Luján Atienza, «’Yo me moriré, y la noche…’ Enunciación e idolopeya en Arias tristes», Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica, vol. 20, 2002, pp. 213-228 (p. 221). 389 muerto, y su voz llega desde ultratumba para narrar este episodio erótico, pero también su muerte. Se trata, por lo tanto, de un episodio de «metempsícosis», el fenómeno enunciado en el título del poema, que se refiere a la creencia en la transmigración de las almas y que refleja, en palabras del narrador de una novela contemporánea, «las creencias reencarnacionistas y ocultistas del sumo sacerdote del modernismo537». El ocultismo interesaba enormemente a Rubén Darío, que durante su estancia en París tomó contacto con círculos esotéricos de distinto tipo, y también con la obra literaria que representa la culminación de esta temática en la poesía europea: nos referimos a las Chimères (1854) de Gérard de Nerval, la exquisita colección de doce sonetos cuyo hermetismo y riqueza de lecturas tuvo una influencia decisiva en el desarrollo de la poesía post romántica, en el hermetismo mallarmeano y, quizás, en la estética surrealista. En ese sentido, «Metempsicosis» aparece ante el lector como un recuerdo de una vida pa- sada, y un recuerdo dominado por una idea obsesiva: la intensa noche de amor pasada con Cleopatra que acarreó la muerte de este imperioso soldado de sangre gala. Se trata de un poema de inusitada modernidad, sin rima, cuyo carácter repetitivo y aparentemente inco- nexo acaso responda a la naturaleza fragmentaria de la memoria. Al final de cada cuarteto, el pentasílabo repite como un ritornello «Eso fue todo», en una referencia a la aparente in- significancia de la aventura amorosa que habría de tener funestas consecuencias para Rufo Galo. No es el único caso de presencia redundante. La descripción de Cleopatra, que no se lleva a cabo de manera integral, se limita apenas a señalar intensamente dos rasgos físicos –su mirada y su blancura– y, en relación con el último, la riqueza de su lecho. Es en estos elemen- tos donde se concentra la rima y también el potencial rítmico del poema: Para mayor sorpresa, las rimas aparecen sueltas en palabras que se repiten, a saber: lecho, mirada, blancura, omnipotente. ocupan un primer plano en las tres primeras estrofas. Esas palabras se repiten en el siguiente número: blancura, cuatro veces; mirada, tres; lecho, dos y omnipotente, otras dos. Esto se produce en tres estrofas. Es decir, en doce versos. Este recurso produce en el poema una concentración de ideas538. Por otro lado, tampoco resulta casual la incidencia específica en estas palabras. La insisten- cia en la blancura sobrenatural de Cleopatra trae inmediatamente a la mente del lector los versos de la Salomé de oscar Wilde, publicada por primera vez en el original francés preci- samente el mismo año en que Darío asegura haber compuesto este poema, en 1893. Si hay un rasgo estilístico decididamente moderno en la obra dramática de Wilde, sin duda es el ca- rácter antifónico y repetitivo del texto, que declaman personajes abrumados por la obsesiva 537 Germán Espinosa, Rubén Darío y la sacerdotisa de Amón, Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2003, p. 13. 538 Ricardo Llopesa, «Metempsícosis de Rubén Darío», Magazine Modernista 8, 2009. Disponible en http://magazinemodernista.com/2009/02/15/%E2%80%9Cmetempsicosis%E2%80%9D-de-ruben-dario/ (con- sultado el 30 de agosto de 2015). 390 presencia de los símbolos. En el poema de Darío, las exclamaciones y el empleo reiterativo de la conjunción «y» generan un efecto similar. El alma de Rufo Galo, emergiendo del pozo de la memoria, parece aferrarse a ciertos detalles relacionados con el carácter fantasmagórico y fatal de Cleopatra. La blancura, como comentábamos, remite a la blancura que, en la Salomé de Wilde, estaba relacionada con la luna e impregnada de presagios de muerte. De hecho, la comparación con la luna aparece quizás sugerido por dos elementos: la «mirada astral» de Cleopatra y la elección del adjetivo «radiante» aplicado a la blancura. Si añadimos a este eje isotópico el hecho de que Cleopatra, según las crónicas y las recreaciones literarias, gustaba de aparecer en público bajo el aspecto de la diosa Isis, que a su vez es la personificación de la luna en la religión del Antiguo Egipto, los niveles de lectura del texto se multiplican, y también sus sugerencias poéticas. Más adelante, Rufo Galo hablará del momento fatal en que decidió no apretar sus «dedos de bronce» alrededor del «cuello de la blanca reina en brama». Aquí, el contraste entre la piel cetrina del romano y la delicada palidez de Cleopatra remite a uno de los tópicos de tipo cromático más habituales en la poesía clásica. El otro elemento que parece obsesionar al yo lírico es la mirada de Cleopatra; a diferencia de la blancura, la mirada sí refleja el poder hipnótico de la femme fatale, como subraya la pre- sencia del adjetivo «omnipotente», que sin embargo contrasta con una de las imágenes más abiertamente eróticas del poema. Afirma Rufo Galo que «crujió su espinazo por mi brazo; / y yo, liberto, hice olvidar a Antonio». La aparente superioridad del romano en el encuentro erótico con Cleopatra, donde parece dominarla sexualmente –la denomina «imperial be- cerra», en una insólita imagen animal que remite a la figura de una mujer entregada a sus más bajos instintos–, quedará en evidencia en su fatal desenlace. En este punto, resuenan en el lector la leyenda que afirmaba que el precio de una noche con Cleopatra era la vida de su amante, y dicha hipótesis se confirma por lo que conocemos a continuación: que Rufo Galo tuvo la oportunidad de matar a la enemiga de Roma, y que la embriaguez erótica se lo impidió. El último cuarteto –«yo fui llevado a Egipto. La cadena / tuve al pescuezo. Fui comido un día / por los perros. Mi nombre, Rufo Galo. / Eso fue todo» revela la inversión de las fuerzas. La «imperial becerra» cuyo espinazo se arqueaba ante una fogosidad que le hizo «olvidar a Antonio» causó la muerte de su amante, que a pesar de su trágico final sigue recordando extasiado, desde la ultratumba, la belleza impoluta de Cleopatra y la perfección de la noche pasada junto a ella. Se trata, por lo brutal y lo directo, de una voz única en el Modernismo hispánico: La voz de ultratumba de este liberto –de este nadie, castigado con la muerte por mancillar el cuerpo de la reina– nos conmociona, porque es una voz –como la de nosotros, sus anónimos lectores– que no se oye ni en la historia ni en el preciosis- mo modernista; es la voz del que no muere del todo porque ha violado las leyes 391 supuestamente intemporales de la belleza sublime y el sistema de clases. y noso- tros, […] nos identificamos, y nos inquietamos, con las emociones –el orgullo, el remordimiento– de este soldado que recuerda, aun en la muerte, su momentánea usurpación del lugar y papel de Antonio en la cama de Cleopatra539. Es este carácter humano y débil del protagonista –«Un hombre, como todos, que conoció el placer y la gloria y que desaprovechando el instante cayó a tierra, como todos540»– uno de los elementos que contribuyen a dotar de profundidad psicológica, y también de complejidad, a un poema que Borges no dudó en calificar como «tal vez el más hermoso» de los poemas de Darío541. En su aparente brevedad e intrascendencia, Metempsícosis convierte una situación arquetípicamente orientalista542 en una creación poética de rara intensidad y en una reflexión enormemente moderna acerca del carácter obsesivo y contradictorio del deseo, plasmado a través del reflejo de la más contradictoria de las amantes de las Antigüedad: Cleopatra. 4.4.4. cleopatra, reina de egipto (1915), de rAmón goy de siLvA En la galería de mujeres fatales que Goy de Silva agrupó en El Libro de las Danzarinas, pu- blicado inicialmente en 1915 y reeditado y ampliado en 1951543, tampoco estaba ausente la figura de Cleopatra, protagonista de un poema dramático que el autor caracterizaba como Histórico-legendario, tal vez porque reunía en una misma narración hechos atribuidos a la narración histórica –esencialmente la huida de Cleopatra de la batalla de Accio, que marcó el final de las ambiciones imperiales de Marco Antonio– con una muy personal visión de la reina egipcia. No resulta en absoluta extraña esta presencia en la obra de un autor cuyo rasgo más significativo era la fascinación por las grandes figuras femeninas de la Antigüedad que habían seducido a los simbolistas y que, por su lejanía, le permitían desarrollar ejercicios de imaginación impensables a la hora de abordar temas más cercanos o contemporáneos. No en vano, en una alusión maliciosa, el novelista decadente Álvaro Retana comentaba en 1915 que Goy de Silva solía «confundir el humo del puchero con el del pebetero de Cleopatra»544. En el plano literario, Cleopatra es un texto dotado de gran poder de evocación que, al igual que sucedía en sus piezas dedicadas a Salomé y a Judith, bebe esencialmente del modelo 539 Niall Binns, «La presencia de lo fantástico en la poesía hispanoamericana del siglo XX», en Jesús Raúl Navarro García (coord.), Literatura y pensamiento en América Latina, Madrid CSIC, 1999, p. 106 540 Juan Gustavo Cobo Borda, «Los múltiples Daríos» en Lector impenitente, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 114 541 Jorge Luis Borges, Siete Noches, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 89. 542 Sergio Macías Brevís, «Rubén Darío y su aproximación al mundo oriental y árabe», Anales de Literatura Hispanoamericana, 2003, 32, 131. 543 Ramón Goy de Silva, La de los siete pecados. El libro de las danzarinas. Madrid, R. velasco, 1913. Para nuestro análisis hemos empleado la versión recogida en la reedición posterior: Ramón Goy de Silva, El libro de las danzarinas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1951, pp. 117-136. 544 Esta alusión malévola de Retana pertenece a un artículo del novelista madrileño sobre la célebre bai- larina Tórtola Valencia, cuyas creaciones de tema exótico la convirtieron en una figura esencial en los círculos simbolistas y decadentes de la capital. Álvaro Retana, «Tórtola valencia» en La Ilustración Española y Americana, 15 de febrero de 1915, p. 7. 392 dramático y verbal introducido por oscar Wilde en Salomé, y de los recursos poéticos del teatro simbolista. Cleopatra, Reina de Egipto está escrito, como el resto de textos incluidos en El libro de las danza- rinas, en forma dramatizada, con diálogos teatrales y acotaciones que, más que aludir a una puesta en escena siempre improbable –por la complejidad de los espacios descritos–, adquie- ren una función narrativa y descriptiva donde la voz del autor es plenamente identificable. La acción se sitúa en el mar Jónico, « serenamente azul bajo la luz de oro de un crepúsculo» (119). La muy decadente hora del atardecer enmarca una aparición, la del navío de Cleo- patra, de cuyo pabellón central surge la reina acompañada por las melodías de los músicos que viajan con ella a pesar de tratarse de una misión bélica. El texto didascálico, como es propio de Goy de Silva, abunda en elementos orientalistas, términos exóticos. También en una atmósfera ciertamente estática, apropiada para el desarrollo de los acontecimientos y la expresión de la voz de los personajes. Manos invisibles descorren a su paso los tapices que cubren la entrada de la tien- da. Hay un rugir de leones en celo. Gimen las arpas y los sistros a una mirada ardiente de la reina. Revolotean ibis, sujetos por hilos de plata, y los abanicos de bysus y colas de pavo real, unidos a los altos juncos, se mecen blandamente, como palmas, sobre la cabeza altiva de Cleopatra, que sonríe a un pensamiento de triunfo. Ya la mención al rugido de los leones advierte que también en esta obra Goy de Silva pone en práctica un recurso expresivo cuya fuente más probable podría ser la Salomé de Wilde: hablamos de la repetición antifónica de motivos cuya persistencia sirve para generar un efec- to inquietante y cíclico. Si en la obra de Wilde las imprecaciones de Iokanaán se convertían en el sonido que obsesionaba a la joven princesa, en el navío de Cleopatra son los rugidos de los leones, y posteriormente las llamadas de Marco Antonio, los elementos que articulan la muy particular temporalidad del relato. Por otro lado, la presencia de elementos lujosos en el cortejo de Cleopatra, los grandes abanicos empuñados por esclavos, las aves y los juncos bien podrían remitir a recreaciones orientalistas de temática egipcia como la muy célebre pintura The Finding of Moses (1904) (Fig. 86), del pintor academicista británico Lawrence Alma Ta- dema. Esta obra pictórica, aunque no se ocupa específicamente de la figura de Cleopatra, sí refleja a la perfección las fantasías orientalistas en torno a Egipto que se popularizaron durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX. La belleza perfecta de los personajes, el contraste entre la desnudez de los esclavos nubios y la frágil elegancia rococó de la reina, así como el tratamiento luminoso y casi fotográfico del escenario remiten a la de- licadeza compositiva del arte prerrafaelita, pero también a la evocación de una Antigüedad concebida como una época refinada y llena de sensualidad. 393 Igualmente sensual es la figura de Cleopatra, cuya desnudez casi religiosa se ve complemen- tada por la riqueza ornamental de su séquito, compuesto por individuos procedentes de civilizaciones exóticas cuya mera mención tiene un poder de evocación nada desdeñable: Está desnuda bajo un velo extraño, que dicen en la propia vestidura de Isis. Un velo tejido con luz de luna. Un velo diáfano como una bruma leve, entre la cual la misma luna brillase. Cleopatra está desnuda como la luna, sin misterio ni rubor. Tras ella, las danzarinas jónicas, las tañedoras de cítaras, las iniciadoras del amor; los sacerdotes de osiris, con sus mitras gemadas y sus vestiduras de brocado; los astrólogos caldeos, con sus túnicas consteladas; los sátrapas de Babilonia, convi- dados a las orgías de la reina; los poetas helénicos, y los patricios emigrados de Roma en busca de placeres extraños; los adolescentes de Grecia y de Asia, escan- ciadores de Falerno, Creta y Massigue; los domadores líbicos, los cantadores de Persia y los tocadores de tímpanos, pífanos y sambucas. El ambiente musical, el atuendo de la reina y el despliegue de magnificencia podría invitar a creer que la escena descrita corresponde a un momento de ocio disfrutado por Cleopatra a bordo de su barco. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. El primer parlamento de Cleopatra desvela que nos hallamos en uno de los puntos cruciales del relato clásico, ya trata- do por Shakespeare: la batalla de Accio y, más concretamente, el instante en que Cleopatra, sin previo aviso, ordena el regreso de sus naves a puerto y deja a Marco Antonio solo en la Figura 86. Lawrence Alma-Tadema, The Finding of Moses (1904) 394 lucha, decidiendo la ruina del Triunviro y su humillación definitiva ante el ejército de César. Es el atardecer, Cleopatra huye, y así lo justifica la protagonista: CLEOpATRA El sol huye delante de mí, en su barco de fuego. No dirá el Triunviro que le abandono injustamente. Osiris es mi esposo verdadero, a quien debo seguir. Esas galeras que escoltan mi nave, ¿no patentizan mi triunfo? Egipto debe recibirme como a vencedor. Tended al viento el velamen de púrpura, y que el navío nade con remos de plata, como en otro tiempo, cuando me presenté a César, amo del mundo, a quien hice mi primer esclavo. Convencida de que el tiempo de Antonio ha pasado, Cleopatra parece volver a pensar en César, a quien considera su «primer esclavo», en una explícita alusión a los fines políticos de su poder de seducción. Su desdén hacia Marco Antonio será mencionado por sus acompa- ñantes, sorprendidos ante la desmedida ambición de la reina: UN SáTRApA (A un patricio) ¡Ni un recuerdo a Marco Antonio! EL pATRICIO ¿Cleopatra? Todo su amor está en el Capitolio. EL SáTRApA El Capitolio, aunque fuese preciso sacrificar a su amante. UN pOETA GRIEGO Indudablemente nació para dominar el mundo… para humillar a los hombres. UN ASTRóLOGO A los hombres y a los dioses. UN MAGO Tiene un poder infernal. Ya desde la primera escena, la falta de compasión de Cleopatra queda de manifiesto como uno de los atributos más visibles de su ambición. De hecho, su desprecio hacia Marco An- tonio aumenta cuando advierte que el Triunviro ha abandonado la batalla y la sigue con su barco, lo que ella interpreta como un gesto servil. Emerge entonces la Cleopatra cruel que, irritada por los rugidos de los leones, ordena que les arrojen un esclavo para saciar su hambre. El elegido para el sacrificio es un «impúber asiático» que, extrañamente, tiene un peculiar poder de evocación para la reina: 395 CLEOpATRA ¡Ah sí! Este niño trajo el más bello collar de perlas que había fuera de Egipto. ¡Es tan semejante a aquel que fue mi segundo esposo, mi pequeño Ptolomeo! ¿Por qué se durmió para siempre, después de aquella orgía? ¿Qué tenía aquel falerno de color tan extraordinario y de sabor tan raro? ¡No ha podido despertarlo el calor de mis besos! ¡oh amor, tú te vistes de cuerpo adolescente! ¡Sólo en ti hay belleza! La presencia evocada no es otra que la de Ptolomeo, al que la historia atribuye el papel de hermano menor de Cleopatra y también esposo, debido a las intrigas de poder y a la he- rencia del trono egipcio. Según el relato más extendido, el joven Ptolomeo, apenas un niño, fue la primera víctima de Cleopatra, que lo asesinó para ejercer el poder el solitario. En esta obra, Cleopatra parece haber sucumbido al poder de evocación del pequeño esclavo asiáti- co, y olvida –quizás deliberadamente– que fue ella quien le proporcionó «aquel falerno de color tan extraordinario y de sabor tan raro». Poco a poco se va perfilando la imagen de una Cleopatra obsesionada por el amor y que persigue una idea muy concreta de la belleza, asociada a la juventud y a la pureza. No es un caso aislado: ya en Noches egipcias de Alexander Pushkin aparecía igualmente la figura de un joven impúber capaz de vencer la resistencia y la crueldad de la reina, y esta figura fue adoptada igualemente por otros autores: Gautier, de Girardin, Sardou, Cantel and Rider Haggard all provided Cleopatra with an innocent young devotee of inferior social class –slave, farmer or hunts- man– who adores her and is ready to give his life, his all, for her love.545 En el otro extremo de esta fascinación por la juventud se halla el desprecio erótico que Cleo- patra experimenta hacia sus poderosos amantes, César y Marco Antonio, de quienes sólo aspira a conquistar el poder político que ostentan: ¿Quién me habla de Marco Antonio? Su cuerpo está decrépito, y sólo amo en él la púrpura de su manto, como he amado la diadema de César. Estos hombres saben mentir, y yo estoy cansada de mentiras. Estoy cansada de bocas secas, de miradas marchitas, de alientos depravados. La vejez se contagia, y fue entre sus brazos donde se marchitaron las rosas más bellas de mi vida… ¡Oh, mi pequeño esposo, a quien sacrifiqué por la ambición de un reino! ¿Qué reino, qué tesoro no daría ahora por verte sonreír, por volver a oír aquellas frases que balbuciste a mi oído la primera noche? ¿Qué tesoro, qué mundo? ¡Todos los reyes del mundo los sacrificaría ahora a tu amor! No en vano el contraste entre la juventud de Cleopatra y la madurez de sus amantes es un tópico recurrente en la literatura asociada al tema. Un buen ejemplo es la comedia César y Cleopatra, que el popular escritor irlandés George Bernard Shaw estrenó en 1899 y publicó 545 Lucy Hughes-Hallett, op. cit., 234. 396 en 1901. «You are a fun old gentleman. I like you», le dice una jovencísima Cleopatra a Julio César cuando lo conoce a los pies de una esfinge en el primer acto de esta obra dramática. Sin duda, el contraste entre la ambición grandilocuente de César y la locura irreflexiva e in- fantil de Cleopatra es uno de los elementos sobre los que pivota el atractivo de la obra teatral de George Bernard Shaw, que no era desconocida para el público hispano546. Entregada a sus ensoñaciones eróticas, Cleopatra ordena seguir la huida para evitar que Marco Antonio alcance su navío, y al mismo tiempo ordena a su esclava Carmión que vista al niño asiático «como a un rey». De hecho, su desprecio hacia Marco Antonio aumenta al saberle derrotado en la batalla por seguirla. Sabedora de su derrota y de lo infructuoso de sus estrategias políticas –«Estoy cansada de erigir inútilmente templos a las divinidades egoístas. No confío en otro poder que en mi propio poder»–, lleva a cabo una demostración de poder en forma de invocación a la luna, que parece obedecerla, ya que «Súbitamente, sin transición alguna», se hace «Una noche toda blanca y un mar todo blanco, como un lago de hielo». Tiene lugar entonces uno de los momentos claves de la escena, cuando Cleopatra alude a la eternidad de la luna y a su sometimiento a los dictados de la reina de Egipto, transmutada en la diosa Isis gracias a sus vestimentas: Contra la claridad opalina de la luna, la reina, desnuda, es toda negra como una estatua de basalto. Como la estatua de una diosa adolescente, dispuesta a recibir el primer homenaje de un sacrificio. Vuelan los ibis en fantásticos giros. El «¡ohé!» acompasado de los remeros es como un ritmo mecedor. Fulguran la pedrería de las mitras y el oro de los brocados. Suspiran las flores de las guirnaldas, al beso de la brisa, en suaves efluvios de aromas. Gimen las cuerdas vibrantes de los instru- mentos músicos y ríen argentinamente los sistros. Los flabelos de bysus y plumas de pavo real, como palmeras, se balancean con languidez. Hay un revuelo de murmullos. Cantan las esclavas con acentos desmayados. y Cleopatra agita su velo mágico de sutiles mallas, como las alas de una mariposa gigantesca, y danza como una mariposa al viento sobre el ondulante tapiz del mar. Vibra un clarín lejano. Este fragmento llama la atención acerca del carácter especialmente visual que presentan los muy peculiares poemas dramáticos de Ramón de Goy de Silva. Más allá de una puesta en escena convencional, la complejidad plástica de la escena remite a la pintura o, tal vez, a 546 George Bernard Shaw, César y Cleopatra, Comedia histórica en cinco actos y en prosa, traducida del in- glés al español por julio Broutá. Madrid, Sociedad de Autores Españoles, 1909. También el estreno londinense de la obra había tenido eco en la prensa española, como bien ilustra un artículo en el que jacinto Benavente elogiaba la audacia de Shaw con las siguientes palabras: «Los críticos clásicos han hallado la mayor censura para la obra de Shaw, en esto que ellos creen falta de decoro trágico. ¡César! ¡Cleopatra! ¿Es posible imaginárselos tan familiares? Pero lo cierto es que después de la obra de Shaw no será posible figurárselos de otra manera» (jacinto Benavente, «César y Cleopatra». El Heraldo de Madrid, 14 de diciembre de 1907, p. 4) 397 las espectaculares recreaciones que caracterizaban a la obra de arte total cuyo modelo más elevado eran las óperas de Richard Wagner. También la danza que ejecuta Cleopatra envuelta en su vestimenta transparente y dotada de abundantes pliegues era susceptible de evocar en el lector de la época la figura de una de las artistas más influyentes e innovadoras de la danza contemporánea: la de la bailarina ame- ricana Loie Fuller, autora de un estilo muy personal donde se daban cita las ondulaciones visuales del Art Nouveau, el carácter misterioso del Simbolismo y los efectos lumínicos del Impresionismo547. Una de sus creaciones más célebres era la danza serpentina, que ejecutaba vestida con un atuendo que recuerda al que luce Cleopatra, y que generaba un efecto visual enormemente sugerente: By «motion,» she meant not only the dancing body but the movement of light, color, and silk. As she danced, light, color, costume, and body were fused by mo- tion into a single visual image. Fuller conceptualized a moving image made by multicolored illumination playing on perpetually moving silk. The movements of her costume, made from hundreds of yards of fine, diaphanous silk, ranged from delicate ripples to large configurations shaped by the dancer as she tossed and whipped the silk about her. Crucial to the effect was the projection of light upon the moving surface. As light hit the material, it was fractured and diffused by the movement; the effect was one of color washing, bleeding, running across a shimmering and iridescent surface.548 El carácter dinámico de la danza de Loïe Fuller puede apreciarse en ciertas grabaciones y fo- tografías de la época, pero también en ilustraciones tan célebres como la que realizó Thomas Theodor Heine hacia 1900 (Fig. 87), y que muestra a la bailarina como un conjunto de líneas ondulantes en movimiento. Al margen de este ejemplo, resulta necesario señalar que la figura de Cleopatra, al igual que había sucedido con Salomé, se convirtió en un tema predilecto para la creación de obras coreográficas. Así lo demuestra, por ejemplo, el éxito obtenido por el espectáculo que Fokine creó para los Ballets Rusos en 1908 , y en el que coreografió una versión de la novela de Gautier, y que supuso el mayor éxito de la primera temporada bajo la dirección de Diaghilev.549 Los ecos de la danza legendaria de Salomé son igualmente reconocibles en la escena de Goy 547 Cfr. Aurora Herrera (ed.), Escenarios del cuerpo : la metamorfosis de Loïe Fuller, Madrid, La Casa Encen- dida, 2014. 548 Sally R. Sommer, Loïe Fuller, The Drama Review: TDR, No. 1, Post-Modern Dance Issue, Marzo de 1975, pp. 54. Las filmaciones que se pueden consultar en la actualidad transmiten el efecto visual de espiral serpenteante que ha llevado a críticos como Robert Schmutzler a considerarla como un ejemplo perfecto de los ideales estéticos del Modernismo. Otro interesante estudio acerca de la relevancia de Loïe Fuller y sus innovaciones escénicas se encuentra en Elizabeth Coffman, «Women in Motion: Loie Fuller and the «Interpe- netration» of Art and Science», Camera Obscura, 49 (Vol. 17, No. 1), pp. 72-105. 549 Lucy Hughes-Hallett, op. cit., p. 234. 398 figura 87. Thomas Theodor Heine, Loïe Fuller (c. 1900) 399 de Silva que, como hemos mencionado, muestra una enorme influencia de la obra wildeana en buena parte de su producción literaria. Aunque la imagen de Cleopatra danzante no pertenece a la iconografía clásica, sí ocupa un lugar muy significativo en la nouvelle de Théophile Gautier y también en la obra de Goy de Silva, quien reunió sus obras dedicadas a femme fatales bajo el título genérico de El Libro de las Danzarinas. Para Goy de Silva, por lo tanto, la femme fatale es siempre danzarina, y el instante de la danza siempre ocupa una posición destacada en el desarrollo de sus poemas dramá- ticos. En Cleopatra, Reina de Egipto, la danza de la bella soberana coincide con la llegada del niño asiático, «vestido con una túnica azul, tachonada de crisopacios, un manto de púrpura y los cabellos encintados». Se produce entonces un curioso fenómeno en el que Cleopatra parece experimentar una regresión a la época en que era la esposa del joven Ptolomeo y aún no había cometido su primer crimen por ambición. Ansía Cleopatra retirarse con su amado a «jardines ocultos». Irrumpe en ese momento asimismo la voz de Marco Antonio, que hasta el final de la pieza se repetirá cíclicamente, marcando la temporalidad de la acción y acele- rando el desenlace de la escena. Cleopatra emprende la huida, reniega de Marco Antonio –«He despertado de mis pesadillas de ambición, y tendré en adelante el más dulce sueño de amor en los brazos de mi niño ingenuo»– y busca nuevos horizontes: La tierra se ha empequeñecido para mí… pero el mar parece dilatarse a medida que aumenta mi deseo de llegar a la mansión de mi nueva vida. ¡Desplegad al viento propicio todas las velas, y que me separe pronto de ese hombre que me persigue un abismo de olvido! No sería descabellado identificar en su deseada «nueva vida» una mención a la muerte, re- forzada por la imagen de la luna y por la presencia del mar que se dilata. El desprecio hacia Marco Antonio parece acentuarse cuando escucha su voz, que invade cíclicamente la escena, y rememora sus sensualidades pasadas: CLEOpATRA ¡Ah, qué voz! Parece salir de un odre lleno de viento… ¿Y es ése el hombre cuyo caballo envidié un día? ¡Porque yo envidié hasta a su caballo, cuando lo llevaba en carrera triunfal a través del mundo vencido y sometido! ¡Oh, entonces con qué placer me hubiera transformado en yegua para sentir mis flancos oprimidos por sus piernas vigorosas, y, bajo el agridulce castigo de su acicate en mis entrañas, conducirlo por la vida en el más frenético de los galopes, hasta morir rendida entre sus muslos dominantes! ¡Cuán distinta era entonces su voz!... ¡Parecía el canto de un clarín guerrero!... La exclamación inicial y el empleo de la estructura «Parece que…» remite inevitablemente 400 a las exclamaciones de la Salomé de Wilde, embrujada por el poder de evocación de la voz de Iokanaán. Por otro lado, la evidente sensualidad del símil equino destaca por su rotundi- dad inserta en el despliegue metafórico del lenguaje de Cleopatra. Sin embargo, las cosas no suceden como la reina lo había previsto, y la fatalidad, una vez más, se cierne sobre el objeto de su deseo: Hiende el aire un silbido de serpiente, y una flecha de oro pasa, como un relám- pago, ante los ojos de la reina y se clava en el corazón de su niño amante, que muere sin proferir una queja. Cleopatra lanza un grito capaz de dar alma a las esfinges de que habló. Sujeto al cabo de la flecha, un papirus decía: «Cleopatra, espérame. Marco Antonio.» La flecha que contiene el mensaje de Marco Antonio parece romper el hechizo al que se encontraba sometida Cleopatra en una imagen que remite inevitablemente a otra fecha, la que el joven Meïamoun clavaba en el lecho de la reina de Egipto en la célebre Une nuit de Cléopâtre de Gautier, y que contenía igualmente un mensaje de amor. Las similitudes con esta nouvelle no terminan aquí; si en la obra de Gautier el amor de Cleopatra por Meïamoun se disipaba al serle anunciada la llegada de Marco Antonio, aquí sucede lo mismo al morir el joven asiático y Cleopatra, ya libre del influjo de sus recuerdos, pronuncia la última frase que pronunció antes de dicho encantamiento –«¿Por qué siguen rugiendo esos leones? Arrojadles ese esclavo»– y se dispone a encontrarse, una vez más, con Marco Antonio, momento en que concluye el poema dramático. La Cleopatra de Goy de Silva se presenta ante el lector, por lo tanto, como un texto de cierta profundidad psicológica y densa carga poética en la que Cleopatra, bajo el hechizo de un joven esclavo, parece renegar de sus ambiciones políticas y, por un momento, manifiesta sus verdaderas inquietudes: someterse al dominio del deseo y de la soledad, abandonar sus ansias de poder y regresar a la pureza de la infancia. Sin embargo, como mujer fatal está sometida a su propia fatalidad y regresa a sus calculadas estrategias de seducción apenas el hechizo se desvanece. En el fondo, Goy de Silva no está sino reflejando uno de los rasgos más recurren- tes a la hora de caracterizar a Cleopatra: su naturaleza voluble y cambiante y sus caprichos arbitrarios, algo que ya quedaba patente en una recreación tan canónica como la tragedia de Shakespeare, donde los personajes pasan del odio al afecto sin apenas transición, y donde la voluntad arbitraria de Cleopatra y su capacidad de desconcierto –sin ir más lejos, al abando- nar a Antonio en la batalla de Accio– constituyen el principal elemento de fascinación, y un rasgo que la aproxima a esas enigmáticas esfinges cuyos pensamientos y deseos parecen ser impenetrables para el común de los mortales. Otra de las conclusiones a las que llegamos tras estudiar tres de los principales poemas que 401 Goy de Silva dedicó a figuras de femme fatale –Salomé, Judith y Cleopatra– se refiere a las notables conexiones que existen entre ellas. Si en Judith veíamos como el narrador atribuía a Judith un rostro «esfíngico», de claras resonancias egipcias, la danza que era un atributo esencial de Salomé aparece igualmente en las recreaciones de Judith y Cleopatra, ninguna de las cuales adopta esta actividad en la iconografía más extendida. La influencia de Oscar Wilde, por otro lado, se percibe como decisiva y persistente: encontramos calcos sintácticos, motivos visuales similares y, sobre todo, ciertos recursos dramáticos que dotan a estos textos de una atmósfera poética enormemente densa: las repeticiones, el sentido musical de las réplicas, la saturación de símbolos y la sombra de inquietud que planea sobre estas escenas demuestran que, para Goy de Silva, leer la Salomé de Wilde le permitió dar con la clave de un lenguaje y un género literario –el poema dramático simbolista– que, en suelo español, parece nacer y morir con su producción dramática. Por último, la atmósfera de las tres historias, evocadora de un Oriente remoto, lujoso y magnífico muestran que tal vez Goy de Silva fue el autor que mejor supo asumir en suelo español el orientalismo rutilante y fantasioso de cuño francés, establecido por autores como Gautier y asentado gracias a las enigmáticas pinturas de Gus- tave Moreau. Este hieratismo relaciona las obras de Goy de Silva con Bizancio, como lo hacen también sus descripciones de edificios y cámaras incrustadas de mosaicos y magos vestidos de archimandritas, sus flores estilizadas y esplendor grecoriental.550 Teatro irrepresentable, bizantino y densamente poético, las obras de Goy de Silva quedan como un caso aislado y único de la literatura de inicios del siglo XX en España, y en sus páginas se pueden encontrar, sin duda, algunos de las más ambiciosas recreaciones de femmes fatales para un escritor que otorgó a estos arquetipos femeninos un lugar predominante en el conjunto de su obra y que volvió obsesivamente a ellas a lo largo de su carrera literaria. 550 Lily Litvak, España 1900: Modernismo, anarquismo y fin de siglo. Madrid, Anthropos Editorial, 1990, p. 254. 402 Figura 88. Charles Le Boulanger de Boisfremont, La mort de Cléopâtre (c. 1824) 403 4 . 5 . AGONíA Y MUERTE DE UNA RE INA 4.5.1. escenogrAFíA pArA un suicidio: LA muerte de cLeopAtrA en LA pinturA de entresigLos A la vista de varios de los ejemplos ya analizados en este capítulo, parece natural apuntar que uno de los rasgos más habituales a la hora de representar literaria o visualmente a Cleopatra es la sensualidad. La belleza y la naturaleza voluptuosa de la reina de Egipto –posiblemen- te imaginada– son elementos que contribuyen a dotar de fascinación a su imagen, y que adquieren interesantes variaciones a través de ciertos temas iconográficos muy populares durante las últimas décadas del siglo XIX. En este apartado, centraremos la mirada en uno de ellos: el de la muerte de Cleopatra. Desde Plutarco, las narraciones más extendidas acerca de la muerte de Cleopatra sostienen que, consciente de su derrota, y ante la posibilidad de ver su grandeza rebajada a desfilar como trofeo de guerra por las calles de Roma, la reina ptolemaica prefirió quitarse la vida. y lo hizo de un modo enormemente teatral: encerrada junto a sus esclavas en un sepulcro, se hizo clandestinamente con un áspid cuya mordedura, letal, producía la muerte sin apenas sufrimiento. Tras aplicarse el áspid en un seno y en el brazo, agonizó rápidamente, y cuando César llegó al sepulcro encontró la imagen macabra de Cleopatra coronada y muerta en compañía de sus esclavas, sacrificadas voluntariamente junto a ella. No cabe duda de que este trágico relato causó durante siglos una fuerte impresión en la sensi- bilidad de lectores, escritores y artistas. Lo que durante el Renacimiento se consideraba como un gesto de heroísmo –preferir la muerte al ultraje–, con la llegada del Romanticismo pasó a encarnar muchas de las obsesiones en torno a la relación entre el pasión y la destrucción. En ese sentido, Cleopatra es una heroína romántica y una suicida que juega su destino a todo o nada. Por otro lado, en la escena de su muerte concurren ciertos elementos simbólicos muy sugerentes, el más llamativo de los cuales es sin duda la presencia de la serpiente, cuyo valor iconográfico asociado a la feminidad, la crueldad y la seducción era de sobra conocido entre 404 el público de la época. Todos estos elementos explican el surgimiento de una tradición iconográfica específicamente vinculada al suicidio de Cleopatra. En estas representaciones convive el sentimiento trágico pero, también, un indisimulado interés erótico. No cabe duda de que el suicido –la mordedu- ra de un áspid en un seno– ofrecía un pretexto idóneo para el desnudo. Por supuesto, el des- nudo no era algo extraño en las representaciones de Cleopatra, como demuestran ejemplos tan célebres como los de Gustave Moreau y Alexandre Cabanel. Sin embargo, esa desnudez inmotivada, puramente estética, se vio ampliamente superada por las posibilidades expresi- vas que ofrecía la imagen de Cleopatra suicida. El resultado, como veremos en las siguientes páginas, fue el surgimiento de una iconografía dominada por un sentido transgresor del des- nudo, impregnado de connotaciones mórbidas y, por momentos, necrófilas. 4.5.1.1. eL modeLo de boisFremont Empleamos aquí el nombre del pintor neoclásico Charles-Pompée Le Boulanger de Bois- fremont (1773-1838) para aludir a una concepción iconográfica que habría de tener una considerable influencia entre los artistas de generaciones posteriores. La creó Boisfremont en 1824, cuando presentó en el Salon parisino un monumental lienzo (Fig. 88) titulado La Mort de Cléopâtre551 que, cuatro años más tarde, amplió mediante la adición de ciertos paneles laterales. Dicho lienzo recreaba el momento en que, según el texto de Plutarco, los guardias de César acuden al sepulcro donde se había encerrado Cleopatra: […] y abriendo las puertas, vieron ya a Cleopatra muerta en un lecho de oro, regiamente adornada. De las dos criadas, la que se llamaba Eira estaba muerta a sus pies, y Carmión, ya vacilante y torpe, le estaba poniendo la diadema que tenía en la cabeza. Díjole uno con enfado: «Bellamente, Carmión», y ella respondió: «Bellísimamente, y como convenía a la que era de tantos reyes descendiente»; y sin hablar más palabra, cayó también muerta junto al lecho552. Como indicaba un estudio reciente553, parece ser que la composición del cuadro de Bois- fremont pudo estar sugerida por La Mort de Germanicus (1627), mientras que el desnudo de Cleopatra pudo seguir el modelo de una obra enormemente célebre en la época: L’Amour et Psyche (1819) de François Édouard Picot. Otros estudios afirman que la figura de Iras pudo ser un homenaje a la figura de la Magdalena en Christ sur la croix, de Prud’hon. En cualquier caso, y al margen de las influencias neoclásicas de la pintura, parece claro que la pintura de 551 Conservada hoy en el Musée de Beaux-Arts de Rouen (inv. 830.1.1) 552 Plutarco, Vida de Antonio, LXXXV. 553 Cléopâtre dans le miroir de l’art occidental, p. 328. 405 Boisfremont cobraba un especial interés por dos elementos muy singulares. El primero es la iluminación que, en un intento de recrear el aspecto tenebroso de un sepulcro, está domi- nado por los claroscuros y los contrastes cromáticos. Es precisamente esa luz violenta, que aporta un aire fantasmal al conjunto, el que permite subrayar el otro elemento protagonista en la pintura de Boisfremont: los senos semidesnudos de Cleopatra, sobre los que la luz se posa de un modo especialmente intenso, y cuyo aspecto escultórico aporta un aire de belleza y armonía a la representación de esta escena dramática. La frialdad de los rasgos anatómicos recreados por Boisfremont remite asimismo a referentes pictóricos como orazio Gentileschi. El enorme éxito de que disfrutó esta obra acaso sea la razón de que, medio siglo después, encontremos recreaciones pictóricas que, ya desde los presupuestos del Orientalismo acade- micista, retoman la iconografía creada por Boisfremont y la trasladan a universos plásticos muy diversos. El ejemplo más célebre es, sin duda, el del también francés Jean André Rixens, que en 1874 presentó su obra más conocida, La mort de Cléopâtre (Fig. 89). El análisis de las similitudes entre ambas permiten deducir que Rixens debía conocer la obra de Boisfremont y la tomó como base para una de las más populares recreaciones pictóricas del suicido de Cleopatra, caracterizada por una modernidad plástica y un innegable magnetismo visual que dista mucho del sereno clasicismo del modelo inicial. Figura 89. Jean André Rixens, La mort de Cléopâtre (c. 1874) 406 Figura 89. Jean André Rixens, La mort de Cléopâtre (c. 1874) (detalle) 407 En la obra de Rixens, el elemento central es el diván donde Cleopatra, ya muerta, se en- cuentra tendida tras haber recibido la mordedura de la serpiente cuya presencia queda suge- rida por un cesto con higos en la parte inferior del lienzo. A sus pies, el cadáver en escorzo de una esclava tendida boca abajo subraya la violencia visual de la imagen. Junto al cabecero del lecho de Cleopatra, otra esclava parece acariciar la frente de la reina y mira hacia un lateral, de donde ha de venir el emisario de César que descubra el fatídico final de Cleopatra. La pintura recrea un décor propiamente orientalista, con elementos propios del arte mobiliario egipcio y también con elementos plenamente exóticos: la sábana plisada que envuelve par- cialmente a Cleopatra, la piel de leopardo a los pies de la cama o la estatuilla que, al fondo de la estancia, sugiere la presencia de alguna deidad ancestral. El elemento más destacable, no obstante, es la dramática iluminación de la escena, que ad- quiere un sentido diagonal y cuyo punto más brillante se ubica en torno al seno izquierdo de Cleopatra, conduciendo la tensión visual al punto exacto donde, según los relatos más exten- didos, la soberana egipcia recibió la mordedura del áspid. Dicho punto, ubicado levemente a la derecha de la imagen, desvía la atención del verdadero centro geométrico del lienzo, que coincide nada menos que con el monte de Venus de Cleopatra, parcialmente visible desde la perspectiva del espectador. De este modo resulta fácil ver que el verdadero protagonista de la pintura es el cuerpo desnudo de Cleopatra, retratado desde una perspectiva poco habitual, y cuya posición dislocada, algo violenta –el cuello radicalmente inclinado sobre la almohada, el brazo izquierdo flotando yerto fuera de la cama– se encuentra reforzada por la ilumina- ción brillante, claramente artificial, que modela de manera escultórica el cuerpo –pálido, occidental– de Cleopatra. El tema de Der Tod der Kleopatra (1875-76), del artista austriaco Hans Makart, es muy similar al de Rixens, aunque recrea el instante previo a la muerte, cuando Cleopatra, todavía viva, sostiene en su mano la víbora (Fig. 90). También aquí encontramos la presencia de las dos esclavas, una de ellas ya muerta a sus pies –y cuyo cuerpo parcialmente desnudo ostenta tatuajes muy del gusto orientalista–, y otra horrorizada, que se cubre los ojos ante la escena que está teniendo lugar. Encontramos asimismo un violento juego de luz que corresponde a la iluminación del sepulcro en cuyo interior Cleopatra consuma su suicidio, aunque en esta ocasión sí aparece la fuente de la luz: una antorcha que arde a la izquierda del lienzo, y que ilumina plenamente el cuerpo semidesnudo de Cleopatra. En la obra de Makart, sin embar- go, la composición y la iluminación están más cerca del romanticismo de Delacroix –Mort de Sardanapale, 1827– o incluso de ciertas reminiscencias barrocas –especialmente Rubens– que de la limpia ejecución academicista de la pintura de Rixens. Lo que permanece intacto es el protagonismo del desnudo de Cleopatra, recostado sen- sualmente en el lecho y dramáticamente iluminado. Como afirma un estudioso de esta 408 figura 90. Hans Makart, Der Tod der Kleopatra (1875-1876) obra «l’erotisme de la peinture y en est un effet à peine masqué par son sujet historique554». Makart retoma la tradición iconográfica que representa a Cleopatra como una mujer de rasgos occidentales, y le dota de una brillante palidez que contrasta con la tez más oscura de sus esclavas y que enfatiza la antítesis entre el erotismo decadente de Cleopatra y la rudeza de las esclavas, racialmente diferenciadas555. Por otro lado, la suntuosidad de la escena se refleja en la profusión de tejidos, pieles y abalo- rios que dificultan la lectura espacial del espacio y que tienen elementos tan llamativos como el tocado de Cleopatra –tal y como lo imaginó Gautier, inspirado en el culto a Isis–, las pieles animales que vemos en primer plano y el lujoso bordado de color rojo que, al fondo, remite a un objeto tan característico de la imaginación orientalista como el tejido adamascado o brocado. Algo posterior es la pintura del artista bresciano Achille Glisenti (1848-1906), que durante su carrera artística estuvo en contacto con las principales corrientes simbolistas y tardorromán- 554 Cléopâtre dans le miroir de l’art occidental, p. 248. 555 Giuseppe Pucci, «Every Man’s Cleopatra», en Margaret Melanie Miles (ed.), Cleopatra: a Sphinx Revisi- ted, California, University of California Press, 2011, p. 201 409 figura 91. Achille Glisenti, Morte di Cleopatra (1878) ticas europeas, y que fue amigo de Arnold Böcklin durante su estancia muniquesa. Su obra, que recibe influencias tan variables como las del Decadentismo, el Orientalismo o el Impre- sionismo, cuenta con ejemplos tan radiantes como su Morte di Cleopatra (1878) (Fig. 91), donde retoma el mismo planteamiento iconográfico que Makart y Rixens con un sentido plástico considerablemente diferente. La escena, como hemos anticipado, es esencialmente similar: Cleopatra agoniza custodiada por dos esclavas. Una de ellas ya ha fallecido y yace sobre el lecho, mientras la otra sujeta con delicadeza la cabeza de Cleopatra, que aparece presa de convulsiones, con los brazos extendidos y los ojos en blanco mientras el veneno desempeña su acción fulminante. Si bien es cierto que la escena no carece de una notable tensión trágica y violenta, la ejecu- ción plástica de la misma es notablemente más luminosa, y está desprovista del contraste cro- mático y lumínico de las anteriores. La luz blanca que ilumina el cuerpo de Cleopatra es más intensa en un punto carente de interés –la falda blanca que luce–, aunque dota de volúmenes escultóricos al torso convulso de la reina. Las principales notas de sensualidad se destacan en el desnudo de Cleopatra, en sus pechos cuidadosamente modelados por la luz y coronados por pezones rosados, así como en el elegante abandono de su rostro inclinado hacia atrás. 410 El décor orientalista aquí tiene un aspecto más acartonado y escénico: el verde intenso de la vegetación –impensable en el interior de un sepulcro–, las pieles animales o los motivos de- corativos del telón de fondo visibilizan quizás excesivamente lo artificial de la composición. Sus colores brillantes, planos, carecen del vaporoso romanticismo de Makart y de la nitidez simbolista de Rixens. La figura de la esclava que ya ha muerto, en escorzo y recortando su silueta sobre el fondo oscuro, impenetrable, denota tal vez excesivamente el influjo de la pin- tura de Rixens, de la que Glisenti lleva a cabo una variación que, sin embargo, carece de la fuerza del original. Otra recreación de la misma escena, aunque ésta desde postulados artísticos muy diversos, es la debida a los pinceles del británico John Collier, que en 1890 presentó una elegante Muerte de Cleopatra (Fig. 92) donde la escena inicial ha sufrido algunas transformaciones. Entre las pinturas que hemos analizado hasta ahora, la de Collier es la única de formato vertical, lo que reduce el protagonismo de las figuras humanas, menos llamativas en un espacio amplio de altos techos. Respecto de las representaciones basadas en el modelo de Boisfremont, la de Collier introduce un elemento original al ubicar a la esclava ya fallecida tendida en el suelo, a los pies del lecho, y no a los pies de Cleopatra. La figura de Cleopatra, vista de perfil, carece asimismo de la violencia visual de Makart o Rixens, y aparece serenamente tendida en su lecho, con un hieratismo que recuerda a las esculturas funerarias y a los cuerpos momificados del época faraónica. Junto al cabecero del lecho, Carmión aparece elegantemente reclinada, vestida con una túnica que deja sus senos a la vista, y que parece más propia de un retrato elegante que de la trágica escena que indica el título de la pintura. El fondo de la escena se encuentra en sombras, pero las figuras humanas se encuentran bañadas por una luz dorada, uniforme, que permite apreciar la extraordinaria habilidad de Collier para, en la línea del mejor esteticismo británico, recrear un mundo de suntuosas lujurias. Sin embargo, la rigidez de los cuerpos y la aparente falta de tensión de la imagen reducen también su carga trágica y su contenido erótico. El cuerpo de Cleopatra no es el cuerpo mórbido de Rixens –o incluso de Boisfremont–, sino una escultura distante e inalcanzable despojada de toda carnalidad. 411 figura 92. john Collier, Cleopatra’s Death (1890) 412 4.5.1.2. cLeopAtrA en close-up Las representaciones pictóricas del suicidio de Cleopatra no se limitaron a adoptar la icono- grafía propuesta por Boisdfremont. En un conjunto de pinturas surgidas durante el mismo periodo encontramos un modelo alternativo que prescinde de las dos figuras complementa- rias –las esclavas Iras y Carmión– y se centra en el dolor de Cleopatra en el instante previo a su último suspiro556. Por ello, el plano elegido por estos pintores es mucho más cerrado: podemos ver el rostro y el pecho de Cleopatra, pero el resto de su cuerpo permanece fuera del campo de visión del espectador, lo que permite concentrar la atención en los aspectos psicológicos de la pintura y prescindir de complejos decorados. En 1872, el pintor suizo Arnold Böcklin, una de las principales figuras del Simbolismo euro- peo –autor de obras tan emblemáticas como las distintas versiones de La isla de los muertos o El juego de las olas (1883)– presentó al público una pintura que mostraba a Cleopatra sujetando el áspid contra su pecho en un gesto de dolor (Fig. 93). Böcklin pudo fijarse en las Cleopatras de Guido Reni, conservadas en colecciones romanas y florentinas. Lo que parece evidente es que esta Cleopatra, mucho más sencilla iconográficamente, era también considerablemente más trágica. La mirada de la protagonista, en claroscuro, impide apreciar claramente su rostro, del que sólo percibimos un leve gesto de dolor y una postura forzada que muestra la violenta lucha interior de la reina. Tras Böcklin, Hans Makart aplicó este modelo a al menos dos pinturas presentadas al públi- co en 1875 (Fig. 94). Sabemos que la modelo de esta pintura fue la actriz vienesa Charlotte Wolter, que solía colaborar con Makart en esta época, y para la que el pintor diseñó trajes de época destinados a representaciones teatrales557. Si en su anterior Cleopatra, más conocida, los elementos más violentos habían sido elegante- mente omitidos en el conjunto de una composición de corte romántico, esta otra pintura se recrea de manera morbosa en el seno de Cleopatra que, tras recibir la mordedura del áspid, ha adquirido un tono azulado y muestra una pequeña herida sangrante. La palidez de la reina, que en el otro ejemplo era serena y claramente europea, aquí se transforma en una palidez enfermiza, con sombras violáceas y azuladas que se acentúan en el rostro de Cleopa- tra, representado en un gesto de agonía. 556 El interés pictórico por el instante preciso de la muerte es una constante en las corrientes artísticas de la segunda mitad del siglo XIX, dominadas por una espiritualización de la estética y por un cierto interés por lo sobrenatural. Uno de los ejemplos más célebres es el del pintor prerrafaelista británico Dante Gabriel Rossetti, que en su conocidísima obra Beata Beatrix, un homenaje en clave dantesca a su amante Elizabeth Siddal –que se suicidó bebiendo láudano– confesó haber querido reflejar el instante preciso en que el alma sale del cuerpo. (Buscar cita) 557 Son palabras de Gerbert frodl, director del Museo Belvedere en la nota aclaratoria publicada con motivo de la subasta de esta pintura, que tuvo lugar en la casa Dorotheum el 16 de abril de 2013. fuente: http://www.dorotheum.com/dorotheum/presse/newsdetails/archive//weltrekordpreis-fuer-hans-makart-im- dorotheum-sensationelles-ergebnis-fuer-historienbild-des-wiene.html 413 Frente a la extraordinaria violencia visual de esta representación, la indumentaria de Cleo- patra y el décor que la rodea tiene rasgos lujosos e inmensamente detallados. Así sucede con el trabajo de orfebrería que ostenta el cinturón, con los ricos bordados en oro y púrpura que ornan los paños, con las perlas y la joyería que luce la reina, y también con las flores páli- das, algo mustias, que sostiene en su mano. Mórbido y al mismo tiempo recubierto de lujo, el cuerpo de Cleopatra es ya casi un cadáver, y Makart consigue un efecto enormemente expresivo que llama la atención sobre la naturaleza macabra del suicidio y sobre el carácter trágico de este episodio que hasta entonces había sido retratado con un cierto distanciamien- to y un considerable grado de estilización. En ese sentido, se trata de una representación de extraordinaria modernidad y de espíritu netamente barroco, además de una demostración de maestría visual cuyos mayores logros residen en el realismo de la representación y en el sentido dramático de la iluminación. Una iconografía muy similar es la utilizada, ya en 1911, por el pintor húngaro Gyula Ben- czúr (Fig. 95), que fue en las décadas del cambio de siglo uno de los principales competidores de Hans Makart en el terreno de la pintura histórica. Benczúr estuvo al servicio de Ludwig II de Baviera y reunía una inmensa cultura visual e histórica que lo aproximó, en ciertos momentos, a los nuevos aires artísticos del Simbolismo y el Decadentismo, que en Múnich alcanzarían un hito singular con la obra de Franz Von Stuck y su círculo. Un primer vistazo a la pintura de Benczúr conduce a la conclusión de que su Cleopatra es pro- bablemente deudora de la de Makart. El motivo es similar –Cleopatra sosteniendo el áspid cerca de su pecho–, y también el cromatismo, basado en una violenta iluminación de la figu- ra principal sobre fondo oscuro, y en el predominio de tonos cálidos y dorados, demuestran un planteamiento muy próximo en ambos casos. Aunque la posturas no son netamente distintas, en la pintura de Benczúr, por fuerza más ex- perimental que la de Makart, la mirada de Cleopatra se dirige frontalmente al espectador de un modo especialmente violento, ya que, frente al gesto apagado de la Cleopatra de Makart, el rostro pintado por Benczúr está contraído en una mueca de dolor. otro aspecto intere- sante es el manejo de la luz, que en la obra del artista húngaro adquiere fuertes contrastes y alcanza su punto más intenso en el pecho de Cleopatra. Sí está ausente el detalle macabro del seno infectado por la mordedura; en la pintura de Benczúr, no hay rastro de inflamación y, de hecho, hay una cierta voluptuosidad erótica en el tratamiento del desnudo y en la fron- talidad de la figura. En cuanto a los elementos puramente ornamentales, encontramos aquí también paños y tejidos ricamente bordados en tonos dorados, aunque con menor complejidad que en la pin- tura de Makart. Las flores que, aquí también, Cleopatra sostiene en su otra mano, no están marchitas y apagadas como en la obra del pintor austriaco. El vivo color rosado de las flores 414 figura 93. Arnold Böcklin, Kleopatra (1872) 415 figura 94. Hans Makart, Kleopatra (1875) 416 Figura 95. Gyula Benczúr, Cleopatra (1911) 417 rompe el cromatismo dorado que domina en el resto de la pintura, y su tono coincide con el de los labios de Cleopatra. En resumen, podemos concluir que la pintura de Benczúr, más moderna e impresionista que la de Makart en cuanto a su composición –de origen posible- mente fotográfico–, sustituye la violencia mórbida del pintor austriaco por un tratamiento más sensual, más erótico, en el que el desnudo adquiere una mayor importancia, y donde el gesto de la reina, como apuntaban algunos comentaristas de obras similares, parece más cercano al éxtasis erótico que a la agonía. 4.5.2. tHéodore de bAnviLLe y victor Hugo: meditAciones Ante eL cAdáver de cLeopAtrA La figura de Cleopatra sintetiza como pocas otras de la literatura clásica la convivencia entre el amor y la muerte, entre el deseo y lo fúnebre. Esto no sucede únicamente en las escenas ya arquetípicas en que Cleopatra muestra su crueldad –asesinando a sus amantes o probando peligrosos venenos en sus esclavos–, sino también en todo lo relativo a su muerte, un episodio de importancia capital en la conversión en figura arquetípica y legendaria. Las escenas relativas al suicidio de Cleopatra mediante la mordedura de un áspid son enor- memente abundantes, tanto en la pintura como en la literatura. En ocasiones, como hemos visto, estas escenas recrean el episodio de manera más o menos literal, con distintos grados de morbosidad y de fantasía ornamental. Sin embargo, para los poetas, el relato de Cleopa- tra no concluye con su muerte. También su cuerpo yacente, su cadáver despojado de vida, será un elemento generador de imágenes y obsesiones plásticas, y un reflejo perfecto de las contradicciones del personaje y de su poder de fascinación. En cualquier caso, no parece extraño que esto sucediera en una época, el siglo XIX, en que los cadáveres momificados de personalidades y sujetos anónimos pertenecientes a distintos periodos del Imperio Egipcio se habían convertido en objeto de contemplación, exhibición pública, estudio y también comercialización. A diferencia de otros pueblos de la Antigüedad, los antiguos egipcios habían dejado vestigios de su existencia más rotundos que la arquitec- tura, el arte o la literatura: habían dejado sus propios cuerpos, conservados de forma prodi- giosa gracias a un oficio litúrgico, el del embalsamamiento, cuya sofisticación daba muestra, mejor que otras disciplinas, del grado de refinamiento que había alcanzado la civilización del Nilo. Si a principios del siglo XIX los grandes monumentos –los obeliscos ubicados en importantes puntos de París– habían sido la cara más visible del esplendor de Egipto, para el espíritu romántico, desengañado y atormentado por imágenes de muerte, la imagen más evocadora de Egipto eran las momias de sus habitantes558. 558 Indica William H. Peck que la publicación en 1856 de la Histoire des usages funèbres et des sépultures des peuples anciens, de Ernest feydeau, tuvo un importante impacto en los círculos literarios franceses, de los 418 Todo ello da muestra de la obsesión por la muerte con que se solía caracterizar al Antiguo Egipto. Se consideraba que toda la vida cotidiana de la tierra de los Faraones había girado alrededor de los cultos funerarios, y así lo refleja, mediante la formulación contemporánea del ennui, la Cleopatra de Théophile Gautier, que con mirada extrañada contemplaba una tierra concebida como una «gran tumba […] cuyos habitantes parecen no haber tenido más ocupación que embalsamar a los muertos». Por ello, y a pesar de que no se trate de una imagen perteneciente a la iconografía clásica, no resulta inesperado encontrar, en el imaginario del romanticismo tardío, la presencia del cadáver de Cleopatra y de imágenes equívocas que parecen aludir a él. De hecho, fue así como la recreó el gran teórico del Romanticismo francés, Victor Hugo, que en su monumen- tal obra épica La légende des Siècles dio cabida al cuerpo insepulto de Cleopatra. En el poema Le neuvième sphinx, la contemplación del cadáver de la Reina más poderosa de la Antigüedad vehiculiza una reflexión en torno a la fugacidad de la vida, la omnipresencia de la muerte y el carácter efímero de la belleza y el deseo. Comienza el poema con una invitación al público a contemplar el cuerpo de la reina («Passants, quelqu’un veut-il voir Cléopâtre au lit ?»), es- tableciendo un juego macabro entre la sensualidad del lecho y la rigidez de la mortaja, entre el tálamo y el túmulo donde «Cléopâtre est couchée à jamais». Para Victor Hugo, el canto de sus conquistas debe ir parejo al de su prodigiosa belleza, ar- tífice de sus mayores triunfos –«Ses dents étaient de perle et sa bouche était d’ambre ; / Les rois mouraient d’amour en entrant dans sa chambre»–, y así lo refleja en una enumeración de hombres poderosos que sucumbieron a su hechizo. Dicha enumeración tiene su cumbre, como era de esperar, en la figura de Marco Antonio, cuya ruina fue la mejor muestra de su amor (« Entre elle et l’univers qui s’offraient à la fois / Il hésita, lâchant le monde de son choix»). Entre menciones a su belleza cautivadora –literalmente cautivadora, como enuncia la poderosa imagen contenida en el verso 16: «Une chaîne sortait de ses vagues prunelles»– y referencias a sus logros, Hugo la compara con el arquetipo mismo de la belleza erótica, Venus, y lo hace con una referencia al azur, el color de lo intangible y de los sueños que sir- vió como emblema cromático para el Modernismo hispanoamericano559. Afirma Hugo que «Son corps semblait mêlé d’azur; en la voyant, / Vénus, le soir, rentrait jalouse sous la nue», y relata un episodio de celos por parte de la creadora misma de la belleza. De este modo, lo que parecía haber comenzado como una invitación poco pudorosa y una alusión a la fuga- cidad de la belleza se convierte en una auténtica Vanitas trufado de referencias orientalistas, que surgieron obras como Le roman de la momie de Gautier (Cléopâtre dans le miroir de l’art occidental, p. 247). 559 «L’art, c’est l’azur» mencionaba Juan Valera en el célebre prefacio a Azul… (1888) de Rubén Darío, en una alusión que tendría radical importancia en el desarrollo del Modernismo hispánico. El significado y la relevancia de esta cita, extraída del texto que Victor Hugo dedicó a William Shakespeare, queda de relieve en estudios como el de javier Pérez, «Un momento del azul. Rubén Darío acuña un color», en Anales de Literatura Hispanoamericana, 2011, vol. 40, pp. 161-169. 419 y que concluye con una declaración de admiración, pero también de repulsa: lo que fue esplendor y seducción es hoy apenas un cuerpo cuyo hedor macabro proclama la fugacidad de la belleza. Ô vivants, allez voir sa tombe souveraine ; Fière, elle était déesse et daignait être reine ; L’amour prenait pour arc sa lèvre aux coins moqueurs ; Sa beauté rendait fous les fronts, les sens, les cœurs, Et plus que les lions rugissants était forte ; Mais bouchez-vous le nez si vous passez la porte.560 Dada la sugerente lectura que proporciona este poema, no resulta extraño que Théodore de Banville eligiera una cita del mismo para encabezar su propia visión poética de Cleopatra, contenida en la colección Les Princesses, donde figura junto a otras ilustres mujeres podero- sas y seductoras de la Antigüedad. De hecho, el poema de Banville parece complementar o corresponder en cierto modo al de Victor Hugo, aunque con algunas diferencias. Si en Le neuvième sphinx el tono elegido era narrativo, elegíaco y épico, el delicado soneto de Banville, publicado en 1874561, se aproxima más, por sus características formales, a la naturaleza extá- tica y contemplativa de la écfrasis: Dans la nuit brûlante où la plainte continue Du fleuve pleure, avec son grand peuple éternel De Dieux, le palais, rêve effroyable et réel, Se dresse, et les sphinx noirs songent dans l’avenue. La blanche lune, au haut de son vol parvenue, Baignant les escaliers élancés en plein ciel, Baise un lit rose où, dans l’éclat surnaturel De sa divinité, dort Cléopâtre nue. Et tandis qu’elle dort, délices et bourreau Du monde, un dieu de jaspe à tête de taureau Se penche, et voit son sein où la clarté se pose. Sur ce sein, tous les feux dans son sang recélés Etincellent, montrant leur braise ardente et rose, Et l’idole de jaspe en a les yeux brûlés.562 560 «Oh vivientes, id a ver su tumba soberana: / Orgullosa, ella era diosa y osó ser reina; /El amor tomaba por arco su labio de esquinas burlonas; / Su belleza enloquecía a las frentes, los sentidos, los corazones, y más fuerte que los leones rugientes era; / Pero tapaos la nariz si cruzáis la puerta.» 561 Empleamos la edición de Oeuvres de Théodore de Banville, París, Alphonse Lemerre, 1890, pp. 239-240. 562 «En la noche ardiente donde el llanto continuo / del río llora, con su gran pueblo eterno / de Dioses, el palacio, sueño espantoso y real, / se levanta, y las esfinges negras sueñan en la avenida. // La blanca luna, ya en lo alto de su vuelo, / bañando las escaleras alzadas en pleno cielo, / besa un lecho rosado donde, en el resplan- dor sobrenatural / de su divinidad, duerme Cleopatra desnuda. // y mientras ella duerme, delicias y verdugo / del mundo, un dios de jaspe con cabeza de toro / se inclina, y ve su seno donde la claridad se posa. // Sobre este 420 En una lectura superficial, más allá de la cita y de la similitud de la escena descrita, podría- mos pensar que nos hallamos ante dos poemas que tratan situaciones radicalmente opuestas. Si la primera está caracterizada por un tono elegíaco ante la visión de una reina muerta, el poema de Banville se presenta en un primer momento como una recreación de naturaleza esencialmente sensual, donde la reina desnuda duerme voluptuosamente desnuda y recibe la visita de una misteriosa y deseante figura masculina caracterizada por una cabeza de toro. Sin embargo, una lectura más detenida arroja algunos aspectos ciertamente inquietantes. En primer lugar, el paisaje descrito no es un lugar de plenitud o de fertilidad, sino un espacio nocturno donde «el llanto continuo del río llora». Lejos del cromatismo asociado frecuen- temente a las escenas orientalistas, Banville describe un mundo dominado por las sombras de la noche y la blanca palidez de la luna que dota de un aspecto «pavoroso y real» a las es- calinatas del palacio. La misma luna, perturbador signo de feminidad y también de muerte, baña un lecho donde encontramos a Cleopatra, que duerme desnuda. Sin embargo, no lo hace como humana, sino en medio del «resplandor sobrenatural de su divinidad». ¿Duerme Cleopatra entonces, o yace muerta? La inquietante presencia que se inclina sobre su lecho podría esclarecer esta cuestión. Banville menciona «un dios de jaspe con cabeza de toro», y parece como si una de esas antigüedades egipcias tan apreciadas por los coleccionistas de la época hubiera cobrado vida y contemplase deseoso a Cleopatra. Un rápido vistazo a los tratados de mitología egipcia nos indica que bien podría tratarse de una representación de Apis, deidad masculina que adoptaba la forma de un toro o de un hombre con cabeza de toro, y que en época ptolemaica se convirtió en objeto de culto religioso. Asociado a diversos motivos, Apis era en la época de Cleopatra uno de los dioses egipcios de la muerte, y no resulta aventurado suponer que, en efecto, es él quien se inclina sobre el lecho de la reina. La lectura se enriquece todavía más si tenemos en cuenta que la iconografía egipcia suele representar a los difuntos con el mismo aspecto que tenían cuando estaban vivos, en relación directa con los dioses que habitan ya el reino de los muertos. La continuidad de la vida en la muerte, la posibilidad de mantener los mismos atributos y posesiones a un lado o al otro del más allá fue uno de los rasgos más llamativos de una religión que, junto a sus difuntos, solía enterrar diversos enseres que podían serles útiles en su vida eterna. Por ello, no sería desca- bellado afirmar que, en este soneto, Banville efectúa una écfrasis imaginaria de esta escena, una referencia al Libro de los Muertos donde el soberano fallecido es Cleopatra, cuya belleza es capaz de seducir incluso a los implacables dioses de la muerte. Un único elemento queda por aclarar: nos referimos al seno de Cleopatra: «Sur ce sein, tous les feux dans son sang recélés / etincellent, montrant leur braise ardente et rose». ¿Se trata seno, todos los fuegos encerrados en su sangre / brillan, y muestran su brasa ardiente y rosada, / y le abrasan los ojos al ídolo de jaspe». 421 de un indicio de vitalidad que señalaría que Cleopatra, en efecto, simplemente duerme y experimenta un encuentro con una presencia tal vez onírica? Podría ser, pero la alusión a la sangre y a la imagen de la brasa ardiente y rosada podría ser también un indicio de muerte. Concretamente, a la mordedura del áspid que acaba con la vida de Cleopatra y que, según la tradición iconográfica más extendida, Cleopatra se aplicó en uno de sus senos. ¿Es esa brasa ardiente la marca de la mordedura, que deja ver su sangre antaño fogosa? Nos inclinamos a creer que así es y que, en efecto, Théodore de Banville ha descrito un episodio sobrenatural acaecido tras la muerte de Cleopatra. Esencialmente es una escena mortuoria como lo era la de Victor Hugo: pero mientras la del patriarca del romanticismo francés era claramente lite- ral, diáfana en sus imágenes y asertiva en su tono, Banville adopta un sendero más apartado y escondido que explora la riqueza simbólica, metafórica y visual de la muerte de Cleopatra, que incluye los rituales funerarios del antiguo Egipto, la descripción de una escena del más allá y la gloria de una belleza que incluso en la muerte es capaz de despertar deseos en los pétreos dioses del inframundo. 4.5.3. cLeopAtrA como vanitas: conrAd AiKen En nuestro breve recorrido por el tema de la contemplación del cuerpo difunto de Cleopatra haremos una última parada en un poema que muestra la persistencia de este tópico en una cronología y una tradición literaria muy diferente. Más de cuatro décadas separan al sone- to de Banville de un curioso poema que en 1915 publicó el poeta norteamericano Conrad Aiken. Aunque no es especialmente conocido para el lector hispano, la obra poética de Aiken ha sido considerada por muchos como un episodio fundamental en la lírica contemporánea surgida en Estados Unidos. Contemporáneo y compañero de T. S. Eliot y Ezra Pound, con quienes llegó a emprender ciertos proyectos literarios, Conrad Aiken fue autor de una obra extensa que comenzó en sus años de estudiante y que le granjeó el respeto de sus contempo- ráneos. Fuertemente influida por la poesía simbolista francesa y el Romanticismo Inglés, en la obra temprana de Aiken resuenan ecos tan inevitables como los de Swinburne, pero tam- bién encontramos referencias a Théophile Gautier, a cuyo credo –«l’art pour l’art»– Aiken se entregó en gran medida. En el contexto de su obra de juventud, la figura de Cleopatra aparece a través de varias menciones. Una de ellas, la más fantasiosa, se encuentra en el relato Corpus Vile, publicado en prensa y concebido como una reescritura de A Christmas Carol de Dickens. En él, un escri- tor sometido a hipnosis viaja en sueños a la Alejandría Ptolemaica, donde trata de advertir a Marco Antonio de la traición futura de Cleopatra563. Sin embargo, nosotros centraremos ahora nuestra atención en un poema perteneciente a la serie Discordants, publicada por pri- 563 El relato, titulado «Corpus vile», ha sido estudiado por Edward Butscher en su monografía Conrad Aiken: Poet of White Horse Vale, Atlanta, University of Georgia Press, 1988, pp. 135-136. 422 mera vez en la revista Poetry en 1915564, y posteriormente recogida en el volumen Turns and Movies and Other Tales in Verse, editado en marzo del año siguiente565. Discordants es un ciclo de cinco poemas de temática amorosa y de tono elegíaco, en los que el poeta se lamenta de la distancia que le separa de su amada con registros emocionales que oscilan entre el desengaño y la añoranza. El cuarto poema de la serie está precisamente dedicado a una evocación de Cleopatra: Dead Cleopatra lies in a crystal casket, Wrapped and spiced by the cunningest of hands. Around her neck they have put a golden necklace, Her tatbebs, it is said, are worn with sands. Dead Cleopatra was once revered in Egypt— Warm-eyed she was, this princess of the south. Now she is very old and dry and faded, With black bitumen they have sealed up her mouth. Grave-robbers pulled the gold rings from her fingers, Despite the holy symbols across her breast; They scared the bats that quietly whirled above her. Poor lady! she would have been long since at rest If she had not been wrapped and spiced so shrewdly, Preserved, obscene, to mock black flights of years. What would her lover have said, had he foreseen it? Had he been moved to ecstasy, or tears? o sweet clean earth from whom the green blade cometh! When we are dead, my best-beloved and I, Close well above us that we may rest forever, Sending up grass and blossoms to the sky.566 564 Poetry: A Magazine of Verse, Edited by Harriet Monroe. Vol. VI, N. VI, Septiembre de 1915, p. 290. 565 Turns and Movies and other Tales in Verse. Boston y Nueva York, Houghton Mifflin Company, The River- side Press Cambridge, 1916 566 «Cleopatra muerta yace en una urna de cristal, / envuelta y especiada por las manos más expertas. / Alrededor de su cuello han puesto un collar de oro, / sus tatbebs, dicen, están gastados por la arena. // Cleo- patra muerta fue una vez reverenciada en Egipto– / Tenía los ojos cálidos, esta princesa del Sur. / Ahora es muy vieja y está seca y consumida; / con negro betún sellaron su boca. // Los saqueadores de tumbas arrancaron los anillos de oro de sus dedos, / a pesar de los símbolos sagrados sobre su pecho; // Asustaron a los murciélagos que silenciosamente pendían sobre ella. /¡Pobre dama! Debería haber estado desde entonces en paz. / Si no la hubieran vendado y especiado tan sabiamente, / si no la hubieran preservado, obscena, para burlar los negros vuelos del tiempo, /¿Qué habría dicho su amante si lo hubiera sabido? /¿Habría caído en el éxtasis, o en las lágrimas? //¡Oh dulce tierra limpia de donde surgió la verde hoja! / Cuando mi amada y yo hayamos muerto, / Ciérrate bien sobre nosotros para que descansemos eternamente, / y enviemos hierba y flores en dirección al cielo.» 423 Al igual que en el caso de Hugo y de Banville, nos hallamos ante una contemplación del ca- dáver de Cleopatra: sin embargo, no se trata de una recreación del momento inmediatamen- te posterior a la muerte, cuando la contemplación de la belleza de Cleopatra yacente tiene ciertos matices necrofílicos, sino de una contemplación muy distinta, y a su vez más real que cualquiera de las anteriores: la contemplación de una momia egipcia que yace en una urna de cristal. El espacio del poema posiblemente sea un museo o un gabinete arqueológico; no hay que olvidar que durante el siglo XIX y hasta inicios del siglo XX Estados Unidos vivió una auténtica egiptomanía567. Las momias egipcias, recuperadas a veces en excelentes condi- ciones, eran restos palpables del pasado, pero también objetos susceptibles de desencadenar reflexiones existencialistas como la que encontramos en el poema de Aiken. Con toda seguridad se trate de una escena figurada: aunque sí es cierto que a mediados del siglo XIX se expuso en París una momia egipcia a la que se le atribuía la identidad de la célebre reina alejandrina, dicho acontecimiento tuvo lugar décadas antes del nacimiento de Aiken, que por otro lado no realizó viajes al extranjero. Así que nos vemos inclinados a creer que es la contemplación figurada o imaginada de la momia de Cleopatra lo que lleva al poeta norteamericano a convertir a la reina de Egipto en protagonista de su poema. A lo largo de cinco estrofas, el poeta describe la momia y se lamenta por su exposición pú- blica y por el acto sacrílego de interrumpir su descanso eterno. Su cuerpo embalsamado, su boca sellada con betún contrastan con la magnificencia del collar de oro y de los anillos que los saqueadores de tumbas arrancaron de sus dedos a lo largo de los siglos, sin respeto a los símbolos sagrados que debían protegerla. Sin embargo, también alude Aiken a la vitalidad y belleza de la que fue una vez «reverenciada en Egipto», «princesa del Sur, de mirada cálida». Por otro lado, en el poema encontramos una evocación del sepulcro de la reina, custodiada por murciélagos. Las lamentaciones por la falta de respeto que implica su exhibición pública –«Poor lady!»– se confunden con la propia reflexión del poeta, que en la última estrofa invo- ca a la tierra para que custodie el descanso eterno de él y su amada. Sin duda, resulta sorprendente encontrar una reflexión moral de este tipo asociada a una imagen aparentemente frívola, como solían ser las recreaciones de Cleopatra en la época. Al mismo tiempo, también resulta necesario señalar que este poema se aleja de las otras evocaciones de Cleopatra y de otras mujeres fatales en la obra de este autor, donde estos arquetipos funcionan como motivos predilectos de Aitken para ilustrar «the witch spirit pre- sent in destructive females568». No hay erotismo en estos versos, pero sí un sentimiento de admiración hacia la sofisticación de las técnicas de embalsamamiento («Wrapped and spiced by the cunningest of hands», «If she had not been wrapped and spiced so shrewdly») y un 567 Spencer Traffon, Egypt Land: Race and Nineteenth-Century American Egyptomania. Duke University Press, 2004. 568 Edward Butscher, Aiken: Poet of White Horse Vale, Atlanta, University of Georgia Press, 1988, p. 312. 424 cierto aspecto reverencial que subraya el carácter sagrado de estos cuerpos. Indica uno de los primeros estudiosos de la obra temprana de Aitken que la Cleopatra que protagoniza este poema es un ejemplo de una cierta categoría de mujeres que abundan en la obra del poeta, y que «They are always both dead and beautiful; their perfection can never be equaled by mortal woman»569. 569 Steven Eric Olson, The Vascular Mind: Conrad Aiken’s early poetry, 1910-1918. Tesis Doctoral presentada en la Universidad de Stanford en 1981, p. 128. 425 4 . 6 . CLEOpATRA V I CTR IX : CONjURAS POL íT IC AS Y DEB I L IDADES ERóT IC AS 4.6.1. LA cleopatra de rider HAggArd Que una figura con tanta carga literaria y legendaria como Cleopatra pasara a formar parte de la cultura popular era algo esperable desde su recuperación por parte de los escritores románticos. Así fue. Para el público de la segunda mitad del siglo XX, la misteriosa reina ptolemaica tendría los rasgos de Theda Bara, Claudette Colbert, Vivien Leigh, Elizabeth Taylor o Monica Bellucci570, protagonistas de producciones cinematográficas a caballo entre la intriga política, el drama romántico, el péplum y la comedia. Sin embargo, ya a finales del siglo XIX Cleopatra se adentraba en el terreno del entretenimiento popular de la mano de Henry Rider Haggard, el autor de títulos de aventuras tan célebres como King Solomon’s Mines (1885). Cleopatra: Being an Account of the Fall and Vengeance of Harmachis571 vio la luz en 1889 y se convir- tió desde el principio en una de las obras más celebradas de Rider Haggard, que ya estaba experimentando de forma muy fructífera con la combinación entre arqueología, seducción fatal y ocultismo en el díptico formado por She. A History of Adventure (1887)572 y Ayesha, the Return of She (1905)573. En Cleopatra, sin embargo, abandonó las profundidades africanas de la enigmática Ayesha para centrar su mirada en un terreno que conocía mucho mejor: el Egipto faraónico, cuyos restos arqueológicos había podido conocer de primera mano: 570 Protagonistas respectivamente de Cleopatra (1917) de j. Gordon Edwards; Cleopatra (1934) de Cecil B. DeMille; Caesar and Cleopatra (1945) de Gabriel Pascal; Cleopatra (1963) de Joseph L. Mankiewicz; Astérix & Obélix: Mission Cléopâtre (2002) de Alain Chabat. 571 H. Rider Haggard, Cleopatra. Being an Account of the Fall and Vengeance of Harmachis, Londres, Long- mans, 1889. Todas las citas proceden de la edición publicada por Longmans, Green and Co. en 1894. La traduc- ción que hemos manejado es la siguiente: H. Rider Haggard, Cleopatra (trad. de Alberto Laurent), Barcelona, Ediciones Abraxas, 2006. 572 H. Rider Haggard, She. A History of Adventure, Londres, Longmans, 1887. 573 H. Rider Haggard, Ayesha, the Return of She, Londres, Ward Lock, 1905. 426 Haggard’s interest in archaeology was largely a consequence of his passion for Ancient Egypt, a passion fostered in boyhood by visits to a fine amateur collection belonging to a near-neighbour in Norfolk. He made the first of many trips to see archaeological sights in Egypt shortly after the book publication of She in 1887, and over the course of his life he became a well-regarded amateur Egyptologist. 574 Frente a otras obras dedicadas a la misma figura, la Cleopatra que Rider Haggard comenzó a escribir el 27 de mayo de 1867575 se distingue por proponer un enfoque argumental original e innovador en el que se engarzan, a modo de miniaturas, algunas de las anécdotas más recu- rrentes procedentes de la literatura y la historiografía previas. El protagonista de la novela es un joven egipcio llamado Harmaquis, heredero legítimo del trono faraónico usurpado por la estirpe de Ptolomeo. Desde su niñez, Harmaquis ha sido educado con la única finalidad de sostener el cetro real, y por ello se convierte en el centro de una conjura cuyo punto final ha de ser el asesinato de Cleopatra. Para ello, el joven príncipe, formado en las artes sacerdota- les y adivinatorias de la vieja religión, consigue hacerse un hueco en la corte. No cuenta, sin embargo, con enamorarse apasionadamente de Cleopatra, quien le manipulará en repetidas ocasiones para abortar el intento de conspiración o obtener las riquezas necesarias para continuar su guerra contra Roma. La novela, que adopta la fórmula clásica del manuscrito hallado, está narrada en primera persona y relata, en un tono ágil y no exento de pinceladas eruditas y arqueológicas, el proceso que llevará al intachable Harmaquis hasta su perdición definitiva. Novela extensa y abundante en prolijas descripciones576, la Cleopatra de Rider Haggard ofrece numerosos aspectos enormemente sugerentes, y como tal sigue hoy siendo objeto de análisis y estudios abordados desde diferentes disciplinas. Por ello, y sin pretender llevar a cabo un estudio global de la obra, en las siguientes páginas nos detendremos en ciertos puntos espe- cialmente significativos para nuestro objetivo: las formas de representación de Cleopatra, la iconografía asociada a la fatalidad y la estrategia desplegada por el personaje de Cleopatra para satisfacer sus ambiciones políticas. La primera aparición de Cleopatra en la novela ha de ser forzosamente deslumbrante y, sin duda, éste es un buen calificativo para el fragmento en que Harmaquis se topa con la reina en el trono. La imagen no escatima magnificencia ni destellos del Orientalismo más deca- dente y suntuoso: 574 Carolyn Burdett, «Romance, reincarnation and Rider Haggard», The Victorian Supernatural (Ed. Nicola Brown, Carolyn Burdett, Pamela Thurschwell), Cambridge, Cambridge University Press, 2004, pp. 217-238, cita en p. 217. 575 Shirley M. Addy, Rider Haggard and Egypt, Suffolk, AL Publications, 1998, p. 8. 576 A la hora de abordar el tratamiento de Cleopatra en la novelística popular contemporánea, resulta inevitable referirse al Orientalismo lujoso y romántico de la novela de Terenci Moix No digas que fue un sueño, Madrid, Planeta, 1986, posiblemente la más célebre entre las obras recientes dedicadas en España a la reina egipcia. 427 She sat in it with two fair girls, clad in Greek attire, standing one on either side, fanning her with glittering fans. on her head was the covering of Isis, the golden horns between which rested the moon’s round disk and the emblem of Osiris’ throne, with the urseus twined around. Beneath this covering was the vulture cap of gold, the blue enamelled wings and the vulture head with gemmy eyes, under which her long dark tresses flowed towards her feet. About her rounded neck was a broad collar of gold studded with emeralds and coral. Round her arms and wrists were bracelets of -gold studded with emeralds and coral, and in one hand she held the holy cross of Life fashioned of crystal, and in the other the golden rod of royalty. Her breast was bare, but under it was a garment that glistened like the scaly covering of a snake, everywhere sewn with gems. (p. 90)577 A la abundancia de joyas, piedras preciosas y materiales nobles se une la densidad simbólica de un atavío donde conviven alusiones directas a la divinidad –el tocado de Isis, los cuernos, la luna, el uraeus osiríaco, la cabeza de buitre y el centro– y elementos tan significativos como el aspecto escamoso del vestido, que evoca ya desde el primer momento la imagen de la serpiente578. La imagen de Cleopatra en el trono real es muy frecuente en las recreaciones literarias y también lo será en las cinematográficas. Muchas de ellas recrean escenarios simi- lares al descrito por Rider Haggard, que sin embargo es menos frecuente en la pintura. Una de esas excepciones es la espléndida pintura que el artista victoriano J. W. Waterhouse dedicó a este motivo en 1888 (Fig. 96). A pesar de que la composición elegida no permite apreciar la complejidad del escenario imaginado, sí es cierto que la sutil armonía de blanco y oro proporciona una atmósfera orientalista a la escena, enriquecida con detalles suntuosos como las pieles de animales sobre las que reposa la reina, con mirada baja, la cabeza escultórica de león sobre la que descansa su mano izquierda, o los ornamentos sagrados que se adivinan al fondo. Sin embargo, el tono general del cuadro es intimista y cercano, y su núcleo no son los elementos orientalistas, sino la mirada oscurecida de una Cleopatra maquinadora y cruel.579 577 « Ella iba sentada entre dos muchachas muy hermosas, vestidas con trajes griegos, ambas de pie y a cada lado, dándole aire con resplandecientes abanicos. Su cabeza se adornaba con el tocado de Isis, los cuernos de oro entre los que reposaba el disco redondo de la luna, y el emblema del trono de Osiris, con el uraeus enroscado a su alrededor. Bajo esto aparecía el birrete de oro, con sus alas esmaltadas de azul y la cabeza de buitre de ojos relucientes, bajo la cual su larga y oscura cabellera caía hasta sus pies. En su redondo cuello lucía un ancho collar y rodeaban sus brazos y muñecas brazaletes de oro e incrustados en esmeralda y coral, y en una de sus manos llevaba la sagrada cruz de la vida, de cristal, y en la otra el cetro de oro de la realeza. Su pecho se encontraba desnudo, pero por debajo del escote llevaba un vestido brillante, escamoso como una serpiente y recubierto de joyas por todas partes. (112)» 578 La serpiente aparece varias veces a lo largo de la novela, principalmente transformada en el uraeus de Cleopatra. Por otro lado, el truco de magia con el que Harmaquis logrará convertirse en el astrólogo de la reina consiste en transformar su varita en una serpiente, como el Moisés bíblico (Éxodo 4, 1-4). 579 «It is an intimate painting in his Pre-Raphaelite style, a style that usually portrayed more demure wo- men. She is alone, without all the trappings of royalty, such as servants and exquisite feasts, and her smoldering eyes are directed toward something outside of the painting. This portrait portrays a different Cleopatra whose 428 Puesto que el conflicto central de la novela se articula en torno a la relación ambigua y equí- voca de Harmaquis y Cleopatra, algunas de las descripciones más exaltadas de la reina de Egipto están teñidas de erotismo. Así sucede en una escena decisiva, en que Cleopatra seduce al sacerdote para averiguar sus secretos y su verdadera identidad: And, indeed, I have never seen her look so fair as she did upon that fatal night. Couched in her amber cushions, she seemed to shine as a star on the twilight’s glow. Perfume came from her hair and robes, music fell from her lips, and in her heavenly eyes all lights changed and gathered as in the ominous opal’s disc. (p. 146)580 En este breve fragmento, tan sólo dos adjetivos –«fatal» y «ominoso»– añaden negatividad a una descripción fuertemente sensorial donde el autor no se limita a mencionar el aspecto de Cleopatra, sino también su aroma y su voz. En esta misma escena, la reina seducirá a Harmaquis con su canto, lo que remite a la figura mitológica de las sirenas y otras criaturas femeninas de voz melodiosa y embriagadora. Más fácilmente reconocible es la escena en que Cleopatra, fortalecida económicamente gra- cias a la ayuda de Harmaquis, que le ha permitido hacerse con un tesoro funerario sagrado para los egipcios, se dirige al encuentro de Marco Antonio en el Cidno: For the stern of our galley was covered with sheets of beaten gold, the sails were of the scarlet of Tyre, and the oars of silver touched the water to a measure of music. And there, in the centre of the vessel, beneath an awning ablaze with gold embroidery, lay Cleopatra, attired as the Roman Venus (and surely Venus was not more fair!), in thin robes of whitest silk, bound in beneath her breast with a golden girdle delicately graven over with scenes of love. All about her were little rosy boys, chosen for their beauty, and clad in naught save downy wings strapped upon their shoulders, and on their backs Cupid’s bow and quiver, who fanned her with fans of plumes. Upon the vessel’s decks, handling the cordage, that was of silken web, and softly singing to the sound of harps and the beat of oars, were desires are more personal and emotional, rather than cunningly political. She comes to life in Waterhouse’s portrait in a way that she does not in Tiepolo’s. Waterhouse seems to pull her out of the world of flat fact and history, placing her into a world of a living, breathing legend» (Ron Miller y Sommer Browning, Cleopatra, Nueva York, Chelsea House Books, 2008, p. 90). En una dirección similar, Lynn Parramore subraya la dimensión erótica de la pintura, y la fuerza desafiante de su protagonista, que contrasta abiertamente con el modelo más voluptuoso y pasivo sugerido por Alma Tadema: «John William Waterhouse’s portrait of 1888 shows a sexy Cleopatra sitting upright and staring defiantly –no longer the object of the male gaze but a subject in her own right. (Lynn Parramore, Reading the Sphinx. Ancient Egypt in Nineteenth-Century Literary Culture, Basingstoke, Pal- grave Macmillan, 2008, p. 39) 580 « Nunca la había visto tan hermosa como esa fatal noche. Recostada sobre sus almohadones de color ámbar, parecía brillar cual estrella en su centelleante chispear. Innumerables perfumes se esparcían por su cuerpo y vestimenta, de sus labios salía música y en sus ojos celestiales todas las luces cambiaban reunidas como en un ominoso disco de ópalo.» (p. 173) 429 no rough sailors, but women lovely to behold, some robed Graces and some as Nereids—that is, scarce robed at all except in their scented hair. (220)581 La galera lujosamente adornada, el dosel dorado y la túnica de seda blanca de Cleopatra coinciden exactamente con el décor orientalista imaginado por Alma Tadema en The Mee- ting of Antony and Cleopatra (1883) (Fig. 81); a su vez, las alusiones al recubrimiento de oro del barco, a los perfumes y a Venus proceden de la descripción de Enobarbo en la tragedia shakesperiana. Todo ello muestra el conocimiento, por parte de Rider Haggard, de la tradi- ción literaria y pictórica asociada a Cleopatra, así como del trabajo de sus contemporáneos victorianos. Ésta no es la única ocasión en que Rider Haggard inserta un episodio histórico o legendario sobre Cleopatra en la novela. La disolución de la perla en vinagre, otra anécdota muy popular, está asimismo presente en el relato del autor victoriano, aunque ornamentada con un detalle de exquisita crueldad: la perla no es una perla cualquiera, sino parte del tesoro funerario de un faraón difunto, que Harmaquis le ayuda a obtener con la esperanza –así se lo hace creer Cleopatra– de que sirva para luchar contra Roma y liberar a Egipto de su yugo. Desperdiciada en un gesto de coquetería y seducción con Marco Antonio, la perla simboliza uno de los rasgos más llamativos de la Cleopatra de Rider Haggard: su naturaleza sacrílega, su ausencia de respeto hacia las tradiciones egipcias que Harmaquis representa y que la reina ptolemaica, por su origen griego, considera vulgares supersticiones. También el episodio de la corona de flores envenenada sirve para ilustrar la agresividad de la reina y su postura decidida ante los romanos. otra de las anécdotas más célebres –la huida de Cleopatra y sus naves de la batalla de Accio, dejando a Marco Antonio indefenso ante sus adversarios– adquiere una luz diferente en la novela: el carácter inexplicable del episodio responde a los poderes sobrenaturales de Har- maquis, que tras el fracaso de su complot contra Cleopatra vive en el desierto, convertido en un asceta y entregado al perfeccionamiento de sus artes mágicas.582 No obstante, el rasgo más innovador de la novela no se encuentra en la asimilación o re- 581 « La popa de nuestra galera fue recubierta con hojas de oro batido, las velas eran de escarlata de Tiro y los remos de plata tocaban el agua como al compás de una música. Allí, en el centro del barco, bajo un toldo que ardía en encajes de oro, se hallaba Cleopatra, ataviada como la Venus romana (¡aunque, con toda seguridad, Venus no era tan hermosa!), con su vestido de seda blanca, sujeto bajo sus pechos con un cinturón de oro delicadamente grabado con escenas de amor. A su alrededor había pequeños niños rosados, elegidos por su belleza, y desnudos salvo las alitas sujetas a los hombros, y en sus espaldas el arco de Cupido, que la refrescaban con abanicos de plumas. Sobre la cubierta del barco, colgando del cordaje, había una red de seda, y suavemente llegaba el sonido de las arpas y el golpe de los remos, no había rudos marineros, sino mujeres encantadoramente elegidas, algunas vestidas como Gracias y otras como Nereidas… esto es, casi desnudas, excepto por su perfumado cabello» (255-256) 582 El interés de H. Rider Haggard por las ciencias ocultas queda de manifiesto en varios asedios críticos a su vida y obra. El más detallado acaso sea el de Glen St. john Barclay, Anatomy of Horror: The Masters of Occult Fiction. Londres, Weidenfeld and Nicholson, 1978, pp. 58-80. 430 creación de motivos temáticos pertenecientes a la tradición literaria o historiográfica previa, sino en la construcción psicológica del personaje de Cleopatra. Rider Haggard la dota de una aguda intuición y un brillante sentido de la estrategia capaz de crear equívocos y ganar control sobre los hombres que sucumben a su poder de seducción. En ese sentido, es una Cleopatra fría, que planifica cuidadosamente sus movimientos y que es capaz de desarticular conspiraciones, intentos de atentado y conjuras en contra de ella. Es una femme fatale, pero no lo es por instinto o por voluptuosidad, sino porque es el modo de lograr el poder que ansía. Su motivación es, por lo tanto, política. y tampoco resulta difícil establecer un paralelismo con la época que le tocó vivir a Rider Haggard, rica en movimientos sociales que preten- dían renovar la anquilosada sociedad victoriana. En ese sentido, la absoluta independencia –emocional, política, sexual– de Cleopatra queda de manifiesto en la respuesta que la reina proporciona a Harmaquis cuando éste le propone casarse con él para ser reina legítima de los egipcios: Marriage ! I to marry ! I to forget freedom and court the worst slavery of our sex, which, by the selfish will of man, the stronger, still binds us to a bed grown hateful, and enforces a service that love mayhap no longer hallows ! of what use, then, to be a Queen, if thereby I may not escape the evil of the meanly born ? (206)583 La posición de Cleopatra, en ese contexto, será siempre dominante: será ella quien tome la iniciativa en su acercamiento a Marco Antonio o el propio Harmaquis, a quien somete a sus designios. En este punto, Rider Haggard imagina una sorprendente inversión de los roles sexuales: si Cleopatra es habitualmente descrita como cortesana o prostituta, aquí será ella quien solicite favores amatorios a Harmaquis a cambio de no sacrificar a los soldados impli- cados en la conspiración para asesinarla. «Cambiaré de idea; no te daré tanto a cambio de nada. Tú me lo comprarás, Harmaquis, y el precio será fuerte, será un beso» (187), afirma Cleopatra, y esta pequeña transgresión aporta una inquietante nota de sensualidad al perso- naje. La Cleopatra de Rider Haggard es una mujer obsesionada por el poder, que no ejerce su seducción con fines libertadores –como Judith– ni por mero capricho –como Salomé–. Precisamente es esta peculiar configuración del arquetipo lo que nos permite establecer una comparación con una novela española poco conocida en la que Cleopatra aparece bajo otro nombre y otra identidad, pero movida por idénticas motivaciones. A ello dedicaremos las siguientes páginas. 583 «¡Olvidar la libertad y cortejar la pésima esclavitud de nuestro sexo, la que, por el deseo del hombre, el más fuerte, nos ata a una causa hecha odiosa y refuerza el servicio que el cariño no puede consagrarle más! Entonces, ¿qué sentido tiene ser reina, si por eso no puedo escapar al mal común de los nacidos?» (p. 239) 431 figura 96. john W. Waterhouse, Cleopatra (1888) 432 4.6.2. ecos de cLeopAtrA en la serpiente de egipto de isAAc muñoz En 1997, la profesora Amelina Correa sacaba a la luz la primera edición impresa de La ser- piente de Egipto584, una novela datada entre 1915 y 1916585 que el autor granadino Isaac Muñoz había dejado concluida y debidamente corregida, sin que, por razones que se nos escapan, llegara a ser publicada en vida del autor. En el detallado estudio que acompaña a la edición crítica de la novela la profesora Correa lleva a cabo un cuidado análisis de distintos aspectos de la novela, como son la filiación orientalista de Muñoz, su biografía o las cualidades estructurales y estéticas de la novela. Por ello, nos centraremos en cuestiones menos estudiadas, esencialmente en los elementos de la novela que remiten a la figura de Cleopatra, y también a las similitudes que sugieren –es una opinión personal– una relación intertextual con la novela de Rider Haggard586. Es cierto que no hay ningún personaje en la novela de Muñoz que responda a la identidad de Cleopatra, pero también resulta plausible argumentar que la construcción de la antagonista femenina de La serpiente de Egipto, llamada Nikris, no se entiende sin postular el modelo de Cleopatra. En líneas generales, el punto de partida de la novela es un argumento no demasiado alejado del de la novela de Rider Haggard, puesto que en ambos casos el protagonista es un joven que se considera el legítimo faraón. En la novela de Isaac Muñoz, dicho papel es asumido por Thotmet, heredero de la estirpe de los menfitas y aspirante al trono usurpado por la dinastía thinita. Al igual que el Harmaquis de Rider Haggard, Thotmet es el centro de una conspiración destinada a devolverle el poder, pero sus planes se verán frustrados por una seductora figura femenina. La serpiente de Egipto a la que alude el título de la novela no es otra que Nikris, esposa favorita del Faraón –que podría ser Ramsés II, aunque no se lo menciona explícitamente–, y que empleará la seducción para desarmar a su rival y ascender en la sociedad cortesana. De carácter más narrativo que la mayoría de las novelas de Isaac Muñoz, habitualmente deudoras de un estilo subjetivo y profundamente psicológico, La serpiente de Egipto incurre, tal y como ha estudiado Amelina Correa Ramón, en numerosos anacronismos e inexactitu- des de tipo histórico, el más flagrante de los cuales es la lucha dinástica planteada al inicio del 584 Isaac Muñoz, La serpiente de Egipto (ed. Amelina Correa Ramón), Madrid, Diputación de Granada / Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1997. 585 Amelina Correa deduce la fecha de escritura de la novela a partir de su conocimiento de la obra de Isaac Muñoz y también de la caligrafía del manuscrito, que no pudo haber copiado durante sus últimos años, en que sufrió parálisis debido a la sífilis (Amelina Correa Ramón, «Una novela lírica de la tierra de los faraones: La serpiente de Egipto, de Isaac Muñoz», Anales, 22, 2010, pp. 187-205 [cita en p. 196]) 586 «También la Cleopatra de Rider Haggard contiene el relato de la anulación de la voluntad del joven Harmaquis por el poder de seducción de una mujer, la reina Cleopatra» (Amelina Correa, «Introducción» a Isaac Muñoz, La serpiente de Egipto, Madrid, Diputación de Granada / Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1997, p. 98) 433 texto. Este «criterio poco riguroso»587 (84) convive con otros anacronismos que, sin embargo, dotan a la novela de un extraordinario encanto orientalista. Isaac Muñoz imagina el Egip- to faraónico como una tierra de pasiones exacerbadas, donde los rituales sagrados exigen sacrificios humanos y sofisticadas orgías en las que, bajo el efluvio de pastillas afrodisíacas, hombres y mujeres yacen sobre lujosas alfombras y pieles de animales salvajes. El erotismo es una presencia constante en la novela, e incluye todo tipo de ambigüedades, tan caras al decadentismo. En su descripción del barrio dedicado al comercio carnal, Muñoz no duda en apuntar la existencia de «bosquecillos amables y umbrosos en los que se rendía secreto culto a los amores equívocos, cuyos ídolos no son las mujeres» (p. 125). Por otro lado, el propio lenguaje de la novela presenta elaborados destellos parnasianos que permiten a las serpientes convertirse en «collares vivos de esmeraldas y rubíes» (133) y que describe a los ligeros pájaros como poseedores de plumajes «esmaltados de piedras preciosas (156). Este parnasianismo algo futurista, que recuerda a los fabulosos autómatas imaginados por Villiers de L’Isle Adam en L’Ève Future (1886), no está exento de exquisitos anacronismos, donde los impulsos sensuales de los personajes son descritos en términos de electricidad y magnetismo. Hay dos referencias constantes en las alusiones a Nikris. La primera es la de la serpiente, que desde el título hasta la última página sirve como ilustración alegórica del fatal poder de seducción de esta femme fatale588. La segunda es la de la magnificencia: Nikris siempre aparece espléndidamente ataviada, envuelta en finos velos o desnuda, yaciendo sobre pieles de animales salvajes en una figuración que permite entender la deuda de Hollywood con el Orientalismo finisecular. En sus apariciones públicas, ocupando el trono –no el de reina, pero sí el de personaje destacado de la corte o de los cultos sacerdotales–, el decorado des- crito por Muñoz bien podría proceder de las evocaciones orientalistas de Rider Haggard o Gautier. Un ejemplo útil se encuentra en este fragmento, donde Nikris aparece impregnada por la presencia sagrada de la diosa Isis –uno de los «papeles» predilectos de la Cleopatra imaginada por los románticos: «En una sala resplandeciente se destacaba un alto trono de marfil y ébano, con un dosel constelado de topacios, de turquesas, de esmeraldas, de rubíes, y sentada en él, erguida, hierática, en su estrecha vestidura de plata, Nikris, inmóvil, sobrenatural, como la propia Isis encarnada» (156) La abundancia de materiales preciosos, la impasibilidad y rigidez de la reina desvelan la estética parnasiana tan apreciada por Muñoz, que tampoco se sustrae a algunos de los mo- 587 Amelina Correa apunta algunos de los errores y anacronismos: confusión entre dinastías y pueblos o nociones equivocadas sobre la religión y la política en el antiguo Egipto (op. cit, p. 84-86) 588 Una análisis detallado de la simbología ofídica de la novela puede encontrarse en la edición crítica de Amelina Correa (op. cit., pp. 95-97 y 121-122). 434 tivos con que Shakespeare –y tras él Hérédia, Rider Haggard y otros– imaginó la galera de Cleopatra al encuentro de Marco Antonio. Junto a Nikris, «dos escultóricas negras desnudas abanicaban lentamente a la princesa» (157) bajo «gentiles guirnaldas de flores» (157), apunta Muñoz, y la obra plástica de Alma Tadema se convierte aquí en una referencia ineludible, no sólo en el ya mencionado The Meeting of Antony and Cleopatra (1883), sino también en la fabulosa precisión de The Finding of Moses (1904). La magnificencia y la belleza de Nikris se hallan, en la novela, consteladas por alusiones a la fatalidad y la violencia. Al igual que sucedía en la Cleopatra de Rider Haggard, su poder de influencia alcanzará a un hombre descrito como poseedor de todas las virtudes viriles. «Desconfía, Thotmet, desconfía siempre. Esa mujer es una maravillosa serpiente venenosa, y si se enrosca a tu cuello, te estrangulará» (123), le recomienda Menhop. El aludido responde: «Soy frío y mis músculos son fuertes para resistir acometidas de serpientes» (123). El poder de Nikris, como el de Cleopatra, reside en su ambición y en su personalidad enigmática ante la que fracasan las estrategias de los hombres. Es un misterio, y como tal resulta fascinante: Era su perfil breve, alucinado y supraterreno como el de las esfinges. Su cabeza tenía algo de llama, y como un fervor ardoroso y fanático. En sus largos ojos casi cerrados se concentraba un sueño sobrehumano o un enigma indescrifrable. So- bre su frente, surgía interrogante y sibilino, el uraeus sagrado. (127) Supraterrena y sobrehumana, Nikris es poseedora de una belleza andrógina de resonancias animales. «Un ancho paño blanco bordado de turquesas ceñía escuetamente sus caderas enjutas, de una fina elegancia de gacela», afirma Muñoz, en un fragmento donde Cleopa- tra se transforma sucesivamente en gacela, fiera o víbora: «Sus brazos, cargado de pesados brazaletes de oro, tenían la ondulante flexibilidad de dos serpientes, y sus piernas nerviosas participaban de esa gracia ligera y fugitiva de las extremidades aterciopeladas de las fieras». Mediante un empleo estratégico de sus encantos y capacidades de seducción, Nikris logra, igual que la Cleopatra legendaria, desarticular conjuras y llevar conspiraciones al fracaso. Lo hace mediante un beso, adoptando la posición dominante: es ella quien se inclina sobre Thotmet «como una gran flor tenebrosa» y quien consuma así su hechizo: «El encanto de aquella mujer diabólica penetró en las entrañas del príncipe, y las abrasó como un veneno» (128), relata el narrador omnisciente en uno de los puntos esenciales de la estructura de la novela. A partir de entonces, Thotmet dejará de ser dueño de sus actos y se someterá a los deseos de Nikris, que tiene sobre él una influencia tan poderosa que se adentra de lleno en el terreno de lo sobrenatural. Contra su voluntad, Thotmet trata de asesinar a sus propios amigos. Mientras empuña la daga que acabará con la vida de su amigo Hermonthis, atribuye su acto a «ella… Nikris… la diosa mala… que es mi condenación…» (167). Trata de hacer lo mismo con Menhop, su gran aliado, y estrangula sin remordimientos a Misra, amada de Menhop. 435 Misra, en ese sentido, es una antítesis de Nikris. Muñoz insiste con una reiteración casi morbosa en la virginidad de esta joven odiada por la esposa del Faraón. Descrita como una joven que deja a su paso un «perfume fresco y ácido de juventud bella y de virginidad intac- ta» (191), su muerte tiene lugar en brazos de Thotmet, que sin embargo parece poseído por Nikris. Así lo apoya la frase donde el narrador describe el crimen: «y sus brazos, como dos serpientes, se enroscaron en el cuello de la niña, y apretaron, hasta que un largo estertor, que se comunicó a su corazón, le anunció la muerte» (198). Es la única ocasión en la novela en que la identificación metafórica con la serpiente no aparece asociada a Nikris, sino a Tho- tmet, pero se debe a este fenómeno de posesión más propio del vudú que de las supersticiones egipcias. Así lo corrobora el reproche de Thotmet, cuando entiende que su obsesión por Nikris es la causa de su desgracia: «Calla, diosa maldita, tú has sido mi serpiente estranguladora, mi fatalidad y mi desgracia. yo fui puro, fui noble, fui digno hijo de mi sangre y de mi raza, y ahora, por tu odiosa belleza de condenación, no soy más que un miserable a quien debieran arrojar al desierto para ser devorado por las hienas» (160) Como la Cleopatra de Gautier o Rider Haggard, Nikris no ama. Seduce a Thotmet para desvelar la conjura. Le sonsaca la información sobre sus aliados y planes ofreciéndole, «insi- nuante y brujesca», uno de sus pechos, de los que «se desprendía un sutil veneno» (147). Sin embargo, su mayor afrenta contra Thotmet es despreciar sus intachable virilidad para en- tregarse a otros amantes menos ilustres. Thotmet es un príncipe y un militar de dimensiones regias, pero Nikris prefiere otras voluptuosidades. Eso es lo que verdaderamente atormenta al protagonista: «sabía que ella, envuelta en sus velos y seguida de una esclava, iba por las noches a obscuros ligares infames, en donde negros del mercado, viciosos siriacos, de atormentada lascivia, se mataban salvajemente sobre su carne insaciable, mien- tras ella aspiraba la muerte como el supremo perfume genésico que animaba su alma, convertida en un mundo de llamas y de sangre» (170) Más adelante, incide en la misma idea: «Él presentía que aquella noche […] Nikris iría a refugiarse a no sabía qué horribles parajes inmundos, que allí, hombres surgidos de las más bajas y miserables tinieblas, crispados y rugientes por el olor divino de la amada, caerían como lobos hambrientos sobre la maravillosa carne febril, y que los besos de ella, las deliciosas palabras indecibles que ella musitaba sollozante en la hora del amor, sus estremecimientos, sus gritos sobrehumanos, serían para bárbaros sin nombre, para fieras torturadas y excitadas por el sexo llameante» (170-171) 436 Que «bárbaros sin nombre», «fieras torturadas», «viciosos siriacos» o «negros del mercado» sean los amantes predilectos de Nikris es un insulto para Thotmet, cuyo orgullo y valía –y alto concepto de sí mismo– residen en su raza, pureza de sangre y en nobleza de intenciones. Las cuestiones de la legitimidad y la virtud aparecen recurrentemente en la novela desde un punto de vista netamente masculino. Por ello, la escena final condensa el mayor ultraje que Nikris puede hacerle al virtuoso y viril Thotmet, que contempla atónito a «un negro atlético, de espaldas relucientes, de bruces sobre un bajo lecho tapizado.» (200). La mujer que está sobre el lecho es, por supuesto, Nikris: «y bajo la titánica masa negra, vio como muerta, con los ojos cerrados por la agonía de amor, pero con los labios entreabiertos en una sonrisa diabólica y divina, la cara de la maga, de la criatura incomprensible, cuyo misterio era más vivo, más terrible y más cruel que el de la esfinge». El misterio esfíngico al que alude el narrador no es la ambición política de Nikris, sino la transgresión absoluta de la sexualidad femenina ejercida de forma autónoma e independien- te. Nikris es la femme fatale cuya fatalidad reside en preferir el vigor erótico de un «negro de los mercados» en lugar de rendirse a la virilidad heroica de un descendiente de Faraones. Es la inalcanzable, la que simboliza la frustración sexual del hombre finisecular y la que permite a este arquetipo entrar con paso firme en la contemporaneidad. Por ello, y a pesar de carecer de alusiones directas a Cleopatra, no resulta difícil ver en los rasgos seductores de Nikris una presencia que enmascara la de la reina ptolemaica, cuya fatalidad residía en anteponer su ambición y su placer a la sumisión erótica ante los hombres respetables. Incluso sin saber si Isaac Muñoz leyó la novela de Rider Haggard en el original en inglés –la primera traducción al español no fue publicada hasta 1926–, el análisis comparatista de ambas novelas arroja algunas similitudes y paralelismos que hemos creído oportuno indicar. Cleopatra, en el siglo XX, será un mito asociado a la ambición política, la iniciativa erótica y el individualismo más radical. Por ello, a su manera, resulta igual de transgresor en la In- glaterra victoriana y en la España de principios del siglo XX. 437 438 figura 97. Cleopatra’s Vision, ilustración publicitaria del jabón de tocador Palmolive (1917) 439 4 . 7 . UN ESPECTRO CONTEMPORáNEO: EL AGOTAMIENTO DEL M ITO De forma paralela al desarrollo de un corpus literario centrado en las recreaciones históricas –o pretendidamente históricas– de Cleopatra, otros autores arrojaron una mirada dispar sobre la figura de la reina egipcia, y la trasladaron a la contemporaneidad en un conjunto de textos que, desde nuestra óptica, plantean interesantes cuestiones acerca del sentido y destino del mito de Cleopatra –y, por extensión, de la femme fatale– en la sociedad contemporánea. Los tres textos que aquí analizamos fueron publicados en las postrimerías del siglo XIX –en- tre 1896 y 1898–, y en ellos la figura de Cleopatra cobra tanta importancia como la actitud de su observador: en ellos, la superposición de la identidad de Cleopatra a mujeres determi- nadas parece el resultado de una maniobra forzada que sólo tiene valor desde la mirada mas- culina, donde conviven el sometimiento masoquista con un cierto pigmalionismo. El primero de ellos, debido a la pluma de Rachilde, presenta una amarga visión de las fantasías orienta- listas de un artista decadente. En otro terreno, el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo pa- rodia los excesos imaginativos de la bohemia. Para Bernardo Couto Castillo, Cleopatra es ya un arquetipo consolidado susceptible de reencarnarse en una niña marcada por la tragedia. 440 4.7.1. cLeopAtrA como FAntAsmA: l’Heure sexuelle de rAcHiLde «Mujer extraña y escabrosa»; «espíritu único esfíngicamente solitario en este tiempo finisecular»; «satánica flor de decadencia picantemente perfumada, misteriosa y hechicera y mala como un pecado»; «colegiala virginal»; «sembradora de mandrágoras»; «cultivadora de venenosas orquídeas»; «la juglaresa decadente, amansadora de víboras y encantadora de cantáridas»; en definitiva, «Madama la Anticristesa»: a la vista de las cualidades que Rubén Darío le atribuía589, parece claras las razones por las que Rachilde fue una de las personali- dades literarias más misteriosas y populares del fin de siglo francés. Rachilde fue el seudónimo más célebre, y el que finalmente terminó por imponerse al resto, de la escritora Marguerite Vallette-Eymery (1860-1953), una de las voces más complejas y sugerentes de la narrativa decadente590. También una de las más polémicas, especialmente a raíz de la publicación en 1884 –el mismo año en que Huysmans daba a la imprenta la primera edición de À rebours– de Monsieur Vénus, una novela abiertamente erótica donde una aristócrata que disfruta vistiendo y actuando como un hombre se enamora de un joven floris- ta al que dota de personalidad femenina. No en vano se ha postulado en diversas ocasiones la influencia que pudo tener en la obra de escritores como Antonio de Hoyos y Vinent, Álvaro Retana o Ángeles Vicente, tanto por su obra como por su propia personalidad, ambigua y provocadora, que la consagró como escritora publicista de sí misma591. Rachilde frecuentó los círculos de la literatura simbolista, fue amiga cercana de Joris-Karl Huysmans, Jean Lorrain, Maurice Barrès o Arsène Houssaye y, junto a su esposo Alfred Vallette, convirtió la cabecera Le Mercure de France en una referencia de las letras finiseculares. Fue en la colección literaria publicada por aquella revista donde, en 1898, vio la luz la novela que ahora nos ocupa, con el provocativo título de L’Heure sexuelle592. 589 Rubén Darío, «Rachilde» en Los raros, Madrid, Mundo Latino, 1928, pp. 123-134 (las citas proceden de las páginas 123, 124 y 130). En este retrato literario, Darío subraya la dimensión erótica de la obra de Ra- childe, y centra su atención en la novela más conocida de la escritora, Monsieur Vénus. El volumen mencionado pertenece a la serie de las Obras Completas de Darío, ilustradas por Enrique Ochoa, que incluyó un retrato a pluma de la novelista francesa en la página 121. 590 La biografía más extensa y documentada sobre Rachilde sigue siendo, hoy en día, la de Claude Dau- phiné, Rachilde: femme de lettres 1900, Périgueux, Éditions Fanlac, 1985. Una aproximación más reciente a la misma cuestión puede hallarse en la monografía de Melanie C. Hawthorne, Rachilde and French Women’s Author- ship. From Decadence to Modernism. Nebraska, University of Nebraska Press, 2001. A pesar de haber suscitado numerosos asedios críticos en los últimos años, la obra de Rachilde no goza de excesiva popularidad entre los lectores de nuestros días, tal y como demuestran la escasez de ediciones modernas y traducciones de sus novelas. 591 Esta dimensión de la vida y obra de Rachilde ha sido subrayada por numerosos críticos. Una intere- sante aproximación a este asunto es el artículo en el que Michael R. Finn identifica la personalidad de Rachilde en personajes pertenecientes a novelas de la época: «Imagining Rachilde: Decadence and the roman à clefs», French Forum Vol. 30 (2005), N. 1, pp. 81-93. 592 Rachilde, L’Heure sexuelle, Paris, Mercure de France, 1898. La novela apareció publicada por primera vez bajo el pseudónimo de Jean de Chilra. Para nuestro análisis hemos empleado una edición posterior, publi- cada ya con el nombre de Rachilde en París, Mercure de France, 1925. Citada con frecuencia en los estudios más recientes sobre la obra de Rachilde, sin embargo esta novela estaba considerada como una obra menor 441 Paradójicamente, apenas hay sexo en esta novela y, cuando lo hay, no implica a su protago- nista, un escritor de novelas amorosas llamado Louis Rogès593. En el momento en que co- mienza la historia, tiene 33 años y se encuentra en medio de una crisis personal generada por un sentimiento de profunda insatisfacción. Sus condiciones de vida y de salud no dan lugar a quejas. Como cuenta, en primera persona, sus novelas le proporcionan ingresos suficientes para vivir, y goza de buena salud debido a la robusta fortaleza de sus antecedentes familiares. Tiene, como veremos, dos amantes: Mathilde Saint-Clair, una sofisticada pianista, y Julia Noisey, una mujer burguesa casada con un arquitecto y encaprichada del aura trágico de Rogès. Su erotismo donjuanesco –pues no es sino un Don Juan, inconsciente y hedonista– es de tipo casi familiar, afable. «J’ai connu créatures si chastes que j’en suis devenu pervers à moi tout seul »594, afirma Rogès, y esta placidez contrasta con su profunda insatisfacción : a pesar de su vigor, de su atractivo y de su buena fortuna, Louis Rogès anhela ser vulnerado : Et c’est pour ces causes que je suis doué de la nostalgie de la souffrance. J’aspire à souffrir nerveusement, à fleur de peau, de toutes les forces de ma belle santé phy- sique. Je m’invente des maux imaginaires. J’abuse de ma pâleur pour me dire déli- cat ou faible de la poitrine, et mon éréthisme perpétuel me sert à disimuler les plus compliqués des névroses. Des médecins m’ont prédit successivement l’ataraxie, la paralysie, ou la folie. Je n’arrive à rien et… j’ai peur !595 El centro de sus obsesiones, el núcleo de esas ansias de vulnerabilidad, es Oriente: « j’ai l’Orient dans les veines. L’Orient ! L’Orient ! La chaleur, des palmes, du sable, un sable qui poudre les fleurs et les femmes »596 (p. 9), suspira Rogès, cuyo apartamento se encuentra re- pleto de bibelots y antigüedades donde se mezcla lo folclórico con lo obsceno597. En un lugar por su autora, que le confesó a Huysmans –no sabemos si por vanidad o falsa modestia– que la había escrito sin demasiada dificultad en apenas diecisiete días (Will McLendon, «Autour d’une lettre inédite de Rachilde à Huysmans», Bulletin de la Société J.-K. Huysmans, 20. 75 (1983), p. 24). El estudio más extenso dedicado a este libro es un artículo de Robert Ziegler, «Rachilde’s L’Heure sexuelle: Toward a Literature fin-de-sexe», Nineteenth-Century French Studies, Vol. 23, No. 1/2, Otoño-Invierno de 1994-1995, pp. 194-205. 593 La frustración sexual de Rogès es uno de los temas principales del artículo de Robert Ziegler, que analiza la simbología sexual y fetichista presente en la novela para estudiar el modo en que Rachilde decons- truye las convenciones sobre la femme fatale a través de las máscaras metaliterarias del personaje de Rogès. 594 «He conocido a criaturas tan castas que me he vuelto perverso por mí mismo». Rachilde, L’Heure sexuelle, París, Mercure de France, 1925, p. 26. 595 «y por estos motivos he sido agraciado con la nostalgia del sufrimiento. Aspiro a sufrir de forma nerviosa, a flor de piel, con todas las fuerzas de mi buena salud. Me invento males imaginarios. Abuso de mi palidez para aparentar delicadeza o debilidad de corazón, y mi perpetuo eretismo me sirve para disimular las más complicadas neurosis. Los médicos me han diagnosticado sucesivamente ataraxia, parálisis y locura. No consigo nada y… ¡tengo miedo!». (op. cit., p. 14) 596 «Oriente corre por mis venas. ¡Oriente! ¡Oriente! El calor, palmeras, arena, una arena que empolva flores y mujeres» (op. cit., p. 9) 597 Una de las derivaciones del Orientalismo finisecular se caracteriza precisamente por la sensualidad, tal y como ha estudiado Lucy Hughes-Hallet en su estudio sobre el mito de Cleopatra. Precisamente sus pala- bras encajan perfectamente en la personalidad del personaje de Rachilde: «The imagined Orient is fascinating precisely because it is a mirage. It is both pornographic and mystical. It proposes an alternative world where desire can be satisfied and commandments transgressed, where, though experience is intensely sensual, dull materialist cares vanish, a place where rapture is possible» (Lucy Hughes-Hallett, Cleopatra: Histories, Dreams 442 prominente de este santuario orientalista, un pequeño busto de marfil con la efigie imagina- da de Cleopatra le genera ensoñaciones y delirios románticos. La figura casi legendaria de la reina egipcia es para él la encarnación de sus anhelos de sufrimiento, de su masoquismo. También de lo inalcanzable, tanto por su lejanía física –Oriente– como por los siglos que los separan. Por ello, su destino cambiará cuando, durante una ronda nocturna por los bajos fondos parisinos, encuentre a una joven prostituta ataviada de manera extraña. Lo primero que le llamará la atención será, precisamente, este atuendo: Son étroite robe de soie noire l’engaine drôlement, elle est maigre, la pauvre dia- blesse. Son corsage reluit de cabochons bizarres, aussi bizarres que ses proposi- tions. Il est strié de métal et de strass comme une peau de serpent l’est d’écailles multicolores, pourtant unicolores. Elle a du jais, de l’acier, de l’or, des perles blan- ches, des perles vertes, des arabesques d’argent et des grains de coral… et tout est noir. Ce que l’on peut trouver au fond d’un tiroir de maniaque ou d’un nide de pie, elle l’a cousu, collé, imprimé sur sa poitrine plate.598 Esta original exhibición de quincallería no carece de algún interés. Por un lado, la referencia al aspecto irisado de la piel de serpiente no deja de constituir una comparación algo inquie- tante. Por otro lado, la combinación de elementos más o menos lujosos –piedras, perlas, coral– convive con piezas baratas y pobres. Se trata de una mezcla caótica que, sin embargo, revela un cierto genio: Ce sont des bijoux exaspérés. Ils ont l’insolence d’un défi. Ils sont énormes, fan- tastiquement faux, émaillés de soupirs et de larmes. Je rêve qu’il y a , parmi eux, des dents d’ours. Je suis certain d’y voir des prunelles d’enfant. 599 La descripción avanza: después de las referencias exóticas y orientalistas, pasamos a los ele- and Distortions, Londres, Harper Perennial, 1991. 598 «Su estrecho vestido de seda negra le da un aspecto extraño, porque la pobre diablesa está delgada. En su torso relucen extravagantes cabujones, tan extravagantes como sus proposiciones. Está estriado de metal y de strass del mismo modo que, en la piel de la serpiente, relucen escamas multicolores y, sin embargo, monocromas. Hay azabache, acero, oro, perlas blancas, perlas verdes, arabescos de plata y granos de coral… y todo es negro. Todo lo que podríamos encontrar en el fondo del cajón de un maniático o en el nido de una urraca, ella lo ha cosido, pegado, impreso sobre su pecho plano.» (op. cit., pp. 20-21). 599 «Son joyas exasperadas. Tienen la insolencia de un desafío. Son enormes, fantásticamente falsas, es- maltadas de suspiros y lágrimas. Sueño con encontrar, entre ellas, dientes de oso. Estoy seguro de que hay ojos de niño». (op. cit., p. 21) 443 mentos inquietantes, los dientes de oso y las pupilas de niño. La fantasía del observador desemboca en un conjunto de evocaciones relacionadas con la imaginería católica y, por lo tanto, en un símil cuya sensibilidad blasfema no deja de presentar rasgos de exquisita per- versidad: Au centre de la composition, un cœur de paillon bleuâtre ; autour du cœur, des flèches dorées, des broches, tous les menus articles de Paris que l’on vend sous les portes, des galons de jais, des galons de satin, une délicieuse broderie sur guipure ancienne, un croissant, des fleurs de soie, enfin, la rosace d’une cathédrale ! Et des petites lunules courent après des sequins, et des franges d’acier courent après des filigranes. La ceinture se noue sous un monstrueux fermoir de missel. Une boucle qui rougeoie de rubis et d’améthystes, cabochons si colossaux qu’on peut en devi- ner les défauts du verre. L’étoffe du corsage est usée, déchirée, luisante, graisseuse à la façon d’un cuir. Cependant, le col, par hasard uni, s’echancre sur une peau blanche, probablement blafarde à cause des céruses.600 Es entonces cuando Rogès, embriagado por la visión del extravagante atuendo de la joven prostituta, ve emerger en su memoria la imagen de Cleopatra. La evocación va acompañada por los lugares comunes asociados a la vida y leyenda de la reina ptolemaica: su extravagante embalsamamiento («Cléopâtre adorable, dont, une fois morte, on a doré le sexe pour n’en plus faire qu’un emblème de lucre et d’horreur… »601), víctimas masculinas (« couleuvre qui enlaça et fit choir le soudard Marc-Antoine… criminelle ingénue, épouse de son frère ou de son fils »602) e incluso su huida inesperada en la batalla de Accio (« mais si virile que toutes les galères ont fui au large de l’océan de tes prunelles »603). Inspirado por estos recuerdos, no tarda en superponer la imagen fantasmal de Cleopatra a la de la enigmática Léonie –tal es el nombre de la prostituta– como una reencarnación espectral 604: 600 «En el centro de la composición, un corazón de engarce azulado; alrededor del corazón, flechas do- radas, broches, todas las menudencias parisinas que se venden de puerta a puerta, galones de azabache, galones de satén, un delicioso bordado sobre guipur antiguo, una luna, flores de seda que conforman, en resumen, el rosetón de una catedral. Y pequeñas lúnulas corren tras las lentejuelas, y flecos de acero corren tras las fili- granas. El cinturón se anuda bajo un monstruoso cierre de misal, un lazo enrojecido por rubíes y amatistas, cabujones de bisutería tan colosales que permiten apreciar los defectos del vidrio. El tejido del corpiño está usado, desgarrado, brillante, grasiento como cuero. Al mismo tiempo, el cuello, unido al azar, se escota en una piel blanca, probablemente pálida a causa de las cerusas». (op. cit., p. 22) 601 «Cleopatra adorable, cuyo sexo, una vez muerta, fue metalizado para reducirlo a un emblema de la lujuria y el horror». 602 «culebra que enlazó y abandonó al soldado Marco Antonio, criminal ingenua, esposa de su hermano o de su hijo» 603 «pero tan viril que todas las galeras huyeron del gran océano de tus pupilas». 604 Como en otras novelas, aquí Rachilde aborda un «système de projection d’un élément sur un autre qui augure du processus de fétichisation» (Marie-Gersande Raoult, Perversion et Subversion dans les romans de Rachilde et de Jean Lorrain (1884-1906): Une esthétique de la Décadence. Tesis defendida el 10 de diciembre de 2011 en la Université de Limoges, p. 238) 444 Il est trop tard. Je ne peux plus m’éloigner. La vie vient de se jeter à la gorge du rêve. J’ai plongé dans les yeux de cette fille et je n’en remonte pas. L’Orient est là, dans l’eau noire et moirée de pestilences de ses yeux extraordinaires. Si j’étais ivre, au moins je pourrais croire que je les invente, mais je ne suis ni gris ni fou… Cette fille me suggère Cléopâtre comme le petit buste de chez moi me réfléchirait cette fille si j’allais le regarder maintenant. J’ai rencontré sur la face de cette rôdeuse de carrefour les yeux sombres, les deux trous miraculeux d’où sont jaillies les sources pures qui ont empoisonné les veines de tous les hommes !... 605 El elemento desencadenante de esta superposición de planos –y el inicio de la seducción– será, como es habitual en la narrativa de Rachilde, los ojos, que «créent, dès le debut, un relais pour l’identification qui s’instaure, dans l’esprit du héros, entre Léonie et Cléopâtre, ce processus aboutissant à la dissociation des fils des événements de l’histoire»606. A partir de este punto, la novela discurrirá acerca de los intentos de Rogès de ser amado por Léonie, que muestra frente a sus avances una brutal impasibilidad: no la de una mujer gélida y distante, sino la de una prostituta castigada por las circunstancias que no entiende la fascinación que suscita en un hombre que, a pesar de todos los inicios, no parece interesado en disfrutar de sus servicios sexuales. Claro que, a diferencia de la cálida sensualidad de Lia y Thilde, las amantes «mundanas» de Rogès, Léonie presenta rasgos muy diferentes, más cercanos a la androginia finisecular que a la oscura sensualidad de las cocottes parisinas607. Rogès la describe como delgada, de apenas 23 años y dotada de un físico masculino y débil: La taille est mince, fuyante, une taille de gamine dressée pour sauter le ruisseau. on voit les côtes, un peu, sous la chair. Le bras est merveilleusement attaché, fer- me, et l’épaule fuit comme une onde. Du creux de l’estomac au menton, c’est une enfant triste, anguleuse, souffrante et jolie. Du menton aux cheveux, c’est toute la royauté d’une vieille reine cruelle qui revient de l’exil. Le fard ne dissimule pas le 605 «Ya es demasiado tarde. No puedo alejarme. La vida acaba de arrojarse a la garganta del sueño. Me he zambullido en los ojos de esta chica y no soy capaz de ascender. Oriente está ahí, en el agua negra e irisada de pestilencia de sus ojos extraordinarios. Si estuviera ebrio, al menos podría crear que son invención mía, pero no estoy borracho ni loco… Esta chica me evoca a Cleopatra del mismo modo que el pequeño busto de mi casa me evocaría a esta chica si lo contemplara en este momento. En el rostro de esta pequeña merodeadora callejera he encontrado los ojos sombríos, los dos agujeros milagrosos de donde han brotado los manantiales que han envenenado las venas de todos los hombres…» (pp. 23-24). 606 Gabriela Tegyey, L’inscription du personnage dans les romans de Rachilde et de Marguerite Audoux, Debre- cen, Kossuth Lajos Tudományegyetem, 1995, p. 32. 607 Rachilde es una de las autoras más recurrentes en el estudio sobre androginia finisecular de Frédéric Monneyron, que analiza especialmente la novela más célebre de la autora francesa, Monsieur venus. L’androgyne décadent: mythe, figure, fantasmes. Grenoble, ELLUG, 1996. 445 ton d’ivoire mort du teint, le bistre ajouté des yeux ne leur ajoute pas d’ombre, et entre les dents aigües brille comme du sang sa lèvre qu’elle ronge impatientée.608 La palidez de la joven «d’une finesse extrême, d’une transparence d’ivoire » (30), como el busto de Cleopatra que tiene en su apartamento. De hecho, las comparaciones con el lu- joso bibelot no acaban aquí. Para Rogès, Léonie será « blanche à la manière d’un objet chinois […] poli par des caresses effroyables »609. La palidez y la delgadez andrógina son ras- gos que hacen más misteriosa a la joven, pero también son referencias al ideal estético deca- dentista claramente identificables en obras plásticas como las ilustraciones y grabados que Fernand Khnopff efectuó a partir de textos de Sar Josephin Péladan, como Le Vice Suprème, Istar o Femmes Honnêtes (Cleo Fig.19). Asimismo dotadas de una extraña belleza andrógina son las figuras que protagonizan la obra plástica del pintor victoriano Simeon Solomon, de naturaleza alegórica y dotadas de una profunda espiritualidad pagana610. Por otro lado, la conversión metafórica de Léonie en estatua o muñeca –una operación retó- rica muy frecuente en el arte decimonónico, y que ha sido estudiado atentamente por Pilar Pedraza611– remite a la rigidez sonámbula de las heroínas de Gustave Moreau. Un aspecto muy llamativo en este episodio reside en el hecho de que esta superposición de identidades –Cleopatra-Léonie– no sólo se producirá en la mente del narrador. Rogès trata- rá de llevarla a la práctica, en una extensión de su actividad creativa que, por primera vez, excede los límites de la escritura. Así sucede cuando, en el apartamento de Léonie, la joven comienza a desvestirse mientras parlotea en su jerga de arrabal. Por supuesto, a Rogès le resulta intolerable: –Tais-toi ! Tais-toi ! Un louis pour ne rien dire ! Tous les louis que tu voudras à la condition que tu ne prononceras plus un mot. J’en au trop entendu, là-bas, sur le boulevard. Remets ce corsage. Il m’amuse ; ce dessin naïf imitant la cuirasse, sa cuirasse bossuée de gemmes prècieuses et reproduisant les hiéroglyphes sacrés me fait plaisir à toucher. Tu ne sais pas ce que tu as sur la poitrine. Tu portes les décorations de l’Eros antique, de l’Eros égyptien au monstrueux phallus doré, à 608 «Su talle es delgado, huidizo, un talle de cría a punto de saltar el riachuelo. Sus costillas se adivinan levemente bajo la carne. El brazo está maravillosamente firme, y la espalda huye como una ola. Del estómago a la barbilla, es una niña triste, angulosa, sufriente y hermosa. De la barbilla a los cabellos es el porte regio de una vieja reina cruel que regresa del exilio. El maquillaje no disimula el tono de marfil muerto de su piel, y el hollín que ha añadido a sus ojos no les añade oscuridad, y entre sus dientes agudos brilla, como sangre, el labio que mordisquea con impaciencia.» (p. 30) 609 «Blanca a la manera de un objeto chino pulido por espantosas caricias» 610 La monografía más completa hasta la fecha sobre la obra plástica y gráfica de Simeon Solomon se debe a la pluma de Colin Cruise, Love Revealed: Simeon Solomon and the Pre-Raphaelites. Londres, Merrell, 2005. 611 Pilar Pedraza, Máquinas de amar. Secretos del cuerpo artificial. Madrid, valdemar, 1998. 446 la gorge de bayadère. Et puis, regarde-moi encore de tout tes yeux. Je ne te ferai point de mal. Pour la première fois et, sans doute, la dernière, un homme t’aura respectée. C’est un genre de honte que je veux te faire boire jusqu’à t’en griser. Comprends-tu le français, étrange fille ? 612 A estas alturas de la novela, parece claro que a Rogès no le interesa en absoluto lo que tenga que decir o hacer Léonie. La aprecia –desde una posición de autoritaria adoración y reve- rencia– en tanto sosias de Cleopatra o, con más exactitud, como receptáculo de su imagen soñada de ella. No le interesa como pasatiempo, ni siquiera como amante o juguete sexual: a lo largo de la novela, se resistirá reiteradamente a mantener relaciones con ella, y es quizá ese tipo de relación –de devota contemplación– lo que abre el camino a una de las lecturas más acertadas de esta novela: la de la impotencia libidinal de Rogès. Por otro lado, y en un ambiente como el París de entresiglos, plagado de rosacruces, círculos ocultistas, y donde el espiritismo era un pasatiempo común entre la alta sociedad, resulta inevitable apreciar que, en cierto modo, Léonie se convierte a ojos de Rogès en una suerte de médium de la que el escritor se sirve para materializar sus ensoñaciones eróticas egiptoma- níacas. Por supuesto, estos juegos resultan incomprensibles a Léonie, que se extraña de que su cliente –pues Rogès le recompensa económicamente cada uno de sus encuentros– sólo quiera que ella se comporte como una mujer de la que jamás ha oído hablar: –Je ressemble donc à quelqu’un de mort ? Tu en as une santé de vous raconter ça. Une ancienne ou ta légitime ? Non ! quel type ! Où est ton argent ?613 La ruptura de planos queda simbolizada en este diálogo de sordos: mientras Rogès evoca los jeroglíficos que imagina adornando el atuendo de Cleopatra, Léonie se contenta con pensar que el novelista se siente atraído por ella debido al recuerdo de una antigua amante. En ese contexto, las connotaciones del término ancienne son enormemente sugerentes. Léo- nie lo emplea en el sentido de «anterior amante», pero resulta plenamente válido también en el sentido de «antigua», atributo de la remota figura de Cleopatra. Lo interesante es que Rogès renuncia absolutamente a hacerse comprender por Léonie, ya que el escritor « ne s’intéresse pas à la femme réelle, en chair et en os, mais il adore le mirage d’une beauté an- 612 «–¡Cállate! ¡Cállate! ¡Un luis por no decir nada! Todos los luises que quieras a cambio de no pro- nunciar ni una palabra más. Ya he escuchado suficiente ahí en el bulevar. Vuelve a ponerte ese corpiño. Me divierte; ese diseño ingenuo que parece una coraza, una coraza agobiada por gemas preciosas que reproduce jeroglíficos sagrados me resulta placentero al tacto. No sabes lo que llevas en el pecho. Llevas la decoración del Eros antiguo, del Eros egipcio de monstruoso falo dorado y cuello de bayadera. y, además, mírame con los ojos abiertos. No te haré daño. Por primera vez y, sin duda, por última vez, un hombre te habrá respetado. Es una forma de vergüenza que quiero que bebas hasta emborracharte. ¿Entiendes el francés, pequeña?» (p. 32) 613 «– ¿Así que me parezco a una muerta? Qué cosas más raras me dices… ¿Una antigua o tu legítima? ¡No! ¡Qué tipo! ¿Dónde está tu dinero?» (p. 35) 447 tique614». y dichas ensoñaciones son oscuras, turbulentas, sangrientas y protagonizadas por una Cleopatra surgida de los delirios más tenebrosos del Romanticismo Negro que enunciara Mario Praz. Así queda de manifiesto en un breve relato inserto en la novela en un capítulo aparte, el sex- to. El lector no sabe si dicho relato es un texto escrito por Rogès y descontextualizado aquí a modo de collage textual, o el resultado de un sueño o ensimismamiento. Lo que sí parece claro es que se trata de una cristalización nítida de la Cleopatra adorada por Rogès, escrita en tercera persona, a diferencia del resto de la novela, donde Rogès es la única voz admitida. Por otro lado, resulta muy llamativo que, mientras muy pocas de las novelas de Rachilde fue- ron traducidas al español –y L’heure sexuelle no fue una de ellas–, este capítulo sí fue publicado, como relato o cuento independiente, en traducción de Ricardo Baeza para la revista Prometeo en 1910615. Su título, «En la corte de Cleopatra había un tigre real…», procede del título del capítulo de la novela, «À la cour de Cléopâtre, il était un tigre royal…». En lo estético, el episodio del que hablamos constituye una síntesis de muchos de los excesos iconográficos de la egiptomanía decimonónica. Presenta a una Cleopatra adolescente, toda- vía esposa de Ptolomeo XII, y que ya muestra una decidida voluntad de poder. La escena inicial es común a otros relatos: un despliegue de pirotecnia orientalista, con la joven reina viajando por el desierto en una plataforma ubicada a lomos de un imponente elefante blan- co. La descripción de la belleza de la joven, andrógina e hipersexualizada al mismo tiempo, ostenta varios atributos extravagantes, adornos sagrados y símbolos confusamente extraídos del conocimiento arqueológico finisecular. Su túnica blanca deja a la vista su sexo, «soig- neusement épilé» sobre el que ostenta un curioso tatuaje, en forma de huevo oval «fendu de lignes rouges et couronné d’une serpent». Lejos de la curvilínea sensualidad de algunas representaciones de la época, la androginia y la belleza equívoca de Cleopatra quedan de manifiesto en la prolija descripción de Rachilde : Le bec méchant de cet oiseau sacré, l’emblème d’une idole, fait plus méchant le profil de la princesse qui a l’air d’un garçon de quinze ans. Elle n’a pas de hanche et ses jambes pures s’étirent en fuseaux pâles. Elle n’a pas de ventre et l’on dirait que ses épaules fuient en deux lignes droites jusqu’à ses pieds étroits dont les or- teils sont fleuris de scarabées peints. Elle est brune et blanche comme le fruit cou- pé des cocotiers. Elle semble toute petite, aussi très grande, quand elle se hausse pour y voir mieux.616 614 Regina Bolhalder Mayer, Éros décadent: sexe et identité chez Rachilde. París, Honoré Champion, 2002, p. 51. 615 Rachilde, «En la corte de Cleopatra había un tigre real…». Prometeo 16, 1910, 171-179. 616 «El pico maligno de esta ave sagrada, emblema de un ídolo, hace más maligno el perfil de la princesa, que parece un mancebo de quince años. No tiene caderas, y sus piernas puras se estiran en husos pálidos. No tiene vientre y se diría que sus hombros huyen en dos líneas rectas hasta sus pies estrechos, cuyos pulgares 448 La extravagancia de su atuendo se ve acrecentada por un curioso adorno : una cadena alre- dedor de su cuello que sostiene dos campanitas de oro destinadas a cubrir las puntas de sus pechos o a convertirse en crótalos musicales. Caprichosa y sensual, Cleopatra se encuentra asistida por dos esclavas desnudas y un niño de raza negra al que le han extirpado la lengua para que no importune a la reina. Todos ellos padecen bajo el sol del desierto, pero, tal y como nos cuenta el narrador, la joven reina quiere ver el terreno donde ha tenido lugar una sangrienta batalla de sus ejércitos. Lo que podría parecer una experiencia formativa –« Il est bon qu’une jeune reine voie les résultats d’une guerre »617–, esconde sin embargo una intención muy distinta : la joven reina quiere bailar al atardecer en el campo de batalla, entre los cadáveres de soldados cuyos efluvios disimulan los perfumes e inciensos esparcidos por las dos esclavas. No se trata de una danza cualquiera, sino de danzas sagradas que le han enseñado los sacerdotes de la corte. Por ello, todos se postran ante Cleopatra cuando comienza su sacrílego baile: Au milieu de la place libre laissée sur le dos de l’éléphant immobile, comme dans de la lumière, elle marche d’abord la tête inclinée, les bras arrondis en bras d’amphore blanche. Elle agite ses petites coupes d’or qui rendent un son aigû- ment sauvage.618 Mientras, sus esclavos la contemplan con los ojos vacíos de los muertos, «sans autre âme que l’immense désir, et se corrompent, comme les morts, à la regarder vivre»619: Elle saute deux fois, tourne sur elle-même, plus vite, oscille au vent de la pourritu- re comme une branche fleurie. Elle respire au milieu d’eux et du champ funèbre comme en un jardin. Elle se sent si belle !... Ses yeux longs, mi-clos, ont des lueurs que jettent les yeux d’enfant avant de s’endormir. Et elle heurte plus fort ses peti- tes cloches, les secoue sur eux comme si elle voulait faire neiger ses petits seins.620 Desde luego, resulta llamativa la inserción de este episodio imaginado por Rachilde –por Rogès, en el plano narrativo– y que describe a Cleopatra bailando entre cadáveres del mismo florecen dos escarabajos pintados. Es morena y blanca como el fruto partido de los cocoteros. Perece muy baja, también muy alta, cuando se empina para ver mejor.» (pp. 111-112). 617 «Es bueno que una joven reina vea los resultados de una guerra» (p. 115). 618 «En medio del lugar que han dejado libre sobre el lomo del elefante inmóvil, como sobre luz, camina primero inclinada la cabeza, arqueados los brazos como brazos de ánfora blanca. Agita sus dos copas de oro que producen un son agudamente salvaje.» (p. XXX). 619 «Están sin más alma que el inmenso deseo. y se corrompen, como los muertos, al mirarla vivir.» (p. XXX). 620 «Ella salta dos veces, gira sobre si misma, más deprisa, oscila al viento de la podredumbre como una rama florida. Respira en medio de ellos y del campo fúnebre como en un jardín. iSe siente tan bellaI... Sus largos ojos, entornados, tienen esas luces que despiden los ojos de los niños antes de dormirse. Y choca más fuerte sus dos campanas, las sacude sobre ellos como si quisiera hacer nevar sus pequeños senos.» (p. 118). 449 modo que Salomé bailaba alrededor de la cabeza de Juan Bautista. Nuevamente, las femmes fatales legendarias se funden en una imagen repleta de violencia y crueldad que demuestra que los límites entre unas y otras son, en la mente de los autores finiseculares, borrosos y móviles621. Sin embargo, algo detiene la danza de la joven egipcia. A cierta distancia, un tigre devora los cadáveres de los soldados y, ante las flechas de los arqueros de Cleopatra, se lanza contra el elefante, hace tambalearse la cesta y las dos esclavas mueren al instante. Cleopatra sobrevive porque el niño sin lengua la sujeta por los tobillos y, en medio de este sangriento incidente, no puede evitar admirar «la bête merveilleuse dont la robe d’or se parsème de roses noires à la clarté pâle de la lune» que, a su vez, mira a la joven reina : Et le tigre la regarde, ébloui, les oreilles couchées en arrière, les crocs saignants ; ses prunelles vertes, dans l’astre double de ses yeux, s’élargissent et se rétrécissent avec une expression de volupté féroce. C’est un jeune mâle d’une très royale es- pèce.622 Joven macho de estirpe real –como Ptolomeo XII, César y Antonio–, el tigre parece cautivar a Cleopatra, que lo lleva a su palacio, lo cura y lo convierte en una siniestra mascota que termina estrangulando a su único competidor, el niño sin lengua que hasta entonces había sido el más devoto de sus servidores –« Il ne peut pas y avoir deux favoris à jouer près de la même couche »623–. En este punto de la narración, las sugerencias dan paso a las certezas : Ptolomeo repudia a la joven reina y ordena sacrificar al tigre crucificándolo en las puertas del palacio. Las últimas líneas del relato desvelan las razones de esta decisión, en un décor no exento de sensualidad orientalista y erotismo: Sous le dais bleu sombre d’un ciel gemmé d’étoiles plus grosses que les opales sacrées, dans la pureté d’un air où l’on aurait entendu vibrer le chant de leurs sphères mystérieuses, la princesse, sa sœur et sa femme, se tordant, nue, entre les pattes d’un animal plus puissant qu’un homme… et plus heureux qu’un roi ! Mais Cléopâtre en exil aura l’empire du monde. Elle sait le charme qui enchaîne 621 Invitamos al lector a comparar esta descripción con las que aparecen en el bloque dedicado a Salomé dentro de esta misma investigación. Se repiten elementos como la sensualidad de la danza, su carácter religioso o ritual, la violencia de los movimientos o el efecto hipnótico que produce en sus espectadores. 622 «Y el tigre la mira, deslumbrado, gachas las orejas, sangrientos los colmillos; sus pupilas verdes, en el astro doble de sus ojos, se dilatan y se encogen con una expresión de voluptuosidad salvaje. Es un macho joven de una especie regia.» (p. 120). 623 «No puede haber dos favoritos jugando junto a un mismo lecho.» (p. 122). 450 les fauves. À sa cour de reine prostituée, il y aura toujours un tigre de race vraiment royale…624 Perversión rara y refinada, esta pasión zoófila acrecienta, en la imaginación de Rogès, la le- gendaria lascivia de Cleopatra. Sin embargo, y de un modo muy contemporáneo, este sueño no es únicamente una fantasía erótica y cruel del escritor, sino una alegoría donde Cleopatra es la joven Léonie, y el tigre, como se descubrirá inmediatamente, corresponde al retrato del amante de Léonie, un joven criminal que cumple condena en prisión –y que revela la inseguridad sexual de Rogès frente a un rival más poderoso. Los celos convierten a la joven prostituta en una meta erótica aún más inalcanzable y, por ello, más deseable. Sin duda, este carácter inalcanzable constituye el principal atractivo de Léonie a ojos de este Don Juan cuyas conquistas siempre han sido fáciles y fluidas. De hecho, Rachilde dedica tantas páginas a hablar de Léonie y Cleopatra como a narrar las aventuras y desventuras galantes de Rogès con tres mujeres distintas. Las dos primeras son Julia Noisey y Mathilde Saint Clair, que tienen una importante presen- cia en la primera mitad de la novela, lo que ha llevado a algunos expertos a afirmar que, tal vez, Rachilde fusionara dos novelas distintas para escribir L’heure sexuelle. Tanto Noisey como Saint Clair son mujeres de la alta sociedad seducidas por el perfil mundano y culto de Rogès, pero no tardan en rebelarse contra él. Julia Noisey le pone en evidencia ante sus amigos y, en una escena de celos, recibe una bofetada por parte de Rogès tras la que, sin embargo, se muestra dócil y más enamorada que nunca. Mathilde Saint Clair, al descubrir su doble juego, reacciona con indignación, pues como mujer independiente e intelectual considera que su relación con Rogès ha de ser de igual a igual. La tercera es la tía de Rogès, con quien el escritor experimentó su iniciación erótica en la adolescencia, y que ahora agoniza sin olvidar sus amores de juventud. Las tres, como emble- mas del erotismo burgués y doméstico, son víctimas de Rogès el conquistador, el Don Juan inconsciente y erotómano que desprecia a sus juguetes eróticos y cuya visible misoginia teme, sin embargo, a su madre, una mujer severa, fría y ambiciosa que posibilita una lectura de L’heure sexuelle en clave edípica. A ningún lector atento se le escapa la extrañeza que produce el hecho de encontrar, en una 624 «Bajo el dosel azul sombrío de un cielo constelado de estrellas más gruesas que los ópalos sagrados, en la pureza de un aire donde se habría oído vibrar el canto de sus esferas misteriosas, ¡a la princesa, su herma- na y mujer, retorciéndose, desnuda, entre las patas de un animal más potente que un hombre y más venturoso que un rey! »Pero Cleopatra, en el destierro, tendrá el imperio del mundo. Sabe el hechizo que encadena a los felinos. »En su corte de reina prostituta, habrá siempre un tigre de raza verdaderamente real.» (p. 124). 451 novela articulada en torno al binomio Rogès-Léonie, tantos personajes secundarios desa- rrollados con tanta minuciosidad. Acaso sea porque un tema principal de L’heure sexuelle es, en realidad, la decadencia de los usos amorosos de la burguesía y la alta sociedad, llenos de rituales galantes, dobles juegos y sofisticaciones vacías. Rogès es, desde esta perspectiva, un Don Juan castigado por la realidad. En primer lugar, porque, en un sorprendente giro propio de la novela erótica de la belle époque, el triángulo amoroso de Rogès-Julia-Mathilde se resuelve del modo más inesperado posible: convirtiendo a Noisey y Saint Clair en amantes sáficas, demostrando que la presencia del seductor Rogès ha dejado de ser necesaria. En segundo lugar, por la absoluta resistencia de Léonie a convertirse en la amante legendaria que Rogès ve en ella. Y el escritor, que se siente agotado por su papel de seductor, ve en la frialdad de la prostituta un medio para lograr su tan ansiada vulnerabilidad: Je suis très vieux, Reine, et il faut le piment des lointains mystères d’Egypte pour me rappeler ma jeunesse et ma force. Les filles qui boivent le sang des têtes cou- pées sur leur bouche ou celles qui jouent entre les pattes des tigres.625 De hecho, no resulta extraño que, en este punto, Rogès se sienta identificado con César, pero no con el hombre en plenitud de su poder de seducción, sino con el anciano decrépito que protagoniza otra de sus ensoñaciones: mientras Cleopatra yace indiferente en su trirremo, César agoniza a sus pies cubierto de heridas626. También en esta ocasión la ensoñación ten- drá un valor alegórico y premonitorio: durante una discusión con Léonie, ésta le asesta una puñalada en el brazo que, aunque no reviste excesiva gravedad, produce a Rogès fiebres e infecciones de forma insospechada627. El escritor, que había restado importancia al incidente –no deja de ser una muestra de crueldad tiránica que, en el fondo, admira–, no puede evitar relacionarlo con otra presencia habitual en el imaginario de Cleopatra: el áspid: Depuis quinze jours je me promène ainsi, parce qu’une fièvre de printemps a envenimé le joli coup de couteau de Cléopâtre. Peu s’en est fallu qu’il ne me joue la tour du fameux aspic. Je n’avais pas soigné cela. Un matin, cela s’est mis à me mordre. On a dû chercher un médecin et des fioles.628 (188) 625 «Soy muy viejo, Reina, y necesito la pimienta de los lejanos misterios de Egipto para revivir mi juven- tud y mi fuerza. Las jóvenes que beben la sangre de las cabezas cortadas o las que juegan entre las patas de los tigres.» (op. cit., p. 148). 626 Más adelante, en una pirueta alegórica acaso demasiado forzada, Léonie comentará el parecido entre Rogès y el retrato que figuraba en una moneda encontrada en el orfanato donde se crió: por supuesto, el retrato al que se refiere es la efigie de César, lo que contribuye a acentuar el desconcierto de Rogès y su convencimiento de que Leónie es, de alguna forma, una nueva Cleopatra. 627 «Rachilde’s novels teem with lamias, intimidating viragoes armed with scalpels, knives, and hairpins, with cold, rapacious blood-drinkers and homophobic prowlers, women described as coupling with panthers, cats, and tigers» (Ziegler, op. cit., 195) 628 «Desde hace quince días estoy así, porque una fiebre primaveral ha infectado la bella cuchillada de Cleopatra. Por poco me hace la jugada del famoso áspid. No había contado con ello. Una mañana, se puso a morderme. Tuvimos que buscar un médico inmediatamente.» (op. cit., p. 188). 452 La dolencia de Rogès desencadena, además, su definitivo distanciamiento de la sociedad en que había triunfado como bon vivant. Su encaprichamiento con Léonie pasa a ser públi- camente notorio, y varios personajes –sus amigos, su madre y finalmente un inspector de policía– le instan a abandonar a la joven prostituta, que se encuentra bajo vigilancia debido a su relación íntima con el hombre recluso. Es entonces cuando se opera un cambio en la personalidad del protagonista de la novela, que se rebela contra estas advertencias y contra lo que considera prejuicios burgueses. En lugar de abandonar a Léonie tras recibir la cuchi- llada, le propone que vaya a vivir a su apartamento con el objetivo de sortear la vigilancia de la justicia. Es allí donde tendrá lugar la última parte de la novela, en la que Rogès, en un intento desesperado por hacer realidad su fantasía, se transforma ante el lector en una suerte de Pigmalión obsesionado con transformar a Léonie en Cleopatra. Como afirma un estudio reciente, «Il s’agit ici du même désir, pervers, de s’unir à sa propre créature, penchant que Huysmans, par la bouche de son personnage Durtal, appelle ‘Pygmallionisme’»629. La transformación no se limita sólo al plano estético, sino también al emocional. Rogès de- sea que Cleopatra le domine y disponga de él a su antojo: «Reine, ma petite Cléopâtre bien aimée, tu essayeras sur moi les poisons tout à ton aise et tu dormiras la nuit. Ce que cela sera doux !»630, afirma en una declaración de romanticismo exaltado. Cuando Léonie accede –en el fondo sólo está esperando a que su amante salga de prisión–, se somete sin apenas oposi- ción a esta conversión en muñeca, en estatua, en busto de Cleopatra. Rogès la viste con una túnica transparente y filtra la luz de su apartamento con tejidos amarillentos que generan una luminosidad dorada, tal y como imagina el antiguo Egipto. Sin embargo, desde su llega- da a la casa del escritor, la joven apenas hace otra cosa que dormir y deambular: Elle erre nue, elle a raison, elle est bien faite, à la fois si frêle et si forte qu’elle évo- que un peu la silhouette d’un garçon de quinze ans, une bizarre idole androgyne, jadis coupable d’avoir suscité des cultes pervers et, aujourd’hui, châtrée, épilée, maudite, enchantée… et enchantant ses adorateurs. Une forme de fantôme, un corps de reine momifié dont les alchimistes de notre époque ont, du bout de leurs pinces profanes, métallisé le sexe.631 (263) Se trata de una relación erótica extraña, donde Rogès adopta voluntariamente la posición de espectador. No llega a mantener relaciones sexuales con Léonie, aunque, en una imagen de 629 Bolhalder Mayer, op. cit., p. 50. 630 «Reina, mi querida y amada Cleopatra, probarás venenos en mí como te plazca, y dormirás por la noche. ¡Qué tierno será!» 631 «Ella vaga desnuda, tiene razón, está bien hecha, a la vez tan frágil y tan fuerte que evoca un poco la silueta de un chico de quince años, un extraño ídolo andrógino, antaño culpable de haber suscitado cultos perversos y hoy castrado, depilado, maldito, encantado… y encantador para sus adoradores. Una forma de fantasma, un cuerpo de reina momificada al que los alquimistas de nuestra época, con sus pinzas profanas, han metalizado el sexo». (op. cit., p. 263). 453 connotaciones casi pornográficas, evoca el rastro que decenas de amantes han dejado en el cuerpo de la joven prostituta. Rogès afirma que « Elle sent aussi… la sève humaine que tous les hommes lui ont donnée pour s’en vernir affreusement, et elle en est plus brillante, plus objet d’art, plus morte»632, y la audacia de la imagen revela el abismo por el que se desem- peña un Don Juan que agoniza de dolor por no ser amado, y que ha de asumir que Léonie, a pesar de todos sus intentos, es ajena a sus deseos y ni siquiera es capaz de comprender la sombra fantasmal que Rogès trata de imponer sobre ella. « Ses yeux communiquent avec le néant »633 (148), afirma el narrador, y esta frustración, esta incapacidad para comunicarse, conduce al desenlace que, a pesar de lo que permitía prever el turbulento desarrollo de la narración, se produce del modo más trivial posible : Léonie le abandona cuando su amante sale de prisión. El encantamiento ha quedado roto y la muñeca perfecta tiene planes lejos de Pigmalión. La realidad impone así su presencia, y Rogès no tiene más remedio : por primera vez desde su encuentro inicial, se ve obligado a ver a Léonie tal y como es : Elle entre de son pas souple, muet, elle a mis le costume de notre belle journée de campagne. Elle a dépouillé sa livrée d’esclave orientale, sa robe transparente lui permettant les poses cyniques et les phrases qui font frémir. Elle est en jeune femme d’occident, toute simple, toute enfantine, ses yeux sont plus doux et ses lèvres moins rouges.634 Incluso en ese momento Rogès experimenta una leve esperanza : Je ne dois pas la retenir, elle reviendra. Elle reviendra parce qu’elle a hésité, là, sur le seuil de ma chambre. Je l’ai bien vu, dans cette ombre… ses yeux n’étaient plus si durs… à moins que le reflet de sa lampe… oui… peut-être, seulement, le reflet…635 Aceptar, en última instancia, que el brillo presentido no era más que un reflejo supone, para Rogès, admitir que su aventura con Léonie no ha sido más que una fantasía, y que la joven prostituta sólo fue Cleopatra en su imaginación. Bajo un envoltorio aparentemente intrascendente, y a pesar de sus defectos narrativos, L’heure sexuelle es una novela que plantea cuestiones de una enorme complejidad. Dicha complejidad 632 «También huele a la savia humana que todos los hombres le han dado para que se barnice espanto- samente, y por ello está más brillante, más objeto de arte, más muerta» (op. cit., p. 268). 633 «Sus ojos comunican con la nada». 634 «Entra con paso ágil, mudo, lleva el vestido de nuestra excursión al campo. Se ha quitado su túnica de esclava oriental, su vestido transparente que hacía posibles sus poses cínicas y sus frases temibles. Tiene el aspecto de un joven occidental, simple e infantil, sus ojos son más suaves y sus labios menos rojos» (op. cit., p. 280). 635 «No debo retenerla, volverá sola. Regresará porque ha dudado en el umbral de la puerta. Lo he visto perfectamente, en la sombra sus ojos no eran tan duros, a menos que el reflejo de la lámpara… sí, quizás, fuera sólo el reflejo…» (op. cit., p. 283). 454 es extensible a la práctica totalidad de la obra narrativa de su autora, que tan pronto ha sido considerada antifeminista como precursora de las preocupaciones contemporáneas sobre la construcción del género636. En la novela que analizamos, la frustración de Louis Rogès no es sino la frustración del hombre contemporáneo ante la mujer que se resiste a encajar en los arquetipos ideales, artísticos, de la feminidad. Lo interesante de Léonie es su absoluta extra- ñeza ante el pedestal que Rogès coloca a sus pies: no comprende la fascinación del escritor, se muestra ajena a ella y a los intentos de modelarla a su antojo. Es cierto que se deja disfrazar y que incluso accede a cambiar su nombre por el de «Reine», pero lo hace con la resignación con que atiende las extravagancias de sus clientes. En ese sentido, Rogès no es sino el cliente más extravagante de todos, y como tal lo acata. En su pragmatismo, Léonie encarna un con- flicto nada trivial: el de la mujer real ante los arquetipos ideados por la misoginia finisecular. No parece casual que el protagonista de la novela sea un escritor, ya que precisamente fueron los escritores y artistas los creadores del arquetipo de la femme fatale637. Frente a ellos, Rachilde protesta, y argumenta que ese arquetipo no es más que una escultura hueca para enmascarar la insatisfacción del eros ante la realidad. Es ahí donde se distancia claramente de sus coetá- neos, y donde da un paso más allá que la distancia de Rider Haggard o Théophile Gautier. Rachilde estrella el arquetipo de la femme fatale contra el muro de la realidad y el resultado es un personaje grotesco y trágico, el del escritor narcisista que fracasa en sus aspiraciones de estetizar la vida y hacer del amor un subterfugio literario. La mirada crítica que encontramos en este texto –a nuestro juicio, de forma evidente– con- vive con algunos matices que la hacen aún más compleja. La relación con Léonie desenca- denará el camino hacia los márgenes de Rogès, pero no lo hará sin despertar en el escritor un cierto espíritu de rebelión individualista frente a las convenciones de la Francia burguesa, personificadas por la madre perversa, pero también por el policía que le visita para conven- cerle de que Léonie es una compañía peligrosa. Lejos de lograr su objetivo, esta visita no hace sino intensificar la rebeldía de Rogès, que describe así los hechos narrados por el inspector: J’apprends que j’ai porté des roses blanches à une fille syphilitique, et que la dite fille syphilitique est surveillée par la police pour avoir défendu chaleureusement son souteneur en pleine audience. (Bravo, la reine !) On l’accuse d’un tas de mé- faits dont le plus sinistre est d’avoir ouvert sa fenêtre pour respirer à une heure où 636 En fechas recientes, la tradicional adscripción de Rachilde al antifeminismo de la época –promovido por ella misma en su ensayo Pourquoi je ne suis pas féministe (1928)– ha dado paso a una valoración más amplia y compleja de su obra, por momentos colindante con modernos planteamientos de género. Dicha valoración se centra en la novela más conocida de Rachilde, Monsieur Vénus, aunque algunas de sus preocupaciones po- drían encontrar eco en la novela que ahora analizamos. Un análisis de esta evolución en la valoración crítica de Rachilde puede consultarse en el artículo de Katherine Gantz, «The Difficult Guest: French Queer Theory Makes Room for Rachilde», South Central Review, Vol. 22, N. 3, otoño de 2005, pp. 113-132. 637 «It is by satirizing the decadent esthete, emasculated yet compensated for by his presumed control of language, that Rachilde further shows the dangers of gender stereotyping, describing the weak male writer as just another tired fiction» (Ziegler, 196) 455 les filles ne doivent jamais respirer.638 Rogès se rebela, por lo tanto, ante la hipocresía social que permite la prostitución pero que condena moralmente a sus usuarios. « J’ai cette furieuse et humble fantaisie d’être aimé par Cléopâtre, que vous condamnez à vivre déguisée en putain moderne, j’ignore pourquoi »639, argumenta con furia contra la vulgaridad de los tiempos. Es así, atrapado entre dos pre- sencias femeninas –la tiranía de la Cleopatra legendaria y el feroz materialismo de Léonie– como llega a defender, ante el policía, las acciones del anarquista Ravachol, un personaje muy popular en la época y que había sido ajusticiado en 1892 no sin antes haber defendido las razones sociales de su rebeldía. La figura de Cleopatra funciona, por lo tanto, como un símbolo para Rachilde: el de los fantasmas creados por la imaginación decimonónica que, en los albores del nuevo siglo, iban quedando obsoletos frente al nacimiento de una nueva conciencia femenina ajena a los monstruos de laboratorio de la misoginia finisecular640. Es así como Cleopatra se transforma- rá, ya en el siglo XX, en una presencia fantasmal que ya no representa la quintaesencia de la feminidad, sino la persistencia de viejas fantasías en la mente masculina. De esos fantasmas hablaremos en las siguientes páginas. 638 «Me entero de que he regalado rosas blancas a una chica sifilítica, y que la mencionada chica sifilítica está bajo vigilancia policial por haber defendido calurosamente a su chulo ante la audiencia (¡Bravo la reina!). La acusan de un montón de delitos el mayor de los cuales es haber abierto su ventana para respirar a una hora a la que las chicas no deben respirar jamás» (op. cit., p. 250). 639 «Tengo esta furiosa y humilde fantasía consistente en ser amado por Cleopatra, a quien condenáis a vivir disfrazada de puta moderna, no sé por qué» (p. 253). 640 «It is by synthesizing male-generated images […] that Rachilde can demythify the figure of the female dominator» (Ziegler 196) 456 4.7.2. eL FeticHe o eL imposibLe: la cabellera de cleopatra de enrique gómez cArriLLo Si en París Rachilde apuntaba ya transformación de Cleopatra en fantasma arqueológico, en el mismo año en que veía la luz L’Heure sexuelle, el escritor, político y diplomático guatemal- teco Enrique Gómez Carrillo publicaba un breve relato donde abordaba, aunque de forma más cínica, cuestiones similares. La cabellera de Cleopatra641 apareció como parte del libro Almas y cerebros, uno de los varios vo- lúmenes en que, durante aquellos años, Gómez Carrillo reunió relatos, crónicas de su vida parisina –durante sus años en la capital francesa frecuentó a Paul Verlaine, oscar Wilde o Leconte de Lisle– y apuntes narrativos de distinta naturaleza642. Como su nombre indica, «La cabellera de Cleopatra» evoca la figura de la temible reina egipcia a través de sus cabe- llos; en una triste ironía, la cabellera que protagoniza la historia no tiene nada del esplendor 641 «La cabellera de Cleopatra» en Almas y cerebros. Historias sentimentales, intimidades parisienses, etc. ,París, Casa Editorial Garnier jermanos, 1898, pp. 13-30 642 «Alma es la palabra clave de la época. Todos los críticos y artistas del momento escriben sobre el alma del poeta, de las cosas, de los seres, de la naturaleza; el alma universal, contemporánea, nacional […] Machado recibe la influencia de este ambiente finisecular a través de unas experiencias concretas: fundamental resulta su estancia en París, donde alma es palabra-clave del silmbolismo; fundamentales resultan algunos títulos de sus compañeros, como Almas y cerebros y El alma encantadora de París de Gómez Carrillo» (Rafael Alarcón Sierra, «Introducción» a Manuel Machado, Alma. Caprichos. El mal poema, ed. Rafael Alarcón Sierra, Madrid, Castalia, 2000, p. 39) figura 98. franz von Stuck, Sphinx (1895) 457 de la Cleopatra legendaria y apenas es un artículo de lujo en el escaparate de una barbería. 643 Es ahí donde la descubre el personaje principal del relato, un escritor frustrado llamado Teodoro Sylarus, al que el narrador califica desde la primera línea como «el viejo poeta des- conocido» (p. 15). Sylarus ofrece todos los tópicos del autor maldito –y también mediocre. Su obra permanece inédita, su trabajo tiene lugar en los salones públicos de lectura y sus días transcurren impartiendo clases de latín en una institución religiosa y escribiendo obras que nadie parece querer leer. Su gran proyecto es «su gran poema sobre la belleza antigua, su Cleopatra Victrix» (p. 15), un largo texto que ningún editor –a quienes atribuye el mal gusto burgués de la época– quiere publicar: Su Cleopatra Victrix — diez años enteros de labor —era un largo ditirambo en tercetos, en el cuál [18] la reina de Egipto aparecía, en toda la gloria simbólica de su belleza, como una domadora de voluntades, como una imagen de la seducción suprema e irresistible. (pp. 17-18) Ya en estas líneas se puede apreciar el tono, entre irónico y cáustico, que emplea Gómez Ca- rrillo para describir las andanzas de este personaje que, si estuviera dotado de mayor talento –y fuera un incomprendido en lugar de sólo un escritor mediocre– podría ser un homólogo francés del Max Estrella valleinclanesco. Lo que sí posee Sylarus es una clara vocación por la belleza clásica, ideal, como muestra cuando, entre los objetos de un anticuario, sólo parece interesarse por un conjunto de tanagras falsificadas –«Si hubiera tenido dinero, las habría comprado todas para colocarlas en su mesa de trabajo alineadas en falange muda y evoca- dora» (p. 16)–. Su visión de Cleopatra, que trata de plasmar en su monumental poema, es en realidad una celebración de la femme fatale en toda su amplitud: El poeta no había querido hablar únicamente de la querida de Antonio y de Cé- sar, sino de toda la belleza femenina. —Para realizar su ideal alegórico, atribuía á su Cleopatra vencedora las gracias crueles de Salomé y la divina majestad de la Venus griega. Fundidas en un sólo cuerpo de carne rubia, esas tres diosas de la voluptuosidad formaban un monstruo de belleza turbadora, lleno de hipocresía felina, de majestad perezosa y de atractivo sanguinario. —La Trinidad del Amor—decía el poeta. (18) Desde luego, es difícil pensar en una síntesis de la femme fatale finisecular más completa –y también más previsible. Salomé y Venus se funden con Cleopatra para conformar un ideal de «toda la belleza femenina». No sólo de la belleza; el párrafo contiene una notable dosis de voluptuosidad muy posiblemente reprimida por el protagonista. No en vano el mayor efecto 643 Este relato ha merecido la atención de la investigadora Nancy Lagreca, que lo considera « the story of the detrimental effects of prescribed matrimony on a man with complex desires.» (Nancy LaGreca, «Erotic fetishism in the Short Prose of Almas y cerebros (1898) by Enrique Gómez Carrillo (1873-1927)», Ciberletras: Revista de crítica literaria y de cultura, Nº. 16, 2007. Disponible en http://www.lehman.edu/faculty/guinazu/ciber- letras/v16/laGrecacorregido.html (consultado en septiembre de 2014). 458 grotesco del relato se halla en el contraste entre estas aspiraciones y la realidad de Sylarus: pobre, incomprendido y con una familia que mantener. «Porque el autor de Cleopatra Victrix tenía una familia: una mujer y dos hijos», afirma el narrador con amarga ironía, y en la opo- sición entre este amor doméstico, cotidiano, y la remota lujuria de Cleopatra se encuentra el conflicto esencial del relato. 644 El elemento que desencadena el conflicto es la ya citada cabellera, que descubre en el esca- parate de una barbería: Era una cabellera de mujer, rubia, muy rubia, rubia obscura, rubia veneciana, con tonos de cobre pulido, sedeña, enorme, espléndida. Durante media hora sus ojos no se cansaron de admirar esa cabellera sin cabeza, que tenía, para él, algo de enigmático y que le hacía pensar vagamente en Cleopatra, en Salomé y en la decapitación de San Juan Bautista. (22) La capacidad de evocación que la «cabellera sin cabeza» –una peluca, aunque la palabra no llegue a aparecer en el relato– subraya la obsesión de Sylarus con el ideal de la belleza femenina. Aunque vuelve a surgir el nombre de Salomé –a través de una hermosa imagen que establece continuidad en los cabellos de la danzarina bíblica y la cabeza seccionada del Bautista–, la identidad que terminará imponiéndose en su mente es la de Cleopatra, de for- ma similar a lo que sucedía en L’Heure sexuelle, donde, a pesar de la ausencia de indicios, el protagonista –otro escritor– tenía la íntima certeza de hallarse ante Cleopatra. En una frase que podría haber firmado la autora de Monsieur Vénus, « una idea quimérica se apoderó de su cerebro»: Porque esa era, no cabía duda de que era esa, la melena de la reina, la melena de Cleopatra, [23] la dulce melena en la cual se veían aún los reflejos metálicos de las armas, las vibraciones del amor insaciable y orgulloso , las dulzuras de la imperial esclava de Oriente, todas las gracias, en fin, todo el perfume y toda la perversidad de la antigua seductora!... Marco Antonio la habla acariciado y sus dedos ardientes de amante y de guerrero habíanse hundido entre esas hebras de luz del desierto, salvajes y refinadas!... ¡Oh la divina cabellera, reliquia de amor eterno, fragmento de vida antigua, trofeo de belleza muerta!... (pp. 22-23) Sin embargo, la intuición no es suficiente para Sylarus que, de forma inesperada, decide investigar para corroborar el auténtico color de la cabellera de la soberana ptolemaica. Para ello emprende «nuevos y profundos estudios históricos». Se trata, por descontado, de otra fórmula irónica de Gómez Carrillo, puesto que esas rigurosas inquisiciones no consisten 644 «The theme that married life stifles creativity and is a living limbo is repeated in many modernista works, such as Enrique Gómez Carrillo’s «La cabellera de Cleopatra»» (Nancy Lagreca, «Decadence as a Pro- gressive force in Select Prose of julián del Casal and Amado Nervo, South Central Review, vol. 30. N. 2, verano de 2013, pp. 112-125, cita en p. 125). 459 en acudir a obras históricas, sino a las ficciones y a las recreaciones novelescas de Plutarco, Marmontel, Montreuz, Gautier o Houssaye. Incapaz de encontrar una respuesta a sus pre- guntas, lo intenta a través de la pintura. Gómez Carrillo cita los nombres del Dominiquino, Guido, Claudio de Lorena o Gerardo de Lairesse.645 Resulta inútil explicar las razones por las que su búsqueda resulta infructuosa, y termina «convencido al fin de que cada artista había atribuido a la real cabellera el color que mejor cuadraba con sus gustos». Sin duda, se trata de un episodio enormemente interesante, ya que en estas líneas Gómez Carrillo parece desplegar toda su capacidad crítica y satírica. La erudición vacía de Sylarus, que mezcla fuentes literarias, artísticas e históricas sin distinguir entre unas y otras, parece querer de- cirnos que, en cierto modo, el Decadentismo había perdido la capacidad de discernir entre realidad e ilusión. Para Sylarus, todas las noticias sobre Cleopatra tienen la misma validez, y esa metodología es la misma que aplica a la hora de redactar una obra «erudita», La evolución psicológica del beso. Contra todo pronóstico, será ésta –y no Cleopatra Victrix– la que logre suscitar el interés del director de un periódico, que decide publicarla por entregas en forma de folletín didáctico. Para Sylarus, este hecho supone un duro golpe. «El descontento del poeta no tenía ninguna causa definida y más que descontento era una tristeza lejana, un malestar nervioso, una preocupación indefinible, una sed nostálgica de poesía y de pasión», escribe Gómez Carri- llo, y en ese diagnóstico se halla muy probablemente una observación extensible al hombre finisecular, perennemente insatisfecho ante la realidad. La consecuencia inmediata es, por descontado, echar la vista atrás: «... en Egipto sobre todo, en la época divina en que la galera de la reina costeaba las playas, al vuelo de sus inmensas velas de púrpura!... ¡oh la reina!...» reflexiona Teodoro, en un ejercicio de melancolía anacrónica que sirve para entender mu- chas de las contradicciones del orientalismo romántico. Por ello, el viejo poeta se aferra a ello. y cuando malvende su Evolución psicológica del beso, con cuyos honorarios ha de alimentar a su empobrecida familia, siente la irresistible tentación de interesarse por el precio de la cabellera rubia que cree perteneciente a Cleopatra. Su obstinación es la misma que la del Rogès de Rachilde: si aquél creía que la inculta prostituta Léonie era Cleopatra, tampoco Sylarus se extraña cuando el vendedor la describe únicamente como «una peluca natural, garantizada, auténtica; lo más fino que puede encontrarse». «Tóquela. usted, parece de seda...», le anima el vendedor, con el lenguaje comercial de aquella época, sin atisbos de mis- terios arqueológicos ni evocaciones egiptomaníacas. Sin embargo, para Sylarus es suficiente: sigue pensando que se trata de la peluca de Cleopatra, aunque sabe que no debe emplear su 645 Esta bibliografía abreviada sobre Cleopatra incluye las siguientes obras literarias: vida de Antonio, de Plutarco; las tragedias Cléopâtre (1750) de Jean-François Marmontel y Cléopâtre (1592) de Nicolas de Mon- treux; Une nuit de Cléopâtre (1838) de Théophile Gautier; Mademoiselle Cléopâtre (1864) de Arsène Houssaye. En el terreno pictórico, las obras mencionadas son probablemente La morte di Cleopatra, de Domeneichino, Cleopatra mordida por el áspid (1639) de Guido Reni; Le débarquement de Cléopâtre à Tarse (1642) de Claude Lorrain y Het feestmaal van Cleopatra, de Gerard de Lairesse, (ca. 1675 - ca. 1680). 460 dinero en un capricho tan quimérico. Sin embargo, algo sucede: «Pero al mismo tiempo, sin saber lo que hacía, automáticamente, visionariamente, sacó del bolsillo los dos billetes de cien francos que acababa de recibir, y los puso en el mostrador del peluquero.» Desde luego, hay algo de sobrenatural en estas líneas con que concluye el relato. Sylarus sí parece hallarse bajo los efectos de un encantamiento, aunque dicho encantamiento no pro- ceda del poder mágico de la reina fallecida veinte siglos atrás, sino de su obsesión. Si bien éste puede no ser el espacio para expresar juicios de valor acerca de un texto que ocupa una importancia menor en la producción narrativa de su autor, no podemos resistir- nos aquí a apuntar la agudeza con que Gómez Carrillo construye un retrato caricaturesco del artista finisecular obsesionado con la belleza ideal y sumido en un perpetuo estado de insatisfacción social, artística y sexual. La figura de Cleopatra adquiere, en ese contexto, una dimensión prácticamente religiosa, como un símbolo que, por hermoso que sea, no es más que una quimera y una ficción. Es así como Gómez Carrillo enlaza con los planteamientos llevados a cabo por Rachilde en la novela que ya hemos analizado. Ambos emplean la figura de Cleopatra de forma similar –como fantasma, como quimera inalcanzable para el hombre contemporáneo– y llegan a idénticas conclusiones. La diferencia más notable se encuentra en el tono: mientras la novela de Rachilde es compleja y por momentos trágica, profundamente psicológica y perversa, el relato de Gómez Carrillo adopta el lenguaje de la sátira grotesca. 4.7.3. cleopatra de bernArdo couto cAstiLLo Una de las observaciones más recurrentes a la hora de valorar la obra literaria del mexicano Bernardo Couto Castillo (1879?-1901) se refiere a su fallecimiento prematuro, a los veintiún años, tras haber publicado un único volumen de relatos en el que, a pesar de su juventud, de- mostraba haber leído con atención y plena comprensión las obras más importantes del Deca- dentismo francés. ¿Qué habría sucedido de haber vivido más tiempo? ¿Se habría convertido, como afirmaban los panegiristas de su época, en uno de los narradores más importantes del Decadentismo mexicano? Desde luego, no es una cuestión sencilla. La escasa obra de Couto es tan intensa como irregular, aunque depara sorpresas tan estimulantes como un brevísimo texto cuya protagonista lleva el nombre de la legendaria reina ptolemaica. El breve relato al que nos referimos, «Cleopatra», apareció publicado por primera vez en septiembre de 1896646 y constituye una excepción en el conjunto de su obra narrativa, con- 646 Bernardo Couto Castillo, «Cleopatra», Revista Azul, tomo v, N. 22 (27 de septiembre de 1896), pp. 461 densada principalmente en el volumen Asfódelos647. Como han apuntado varios lectores y críticos que se han aproximado a la obra de Couto, los relatos del autor mexicano suelen presentar un tono confesional que tiende a convertirse «en un desahogo subjetivo o una mera expansión de tipo poético»648. Muchos de ellos adoptan la forma de cartas o testimonios encontrados, y la presencia de la primera persona es casi omnipotente. No sucede así, sin embargo, en este breve relato perteneciente a la primera etapa de la obra de Couto Castillo, anterior a la publicación de Asfódelos y difundida esencialmente entre revistas de la época. Este medio de difusión –las revistas literarias– era sin duda muy apreciado por Couto Casti- llo, que participó activamente en la creación y desarrollo de cabeceras tan influyentes de la Revista Moderna, donde publicó sus relatos desde 1898 hasta su fallecimiento. Anteriormente colaboró en la Revista Azul, fundada en 1894 a iniciativa de Gutiérrez Nájera y consagrada al «culto a lo bello»649 a pesar de su muy prosaico origen como suplemento literario del diario El Partido Liberal. Convertida en un escaparate de las nuevas tendencias artísticas y literarias no sólo de Hispanoamérica sino también del ámbito internacional, la Revista Azul sería el medio elegido por Couto para publicar el relato que aquí nos ocupa, y que se extendió a lo largo de página y media, entre otros poemas y textos literarios de autores de su entorno650. Se trata de un relato breve, escrito en tercera persona y de tono claramente poético y des- criptivo. Las palabras iniciales, «Ella ignoraba el porqué y si era su verdadero nombre, pero desde niña la llamaron Cleopatra», indica que no nos encontramos ante una evocación de la Cleopatra legendaria, sino de una proyección de su figura en un personaje y un tiempo dis- tinto, que sin embargo resulta vedado al espectador. El texto carece de detalles costumbristas que nos permitan averiguar la época en que tiene lugar el texto, dedicado completamente a este inquietante personaje, una joven sumergida en un estado de permanente insatisfacción que sólo encuentra alivio en el trato directo –corporal, violento– con los animales más temi- bles. 345-346). 647 Bernardo Couto Castillo, Asfódelos, México, Eduardo Dublán, 1897. Manejamos la edición moderna: Asfódelos y otros cuentos, Rosario, Serapis, 2011. Dicha edición incluye también una versión definitiva de «Cleo- patra», que es la que emplearemos en nuestro estudio. 648 Allen W. Phillips, «Bernardo Couto Castillo y la Revista Moderna», Texto crítico, 24-25 (enero-diciem- bre de 1982), p. 90. 649 María Cervantes, «Estudio preliminar» en Bernardo Couto Castillo, Asfódelos y otros cuentos, Rosario, Serapis, 2011, p. 12. 650 Un punto todavía poco estudiado de la obra de Couto es el posible diálogo interartístico con la producción plástica y gráfica de uno de sus grandes amigos, el dibujante y pintor Julio Ruelas. Ruelas cola- boró estrechamente en las publicaciones para las que escribía Couto, y su trabajo es un magnífico ejemplo de ilustración modernista en la prensa mexicana de finales del siglo XIX. Para aproximarse a la obra de este artista, resulta de obligada consulta la monografía de Marisela Rodríguez Lobato, Julio Ruelas… siempre vestido de huraña melancolía, México D.F., Universidad Latinoamericana, 1998. Igualmente esclarecedora es la reciente aportación de Fausto Ramírez, «Julio Ruelas y las ilustraciones de la ‘Revista Moderna’ (1898-1911), en La repú- blica de las letras: asomos a la cultura escrita del México decimonónico (coord. Belem Clark de Lara), Vol. 2 (2005), pp. 239-264. 462 El relato comienza con una detallada descripción cuyo punto inicial son los grandes ojos de la joven, dotados de grandeza «parecida a la de un mar tranquilo». El narrador presta aten- ción también a sus cabellos «abundantes y negros como el dolor humano» y, por descontado, a su nariz, el detalle que más recuerda a la envergadura literaria de Cleopatra: Su nariz romana, sensual, aspiraba largamente todo perfume, lo aspiraba larga- mente hasta hacerlo pasar, confundirse con su respiración, hasta esparcirlo en el interior de su cuerpo y estremecer sus nervios con la fuerza del aroma. De manera llamativa, es precisamente en esta descripción inicial donde encontramos más ecos del personaje histórico. Sus senos son «proas marfiladas de imperiales galeras», en una clara evocación de la derrota de Accio. Sus labios son tan sensuales que «por un beso suyo, por sentir y beber su humedad, voluptuosamente se soportaría el dolor causado por la herida de sus fuertes dientes de mármol», en una referencia al destino fatal de los amantes de Cleo- patra. Finalmente, el vigor de su cuerpo musculoso es incompatible con « los estrechamien- tos de los trajes modernos». Por ello, su destino es la desnudez: sus soberanas formas sólo eran dignas de ser tocadas por las brisas y por las aguas. Suspirando se resignaba a vestir de sedas muy finas sin permitir que oprimieran nunca sus miembros. Esta misteriosa Cleopatra de Couto está dotada de un sentimiento de hastío insoportable ocasionado por «irresistibles deseos de algo que no podía definir y que a su alrededor no encontraba»: En las tardes de agosto, en los crepúsculos de fuego interrogaba las nubes; eran cortejos bronceados, batallones de llamaradas que brotaban de tonos azules, tro- peles de soles que avanzaban fundiéndose, combate de matices sombríos; enton- ces se sentía atraída, hubiera querido subir, luchar con los peñascos etéreos, des- vanecerlos, penetrar en el fuego de los horizontes y sentir el saetazo del postrer rayo del Sol. Las noches tempestuosas hacían que sus pasos se abrieran, como queriendo beber la atmósfera cargada; y en la negrura del cielo rasgadas por el cruzar del relámpago, creía ver el entierro de los matices luchadores a la hora del crepúsculo. En el que quizás sea el párrafo más lírico del relato, la proyección de los deseos de la prota- gonista en los fenómenos atmosféricos –el crepúsculo, la tormenta– adquiere rasgos de gran- diosidad subrayados por una isotopía ígnea, donde el fuego en distintas formas –llamaradas, soles, rayos, relámpagos– se convierte en una imagen que traslada al lector la pasión interna e inexpresable de Cleopatra. En ese sentido, esta joven con nombre egipcio es una figura que encaja a la perfección en la tipología de los personajes femeninos de Couto, «caracterizados 463 como terriblemente hermosas, blancas, sensuales y depravadas, prostituidas».651 También destructoras los hombres que aman: en ese sentido, el texto de Couto recrea la trayectoria erótica de una femme fatale modélica: Tuvo Cleopatra muchos amantes y todos murieron. Parecía que su boca y su na- riz bebían, aspiraban el aliento de sus elegidos; los que por sus soberanos brazos hubieran pasado aquellos a quienes su mirada esclavizara, a los que conocieran la delicia de sus caricias, ¿qué les podía quedar sino el descanso de la tumba? Por ello, incapaz de hallar satisfacción en los hombres, Cleopatra se entrega a «domar fie- ras». Por supuesto, la imagen no carece de un evidente erotismo. Cleopatra las contempla «completamente desnuda» y disfruta del tacto de « las crines erizadas de los leones, las seda áspera de los tigres». Lucha con estas fieras –de ahí su cuerpo musculoso– y hace que pe- leen entre ellas en una sangrienta orgía: « las excita, sonríe cuando se muerden, cuando se arrancan carnes y en la sangre que corre va y baña el alabastro de sus pies perfectos». Su delirio alcanza cotas verdaderamente extremas: Cleopatra, no contenta con bañar su cuerpo desnudo en la sangre de las bestias heridas, se enfrenta cuerpo a cuerpo con el único que no estaba herido: «un león, aspirando el humeante olor a sangre». Sin abandonar nunca el lenguaje enjoyado del decadentismo, la piel de Cleopatra abandona la blancura del alabastro para teñirse con el púrpura de la sangre. El león le ha dado un zarpazo fatal y la joven, lejos de resistirse, decide entregarse al placer perverso de la muerte: Cleopatra cayó a tierra. La blancura de su cuerpo, lo divino de su cuerpo, lo rojo de la sangre de sus heridas, se confundió con las crines, con las patas, con la alta- nera cabeza del león que hería, hería haciendo destacarse la blancura de la piel sobre el rojo estanque que brotaba caliente de donde él pasaba las uñas. El león bebió la sangre. Cleopatra se agitó, se incorporó, enlazó en sus brazos el cuello de la bestia, la atrajo a sus senos desgarrados y murió estrechando más y más la cabeza del león homicida. Hay toques de vampirismo –el león bebe la sangre de Cleopatra– y también una lejana evo- cación de Salomé en el gesto de abrazar la cabeza letal del león igual que la princesa hebrea había hecho con la del Bautista. Por otro lado, dicho gesto –llevar las fauces del león a su pecho– es una referencia evidente a la muerte de Cleopatra, aunque en el relato clásico no fuera un león, sino una serpiente, el animal elegido para propiciar su deceso. La Cleopatra de Couto Castillo es, como la histórico-literaria, una mujer sensual, cruel y suicida, insaciable y poseída por oscuras imágenes de muerte. En eso, Couto no escapa a la tentación de muchos de sus contemporáneos, y retrata a la mujer –a ésta y a las que aparecen 651 Alfredo Pavón, «El mundo alucinante de Bernardo Couto Castillo», Texto Crítico, enero-junio 1988, no. 38, p. 93. 464 en el resto de sus relatos– como una criatura temible e incomprensible. Para Couto, «todos los personajes femeninos funcionan, gracias a su belleza, como objetos de valor que orientan sobre la actividad de los personajes masculinos, quienes, ante todo, aspiran al disfrute des- aforado de la carnalidad».652 El león, aquí, ejerce ese papel masculino, y no es sino el último amante de Cleopatra, y el único capaz de satisfacer sus mortíferos deseos. Como ya hemos apuntado, este relato presenta diferencias formales con otros textos posterio- res de Couto, que elige un narrador omnisciente y excluye –al menos de forma manifiesta– la mirada masculina sobre el personaje. Sin embargo, sí refleja la obsesión por la muerte de un hombre que fue definido como un auténtico «arquetipo de escritor maldito y decadente»653, dueño de una obra literaria « extraña y proclive al satanismo».654 Para Couto, Cleopatra funciona como símbolo de lujuria susceptible de ser descontextualizado y casi abstraído. Las violentas pulsiones de su personaje son las del ideal –o el anti-ideal– decadente, sumido en una espiral de «pesimismo, rebeldía, hedonismo que lleva a la culpa y culpa que vuelve a llevar al hedonismo, melancolía»655. No hay salida en este relato –y en la narrativa de Couto– que no pase por la muerte, y eso incluye al erotismo. Por ello, y a pesar de su estilo irregular, de su tono exaltado y de otras imperfecciones que cabe atribuir a la juventud del autor, este texto sí revela una voz definida y un programa ético y estético construido à rebours de las convenciones sociales de la pujante burguesía hispanoamericana de Entresiglos656. Corrobora la idea de que Couto, con apenas dieciséis años, ya había asimilado buena parte de la literatura francesa del Simbolismo con tanta fruición como Darío o Julián del Casal. A diferencia de estos ilustres precedentes, el joven mexicano apostó por un formato tan no- vedoso e inexplorado como el relato breve, brevísimo, que denota la lectura, junto a los franceses, de Edgar Allan Poe, un «punto medular para la consolidación de su narrativa»657. Sin duda, es una inesperada fusión que encontró en Cleopatra un símbolo a la altura de sus expectativas. 652 Alfredo Pavón, «El mundo alucinante de Bernardo Couto Castillo», Texto Crítico, enero-junio 1988, no. 38, p. 95. 653 Allen W. Phillips, «Bernardo Couto Castillo y la Revista Moderna», Texto crítico, 24-25 (enero-diciem- bre de 1982), pp. 68-96 (cita en p. 67) 654 Alfredo Pavón, «El mundo alucinante de Bernardo Couto Castillo», Texto Crítico, enero-junio 1988, no. 38, p. 89-99 (cita en p. 90). 655 María Emilia Chávez Lara, «La serpiente-hada del deseo de lo imposible», Fuentes humanísticas, 38 (2009), pp. 85-92. (cita en p. 89). 656 «ya sea el bien o el mal que se desprenda del libro Asfódelos, si no causa placer o no causa dolor intensamente, es por la extrema juventud de Bernardo. Cuando se despierta de la adolescencia no es para escribir obras maestras, y bastante es ya dejar ver una personalidad. El libro de Couto es descuidado, incorrec- to, deficiente, y, sin embargo, hiere recto y hondo, escudriña antros siniestros, plantea problemas irresolutos, despierta las dudas, empuja las convicciones al precipicio de la muerte y de la nada, en el que aúllan las pasio- nes arrojadas por inútiles y vencidas… » (Rubén M. Campos, «Asfódelos de Bernardo Couto Castillo», en El Nacional, México, 24 de octubre de 1897, p. 2. 657 María Cervantes, «Estudio preliminar» en Bernardo Couto Castillo, Asfódelos y otros cuentos, Rosario, Serapis, 2011, p. 17. 465 figura 100. Gustave Moreau, OEdipus et le Sphinx (1864) 466 figura 101. Aubrey Beardsley, The Climax (1894) 467 CONCLUS IONES Casi con la persistencia de un tópico, los estudios que durante las pasadas décadas han tratado la presencia de la femme fatale en la cultura finisecular suelen incidir en una cuestión fundamental: su extraordinaria proliferación. Dichos textos hablan de la «repetición com- pulsiva de la efigie femenina1», de la «interminable recurrencia de una verdadera iconografía de la misoginia2» o de una «imaginería cuyo volumen ha sorprendido a todos los que se han interesado por el fenómeno3». Compulsión, recurrencia, repetición, desmesura; no resulta extraño que la evocación de esta abundancia haya terminado generando, en la mente del lector, la imagen prístinamente definida de un ejército de terroríficas presencias femeninas dispuestas a invadir la imaginación de su tiempo. La investigación que hemos llevado a cabo en las páginas precedentes, si bien coincide en apuntar dicha recurrencia, también aspiraba a demostrar que, aunque numerosas, cada una de las figuras que conforman esta seductora hueste ostenta un rostro característico, rasgos singulares y una personalidad propia. La decisión de acotar nuestra investigación a tres figuras claramente delimitadas –Judith, Salomé y Cleopatra– se debía, como se explicó en su momento, a una tentativa de aislar cier- tos sistemas iconográficos concretos que con demasiada frecuencia quedan sumidos en un magma indistinto. Sin embargo, no esperábamos hallar, en el estudio de dicha iconografía, tal riqueza de referencias, diálogos interdisciplinares y destellos de originalidad que demues- tran lo que creemos poder afirmar como certeza: que su naturaleza arquetípica no impidió a la femme fatale finisecular desplegar toda una miríada de perfiles y colores. Sorprende que unas mismas situaciones, originadas por fuentes similares, arrojen resultados tan distintos. Si 1 Mireille Dottin-Orsini, Cette femme qu’ils disent fatale. Textes et images de la misogynie fin-de-siècle, París, Bernard Grasset, 1992, p. 15. 2 Bram Dijkstra, Idols of Perversity. Fantasies of Feminine Evil in Fin-de-Siècle Culture, Nueva York – Oxford, Oxford University Press, 1986, p. viii. 3 bornAy, Erika, Las hijas de Lilith, Madrid, Cátedra, 1990, p. 19. 468 se toma como ejemplo la escena más célebre del relato de Salomé –su danza ante Herodes–, vemos que la sensual luminosidad con que la imagina Francisco Villaespesa –«desnuda y sonriente»– se encuentra muy distante del «lento vértigo de los cánticos» que había evocado Albert Samain, de la parafernalia oriental con que la caracterizaría el ilustrador José Moya del Pino en una ilustración publicitaria de la época, o de la crueldad demoníaca que adorna la extraordinaria recreación pictórica de Franz Von Stuck. Tampoco la Judith justiciera del Antiguo Testamento –la que pudo pintar, por ejemplo, Jules Joseph Benjamin Constant en la célebre Salomé del Metropolitan (fig. 55)– ostenta la fragilidad romántica de la heroína de Hebbel o de Goy de Silva. Que los artistas y escritores de entresiglos trataran a la femme fatale como un motivo ineludi- ble en su repertorio no implica que no intentasen comprenderla. Una lectura detenida de la miríada de textos e imágenes recogidos en esta investigación debería servir para demostrar que la misoginia y la percepción conflictiva de la sexualidad femenina, aunque elementos esenciales para entender la génesis de esta eclosión iconográfica, no bastan por sí solas para explicarla. Tampoco se aplican en igual medida a todos los creadores que, entre 1870 y 1930, decidieron convertir a Salomé, Judith o Cleopatra –bajo estos nombres u otros– en protago- nistas de sus obras. otro de los puntos nucleares de nuestro proyecto –el referido a la interrelación entre obras literarias y plásticas en torno a las mencionadas figuras arquetípicas– ha arrojado resultados cuya amplitud y alcance apenas podíamos anticipar cuando comenzamos a investigar. La fidelidad con la que poemas o relatos reflejan la composición, el registro iconográfico e in- cluso la paleta cromática de pinturas, dibujos e ilustraciones célebres y minoritarias revela la existencia no sólo de una amplia cultura visual entre los escritores vinculados al Simbolismo y al Decadentismo, sino también de otras cuestiones que creemos oportuno mencionar aquí. La primera de ellas atañe a la naturaleza de las fuentes empleadas. A pesar de la extraordi- naria variedad de obras y enfoques, sí es posible señalar la relevancia de algunas obras que definirían la evolución posterior de los temas que tratan. Si las Salomés de Gustave Moreau definieron el eclecticismo antiacadémico y el enigmático silencio de tantas y tantas femmes fatales finiseculares, la influencia de Salomé (1891), el poema dramático en un acto de Oscar Wilde, resulta omnipresente en las obras analizadas. En Wilde, importan tanto los símbolos –la luna, la sangre– como el lenguaje –la cadencia monótona, de salmodia, con que se expre- san muchas femmes fatales– o la conformación de una serie de escenas que vienen a añadirse a la ya célebre de la danza: el beso de Salomé a la cabeza seccionada de Iokanaán se encuentra en innumerables pinturas y obras literarias dedicadas a la egregia danzarina, pero también en recreaciones de otras figuras, como la protagonista de Judith de Villaespesa, que no dudará en replicar el célebre gesto wildeano sobre labios inertes de Holofernes. 469 Igualmente influyentes, aunque restringidos a las representaciones de su misma figura, resul- tan textos como Judith de Hebbel –que inaugura el motivo del conflicto interior de la prota- gonista– o la Cleopatra imaginada por Shakespeare que, al conformarse como una fuente más popular y asequible que los textos latinos originales, proporcionará motivos y escenas –el encuentro con Marco Antonio, la batalla de Accio, la mordedura del áspid– a toda la pintura academicista del siglo XIX. De este modo, la conformación de una serie de escenas estrictamente codificadas permite a escritores y artistas visuales dialogar en igualdad de con- diciones y desarrollar visiones propias que dan por sabido el asunto principal y se deleitan en los detalles, los matices y los símbolos. Es por ello que los textos e imágenes contenidos en esta tesis doctoral ofrecen una extraordinaria riqueza de lecturas, versiones y niveles de profundidad interpretativa; siguiendo a Barthes, se configuran como «relatos disponibles» cuyos elementos básicos apenas varían, pero cuyos matices dan cabida a portentosas demos- traciones de creatividad. El proceso de investigación ha arrojado algunas conclusiones sin duda interesantes desde el punto de vista estilístico. La más significativa tiene que ver con la relevancia de las ense- ñanzas formales del Parnasse Contemporain en la configuración de los arquetipos que hemos analizado. Dicha influencia rebasa holgadamente los límites cronológicos que se le suponen a esta escuela lírica, especialmente en lo referido a dos aspectos esenciales. Por una parte, encontramos la absoluta preeminencia del soneto como forma poética elegida por muchos de los autores compendiados. Así lo atestigua el hecho de que una treintena de los textos líricos que hemos analizado se circunscriban a esta combinación métrica que la tradición ha considerado como la más apropiada para el ejercicio de la écfrasis. Según dicha atribución, los límites formales del soneto vendrían a ser los más apropiados para contener la descripción o la evocación de una obra plástica concreta. En las páginas precedentes, el lector ha podido observar la exactitud de dicho fenómeno en ejemplos tan prístinamen- te intertextuales como los sonetos que Julián del Casal dedicó a Gustave Moreau o en el poema que Jean Lahor (Henri Cazalis) compuso en referencia a una Judith de Jules Joseph Benjamin-Constant, pero también en ejemplos cuyas asociaciones parecen menos obvias a primera vista. Uno de estos casos, el díptico consagrado por Albert Samain a la evocación de Cleopatra, muestra el alcance de esta clase de écfrasis: aunque el intertexto pictórico –la Cléopâtre de Gustave Moreau– no se encuentra especificado de forma explícita en el poema, la configuración de los sonetos como escenas narrativamente aisladas y la iconografía coin- cidente remiten inevitablemente a su naturaleza pictórica. En la gran mayoría de los textos que hemos analizado, la modelización ecfrástica aparece incluso cuando el subtexto plástico se encuentra ausente. La influencia parnasiana se revela también en un aspecto que afecta igualmente a muchos de los textos narrativos y dramáticos expuestos, y que tiene que ver con el empleo prolífi- 470 figura 102. Hans Holbein, escenas dedicadas a judith en Imágenes del Antiguo Testamento. 471 co, sin duda exuberante, de un vocabulario sensorial y suntuoso que abunda en materiales raros, piedras preciosas, sustancias nobles y extravagantes tesoros de lapidario o gabinete de arqueología. La femme fatale aparece frecuentemente rodeada por objetos y tesoros que, al igual que los términos que los definen, blanden su complicada sofisticación como una antorcha ante el avance de los ideales de la era industrial: la eficiencia, la funcionalidad y la racionalidad. Las prolijas enumeraciones de arquitecturas, joyas, perfumes y tejidos que enarbolan Huysmans, Goy de Silva o, incluso, Hoyos y Vinent transforman a la femme fatale en un anacronismo rebelde, inútil, irresistible y seductor: una bandera que esgrime, frente a la economía burguesa, el exceso y el desenfreno del vocabulario, el sonido y el lujo material. El elemento vertebrador de los textos estudiados parece ser, por lo tanto, la decodificación de una iconografía específica y su aplicación a obras muy diversas. Por ello no resulta inespera- da la convergencia del orbe literario con un ámbito pictórico, el del academicismo decimo- nónico y sus ramificaciones en el siglo XX, que, aunque más conservador técnicamente que movimientos como el Impresionismo o el Postimpresionismo, oponía a las nuevas corrientes un extraordinario vigor imaginativo e imaginístico: escenas reconocibles, elementos simbó- licos susceptibles de ser decodificados y, en resumen, complicadas representaciones que exi- gían una cierta dosis de cultura libresca –literaria, histórica, mitológica– cuyo desciframiento provocaba en los llamados decadentes tanto gozo como la propia belleza plástica –rotunda, innegable– de las obras. Es así como dos movimientos habitualmente considerados menores por la historiografía literaria y artística –el Simbolismo literario y el Academicismo pictórico de Salón– confluyen para generar un fenómeno de diálogo inter-artístico cuya riqueza espe- ramos haber contribuido a rescatar. Tal vez por ello, su eficacia resulta doblemente poderosa cuando los elementos que articu- lan el arquetipo –belleza, crueldad, comportamiento imprevisible, capacidad de seducción, efectos destructivos, extrañeza– se encarnan no en habitantes de remotas mitologías y genea- logías históricas, sino en los rasgos reconocibles y cercanos de la fémina contemporánea. En ese sentido, la actualización del mito trae también su interpretación crítica; es tentador esbo- zar apenas los rasgos hieráticos e insondables de una Judith arcaica, pero aplicar el arquetipo a figuras cercanas conlleva una considerable complejidad adicional. Creo poder afirmar que uno de los puntos de interés más prominentes de esta investigación ha consistido en identi- ficar y analizar la sombra de Salomé, Cleopatra y Judith en personajes tan intrigantes como Lucerito Soler (Antonio de Hoyos y Vinent, A flor de piel), Martirio (Isaac Muñoz, Morena y trágica), Ginebra (Ramón del Valle Inclán, Voces de Gesta) o Léonie (Rachilde, L’heure sexuelle). Curiosamente, todas ellas se caracterizan por cuestionar el destino final del arquetipo. Si la conclusión de todo affaire fatale legendario era la muerte de uno o los dos protagonistas, estas modernas herederas de Lilith desembocan con frecuencia en el desengaño: Lucerito en un tablao de poca categoría, Ginebra siempre a la busca del Rey Carlino y Léonie regresando a las oscuras callejuelas donde Rogès la había encontrado. Así, las decapitaciones se trans- 472 forman en castraciones simbólicas y la danza de Salomé –aunque Judith y Cleopatra, según las versiones, también bailan–, en el número central de cualquier espectáculo de varietés de los años 20. Por otro lado, esperamos que esta investigación haya proporcionado una resolución satisfac- toria a otro de sus desafíos iniciales: la recuperación y reivindicación de un corpus textual –y en ocasiones también plástico– poco conocido y más escasamente estudiado. Una conside- rable selección de los textos analizados procede de fuentes originales y carece de ediciones modernas o estudios detallados recientes. Así sucede, en el ámbito hispánico, con la práctica totalidad de las obras de Ramón Goy de Silva –cuya obra no ha sido reeditada desde los años 50–, Álvaro Melián Lafinur o Francisco Villaespesa, pero también con joyas de la literatura europea como L’heure sexuelle de Rachilde –sin edición moderna y estudiada hasta ahora sólo desde la perspectiva sociológica y feminista, pero no literaria– o la Salomé de Eugénio de Castro, que en su momento mereció críticas positivas, traducciones y referencias que, sin embargo, parecen haberse despeñado en la memoria: la edición portuguesa más reciente tiene ya más de treinta años y carece de aparato crítico. Debido a todo ello, la reivindicación de un episodio significativo de la literatura de entresiglos no ha sido un aspecto menor de nuestro trabajo. otro ha consistido, inesperadamente, en un interesante hallazgo: mientras el reinado de la femme fatale en la literatura europea –princi- palmente francesa– languidece a finales del siglo XIX, en el entorno hispánico experimenta un auge notable en una década, la de 1910, que es también el periodo menos estudiado de la llamada Edad de Plata. Inmediatamente antes de la eclosión de las Vanguardias, la litera- tura y las artes plásticas españolas conocieron un último esplendor modernista en plena belle époque, y la femme fatale ocupa una posición nuclear en dicha boga. Varios hechos apuntalan este fenómeno. En 1910, Salomé, de oscar Wilde llegaría a los es- cenarios españoles por partida doble: en enero lo haría, traducida al catalán, con Margarita Xirgu en el Teatro Principal de Barcelona, y en febrero, la ópera de Strauss sería estrenada en el Teatro Real tras una temporada anterior en el Liceu de Barcelona4. Por otro lado, Judith de Hebbel, publicada en alemán en 1840, llegaría al español a finales de la década, en dos traducciones de 1918 y 1919 que prolongarían la presencia hispánica de la heroína bíblica hasta casi el albor de los años 30. Entre ambas fechas, las imprentas españolas vivieron una auténtica fiebre por la femme fatale de la que saldrían obras tan radiantes como la práctica totalidad de los poemas dramáticos y trágicos de Ramón Goy de Silva, el relato La muerte de Salomé (1915) de Emilio Carrere, las obras de Francisco Villaespesa dedicadas a Judith (en 1910 y 1913), la tragedia pastoril Voces de gesta (1912) de Valle Inclán y las novelas Morena y trá- 4 Sergio Constán: Wilde en España. La presencia de Oscar Wilde en la literatura española (1882-1936), León, Editorial Akrón, 2009, p. 76. 473 gica (1908) y La serpiente de Egipto (datada entre 1915 y 1916) de Isaac Muñoz. Es en esa misma horquilla temporal donde hallamos las imágenes que hemos comentado en la última sección del capítulo segundo, y que demuestran la absoluta centralidad de Salomé como motivo plástico en unos años que vieron el rotundo esplendor de la ilustración gráfica española. En las páginas de revistas como La Esfera vieron la luz ilustraciones tan espléndidas como las que hemos comentado y rescatado, procedentes de autores como Ángel Vivanco, Moya del Pino, Isidoro Guinea o Federico Ribas. También en aquella década –en 1917 y 1918, respectiva- mente– pintaban Julio Romero de Torres y Federico Beltrán Massés sus primeras versiones de Salomé, introduciendo la figura de la danzarina bíblica en la contemporaneidad y en un cierto casticismo; en las literaturas hispánicas –esencialmente en la española–, el lejano orienta- lismo de cuño francés es menos decisivo que en otras geografías. Tal vez responda al hecho de que, en cierto modo, España era ya Oriente. Lo exótico estaba en latitudes muy cercanas –y así lo muestra espléndidamente el relato de José Francés ambientado en el Marruecos español–, pero también en elementos de folclore cultural que poco a poco comenzaban a ser reivindicados por las nuevas generaciones de creadores. Por ello, no parece casualidad que aquellos años coincidieran con el momento álgido de la trayectoria de la bailarina Tórtola Valencia, una personalidad esencial para comprender buena parte de los ideales estéticos de la belle époque española, una época que Luis Antonio de Villena definía como «una ciudad cosmopolita, llena de refugiados de la Guerra Mundial que entonces sacude Europa. Hay pues, dinero y exotismo internacionales, […] arribistas, aventureros, espías y aristócratas de- cadentes5». En un instante esencial para la configuración de la moderna vamp –una categoría que excede nuestro objeto de estudio–, no se puede obviar el protagonismo que artistas de la escena como Tórtola Valencia o la cupletista Raquel Meller otorgaron a perfiles, los de la femme fatale, en los que les gustaba reconocerse. Es otra constante en la apreciación poliédrica a la que la cultura de entresiglos somete a la femme fatale: como instrumento de dominación simbólica –misoginia, miedo a la mujer, tal y como ha sido ya analizado–, pero también de reafirmación. Así sucede en L’heure sexuelle, de Rachilde, que evidencia el agotamiento del arquetipo sin necesidad de ridiculizarlo, pero al mismo tiempo subraya su grandeza. o, en el terreno histórico, la personalidad de La Païva, la célebre cortesana del XIX francés que encargó a Jean Léon Gérôme, para decorar una de las salas más espléndidas de su excesiva residencia parisina, una pintura que representara a Cleopatra en el instante de presentarse ante Julio César. Que la mujer más afamada y osten- tosa del París del Segundo Imperio quisiera identificarse con una figura como la de la reina egipcia dice tanto de su ambición –y de su independencia– como el hecho de que finalmente rechazara la sobria pintura que Gérôme le presentó para sustituirla por otra que fuera más abiertamente sensual. 5 Luis Antonio de Villena, Máscaras y formas del fin de siglo. Madrid, valdemar, 2002, p. 98. 474 Es así, en perpetuo conflicto con la realidad –con la mujer real– como la femme fatale se con- solida como una figura huidiza y cambiante que, al mismo tiempo, es capaz de servir como detonante para la creación de obras que trascienden ampliamente la repetición de una serie de tópicos o motivos redundantes. De las posibilidades creativas que dicho arquetipo generó en una generación de escritores y artistas plásticos obsesionados por trascender las barreras de la cultura propia mediante el cosmopolitismo y de la división de las disciplinas artísticas mediante el diálogo entre literatura y pintura hemos tratado en profundidad durante las páginas anteriores. Esperamos haber demostrado demostrar que el motivo de la femme fatale en relación con las letras y las artes finiseculares no puede considerarse un fenómeno cultu- ral de poca incidencia, susceptible de ser considerado a vuela pluma. Desde las salas menos visitadas de los museos y los volúmenes menos consultados de las bibliotecas, las femmes fatales de entresiglos observan con escepticismo los intentos de catalogar sus formas y perfiles de un plumazo. Su oscura complejidad, por ello, sigue constituyendo su mayor triunfo. 475 476 B IBL IOGRAF íA ABELLó, Joan (ed.), Federico Beltrán Massés. 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Frechas de diamante, em furias luminosas, Todos correm febris, ao cair das migalhas: São rútilas batalhas de pedras preciosas... Como resplende a filha de Herodias, do seu jardim entre as vermelhas flores! Corre por toda ella um suor de pedrarias, um murmurar de cores... Sua faustosa tunica explendente é uma tarde de triumpho: em fundo côr de brazas, combatem fulvamente irradiantes tropeis d’aureos dragões com azas. E sobre as joias, sobre as lhamas, sobre o oiro, tão vivo bate o sol que a princeza franzina, ao debruçar-se mais, julga ver um thesoiro a fulgurar, a arder no fundo da piscina... Sae do jardim a infanta: o calôr a suffoca, não pode mais soffrer do sol as igneas settas... 494 Com um ramo de jasmins sacode as borboletas que lhe poisam na bocca... Eil-a subindo a escadaria na luz dubia que um velario tamisa; eil-a parando juncto das jaulas, onde estão sonhando, como reis presos, os leões da Nubia... Erguem-se irados os leões, ouvindo passos, mas, vendo Salomé, aplacam seu furor e, em movimentos lassos, dão rugidos d’amor! Fauces escancaradas, da tunica os dragões parecem defendel-a... No entanto, Salomé, divinamente bella, pelas grades estende as mãos prateadas, que os leões cheiram, em languidos delirios, julgando que são lirios... A infanta vae subindo... Esvelta e esguia, N’um gesto musical que espalha mil perfumes, do favorito leão a juba acaricia... E os outros leões rugem d’amor e de ciumes... Voam ibis no ceo... e, erguendo-se, brilhantes, dos lagos onde nadam flor’s do Nilo, os repuxos cantantes acclamam Salomé que entra no peristylo... II Finda a lição de dança, solto o negro cabello, onde cantam sequins, e quasi núa, Salomé descança, quebrada de torpor, entre fôfos coxins... Juncto da infanta, Flavia, a dançarina, que de Roma chegou para lhe dar lições, diz-lhe, agitando, á luz da lua adamantina, seus crotalos de buxo, onde ardem cabochões: “Ninguem te vence, flor, nas danças voluptuosas! Ora altiva, ora languida, ora inquieta, traçando no ar gestos macios como rosas, és navio, serpente e borboleta! 495 Cheios de garbo e aroma, teus movimentos são lascivos como vagas; ningue, te vence, flor, quando, dançando, embriagas: Nem mesmo Julia, imperatriz de Roma! Teu nome ha-de brilhar mais de que o sol no azul! Em breve, ó Salomé, que os corações captivas, ouvindo a tua fama, os reis do norte e sul virão beijar-te os pés em longas comitivas!» Cala-se Flavia... Ao longe, na alameda, cantam pavões, á luz da lua merencoria... E Salomé, cerrando as palpebras de seda, adormece a pensar na sua gloria... A infanta sonha… Num perfumador, Arde a mirra, e em seu fumo de safiras, Passa o espectro da filha de Ciniras, Que assim fala num ritmo embalador: - “Como de Atenas as mais nobres filhas, Áurea cigarra em meus cabelos trouxe; Em mar de leite prateadas ilhas, Tais os meus seios de um arfar mui doce… Quais as ninfas de Diana nos nocturnos Bosques, assim meus dedos rescendentes Em meus cabelos; e eran meus coturnos Sonoros como as cítaras dolentes. Vivia com meu pai numas coutadas, Onde a murta medrava e o rosmaninho; Ao comermos, à sombra das latadas, Caíam flor’s nas taças de áureo vino. Quando núbil me vi, vi que era escrava Do Amor, que andava em brincos com meus seios: Quis beijos!... mas os moços que avistava Não venciam meu pai… achava-os feios… 496 E então amei meu pai, e de tal jeito Que certa noite –nunca eu tal fizera!- Fui meter-me lasciva no seu leito, Sem que ele imaginasse queme u era! Mau Fado para o incesto me impelía! Meu pai, dando-me beijos, desflorou-me, E arbusto me encontrei ao outro di, Mirra chamado, pois lhe dei meu nome…” Cala-se a voz chorosa e cristalina… Rompem aromas p’la janela aberta, E a luz da lua pálida, ambarina, Bate em cheio na infanta, que desperta… Mas eis que no aposento Entram, a soluçar, doridas, as escravas, E uma delas exclama num lamento: -“Acaba de morrer o leão que mais amavas!” Salomé, assombrada, Cerras as convulsas mãos, rasga os belos vestidos, Solta um ai, que reluz como desnuda espada, E, açoitada p’la dor, cai no chão, sem sentidos… III Agora, do leão na jaula, João Baptista, A rugir como um leão, passa as noite e os días… Sua voz augural, inflamada, contrista E aperta sem cessar a alma de Herodias. Moreno, cor de bronze, os cabelos crescidos, Olhos doidos, frebris, cheios de maldições, Seus sonoros rugidos Fazem tremer de susto os outros leões! Poucos se afoitam a pasar diante dele, E se alguém passa, é a figur, em doido anseio; Apenas Salomé, a princezinha imbele, Se aproxima da jaula, sem receio… E João, que para os outros é feroz, 497 É para ela um dócil cordeirinho; Mal a vê, amacia a rude voz, Mudando o olhar de ferro em doce olhar de arminho… Salomé ama João Ainda mais do que amava o leão que lhe morreu, Passa horas sem fim, cheia de comoção, A ouvi-lo discorrer sobre Jesus e o Céu… Logo pela manhã, leva-lhe de comer, Iguarias sensuais, dignas de grandes reis, Dá-lhe flor’s a cheirar e vinos a beber, -e até lhe deu um dos seus fúlgidos anéis… E o austero Precursor, o filho de Isabel, Que andava un ao sol, mastigando raízes, Ama perdidamente o delicado anel Cuja pedral he doura as noites infelizes… IV No dia dos seus anos, Herodes, p’ra aquietar o triste coração, Convidou os vizinhos soberanos E deu-lhes um festim de humilhar Salomão. A preciosa baixela esplende ao sol flamante, Entre um aluvião de nardos e camélias: Dos escravos o andar segue o ritmo ondulante Das hebraicas nubélias… Canta, ao meio da sala, um repuxo aromático, Ardem gemas sem conto ao longo das estolas, E do arábico incensó o nevoeiro lunático Sobe entre a exalação das lânguidas violas… Entra um enorme peixe, um peixe surpreendente, Que nas escamas tem todas as cor’s do céu; E o velho Herodes conta a história comovente Do anel que um certo rei lançou ao mar Egeu. Os olhos fulgem sob as c’roas de verbenas, Passam guisados mil, nadando em molhos flavos, E em belos pratos de ouro os céleres escravos Trazem nobres pavões de consteladas penas. Três grandes javalis e dois veados inteiros Produzem mudo assombro; o calor asfixia… 498 Em taças musicais fervem vinos traiçoeiros, E das nubélias sobe a clara melodía… Cada matrona exibe os seios sem mistério, A alta flor do repuxo inflama-se, argentina, E Lisanias, tetrarca de Abilina, Recita versos gregos de Tibério… Herodias sorri com o seu sorrir jucundo, Da luxúria palpita a abrasada maré; De súbito, porém, tudo se cala: Ao fundo Aparece, dançando, a linda Salomé. Radioso véu, mais leve que um perfume, Cinge-a, deixando ver sua nudez morena, Dos seus dedos flameja o precioso lume. E em cada mão tras uma pálida açucena. E a infanta avança então, ao som dos burcelins… Como sonâmbula perdida Em encantados, místicos jardins, Dir-se-ia que dança adormecida… Dir-se-ia que dança, desmaiando Ao perfume das flor’s que estão em roda… Dir-se-ia que dança e está sonhando… Dir-se-ia que a estão beijando toda… ……………………. Pé ante pé, receosa, dir-se-ia Que entre dois precipicios vai passando, E que uma oculta mão, teimosa e fria, Fazê-la resvalar anda tentando... .......................... Nascem bocas no ar que a estão beijando, E ela foge-lhes, doida, ansiosa, incerta, Desmaiando, arqueando, suplicando... Calam-se os burcelins e Salomé desperta. Rompem aplausos mil em frémitos de chama, Dão-lhe jóias de preço as lânguidas mulheres, Herodias floresce, e o velho Herodes clama: -“Salomé! Salomé! Dar-te-ei o que quiseres!”. 499 O que há-de ela pedir? De essências um boião? Um vestido? Um anel? Um véu? Uma turquesa? Herodias então diz baixinho à princesa: -“Pede-lhe, minha filha, a cabeça de João!” A princesa estremece: -“O que dizes, matá-lo? Fazê-lo mergulhar no enregelado sono? Oh! Não... tomara eu, minha mãe, libertá-lo, Vesti-lo como um rei, sentá-lo sobre um trono!”. Mas Herodias diz: -“Pede a sua cabeça, Se uma glória quer’s ter como ainda ninguém teve, Embora a sua morte agora te entristeça, Essa frágil tristeza há-de passar em breve... O calor dos festins dissipará teus prantos, A saudade é um fugaz aroma de violetas! E o mundo saberá, filha, que os teus encantos Fazem rolar no chão cabeças de profetas! Essa morte dará um par de assas radiantes Ao teu nome; andarás em pompas de vitória! Se quer’s que a tua glória exceda as mais brilhantes, Rega com sangue quente as raízes da glória!”. Cantam, de Salomé no perfil de moeda, Dourado p’la ambição, os olhos de ametista, E junto do tetrarca a sua voz segreda: -“¡Dá-me a cabeça de João Baptista!”. Treme o tetrarca, ouvindo tal: -“Pref ’rira dar-te Toda a baixela, todo o meu tesouro...” Mas, breve, a um gesto seu, um escravo negro parte, Uma espada levando e um grande prato de ouro... 500 ii. Antonio de Hoyos y vinent, la verdadera Historia de salomé (1923) Como el palacio de Herodes Antipas no podía decirse, en materia de pedagogía, precisamente una sucursal de las Ursulinas, Salomé salió bastante mal educada. Los ejemplos que tenía ante los ojos dejaban realmente algo que desear. Herodías, su madre, era una mujerona desvergonzada, procaz, presumida y ambiciosa, a quien, por mucho que se extremase la buena voluntad, no era posible colocar entre las mujeres fuertes de que hablan las Escrituras, sin gran conocimiento de causa y sin documentarse cosa mayor. Decididamente, con ella no se inauguraría la serie de bienaventuranzas y heroínas que habían de asombrar al mundo, y ni Lucrecia ni Santa Catalina se verían en el caso de codearse con la buena señora. Para escalar el tálamo y, sobre todo, el trono del Tetrarca, no había reparado en desaguisado más o menos, y después de dar pasaje a su primer cónyuge, otro apreciable miembro de la familia Herodes, aceptó el incesto con deliciosa naturalidad. Alta, gorda, con unos senos enormes que sostenía enhiestos a fuerza de fajas, y un perfil de loro que tiraba de espaldas, se pintarrajeaba de un modo audaz, arbolaba toilettes llamativas con altos tocados recargados de joyeles y gustaba de adornarse con profusión de collares incrustados de piedras preciosas. Pero aunque com- puesta y recompuesta la fachada, los años no pasan en balde, y si están agravados por las inquietudes menos aún; así que, distraída, malhumorada, pasábase el día, en los ratos que el maquillaje le dejaba libres, gruñendo y riñendo detrás de las esclavas, que allá se las llevaban a zafias y perezosas con las criadas del día. En cuanto a Herodes, cobarde, ambicioso y taciturno, hallábase contagiado de la letal tristeza de los reyes de Israel, la misantropía de Saúl, el sombrío pesimismo con que empezó su decadencia el gran Salomón, tristeza de carne harta y de espíritu macerado y oprimido por la perenne presencia de Je- hová; tristeza de tristezas, porque es un desnivel entre la carne y el espíritu. Rodeado de una pompa y un boato casi orientales, vivía entre perennes temores y constantes alar- mas, viendo asesinos por todas partes, espías escondidos tras los pesados cortinajes y delatores dis- puestos a venderle ante el César, haciéndole perder el fruto de los crímenes y rapiñas que desvelaban sus noches angustiosas de tirano débil. y rodeándoles, al parecer gobernados por ellos, en realidad guiados por una teocracia feroz, rapaz, maligna, suspicaz, envidiosa y taimada, que regía a Israel en nombre del Dios de las Batallas, un pueblo sucio, avaro, fanático, ansioso de riquezas; una turba piojosa, miserable y gritadora, siem- pre descontenta, siempre pidiendo algo, orgullosa de su pasado, inventando profetas para lapidarlos luego; llamándose el pueblo elegido, el pueblo de Dios, sin perjuicio de las mayores infamias; haciendo de la exégesis o de cualquier dogma teológico una cuestión de orden público, un motivo de algarada, alimentándose de teología. El templo frente a Herodes, era la negación de su poder, poder detentado por la casta sacerdotal en nombre de un Dios que, ya que les había creado a su imagen y semejanza, tenía que ser forzosamente a imagen y semejanza de ellos. 501 Esta apreciable familia vivía en la fortaleza de Maqueronte (Macheronte), un enorme palacio con honores de castillo, de gruesas paredes de tierra y piedras, formidables puertas de bronce y torres coronadas de terrazas. Allí el tiempo deslizábase lento, premioso, opaco para ellos. Herodías se aci- calaba y espiaba a su marido con el temor de que una nueva hembra joven y bella se posesionase de su corazón y, sobre todo, de su deseo, expulsándola de él. Herodes, hijo y heredero de Herodes el Grande, el dictador de la degollación de los inocentes, obsesionado por las memorias de sus crímenes, por la sombra pálida de la hija de Aretos, idumeo, como su padre, sin su genio militar y político, y, sin un gran ideal que abreviase sus horas, éstas en la imponente fortaleza tenebrosa, con el desierto enfrente y el cielo añil, implacable, por toldo, se aburría. Claro es que en este ambiente Salomé, la niña de Herodías, se aburría aún mucho más. Salomé era una chica flaca, con la cara angulosa, demacrada, devorada por los ojos verdes, grandísimos, y por la boca, muy roja, que se abría como una rosa de púrpura en el color cirio de la faz. Tenía una cabe- llera castaña, alborotada y rebelde, y recordaba vagamente a Colette Willy hace veinticinco años. Su cuerpo era fino y elástico, y sus movimientos, aunque algo bruscos, no carecían de gracia y armonía vagamente felinas. Como Herodías practicaba la economía, muy necesaria en aquellos tiempos en que el templo se lo llevaba todo, se vestía de un modo arbitrario, mezclando toda clase de pingajos de colorines con viejos joyeles que distraía a su madre, cuentas de vidrios de colores y amuletos obscenos con que la obsequiaba la soldadesca. Pasaba todo el día dando brincos por los pasillos del palacio o tirada al sol escuchando los cuentos de las viejas nodrizas, o bien curioseando por los cuerpos de guardia, o excitando a los guerreros, que relin- chaban de gusto y la perseguían, como faunos salvajes, con sabios roces, tocamientos sospechosos y preguntas de una desvergüenza lasciva insuperable. En tales condiciones apareció por allí el Precursor. El Bautista era un hombre raro, que se pasaba la vida con los pies metidos en el Jordán, que comía saltamontes fritos, y, pese al pediluvio, no se lavaba nunca. Además, tenía una propensión lamentable al potín o chisme, y se pasaba el día contando a voces el pasado de Herodías y obsequiándola con palabras nada cariñosas y con dicterios más bien ofensivos, aunque veraces. Harto el matrimonio de aquel perpetuo contar a las gentes lo que, además de no importarles nada, no necesitaban saber, decidieron encerrar al molesto personaje en un pozo seco. Entonces Salomé, como era natural en su edad, sintió una gran curiosidad por verle. Apenas asomóse al brocal, entre la expectación irónica de los soldados, Juan recibióla con una serie de gestos descompuestos, acom- pañados de feroces injurias. Medio desnudo, sucio hasta un grado insuperable, las barbas y las greñas revueltas, retorcíase en su prisión como una alimaña feroz, mientras lanzaba sus anatemas sobre la princesa de Judea: -¡Loba, hija de loba y de lobezno!... ¡Víbora venenosa, hija de vibora!... ¡Tu madre es una perra y tu padre un macho cabrío!... ¡Que el fuego del cielo caiga sobre vosotros! ¡Que Joheva haga llover el 502 fuego de Sodoma y de Gomorra sobre esta casa, mansión del crimen y del incesto!... ¡Maldita seas, doncella de Israel! ¡El demonio de las fornicaciones presidió tu nacimiento! ¡El Señor se cubrió los ojos a tu venida y mandará su ángel con una espada de fuego para exterminaros y borrar vuestro nombre del libro de Abraham! Salomé no entendió muy bien la jerigonza, y como los guardianes reían, creyó en una de aquellas farsas salaces con que los soldados, no muy respetuosos en aquellos tiempos con las princesas, la ob- sequiaban. Entonces le sacó la lengua y se fue. Pero le quedaba la curiosidad del Profeta. *** Aquella noche había fiesta en casa del Antipas. Sólo a fuerza de libaciones, de danzas y de músicas disipaba el tirano momentáneamente su melancolía, y Herodías, temerosa de perder su influencia, animábale todo lo que podía. Aquel día el banquete, que era en honor de los emisarios romanos, celebrábase en una sala abierta sobre las terrazas. Hacía realmente demasiado calor en la sala, decorada, por cierto con un gusto me- diocre que denunciaba las aprensiones seniles del buen Herodes y el afán de relumbrón de Herodías. Esta habíase vestido con mal gusto, tan recargado, que podía calificarse de impropio de la estación. Así, el traje de terciopelo corinto recamado de oro, la alta tiara dorada de que pendían grandes borlones de azabache, además de hacerla sudar, destruía el hábil artificio de los maquillajes. Herodías hallábase realmente preocupada. Como en la vida de villagietura que llevaban, la cuestión de cocina era asaz complicada, optó por hacer guisar aquel banquete, de verdadero compromiso, por un cocinero árabe. Tal vez éste, por venganza de la derrota que Herodes les infligiera a los suyos, tal vez por la confusión de lenguas, que hacía de la cocina tetrarcal un trasunto de la torre de Babel; tal vez porque la segunda cocinera, que éste se empeñaba en conservar, por ser parienta lejana de un tal Yokonan (aunque los menus de éste en el desierto, los consabidos saltamontes fritos y la miel silvestre, no le abonaban como gourmet), había salido desigual, y Herodías estaba furiosa. Habían levantado un estrado, colgado de riquísimos paños recamados de bordados de seda y oro, y un dosel de púrpura cobijaba la silla de marfil del Tetrarca. El cielo, que se veía al través de las columnatas que daban a Oriente, era intensamente azul, tacho- nado de astros de oro; en occidente brillaba aún la raya roja del poniente. Sentado en su trono, Herodes, el rostro muy delgado, marfileño en el negro collar de la barba, inclinaba su perfil de presa sobre el pecho, al agobio tal vez del enorme turbante de velos de metales de tejidos sedeños de co- lores, rematado por la corona real. Una túnica azul de finísima lana ceñía su cuerpo, y un manto, a modo de pluvial, colgaba de sus hombros, abrumados de collares. El cetro era largo, de ébano y oro. 503 Bebía lentamente en vasos de oro cincelado semejantes a los del templo del Señor. Ante él la mesa, donde en raras fuentes de orfebrería se amontonaban las aves exóticas, los pescados exquisitos y las frutas más extraordinarias. Esclavos negros, venidos de la Nubia, espantaban lentamente las moscas con sus grandes abanicos de plumas; otros, amarillos como el marfil viejo, vestidos con túnicas de se- das bordadas de pájaros y flores, incensaban el aire. Danzarinas blancas como la nieve y otras negras como el basalto, danzaban al ritmo de las tañedoras de flauta traídas de Circasia. Y los soldados de bronce daban guardia inmóviles. Junto al rey, Herodías tronaba magnífica. En su alto peinado, los cabellos, pintados de oro, se mez- claban con joyas y bandas de ricas estofas. Dos senos colosales, estaban desnudos bajo la lluvia de collares de topacios y carbunclos, con los pezones rabiosamente teñidos de carmín; su traje era de color rojo vivo con franjas de oro, y a la moda de oriente, llevaba aljorcas de oro en los brazos y las piernas. En cuanto a Salomé, mal vestida, acurrucada como una bestezuela familiar sobre una pila de almohadones, se aburría. Herodes se encaró con ella. -Baila. Aunque lo estaba deseando, bastaba que se lo ordenasen para que no quisiera; así es que torció el hocico e hizo una mueca de negativa. Entonces, Herodías reiteró la orden del Tetrarca: -Baila. Pero ahora fue él quien sintió la necesidad de llevarla la contraria. Encaróse con ella severamente: -Deja a tu hija en paz. y con benevolencia: -Baila, Salomé, y te daré lo que quieras. -¿Lo que quiera?-interrogó ella. -Lo que quieras. Entonces Salomé púsose a bailar. Danzaba con un ritmo extraño, en que había de pueril y de lascivo, de torpe y de ágilmente felino. Entre los velos de colorines se adivinaba su cuerpo, blanco como una gran azucena que temblase bajo la bruma irisada de sol a la caricia del aire. Otras veces era como humo de áloe que se retorciera vago y azul; algunas, como una sierpe de plata danzando bajo la luna. 504 Al acabar, pidió: -¡Quiero la cabeza de yokonan! Herodes se espantó. -¡Salomé, hija mía, pide lo que quieras; pero eso, no; eso, no! Insistió ella con terquedad de niña caprichosa: -¡Quiero la cabeza de yokonan! El Tetrarca gimió. -¡Eso, no; eso, no! Ella se emperraba: -¡La cabeza de yokonan! Herodías intervino: -Tiene razón Salomé. Se lo has prometido, y tienes que cumplir tu palabra. El Antipas juntó las manos. -¡Salomé, no hagas caso de tu madre, que es una perra, hija de un cocodrilo y de leona! ¡Salomé, pude lo que quieras, menos eso! Pero ella, ante el obstáculo, se irritaba: -¡Quiero la cabeza de yokonan! Con un gesto de desesperación, el Tetrarca ordenó: -¡Sea! Hubo una pausa. El verdugo volvió con una fuente de oro; en ella, como un raro esmalte veíase el rostro verde, con barbas y cabellos rojos, del Precursor. Tenía los ojos cerrados y los labios entreabier- tos. En perfil era frío y duro. 505 Salomé besó en los labios al Profeta del Fuego. Luego, como no sabía qué hacer con él, lo dejó en un rincón y púsose a bailar otra vez. iii. rubén dArío, LA muerte de sALomé (1891) I La historia a veces no está en lo cierto. La leyenda en ocasiones es verdadera, y las hadas mismas confiesan, en sus intimidades con algunos poetas, que mucho hay falseado en todo lo que se refiere a Mab, a Brocelianda, a las sobrenaturales y avasalladoras beldades. En cuanto a las cosas y sucesos de antiguos tiempos, acontece que dos o más cronistas contemporáneos, estén en contradicción. Digo esto, porque quiza habrá quien juzgue falsa la corta narración que voy a escribir en seguida, la cual tradujo un sabio sacerdote mi amigo, de un pergamino hallado en la Palestina, y en el que el caso estaba descrito en caracteres de la lengua de Caldea. II Salomé, la perla del palacio de Herodes, después de un paso lascivo, en el festín famoso donde bailó una danza al modo romano, con música de arpas y crótalos, llenó de entusiasmo, de regocijo, de lo- cura, al gran rey y a la soberana concurrencia. Un mancebo principal deshojó a los pies de la serpen- tina y fascinadora mujer una guirnalda de rosas frescas. Cayo Menipo, magistrado obeso, borracho y glotón, alzó su copa dorada y cincelada, llena de vino, y la apuró de un solo sorbo. Era una explosión de alegría y de asombro. Entonces fue cuando el monarca, en premio de su triunfo y a su ruego, concedió la cabeza de Juan Bautista, y Jehová soltó un relámpago de su cólera divina. Una leyenda asegura que la muerte de Salomé acaeció en un lago helado, donde los hielos le cortaron el cuello. No fue así; fue de esta manera. III Después que hubo pasado el festín, sintió cansancio la princesa encantadora y cruel. Dirigióse a su alcoba, donde estaba su lecho, un gran lecho de marfil, que sostenían sobre sus lomos cuatro leones de plata. Dos negras de Etiopía , jóvenes y risueñas, le desciñeron su ropaje, y, toda desnuda, saltó Salomé al lugar del reposo, y quedó blanca y mágicamente esplendorosa, sobre una tela de púrpura, que hacía resaltar la cándida y rosada armonía de sus formas. Sonriente, mientras sentía un blando soplo de flabeles, contemplaba, no lejos de ella, la cabeza pá- lida de Juan, que en un plato áureo, estaba colocada sobre un trípode. De pronto, sufriendo extraña sofocación, ordenó que se le quitasen las ajorcas y brazaletes de los tobillos y de los brazos. Fue obe- decida. Llevaba al cuello a guisa de collar una serpiente de oro, símbolo del tiempo, y cuyos ojos eran dos rubís sangrientos y brillantes. Era su joya favorita; regalo de un pretor, que la había adquirido de un artífice romano. Al querérsela arrancar, experimentó Salomé un súbito terror: la víbora se agitaba como si estuviese 506 viva, sobre su piel, y a cada instante apretaba más y más, su fino anillo constrictor, de escamas de metal. Las esclavas, espantadas, inmóviles, semejaban estatuas de piedra. Repentinamente, lanzaron un grito; la cabeza trágica de Salomé, la regia danzarina, rodó del lecho hasta los pies del trípode, adonde estaba, triste y lívida, la del precursor de Jesús; y al lado del cuerpo desnudo, en el lecho de púrpura quedó enroscada la serpiente de oro. iv. áLvAro meLián LAFinur, las sandalias de JuditH (1927) Sus sandalias le arrebataron los ojos (Lib. Judith, Cap. XVI, 11) (La autenticidad del libro de Judith, que la Biblia católica registra como canónico y la protestante proscribe, ha sido, como lo prueba esto mismo, muy discutida por los comentaristas. Hablando en cierta ocasión acerca de estos problemas de exégesis con el viejo hebraísta mencionado en otro de los relatos de este libro, me confió que poseía copia de un antiquísimo manuscrito en el que la historia de Judith aparecía narrada con algunos rasgos curiosos que no figuran en la versión conocida, aun- que en general ambos relatos coincidieran en lo esencial. Como me interesaba, naturalmente, por conocer dicha copia, el complaciente guía me la tradujo con alguna dificultad. Esa versión no difería, fundamentalmente, en efecto, de la que contiene el tradicional libro de Judith, pues la augusta figura de la bella heroína, su carácter y los móviles de su hazaña resultaban igualmente reconocidos y en- salzados en ambas. Pero, con respecto a Holofernes y a las causas de su desastrado fin, el manuscrito revelaba circunstancias extrañas, las cuales me sugirieron el relato que más adelante se leerá. En él he descrito el carácter del personaje y sus deformaciones, con voces propias de la ciencia moderna que, a mi modo de ver, definen estritcamente lo que en aquel relato antiguo se expresa de manera natural- mente diversa pero equivalente y he destacado, como rasgo revelador, un versículo que el corriente libro de Judith resume algo explícitamente desarrollado en el viejo manuscrito). Cuando Judith penetró en la tienda de Holofernes, éste se hallaba recostado sobre un montón de pie- les, bajo un pabellón de púrpura tejido de oro, esmeraldas y otras piedras y se acariciaba, pensativo, la luenga barba peinada a la manera asiria. Aquella conquista de Bethulia le aburría profundamente. Había emprendido la guerra sometiéndose a las órdenes de Nabucodonosor que tenía singular empe- ño en humillar a todos los reinos de occidente y sobre todo al pueblo de Israel, pero no participando mayormente de estos odios, había abierto la campaña con algún desgano. A pesar de su aspecto bár- baro, era más propenso a los placeres de la corte que a las rudas faenas militares. Le gustaba beber hasta embriagarse, contemplando las lánguidas danzas de las doncellas de Nínive, antes que dirigir sitios y asaltos de fortalezas enemigas. Por una de esas paradojas frecuentes en todos los tiempos, mer- ced a las cuales ciertos hombres aparecen cumpliendo destinos contrarios a su vocación, Holofernes era un guerrero a pesar suyo, que había llegado a adquirir cierta destreza en el manejo de fuerzas bélicas por virtud de la práctica forzada y larga a la que le obligaran desde su adolescencia, pero su carácter y sus propensiones nativas le inclinaban más bien a la molicie que a la rígida disciplina de los castros. Era un extenuado, estragado por los placeres violentos, por los refinamientos monstruosos de Babilonia. Sólo reaccionaba ya a estímulos artificiales y padecía, con otros vicios, esa aberración 507 que la ciencia moderna llama “fetichismo” –hermana del sadismo y del masoquismo– y que hace disfrutar un placer erótico con la contemplación y posesión de una prenda femenina, especialmente del calzado… Cuando sus soldados le anunciaron que, según sus órdenes, habían cortado el acueducto que proveía de agua a la ciudadela de Bethulia y puesto guardias a las fuentes, y que la resistencia estaba por lo tanto quebrantada, sintió una gran satisfacción, pensando en el rápido término del asedio y en la vuelta a sus goces y orgías habituales. La presencia de Judith le hizo erguirse en su lecho. Sus guardias le habían avisado un momento antes que una mujer venida del campo enemigo, en compañía de su sierva, solicitaba hablarle. Había con- sentido en ello, pero sin imaginar que la desconocida que iba a presentarse pudiera ser la imponente belleza que tenía ahora ante su vista. Judith resplandecía en efecto, destacando su blanca figura estatutaria sobre el cortinaje obscuro de la tienda, que acababa de cerrarse tras su paso. Después de haberse postrado ante él y de ser levantada por sus siervos, permanecía ahora erguida, con toda la majestad de que el Señor la había realzado para que cumpliera su misión, confundiendo a los enemigos de Israel. Su actitud no manifestaba temor ni cortedad, antes por el contrario, un aplomo y un dominio que la tornaban más adorable. El invasor sintió inmediatamente el imperio de la extranjera sobre su corazón y con aire más de servidor rendido que de general victorioso, le dirigió suaves palabras: - Ten buen ánimo y no temas en tu corazón porque yo nunca hice daño a hombre que quiso servir al rey Nabucodonosor. La hermosa viuda de Manassés avanzó un paso y dijo con acento seguro: - Recibe las palabras de tu sierva, porque si siguieras las palabras de tu sierva el señor te dará con- cluido el negocio. Él recorría con ojos ávidos y deslumbrados los contornos de esa figura soberbia: la lujosa túnica cayendo en pliegues graciosos sobre las piernas que se adivinaban marmóreas; el busto de diosa; las manillas y lirios, las arracadas y sortijas, los brazaletes y collares que decoraban la carne mórbida. Hasta que su mirada, deslizándose a lo largo de los muslos, se fijó en los pies, diminutos y blancos, pies de Anadiomena, como hechos de blanquísima espuma, que aparecían calzados por primorosas sandalias. A través de las tirillas de cuero, cruzadas y recamadas de oro y de piedras preciosas, se veía albear la piel pura y tersa, el tobillo fino, las uñas pulidas y rosadas. Holofernes sintió que aquellas sandalias “le arrebataban los ojos” y quedó desde entonces dominado. La recién llegada explicaba, en tanto, la fingida traición. Su voz sonaba grave y armoniosa en aquella falaz confidencia. Era una de esas voces que parecen tener algo de lejano, como si vinieran de conca- vidades misteriosas; una voz de tragedia, de la que el ánimo quedaba suspenso como de una música inaudita. Voz de heroína, de profetisa, de vengadora. La voz que la imaginación presta a Débora, la otra “mujer fuerte de la Biblia”, o a Antígona, o a Casandra… Judith decía la aflicción de los habitantes de Bethulia, la extinción de sus víveres, el hambre y la sed de la población, su inevitable caída bajo el poder de Holofernes. “Porque es cosa constante que nuestro Dios está tan ofendido de los pecados, que ha hecho decir por sus profetas al pueblo que lo entregará por sus pecados… Y por cuanto saben los hijos de Israel que ellos tienen ofendido a su Dios, tu temblor está sobre ellos… y me dirá cuando les retorne su pecado y vendré a darte de ello aviso, de tal manera que yo te llevaré por medio de Jerusalén y tendrás a todo 508 el pueblo de Israel como ovejas que no tienen pastor y no ladrará ni un solo perro contra ti”. Holofernes no dudó de la veracidad de la hebrea. El suceso le llenaba de júbilo y le parecía un regalo precioso de la fortuna. Judith iba a proporcionarle el medio de triunfar prontamente de los defensores de Bethulia y además, aquella extranjera rendida le inspiraba secretos y complicados deseos. Pensó que sería dócil a sus caprichos lascivos y en su mente planeaba ya un festín suntuoso, una orgía alegre y brutal. Lleno de una bonhomía inspirada por estos pensamientos, dispuso que la visitante pudiera entrar y salir cuando quisiera, a adorar a su Dios por tres días. Y Judith pasó así tres días, saliendo por las noches libremente al valle de Bethulia para orar y purifi- carse, por si el trato de los enemigos la había contagiado de impureza. Y en su grande y fiel corazón, inflamado por el amor de Dios y de su pueblo, se regocijaba secretamente, viendo cercano el término de su empresa, por la cual debelaría al monstruo y salvaría a sus hermanos según los designios del Señor. Y sucedió que al cuarto día, Holofernes concertó un banquete en su tienda con el oculto propósito de corromper a la extranjera. E hizo que Vagao, su eunuco, la instase a venir a sentarse al lado suyo en la mesa del convite. Y concluido éste, en el cual Holofernes había bebido más que de ordinario, todos se retiraron y dejaron al general a solas con la hermosa hebrea. Ella temblaba de zozobra ante la proximidad del momento esperado y al verse a merced de aquel bárbaro, enardecido por las libaciones, a cuyos ojos asomaba ya una feroz concupiscencia. Más el exceso mismo del vino tornaba a Holofernes menos peligroso y cuando balbuceando frases lúbricas pretendió abrazarla, la extranjera pudo rechazarle, arrojándole de un empujón sobre el lecho de pieles. Él resollaba fuertemente. Sus ojos se clavaban con obstinación en las sandalias de Judith, que estaba allí de pie, a cierta distancia, contemplando con repulsión a aquella bestia humana en sus inútiles esfuerzos por levantarse de su yacija. y su extrañeza fue grande cuando Holofernes, con palabras entrecortadas, le dijo: - Vete, si quieres, de aquí, pero antes quítate las sandalias y dámelas. Ella permaneció inmóvil, sin comprender. Holofernes continuaba, con voz suplicante: - ¡Las sandalias… dame tus sandalias! Entonces Judith, no encontrando en ello peligro alguno, se despojó de las sandalias y se las arrojó con desprecio. y vio luego asombrada cómo él las oprimía y contemplaba embelesado y cómo las besaba y las tor- naba a besar. Hasta que después de un bestial paroxismo, quedó como amodorrado, con las sandalias apretadas contra el rostro rojo y sudoroso. La heroína comprendió que había llegado el instante de coronar su hazaña. Se deslizó a la cabecera del lecho, cogió el alfanje persa que allí estaba suspendido de un pilar, lo desenvainó y asiendo los cabellos de Holofernes, de dos golpes le cortó la cabeza y arrojó por tierra el cadáver decapitado. Descalza como se hallaba, salió de la tienda con la horrible cabeza sangrienta suspendida de la me- lena hirsuta y huyó con su sierva hacia la ciudad de Bethulia que acababa de salvar de la cautividad. Al otro día, las avanzadas asirias viendo la cabeza de Holofernes colgada de los muros corrieron a la habitación de su general. Pero no se atrevían a penetrar en ella y hacían gran estrépito en el exterior. 509 Hasta que Vagao, el eunuco, se animó a entrar en la tienda y como no advirtiera movimiento alguno se aproximó al lecho. Cuando con mano temblorosa levantó la cortina, la visión horrenda le hizo proferir un alarido de espanto: tendido en el suelo, entre un charco de sangre, yacía el cuerpo de Holofernes sin cabeza. Con las manos crispadas oprimía aún contra su pecho las bellas sandalias de Judith que habían sido su perdición. v. bernArdo couto cAstiLLo, cleopatra (1896) Ella ignoraba el porqué y si era su verdadero nombre, pero desde niña la llamaron Cleopatra. Sus ojos se abrían grandes, se clavaban fieramente y dominaban con la serenidad de su grandeza, parecida a la de un mar tranquilo. Sus cabellos, abundantes y negros como el dolor humano, se le- vantaban erguidos, pesados, cubriéndola de gigantesco casco de obsidiana. Su nariz romana, sensual, aspiraba largamente todo perfume, lo aspiraba largamente hasta hacerlo pasar, confundirse con su respiración, hasta esparcirlo en el interior de su cuerpo y estremecer sus nervios con la fuerza del aroma. Sus labios tenían el pliegue tiránico, pero por un beso suyo, por sentir y beber su humedad, voluptuosamente se soportaría el dolor causado por la herida de sus fuertes dientes de mármol. Sus senos se avanzaban, proas marfiladas de imperiales galeras. Las líneas, ligeramente curvas por su talle, se iban cerrando al descender como los pétalos de un lirio. Sus piernas, largas, musculosas, pa- recían hechas para huir; sus brazos fuertes, contrastaban con lo delicado de su mano, con lo delicado de su mano contrastaban sus brazos fuertes, porque si los unos acariciaban y atraían, los otros se juntaban y envolvían encadenando. Su cuerpo jamás pudo soportar los estrechamientos de los trajes modernos; entro de ellos se ahogaba; sus soberanas formas sólo eran dignas de ser tocadas por las brisas y por las aguas. Sus pirando se resignaba a vestir de sedas muy finas sin permitir que oprimieran nunca sus miembros Sentía irresistibles deseos de algo que no podía definir y que a su alrededor no encontraba. En las tar- des de agosto, en los crepúsculos de fuego interrogaba las nubes; eran cortejos bronceados, batallones de llamaradas que brotaban de tronos azules, tropeles de colores que avanzaban fundiéndose, com- bate de matices sombríos; entonces se sentía atraída, hubiera querido subir, luchar con los peñascos etéreo, desvanecerlos, penetrar en el fuego de los horizontes y sentir el saetazo del postrer rayo del Sol. Las noches tempestuosas hacían que sus pasos se abrieran, como queriendo beber la atmósfera cargada; y en la negrura del cielo rasgadas por el cruzar brillante del relámpago, creía ver el entierro de los matices luchadores a la hora del crepúsculo. Todo cuanto le rodeaba le parecía pequeño y mezquino. Su placer era ir y ver fieras, desafiar su mi- rada, tocar sus músculos. Tuvo Cleopatra muchos amantes y todos murieron. Parecía que su boca y su nariz bebían, aspira- ban el aliento de sus elegidos; los que por sus soberanos brazos hubieran pasado aquellos a quienes su mirada esclavizara, a los que conocieran la delicia de sus caricias, ¿qué les podía quedar sino el descanso de la tumba? 510 Un día su capricho fue a domar fieras y desde entonces no vivió sino en su compañía... Por la ventana rayos de sol moribundo. Sobre los mosaicos del piso las fieras iban y venían rugiendo sordamente como a la proximidad de un peligro. Cleopatra, completamente desnuda, las mira a todas, las provoca, siente rozando su piel las crines erizadas de los leones, la seda áspera de los tigres; lucha con ellas y cuando se siente débil, su mirada dilatándose hace caer las patas de la fiera pronta a saltar. Luego, sentada sobre un escabel hace que las bestias combatan entre sí, las excita, sonríe cuando se muerden, cuando se arrancan carnes y en la sangre que corre va y baña el alabastro de sus pies perfectos. Cuando casi todas las fieras estuvieron muertas o heridas, en medio de la pieza quedó un león, aspi- rando el humeante olor de sangre y mirando con desdén su obra. Era el único que no estaba herido. Cleopatra fue a él, le tomó la crin, le hizo daño y la lucha comenzó. Los cabellos abundantes y negros como el dolor humano caían sobre los regios hombros, los senos se agitaban con violencia, la carne se estremecía... la bestia dio un zarpazo, hirió el vientre que se tiño de rojo, cubrió de púrpura el cuerpo, desafió la indomable mirada. Cleopatra cayó a tierra la blancura de su cuerpo, lo divino de su cuerpo, lo rojo de la sangre de sus heridas, se confundió con la crines, con las patas, con la altanera cabeza del león que la hería, hería haciendo destacarse la blancura de la piel sobre el rojo estanque que brotaba caliente de donde él pasaba las uñas. El león bebió la sangre. Cleopatra se agitó, se incorporó, enlazó en sus brazos el cuello de la bestia, la atrajo a sus senos desgarrados y murió estrechando más y más la cabeza del león homicida. 511 Figura 103. Jules Ziegler, Judith aux portes de Béthulie (1847) 512 Tesis Carlos Primo Cano PORTADA AGRADECIMIENTOS ÍNDICE RESUMEN ABSTRACT I. INTRODUCCIÓN: OBJETIVOS Y JUSTIFICACIÓN 2 . SALOMÉ 3. JUDITH 4. CLEOPATRA CONCLUSIONES BIBLIOGRAFÍA ANEXOS