UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID FACULTAD DE GEOGRAFÍA E HISTORIA TESIS DOCTORAL Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Celtiberian landscape and territory in the upper Duero MEMORIA PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTOR PRESENTADA POR Raquel Liceras Garrido Directores Alfredo Jimeno Martínez Enrique Cerrillo Cuenca Madrid, 2017 © Raquel Liceras Garrido, 2017 iespanta Nota adhesiva El catálogo de sitios, se puede consultar en el Servicio de Tesis (buc_tesi@ucm.es) tlfn: 91 3946641 Universidad Complutense Madrid Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Celtiberian landscape and territory in the Upper Duero Autora: RAQUEL LICERAS GARRIDO Directores: DR. ALFREDO JIMENO MARTÍNEZ DR. ENRIQUE CERRILLO CUENCA FACULTAD DE GEOGRAFÍA E HISTORIA “Porque fueron, somos. Porque somos, serán” Agradecimientos Cuando tras cuatro años de dedicación casi exclusiva a este proyecto, echas la vista atrás, te das cuenta de que una tesis es de todo, menos un trabajo individual. Mi buena amiga Alba me dijo una vez que la tesis era como un viaje, un camino lleno de experiencias, personas y lugares que teníamos que recorrer. Durante el tiempo que pasas trabajando en ella, te lleva a diferentes sitios, a transitar caminos que nunca habías pensado, a vagar por palabras y a conocer personas que dejan una huella imborrable en ti y en el escrito. A todas ellas, gracias. El agradecimiento y admiración que profeso a mis dos directores de tesis, Alfredo Jimeno y Enrique Cerrillo Cuenca, no creo ser capaz de hacerle justicia con palabras. Alfredo ha sido una persona fundamental durante toda mi vida académica. Un hilo conductor imprescindible sin el que yo hoy no estaría presentando este trabajo. Te quiero dar las gracias por ser mi maestro. De ti he aprendido no sólo lo técnico, lo académico o lo arqueológico, sino también los valores de lo humano, del esfuerzo y del trabajo. Enrique ha sido un sólido pilar de apoyo desde el día que nos conocimos, una guía indispensable en este largo viaje, siempre sincero y animándome a ir más allá. Mis compañeros del Equipo Arqueológico de Numancia: Sergio Quintero, Judith Cruz, Fernando Moreno, Antonio Chaín y J. Ignacio de la Torre han sido una constante indispensable a lo largo de mis años de formación y en la elaboración de esta tesis. Gracias por todos estos años de amistad y apoyo incondicional, por todo lo que me habéis enseñado y lo mucho que he disfrutado. Ha sido un verdadero placer compartir trabajo y vivencias con todos vosotros. También a toda la gente que ha pasado a lo largo de estos años por las excavaciones y los laboratorios de Numancia, por la ilusión, las ganas de aprender y lo compartido. Quiero agradecer la posibilidad del desarrollo de esta tesis al sistema educativo que me lo permitió. Al Ministerio de Educación le agradezco la financiación de este proyecto en el marco del programa de Formación del Profesorado Universitario, sin cuyo soporte esta tesis nunca se habría realizado, y al Departamento de Prehistoria de la Universidad Complutense haberme acogido y apoyado siempre. Con el paso del tiempo he aprendido a valorar el gran regalo que me dieron mis profesores de la Universidad Complutense, quienes me enseñaron la importancia de pensar por uno mismo, de tener un juicio crítico, de ver más allá de lo evidente y a buscar los porqués de lo que nos rodea, tanto en el pasado como en el presente. De ellas y ellos aprendí que las pequeñas cosas pueden decir mucho de las personas. En especial, quiero agradecer al profesor Javier Gutiérrez Puebla el abrirme un mundo de posibilidades a través de los Sistemas de Información Geográfica, quien fue codirector de mi Trabajo de Fin de Máster, en el que se sentaron las bases de esta tesis. A los profesores, tutores de mis estancias de investigación quiero agradecerles su paciencia, amabilidad, tiempo y valiosas reuniones. El profesor Tom Moore de la Universidad de Durham me enseñó a mirar la Edad del Hierro con otros ojos y la importancia de buscar mi propia aproximación a la arqueología. El profesor Manuel Fernández Götz de la Universidad de Edimburgo me hizo entender que las claves de mi búsqueda eran las identidades y el poder. El profesor Ian Armit de la Universidad de Bradford me ayudó a profundizar en los porqués. Alba Comino y Luis Sevillano siempre fueron mis modelos a seguir, gracias también por ser dos fabulosos amigos. Adara López, amiga y compañera incansable. A Alicia Prada y Sandra Ovejero, gracias por tener siempre los brazos abiertos y una gran sonrisa. A Jesús Bermejo y Alicia Jiménez quiero agradecerles la posibilidad de participar en el equipo de Renieblas, su ayuda, cariño y consejo. También a mis compañeros predoctorales del Departamento de Prehistoria, especialmente a Juan Jesús Padilla, por compartir miedos e inquietudes. A la gente del Museo Numantino quiero agradecerles las facilidades que nos han brindado a la hora de consultar los materiales, especialmente a Marisa Revilla, Marian Arlegui, Blanca Martínez y Octavio Hernández. También a Elena Heras de la Junta de Castilla y León, por la disponibilidad en el acceso a los datos administrativos. A Lara Rodríguez y Jaime Almansa, su profesionalidad. A los que fueron mis compañeros del Instituto de Arqueología de Mérida quiero agradecerles dos de los años mejores de mi vida. Gracias por dejarme formar parte de vuestros equipos, por integrarme en vuestros proyectos y por enseñarme tanto, en lo humano y en lo profesional. Alberto y Fil han sido mis dos grandes amigos y dos sólidos apoyos en mi vida. A Chris, por su amabilidad y gentileza, y en cuya casa se ha escrito la mayor parte de este trabajo. Mi familia política ha sido un apoyo constante, especialmente Alex, Galina y Julián, siempre comprensivos y dispuestos a escuchar. A mi hermana quiero agradecerle ser mi mejor amiga, quien siempre me habla claro y me hace ver las cosas de forma fácil. A mi madre y padre, sin ellos jamás habría llegado hasta aquí, quiero agradecerles su ayuda, su apoyo, su cariño y siempre haberme empujado a perseguir mis sueños. A Sergio, mi gran compañero de viaje, gracias por todo el amor y el apoyo que me has dado y me das, gracias por compartir tu vida conmigo. A Sergio A mis padres y hermana i Índice de contenidos Índice de contenidos i Índice de tablas vi Índice de figuras vi Resumen xv Summary xix 1. EL INICIO DEL CAMINO 1 1.1. Antecedentes en la investigación 3 2. LÍMITES CRONOLÓGICOS Y GEOGRÁFICOS 9 2.1. Marco cronológico 10 2.2. El Alto Duero en la Edad del Hierro 11 3. PERSIGUIENDO LA SIMETRÍA 17 3.1. Fundamentos, conceptos y herramientas para la interpretación 18 3.2. Identidades: las diferentes construcciones del “yo” 21 3.2.1. Identidades de género 22 3.2.2. Edad: entre lo biológico y lo cultural 24 3.2.3. Estatus 26 3.2.3.1. El parentesco y la familia 27 3.2.3.2. La clase 29 3.2.4. Etnicidad 30 3.2.4.1. La materialización de la identidad étnica: los marcadores 32 3.2.4.2. Los textos clásicos: los false friends de la interpretación arqueológica e histórica 34 3.3. El poder y sus relaciones 36 3.3.1. La materialidad de las relaciones de poder 38 3.3.2. El poder y los poderosos 39 3.3.2.1. Comensalidad y redistribución 41 3.3.2.2. El conflicto y la violencia 42 ii 3.3.2.2.1. La violencia como construcción cultural y sus tipos 43 3.4. Se hace camino al andar: los paisajes entre la percepción y la práctica 45 3.4.1. Conceptualizando el paisaje 46 3.4.2. La materialidad de los paisajes 48 3.5. Lo social a partir de lo físico 49 3.5.1. Los paisajes de la Edad del Hierro en nuestro ordenador 49 3.5.2. Modelado de las formas del relieve 52 3.5.3. Profundizando en los datos 55 3.5.4. Territorios: principios para el análisis 57 4. LA PRIMERA EDAD DEL HIERRO 61 4.1. De dónde venimos… el Bronce Final en el Alto Duero 61 4.2. Hacia dónde vamos… la Edad del Hierro 67 4.3. Paisajes fragmentados 69 4.3.1. Construyendo paisaje 69 4.3.2. Los asentamientos y los sistemas defensivos 73 4.3.3. Las fortificaciones 78 4.3.3.1. Los materiales 78 4.3.3.2. Las personas 80 4.3.4. Levantando fronteras 82 4.4. Adentrándonos en los asentamientos 85 4.4.1. La esfera doméstica, una compleja realidad social 86 4.4.1.1. Diferencias regionales 86 4.4.1.2. El polimorfismo doméstico 94 4.4.1.3. La biografía de los espacios domésticos 97 4.4.2. Talleres especializados: el trabajo de la metalurgia en El Royo 99 4.5. La muerte en la primera Edad del Hierro 100 4.5.1. Las necrópolis del Alto Duero: la variabilidad como característica 101 4.5.2. “…the dead do not bury themselves…”: las agendas sociales 105 4.5.2.1. Los tópicos sobre los ajuares 106 4.5.3. Las identidades en la muerte 107 4.5.3.1. La infancia 108 4.5.3.2. Los hombres 110 4.5.3.2.1. Los guerreros: una identidad de clase 111 4.5.3.3. Las mujeres 115 4.5.3.3.1. Las “diademas” de Cerralbo, un objeto controvertido,… 116 4.5.3.3.2. …aunque no tanto como las armas 117 4.5.3.4. La familia 119 4.6. El poder en la primera Edad del Hierro 125 4.6.1. Los medios para el poder 125 4.6.2. Estrategias de poder 127 4.6.2.1. La apariencia de la violencia o la violencia en la apariencia 127 4.6.2.2. Festines y banquetes 131 iii 4.6.3. Los protagonistas 134 4.7. Dos caras de la misma moneda: el poder en el paisaje vs el poder en el cuerpo 136 5. LA SEGUNDA EDAD DEL HIERRO 139 5.1. Explorando los paisajes urbanos 140 5.1.1. El proceso de formación 141 5.1.2. La distribución física de los paisajes 143 5.1.3. Las ciudades y sus territorios 146 5.1.3.1. Los territorios de la segunda Edad del Hierro 148 5.1.3.2. Tipos sitios dentro de los territorios del Alto Duero 151 5.1.3.3. A vueltas con las discontinuidades: las estimaciones de población 155 5.1.4. Las relaciones en el paisaje 161 5.1.4.1. Relaciones de poder entre ciudades 161 5.1.4.1.1. “Numancia, que era la ciudad más poderosa” 162 5.1.4.2. Relaciones dentro de los territorios 164 5.1.5. La identidad en el paisaje 166 5.1.5.1. Las ciudades como referente de la identidad 167 5.1.5.1.1. La biografía del lugar. Lugares con memoria 167 5.1.5.1.2. Lugares de reunión: Asambleas/Consejos 169 5.1.5.1.3. Espacios de culto 172 5.1.5.1.4. Símbolos en el territorio: las murallas 173 5.1.5.1.5. Ciudad: símbolos de identidad territorial 177 5.1.5.2. Construyendo la identidad comunitaria: el territorio 179 5.1.5.2.1. Santuarios extraurbanos 179 5.1.5.2.2. Hitos en el paisaje 181 5.2. Paisajes funerarios 182 5.2.1. Personas, localizaciones, espacios e identidades 184 5.2.1.1. Señalizando el espacio 184 5.2.1.2. Las agrupaciones de tumbas 186 5.2.2. Honrando a los ancestros 191 5.3. Espacios domésticos e identidades 193 5.3.1. Las casas del Alto Duero 194 5.3.1.1. Características formales 194 5.3.1.2. Deambulando por las casas 198 5.3.1.3. La casa, el espacio de las mujeres 201 5.3.1.4. Infancia 202 5.3.2. ¿a qué obedecen las agrupaciones de estructuras? 205 5.3.3. Relaciones de parentesco 207 5.3.4. De la casa al más allá: su reflejo en el mundo funerario 209 5.3.4.1. Las evidencias de la casa de los enterramientos 209 5.3.4.2. Identificando las identidades de casa en la tumbas 213 5.4. Poder, individuos y comunidad 216 5.4.1. Compartir es vivir: generosidad, riqueza y poder 217 5.4.1.1. La materialidad del banquete 217 iv 5.4.1.2. El alcohol: uso, consumo y producción 219 5.4.1.3. Comida, bebida y guerra 222 5.4.2. Conflicto y violencia 223 5.4.2.1. La figura del guerrero 224 5.4.2.1.1. O al menos su apariencia 224 5.4.2.1.2. Senderos hacia la eternidad 227 5.4.2.1.3. Amplitud de miras: la movilidad 231 5.4.2.2. Las mujeres a la guerra 233 5.4.2.3. De peligrosos enemigos a objetos cotidianos 235 5.4.2.3.1. Cazadores de cabezas 236 5.4.2.3.2. Cortadores de manos 245 5.4.2.4. La metáfora del cuerpo 246 5.4.2.4.1. Larga vida y prosperidad… para la comunidad 247 5.4.2.4.2. Prestigio social para el individuo 250 5.4.2.4.3. Terror para el otro 252 5.4.2.4.5. Los sacrificios humanos 252 5.5. El gobierno de las comunidades 256 5.5.1. Asambleas: las arenas de la negociación 257 5.5.2. Los líderes guerreros 259 5.5.2.1. Las relaciones de poder 261 5.5.3. Culturas del honor 263 5.6. Identidades étnicas 265 5.6.1. Desenmarañando los niveles de etnicidad 266 5.6.2. Las comunidades étnicas en el Alto Duero 269 6. DE AQUELLOS BARROS, ESTOS LODOS: LOS SIGLOS DEL CAMBIO DE ERA 273 6.1. De indígenas a romanos 273 6.1.1. (Des)enredando la romanizacion 274 6.2. Resistencia militar 278 6.3. Dialogando con la cultura material 279 6.3.1. Romanizando el paisaje 279 6.3.2. Espacios domésticos 283 6.3.4. Rituales y enterramientos en época romana 287 6.4. Los celtíberos 292 6.5. Escritura y poder 294 6.6. El fin de una era 298 7. THE IRON AGE IN THE UPPER DUERO RIVER 299 7.1. Early Iron Age 300 7.2. Late Iron Age 301 7.3. Becoming Romans 303 7.4. Collectives identities and social organization 304 7.4.1. Household 305 v 7.4.2. Lineage 306 7.4.3. Territory 306 7.4.4. Region 307 7.5. Power And community in the Iron Age 308 8. BIBLIOGRAFÍA 311 ANEXO 1: Estimaciones de población 353 CATÁLOGO DE SITIOS CD vi Índice de tablas Tabla 1: Clases resultantes del análisis según A. Weiss (2001). 55 Tabla 2: Varianza de cada componente. 57 Tabla 3: Porcentajes de varianza acumulada. 57 Tabla 4: Relación de materiales de los depósitos y cronologías (a partir de Fernández Manzano 1986; Fernández Moreno 1988; Hernando Grande 1992 y Monteagudo 1977: 139, 828). 65 Índice de figuras Fig. 1: Cartografía de las excavaciones de Numancia realidaza por M. Aníbal Álvarez. 4 Fig. 2: Delimitación del área de estudio. 11 Fig. 3: Aproximación a la distribución de zonas encharcables del entorno de Numancia, donde se muestra la distribución de topónimos referidos a hidrología y la reconstrucción de las zonas de acumulación de agua con el cálculo de la pendiente. 13 Fig. 4: Evolución del clima y los cultivos potenciales durante el primer milenio a.n.e. (Gráfico de la autora a partir de los datos de Ibáñez González 1999). 14 Fig. 5: Reconstrucción paleoambiental del entorno de Numancia (Jimeno et al. 2004: Fig. 2). 16 Fig. 6: Relación entre las personas y las cosas en la Arqueología Simétrica (Webmoor 2007: Fig. 3). 19 Fig. 7: Concepto de interseccionalidad de la identidad. 20 Fig. 8: Consideraciones básicas a la hora de enfrentarnos a los marcadores étnicos (Reher y Fernández Götz 2015: Fig. 2). 32 Fig. 9: Relación entre los diversos ejes de la identidad en la materialidad y en las relaciones de poder. 38 Fig. 10: Ejemplo de las imágenes utilizadas para la documentación de los sitios: Zarranzano (Cubo de la Sierra). A.- Ortoimagen del Plan Nacional de Ortofotografía Aérea. B.- Ortoimagen del Vuelo Americano. C.- Ortoimagen de Google Earth. D.- Primer componente principal. E.- NDVI. F.- Composición de falso color. G.- Anaglifo. 51 Fig. 11: Clasificación de la forma del terreno a partir de los dos radios de cálculo del TPI (a partir de Jenness 2006). 53 Fig. 12: Flujo de trabajo. 54 vii Fig. 13: Mapa de distribución de las evidencias del Bronce Final en el Alto Duero. Poblados: 1.- Cerro del Haya (Villar de Maya), 2.- La Coronilla Negra (Yanguas), 3.- La Mora (Fuentes de Magaña), 4.- Calatañazor, 5.- El Castro (La Barbolla), 6.- Fuentelárbol, 7.- Los Quintanares (Escobosa de Calatañazor), 8.- Castilviejo (Yuba), 9.- Santa María (La Riba de Escalote), 10.- Castillo Viejo (San Esteban de Gormaz), 11.- Altillo de la Casa (Miño de San Esteban), 12.- La Poza (Langa de Duero), 13.- San Julián (Sepúlveda). Necrópolis: 14.- Oncala. Depósitos: 10.- San Esteban de Gormaz, 12.- La Poza (Langa de Duero), 15.- Mecerreyes, 16.- Lara de los Infantes, 17.- Covarrubias, 19.- Castrillo de la Reina, 20.- Huerta de Arriba, 21.- Covaleda, 22.- El Royo, 23.- Ocenilla, 24.- Soria, 25.- San Pedro Manrique, 26.- Coruña del Conde, 27.- Gumiel de Izán. 64 Fig. 14: Materiales de los depósitos de: A.- Covaleda (a partir de Hernando Grande 1992: Fig. 27-29). B.- El Royo (a partir de Fernández Moreno 1988: Fig. 2). C.- Ocenilla (a partir de Fernández Manzano 1986: Fig. 31). D.- Layna (a partir de Hernando Grande 1992: Fig. 32-34). 66 Fig. 15: Porcentajes del número de sitios por forma del relieve. Las clases son las establecidas en la Tabla 1. 70 Fig. 16: Gráfico de dispersión que representa la proyección de los casos (n = 116) sobre los dos primeros componentes y los grupos del k-medias. 71 Fig. 17: Mapa de distribución de los tipos de unidades del paisaje para la primera Edad del Hierro. 72 Fig. 18: Mapa de la combinación de elementos defensivos. A.- Elementos defensivos de la llamada “Cultura de los Castros Sorianos”. B.- Mapa general del Alto Duero con los grupos resultantes de la clasificación y los elementos defensivos. 74 Fig. 19: Imagen del PNOA de sitios que sólo presentan fosos: A.- El Campillo (Villaseca Somera). B.- El Molino (Bretún). 75 Fig. 20: El Castillo de las Espinillas (Valdeavellano de Tera) (Montaje a partir de Romero 1991: Fig. 37 realizada a partir de la planimetría de Taracena, la situación de la entrada antigua (1) y moderna (2) propuestas por Hogg y la ubicación de las torres de Ruiz Zapatero). 76 Fig. 21: Ejemplos de castros con campos de piedras hincadas: A.- El Castillejo (Castilfrío de la Sierra. B.- El Castillejo (Hinojosa de la Sierra) (a partir de Taracena 1929a: Fig. 13 y 4; Romero 1991: Fig. 7 y 19). 77 Fig. 22: Imagen del PNOA de Los Castillejos (Villar de Maya). 79 Fig. 23: Laboreo en Mali, trabajando a golpe de tambor para coordinar el trabajo (Haviland et al. 2010: 357). 82 Fig. 24: Distribución de las formas de las casas en el Alto Duero. Sitios: 1.- El Cerro del Haya (Villar de Maya), 2.- El Molino (Bretún), 3.- El Castellar (Taniñe), 4.- El Castillo de las Espinillas (Valdeavellano de Tera), 5.- El Castellar (Arévalo de la Sierra), 6.- Zarranzano (Cubo de la Sierra), 7.- Los Castillejos (El Espino), 8.- El Castillo (Soria), 9.- El Castillejo (Fuensaúco), 10.- La Muela (Lara de los Infantes), 11.- Pico del Águila (Mamolar de la Sierra), 12.- Pico de Navas (Hontoria del Pinar), 13.- Alto del Arenal (San Leonardo), 14.- Termes (Montejo de Tiermes), 15.- El Castillo de la Virgen (El Royo). 87 Fig. 25: Localización de las excavaciones en El Castillejo (Fuensaúco) (a partir Romero y Misiego 1995: Fig. 1). 89 Fig. 26: Cabañas de la Fase I de El Castillejo (Fuensaúco), siglo VII a.n.e. A.- Casa de la cata B del Sector I, B.- Casa de la cata Z del Sector II (a partir de Romero y Misiego 1992, 1995; Lorrio 2005: Fig. 29). 90 Fig. 27: Viviendas del Sector II en la Fase II de El Castillejo (Fuensaúco), siglos VI-V a.n.e. (a partir Romero y Misiego 1995: Fig. 3). 91 Fig. 28: Superposición de estructuras domésticas del Zarranzano (Cubo de la Sierra) en el Sector II (a partir Romero 1989). 92 Fig. 29: Planta y reconstrucciones de la casa de Termes (Montejo de Tiermes) (Almagro Gorbea y Lorrio 2011: Fig. 72). 94 Fig. 30: Planta de la primera fase de El Ceremeño (Herrería) (a partir de Arenas 2007: Fig. 1). 95 Fig. 31: Moldes de El Castillo de la Virgen (El Royo) (a partir de Eiroa 1981: Fig. 2-4). 99 viii Fig. 32: Gráfico donde se reflejan las tumbas exhumadas y publicadas de las necrópolis del Alto Duero independientemente del periodo de la Edad del Hierro al que pertenezcan. 102 Fig. 33: Las necrópolis del Alto Duero durante la primera Edad del Hierro: 1.- Necrópolis del poblado de Montejo de la Vega de la Serrezuela, 2.- La Dehesa (Ayllón), 3.- Carratiermes (Montejo de Tiermes), 4.- El Pradillo (Pinilla de Trasmonte), 5.- San Martín (Ucero), 6.- La Mercadera (Rioseco de Soria), 7.- Viñas del Portuguí (Osma), 8.- La Requijada (Gormaz). 103 Fig. 34: Fig. 34: Enterramientos infantiles de Carratiermes (Montejo de Tiermes). A.- Tumba 262. B.- Tumba 573 (a partir Argente et al. 2001). 109 Fig. 35: Ajuar de la tumba 29 de Ucero (a partir García-Soto y Castillo 1990: Fig. 1-4). 111 Fig. 36: Ajuar de la tumba 321 Carratiermes (Montejo de Tiermes) (a partir Argente et al. 2001). 113 Fig. 37: Ajuar de la tumba 235 Carratiermes (Montejo de Tiermes) (a partir Argente et al. 2001). 116 Fig. 38: Ajuares de mujeres con armas en Carratiermes: A.- Tumba 302, B.- Tumba 347 (a partir de Argente et al. 2001). 118 Fig. 39: Objetos de bronce encontrados en el interior de los asentamientos de las montañas. Fíbulas: 1 y 2.- El Castillejo (Castilfrío de la Sierra), 3.- Valdegeña, 4.- El Castillejo (Taniñe). Pasadores: 5 y 6.- Zarranzano (Cubo de la Sierra), 7.- El Castillejo (Castilfrío de la Sierra). Botones: 8 y 9.- Zarranzano (Cubo de la Sierra). Brazaletes: 10.- Zarranzano (Cubo de la Sierra), El Castillejo (Castilfrío de la Sierra) (Romero 1990: Fig. 77). 120 Fig. 40: Enterramiento C5T9 de la necrópolis del Inchidero: A.- Dibujo del ajuar. B.- Fotografía del contexto (a partir de Arlegui 2012: Fig. 7 y 10) 121 Fig. 41: Enterramientos de la necrópolis de El Pradillo (a partir de Ruiz Vélez 2010: Fig. 3, 6, 7, 10, 13 y 16). 123 Fig. 42: Agrupaciones de la necrópolis de Carratiermes: el primer grupo en gris, el segundo grupo en negro (a partir de Argente et al. 1992, 2001). 124 Fig. 43: Cerámicas pintadas. A.- El Castillejo (Castilfrío de la Sierra) (Taracena 1929b: 19, Fig. 15). B.-El Cerro del Haya (Villar de Maya) (Pascual y Pascual 1984: 94, Fig. 26.1). 132 Fig. 44: Distribución de algunos objetos relacionados con el banquete en el Alto Duero. Cerámicas pintadas: 1.-El Cerro del Haya (Villar de Maya) (Pascual y Pascual 1984: 94, Fig. 26.1) y 2.- El Castillejo (Castilfrío de la Sierra) (Taracena 1929b: 19, Fig. 15). Cerámicas grafitadas: 3.- Zarranzano (Cubo de la Sierra) (Romero 1991: 129-183, 1999: 148), 4.- La Vega (Garray) (Morales 1995: 176), 5.- El Castillejo (Garray) (Morales 1995: 129-131), 6.- Numancia (Garray) (Fernández Moreno 1997: 80-82), 7.- El Castillo (Soria) (Ortego 1952: 292-296), 8.- El Castillejo (Fuensaúco) (Romero y Misiego 1995), 9.- La Cuesta del Espinar (Ventosa de Fuentepinilla) (Pascual Díez 1991: 196-215), 10.- El Ero (Quintana Redonda) (Pascual Díez 1991: 154-157), 11.- La Buitrera (Rebollo de Duero) (Revilla 1985: 230-239) y 12.- La Corona (Almazán) (Revilla 1985: 26-34). Vajilla de bronce: 13.- Carratiermes (Montejo de Tiermes). 133 Fig. 45: Número de sitios por clase. En gris claro están representadas los enclaves fundados de nueva planta en este periodo. En gris oscuro, el total de sitios por clase (ver Tabla 1). 143 Fig. 46: Gráfico de dispersión que representa la proyección de los casos (n = 159) sobre los dos primeros componentes y los grupos del k-medias. 144 Fig. 47: Mapa de distribución de los grupos en la segunda Edad del Hierro en el Alto Duero, en el que se marcan las regiones limítrofes del Duero Medio y el Alto Tajo-Alto Jalón. 145 Fig. 48: Aspectos básicos para la existencia de la organización urbana aglutinados por la ideología: I. Demografía. II. Subsistencia y economía. III. Territorio. IV. Características constructivas. V. Ideología (Ruiz Zapatero y Álvarez Sanchís 2015: Fig. 6). 147 Fig. 49: Ciudades. Alto Duero-Sistema Ibérico: 1.- Sejeda (Canales de la Sierra), 2.- El Castillo (La Laguna), 3.- Los Castellares (San Pedro Manrique), 4.- Contrebia Leukade. Alto Duero-Valle del Duero: 5.- Arekoratas, 6.- Numancia, 7.- Altillo de las Viñas (Ventosa de Fuentepinilla), 8.- Las Eras (Ciadueña), 9.- El Villar (Aguaviva de la ix Vega), 10.- Termes, 11.- Uxama, 12.- Sekobirikes, 13.- Alto de San Pedro (Pinilla de Trasmonte), 14 El Escorial (La Vid), 15.- Los Quemados (Carabias), 16.- Cerro de Somosierra (Sepulveda), 17.- El Cerro de la Sota-El Castrejón (Torreiglesias), 18.- Segontia. Duero Medio: 19.- Cauca, 20.- El Castillo (Cuellar), 21.- Rauda, 22.- Pintia. Ebro: 23.- Turiazu, 24.- Aratikos, 25.- Bílbilis, 26.- Segeda, 27.- Arcóbriga. 149 Fig. 50: Análisis de los territorios teórico de las ciudades. A.- Polígonos de Thiessen. B.- Distancias en costes. C.- Modelo Xtent. D.- Modelo Xtent corregido. 150 Fig. 51: Tipos de asentamientos de tres ciudades. Territorio de El Castillo (La Laguna) (1): 2.- Los Castillejos (Villar de Maya), 3.- La Muela (Valloria), 4.- Los Colmenares (Santa Cruz de Yanguas), 5.- Vados (Santa Cruz de Yanguas), 6.- El Molino (Bretún), 7.- Las Veguillas (Villar de Maya), 8.- El Castillo (Aldeacardo), 9.- El Castillejo (Valduérteles), 10.- El Castillejo (Valloria). Territorio de Los Casares (San Pedro Manrique) (11): 12.- El Castillo de Ambigüela (Vea), 13.- El Castillo (Taniñe), 14.- El Prado de la Cuesta (San Andrés de San Pedro), 15.- Los Corrales de Sansón (Vea), 16.- El Castillo (Vea), 17.- Mesa de Fuentepino (Vea), 18.- El Castillo (San Pedro Manrique), 19.- El Castillejo (Buimanco), 20.- El Castillo de Rabanera (Ventosa de San Pedro), 21.- El Castillo (Sarnago), 22.- Los Castellares (San Andrés de San Pedro). Territorio de Numancia (23): 24.- Los Villares (Tera), 25.- Los Villares (Ventosa de la Sierra), 26.- Los Castellares (Aldealices), 27.- El Castillejo (Fuensaúco), 28.- Ontalvilla (Carbonera de Frentes), 29.- Los Cuartones (Tera), 30.- El Cotillo (Renieblas), 31.- Utrera (Ventosilla de San Juan), 32.- Trascastillejo (Cirujales del Río), 33.- Cerro del Saúco (Soria), 34.- El Almortajado (Soria), 35.- Las Rabaneras (Golmayo), 36.- Carranalón (Camparañón), 37.- Cerro de San Bartolomé (Arancón), 38.- El Castillejo (Omeñaca), 39.- Cerro de San Sebastián (Fuentetecha), 40.- El Castillo (Soria), 41.- El Castillejo (Golmayo), 42.- El Castillo (Ocenilla), 43.- Cerro de San Blas (Rabanera del Campo). 153 Fig. 52: Distribución de los núcleos de Corent, Gergovia y Gondole en el territorio (Poux 2014: Fig. 14.4). 154 Fig. 53: Población de los territorios de A.- El Castillo (La Laguna); B.- Los Casares (San Pedro Manrique); C.- Numancia. 160 Fig. 54: Asentamientos del territorio de Numancia y la situación del campamento romano de la Gran Atalaya (Renieblas). 163 Fig. 55: Sitios del entorno de Numancia a lo largo de diferentes periodos. 168 Fig. 56: Localización de las evidencias de zanjas del Bronce Final – I Edad del Hierro en Numancia. 169 Fig. 57: Reconstrucción del espacio central del oppidum de Corent (Poux 2014: Fig. 14.3). 171 Fig. 58: Planta del templo poliádico de Termes (Almagro Gorbea y Lorrio 2011: Fig. 77). 172 Fig. 59: Muralla y puerta norte de Numancia (Fotografía del Equipo Arqueológico de Numancia). 174 Fig. 60: El Castillo de Ocenilla (Taracena 1932: Lam. XXVIII). 175 Fig. 61: Remodelaciones en estructuras defensivas: A.- Torres de Castilmontán (Somaén) (a partir de Arlegui 1992). B.- Puerta norte de Numancia: 1.- Muralla antigua, 2.- Remodelación de la puerta norte (a partir de González Simancas 1926). 176 Fig. 62: Detalle de las murallas, puertas y torres de Numancia (Jimeno y Quintero e.p.: Fig. 1). 177 Fig. 63: Posibles lugares de culto durante la segunda Edad del Hierro. 1.- Barranco de San Cabrás (Leria), 2.- Covachón del Puntal y valle de Valonsadero (Soria), 3.- La Fuentona (Muriel de la Fuente), 4.- Blacos, 5.- Puerto de la Bigornia, 6.- Cueva bajo el graderío de Termes, 7.- Barranco del Hocico (Torrevicente), 8.- Barranco del Rus (Torrevicente), 9.- Cueva de Santa Cruz (Conquezuela), 10.- Cerro Monóbar (Almaluez). 179 Fig. 64: Grabados del Barranco del Rus documentados por J. Cabré (1917: Lam. LV). 180 Fig. 65: Las necrópolis del Alto Duero durante la segunda Edad del Hierro: 1.- El Pradillo (Pinilla de Trasmonte), 2.- San Martín (Ucero), 3.- La Mercadera (Rioseco de Soria), 4.- El Cintazo (La Cuenca), 5.- Numancia (Garray), 6.- Alto de la Cruz (La Revilla de Calatañazor), 7.- Los Villares (Osonilla), 8.- Viñas del Portuguí y Fuentelaraña(Osma), 9.- La Requijada (Gormaz), 10.- Carratiermes (Montejo de Tiermes), 11.- 2.- La Dehesa (Ayllón), 12.- Necrópolis del poblado de Montejo de la Vega de la Serrezuela, 13.- La Dehesa (Carabias), 14.- Sampredros (San Miguel de Bernuy), 15.- La Picota (Sepúlveda), 16.- La Sota (Torreiglesias). 183 x Fig. 66: Tipos de estructuras funerarias de la necrópolis de Numancia (Jimeno et al. 2004: Fig. 21). 185 Fig. 67: Agrupaciones de tumbas en la necrópolis de La Osera (a partir de Baquedano y Martín Escorza 2001: Fig. 1 y 2). 186 Fig. 68: Enterramiento 24 (A) y 26 (B) de la necrópolis de La Yunta (a partir de García Huerta y Antona 1992: Fig. 26 y 27). 187 Fig. 69: Enterramientos de la necrópolis de La Yunta en las que se aprecian posibles relaciones familiares. Posible relación de pareja entre a. Tumba 48 y b. Tumba 45. Otros vínculos familiares: c. Tumba 47 y d. Tumba 56 (a partir de García Huerta y Antona 1992: Fig. 41, 42, 43 y 50). 188 Fig. 70: Cálculos de densidad de tumbas en la necrópolis de Numancia: A.- Tumbas por m². B.- Vecino más próximo, r=2 m. (a partir de Jimeno et al. 2004: Fig. 19). 189 Fig. 71: Delimitación teórica, zonas excavadas y agrupaciones de enterramientos propuesta para la necrópolis de Numancia. 190 Fig. 72: Vaso de los guerreros de Numancia (Romero 1976: Fig. 4). 193 Fig. 73: Localización y disposición de las casas de Numancia. 195 Fig. 74: Planta de la casa tripartita de Termes (Mapa: Jimeno 2009a: Fig. 7. Fotografías de la autora). 197 Fig. 75: Planta, materiales y fotografía del almacén de la manzana XXIII de Numancia. 198 Fig. 76: Diagramas de recorrido y visibilidad de los espacios domésticos: Numancia: A.- Casa 4 de la manzana XXIII, B.- Casa “Schulten” de la manzana IV. C.- Termes. D.- Castilmontán (Somaén) (completado a partir de Jimeno 2009: Fig. 14). 199 Fig. 77: Reconstrucción de las casas celtibéricas de la manzana IV de Numancia (Jimeno et al. 2002: 136). 201 Fig. 78: Juguetes. A.- Posibles juguetes de Numancia (Wattenberg 1963: Tabla XVII). B.- Juguetes modelados por las niñas kusasi. C.- Juguetes modelados por los niños kusasi (a partir de Calvo Trías et al. 2015: Fig. 7). 204 Fig. 79: Enterramientos de La Mercadera con herramientas: A. Tumba 14. B. Tumba 68. C. Tumba 6. D. Detalle de los nielados en plata (a partir de Taracena 1932: 27, Lám. VI, XIV, XI). 210 Fig. 80: Ajuar de la tumba 15 de Viñas del Portuguí de la colección del Museo Arqueológico Nacional (a partir Fuentes Mascarell 2004: Fig. 18-19). 212 Fig. 81: Ajuares con armas relacionados con mujeres. Carratiermes: Enterramientos dobles: A. Tumba 54, B. Tumba 201, C. Puñal de frontón de la tumba 519. Enterramiento individual: D. Tumba 621 (Argente et al. 2001). La Mercadera: Enterramiento doble: E. Tumba 66. Enterramientos individuales: F. Tumba 8, G. Tumba 57 (Taracena 1932: Lám. XX, XI, XV). 215 Fig. 82: Simpulae de Numancia con cabeza de caballo y toro: Cerámica: A.- Sin contexto (Wattenberg 1963: tabla XVII, 465). Bronce: B.- Sin contexto (Lorrio 2005: Fig. 96B). C.- Casa 6. 218 Fig. 83: Objetos de aseo decorados de la necrópolis de El Pradillo. A.- Navajas de afeitar. B.- Pinzas (Pinilla de Trasmonte) (a partir de Abarquero y Palomino 2007: Fig. 4). 226 Fig. 84: Representación del ritual de los buitres en las cerámicas de Numancia. 228 Fig. 85: Representaciones de un combate singular en una cerámica de Numancia (Wattenberg 1963: Lám. XI, 10-1256). 229 Fig. 86: Pomo del puñal de tipo Monte Bernorio de la tumba 32 de la necrópolis de Las Ruedas (Sanz Mínguez 1997: 86). 230 Fig. 87: Restos óseos de Numancia del Museo Numantino (VVAA 1912: Fig. 14-18). 237 xi Fig. 88: Fragmentos de cráneos en las murallas. A.- Localización del fragmente de cráneo de González Simancas (1914: Fig. 7) en sus trabajos en las murallas de Numancia. B.- Reconstrucción de La Cloche (Armit 2012: Ill. 6.10). 239 Fig. 89: Restos óseos humanos y representaciones iconográficas de cabezas cortadas referidas en el texto (actualización a partir de Jimeno et al. 2002: Fig. 81). 240 Fig. 90: Representaciones de cabezas cortadas. A.- Punzón de Numancia (Mélida y Taracena 1921: Lam. VI, 1). B.- Fíbula de La Mercadera (Taracena 1932: Lam. VIII). C.- Fíbula de Osma. 241 Fig. 91: Representaciones de cabezas cortadas sobre los báculos de Numancia (Jimeno et al. 2004: Fig. 122). 243 Fig. 92: Representaciones de cabezas cortadas sobre cerámicas. Carratiermes: A.- Vasija de la tumba 227. B y C.- Cabezas exentas del túmulo A (Saiz Ríos 1989: 12). Numancia: D y E.- manzana VI, habitación (Wattenberg 1963: Tabla XXXVII, 1038; Tabla XXXVI, 1021) 5. F.- manzana XVIII, habitación 39 (Wattenberg 1963: Lam VI, 2- 1203). 245 Fig. 93: Vaso de Arcóbriga (Catálogo CER.es). 248 Fig. 94: Representación en una cerámica de Numancia de dos oficiantes sacrificando un ave sobre un ara. 253 Fig. 95: Ajuar de la tumba 3 de Numancia (Jimeno et al. 2004: Fig. 29). 254 Fig. 96: Comparación de la decoración del cuchillo de Numancia (E) con El chico de Kayhausen en Schleswig- Holstein (van der Sanden 1996) (A), las figurillas atadas del British Museum (Jackson 2005) (B), los hombres Windeby (C) y Tollund (D). 255 Fig. 97: Representación de un guerrero danzando en las cerámicas de Numancia. 260 Fig. 98: Propuesta de distribución de los pelendones para Taracena (1933: Fig. 1). 269 Fig. 99: Distribución de las comunidades étnicas de la región. Alto Duero-Sistema Ibérico: 1.- Sejeda (Canales de la Sierra), 2.- El Castillo (La Laguna), 3.- Los Castellares (San Pedro Manrique), 4.- Contrebia Leukade. Alto Duero-Valle del Duero: 5.- Arekoratas, 6.- Numancia, 7.- Altillo de las Viñas (Ventosa de Fuentepinilla), 8.- Las Eras (Ciadueña), 9.- El Villar (Aguaviva de la Vega), 10.- Termes, 11.- Uxama, 12.- Sekobirikes, 13.- Alto de San Pedro (Pinilla de Trasmonte), 14 El Escorial (La Vid), 15.- Los Quemados (Carabias), 16.- Cerro de Somosierra (Sepulveda), 17.- El Cerro de la Sota-El Castrejón (Torreiglesias), 18.- Segontia. Duero Medio: 19.- Cauca, 20.- El Castillo (Cuellar), 21.- Rauda, 22.- Pintia. Ebro: 23.- Turiazu, 24.- Aratikos, 25.- Bílbilis, 26.- Segeda, 27.- Arcóbriga. 271 Fig. 100: Delimitación de las tres ciudades de Numancia. 277 Fig. 101: Número de sitios por clase. En gris claro están representadas los enclaves fundados de nueva planta en este periodo. En gris oscuro, el total de sitios por clase. 280 Fig. 102: Gráfico de dispersión que representa la proyección de los casos (n = 52) sobre los dos primeros componentes y los grupos del k-medias. 281 Fig. 103: Mapa de distribución de los grupos del poblamiento del siglo I a.n.e. 282 Fig. 104: Espacios domésticos: A. Numancia, B. Castilterreño (Izana) (Taracena 1927: Fig. 1), C. Los Castellares (Suellacabras) (Taracena 1926: 24). 284 Fig. 105: Ejemplos de los espacios domésticos según J. Bermejo (2010). A. Prototipo romano: villa de La Dehesa (Cuevas de Soria). B. Diseño vernáculo: Casa de las vigas quemadas de la manzana V de Numancia. C. Diseño híbrido: Domus del Acueducto de Termes. 286 Fig. 106: Reconstrucción ideal del monumento a Lucio Valerio Nepote a los pies de Numancia (Gutiérrez Behemerid 1993: Fig. 1). 287 Fig. 108: Estela 1 de Clunia (Ilustración de N. Ognio en Abad 2008: Fig. 1). Ancho máximo de 80 cm. 288 xii Fig. 108: Ajuar de la tumba 132 de la necrópolis de Carratiermes (Argente et al 2001). 289 Fig. 109: Algunos de los materiales del conjunto 6 de la necrópolis de Viñas del Portuguí del Museo del Ejército: A. Objeto de hierro, B. aro de estrígilo, C. asa de trulla, D. arete de bronce (a partir de De la Torre y Berzosa 2002: Fig. 7). 290 Fig. 110: Sellos en material constructivo de la Cohors I Celtiberorum en Caersws (Gales, Reino Unido) (Stephens 1986). 293 Fig. 111: Cerámicas con inscripciones de Numancia (a partir de Wattenberg 1963: tabla XLI, 1100 y tabla XXXV, 962). 297 xv Resumen El primer milenio a.n.e. en la Meseta es un momento marcado por las grandes transformaciones sociales y materiales. Las comunidades de la Edad del Bronce se habían caracterizado por su reducido tamaño, una movilidad estacional de sus lugares de residencia y una escasa modificación de los paisajes, pero con el inicio de la Edad del Hierro se producirá una eclosión, una proliferación de las evidencias materiales tanto por su número como por su voluntad de perdurar. La mejora climática, la generalización de la tecnología del hierro y la innovación en las técnicas agrícolas posibilitaron que los asentamientos se ocupasen durante todo el año, lo que provocó una profunda transformación en la mentalidad y conceptualización de las comunidades respecto al paisaje y la organización social. Los grupos aumentaron de tamaño y cambió el modo de entender la tierra y los recursos. La manipulación del paisaje se convirtió en un mecanismo fundamental para reclamar su posesión y legitimidad, mediante la construcción de potentes estructuras defensivas en los límites de los asentamientos y de genealogías en los cementerios. Esta tesis es una aproximación holística desde una arqueología con vocación simétrica a las sociedades de la cuenca alta del río Duero, desde el inicio de la Edad del Hierro, en torno al siglo VII a.n.e., hasta la imposición del modelo social romano en el cambio de era, donde los paisajes y los territorios son la excusa y punto de partida para entender a las personas. En esta empresa navegaremos por diversos cauces de información desde los aspectos más físicos y morfológicos del paisaje, a las construcciones que en él se han realizado en forma de asentamientos, cementerios o hitos simbólicos y religiosos, entrando en las casas, profundizando en los enterramientos. La Celtiberia en general, y el Alto Duero en particular, cuentan con una larga tradición en la investigación y una extensa bibliografía, no exenta de problemas. En primer lugar, los inherentes a nuestra disciplina, relacionados con el registro material, desde sus alteraciones y estados de conservación, al modo de obtención y documentación, ya que gran parte de las intervenciones arqueológicas se realizaron en la primera mitad del siglo XX y carecen de contextos claros, cartografías, descripciones o inventarios, y en ocasiones, ni tan siquiera conservamos los objetos, que se están en colecciones privadas o han desaparecido. La perspectiva desde la que se han abordado los estudios de esta región también nos plantea dificultades, centrados en ámbitos o temáticas aisladas e independientes, como los asentamientos, las casas o las tumbas; o estudios diacrónicos sobre determinadas formas de cultura material, donde los principales protagonistas eran los objetos. xvi La finalidad de esta investigación es una mirada integradora e integral de las diferentes evidencias con las que contamos desde el presente, aunando en una misma narrativa datos de muy diversa procedencia, desde la morfología del terreno y el análisis espacial con las Tecnologías de la Información Geográfica, a la documentación de las excavaciones y prospecciones que han tenido lugar en la región y diversos estudios tipológicos de materiales, hasta los textos de los autores clásicos. Todo ello se complementa con algunos ejemplos antropológicos, etnoarqueológicos, etnológicos e históricos, que sin tratar de hacer en ningún caso una analogía, nos permitan ilustrar determinados procesos y mecanismos sociales. Se pone el acento en las identidades y el poder, como los mejores medios para explorar las relaciones entre las personas y las cosas, asumiendo que estas relaciones son dinámicas, fluidas y multidireccionales, ya que las personas fabrican las cosas a partir de unas determinadas agendas e intencionalidades, y al mismo tiempo, las cosas construyen a las personas. Asimismo, consideramos toda la cultura como material, desde un paisaje a una casa, desde una muralla a una historia, que cuando es contada se materializa. Estas reflexiones han contribuido a que este estudio transite por diversas escalas, desde lo general de los paisajes a lo concreto de los artefactos, ya que cada una de estas evidencias fue parte de un todo en las vidas de las personas del primer milenio a.n.e. Poner el foco en las identidades ha permitido profundizar en las diferentes formas y estrategias por las que se construyeron los individuos a partir de sus características biológicas de sexo y edad, y cómo modelaron sus diferentes formas asociadas a la generación, al género, la posición social, las construcciones de clase, la familia y el linaje, o la etnicidad, entendiendo que todas las facetas de las identidades intersectan en los sujetos, son fluidas, dinámicas y están superpuestas, activándose y enfatizándose dependiendo de las necesidades y los contextos de negociación social de los individuos e influyendo en las relaciones de poder. En relación con el poder, se aprecia un énfasis en la colectividad en algunas formas de cultura material como los asentamientos y las casas, por lo que profundizaremos en la pugna y tensiones por el poder que se esconden bajo la apariencia de isonomía. Las identidades individuales y las colectivas repercuten en la organización social, donde la legitimidad, el pretexto del beneficio común, la violencia, la apariencia o la generosidad fueron eficaces instrumentos en las relaciones de poder, manipuladas por determinados individuos para obtener ciertas parcelas de control y autoridad, constantemente negociadas en los diferentes espacios censurados por la comunidad. Una comunidad en la que todos y cada uno de los miembros eran imprescindibles. Así hemos podido ahondar en los procesos que tuvieron lugar a lo largo de la Edad del Hierro en sus diferentes periodos. En la primera Edad del Hierro, exploramos el cambio de mentalidad asociado a los asentamientos sedentarios, en los que la población reside durante generaciones y en los que se aprecian procesos de petrificación de las estructuras y una voluntad de perdurar en el tiempo. También asistimos al surgimiento de la ideología del guerrero, entretejida con el inicio de la práctica de la cremación y la fundación de las necrópolis que perdurarán durante casi mil años. En la segunda Edad del Hierro, profundizaremos en el proceso del urbanismo y la reestructuración de la tierra y los territorios, así como la organización social, política e identitaria de las comunidades hasta la conquista de Roma. Finalmente, nos adentraremos brevemente en lo que supuso para estas gentes la imposición xvii del modelo social estatal y la renegociación de los códigos, los símbolos y los significados entre los nuevos y los viejos conceptos. Considerar la región del Alto Duero como un todo nos ha permitido profundizar en la variabilidad regional, observando como a lo largo de las tres etapas se aprecian rasgos de continuidad en la materialización de determinados conceptos y prácticas, así como una reinterpretación de los mismos dependiendo de la etapa y la región. Esta tesis ofrece otra perspectiva de estas comunidades durante la Edad del Hierro, en la que las identidades y el poder son eficaces medios para entender las relaciones entre las personas y las cosas. xix Summary The first millennial BCE in the Spanish Meseta is characterized by great social and material transformations. Bronze Age communities were small and featured seasonal mobility from their residences as well as scant landscape modification. However, the beginning of the Iron Age brought a proliferation of the amount of material evidence and the goal that their fabrication endure over time. The improving climate, the generalization of iron technology and innovation in agricultural practice allowed settlements to be occupied throughout the whole year. This entailed a deep transformation of the communities’ mindset and conceptualization of both landscape and social organization. Groups grew in size and changed the way the land and resources were understood. Alteration of the landscape became a fundamental mechanism to claim ownership and legitimacy, exercised through the construction of powerful defensive structures on settlement boundaries and placing the remains of family members in cemeteries. This doctoral thesis presents a holistic approach to the societies of the Upper Duero basin, from the perspective of symmetrical archaeology. The period under study ranges from the beginning of the Iron Age, around the seventh century BCE, until the imposition of the Roman social model, around the beginning of the common era, when landscapes and territories became an essential motive and starting point to understand native populations. To achieve our goal, we will deal with various sources of information: from the purely physical and morphological aspects of the landscape, to the constructions –settlements, cemeteries or symbolic and religious landmarks-, examining the houses and especially the burials. There is a long tradition of research and an extensive bibliography –not without its problems- dealing with the Celtiberian territories overall and the Upper Duero area specifically. Our work began by confronting the problems associated with our field, which not only involved alterations of the material record and its state of preservation, but also the documentation and recovery methodology. A significant proportion of the archaeological excavations took place in the first half of the 20th century and lack clear context, cartography, descriptions or inventory. Sometimes, we were not even able to access the findings, because they had disappeared or were held in private collections. The approach we took to study this region entailed other difficulties as well, mainly regarding isolated and independent subjects such as settlements, houses or burials, or diachronic studies about certain manifestations of material culture where the most important role belongs to the objects. xx Our research intends to achieve a comprehensive perspective of the variety of evidence available at the present moment, combining diverse data into the same narrative. The data is obtained from different sources: land morphology and spatial analysis -using Geographic Information Technologies-, field documentation and surveys of the region, as well as many typological studies of the findings and texts from classical sources. All this complemented by anthropological, ethnoarcheological, ethnological and historical examples that allow us to illustrate certain processes and social mechanisms, without using analogies in any case. We highlight identities and power as the best ways to explore relationships between humans and objects, assuming that these relationships were dynamic, fluid and multidirectional, given that objects are made for a specific purpose and intention and, in turn, objects make the people. We considered all culture as material culture, from landscapes to houses, from walls to stories, materialized when narrated. These observations contributed to view this study from many perspectives, from the overall landscape to a specific object, as each of these pieces of evidence played a role in the lives of the people from the first millennial BCE. Focusing on the identities allowed us to take a closer look into the different ways and strategies used for individual development, based on their biological characteristics of sex and age. We also examine how they forged themselves according to their generation, gender, social status and constructions, family, lineage or ethnicity, understanding that the different facets of identity that intersect in individuals overlap and are fluid and dynamic. They are activated or emphasized depending on the needs and context of the social negotiation between individuals, influencing power relations. Concerning power, we detected an emphasis in the community through manifestations of material culture such as settlements and houses. Thus, we have delved into the tensions and struggle for power hidden under the guise of isonomy. Individual and collective identities had an impact on social organization where legitimacy, the excuse of a common benefit, violence, appearances or generosity were effective tools in power relationships, manipulated by certain individuals to gain control and authority, which were constantly negotiated in the different spaces censored by the community. Each and every members of the community was indispensable. Thus, we looked deeper into the processes taking place throughout the different phases of the Iron Age. During the Early Iron Age, we explore the changes in mindset associated with sedentary settlements, occupied for generations, where we noted the solidification of the structures and a desire for them to endure. We also detected the emergence of the warrior ideology, intertwined with the beginning of cremation practices and the foundation of cemeteries that would last for almost a thousand years. During the Late Iron Age, we take a closer look at the urbanisation process, the process to restructure land and territory, as well as the social, political and identity organizations of these communities until the Roman conquest. Finally, we briefly review the implications of an imposed state model and the renegotiation of codes, symbols and their meaning between the old and the new concepts. We considered the Upper Duero region as a whole. This allowed us to study the regional variations in depth, highlighting elements of continuity throughout the three phases, in the materialization of certain concepts and practices and their reinterpretation, depending on the phase and region. This thesis offers xxi a different perspective of these Iron Age communities, where identities and power are efficient ways to understand the relationships between people and objects. 1. El inicio del camino Los arqueólogos estudiamos personas. He escuchado esta afirmación en innumerables ocasiones a lo largo de los años de mi formación como arqueóloga, y ha marcado de un modo imborrable mi manera de aproximarme a las comunidades que aquí estudiamos. Sin embargo, y en cierta manera, creo que al llevar a la práctica dicha aseveración, fracasamos. Perdiéndonos en un mar de datos, estructuras, artefactos, decoraciones o hechos históricos, olvidando así las personas que hay detrás de esos objetos. La vocación de esta tesis surge de la querencia de poner el foco sobre la gente, quizá porque me he formado en un equipo en el que durante los trabajos de campo y laboratorio o las actividades de difusión, siempre era capaz de ver a las personas y cuando me enfrentaba a las publicaciones científicas, no las encontraba. Pero esta búsqueda no ha estado exenta de dificultades. En primer lugar, las inherentes a nuestra disciplina, relacionadas con el registro material, desde sus alteraciones y estados de conservación, al modo de obtención y documentación, ya que gran parte de las intervenciones se realizaron en la primera mitad del siglo XX y carecen de contextos claros, cartografías, descripciones o inventarios, y en ocasiones, ni tan siquiera conservamos los objetos, que se encuentran en colecciones privadas, fueron entregados como regalos o simplemente han desaparecidos. Otro problema es la perspectiva desde la que se han abordado, ya que existen numerosos estudios diacrónicos de algunas formas de cultura material, como son los tipos de asentamiento, las fortificaciones, las fíbulas o el armamento, cuyo fin último son los propios objetos estudiados, olvidando la intencionalidad con la que éstos fueron creados y cómo influyeron en aquellos que los hicieron. En algunos casos, las cronologías y las secuencias materiales se han difuminado en pos del discurso, utilizando objetos de fechas concretas para explicar costumbres o tradiciones descritas en los textos grecorromanos o procesos sociales con varios siglos de diferencia, como ocurre con las “diademas” del marqués de Cerralbo, las acuñaciones de monedas en cecas indígenas o las téseras de hospitalidad, 2 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero a las que más adelante aludiremos. Esto ha dado lugar a etapas difíciles de caracterizar, como son los siglos del cambio de era. Además, la práctica de estudiar determinados conjuntos materiales de forma aislada, como el ámbito funerario y el mundo de los vivos, ya sean los asentamientos o las casas, ha provocado una visión segada del conjunto. Por ello, en este estudio abogamos por una visión holística del registro, conciliando testimonios de diversa procedencia articulados en un mismo discurso, en el que combinaremos datos espaciales y de la morfología del terreno, con elementos materiales desde las fortificaciones a los objetos documentados en el interior de una casa o una tumba, y ejemplos procedentes de la antropología, la etnoarqueología, la etnología u otros momentos históricos que nos ayuden a entender, profundizar e ilustrar determinados contextos sociales, aunque sin pretender en ningún momento realizar analogías con los grupos humanos de otras regiones u otros tiempos. Para finalizar, es preciso señalar que la Historia en general, y la Edad del Hierro y mundo celtibérico en particular, son cosa de hombres. Existe un acusado androcentrismo en todos los ámbitos, desde lo estudiado a los que lo estudian. Son pocas son las investigadoras que se dedican a estas cuestiones y están en la primera línea de referencia y, aún, son menos las mujeres visibles en los relatos arqueológicos o históricos. Por ello, me parece de vital importancia visibilizar en el papel de las mujeres a través de estas páginas, primero como reivindicación de su papel como sujeto social activo, y segundo, como medio para entender a estas comunidades de forma integral, donde los mecanismos y estrategias influyen y son influidos por los devenires y agendas de mujeres y hombres. Sin embargo y como dice el dicho popular, “Para correr, antes hay que aprender a caminar” y todas estas aproximaciones, con sus virtudes y sus defectos, son las que nos marcan el punto de partida en el que nos encontramos, sin las cuales no podríamos hacer frente a nuestro principal objetivo que es: entender a las personas. Esta tesis fundamenta sus bases de una arqueología con vocación simétrica, para el estudio de las comunidades de la Edad del Hierro en la región del Alto Duero, en términos de identidades y poder, que nos permita profundizar en cómo las personas construyen las diferentes facetas de su identidad y cómo éstas funcionan, así como los mecanismos y relaciones del poder dentro del entramado social. Para ello, voy a utilizar una aproximación con diferentes escalas, dependiendo de las necesidades del discurso, descendiendo de lo más general a lo más concreto, del paisaje a la persona, de lo material a lo social. Comenzaremos con un primer capítulo que, tras esta declaración de intenciones, repasa los principales hitos en la arqueología del Alto Duero como un punto de partida. Posteriormente, se definen los límites cronológicos y espaciales a los que se ciñe esta tesis y se caracterizan brevemente. A continuación, se concreta y define el marco teórico y las herramientas que se utilizan este trabajo, reflexionando sobre una serie de conceptos clave para la interpretación. Tras estos capítulos, pasamos al estudio propiamente dicho, estructurado en tres capítulos que se corresponden con las tres etapas cronológicas definidas para este periodo y región, donde el volumen de datos disponibles para cada periodo ha condicionado enormemente la extensión y el tratamiento de los mismos. Cada uno parte de un análisis físico a escala de paisaje, que nos permita aproximarnos a 3 El inicio del camino las características propias y las construcciones que del mismo se han realizado en los diferentes periodos y regiones. Tras ello, nos adentraremos en los asentamientos y las casas, los espacios funerarios y los enterramientos, para entender las diferentes construcciones sociales e identidades de las personas. Posteriormente, ampliaremos nuevamente el zoom, para estudiar los mecanismos de poder y sus profundas relaciones con las identidades, a partir de sus medios, mecanismos y resultados para el gobierno de las comunidades y las relaciones de autoidentificación que derivan de la colectividad. Para finalizar la tesis, un capítulo que compila y resume las claves principales. 1.1. ANTECEDENTES EN LA INVESTIGACIÓN La arqueología en el Alto Duero y el mundo celtibérico cuentan con una larga trayectoria investigadora y numerosas publicaciones. Varias son las monografías, libros y artículos sobre los principales hitos de la investigación en la región, su influencia y utilización histórica. Por mecionar algunos de ellos, podemos destacar las síntesis generales en el estudio del mundo celtibérico que realizan A. Lorrio (2005: 15-31) y A. Sánchez Climent (2015). Entre las publicaciones específicas de la historia de la arqueología soriana sobresale la monografía de J.A. Gómez Barrera (2014), que recoge figuras relevantes como Blas Taracena, Eduardo Saavedra, el marqués de Cerralbo o Juan Cabré, y los principales eventos, como la construcción del Museo Numantino, el papel que jugó la Comisión de Excavaciones de Numancia o el proceso de recogida de datos que dio lugar al Catálogo Monumental de la Provincia de Soria. La historia y piezas más relevantes del Museo Numantino están recogidas en un monográfico de dos volúmenes coordinados por M. Arlegui (2014a) y, en último lugar, centrados en la construcción del mito y la utilización política del sitio de Numancia a lo largo de la historia, destacan el libro de Numancia: Símbolo e Historia de A. Jimeno y J.I. de la Torre (2005) y el artículo de este último autor sobre los usos y abusos en la historiografía (de la Torre 1998). Observamos como simplemente las publicaciones sobre los trabajos llevados a cabo en la zona de estudio han dado pie a varios libros. Por ello, en este breve apartado, tan sólo voy a realizar un breve repaso por aquellos trabajos de campo y publicaciones que han sido más relevantes para este estudio. Comenzamos remontándonos al inicio de la arqueología celtibérica, de la que A. Lorrio (2005: 15) señala como hitos fundamentales de su origen: la excavación de la necrópolis de Hijes (Guadalajara) por Francisco de Padua Nicolau Bofarull y el inicio de los trabajos de Eduardo Saavedra y la Real Academia de la Historia en Numancia durante el 1853. A partir de ese momento, las intervenciones en Numancia van a marcar la agenda investigadora del Alto Duero y el mundo celtibérico en general, ya que es el sitio que cuenta con un mayor número de excavaciones arqueológicas y publicaciones, desde las primeras intervenciones dirigidas por J.B. Erro en 1803. Como la historia, la investigación es cíclica. Existen momentos de gran auge sobre determinadas zonas, temáticas o enfoques y épocas menos prolíficas. El Alto Duero y la Edad del Hierro han tenido dos 4 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero periodos de gran desarrollo y dinamismo, por la diversidad de trabajos de campo, las ideas y las publicaciones científicas. Éstas se corresponden con las primeras décadas del siglo XX y la década de los 80 e inicios de los años 90. Ambas épocas de la mano de dos hombres fundamentales, sin los que no se puede entender la investigación en esta región: Blas Taracena, en su puesto como Director del Museo Numantino y tras 1939, del Museo Arqueológico Nacional, siendo miembro de la Comisión de Excavaciones de Numancia; y Alfredo Jimeno, primero desde el Colegio Universitario de Soria y posteriormente desde la Universidad Complutense, especialmente a partir de su nombramiento como Director del yacimiento arqueológico de Numancia. Fig. 1: Cartografía de las excavaciones de Numancia realizada por M. Aníbal Álvarez. A inicios del siglo XX, se recogen las primeras intervenciones en sitios como Termes, por parte del conde de Romanones (1910), N. Sentenach (1911a, 1911b) e I. Calvo (1913) y que contaba con un primer informe de sus ruinas realizado por N. Rabal (1888). I. Calvo (1916) también intervendrá en Clunia, R. Morenas de Tejada (1914) lo hará en Uxama y J.R. Mélida (1926) en Ocilis. Pero la que aglutinará un mayor número de trabajos fue Numancia. Cabe destacar las excavaciones de A. Schulten y C. Koenen en la manzana IV de la ciudad, financiados por el káiser de Alemania, Guillermo II, en 1905; y entre los años 1906 y 1912, en los campamentos del cerco romano de Escipión, cuyos resultados fueron publicados en cuatro volúmenes entre 1914 y 1931. Entre 1906 y 1923, la Comisión de Excavaciones, presidida inicialmente por E. Saavedra y posteriormente por J.R. Mélida, excavó gran 5 El inicio del camino parte de la extensión del sitio de Numancia, cuyos resultados fueron publicados en varias memorias de excavación (VV.AA. 1912; Mélida 1916, 1918; Mélida y Taracena 1920, 1921, 1923; Mélida et al. 1924) por la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades, que recogen descripciones de las excavaciones, las estructuras y los materiales encontrados. A partir de 1913, se hará cargo M. González Simancas que centrará su labor en las defensas de la ciudad (González Simancas 1914, 1926). Sin embargo, a mi parecer, las grandes protagonistas por su trascendencia en la investigación, y con perdón de Numancia, son las necrópolis. En el Alto Duero, el primer cementerio excavado fue La Requijada (Gormaz) en 1913-1914 por Ricardo Morenas de Tejada (García Soto Mateos 1990: 13; Zapatero 1968; Sentenach 1914), quien posteriormente también excavó las necrópolis de Osma y Las Quintanas (Gormaz) (Morenas de Tejada 1916a, 1916b), cuyos datos fueron retomados por J.M. Zapatero (1968). Estas primeras intervenciones han generado gran controversia por metodología con la que se realizaron y la escasez de información con la que contamos actualmente. Esto ha provocado cierta confusión en el caso de los dos cementerios de Gormaz, llegando a plantearse la posibilidad de que los dos topónimos registrados en el término municipal pudiesen referirse a la necrópolis de La Requijada (García Merino 1973: 43-48). Aunque, A. Lorrio (2005: 143) tras un estudio tipológico de las espadas y puñales hallados en ambas, advierte diferencias, pudiendo plantearse la existencia de varias necrópolis como ocurre en Osma. Así, la investigación en estos primeros espacios funerarios se centró en el establecimiento de unas seriaciones cronológicas de los materiales, que permitiese caracterizar su evolución y sus tipos, entre los que destaca el trabajo de P. Bosch Gimpera (1921: 25) que sintetizó el conocimiento obtenido hasta la fecha y lo puso en relación los hallazgos de Centroeuropa. A partir de la década de los 20 y durante las próximas tres décadas, la arqueología de esta región estará dominada por la figura de Blas Taracena y Aguirre, Director del Museo Numantino entre 1919 y 1936, quien desarrolló una labor exhaustiva en la documentación y definición de asentamientos y cultura material de la provincia de Soria, mediante prospecciones y excavaciones en sitios como Los Villares (Ventosa de la Sierra), El Castellar (Arévalo de la Sierra), El Castellar (Taniñe), Los Castejones (Calatañazor) y Los Castellares (Suellacabras) (Taracena 1926), Castilterreño (Izana) (Taracena 1927), Langa de Duero (Taracena 1929a) o El Castillo (Ocenilla) (Taracena 1932). Se preocupó por los antecedentes del mundo celtibérico y definió el poblamiento previo al que denominó como “La Cultura de los Castros Sorianos” (Taracena 1929a), que relacionó con cuestiones de etnicidad entre arévacos y pelendones (Taracena 1933, 1954). También participó activamente en las excavaciones de Numancia como miembro de la Comisión de Excavaciones (Mélida y Taracena 1920, 1921, 1923; Mélida et al. 1924; Taracena 1929b) y por cuenta propia en 1940, en el lugar en el que posteriormente se levantó la Casa de la Comisión y la esquina noroeste de la manzana XXIII (Taracena 1943). Además realizó intervenciones en Termes (Taracena 1934); Contrebia Leukade (Taracena 1942) o Clunia (Taracena 1946) y excavó la necrópolis de La Mercadera (Taracena 1932), donde profundizó sobre la periodización de los dos momentos de la Edad del Hierro en la provincia de Soria. Su amplio conocimiento y sus investigaciones del ámbito provincial quedaron recogidas en la primera carta arqueológica realizada en España (Taracena 1941). 6 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Durante la Guerra Civil y la primera mitad de la dictadura franquista, la investigación en esta zona sufrió una desaceleración, y no será hasta los años 60 cuando se vuelva a poner el foco en este área tras la publicación de F. Wattenberg (1960) en el I Symposium de Prehistoria de la Península Ibérica donde puso de relieve los problemas de la cultura celtibérica. Aunque su obra clave será “Las cerámicas indígenas de Numancia” en 1963, obra en la que cuestiona la ordenación tipológica y estratigráfica de B. Taracena (1924) y propone una clasificación y una nueva seriación a partir de sus intervenciones en la ciudad (Wattenberg 1965), tema que tratará posteriormente F. Romero (1976) y el actual equipo de investigación del sitio de Numancia (Jimeno et al. 2012). A punto de finalizar esta década, destaca la publicación de W. Schüle (1969) en la que sintetizó los objetos de metal de las necrópolis celtibéricas, incorporando los materiales de la colección Cerralbo y las fíbulas de Numancia. Tras es tímido inicio en los 60, tendrá lugar el siguiente boom de la arqueología en el Alto Duero con numerosos trabajos de campo, tanto excavaciones como prospecciones, revisiones de materiales y reuniones científicas en las que reflexionar. Las excavaciones en Termes se reanudan en 1975 (Argente 1990), tras una década de intervenciones menores dirigidas por T. Ortego y J. Zozaya, quien también intervino en Numancia buscando los restos del poblamiento medieval. También en Uxama (García Merino 1984, 1989, 1995; García Merino y Sánchez Simón 1998), Ocilis (Borobio et al. 1992), Clunia (VV.AA. 1991) y Contrebia Leukade (Hernández Vera 1982; Hernández Vera y Nuñez 1988) se retoman los trabajos y se inician en nuevos enclaves como El Castillejo (Fuensaúco) (Romero y Misiego 1992, 1995), Zarranzano (Cubo de la Sierra) (Romero 1984) o El Castillo de la Virgen (El Royo) (Eiroa 1979a, 1979b, 1981; Romero 1989), con sistemas de registro material más detallados que en fechas anteriores y dataciones radiocarbónicas. En lo que a las necrópolis se refiere, en 1977 comienzan las excavaciones en Carratiermes (Argente et al. 2001) y durante la década se realizan intervenciones en Ucero (García Soto 1982) y un maestro de la localidad de Ayllón excava la necrópolis de La Dehesa (Barrio Martín 2006). En 1983, T. Ortego publica los materiales de una excavación de urgencia en La Revilla de Calatañazor. Durante los 80 y desde el Colegio Universitario de Soria, Alfredo Jimeno dirigió las prospecciones para actualizar la carta arqueológica de la región, cuyos resultados fueron publicados en cuatro volúmenes (Borobio 1985; Revilla 1985; Pascual Díez 1991; Morales 1995), así como los trabajos de catalogación de los sitios de la cuenca del Cidacos (Pascual y Pascual 1984; García Heras y López Corral 1995). Durante este periodo e influidos por los postulados de la arqueología espacial, se realizaron los primeros estudios del panorama general de poblamiento de los diferentes periodos y regiones del Alto Duero (Bachiller 1987; Romero 1991; Revilla y Jimeno 1986-1987; Jimeno y Arlegui 1995; García Soto y De La Rosa 1995). La abundante información de la que se disponía fue objeto de discusión en numerosos simposios y congresos que se organizaron entre los 80 y los 90, entre los que destacan los Simposia de Arqueología Soriana en 1982 y 1989 (1984, 1992) y los de Soria Arqueológica (1991 y 2000), celebrados en la ciudad de Soria; y el Coloquio Internacional sobre la Edad del Hierro en la Meseta Norte, cuya sede fue Salamanca en el 1984 y sus actas se recogen los números 39 y 40 de la revista Zephyrus. En el año 1986, se ponen en marcha los Simposia sobre los Celtíberos, reuniones organizadas por F. Burillo y 7 El inicio del camino centradas en los diferentes facetas del registro, cuyo resultado fueron siete publicaciones monográficas sobre el origen del mundo celtibérico (Burillo 1987), las necrópolis (Burillo 1990), el poblamiento (Burillo 1995), la economía (Burillo 1999), los proyectos de gestión de los sitios arqueológicos (Burillo 2007), la ritualidad y los mitos del imaginario celtibérico (Burillo 2010) y una visión general actualizada (Burillo y Chordá 2014). En la década de los 90, aparecen las grandes obras de síntesis del mundo celtibérico de la mano de A. Lorrio en el 1997 y F. Burillo en el 1998, con sendas reediciones y actualizaciones (Lorrio 2005; Burillo 2008), así como debates sobre el origen del mundo celtibérico en el 1998 (Arenas y Palacios 1999). También se retoman las excavaciones en la ciudad de Numancia, ahora bajo el marco del Plan Director y con Alfredo Jimeno al frente, explorando temas como el mundo funerario (Jimeno et al. 2004), el urbanismo y la estratigrafía de la ciudad de Numancia, en relación con la ordenación de los conjuntos cerámicos (Jimeno y Martín 1995; Jimeno y Tabernero 1996; Jimeno et al. 2012, 2014, 2015, e.p., en preparación) y los campamentos romanos (Jimeno 2002, 2006). Pero será el sitio de Termes con el Proyecto LIFE Tiermes 2003-2006, financiado por la Comisión Europea, quien cuente con la dotación monetaria más importante de la región. A lo largo de los primeros años del siglo XXI y bajo la dirección de Santiago Martínez Caballero excavaron el foro imperial y los edificios colindantes al mismo. En estos últimos años, hay que destacar el trabajo de E. Alfaro (2005) sobre el poblamiento de la Edad del Hierro y época romana del Sistema Ibérico, quien posteriormente inició las excavaciones de Los Casares (San Pedro Manrique), así como el trabajo de J. Bermejo (2014a y 2014b) sobre los espacios domésticos de la zona en época romana. 2. Límites cronológicos y geográficos “…situada entre medio de diferentes cordilleras que derramando hacia el centro la llena de asperezas y cortaduras, dejando muy pocos valles y cañadas entre sus declives y compuestos de pocas tierras hábiles para el cultivo, aunque surcadas todas ellas por multitud de ríos, si bien rica como la primera de España en pastos de la mejor calidad, con los cuales se sostienen infinitas cabezas de lanar fino y ordinario…” Pascual Madoz (1845-1850) Desde la arqueología y la historia hemos tratado el tiempo y el espacio como algo fragmentado y dividido, creando una serie de compartimentos estancos en los que almacenar desde trascendentales hechos históricos y nombres de eminentes personales -mayoritariamente masculinos-, hasta diversas formas de cultura material que abarcan tanto las construcciones más grandiosas y las más modestas, los más singulares objetos y los más cotidianos, estableciendo así una suerte de secuencias cronológicas, sociales, materiales y regionales actualistas. En los últimos años han proliferado las narrativas en las que se considera al tiempo como un continuum, lleno de fluctuaciones, de épocas cargadas de sucesos, acciones y cambios, en las que parece que la historia se acelera; y tiempos de calma. Por ello, como apuntaba Ch. Witmore (2007: 310) debemos evitar considerar el tiempo como una unidad de medida más, externa a lo humano y lo material. Sino 10 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero un proceso de larga duración que no se entiende sin lo previo y lo posterior. Algo similar ocurre con el espacio, en el que tradicionalmente se han utilizado las demarcaciones administrativas actuales para delimitar los estudios de las sociedades del pasado, creando así fronteras artificiales. 2.1. MARCO CRONOLÓGICO En este trabajo, nos vamos a centrar en el proceso histórico que abarca desde el momento en que los grupos humanos, por primera vez en la historia, establecen de un modo permanente su residencia en un mismo enclave a lo largo de generaciones, hasta su integración en un modelo social estatal tras la conquista de Roma. La región en la que lo vamos a estudiar es la cuenca alta del río Duero, que se encuentra bien delimitada por sus características geográficas y morfológicas, como desarrollaremos más adelante. Este proceso social, en esta zona, comprende la mayor parte del primer milenio a.n.e., desde el siglo VII al cambio de era. Las diferentes formas de cultura material que observamos a lo largo de estos casi ocho siglos han dado lugar a varias divisiones dentro de este periodo, cuyas denominaciones han variado dependiendo de los propios contextos de los investigadores. Así, autores como B. Taracena o P. Bosch Gimpera, influidos por lo hallazgos de Centroeuropa a inicios del siglo XX, utilizaron términos como “hallstattico”, “post-hallstattico” o de “La Tène”. Mientras J. Cabré optó por “primera” y “segunda Edad del Hierro”, al mismo tiempo que otros autores utilizaron una periodización más regional equiparando los materiales a determinados niveles estratigráficos del yacimiento vallisoletano del Soto de Medinilla y del abulense Cogotas. Por último, en la década de los 90, proliferaron una serie de denominaciones de carácter étnico y evolucionista como: “Celtibérico Antiguo, Celtibérico Pleno y Celtibérico Tardío” (Arenas 1999; Lorrio 2001, 2005). Cuando comencé este trabajo, me planteé la posibilidad de utilizar una periodización nueva y más aséptica, con términos como “Fases 1, 2 y 3”, tal y como se han utilizado en otras regiones de la Península. Sin embargo, el peso bibliográfico de las anteriores denominaciones es muy grande, y añadir nuevos términos para designar lo mismo puede empañar más que aclarar a qué nos referimos. Por ello, he optado por la tradicional división de “primera” y “segunda Edad del Hierro”. En primer lugar porque consideron que los números ordinales no hacen referencia nada más que a una cuestión de orden cronológico: qué va antes en el tiempo y qué después. En segundo, por la trascendencia del término “Edad del Hierro” frente a otras denominaciones más particulares, que permite a lectores de cualquier parte del mundo situarse cronológicamente y culturalmente sin necesidad de conocer las dinámicas regionales. Bajo estos términos vamos a explorar los cambios y construcciones sociales e históricas que tuvieron lugar a lo largo de esta Edad del Hierro, estableciendo como puntos de ruptura, los principales eventos que dieron lugar a grandes cambios en la vida de las personas y cuyo reflejo material nos permite percibirlos de un modo claro desde el presente. Así, la primera Edad del Hierro comienza con el 11 Límites cronológicos y geográficos paulatino desarrollo de un poblamiento estable, donde las comunidades residen todo el año en los mismos enclaves, lo que provocó numerosos cambios en la conceptualización y modificación de los paisajes, las identidades y la organización de los grupos. Abarca los siglos VII y V a.n.e. Posteriormente, a finales del siglo V a.n.e., tuvo lugar el proceso de sinecismo que dio lugar al inicio del urbanismo e inauguró la segunda Edad del Hierro, cuyo final tendrá lugar tras la conquista romana a finales del siglo II e inicios del I a.n.e. Finalmente, el cambio de era estuvo caracterizado por la negociación social y de las identidades debido a la integración de estos pueblos en el régimen estatal romano. 2.2. EL ALTO DUERO EN LA EDAD DEL HIERRO El Alto Duero es una región natural montañosa y ondulada, marcada por el inicio del río Duero en los Picos de Urbión hasta su paso por Aranda de Duero, lugar a partir del que recibe abundantes e importantes aportes hídricos de sus afluentes (Fernández Moreno 2013: 25), su régimen de alimentación pasa de nival a pluvionival y el paisaje cambia. Si nos referimos a los límites administrativos actuales, la mayor parte de la zona de estudio se engloba dentro de la provincia de Soria, aunque también se extiende por parte de las provincias de Segovia, Burgos y la comunidad autónoma de La Rioja. Fig. 2: Delimitación del área de estudio. 12 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Tradicionalmente, la zona se ha dividido en tres áreas según sus características y la morfología del relieve (Silván 1990, 1991; Calavia 1990). De norte a sur, nos encontramos en primera instancia las estribaciones del Sistema Ibérico, que definen un área fracturada y montañosa separando las cuencas del Duero y el Ebro. Su altitud oscila de los 2.168 m. de la Mesa de la Sierra Cebollera a los 1.000 m.s.n.m. del inicio de la depresión central, lo que provoca que el río Duero fluya fuertemente encajado entre sierras, creando acusadas pendientes y produciendo una gran erosión, causada por el descenso tan pronunciado que realiza en poca distancia. En la actualidad, esto ha propiciado la construcción de numerosos embalses que regulan su caudal. Los afluentes que recibe en esta área están caracterizados por ser muy numerosos, cortos y estacionales. La segunda de las zonas es la depresión central, formada por los sedimentos arrastrados por el Duero y afluentes desde la zona montañosa, cuyo resultado es un paisaje ondulado surcado por serrezuelas de poca altitud. Por último, los páramos en la zona meridional caracterizados por zonas yermas, sierras de poca altitud y cerros testigo, que preceden al Sistema Ibérico, que se alza como límite en el sur, separando las cuencas del Duero y el Tajo. En la actualidad, esta región cuenta con numerosos embalses y canales de riego que han alterado el régimen hídrico, el paisaje de ribera y la vegetación de la zona, especialmente en el último siglo. Estudios de paleo-caudal realizados en la cuenca media del Duero nos ilustran sobre esta modificación, ya que estiman que en la antigüedad, el caudal contaría con entre 5 y 10 metros más que en la actualidad, lo que habría propiciado dos cosas: en primer lugar y como narran los autores clásicos, permitiría la navegación de pequeños esquifes con velas o remos (Apiano Iber. 91); y segundo, propiciaría una subida del nivel freático y la consecuente proliferación de acuíferos, surgencias, humedales y lagunas, susceptibles de sufrir inundaciones en momentos puntuales del año. Estas zonas encharcables y lagunares aparecen recogidas por Apiano cuando detalla la construcción del cerco de Escipión Emiliano en torno a Numancia, y cómo hubo de modificar el modelo constructivo para salvar estas acumulaciones de agua. “Como no le fue posible prolongar el muro de circunvalación alrededor de la laguna adyacente, la rodeó de un terraplén de igual anchura y altura que las de la muralla para que sirviera a manera de muralla” (Apiano Iber. 90). También, el historiador Nicolás Rabal (1889: IX) señalaba la existencia de una zona lagunar en el entorno inmediato de Numancia que fue desecada a finales del siglo XIX para aumentar el número de tierras de cultivo de la zona, aunque documentos gráficos posteriores, como los fotogramas del Vuelo Americano del año 1957, permiten reconstruir su localización y observar su huella en el paisaje. Con el fin de aproximarnos de un modo más detallado al paisaje antiguo y entender así el patrón de poblamiento y las realidades sociales e históricas que transmitieron los autores clásicos, en trabajos previos (Liceras 2011: 23, 2014: 184-185), se realizó una aproximación a la distribución de las zonas encharcables del entorno de Numancia, mediante la toponimia recogida en los Mapas Topográficos Nacionales del Instituto Geográfico Nacional a escala 1:25.000 y un análisis de la pendiente del terreno, seleccionando aquellas zonas con pendientes inferior al 2% donde el agua no fluiría y permitiesen su acumulación, cuyo resultado queda reflejado en la Fig. 3. 13 Límites cronológicos y geográficos Fig. 3: Aproximación a la distribución de zonas encharcables del entorno de Numancia, donde se muestra la distribución de topónimos referidos a hidrología y la reconstrucción de las zonas de acumulación de agua con el cálculo de la pendiente. Los autores grecorromanos también nos advierten del duro clima de esta región. Apiano (Iber. 47, 78) hace varias referencias al frío intenso y las nevadas que azotaban la comarca. Mientras Marcial (1,49) y Plutarco (Sert. VIII, XVII) mencionan el “cierzo”, viento del norte que puede llegar a provocar una sensación térmica inferior a 10-15 ºC. A lo largo del primer milenio a.n.e., el clima sufrió varias oscilaciones, tanto a gran escala como de forma regional. En los últimos años, se han desarrollado numerosos trabajos en los que se pueden apreciar variaciones en las temperaturas y los regímenes de humedad, que habrían afectado a las estas comunidades, dando lugar a modificaciones en la ubicación y los tipos de hábitat, las formas de aprovechamiento de la tierra o almacenamiento de las provisiones y los excedentes, entre otros. Uno de los cambios más destacados que tuvo lugar durante el primer milenio a.n.e. es el paso del periodo climático Subboreal al Subatlántico, es decir, de un clima muy seco y árido a uno más húmedo y frío. Esta transición se vio marcada por el evento climático global 0,85 k, de aproximadamente un siglo de duración entre el 850 y el 760 a.n.e. (López Sáez et al. 2009: 91). Desde el 1.400 a.n.e. había tenido lugar una intensificación de la aridez y las sequías, de modo que cuando se produjo este evento, 14 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero las condiciones climáticas se modificaron drásticamente, provocando un aumento brusco del régimen de humedad y una caída de las temperaturas. Su repercusión se evidencia por todo el mundo, con un avance de las masas glaciares, un descenso de altitud del límite forestal (timberline) y una transgresión en lagos, como los de la región Jura en los Alpes suizos (van Geel et al. 1996: 455-456; Magny 1992, 1995). Su impacto en las comunidades humanas se observa desde la arqueología. Numerosos estudios relacionan un cambio en los patrones de asentamiento con dicho evento climático. En la costa holandesa, se ha asociado con el abandono de los hábitat el Bronce Final y la colonización de las áreas costeras (van Geel et al. 1996). En Siberia, tuvo lugar un aumento de población nómada escita (van Geel et al. 2004). En Reino Unido, este tránsito afecta de manera desigual, las tierras altas de Gales se abandonan y se produce una regeneración de la masa arbórea, mientras en otras zonas se mantiene el mismo uso de la tierra, incluso se produce una intensificación (Dark 2006). En la Península Ibérica, estudios como los del valle del Amblés (Ávila), relacionan el aumento de la humedad y el nivel freático con el cambio los patrones de asentamiento de la cultura de Cogotas I (López Sáez y Blanco González 2005: 244; Blanco González 2008: 166) y en el valle del Tajo, se distingue un desplazamiento del hábitat desde las riberas de los principales cursos de agua a la colonización de tierras marginales en los cauces secundarios, ahora más fértiles y fáciles de trabajar (de Torres 2013: 151-162). Fig. 4: Evolución del clima y los cultivos potenciales durante el primer milenio a.n.e. (Gráfico de la autora a partir de los datos de Ibáñez González 1999). Siguiendo la misma línea, J. Ibáñez González (1999) realizó una caracterización agroclimática de la Celtiberia a partir de los datos del C14 residual, en la que relaciona los tipos de cultivos posibles según las temperaturas y la altitud, permitiendonos observar las fluctuaciones climáticas que tuvieron lugar a lo largo de ochocientos años. Su estudio se inicia en el siglo VIII a.n.e., coincidiendo con el evento climático que anteriormente hemos expuesto. Así en el Alto Duero, no había restricciones para el cultivo de cereales como el trigo, cebada, centeno o avena, pero sí para el mijo, algunas leguminosas -a 15 Límites cronológicos y geográficos excepción de las judías-, vid y olivo hasta los 1.000 m.s.n.m. Pero a partir de esta cota, las restricciones en los cereales y las leguminosas se hacen más marcados, hasta los 1.400 m. s.n.m. donde se convierten prácticamente en inviables. En este punto, es importante recorgar que gran parte de la zona de estudio se encuerta en torno a los 1.000 m. de altitud, especialmente los asentamientos de las zonas del Sistema Ibérico que se sitúan en cotas entre los 1.000 y los 1.400 m. (ver Catálogo de sitios adjunto en CD). El paulatino ascenso de temperaturas durante el siglo VII a.n.e. culminará un siglo más tarde con valores similares a la actualidad, aunque ligeramente inferiores. A partir de este momento, la variedad de cultivos potenciales aumenta, como refleja la Fig. 4,, incluyendo especies como el mijo, el lino, el apio, la zanahoria o la vid, sin posibilidad de cultivar el olivo por la altitud y las temperaturas. Aunque a partir de los 1.300 m. o zonas montañosas, como Los Altos de Lutia, había restricciones por el riesgo de veranos demasiado cortos que provocasen la pérdida de las cosechas. El momento más cálido de la Edad del Hierro tendrá lugar a inicios del siglo IV a.n.e., en el que las potencialidades de cultivo serán muy similares a las que se han descrito, aunque permitirá una intensificación agrícola y la colonización de tierras que anteriormente se habían desechado. Momento que coincide con el inicio del urbanismo en la región. Sin embargo, un segundo empeoramiento del clima tendrá lugar en el 380 a.n.e. de un modo menos global (López Sáez et al. 2009: 91; van Geel y Renssen 1998) y el nuevo enfriamiento de las temperaturas reducirá los tipos de cultivos potenciales (Ibáñez González 1999: 33). Finalmente entre los siglos III y I a.n.e. se producirá una relativa estabilidad con pequeñas fluctuaciones hacia un clima más cálido y seco, tendencia que se hará más evidente a partir del siglo II a.n.e. (Ibáñez González 1999: 34). La vegetación derivada de estas condiciones climáticas ha podido reconstruirse en lugares concretos como es el entorno de Numancia, cuyos análisis señalan una vegetación propia del piso supra- mediterráneo, con predominio de los bosques abiertos de pinos de la variedad silvestre y laricio (Pinus sp.) acompañados de muérdago; rebollos (Quercus pyrenaica) y sabinas (Juniperus sp.). Así como abundante vegetación de ribera por la confluencia de tres ríos a los pies de la ciudad, donde se ha documentado la presencia de olmos, fresnos, sauces y nogales (Jimeno et al. 2004: 18-20; Martínez Naranjo et al. 1999). Análisis antracológicos en la necrópolis evidencian especies arbóreas similares, Pinus Silvestris y Nigra, Quercus Pyrenaica y Faginea, y Juniperus Sp. (Uzquiano en Jimeno et al. 2004: 456), mientras que referencias de las memorias de excavación de la Comisión de Excavaciones de Numancia mencionan el hallazgo de vigas carbonizadas de pino y roble cuando se describen los elementos constructivos de las casas celtibéricas (Mélida et al. 1924: 13). Por otro lado, los análisis polínicos de la necrópolis de Carratiermes apuntaban a un paisaje abierto en torno al sitio, compuesto de plantas herbáceas y matorral, con un alto contenido de gramíneas, compuestas y leguminosas, con ausencia de cereales y otros cultivos, de lo que se dedujo un aprovechamiento ganadero del entorno de este cementerio antes de la llegada de Roma (Argente et al. 2001: 305-309). Sin embargo, los análisis de paleodieta en los difuntos de la necrópolis de Numancia 16 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero señalan el consumo habitual de vegetales verdes, cereales, legumbres, tubérculos y frutos secos (Trancho et al. en Jimeno et al. 2004). Mientras que los análisis de sílicofitolitos y almidones, realizados a los molinos circulares de la Numancia romana, advierten evidencias de descascarillado y molienda de cereales y frutos secos, como la bellota (Checa et al. 1999). Fig. 5: Reconstrucción paleoambiental del entorno de Numancia (Jimeno et al. 2004: Fig. 2). Todos estos datos apuntan a un paisaje profundamente alterado en la actualidad debido esencialmente a la acción antrópica. El Alto Duero durante la Edad del Hierro se enfrentaría a unas condiciones climáticas algo más duras que las actuales, con un río Duero más caudaloso y cambiante que permitiría la navegación en momentos determinados del año, cuyos alrededores y afluentes se encontraban salpicados por lagunas y zonas encharcables, campos de cultivo y dehesa, y frondosos bosques de pinos, robles y encinas. 3. Persiguiendo la simetría “La arqueología simétrica es una actitud” Michael Shanks (2007: 293) Una reflexión colectiva que siempre me ha llamado la atención y se ha ido perfilando a lo largo de mi vida, ha sido la que nos enseña que “todo es cuestión de perspectiva”. El lingüista suizo F. de Saussure afirmaba que “el punto de vista crea el objeto” (Bourdieu et al. 2002 [1973]: 205) y es que la subjetividad es parte de nuestra percepción y como tal, afecta a todos los ámbitos de nuestras vidas. Los seres humanos somos individuos complejos que nos encontramos inmersos en una estructura socio-cultural y poseemos nuestra propia agenda. Desenmarañar nuestro modo de actuar, la forma de pensar o de entender lo que nos rodea; en otras palabras, nuestro ser, se convierte en todo un reto. Más aún, si las personas que estudiamos vivieron y murieron en el primer milenio a.n.e., pero no sólo el tiempo y el espacio son elementos problemáticos, sino también el marco conceptual desde el que los abordamos. Muchos autores han llamado la atención sobre este hecho, advirtiendo la importancia de tener en cuenta conceptos como la otredad y la alteridad por parte de los investigadores a la hora de enfrentarse al pasado (c.f. González Ruibal 2003, 2006-2007; Hernando 2012; Fernández Götz 2014a). Además la reflexión de M. Shanks (2007: 293) sobre la relación que establecemos los arqueólogos y el pasado me parece esclarecedora: “el trabajar con el pasado nos hace lo que somos”, así los investigadores establecemos una relación dinámica con el pasado que estudiamos, que es tanto 18 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero un recurso como una fuente, y con él, iniciamos una mediación de lo que por él entendemos desde el presente, construyendo y siendo construidos mientras elaboramos el discurso. 3.1. FUNDAMENTOS, CONCEPTOS Y HERRAMIENTAS PARA LA INTERPRETACIÓN En mi aproximación a las gentes de la Edad del Hierro quiero participar de la actitud simétrica que se ha propuesto en la última década. La Arqueología Simétrica se ha presentado como un modo de razonar y actuar en la disciplina, donde se critican los paradigmas anteriores, pero no se destruyen, recopilando los aspectos que nos sean útiles y positivos de cada uno de ellos (González Ruibal 2007a: 284). Es una nueva forma de articular la disciplina que según B. Latour (1992) tan sólo es “One more turn after the social turn”, o “Un giro teórico sin revolución del paradigma” en palabras de A. González Ruibal (2007a), un giro de noventa grados en las prioridades y herramientas de la investigación que busca el justo medio entre posiciones enfrentadas. El mundo de la investigación occidental se ha fundamentado sobre el establecimiento de una serie de dualidades cartesianas sobre las que construir el conocimiento y el discurso vinculado al mismo, oposiciones de “contrarios” como pasado-presente, naturaleza-cultura, humanos-cosas, pensamiento- acción, ideas-materiales o ciencias-letras que han estado y están presentes en nuestra realidad cotidiana. Esta arqueología nació para romper con ellos, explorar la multidisciplinariedad y tratar de superarlos, entendiendo que el mundo es mucho más complejo que una simple oposición de contrarios. Propone tratar a los objetos y a las personas de un modo simétrico (Hernando 2007b: 315), entendiendo que las personas y las cosas son construidas simultáneamente (c.f. Latour 1994; Olsen 2003; Witmore 2006, 2007; González Ruibal 2006). T. Webmoor (2007: 299) consideraba que la escisión entre personas y cosas es la principal causante del pluralismo de aproximaciones que la arqueología ha tenido en las últimas décadas, por lo que planteaba equiparar de un modo analítico las diversas entidades, dando lugar a conjuntos indisociables como, lo natural y lo humano, que en lugar de encontrarse en sitios opuestos de la balanza, estaban equilibrados. Se observa así que binomios tradicionalmente enfrentados como, personas-cosas o naturaleza-cultura, son realidades que se encuentran entremezcladas, entrelazadas en una compleja maraña imposible de separar y de entender los uno sin los otros (Webmoor 2007: 300; Witmore 2007: 305-308). Las personas-cosas deberían ser entendidas como un conjunto o un colectivo (Webmoor 2007: 301), que a través de la práctica, la capacidad de acción se redistribuye de un modo más paritario, donde ambos son los protagonistas de la acción. Separándonos así del pensamiento dominante en el que los seres humanos se posicionan en el centro de la misma por ser los únicos con una intencionalidad y consciencia manifiesta en la acción (Webmoor 2007: 300-302). Estos binomios son inseparables, irrompibles, hasta el punto de no poder existir el uno sin el otro, porque si no serían otra cosa distinta. La interdependencia es total, en palabras de N. Elías (1990: 70) “ontológica, existencial”. 19 Persiguiendo la simetría Un maravilloso ejemplo de esto lo planteaba Ch. Witmore (2007: 307-308) con un colectivo socio- técnico entre un arqueólogo y un pico. La dualidad entre la persona y la herramienta hace que sea lo que son y que obren del modo que lo hacen. Si esa asociación se rompiese, la acción sería otra o no existiría. Recordar ejemplos como éste cuando nos enfrentamos a la relación entre una fíbula y su propietaria o propietario, de una muralla con la comunidad que guarda o un territorio con sus delimitaciones, puede dar lugar a una visión muy distinta de la relación que se establece entre las personas y las cosas que estudiamos. Fig. 6: Relación entre las personas y las cosas en la Arqueología Simétrica (Webmoor 2007: Fig. 3). M. Shanks (2007: 293) nos recordaba que los arqueólogos no trabajábamos con el pasado de un modo directo, sino con una parte de lo que queda de él, la cultura material. Sobre este término, comparto la reflexión que hizo A. González Ruibal (2007b: 259), en la que consideraba toda la cultura como material. Es una visión holística de lo material, que abarca desde lo más evidente como una vasija cerámica, a la morfología de una casa o una muralla, a un paisaje, una canción, una historia o una creencia que mediante la práctica se materializan. 20 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Las personas manifiestan su ser en la cultura material y la cultura material hace a las personas, lo que Ch. Tilley (2004: 217) resumía como “Persons make things and things make persons”. La plasmación de esta relación entre personas-cosas dota de un profundo significado a la cultura material. Las cosas son generadoras de pensamiento, de opinión y de acción, constituidas y constituyentes de las personas, y la materialidad es la cualidad física que refleja esta relación, que explorada desde la arqueología, nos lleva a adentrarnos en las diferentes facetas y construcciones sociales de los sujetos, del modo en el que crean sus identidades, las manifiestan o las manipulan. Esto nos permite adentrarnos en los aspectos y matices que quedan fuera del terreno de lo evidente, ahondando en el terreno de lo no verbalizado, las ocultaciones, asimilaciones o resistencias. En la mayor parte de las sociedades, las identidades son actuadas, no pensadas (Hernando 2012: 31), por lo que dichas actuaciones, además de un modo de obrar y una actitud ante el mundo, tienen un reflejo material, como decía A. González Ruibal (2012: 264), “material culture is not just an accident in a people’s identity”. Fig. 7: Concepto de interseccionalidad de la identidad. Un concepto clave cuando nos adentramos en las relaciones entre las personas y las cosas, es el de interseccionalidad, ya que nos permite adoptar una perspectiva analítica para explorar las distintas realidades desde una visión holista. El término fue originalmente acuñado en el ámbito feminista por K. Crenshaw (1989) y definido por K. Davis (2008: 68): “Intersectionality refers to the interaction between gender, race, and other categories of difference in individual lives, social practices, institutional arrangements, and cultural ideologies and the outcomes of these interactions in terms of power”. Así reconoce y recoge la complejidad del modo en el que los ejes que conforman la identidad del individuo 21 Persiguiendo la simetría se encuentran entretejidos, son mutuamente construidos y están en constante interacción e interrelación. La continua modificación y reelaboración de las diferentes facetas de las identidades da lugar a que las relaciones entre personas y cosas sean dinámicas y estén en constante construcción, reconstrucción y destrucción, donde los significantes y significados son transformados a tenor de las fluctuaciones en las relaciones y el desarrollo de las biografías de las personas y las cosas. Para explorar las relaciones entre personas-cosas, en los próximos apartados voy a profundizar en los conceptos de identidad y poder que me ayuden a entenderlas. Haciendo un especial hincapié en aquellas facetas de la identidad que considero relevantes para la construcción del sujeto y sus consecuentes relaciones de poder que se constituyen y fluyen en las comunidades, modeladas y modeladoras de las sociedades. 3.2. IDENTIDADES: las diferentes construcciones del “yo” Sobre el concepto identidad no existe una definición ortodoxa ni unívoca. Para A. Hernando (2002: 16, 2012: 31) representa el núcleo del sentido de la orientación humana, de quién somos, el punto de partida desde el que mirar al mundo y tomar decisiones. Para M. Diaz Andreu y S. Lucy (2005: 1) es la “individuals' identification with broader groups on the basis of differences socially sanctioned as significant”. En la misma línea, el sociólogo R. Jenkins (2008) la define como la capacidad de saber “quién es quién” y “qué es qué”. A través de estas definiciones, observamos la flexibilidad del término identidad, siempre referido a la identificación del sujeto con un grupo más amplio, las diferentes construcciones del “yo”. La identidad se modela y es cambiante. No existe un prototipo establecido desde el nacimiento, sino que a partir de ese momento se conforma, fruto de los marcos sociales, culturales, las experiencias grupales o individuales de cada uno e íntimamente ligado al sentido de pertenencia (Díaz Andreu y Lucy 2005: 1). Está en un continuo proceso de formación, interacción y negociación, modelándose y modificándose a lo largo de la vida de la persona. Las identidades son múltiples y se superponen. Existen diferentes niveles que se activan dependiendo de las necesidades del individuo, mientras otros quedan latentes, en potencia hasta que sean precisos. Estos estratos conectados están en continua interacción, tanto los que favorecen a la construcción del “yo”, como las categorías necesarias para enfrentarse al mundo, aportando al sujeto una sensación de seguridad por medio de la colectividad. En palabras de A. Hernando (2012: 116), “el ser humano es una especie tan inteligente que comprende, aunque niega, su elemental insuficiencia frente al universo en el que vive”. Por ese miedo, nos identificamos con diversas agrupaciones que, dependiendo del individuo, de sus características y de sus circunstancias, creará tantas como sean necesarias para sentirse seguro. 22 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Numerosos autores han hecho referencias a algunos de los ejes de la identidad, como el género, la sexualidad, la etnicidad, el estatus, la edad, el parentesco o la religiosidad (e.g. Meskel 2002: 281; Díaz Andreu et al. 2005; Fernández Götz 2014a: 34). Existen también identidades asociadas a una práctica común (una profesión, un deporte), a unos intereses determinados (inclinación por los libros, el cine, un tipo de música) o a una determinada afición (cocinar, manualidades, seguidor de un deporte), aunque se han explorado menos que las anteriores. Cada uno de estos tipos se materializa de modo inconsciente mediante el cuerpo de los individuos que participan de ella, a través de su gestualidad, la exhibición de una apariencia concreta y la participación en determinadas prácticas. En los siguientes apartados, vamos a tratar varios niveles de identidad que mediante su relación con la cultura material nos ayudarán a entender las diferentes construcciones sociales de la Edad del Hierro y su reflejo e influencia en las relaciones de poder. Se han ordenado en cuatro apartados, aunque ha sido imposible tratarlos de modo individual por la enorme interdependencia que hay entre ellos. 3.2.1. IDENTIDADES DE GÉNERO “La cultura material es un terreno privilegiado para observar la forma en que la mujer ha sido considerada un ser humano de segunda categoría a lo largo de la historia” Alfredo González Ruibal (2003: 130) Cuando se abordan estas cuestiones hemos de ser especialmente cuidadosos con la terminología que utilizamos, ya que el género es una construcción social, bien diferenciada de sexo, que es una característica biológica a la que estamos sujetos los seres humanos. Este constructo social ha sido bien definido por A. Hernando (2012: 163-165) como “identidades complementarias y desiguales” entre hombres y mujeres. Está íntimamente ligado al orden patriarcal, en el que la identidad femenina se asimila a los rasgos de la identidad relacional y la masculina a una individualidad dependiente. Así al ser un producto socio-cultural, no tiene porqué estar necesariamente asociado a un sexo concreto, como numerosas autoras y algunos autores han señalado (c.f. Sørensen 2000: 85; Díaz Andreu 2005: 14; Hollimon 2006, 2011; Hernando 2007a; Prados 2010: 206; González Ruibal 2003: 128-130). La división de tareas a partir del sexo ha tenido lugar en todas las sociedades desde el origen de la humanidad, lo que no tiene porqué ser sinónimo de una valoración positiva o negativa de uno de ellos (Hernando 2012: 65; Bolger 2006). Cuando esas valoraciones tienen lugar, es el momento en el que empezamos a percibir una relación desigual de género, con la existencia de unos estereotipos normativos que los definan. Ejemplos procedentes de la Edad del Bronce nos permiten observar dos géneros bien definidos, donde el hombre conforma una categoría por sí misma, y la mujer, construye su papel a partir de su relación con él, según su estatus social o “estado civil” (Sørensen 1991: 127). La Historia ha focalizado su interés en los grandes acontecimientos, los descubrimientos o los avances técnicos. Los hombres han sido los grandes protagonistas, especialmente aquellos que se individualizaron en cierta medida del resto de su comunidad. Sus ámbitos de especialización y poder, 23 Persiguiendo la simetría que giraron en torno a la razón y la tecnología, han sido valorados positivamente. Frente a estos individuos singulares, encontramos la invisibilidad histórica de la totalidad de las mujeres y el resto del conjunto de los hombres (Hernando 2005: 122), no especializados y dedicados a actividades recurrentes, carentes del prestigio que detenta el control y el conocimiento sobre algunos ámbitos singulares del mundo. La especialización de las mujeres se centró en el sostenimiento de vínculos o conexiones emocionales, actitud que permitió a los hombres adquirir un mayor grado de individualidad (Hernando 2012: 121). Las actividades derivadas de esta forma de actuar en el mundo, han sido denominadas como actividades de mantenimiento. A. Hernando (2005: 125-126) las definió como “... los rasgos estructurales de las actividades ligadas a la identidad relacional […] son actividades no especializadas que no se asocian al cambio, sino a la recurrencia; que no exigen el desplazamiento a espacios desconocidos, […] se asocian al sostenimiento de los vínculos y la cohesión del grupo, […]. A través de ellas no se expresa la vocación personal, ni las especiales facultades de cada cual, ni la creatividad o la particularidad de un autor”. S. Montón (2000: 52-53) concretó estas actividades relacionándolas con la alimentación, la gestación, la crianza de niñas y niños, los cuidados, la higiene o la salud pública. Sin embargo, aunque todas ellas no tuvieron que ser llevadas a cabo exclusivamente por mujeres, sí debieron ser ejecutadas por éstas en la mayoría de los casos. La cultura material juega un papel clave a la hora de construir la identidad de género (Díaz Andreu 2005: 22-23; González Ruibal 2003: 129) y su plasmación física. Los objetos están dotados de numerosos significados, transmitiendo una serie de códigos, mensajes y reglas que influyen en el modo en el que percibimos y somos percibidos, así como en las formas con las que debemos relacionarlos con los demás individuos. El mundo del primer milenio a.n.e. fue un mundo hombres, y si no lo fue de un modo estricto en su momento, lo hemos convertido desde el ámbito de la investigación. Los estudios, y la visión de estos casi mil años, ha sido monopolizada casi de modo exclusivo por la faceta guerrera de los hombres, construida a partir de las evidencias materiales de los enterramientos y el cariz de los estudios desde el inicio de la disciplina arqueológica. Las mujeres son prácticamente invisibles, y tan sólo aparecen relacionadas con ciertos elementos materiales, a los que nos referiremos en los próximos capítulos, mientras que las citas clásicas que se refieren a ellas han sido prácticamente ignoradas en la interpretación global de estas comunidades. Tan sólo aparecen forma excepcional en algunos estudios generales centrados en otras cuestiones o problemáticas concretas (e.g. Jimeno et al. 2014, 2004; Prados 2011-2012; Bermejo 2014; Ramírez Sánchez 2004), pero no existe un solo estudio en el que se ponga el foco sobre las mujeres y su papel como agente social. Apenas contamos con un único artículo en el que sean las protagonistas desde el título para lo que se ha considerado la cultura celtibérica en la zona de estudio: “Mujer, épica y mito entre los celtíberos” (Salinas 2010), que recopila las referencias sobre las mujeres en las fuentes clásicas. Por ello, es muy necesario hacer una aproximación desde la perspectiva de género a las mujeres y hombres del primer milenio a.n.e. 24 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero 3.2.2. EDAD: ENTRE LO BIOLÓGICO Y LO CULTURAL En torno al concepto de edad giran toda una serie de identidades directamente relacionadas con los periodos vitales por los que pasa el ser humano. Como seres biológicos, a lo largo de nuestras vidas experimentamos un desarrollo físico y metal, lo que ha dado lugar a diversas construcciones sociales para cada una de las fases. P. Bourdieu (1990 [1984]: 120) señalaba que las relaciones entre edad social y edad biológica son complejas, y eso se debe a que los diferentes estados del sujeto han sido modelados por cada cultura según sus características y necesidades. Elementos como la esperanza de vida, la mortalidad infantil, el medio físico habitado, la complejidad social o las principales actividades económicas juegan un papel fundamental en la configuración de estas identidades. Este concepto ha sido ampliamente explorado desde disciplinas como la sociología y la antropología, siendo definido como una construcción social, basada en el crecimiento y deterioro biológico que lleva asociada una apariencia y un modo de actuar (Arber y Attias-Donfut 2000; Shahar 1990, 1997; Pilcher 1995). Los grupos de edad no son, por tanto, innatos. Cada sociedad los configura dependiendo del grado de desarrollo del individuo -su etapa biológica- y los preceptos sociales y culturales, por lo que no existen unos criterios fijos, significados o roles en su modelado (Lucy 2005a: 66). Son interdependientes entre sí y clave fundamental de la organización y ordenación social. Las fronteras entre estos grupos son difusas y pueden ser manipuladas por los individuos dependiendo de sus voluntades, ya que siempre se es joven o viejo para alguien, dependiendo del observador (Bourdieu 1990 [1984]: 119-120). Estudios sobre sociedades preindustriales o la sociedad medieval afirman que la infancia no existe tal y como la conocemos hoy desde el mundo occidental (González Ruibal 2003: 137; Ariès 1987) y sin necesidad de buscar ejemplos lejanos, en la España de la Posguerra, los niños dependiendo de su clase social eran empleados como fuerza de trabajo para garantizar la supervivencia del grupo familiar (Amich 2011) participando de las actividades económicas propias de los adultos a una edad biológica muy temprana. Es una identidad relacional cambiante, ya que con el paso de los años los sujetos se van autoidentificando con un grupo diferente de individuos según su edad biológica. Este sentido de pertenencia viene dado por haber compartido unos desarrollos vitales semejantes, unas experiencias, los mismos hechos sociales, culturales o conflictos, es decir, han sido partícipes de unas biografías históricas compartidas, lo que recuerda al concepto de generación de J. Ortega y Gasset, en la que priman los elementos compartidos y no los relatos cronológicos. El estudio de este sentimiento ha propiciado que desde otras disciplinas se haya puesto el foco sobre el enfrentamiento generacional. En antropología destacan obras tan tempranas como The Golden Bough: A study in magic and religion de J.G. Frazer (1890) que desde la perspectiva de las religiones atisba una oposición y enfrentamiento mítico entre jóvenes y viejos. En sociología, hay numerosos estudios que relacionan la vejez con la pérdida de poder social por la decadencia biológica frente a la juventud (Bourdieu 1990 [1984]: 125- 127; Arber y Attias-Donfut 2000). 25 Persiguiendo la simetría De este modo, cada grupo de edad tiene asociados una serie de privilegios, derechos y deberes, así como una forma de actuar determinada, una apariencia y unas funciones como miembro de la comunidad (Lucy 2005a: 66). Fruto de la participación de esa identidad será su materialidad, dando lugar a una apariencia determinada, una serie de objetos y prácticas que reflejen de que grupo participa cada individuo. De nuevo, esta construcción depende de las otras facetas del individuo como su género, su estatus o su etnicidad, que van a condicionar su construcción. El paso de un grupo de edad a otro viene marcado por los ritos de paso, término acuñado por A. van Gennep en 1909 en su obra Les rites de passage. Estos participan de la idea de que crecer no es sólo algo biológico, sino también algo social y cultural, por ello, cada sujeto ha de superar diversos ritos a lo largo de su vida. Suponen transiciones en el estatus de edad del individuo, marcando el punto de inflexión en el paso de una categoría o agrupación a otra. Son ritos individuales y entrañan algún peligro potencial para el sujeto, sin embargo, toda la comunidad participa del ritual y de la ritualidad con la que se viste, desarrollandolos en tiempos y espacios concretos, sacralizando así lo cotidiano. Parte de la problemática asociada a esta categoría identitaria en el estudio de las sociedades del pasado es que los adultos parece haber sido los principales y casi únicos actores sociales. La mayor parte de las referencias sociales, textuales o materiales se asocian con ellos, obviando así a los más jóvenes y los más mayores que como apuntaba S. Lucy (2005a: 43) debían formar parte necesariamente de la comunidad. Desde mediados de la década de los 90 y especialmente en los últimos años, se ha puesto el foco en la infancia con la publicación de varios estudios monográficos y recopilaciones sobre el tema (e.g. Moore y Scott 1997; Politis 1998; Chapa 2003; Baxter 2005; Crawford y Shepherd 2007; Sánchez Romero 2010; Sánchez Romero et al 2015; Coşkunsu 2015). Los seres humanos cuando nacemos somos seres indefensos que necesitan de los adultos para sobrevivir, ya que carecemos de una serie de habilidades que se irán desarrollando durante el crecimiento, como son el andar, el hablar, la fuerza, la abstracción,… Podríamos decir que la infancia es el periodo en el que se asimila la esencia del “yo” mediante los procesos de enculturación. Por ellos, el individuo aprende como desenvolverse según sus otras identidades, dependiendo de su género, etnicidad, familia, clase, religión… Aprende los mecanismos de su sociedad y a actuar acorde a ellos. Aprende una serie de códigos materiales y de comportamiento, y aprende las habilidades, las labores y los saberes de la comunidad. En otras palabras, se convierte en un ser social, en un miembro más de una comunidad. Esta enculturación se hace de un modo inocente mediante actividades lúdicas y aparentemente ociosas por las que se asimila el conocimiento y las formas de actuar (González Ruibal 2003: 141-142; Prout y James 1990: 8). Sobre la vejez, S. Lucy (2005a: 48) achaca la falta de interés a la creencia generalizada de que en el pasado la gente moría joven. En nuestro estudio veremos cómo esa creencia no es del todo acertada, ya que a partir de los estudios antropológicos de los restos óseos de los cementerios podemos encontrar ocasionalmente individuos de 60 y 70 años de edad. La vejez, como categoría, ha sido estudiada desde el ámbito de la sociología, la antropología o la psicología, donde destaca la temprana 26 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero obra de G. Stanley Hall Senescence publicada en 1922. Varios antropólogos afirmaban tener problemas con la identificación de estos sujetos (Keith 1980; Feixa 1996). Además, este periodo vital es despreciado por la sociedad actual, donde los ideales se hallan situados en la fuerza, el vigor y la juventud. Aunque no siempre ha sido así, ya que los ancianos cuentan con un mayor conocimiento del mundo, de sus mecanismos, causas y consecuencias, saberes adquiridos a través de sus biografías. Se han enfrentado a situaciones diversas, han conocido mundo, experimentado vivencias que les han dado una amplia perspectiva de las cosas. Son los garantes de la memoria, los transmisores de las enseñanzas y los mitos de la comunidad. Poseedores de un prestigio social asociado a su edad, por su conocimiento y sus habilidades, y desde un punto de vista economicista, serían partícipes en la vida de la comunidad mediante el cuidado de los niños, la recolección de ciertos elementos, las tareas domésticas o el procesado de los alimentos. De este modo, observamos como lo biológico y lo cultural se encuentra profundamente interconectado, pero aún nos queda un largo camino por recorrer para visualizar las construcciones sociales referentes a la edad y entender a los individuos que participan de ellas como actores sociales, todos necesarios y todos imprescindibles en la sociedad. 3.2.3. ESTATUS El ser humano es un ser social. Tanto en el pasado como en el presente, ha sido imprescindible para el sujeto participar de una comunidad como mecanismo para enfrentar al mundo. Para ello, necesita establecer una serie de identidades de tipo relacional mediante las que se vincula emocionalmente y sobre las que asienta su sentido de pertenencia (Hernando 2015a). El estatus es la construcción social que refleja el lugar que ocupa un individuo en el conjunto de la comunidad. Esta posición presenta diversos niveles superpuestos e interdependientes que están estrechamente relacionados con elementos como edad, género, familia, posición dentro de la misma o las habilidades y méritos del sujeto (Fernández Götz 2014a: 55). El estatus ha de ser censurado por el colectivo, ya que las aspiraciones del individuo no son suficiente para que se le reconozca la posición deseada. El grupo social acepta, reconoce y actúa según la situación de cada uno de sus miembros mediante una serie de prácticas, gestos y materialidades que condicionan el modo de relación a partir de los comportamientos reglados aprobados por el común. No existen sociedades igualitarias, independientemente de su tamaño o grado de complejidad. Siempre existen diferencias, por sutiles que sean, en el modo en el que se percibe a sus miembros. Estas percepciones se traducen en una valoración más o menos positiva de los mismos, es decir, en una buena estima o reputación social que denominaremos como prestigio. Esta actitud o situación social se acompaña una serie de signos y símbolos que lo censuran, lo exhiben y lo materializan. En este sentido, una cuestión relevante cuando nos enfrentamos al estudio de las sociedades es, si el estatus y el prestigio se traducen en relaciones de poder, ya que los individuos dotados de este capital 27 Persiguiendo la simetría simbólico, según la noción de P. Bourdieu (2007 [1980]: 179 ss.), se hacen cargo de la agenda social y política de sus comunidades. S. Babić (2005: 67) relacionaba el estatus con un reparto desigual de la riqueza y el poder, y se planteaba cómo los individuos accedían a las posiciones socialmente más apreciadas. Así, uno de los debates más recurrentes es, si el estatus es: adscrito/asignado -heredado, ajeno a la persona y derivado del contexto en el que haya nacido-; o adquirido -mediante méritos o acciones, logros o acciones que haya realizado durante su vida- (Eriksen 2001: 160-161), que detallaremos en los próximo apartados. 3.2.3.1. El parentesco y la familia El estatus adscrito o asignado deriva de las relaciones familiares. La posición del sujeto en el sistema de parentesco y las líneas de descendencia son cruciales para construir esta forma de estatus social (Babić 2005: 80). Por medio de las parentelas, se transmiten toda una serie de derechos, privilegios, poderes y riqueza que contribuyen a afianzar sus posiciones de poder y a legitimar los linajes (Hernando 2012: 113). El parentesco es un principio de organización social que alcanza a todos los aspectos de la vida y de la disposición comunal. Es un ámbito de relación íntimo con aquellas personas con las que se establece relación desde el mismo momento del nacimiento y es determinante tanto la familia a la que perteneces como la posición que ocupas dentro de ella. M. Sahlins (1983 [1974]: 215) observaba que “el parentesco es lo más importante en la sociedad primitiva, ya que es el principio organizador o la expresión organizadora de la mayor parte de los grupos y de las relaciones”. Por su parte, M. Godelier (2004: 511 ss.) añade que en el parentesco presenta dos niveles esenciales e íntimamente ligados. El primero, lo define como un medio para ordenar, para la procreación, la integración y la asimilación de la descendencia en la familia, ya que sitúa a cada individuo en relación con los demás, a partir de sus características de sexo y edad. Por otro, como un medio organizador del conjunto de la sociedad. Aunque como se apunta en otros trabajos (e.g. Sastre et al. 2010: 173), tan sólo es uno de los muchos referentes de la organización social con los que un sujeto conoce y actúa su posición dentro de la comunidad. Si el linaje es una identidad relacional de tipo de vertical, donde todos los miembros se encuentran ordenados dentro de la jerarquía, la familia nuclear reflejada en la casa (household) es una identidad relacional de tipo horizontal que puede reunir a varios grupos de parentelas. E. Wolf (2004 [1966]) definía la familia como grupo natural que opera dentro de los círculos de parentesco y otros círculos afines, es decir, es una estructura transversal entre los diferentes linajes que puede reunir en su seno miembros de distintas parentelas, unidos por vínculos matrimoniales, económicos o simbólicos. La diferencia entre estos grupos tiene su reflejo en las relaciones de poder, dependiendo de la capacidad que tengan para combinar y movilizar los recursos necesarios para obedecer a sus propias agendas, pero su situación en el poder no es estable, está en constante negociación y las fluctuaciones tendrán un reflejo en la cultura material. 28 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero En los últimos años y relacionado con el estudio de la familia nuclear, ha sido de especial relevancia el estudio de la materialidad de casa (household archaeology) como medio para entender las relaciones entre la sociedad, sus miembros y su materialización. La vivienda es la unidad material del núcleo familiar, entendida como una entidad social y económica dentro de una comunidad (González Ruibal 2006-2007: 413), en la que conviven diariamente una serie de grupos más o menos amplio que no tienen porqué formar parte de la familia nuclear (Bermejo 2014a: 49). Familia, espacio y objetos están estrechamente relacionados, por lo que este entorno favorece la reproducción de las prácticas y la perpetuación de los ideales que rigen la comunidad. P. Bourdieu (1977 [1972]: 96 ss., 1990 [1980]: 271- 283) caracterizaba la casa como conformadora de habitus a través de la práctica, donde tienen lugar una serie de costumbres, formas y prácticas actuadas por los mayores y aprendidas por los más pequeños (e.g. Politis 1998; González Ruibal 2003: 141 ss.; Alarcón 2015; Padilla y Chapon 2015; Calvo Trías et al. 2015). La casa puede ser entendida como punto de unión, lugar donde se materializan las alianzas y la unión de linajes, pero también como un lugar de división de los grupos, sociales o parentales (González Ruibal 2006-2007: 413). Las familias con mayor poder buscarían diferenciarse del común, tanto en la vida como el muerte, utilizando una serie de prácticas y gestos que permitan al resto de la sociedad identificarlos como tales. Niños, mujeres y hombres actúan según el estatus social al que han sido asociados por nacimiento. Las familias no son estáticas, están sometidas a fusiones y fisiones, se dividen y alían por medio de matrimonios, enfrentamientos, intercambios o deudas, en las que destacan especialmente las relaciones matrimoniales, cuya finalidad era la de incrementar el tamaño, la riqueza y el poder del grupo familiar (Ruiz Gálvez Priego 1992: 219, 1994: 50, 2007). La muerte fue un espacio de negociación social con un gran significado simbólico, en lo que a exhibir riqueza y posición social se refiere. En este sentido, la evidencia material más clara de la existencia de un prestigio asociado al estatus familiar han sido los ajuares infantiles, ya que al haber fallecido al inicio de su vida no habrían podido adquirir riquezas por sí mismos, ni adueñarse de los significados que representan algunos de los materiales que les acompañan, pero contribuyen a la consolidación y exhibición del poder de la casa y favorecen a la consolidación de las narrativas de sus linajes. En el caso de las mujeres, A. Hernando (2012: 125-126) apunta que aquellas que han nacido en el seno de familias con poder serían socializadas de un modo diferente ante el resto de la comunidad. Estas mujeres, quienes se hallan insertas en un sistema patriarcal, gozan de cierto grado de individualidad debido al estatus elevado de sus familias, y de modo que el conjunto social las percibe como partícipes de esta posición elevada, marcando una distancia con el resto de mujeres e incluso con los hombres de niveles sociales inferiores. Ellas muestran una serie de rasgos de individualización, que en muchos casos, pasan por la atribución de características o materiales propios de los hombres. Observamos, por lo tanto, cómo la posición de un sujeto dentro de su unidad familiar y grupo de parentesco van a condicionar su situación dentro de la sociedad, pero también las acciones, méritos y logros que consiga durante su vida van a contribuir a las narrativas familiares, aumentando o disminuyendo su estatus dentro de la comunidad. 29 Persiguiendo la simetría 3.2.3.2. La clase El concepto “clase” quizá parezca propio del materialismo histórico, pero no es mi intención entenderlo en términos de control de los medios de producción y relaciones antagónicas entre clases, sino como un tipo de identidad relacional que agrupa a varios individuos a partir de un determinado estatus. La clase reúne diversas construcciones sociales, como “los poderosos”, “los guerreros”, “los campesinos”, “los artesanos”, “los esclavos”,… cada uno con sus propias motivaciones y su autoidentificación pertinente, diferenciada de los demás tanto por sus funciones o actividades como por su relación con el poder. La pertenencia a estos grupos viene dada por la familia a la que se pertenece, los méritos propios o los devenires de la vida del sujeto y su reflejo material más evidente es la apariencia mediante la que se construyen. El cuerpo juega un papel fundamental en la construcción de la persona, ya que a través de nuestra vestimenta, complementos, corte de pelo, maquillaje, tatuajes o lenguaje corporal transmitimos una imagen cuidadosamente construida que proyectamos al mundo, manipulando el modo en el que somos percibidos por los demás. Ser conscientes de este hecho, ha dado lugar a que entre los investigadores de las ciencias humanas y sociales, el cuerpo sea considerado como un elemento más de la negociación social, donde nombres tan relevantes como E. Durkheim, M. Mauss, M. Merleau-Ponty, E. Husserl, P. Bourdieu, M. Foucault o Ph. Descola son fundamentales para entender los diferentes puntos de vista desde los que se ha sido abordado (cf. Moragón 2013, 2012). De nuevo, nos enfrentamos a una materialidad en la que las diferentes identidades se encuentran interconectadas y en interacción, interdependientes unas de otras. Mediante la denominada como “tecnología del cuerpo” se manifiestan sentimientos de pertenencia a un grupo, se transmiten las construcciones de género o edad y se exhibe posición social (González Ruibal 2006-2007: 419). Si este concepto lo enmarcamos dentro de una perspectiva histórica, A. Hernando (2015a, 2015b, 2012: 133, 139) señalaba como a lo largo de la Prehistoria tuvo lugar un progresivo proceso de individualización por parte de una serie de individuos, fundamentalmente hombres, que se encontraban en posiciones de poder dentro de sus comunidades. Esta paulatina y relativa individualización se realizó mediante la adscripción de éstos a un grupo de pares, de iguales, con los que forjaron una serie de lazos emocionales que diesen consistencia y solidez al nuevo grupo alejándolo de la colectividad, pero con los mecanismos afectivos necesarios que les proporcionasen una sensación de seguridad para enfrentarse a un mundo alejado del común. Hasta la aparición de la escritura, las diferencias entre los miembros de una comunidad no estaban marcadas por la mente, sino por el cuerpo. Así, estos grupos desarrollan una identidad de tipo relacional, en la que pusieron en marcha la estrategia de uniformar su aspecto, eliminando las diferencias entre sus miembros como mecanismo para enfatizar la pertenencia a determinado colectivo, descartando la posibilidad de existir al margen del grupo como individuos. 30 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero 3.2.4. ETNICIDAD “No existe lo único sino lo múltiple” Alfredo González Ruibal (2003: 115) El estudio de las etnias no es fruto de la Modernidad, ya autores griegos y romanos, como Tucídides o Tácito, identifican grupos étnicos a partir de sus elementos materiales (Fernández Götz 2014a: 36, 2013-2014: 20). “… cuando durante la guerra del Peloponeso. Delos fue purificada por los atenienses y fueron abiertas las tumbas de los muertos que había enterrados en la isla, más de la mitad resultaron ser Carios, reconocidos por el tipo de armas enterradas con ellos y por la manera que aún tienen de enterrar” (Tucídides I, 8). Los planteamientos de G. Kossina (1911), el concepto de “cultura arqueológica” de G. Childe (1929) y los trabajos de P. Bosh Gimpera (1932) han influenciado nuestro modo de entender las identidades étnicas (Fernández Götz y Ruiz Zapatero 2011: 221; Fernández Götz 2013a: 116, 2013-2014: 116). Tradicionalmente, se han asociado a la distribución de ciertos elementos materiales por unos espacios geográficos concretos, siendo así un grupo étnico, un grupo humano que compartía unos vínculos raciales, una lengua determinada, un conjunto material (Lucy 2005b: 86) y un territorio. La manipulación del pasado desde el presente ha ocasionado que los estudios de etnicidad esten rodeados de cierta carga negativa por la instrumentalización de la que fueron objeto especialmente por parte de los totalitarismos europeos del siglo XX, como la Alemania nazi (Arnold 1990, 2006; Fernández Götz 2008: 41-45; Fernández Götz y Ruiz Zapatero 2011) o los fascismos italiano y español. En el marco del estado español, han sido frecuentes este tipo de estudios desde muy variadas perspectivas desde que P. Bosch Gimpera publicase su “Etnología de la Península Ibérica” en 1932. Algunos ejemplos recientes o que afectan directamente al discurso de esta tesis, son los trabajos de M. Almagro Gorbea y A. Dávila (1995) que relacionaban el tamaño de los oppida con construcciones etnoculturales, los de F. Burillo (2008) y A. Lorrio (2005) sobre los celtíberos, G. Ruiz Zapatero y J. Álvarez Sanchís (2002, 2008) sobre los vettones, A. González Ruibal (2006-2007) sobre los galaicos, I. Grau (2005) en el área ibérica, M. Fernández Götz (2014a, 2014b) sobre lo tréveros de centroeuropa, y M.C. Cardete (2004, 2009) sobre la zona griega. La identidad étnica es una identidad relacional vinculada al sentido de pertenencia de un sujeto a un determinado grupo, a un pueblo. Es una construcción social y cultural (Fernández Götz 2014a: 42), que ha de ser entendida como un fenómeno multiforme y voluble en continua reelaboración, interacción e intersección con las otras facetas de la identidad y características de la sociedad, como pueden ser el género, la edad, el estatus, la economía, las jerarquías o el poder, más que como una simple relación entre una adscripción territorial y cultural (Jones 1997: 85-86; González Ruibal 2003: 115, 2012: 247). S. Lucy (2005b: 86, 97) señalaba que en los últimos años los sociólogos y antropólogos entendían la etnicidad como una idea más que con una cosa, ya que ésta no es inherente al nacimiento de la 31 Persiguiendo la simetría persona, sino un modo de comportamiento con el que se establece una constante reiteración mediante la práctica diaria. Fue definida por S. Jones (1997: xiii) como “all those social and psychological phenomena associated with a culturally constructed group identity as defined above. The concept of ethnicity focuses on the ways in which social and cultural processes intersect with one another in the identification of, and interaction between, ethnic groups”. Al mismo tiempo, N. Roymans (2004: 2) enfatizaba que esta identidad es fruto del proceso colectivo donde las imágenes de uno mismo, sus actitudes y conductas tienen lugar en un contexto de interacción entre los que son integrantes del grupo y los “otros”. Se conforma a partir de múltiples niveles (Eriksen 2001: 268-269; Fernández Götz 2013a: 119; Díaz Andreu 2015) que interactúan e intersectan para vincular al sujeto con un determinado grupo. Son utilizados y manifestados por los individuos a placer, dependiendo de las circunstancias y según el contexto en el que se encuentren. El sociólogo A. D. Smith (2008: 30-31) dividió la etnicidad en tres categorías, que fueron traducidas arqueológicamente por M. Fernández Götz (2014a, 2014b). La primera de ellas son las categorías étnicas (ethnic categories), agrupaciones construidas principalmente desde el exterior, que reúnen a una serie de comunidades con elementos comunes, ya sean culturales o de localización. Pueden no compartir un nombre común, ni un mito de descendencia, ni un sentido de la solidaridad. En segundo lugar, las redes étnicas (ethnic networks) quienes presentan ciento grado de actividades en común y de relación, aunque no es común la unidad política, generalmente se identifican con un nombre común, un mito de origen y cierto grado de solidaridad, al menos entre sus dirigentes. Por último, las comunidades étnicas (ethnic communities), son poblaciones con un nombre propio y autodefinidas con mitos de origen y memorias compartidas, elementos de cultura comunes y cierta solidaridad étnica. Posiblemente identidades étnicas de menor entidad fueron más influyentes en la vida diaria de las personas, en lo que al sentido de pertenencia se refiere, entidades como los territorios, el grupo familiar al que perteneciesen, la ciudad, la aldea, la granja o el valle (González Ruibal 2012: 254; Ruiz Zapatero y Álvarez Sanchís 2013: 346; Fernández Götz 2014a: 41). Algunas referencias antropológicas pueden ayudarnos a entender mejor estas formas de filiación, como es el caso de los kalinga de Filipinas (Stark 1998) o los anga de Papua Nueva-Guinea (Lemmonier 1986, 2012), quienes se asentaban en zonas de montaña y prestaban un mayor reconocimiento a la aldea o al valle que al grupo étnico que se extendía por unidad de montaña, para la organización social y las relaciones entre los grupos. Estas formas de identidad tienen su reflejo tan sólo en algunos aspectos de la vida de las personas y se enfatizan en momentos cruciales (Ramírez Goicoechea 2007: 173). Esto se debe a que no todos los miembros de un grupo viven la identidad del mismo modo, para algunos puede ser más importante o más necesaria que para otros (Jones 1997: 76-77). Por ello, deducimos que manifestar una identidad en lugar de otra, depende del momento y las circunstancias en las que se encuentre la persona o el grupo. Numerosos autores, independientemente de sus posiciones etic o emic, están de acuerdo en que el conflicto las resalta y enfatiza, ya sea porque emergen frente a una amenaza (Moore 2011; 32 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Bradley 1997) o porque aunque durmientes o aletargadas se perfilan y se manifiestan de un modo más patente (Fernández Götz 2013a; Ruiz Zapatero 2009). Un buen ejemplo sobre cómo funcionan los diferentes niveles, la activación de nuevas escalas y la construcción a partir de la confrontación con el otro, lo ofrecía G. Bradley (1997: 63) en su estudio de la identidad étnica en Umbría antes de la llegada de Roma, donde las identidades étnicas se aglutinaban entorno a pequeñas comunidades hasta la llegada de una amenaza externa, que provocó la eclosión de una identidad a una escala mayor. Esto nos permite observar cómo el flujo es constante y bidireccional entre las formas de autoidentificación del grupo y las estructuras políticas y sociales, y cómo los hechos históricos afectan la configuración y ordenación de ambos, siendo modificados y actuados dependiendo de las necesidades. 3.2.4.1. La materialización de la identidad étnica: los marcadores Hasta la década de 1960, las variaciones en el estilo de la cultura material habían sido estudiadas desde la perspectiva de la étnica (González Ruibal 2012: 245), los procesos de migración, colonización, conquista y asimilación eran los principales causantes de las variaciones materiales (Olsen y Kobylínsky 1991: 9) y se manifestaban en una serie de elementos estables como son la lengua, los artefactos o formas arquitectónicas (Lucy 2005b: 91). En los últimos años, ha tenido lugar la ruptura del binomio de cultura material - grupo étnico de la mano de numerosos autores que rechazan la idea de la existencia de unos “marcadores étnicos”, cuyo testimonio material evidencie el sentido de pertenencia a una entidad étnica particular (e.g. Fernández Götz 2014a: 42; Jones 1997), como apunta M. Fernández Götz (2013: 120) sólo existen una serie de indicios o pistas que nos permiten hablar de estas identidades. Fig. 8: Consideraciones básicas a la hora de enfrentarnos a los marcadores étnicos (Reher y Fernández Götz 2015: Fig. 2). 33 Persiguiendo la simetría Estos indicios dependen del contexto histórico y social, lo que en un momento es considerado un elemento étnico, en otro momento puede no serlo. La necesidad de vinculación de un sujeto con un grupo y su reacción frente a una amenaza directa o sutil del otro es fundamental para la materialización de dicho sentimiento. Del mismo modo, es importante la forma en la que se materializa para nuestro estudio sobre el pasado, ya que hay ciertas formas difíciles o imposibles de registrar arqueológicamente. Marcadores de identidad étnica pudieron ser la lengua, las leyes, las costumbres, danzas, música, vestimenta, los colores o los adornos, incluyendo los peinados, las pinturas corporales, las escarificaciones o los tatuajes (Fernández Götz 2014a: 42; Renfrew 1990; Eriksen 2001). Elementos o simbologías como las que recogen los huipiles de las mujeres guatemaltecas (Martin 2003) o los trajes regionales de los yugoslavos (Wobst 1977) que permiten reconocer la filiación de sujeto en una sociedad multiétnica. Esta amplia diversidad de posibles marcadores nos lleva a afirmar que no hay ningún aspecto que a priori pueda ser considerado objetivamente como tal, ya que cada grupo humano materializa este fenómeno de formas muy diversas. S. Jones (1997: 120) afirmaba que la identidad étnica expresada a través de la cultura material estaba ligada al habitus. En el libro de A. González Ruibal (2003: 116-123) sobre los principios de la Etnoarqueología, apuntaba que los marcadores étnicos podrían estar relacionados con modos de hacer los objetos de una determinada forma, más que el resultado final que era como tradicionalmente habían sido considerados. Su argumentación se basa en tres estudios de diferentes formas cerámicas de grupos humanos actuales: los kalinga (Filipinas), los luo (Kenya) y los berta (Etiopía). En el caso de los kalinga (Graves 1994), los motivos de las decoraciones sobre las cerámicas eran un indicador de la región de origen de la alfarera, aunque posteriormente ésta residiese en una zona diferente seguía realizando los mismos motivos. El caso de los luo es el contrario (Dietler y Herbich 1989), la cerámica no parece presentar ningún significado étnico y las alfareras las venden en los mercados regionales, donde las compran miembros de diferentes etnias. Mientras que en los mercados de la ciudad multiétnica de Asosa (Etiopia) (González Ruibal 2003), en la que residen principalmente gentes amhara, oromo y berta, se venden dos tipos de cerámicas la amhara/oromo y la berta. Los amhara y los oromo no consumen ningún tipo de la vajilla berta, mientras que los berta utilizan algunos tipos de la cerámica amhara/oromo cuando no existe un equivalente entre sus formas propias y nunca las utilizan en contextos de relevancia social. El caso de Asosa no es único. Existen numerosos ejemplos de convivencia de varios grupos étnicos en un mismo enclave, como los grupos como los del delta del Níger (Gallay et al. 1996) o los del NE de Sierra Leona (DeCorse 1989) quienes no parecen tener unas preferencias materiales, particularmente cerámicas, por una tradición determinada. De este modo, observamos como los marcadores no sólo tienen lugar en contraposición con el otro, sino también como modo de autoidentificación del sujeto (Wiessner 1983; Lemmonier 1986; González Ruibal 2003: 116). Wiessner apuntaba que las soluciones técnicas de las flechas de los san no estaba pensada como la codificación de un determinado mensaje. Sterner (1989) sobre los montañeses de las Tierras Altas Mandara de Camerún, la cerámica decorada y, por lo tanto, la que transmitiría un mensaje 34 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero más complejo, era utilizada en el ámbito privado y consecuentemente, la menos influyente en la vida pública. Desde la arqueología, M. Fernández Götz (2013: 120; 2014a: 30, 42) sugería la posibilidad de aproximarnos a este tipo de identidades desde el estudio diacrónico de los contextos culturales comparando diversas fuentes de información y tipos de datos que nos permitan conocer qué tipo de identidad está expresando la cultura material en cada momento. Marcaba como uno de los principales retos al enfrentamos a los materiales, el saber qué tipo de identidad o identidades nos estamos aproximando. Un buen ejemplo para ilustrar esta reflexión son los brazaletes de vidrio que aparecieron en enterramientos del delta del Rhin a finales de la Edad del Hierro (Roymans y Verniers 2010). Objetos mediante los que se materializan diversas identidades personales y colectivas, ya que acompañaban a mujeres adultas, hecho que se relacionó con haber superado algún rito de paso y exclusivas del grupo étnico de los eburones. Estos objetos han sido interpretados como indicativos de sexo y expresan, además, identidades de género, edad y etnicidad. 3.2.4.2. Los textos clásicos: los false friends de la interpretación arqueológica e histórica Manuel Fernández Götz en uno de sus trabajos (2014a: 18) denominaba a las fuentes clásicas como false friends, por los peligros que supone realizar una lectura demasiado literal de los textos. Al inicio de este apartado, apuntábamos que las identidades étnicas se crean como fruto de un proceso histórico y en oposición al otro, donde el uso de estereotipos juega un papel fundamental. Estos estereotipos están bien recogidos en los textos por los autores grecorromanos, quienes nos aportan su visión del otro, en este caso los pueblos protohistóricos de la Meseta. El uso de las fuentes es necesario para aproximarnos a algunos de los aspectos de las sociedades prerromanas que de otro modo seríamos incapaces de percibir por el registro material, como algunas descripciones de los paisajes, costumbres o prácticas sociales. Pero debemos tener muy presente que están cubiertas por un velo de otredad y alteridad, que obedece a una intencionalidad social y política, ya que como señalaba Clarke (2001: 102), los autores clásicos trataban de reflejar unas aspiraciones políticas y unos logros en sus relatos. Según palabras de M.H. Fried (1975: 114), el poder de las palabras es crucial en el discurso colonial. Una de las finalidades más claras es la justificación de la guerra. Por ello, enfatizan la ferocidad y el barbarismo de los oponentes y denigran la cultura indígena a favor de la extensión de una cultura superior, más civilizada (Webster 1995: 4). En realidad, la guerra de Roma no fue una guerra de conquista, sino un conjunto de guerras más o menos dependientes, que se denominaron como una sola por un criterio práctico locacional (Laurence 2001: 68). De modo que más que una guerra entre Roma y los celtíberos, galos o britanos, fue una guerra entre Roma y varias comunidades locales, de la que los autores, mediante sus narrativas, trataban de comunicar una impresión de control tanto a los 35 Persiguiendo la simetría conquistadores como a los conquistados, enfatizando sus éxitos y elevando el rango del enemigo, como recoge el propio Estrabón (III, 4,13) sobre la campaña de Tiberio Graco en la Celtiberia: “Pero cuando Polibio dice que Tiberio Graco destruyo trescientas de sus ciudades, Posidonio, burlándose, responde que con esto el hombre trata de halagar a Graco, denominando ciudades a los baluartes, como se hace en los desfiles triunfales. Y no deja quizá de ser cierto lo que dice, pues tanto los generales como los historiadores se dejan arrastrar fácilmente a este tipo de embuste por embellecer los hechos”. Debemos añadir que la información que transmiten los autores es incompleta y fragmentaria y puede estar distorsionada por el desconocimiento de los mismos (Wells 2001: 74-83, 103-118). Especialmente, si tenemos en cuenta que un gran número de autores beben de otras fuentes en sus relatos, y lo hacen desde la distancia y el tiempo. Los nombres indígenas que han sobrevivido suponen un conjunto sesgado y manipulado que representa una realidad parcial de los grupos de la Edad del Hierro (Moore 2011: 352), por lo que una de las cuestiones claves se torna en, si las denominaciones que recogen las fuentes responden de alguna manera a las realidades étnicas de las gentes prerromanas, es decir, si esos nombres recogen identidades sentidas y expresadas, o si se tratan tan sólo de referencias creadas desde la perspectiva exoétnica de los conquistadores (Ruiz Zapatero y Álvarez Sanchís 2013: 346). Los relatos no presentan una visión completa de los territorios conquistados, sino fragmentaria en la que destacan ciertas localizaciones (Laurence 2001: 68). Para el caso de la Guerra de las Galias, M. Fernández Götz (2013: 125) apuntaba la posibilidad de que sólo hacen referencia al nombre de algunos grupos por su importancia política o porque se encontraron en el sitio adecuado en el momento oportuno, por lo que no sabemos si existían otros grupos paralelamente y, por circunstancias, nunca fueron mencionados. En realidad, nunca sabremos si no los conocieron o si los conocieron y no les prestaron atención en las narrativas, como muestra Estrabón en la siguiente cita; o sencillamente, fue una mezcla de ambas. “Así viven estos montañeses, que, como dije, son los que habitan en el lado septentrional de Iberia; es decir, los kallaikoí, ástoures y kántabroi, hasta los ouáskones y el Pyréne, todos los cuales tienen el mismo modo de vivir. Podría hacer la lista de estos pueblos más larga; pero renuncio a una descripción aburrida, pues a nadie le agradaría oír hablar de los pleútauroi, bardyétai, allótriges, y otros nombres menos bellos y más ignorados” (Estrabón III, 3, 7). Por ello, hemos de tener en cuenta que quizá no todos los términos étnicos tengan su correlación social, o al menos, desde el presente seamos incapaces de relacionarla. Principalmente, si entendemos los marcadores étnicos, no sólo como los objetos, sino también como la forma de construir la cultura material. Así en algunos casos, parece que los autores percibieron un marco común, como observa A. González Ruibal (2012: 254, 264) en su estudio sobre los galaicos y que éste propició la identificación del grupo con un nombre determinado. En otras ocasiones, parece que detrás de las denominaciones romanas se esconde algún tipo de identidad étnica con un reflejo material más evidente, como son los casos de los eburones (Roymans y Verniers 2010), los tréveros (Fernández Götz 2014a, 2014c; Reher y Fernández Götz 2015), o los vettones (Ruiz Zapatero y Álvarez Sanchís 2002, 2008). 36 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Las diferentes respuestas que se han dado y se dan al problema de conceptualizar la etnicidad y observar su reflejo material, son todo piezas de un mismo puzle perdido. Con el largo camino que ha recorrido, el estudio de esta identidad nos enseña que es algo sutil, tenue y difuso, no se encuentra sólo en el qué sino en el cómo, no es sólo el resultado sino el camino. Por ello, las huellas de la etnicidad pueden atisbarse tanto en un artefacto como en una casa, en el método para fabricarlos, el modo de decorarlo o de lucirlo. Aún son necesarios un mayor número de estudios pormenorizados que pongan el foco en estas identidades, tal y cómo las concebimos actualmente, que nos ayuden a ver la diversidad dentro de lo homogéneo, y la homogeneidad en lo diverso. En nuestra búsqueda de las relaciones entre las cosas y las personas, en algunos casos podremos percibir la correlación entre materiales y realidades sociales, en otros, tan sólo atisbaremos leves coincidencias o, simplemente, no seamos capaces de concluir nada desde nuestro marco cultural y teórico o la evidencia material con la que contamos desde el presente. A lo largo de este apartado, hemos perfilado algunas identidades: el género, la edad, el estatus y la etnicidad, entendiéndolas como las diferentes construcciones sociales del “yo”, que hacen los individuos respecto a un colectivo para enfrentarse al mundo. En el próximo apartado vamos a profundizar en la relación entre estas construcciones sociales y su relación con el poder. 3.3. EL PODER Y SUS RELACIONES Las identidades y el poder se encuentran íntimamente entrelazadas y en constante negociación, por lo que han de ser abordadas desde una perspectiva holística. Las construcciones de una, condicionan el modo en el que se fundamenta el otro, y viceversa, dando lugar a un diálogo y una fluida relación entre ambas. Dicha relación es dinámica, flexible, dependiente, en permanente interacción, modificable con el paso del tiempo. Para profundizar en ella, hemos de alejarnos de la simpleza y los apriorismos, ya que los mecanismos de exhibición y de ocultación están presentes en todos los ámbitos sociales. En todas las sociedades se pueden distinguir diferencias de poder entre sus miembros, incluso entre aquellas más igualitarias se han detectado asimetrías en lo referente al poder social o la consideración de la que gozan sus miembros (Hayden 1995: 20; Feinman 1995: 261; Barker 2008: 515) y de género. Así, no todos poseen la misma capacidad influencia, disfrutan de las mismas competencias en las decisiones o tienen las mismas obligaciones (Fernández Götz 2014a: 33). Sin embargo, esta diferenciación no tiene por qué conllevar una estratificación social, una coerción sobre los individuos o una explotación, ya que no todos los tipos de desigualdad implican un acceso desigual al rango o los recursos (González Ruibal 2003: 90-97; Díaz Andreu 2005: 36). M. Foucault (1998 [1976]: 113-115, 2002 [1975]: 33) propuso entender el poder como algo omnipresente que se encuentra en todos los ámbitos de la sociedad, formado y ejercido desde 37 Persiguiendo la simetría numerosos puntos y perspectivas. No es una institución o estructura monolítica y no se adquiere, conserva o pierde, sino se modela a través de una compleja red de relaciones dinámicas, fundamentales para profundizar en el entendimiento de cómo funciona el poder en la sociedad. El poder es polifacético, aunque en la mayor parte de los estudios se enfatizan sus vertientes públicas y políticas, no debemos olvidar que presenta numerosas fisonomías y naturalezas, susceptibles de ser dominadas y manipuladas para lograr el control de determinadas parcelas sociales. Por ello, M. Foucault (1980: 89, 142) concebía su funcionamiento en su forma “capilar”, es decir, desde innumerables puntos, ligado a lo profundo del ser y abarcando todos los aspectos y opciones de los individuos y las sociedades. M. Fernández Götz (2014a: 33) entendía las relaciones de poder como mecanismos operativos que regulan el funcionamiento y supervivencia de las sociedades. Se encuentran profundamente interconectadas e interrelacionadas con las económicas, las intrafamiliares, las sexuales, de género, de edad o con el conocimiento (Foucault 1998 [1976]: 115). El poder participa, por lo tanto, de la interseccionalidad de las identidades como resultado de las interacciones y negociaciones entre las diferentes categorías, sobre lo que C. Crumley (1995: 4) consideraba como el aspecto más complicado e importante del gobierno de las sociedades humanas. Además de la intersección de las diversas facetas sociales, el poder presenta diversas escalas. E. R. Wolf (1990: 586-587, 1999: 5) clasificó el poder en cuatro niveles: 1. como una atributo o capacidad que caracteriza al individuo; 2. como la habilidad de un individuo para imponer su voluntad sobre los demás; 3. el poder organizativo o táctico, medio por el que regir el escenario en el que tienen lugar las interacciones entre individuos; y 4. el poder estructural que controla tanto el modo como la dirección en la que fluyen las relaciones y los contextos en los que se producen las interacciones. De este modo, los sujetos pueden ostentar cierto grado de poder en una escala social determinada, pero no tienen por qué tenerlo en otras. Un buen ejemplo son los trabajos de A. Hernando (2007a: 170-171) en los que se adentra en el poder sobre las relaciones y los vínculos emocionales manipulados por las mujeres como mecanismos para influenciar a otros miembros de la sociedad; o H. Arendt (1970: 44) que nos recordaba que el poder no es propiedad de un individuo, sino pertenece a un grupo y en él permanecerá a lo largo de su existencia. El grupo puede ceder el poder a un individuo, pero en el momento en el que el grupo desaparece o las condiciones cambian, la autoridad y su poder se desvanecen. M. Foucault (1998 [1976]: 117) afirmaba que “donde hay poder hay resistencia”. Poco después e influido por este autor, M. De Certeau (2000 [1979]) explora los conceptos de estrategia y táctica desde la relación dialéctica que se establece entre el poder y la resistencia al mismo, donde se produce una constante oposición de fuerzas entre los elementos reglados y hegemónicos y su oposición. Pone el foco en la práctica social como fruto de pequeños actos cotidianos producidos a un nivel inconsciente. De este modo, la estrategia es el conjunto de relaciones a través de las cuales se intenta obtener poder frente al otro e institucionalizarlo (De Certeau 2000 [1979]: XLIX), mientras que la táctica es resistencia a la norma oficial, medio para cuestionarla y reformularla (De Certeau 2000 [1979]: L). Esta negociación se encuentra protagonizada por dos tipos de agentes, los productores situados en una posición de 38 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero poder, frente a los consumidores que son mucho más que simples sujetos pasivos, son los verdaderos protagonistas a la hora de construir las realidades sociales. 3.3.1. LA MATERIALIDAD DE LAS RELACIONES DE PODER La capacidad del poder de infiltrarse en los todos los ámbitos de la práctica social tiene su reflejo e influencia en la cultura material, y por lo tanto, en las personas como “productoras de” y “producidas por” esos materiales. P. Bourdieu (2007 [1980]) hacía hincapié en lo cotidiano para desentrañar a las sociedades a partir de la práctica y lo material. El mundo práctico construido en relación con el habitus, entendido como “estructuras estructuradas que funcionan como estructuras estructurantes”, esquemas de percepción y apreciación que guían los procedimientos y pautas a seguir por los sujetos, son percibidas como necesarias y naturales en la vida cotidiana. Es en la construcción del habitus donde la cultura material desempeña un papel fundamental, mediante la materialización de las prácticas en el mundo de los objetos. La cultura material es, por lo tanto, generadora y perpetuadora del habitus, donde elementos cotidianos como la vajilla, la vestimenta, el peinado, la casa donde vives o el barrio, pueblo o ciudad al que perteneces son reflejos de la práctica social, construidas por las personas según los esquemas culturales y conformadoras de la identidad de los sujetos. Fig. 9: Relación entre los diversos ejes de la identidad en la materialidad y en las relaciones de poder. Especialmente significativo es el concepto doxa cuando estudiamos procesos de larga duración, ya que las sociedades no son inmutables, los cambios en el discurso y prácticas sociales son constantes. P. 39 Persiguiendo la simetría Bourdieu definió la doxa como las formas de proceder socialmente válidas. Son un conjunto de normas, creencias y prácticas sociales que se consideran normales en un determinado contexto, se aceptan sin ser cuestionadas y cuyos orígenes se desconocen. Cuando se producen cambios en el modelo social, como ocurrirá con la llegada de Roma a la Península Ibérica, la doxa se altera y crea nuevas formas de actuación y práctica. La retórica del poder se encuentra inmersa en la práctica social cotidiana y tiene por consecuencia, una relación dialéctica entre personas y cultura material. La materialización de esta relación nos abre a los arqueólogos un marco de posibilidades para aproximarnos a las sociedades pasadas, entendiendo que las identidades se construyen en relación con el poder, y paralelamente, las relaciones de poder intersectan con los diferentes niveles de la identidad, que permiten el control a diferentes escalas dependiendo de las diferentes categorías del sujeto. Bien es cierto que las identidades tienen la potencialidad de traducirse en relaciones de poder, aunque no siempre lo hagan, por la interdependencia entre niveles, categorías, características sociales y las agendas de los individuos. Como muestra, un individuo de género masculino tiene la potencialidad de acumular cierto grado de poder social en sus manos, pero éste no depende sólo de esta faceta sino también de su edad, el estatus de su familia, la clase a la que pertenezca, los vínculos que establezca con otros miembros, su etnicidad o el sistema social en el que se encuentre inmerso (e.g. patriarcado). 3.3.2. EL PODER Y LOS PODEROSOS Los individuos mediante acciones o relaciones buscan influenciar a la sociedad con un fin concreto. N. Elias (1990: 72) definió el poder como “la expresión de una posibilidad particularmente grande de influir sobre la autodirección de otras personas y de participar en la determinación de su destino”. Así, las relaciones de poder siempre tienen una intencionalidad y no se ejercen sin una serie de miras y objetivos (Foucault 1998 [1976]: 116), y ejercitar ese poder significa tener una agenda clara sobre lo que se quiere conseguir y dar una mayor importancia a los deseos propios sobre los colectivos (Hernando 2012: 85). T. Thurston (2010: 193) señalaba que cuando los arqueólogos reflexionábamos sobre el poder, nos centramos en los líderes o gobernantes, aunque no existe ninguna sociedad donde el poder resida exclusivamente en manos de las élites. Esto es consecuencia del interés que desde la Modernidad han suscitado los líderes frente al conjunto de la comunidad (cf. Hernando 2015a). Según P. Bourdieu (1977 [1972]), un líder debía poseer cierto capital simbólico reconocido por el conjunto social, entendiendo ciertas actitudes como el carisma, la inteligencia, destreza, fuerza, capacidad de persuasión y liderazgo o autoridad como elementos deseables. Todos ellos eran atributos personales que enfatizan la aptitud o capacidad de dotarse de una autoridad, derivada de las habilidades y sabiduría adquirida por la edad y las vivencias. 40 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero M. Ramírez Sánchez (2005: 284) apuntaba que los líderes guerreros además de conducir a sus guerreros en el campo de batalla, debían ser justos y redistribuir de modo razonable las ganancias a partir de los vínculos y relaciones que tuviese establecidas con ellos; teniendo en cuenta los méritos y habilidades personales de cada individuo que habrían permitido la obtención de ese botín. Los conocimientos adquiridos durante los viajes y sus correrías proporcionarían un mérito añadido, especialmente los viajes iniciáticos (c.f. Helms 1988). Hemos de tener presente que el conocimiento siempre ha sido sinónimo de poder, principalmente los conocimientos esotéricos que abarcarían desde los mitos de la comunidad o los rituales, a conocimientos astronómicos y medicinales que permitirían a ciertos sujetos tener un mayor control sobre el mundo y por lo tanto, sobre sus comunidades. M. Fernández Götz (2014a: 36) aportaba un interesante ejemplo sobre la formación de los druidas de la Galia a partir de los escritos de Julio César: “Se piensa que sus enseñanzas fueron adquiridas en Britania y desde aquí llevadas a la Galia. En la actualidad, quienes desean conocerlas más a fondo por lo general marchan allá para instruirse” (BG VI, 13, 11-12). […] “más de uno pasa veinte años instruyéndose […] disertan y enseñan a sus jóvenes sobre numerosas cuestiones, referidas a los astros y a sus movimientos, el tamaño del orbe y de las tierras, la naturaleza, la esencia y el poder de los dioses inmortales” (BG VI, 14). J. Collis (1994: 33-34) señalaba que cuando nos aproximamos al poder debemos tener en cuenta dos cosas, para qué quieren los individuos el poder y cómo lo consiguen. Mucho se ha escrito sobre el poder y sus estrategias, tanto para la obtención como para la consolidación una vez se ha conseguido. Especialmente relevantes me parecen las clasificaciones de las formas de poder que han evolucionado junto con la sociedad actual desde la que se estudian las sociedades pasadas. Los tipos de poder más relevantes en la bibliografía son: power over (Lukes 1974: 23; Cobb 1993: 50) que hace referencia a un individuo o grupo social con capacidad de coerción, cuyos deseos son aceptados por el común de la sociedad, cuyos valores y modo de ver el mundo son censurados por la comunidad. En segundo lugar, power to (Benton 1981; Miller y Tilley 1984; Bender 1990; Cobb 1993: 51; Saitta 1994; Giddens 1995) relacionado con la práctica, la estructura o a capacidad de acción de los individuos (agency). Es la aptitud para alcanzar determinados objetivos, basándose en el apoyo voluntario de otros miembros, pero que puede convertirse en una obligación en un tiempo corto. Frecuentemente, se ha resaltado la posibilidad de que el power to se convierta en power over, pero nunca al revés. Por último, power with (Townsend 1999: 31) que es la capacidad de participación para lograr con los demás lo que no puede lograr un solo individuo. Hay múltiples caminos para llegar al poder, basándonos en el concepto de estrategia de M. De Certeau (2000 [1979]: XLIX), vamos a explorar dos marcos de relaciones susceptibles de ser manipulados por los individuos para obtener y mantener el poder: la comensalidad y la redistribución, y el conflicto y la violencia. 41 Persiguiendo la simetría 3.3.2.1. Comensalidad y redistribución En aquellos contextos en los que el ejercicio del poder no está regulado por instituciones y los roles políticos no están definidos, el consumo colectivo de comida y bebida permite manipular las relaciones como un mecanismo en el que el prestigio y el capital social son fundamentales para que a determinados miembros de la comunidad se les permita influenciar las decisiones y las acciones del grupo. Son eficaces prácticas para la negociación de las relaciones políticas (Dietler 1990: 370-371, 2001: 75, 2006: 237). M. Dietler (2001: 65) lo definía como “’Feast’ is an analytical rubric used to describe forms of ritual activity that involve the communal consumption of food and drink. Rituals of this kind play many important social, economic, and political roles in the lives of peoples around the world”. Elementos como el trabajo, el esfuerzo o los excedentes acumulados son traducidos en capitales sociales y simbólicos, y mediante la exhibición y el consumo en poder. La manipulación de las relaciones creadas y reproducidas por la interacción social, da lugar a múltiples obligaciones recíprocas y temporales entre el o los que hospedan y los huéspedes. Los banquetes o eventos de comensalidad son contextos de negociación de la posición pública de un individuo o colectivo. Existen diferentes niveles, dependiendo del marco en el que se celebre, los asistentes y el contexto, desde eventos relacionados con matrimonios, ferias o fiestas religiosas realizados a nivel comunitario, hasta acontecimientos de menor trascendencia social relacionados con la familia o la casa. Es sabido que el buen líder es aquel que es justo en la redistribución y su generosidad no sólo es una cualidad esperada, sino una obligación (Arnold 1999: 78). Por ello, en celebraciones como los repartos del botín procedente de las razias, serían el contexto perfecto para la negociación de determinadas prebendas sociales en favor de algunos individuos. Autoras como B. Arnold (1999: 78-79) han hecho hincapié en la asimetría resultante de determinados eventos de comensalidad, donde los banquetes no sólo sirven para reforzar o fortalecer vínculos, sino también para nivelar o recordar a cada uno de los participantes en qué posición social se encuentran. M. Dietler (2001: 88) sugería, a partir de sus estudios de algunos grupos humanos, que todas las formas de festín servían para definir las fronteras sociales, a la vez que creaban un sentimiento de pertenencia al grupo. Todos marcan, reifican e inculcan las distinciones entre los grupos, las categorías o las diferencias de estatus. Este autor destaca el caso de los luo (Kenia), donde en los banquetes se manifiestan diferencias de género y edad, mediante la posición que ocupan los comensales, el orden en el que se sirven los alimentos y la bebida, las diferencias entre los tipos de vasos utilizados, las prácticas y gestos que se asocia a cada identidad o los diferentes tipos de comida y bebida que puede consumir cada uno de ellos. La comida y la bebida requieren todo un conjunto de formas materiales para su procesado, distribución y consumo, artefactos de madera, cerámica o metales que diferirían de las prácticas diarias. Los banquetes se revisten de un velo ritual, donde se establecen complejas relaciones semióticas entre los alimentos, las bebidas, los objetos y los gestos, donde se consumen determinados alimentos y recetas exclusivas para estos contextos, así como una serie de tabúes. El ejemplo de los luo nos enseña que 42 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero tan sólo consumen cerveza y ternera en este tipo de eventos sociales, en los que se utiliza un servicio especial de vasos para tomar la cerveza (thago y dakong’o) y determinados objetos se lucen en los ropajes y adornos corporales para la ocasión (Dietler y Herbich 1989; Dietler 2001). Aunque a partir del regitro arqueológico no podemos documentar la diversidad de recetas, los gestos o las formas de actuación de los participantes, si podemos tener en cuenta la complejidad y los significados simbólicos de estos eventos para otras sociedades. 3.3.2.2. El conflicto y la violencia “Elsewhere, warfare was endemic, purposeful and often successful” Ian Armit (2011a: 504) En los últimos veinte años han proliferado estudios sobre la violencia y el conflicto desde perspectivas arqueológicas y antropológicas, especialmente en el mundo anglosajón, con numerosos artículos, capítulos y monografías sobre el tema (e.g. Sharples 1991; Parker Pearson y Thorpe 2005; Armit et al. 2006; Armit 2011a; Otto et al. 2006; James 2007). La publicación de L. Keeley, “War before civilization: The myth of the peaceful savage” (1996) marcó un antes y un después en este tipo de estudios tras su crítica a los investigadores, quienes desde la arqueología hemos pacificado el pasado. Esto, en parte, se debe a que desde nuestro pensamiento occidental, la guerra y los actos violentos nos repugnan. En sociedades de tipo estatal, como la nuestra, este tipo de actuaciones están sancionadas y son censuradas, independientemente de su escala y alcance, desde el nivel individual a agrupaciones de mayor tamaño. Pero, numerosos ejemplos antropológicos han demostrado que esto no es sino una pieza más de nuestras construcciones culturales, así la práctica y percepción de dichos actos pueden ser alabados y fomentados en otros contextos y funcionar como poderosos vehículos para influir en la vida social de la comunidad. El conflicto y los enfrentamientos son algo endémico en las sociedades humanas y la violencia interpersonal está institucionalizada alrededor del mundo como demuestran numerosos referentes antropológicos, incluso entre aquellas sociedades que a priori pueden parecer pacíficas o al menos así han sido catalogadas por los investigadores. L. Keeley (1996: 29-30) examinaba el papel de la violencia en sociedades como las de los !Kung del desierto del Kalahari, quienes habían sido considerados un referente paradigmático de sociedades pacíficas, sin embargo, entre 1920 y 1955 la ratio de homicidios fue cuatro veces la de Estados Unidos en ese momento, y entre 20 y 18 veces mayor que la de los estados industriales entre 1950 y 1960. Para los grupos nómadas de los Yaganes de Tierra de Fuego, a finales del XIX, la ratio de homicidios era 10 veces mayor que la de Estados Unidos, o los copper eskimo, un grupo de inuit de la zona de Canadá, donde en los primeros contactos, en torno a inicios del siglo XX, en un campamento de quince familias, todos los hombres adultos se habían visto 43 Persiguiendo la simetría involucrados en un homicidio. Eventos violentos que se relacionarían con conflictos a pequeña escala y sangrientas refriegas, cuya principal motivación era la venganza. 3.3.2.2.1. La violencia como construcción cultural y sus tipos La violencia es, por tanto, una construcción cultural y forma parte de la práctica social como una pieza más de las interacciones. Las sociedades no estatales carecen de un aparato regulador que controle y monopolice la violencia, donde no existen organismos como la policía, el ejército o leyes que regulen el enfrentamiento y su alcance (Armit 2011a, Nivette 2011, Armit et al. 2006). Por ello, las actitudes referentes a lo que está bien o mal, en lo que al comportamiento violento se refiere, son más fluidas y negociables, y aproximarnos a estas cuestiones desde nuestro marco cultural no añade sino complejidad a nuestra empresa, ya que nos es muy difícil diferenciar aquellos actos que son consentidos y premiados, de los criminales o castigables (Armit 2011a). Nos encontramos ante sociedades en las que conflictos y actos violentos son poderosos vehículos del cambio, y como tales, ejercen como fuerza negociadora, haciendo que dichos episodios sean una decisión social intencionada y no resultado de lo inevitable (King 2010a). Así, determinadas actuaciones violentas son valoradas positivamente dentro del conjunto social y transforman, destruyen, crean o redefinen construcciones sociales como las etnias, las entidades políticas, el género u otras identidades (James 2007: 169). Estudios etnográficos han demostrado como en determinados contextos se promueve la socialización mediante la agresión entre los niños (Ember y Ember 1994), como es el caso de los yanomami del Amazonas, entre los que se documenta el positivo refuerzo que juega el comportamiento violento en las relaciones entre los jóvenes (Chagnon 1968), o su papel en los ritos de paso asociados a los hombres. Pero la violencia no es unívoca, Ian Armit (2011a) distinguió dos actitudes: la violencia moral y la agresión moralista. La primera de ellas es la moralmente aceptada por el conjunto social. En las comunidades que carecen de instituciones estatales, las acciones violentas pueden ser fomentadas, especialmente contra los otros. Actuaciones contra los vecinos se convierten prácticamente en una necesidad, como medio para que cualquier individuo o unidad corporativa -como la unidad doméstica, el grupo familiar o la aldea- sean capaces de defender sus intereses y disuadir a los potenciales agresores. Los elementos disuasorios se fomentan como estrategia para transmitir una visión de fortaleza, impenetrabilidad y la posibilidad de una respuesta desproporcionada a cualquier ofensa, creando la impresión de que cualquier tipo de vulneración, por pequeña que sea, tendrá una respuesta rápida y contundente. L. Keeley (1996) planteaba que la principal razón para el conflicto en estas sociedades era la venganza. En esta línea, I. Armit (2011a: 501) señalaba que los conceptos de honor personal y familiar ocuparían el lugar de las leyes y la justicia de las sociedades estatales, por lo que la respuesta a las afrentas individuales o colectivas a personas o recursos habían ser categóricas y lo más visibles que fuese 44 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero posible. Así, hemos de situar al honor, la vergüenza y la venganza como principios estructuradores de las relaciones sociales. Esto provocaría un enorme sentimiento de inseguridad en la vida diaria y para salvarla, M. Parker- Pearson (2005: 21) proponía una protección que consistía en otorgarles el control y la dirección de la violencia a los hombres jóvenes de los diferentes grupos de parentesco que ejercerían la intimidación por el hecho de portar armas a aquellos que supusiesen una amenaza, de dentro o de fuera de la comunidad, lo que para nuestro caso podría estar personificado no sólo en los hombres jóvenes, sino en la creación de una identidad de clase por parte de un grupo de los hombres de la comunidad, cuyo reflejo material son sus ajuares en la muerte. La segunda vertiente de la violencia que propone Ian Armit (2011a: 502) era la agresión moralista, refiriéndose a un tipo de violencia ejercida en la que el individuo queda eximido de la responsabilidad moral de sus acciones (Bandura el al. 1996). Para ello, existen varios mecanismos con los que lograr la exención ética de la actividad, como la deshumanización y la transformación de los enemigos en meros objetos, en la que son considerados como inferiores o conceptualizados como seres menores. Las evidencias del conflicto impregnan la cultura material de la Edad del Hierro, en cualquiera de sus fases encontramos materializaciones de una ideología marcial. La construcción de sus espacios de hábitat presenta potentes estructuras defensivas, las personas se entierran acompañadas de armas independientemente de su género y edad, la iconografía se centra en la figura del guerrero, las referencias literarias están repletas de conflictos acompañados de una filosofía del honor, e incluso, los escasos restos óseos con los que contamos, evidencian traumas causados por el enfrentamiento. Por todo ello, la realidad es de todo menos simple y los objetos nos pueden decir mucho sobre quienes los hicieron, el modo en el que los hicieron y la repercusión que tuvieron en sus vidas cotidianas. Este apartado ha sido una somera muestra de los mimbres sobre los que construir el discurso para la interpretación de las sociedades a los largo del primer milenio a.n.e. Todos ellos relacionados, conectados y en constante interacción y modificación, que no nos va a permitir entender a los unos sin los otros. 45 Persiguiendo la simetría 3.4. SE HACE CAMINO AL ANDAR: LOS PAISAJES ENTRE LA PERCEPCIÓN Y LA PRÁCTICA “Archaeologists in general, and landscape archaeologists in particular, had to deal with the charge that the people in their landscapes were non-existent, or ciphers at best” Andrew Fleming (2006: 276-277) Hemos comenzado este capítulo con una declaración de intenciones en lo referente al modo de aproximarnos al registro material, persiguiendo la simetría, tratando de encontrar ese justo medio entre los diferentes enfoques. En nuestra aproximación a las personas que vivieron en el Alto Duero durante el primer milenio a.n.e., vamos a utilizar la materialidad de los paisajes como excusa para estudiar las identidades y su reflejo en las relaciones de poder. Desenredar la complejidad de estas construcciones es un proceso complicado, por ello, nos veremos obligados a viajar a través de diversas escalas, desde el amplio zoom del paisaje hasta lo concreto de los artefactos. Los paisajes han de ser aboradados desde una perspectiva holística y siempre plural, ya que el paisaje no es algo unívoco. No es fruto de un solo proceso, práctica o razón, sino de lo múltiple, fruto de un conjunto de imágenes anidadas. Debido a los múltiples enfoques desde los que se trabaja en arqueología, y especialmente ligado a la proliferación de los estudios en el marco de la llamada “arqueología del paisaje”. El término paisaje ha sido vaciado de significado (Ingold 1992: 39; Thomas 2012 [2001]: 168-169; Johnson 2012b: 514; Meier 2012). Bajo su paraguas se amparan aproximaciones tanto prácticas como teóricas, físicas o simbólicas, positivistas o postmodernas. Su bagaje teórico y metodológico ha sido amplio desde mediados de los años 70, cuando M. Aston y T. Rowley publicaron Landscape Archaeology: an introduction to fieldwork techniques on Post-Roman landscapes (1974), poniendo el foco en una materialidad que puede ser entendida desde muy diversas perspectivas. El amplio desarrollo teórico ha ido de la mano de los cambios en las preguntas de los investigadores y las necesidades sociales que desde el presente precisaban de ser explicadas con el pasado, mientras que el avance metodológico ha ido ligado a la explosión tecnológica que se ha producido en nuestra sociedad desde el inicio de la disciplina. En arqueología, la introducción y la práctica generalización de los Sistemas de Posicionamiento Global (GPS) y las Tecnologías de la Información Geográfica (TIG) han permitido que herramientas y análisis procedentes de campos como la teledetección, la fotogrametría, la fotointerpretación o los Sistemas de Información Geográfica sean hoy comunes y frecuentes en nuestro trabajo. Todo esto unido la liberalización de fuentes de datos que ha tenido lugar en los últimos diez años, como los modelos digitales de elevaciones, vuelos fotogramétricos o datos LiDAR entre otros muchos, ha permitido un amplio desarrollo en este campo. El gran volumen de recursos programáticos, de capacidades de almacenamiento, velocidad de computación, desarrollo de metodologías específicas, datos y más datos, producido por el 46 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero maremágnum tecnológico ha ocasionado que no siempre hayamos sido fieles a nuestra disciplina y en ocasiones se nos ha olvidado lo que estábamos estudiando, obnubilados por las posibilidades que nos ofrecían estas herramientas. Esto ha dado lugar a numerosas publicaciones en las que se empleaban este tipo de análisis sin apenas justificación de por qué se elegía un determinado tipo de análisis y qué aportaban sus resultados a la interpretación. El gran reto que se nos presenta hoy en día es poner las TIG al servicio de la arqueología, continuar con su desarrollo, pero unido a una fuerte argumentación teórica que sea capaz de justificar e interpretar los parámetros utilizados, los análisis elegidos y los resultados obtenidos. Debemos ver las TIG como una herramienta más para el trabajo arqueológico, como lo pueden ser el dibujo de plantas y materiales o la asignación de tipologías a los artefactos para su catalogación. Todo son pasos en el camino de la interpretación histórica que hacemos de las evidencias materiales. 3.4.1. CONCEPTUALIZANDO EL PAISAJE La etnóloga H. Thode-Arora (2014) a partir de sus estudios con los niue de Auckland (Nueva Zelanda) distinguía entre dos las formas de entender el espacio: una primera acepción como experiencia o práctica, donde se engloban elementos como la estructura del asentamiento o la forma física del espacio; y una segunda como percepción, a partir de los cosmos cognitivo y simbólico. A esta dualidad del espacio podemos añadir la propuesta por S. Kluiving y E. Guttmann-Bond (2012) para el paisaje a partir de los trabajos de K.R. Olwig (1996) y J. Renes (2011), donde se recogía una primera acepción que desde época medieval abarcaba las referencias al territorio y las instituciones que lo gobiernan; y por otro, la conceptualización procedente de los artistas y escritores románticos que hacían de las escenas rurales, donde el paisaje es una composición creada en la mente de los individuos, que no existiría sin un observador. Pero en nuestro intento de romper los dualismos cartesianos propios de nuestra mentalidad occidental a la hora de aproximarnos al registro, supone superar esa dicotomía entre los físico y simbólico, y entender sus múltiples facetas como un todo. Esta necesidad en interpretación de los paisajes no es algo nuevo, M. Parker Pearson y C. Richards (1994) señalaban la importancia de relacionar los aspectos físicos y simbólicos a la hora de realizar una lectura del paisaje y el territorio de una comunidad. J. Thomas (2012 [2001]: 178) entendía los paisajes como múltiples y fragmentado, y T. Ingold (1993: 171) apuntaba que no debemos entender el paisaje como algo que puede ser observado por cualquiera, sino que cada individuo lo va a hacer desde su propio punto de vista. Así los paisajes son creados y percibidos de un modo diferente por cada persona que se enfrenta a ellos. Los miembros de una misma comunidad no van a experimentar y sentir los paisajes del mismo modo, sus identidades de género, edad, clase, religión o etnia influirán el modo de observarlos y entenderlos. Entre las personas y las cosas se establece una asociación relacional, inseparable, en la que no podemos aislar ninguna de las partes porque sino carecen de sentido por sí mismas. En este sentido, 47 Persiguiendo la simetría J. Thomas (2012 [2001]: 175-176) apunta que “there is no other way to be than in the world. Moreover, our involvement in a world is always presupposed in any comprehension of things: they only make sense because they have a background to stand out form”. La ausencia de un significado inherente en los protagonistas de esta relación hace que sean las personas las que dotan de contenido a las cosas, llegando en ocasiones a presentarlos como los protagonistas de la acción. Aunque como indicaba B. Olsen (2007: 287) “raramente se les asigna un papel más desafiante que el de dotar a la sociedad de un medio sustancial donde ésta pueda inscribirse, materializarse y reflejarse a sí misma”. B. Knapp y W. Ashmore (1999: 21) apuntaban que el modelado de los paisajes se realiza a partir las características de la comunidad que lo habita, por ello, se erigen como referentes de las identidades, ya que son la plasmación espacial de los valores del grupo. Sin embargo, esto no quiere decir que “Los paisajes y las cosas […] se sientan simplemente en silencio esperando a materializar (embody) significados socialmente construidos, sino que poseen sus materialidades y competencias, propias y únicas, y que llevan consigo en su convivencia con nosotros” (Olsen 2007: 291). La construcción entre personas y paisajes es, por lo tanto, bidireccional. Las personas crean los paisajes a partir de las diferentes facetas identitarias y las relaciones de poder que tengan lugar en el seno de la comunidad que los habite, paralelamente, la materialidad de los paisajes, sus formas, colores, potencialidades, crean a las personas. Esta materialidad es anidada y dinámica, J. Thomas (2012 [2001]: 176-178) lo observaba a partir de varios ejemplos etnográficos como son los yolngu australianos (Morphy 1995: 187), los baktama de Papua Nueva Guinea (Tilley 1994: 58) y los saami el norte de Escandinavia (Mulk 1994: 125), donde el paisaje es algo vivo que establece una serie de relaciones recíprocas con el ser humano. Uno de los principales mecanismos que observa es el parentesco, con el que se estable una interconexión física y simbólica entre las personas y la tierra. También entre los niue de Nueva Zelanda, H. Thode-Arora (2014: 98) observa que las historias, que los miembros más mayores de la comunidad relatan a los más jóvenes, están cargadas de referencias al parentesco y a los sitios. En ellos, se especifican derechos sobre la tierra y la familia, creando un mapa que condiciona dónde uno puede ir y qué puede uno hacer en esas localizaciones en particular, donde se está potencialmente seguro o en peligro (Morphy 1995: 199). Este saber era transmitido entre generaciones mediante las líneas de descendencia y la herencia. Los mitos de origen juegan un papel fundamental a la hora de establecer estas relaciones. Ch. Toren (1995: 178) señalaba que la conexión entre los antepasados y la tierra podía establecerse de dos maneras. La primera opción era que los antepasados hubiesen formado parte de la tierra y emergido de ella, y la segunda que los ancestros han habitado la tierra, la han transformado creando jardines y campos de cultivo. La transmisión de este conocimiento, de la memoria del grupo, dará lugar a que los paisajes sean negociados en los términos de las identidades y de las relaciones de poder, donde la legitimitadad y la herencia serán claves. 48 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero 3.4.2. LA MATERIALIDAD DE LOS PAISAJES La materialidad de los paisajes está influida por los mecanismos de las relaciones de poder, ya que son escenario de la negociación de las identidades y las agendas de las comunidades y los individuos, donde las prácticas diarias, las creencias y los valores van a desempeñar un papel fundamental en la formación, ordenación, transformación e identificación de los espacios (Knapp y Ashmore 1999: 21; Anschuetz et al. 2001: 161). Las identidades sociales son experimentadas y representadas de un modo determinado, por lo que son necesarios unos referentes materiales concretos en forma de paisajes, lugares, artefactos y otras personas. Los contextos donde son experimentadas, reproducidas y transformadas estarían normalizados y serían más o menos familiares a sus participantes dependiendo del grado de implicación que la práctica requiriese (Tilley 2004: 217). Uno de los reflejos manifiestos de la práctica política de una comunidad y de las relaciones de poder que se establecen en el paisaje son los territorios, que han sido definidos como la apropiación del espacio que hace una comunidad donde se implantan toda una serie de relaciones políticas, sociales e ideológicas (Orejas et al. 2002: 287; Orejas 1998: 15). Los límites del espacio dominado y la intensidad con la que se plasmen estos límites, serán el resultado de lo que la comunidad es capaz de controlar y hacer patente ese control en el paisaje (Knapp y Ashmore 1999: 21). Son elementos dinámicos que se encuentran en constante modificación según las necesidades de las comunidades que se apropian de ellos. Las transformaciones se producirán al ritmo y en el grado que marcan las comunidades, dependiendo del conocimiento y entendimiento que tengan sobre el espacio y sus fenómenos, ya que sólo podemos controlar aquello que entendemos (Hernando 2002: 19). M. C. Cardete (2015: 40) reflexionaba sobre las necesidades políticas a las que responden los paisajes, ya que en diferentes contextos, el ser humano ha manipulado tiempo y espacio construyendo tanto paisajes como identidades, dando lugar a la formación de un paisaje simbólico propio de una comunidad que habita un determinado espacio en un tiempo concreto. Así los territorios no son sino una pieza más de los paisajes y los paisajes son los discursos de una comunidad sobre el espacio construido, la percepción colectiva de los elementos simbólicos a partir de un ideario colectivo (Orejas et al. 2002: 287). El registro arqueológico es, por lo tanto, un conjunto discontinuo y heterogéneo formado por multitud de procesos sociales que han dejado su huella material en el paisaje, dando forma a numerosas realidades entre las que no siempre es fácil distinguir los matices de cada una de ellas (c.f. Sevillano 2013). Así debemos entender los sitios como materializaciones relacionales, en las que se establece una doble dependencia entre localizaciones y personas. Los objetos y los lugares son agentes activos de las identidades, son más que simples reflejos de ideas preexistentes o relaciones sociopolíticas, y como tales, producen un efecto real en las personas y las relaciones sociales, tanto en el campo de lo material como en lo ideológico (Tilley 2004: 222). 49 Persiguiendo la simetría 3.5. LO SOCIAL A PARTIR DE LO FÍSICO En nuestro estudio de las personas, la materialidad del paisaje va a ser el hilo conductor del discurso, desde su vertiente más física, con las metodologías y herramientas de los Sistemas de Información Geográfica, a las construcciones y significados sociales y simbólicos, que las personas han otorgado a ese paisaje. Esta materialidad no puede ser exclusiva en el estudio de las personas, ya que este único aspecto no es capaz de reflejar la complejidad del ser humano, ya que forma parte de todo mucho más complejo. Por ello, a lo largo de este estudio utilizaremos diversas escalas de análisis que nos permitan realizar una aproximación más detallada del modo en el que los sujetos del primer milenio a.n.e. construyeron sus identidades y cómo esto influyó en sus formas de relación social. Partiremos desde la vertiente física de los paisajes y profundizaremos en las construcciones que hacen del mismo. Por un lado, trataremos el mundo de los vivos donde exploraremos los patrones de poblamiento y nos adentraremos en los asentamientos, tanto a nivel de modelo urbano como en las casas. Por otro, exploraremos el paisaje funerario, desde su disposición, ordenación y señalización, hasta los objetos escogidos para formar parte de los ajuares. Algunas de las herramientas de las que disponemos para explorar esta relación multidireccional entre personas y paisajes provienen de las conocidas como Tecnologías de la Información Geográfica, que ofrecen numerosas y variadas opciones para identificar, catalogar y analizar las evidencias arqueológicas. Mediante ellas, podemos profundizar en las características y formas físicas de los paisajes que pudieron influir en las comunidades de la Edad del Hierro. Así, en primer lugar y con el fin de abordar el estudio de una amplia región como es el Alto Duero, bajo unos criterios comunes, tanto espaciales como temporales, vamos a realizar un análisis de las formas del relieve sobre las que se construyeron los sitios, que nos permita aproximarnos a la elección de los enclaves de los diferentes periodos e identificar la diversidad regional. En segundo lugar y para entender las construcciones políticas que se hicieron del paisaje en la segunda Edad del Hierro, exploraremos las distribuciones del poblamiento en sus diferentes formas y la formalización de los límites, para lo que utilizaremos un análisis Xtent que evidencie las construcciones del poder en el espacio de las diferentes comunidades de esta época. 3.5.1. LOS PAISAJES DE LA EDAD DEL HIERRO EN NUESTRO ORDENADOR Uno de los primeros pasos, ha sido realizar una profunda revisión de bibliográfica de los sitios arqueológicos y los materiales documentados en el área de estudio hasta la fecha, integrando los datos de las diferentes circunscripciones administrativas actuales que comprenden las provincias de Soria, La Rioja (Taracena 1926, 1927, 1929a, 1932, 1941; Pascual y Pascual 1984; Borobio 1985; Revilla 1985; Pascual Díez 1991; Romero 1991; Morales 1995; Heras 2000; Alfaro 2005), Burgos (Abásolo y 50 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero García Rozas 1980; Sacristán 2007) y Segovia (Barrio Martín 1989; Gallego 2002; López Ambite 2006- 2007, 2008, 2009; Martínez Caballero et al. 2014) para estudiar la región como un todo. En algunos casos, se han excedido ligeramente los límites de lo que hemos considerado Alto Duero, de modo que nos permita comparar a grupos culturales diferentes y así enriquecer el discurso interpretativo. Todos los sitios arqueológicos han sido integrados en una base de datos espacial diseñada específicamente para recoger las características, rasgos y particularidades de cada uno de ellos, independientemente de su tipo, ya sean espacios de hábitat, enterramiento, hitos simbólicos o hallazgos aislados. Además del estudio de cada uno de ellos, a través de las publicaciones recogidas en la bibliografía, han sido sometidos a dos tipos de análisis. En primer lugar, se han revisado los materiales conservados en el Museo Numantino de Soria, para establecer unas cronologías adecuadas a la periodización de este estudio. En segundo, una evaluación visual de cada uno de ellos como recoge la Fig. 10, a partir de imágenes aéreas del Vuelo Americano de 1957 y el Plan Nacional de Ortofotografía Aérea, a las que se les ha sometido a diversos tratamientos visuales como la construcción de anáglifos, composiciones de falso color, análisis de componentes principales (PCA) o NDVI (Nomalized Difference Vegetation Index), con el fin de revisar la ubicación exacta de los sitios, ya que en algunos casos los datos de localización previos eran erróneos, así como establecer los límites y extensión de los sitios, y evaluar los sistemas defensivos. Los resultados han sido recogidos en diversas bases de datos con referencia espacial, y varias capas de tipo punto y polígono que recogen la variabilidad de la ocupación en el Alto Duero durante el primer milenio a.n.e. Esta metodología para la documentación de sitios arqueológicos, a partir de la combinación de múltiples imágenes aéreas, ha permitido detectar enclaves que fueron registrados por B. Taracena en su carta arqueológica, pero posteriormente en las prospecciones de los 80, no pudieron ser revisitados por las condiciones de la vegetación. Este es el caso de Los Casares (Monasterio), en el que Taracena (1941: 100) registra muros de mampostería y cerámica roja celtibérica, clasificándolo como un poblado anterior a la conquista romana, y del que A.C. Pascual Díez (1991: 123) afirma que no han podido confirmar en las campañas de prospección. Toda la información espacial y bibliográfica de cada sitio, se plasma en el Catálogo de sitios adjunto en CD. Cada sitio revisado cuenta con una ficha en la que se recogen sus datos de localización en ETRS89 30N; de altitud sobre el nivel del mar, a partir de la cota geométrica de Alicante; la extensión en hectáreas, en aquellos casos que ha podido ser delimitado el sitio; la forma del relieve sobre la que se construye según la clasificación de A. Weiss (2001), en la que profundizaremos más adelante; la cronología, que hemos determinado a partir de la bibliografía y la revisión de los materiales; las estructuras defensivas; la bibliografía y las diversas imágenes aéreas, que anteriormente comentamos. Estas fichas se presentan ordenadas alfabéticamente a partir de la provincia y el municipio, dependiendo del tipo de sitio al que hagamos referencia, ya sea asentamiento, necrópolis o campamento romano. 51 Persiguiendo la simetría Fig. 10: Ejemplo de las imágenes utilizadas para la documentación de los sitios: Zarranzano (Cubo de la Sierra). A.- Ortoimagen del Plan Nacional de Ortofotografía Aérea. B.- Ortoimagen del Vuelo Americano. C.- Ortoimagen de Google Earth. D.- Primer componente principal. E.- NDVI. F.- Composición de falso color. G.- Anaglifo. 52 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Finalmente, para llevar a cabo los análisis espaciales, hemos modelado un Modelo Digital del Terreno (MDT) con la información relativa a la elevación, construyendo un Modelo Digital de Elevaciones (MDE) con una resolución de 5 m./px. Los datos de entrada proceden del Instituto Geográfico Nacional, que son servidos de forma gratuita a través de su Centro Nacional de Información Geográfica (CNIG)1, construidos a partir de la estereocorrelación automática de los vuelos fotogramétricos del Plan Nacional de Ortofotografía Aérea (PNOA), cuyo sistema geodésico de referencia ha sido ETRS89 (European Terrestrial Reference System 1989). 3.5.2. MODELADO DE LAS FORMAS DEL RELIEVE “Es la tierra de Soria árida y fría. Por las colinas y las sierras calvas, verdes pradillos, cerros cenicientos, la primavera pasa dejando entre las hierbas olorosas sus diminutas margaritas blancas” Antonio Machado, Campos de Soria, I Cuando se describe un paisaje es inevitable utilizar una serie de calificativos o elementos descriptores que aunque nos ilustran sobre determinados aspectos del mismo, son tremendamente subjetivos. Cuando nos enfrentamos a las descripciones de las ubicaciones o los entornos de los sitios arqueológicos en la bibliografía nos ocurre lo mismo, ya que la mayoría de los asentamientos de la Edad del Hierro se encuentran, de un modo u otro, en altura, y no tendrá el mismo significado un asentamiento en alto en la zona del valle del Duero que en las estribaciones del Sistema Ibérico. A esto, debemos añadir el amplio espacio que abarca la zona de estudio y el elevado número de autores que describen las diferentes regiones, realizando comparaciones sobre la morfología y la altura relativa al área que estudian, y que son difíciles de adecuar al marco global de la región. Por ello, con el fin de afrontar esta amplia región bajo unos criterios comunes, hemos realizado una clasificación de los enclaves sobre los que se construyeron los asentamientos, basada en las formas del relieve. Esto nos permite comparar las diferentes regiones del Alto Duero bajo unos principios unificados y evaluar la diversidad de tendencias de asentamiento a lo largo del primer milenio a.n.e., haciendo un especial hincapié en sí presentan patrones fijos, recurrentes o no tipificados. Así, mediante este análisis, podemos explorar y profundizar en las motivaciones que llevaron a sus habitantes a establecerse en un determinado enclave, y el tipo de construcción y uso del paisaje que de él hicieron a partir de sus características físicas. La clasificación que hemos elegido proviene del ámbito de la geomorfología, y tiene en cuenta tres de las variables que han sido las más estables a lo largo del tiempo: la elevación, la pendiente del terreno y la prominencia sobre el entorno. Para ello, seguimos la propuesta de que hizo Andrew Weiss (2001) 1 Página principal del Centro Nacional de Información Geográfica del IGN: https://centrodedescargas.cnig.es/CentroDescargas/ 53 Persiguiendo la simetría sobre la clasificación de las formas de relieve en diez tipos morfológicos distintos que nos permita registrar la variabilidad de los paisajes. Ésta utiliza dos conjuntos de datos, derivados de la elevación del terreno: el Índice de Posición Topográfica (TPI: Topographic Position Index) y la pendiente del terreno (Liceras et al. e.p.). El TPI calcula la diferencia de elevación de la celda del MDE donde se sitúa, en este caso un sitio de la Edad del Hierro, y devuelve la media de la elevación de una vecindad dada (Jenness 2006). Para registrar de un modo más óptimo la morfología del enclave, en aquellos casos en los disponemos de extensión, se ha introducido una restricción, de modo que la vecindad del TPI se calcule a partir de un radio estimado proporcional a la extensión del sitio. En el que 𝑟𝑎𝑑𝑖𝑜 = √𝑎𝑟𝑒𝑎 𝜋⁄ La vecindad del TPI se calcula a dos escalas, 300 m. y 2.000 m., lo que permite tener en cuenta tanto las formas locales, es decir, la forma sobre la que se levanta el sitio, como el entorno del mismo, dando lugar a una clasificación minuciosa y detallada de su morfología. Dicha combinación detecta y caracteriza formas del relieve que, de otro modo, podrían verse difuminadas o realzadas dependiendo de la escala del análisis. El vecindario de 300 m. identifica los accidentes locales como colinas, cerros aislados o cauces fluviales de poca entidad, mientras que el vecindario de 2.000 m. recoge los rasgos del relieve a una escala más amplia, permitiendo su caracterización regional, como por ejemplo, si un cerro aislado se encuentran en un valle, en una llanura o un cañón. Fig. 11: Clasificación de la forma del terreno a partir de los dos radios de cálculo del TPI (a partir de Jenness 2006). 54 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Los valores positivos de los TPIs van a representar aquellas localizaciones que se encuentra sobre la media de altitud de su alrededor, como por ejemplo, crestas o colinas. Mientras que los valores negativos corresponden a zonas deprimidas como valles, cursos de agua o cañones. Sin embargo, los valores cercanos a 0 pueden presentar problemas, ya que corresponden a zonas planas o relativamente planas, que pueden hacer referencia tanto a mesetas en altura como a zonas bajas parcialmente planas. Por ello, el TPI requiere una clasificación según la posición de la pendiente, de modo que cuando los valores del TPI estén cercanos a 0 y los de la pendiente también, se atribuirá a áreas planas o llanuras, mientras que cuando los valores de pendiente sean superiores a un determinado umbral, se clasificará como pendientes medias o pendientes pronunciadas. Fig. 12: Flujo de trabajo. 55 Persiguiendo la simetría El resultado final es la atribución de cada una de las celdas de los mapas de cada sitio a un número entero que se relaciona con una de las diez formas del relieve que se recogen en la Tabla 1. Esto da lugar a dos tipos de salidas: 1. la forma del relieve de cada sitio es atribuida a la clase mayoritaria, y 2. una hoja de datos que recoge cuantas celdas de cada clase hay para cada sitio, sobre la que realizaremos los análisis del k-medias y de Componentes Principales que trataremos a continuación. Clase Forma del relieve 1 Cañones. Arroyos muy encajados. 2 Drenajes en pendientes medias. Valles poco profundos. 3 Drenajes de tierras altas. Nacimiento de agua. 4 Valles en forma de U. 5 Llanuras. 6 Pendientes abiertas. 7 Pendientes en altura. Mesas. 8 Crestas locales. Colinas en valles. 9 Crestas a media pendiente. Pequeñas colinas en llano. 10 Cimas de montaña. Crestas en altura. Tabla 1: Clases resultantes del análisis según A. Weiss (2001). 3.5.3. PROFUNDIZANDO EN LOS DATOS Una vez que hemos obtenido las formas del relieve de cada uno de los sitios mediante el método de A. Weiss (2001), hemos realizado una clasificación de los mismos teniendo en cuenta las cronologías de los asentamientos. Hemos creado tres grupos de análisis diferenciados que se corresponden con los tres periodos temporales que explora esta tesis a lo largo de la Edad del Hierro, permitiéndonos aproximarnos a los distintos tipos de paisajes para cada periodo y cada región del Alto Duero, así como las formas de hábitat preferidas por sus pobladores. Se han obtenido tres agrupaciones que cuentan con un número variable de sitios, en ocasiones relacionado con el desarrollo de la investigación en la zona más que con la intensidad de ocupación del territorio. Así, para la primera Edad del Hierro registramos 131 sitios, para la segunda Edad del Hierro son 179 y 56 para el siglo I a.n.e. Con el fin de reducir la variabilidad del conjunto de datos y observar las tendencias en los diferentes periodos, hemos utilizado como variables de entrada los recuentos del número de celdas de cada forma del terreno dentro de los radios de cálculo para cada uno de los sitio de la Edad del Hierro y aplicado dos técnicas estadísticas independientes aunque complementarias: el k-medias y el Análisis de Componentes Principales. 56 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero El k-medias es un método de agrupación de conglomerados no jerárquico, especialmente útil cuando abordamos conjuntos amplios de datos como es nuestro caso (Hartigan 1975: 84-100; Lloyd 1982; Fernández Martínez 2015: 150-152). Mediante este análisis, se divide un conjunto de n observaciones representadas en un espacio d dimensional en k clases fijadas a priori. El cálculo se realiza tomando al azar una serie de centroides iniciales, tantos como clases queramos obtener y se calcula la distancia euclidea de las n observaciones a dichos centroides y se conforman las k clases. Posteriormente, se vuelven a calcular los centroides y la operación se repite hasta que todos los elementos se encuentren dentro de alguna de las clases asignadas. En nuestro análisis, hemos asignado entre 3 y 4 clases, dependiendo de la complejidad de los datos de cada periodo para evaluar la representatividad de cada forma del relieve dentro de un búfer dado y un máximo de 20 iteraciones en la obtención del k-medias. Por otro lado, el Análisis de Componentes Principales (PCA, Principal Components Analysis) es un método estadístico multivariante de los más utilizados en todas las disciplinas científicas, cuyo fin es reducir la dimensión del conjunto de datos con la menor pérdida de información posible. Sus orígenes se encuentran en los ajustes ortogonales por mínimos cuadrados propuestos por Karl Pearson (1901) y su desarrollo se ha atribuido a Harold Hotelling (1933) que halló el modo de calcular una serie de factores que explicasen la variabilidad de un conjunto de datos. Aunque la generalización de este método no tuvo lugar hasta el boom de la informática que permitió el cálculo de conjuntos más amplios de un modo fácil y rápido (Shennan 1992: 246; Chuvieco 2010: 346; Fernández Martínez 2015: 153- 154). El PCA consiste en una transformación lineal de los datos originales a un nuevo sistema de referencia que permite sintetizar la información de un conjunto de variables relacionadas a un nuevo conjunto que toma el nombre de componentes principales (CPs). Los CPs son funciones lineales de las variables originales que resumen la variabilidad y la complejidad de los datos originales (Jolliffe 2002; Chuvieco 2010: 346). Este método permite identificar rasgos comunes y específicos del conjunto de datos que hayamos introducido, asumiendo que entre las variables existe algún tipo de relación lineal. Si las variables de origen no estuviesen correladas, el resultado final será el mismo número de componentes que de variables de origen. El cálculo de los componentes se puede resumir en tres pasos (Shennan 1992): 1. la obtención de la matriz de coeficientes de correlación, la covarianza; 2. la extracción de los autovalores y autovectores de la matriz anterior, siendo los autovalores, la dimensión o peso de cada variable en cada uno de los vectores en los que se expresa la cantidad de información original que contienen; y los autovectores, la combinación lineal de los datos, es decir, la interpretación de la dirección de los componentes; 3. el calcula la matriz de correlación entre los componentes y las variables originales. En nuestro caso, las Tablas 2 y 3 muestran, repectivamente, la varianza de cada componente y los porcentajes de varianza acumulada, entre los que tan sólo hemos seleccionado aquellos cuya combinación supone más de un 70% de varianza explicada, corresponden la CP1 y CP2. Los valores de los autovectores nos permiten determinar qué formas del relieve tienen una mayor influencia a la hora de elegir las localizaciones en el paisaje, así como la combinación en un mismo gráfico del k- medias y del PCA permite entender mejor si existen tendencias o no en la distribución de los sitios. 57 Persiguiendo la simetría Componente 1ª Edad del Hierro 2ª Edad del Hierro siglo I a.n.e. CP 1 4,451877907 4,356085901 3,898635933 CP 2 2,397219749 2,598744751 3,32657557 CP 3 0,794106316 0,722717719 0,706029234 CP 4 0,582665604 0,567132103 0,34686279 CP 5 0,287280372 0,360958039 0,334591427 CP 6 0,217659336 0,158997589 0,213881913 CP 7 0,170288602 0,145483476 0,10463561 CP 8 0,095341887 0,084670785 0,06589945 CP 9 0,003560228 0,005209636 0,002888073 Tabla 2: Varianza de cada componente. Componente 1ª Edad del Hierro 2ª Edad del Hierro siglo I a.n.e. CP 1 49,46531 48,40095 43,31818 CP 2 76,10109 77,2759 80,28013 CP 3 84,924489 85,306093 88,124897 CP 4 91,398551 91,607561 91,978928 CP 5 94,590555 95,618206 95,696611 CP 6 97,008992 97,38485 98,073076 CP 7 98,901088 99,001329 99,235694 CP 8 99,960442 99,9421152 99,9679103 CP 9 100 100 100 Tabla 3: Porcentajes de varianza acumulada. 3.5.4. TERRITORIOS: PRINCIPIOS PARA EL ANÁLISIS Las aproximaciones a la territorialidad teórica de los sitios arqueológicos se inician con fuerza en la década de los 70, asimilando diversos conceptos como los planteados por el economista J.H. von Thünen en su Teoría de la Localización, relacionada con los costes en el desplazamiento y el gasto energético; o la preocupación de Max Weber por el abastecimiento y los recursos; así como la Teoría de Lugar Central publicada por el geógrafo Walter Christaller en 1933, donde la jerarquía territorial de los asentamiento se veía condicionada por su tamaño, la densidad en el poblamiento y la influencia de cada uno de ellos. La importancia de modelar la distancia en este tipo de estudios se convertirá en variable fundamental tras los trabajos de C. Vita-Finzi y E. Higgs (1970) en el Monte Carmelo con su propuesta del Site Catchment Analysis. Este tipo de análisis ha permitido una aproximación a las estructuras territoriales, cuyo fin es delimitar zonas de influencia y control por parte de un conjunto de sitios de una región, por medio de datos estrictamente arqueológicos, como son la localización, las dimensiones o las características físicas de 58 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero los paisajes de sus entornos; combinandos con diversas técnicas cuantitativas y de computación. B. Ducke y P. Kroefges (2008: 245-246) apuntaban que estos análisis tienen en consideración aspectos como las distancias, las jerarquías de poblamiento o las redes de conectividad, ya que los sitios nunca son autónomos, sino están integrados en redes más amplias. Bien es cierto que nunca vamos a poder modelar todos los aspectos de la vida de las personas que influyen en la toma de decisiones o en la percepción de los paisajes, me refiero especialmente a las variables culturales o simbólicas de los mismos. Sin embargo, el análisis de determinadas materializaciones combinadas con los aspectos físicos del terreno pueden ayudarnos a entender un poco mejor las dinámicas territoriales. Uno de los métodos más utilizados ha sido la triangulación de Voronoi o los polígonos de Thiessen (Hodder y Orton 1976; Wheatley y Gillings 2002: 149-151), que consisten en la aproximación al territorio teórico de un sitio en función de la distancia euclídea y de la densidad de sitios que se encuentran a su alrededor. En el cálculo, se trazar la mediatriz de la distancia entre los sitios, construyendo un polígono en torno al punto de partida que representa su zona de influencia. Son una buena aproximación preliminar al conjunto de datos, por la rapidez y la facilidad de cálculo, ya que se encuentran implementados en todos los paquetes de software de análisis geográfico, ya sean libres o comerciales. Sin embargo, cuentan con una serie de problemáticas fundamentales, ya que no tienen en cuenta la morfología del relieve o la dificultad en el desplazamiento, por el tipo de distancias que utilizan en el cálculo. Además salvo variaciones en la fórmula, considera todas las entidades iguales, independientemente de las características. Otro análisis que ha sido ampliamente utilizado para delimitar zonas de influencia ha sido el modelo Xtent, desarrollado en un primer momento por C. Renfrew y E.V. Level (1979), en el que se asume que el tamaño del sitio y su capacidad para ejercer influencia están directamente relacionados. Jerarquizando, de este modo, los asentamientos a partir de su tamaño, donde a mayor extensión, mayor peso. Para modelar la compleja realidad política de los territorios de la segunda Edad del Hierro, que nos permita aproximarnos a las capacidades y a las relaciones de poder que tuvieron lugar entre las diferentes entidades urbanas, hemos utilizado el algoritmo que recoge el módulo de GRASS GIS: r.xtent, que es una variante realzada de la fórmula de C. Renfrew y E.V. Level, que recoge la variabilidad geográfica, no registrada en la fórmula original, donde: 𝐼 = 𝐶𝑎 − 𝑘 ∙ 𝑑 I es la influencia potencial de un sitio en la localización x. C es el peso de cada enclave, es decir, el tamaño del sitio. d es la distancia entre x y el sitio, y por último, a y k son dos coeficientes que determinan el balance entre el tamaño del sitio y la distancia. La importancia de la distancia aumenta de un modo lineal, mientras que la importancia del tamaño lo hace de modo exponencial. Además del coste en el desplazamiento, este módulo de GRASS permite introducir datos vectoriales a modo de barreras, como la hidrografía, que permiten un modelado más preciso del terreno. El resultado de este análisis son una serie de delimitaciones o fronteras entre los núcleos que analizamos, las ciudades de la segunda Edad del Hierro, modeladas a partir de su tamaño, el relieve y 59 Persiguiendo la simetría la distancia entre ellas. B. Ducke y P. Kroefges (2008: 247) señalaban una serie de cuestiones básicas que estamos asumiendo al llevar a cabo este tipo de análisis y que deberemos tener en cuenta a la hora de la interpretación. En primer lugar, los territorios que pertenecen a un centro son continuos e interrumpidos, por lo que cada parcela de terreno pertenece tan sólo a un centro. Las capitales de los territorios son de mayor tamaño en área y población que las demás formas de poblamiento. Por último, el tamaño del centro está directamente relacionado con el tamaño de su territorio. 4. La primera Edad del Hierro 4.1. DE DÓNDE VENIMOS… EL BRONCE FINAL EN EL ALTO DUERO Para observar los cambios y entender lo que supuso el inicio de la Edad del Hierro, primero debemos remontarnos brevemente al panorama anterior, el final de la Edad del Bronce. Sobre las comunidades humanas a lo largo del segundo milenio a.n.e. en general y del inicio del primer milenio en especial, contamos con datos escasos para el Alto Duero, derivados de la naturaleza del registro arqueológico y la metodología utilizada para la detección de las evidencias. Los grupos humanos que lo poblaron dejaron tenues huellas en el paisaje y evidencias sutiles sobre sus formas de habitar y afrontar la muerte. Tanto es así, que la región ha sido tradicionalmente considerada como poco poblada (Taracena 1941: 11) o especialmente sensible a crisis climáticas, como el paso de Suboreal al Subatlántico (Jimeno y Fernández Moreno 1992: 96; Romero y Lorrio 2011: 98) que anteriormente se ha mencionado. Este periodo se caracteriza por la existencia de pequeños grupos diseminados por el paisaje, a los que tradicionalmente se les ha atribuido una vocación ganadera, pero que en zonas bien estudiadas de la cuenca del Duero, presenta una concentración de las evidencias en entornos fluviales y campiñas 62 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero (Blanco González 2010a: 369), con una clara orientación agrícola. Tendencia que también se manifiesta en El Parpantique (Balluncar) y Los Torojones (Morcuera) durante el Bronce Antiguo (Fernández Moreno 2013), o en la aparición recurrente de dientes de hoz en Los Tolmos de Caracena durante el Bronce Medio (Jimeno 1983). Las evidencias con las que contamos para entender el Bronce Final son muy escasas, tan sólo se ha documentado cinco asentamientos, una necrópolis y varios depósitos de objetos de bronce. Los espacios de hábitat son Santa María (La Riba de Escalote), Fuentelárbol, Castilviejo (Yuba), Los Quintanares (Escobosa de Calatañazor) y El Castro (La Barbolla) y han sido identificados por la presencia de conjuntos de cerámicas excisas y de boquique, características de este periodo (Jimeno y Fernández Moreno 1989: 95-99, 1985; Jimeno 1986; Ortego 1964). Descata el caso de El Castro (La Barbolla), donde A. Jimeno y J.J. Fernández Moreno (1983) realizaron una intervención de urgencia ante la inminente destrucción del sitio, debido a las sucesivas roturaciones, en la que a pesar de registrar abundantes materiales de superficie, no pudieron documentar su estratigrafía. Observamos así como en ninguno de los casos, se han podido hacer precisiones sobre el contexto de los materiales o la forma de las estructuras de habitación. Sin embargo, a partir de las prospecciones de la década de los 80, se documentaron varios fragmentos de cerámicas atribuibles a este periodo en el entorno del Cerro de los Castejones (Calatañazor), ya que entre los escarpes del terreno se documentan varios abrigos. En uno de ellos, se registró un vaso globular, realizado a mano y decorado, publicado por G. Delibes y F. Romero (1978) y otro vaso carenado también decorado, del que se duda sobre la procedencia del hallazgo entre la parte superior del cerro u otro de los abrigos (Jimeno 1981). También en las prospecciones de A.C. Pascual Díez (1991: 29-30) para la elaboración de la Carta Arqueológica, recogió tres fragmentos cerámicos fabricados a mano y atribuidos al Bronce Final en el sitio de Los Castejones, y a los pies de éste, junto al antiguo molino, se recogieron varios fragmentos con características similares (Pascual Díez 1991:55). En el Cerro del Haya (Villar de Maya) se documentaron fondos de cabaña con el piso de arcilla excavado en el manto natural, donde se registró una vaso de cerámica a mano pintado (Pascual y Pascual 1984: 93-95, 112-113, 122-123; Alfaro 2005: 130-133). Igualmente La Coronilla Negra (Yanguas) evidencia un asentamiento del Hierro I remontable al Bronce Final (Pascual y Pascual 1984: 164-167; Alfaro 2005: 99-100). Asimismo se han documentado algunas cerámicas en San Julián (Sepúlveda) (Barrio Martín 1989: 290-292). Finalmente, en las revisiones de materiales que hemos llevado a cabo en los fondos del Museo Numantino hemos registrado cerámica excisa en el Castillo Viejo (San Esteban de Gormaz), cerámicas y material lítico en La Poza (Langa de Duero) y por último, varias cerámicas de este periodo en el Altillo de la Casa (Miño de San Esteban) y La Mora (Fuentes de Magaña). Se ha sugerido que la vida en la Edad del Bronce estaría marcada por una acentuada movilidad estacional que condicionó la cultura material y las formas de vida, lo que habría dado lugar al 63 La primera Edad del Hierro aprovechamiento de amplios y diversificados territorios, utilizando los recursos más favorables y de un acceso más fácil en cada época del año. Bien ejemplificado en el asentamiento del Bronce Medio de Los Tolmos de Caracena, sitio abierto al aire libre donde se documentó una sola ocupación del periodo de primavera-verano (Jimeno y Fernández Moreno 1991) y una alternancia estacional entre hábitats al aire libre y cuevas, como los propuestos para la Cueva del Asno en Los Rábanos o la Cueva de Covarrubias de Ciria (Jimeno 1986). De este modo, los asentamientos del final del la Edad del Bronce presentan unas reducidas dimensiones, en los que residiría un grupo familiar no muy extenso. Sus miembros compartiría algún tipo de relaciones de parentesco, real o imaginado, y una organización de carácter igualitario, donde algunos miembros del grupo actuarían como líderes o cabecillas, tal y como señalaba M.D. Fernández Posse (1998: 121-122), caracterizando a los responsables en la toma de decisiones dentro de los grupos sobre determinados asuntos, como el momento del traslado hacia un nuevo asentamiento o el lugar de destino del mismo, quienes tendrían aptitudes y/o capacidades para adueñarse de un nuevo espacio en nombre de la comunidad. El carácter efímero de la ocupación de estos espacios habría dado lugar a una escasa modificación de los paisajes. Los sitios carecían de la voluntad de perdurar, lo contrario de lo que observaremos en la Edad del Hierro. En otras regiones, se han documentado estructuras de habitación, realizadas con materiales perecederos, como barro, maderas, pieles o elementos de cestería (Fernández Posse 1998: 113), cuya huella material es muy leve. La precaria conservación de las evidencias y la casi invisibilidad del registro han sido relacionadas con una eliminación física e intencional de las cabañas de los sitios, a modo de muerte metafórica cuando se abandonan los enclaves (Blanco González 2010b: 160-161). En lo referente a las evidencias de enterramiento tan sólo conocemos el caso de la necrópolis de San Pedro de Oncala (Tabernero et al. 2010: 391-395) documentada en la última década, donde por primera vez aparece el ritual de la cremación. En ella, se registraron 22 tumbas en hoyo que estaban señalizadas, en algunos casos, por estelas y cuyos escuetos ajuares estaban formados por lascas de sílex, una anilla de bronce y varios fragmentos cerámicos. Ante la escasa evidencia material se hace difícil fundamentar un cambio de actitud ante la muerte, teniendo en cuenta que la única evidencia funeraria para el Bronce Medio era el triple enterramiento que apareció en un fondo de cabaña de Los Tolmos de Caracena con un hombre, una mujer y un nonato de 8 meses (Jimeno 1983). Por último, vamos a caracterizar los depósitos de objetos metálicos que son el testimonio material más abundante de este periodo. Han sido entendidos como el resultado de ocultaciones de objetos valiosos aislados en el paisaje, cuyos significados aún no hemos sido capaces de desentrañar. En el Alto Duero, los depósitos están formados por diversas combinaciones de hachas, armas o elementos de adorno y registrados como hallazgos casuales carentes de contextos arqueológicos. Tan sólo contamos con información sobre el hallazgo de alguno de estos depósitos, como es el caso del conjunto de Salas de los Infantes que se documentó en la cimentación de una fábrica al sur del pueblo a una profundidad de 2,70 m. de la superficie, cercano a la confluencia de los ríos Arlanza y 64 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Ciruelos, y bajo un villa romana de los siglos II-III (Delibes y Fernández Manzano 1986: 10). También el hacha que se registró en La Cuesta del Moro (Langa de Duero), junto a cinco denarios ibéricos, lo que ha dado pie a interpretaciones que la relacionaban con una reliquia (Monteagudo 1977; Mederos 1997: 118). Fig. 13: Mapa de distribución de las evidencias del Bronce Final en el Alto Duero. Poblados: 1.- Cerro del Haya (Villar de Maya), 2.- La Coronilla Negra (Yanguas), 3.- La Mora (Fuentes de Magaña), 4.- Calatañazor, 5.- El Castro (La Barbolla), 6.- Fuentelárbol, 7.- Los Quintanares (Escobosa de Calatañazor), 8.- Castilviejo (Yuba), 9.- Santa María (La Riba de Escalote), 10.- Castillo Viejo (San Esteban de Gormaz), 11.- Altillo de la Casa (Miño de San Esteban), 12.- La Poza (Langa de Duero), 13.- San Julián (Sepúlveda). Necrópolis: 14.- Oncala. Depósitos: 10.- San Esteban de Gormaz, 12.- La Poza (Langa de Duero), 15.- Mecerreyes, 16.- Lara de los Infantes, 17.- Covarrubias, 19.- Castrillo de la Reina, 20.- Huerta de Arriba, 21.- Covaleda, 22.- El Royo, 23.- Ocenilla, 24.- Soria, 25.- San Pedro Manrique, 26.- Coruña del Conde, 27.- Gumiel de Izán. Los materiales de algunos conjuntos carecen de coherencia cronológica como es el caso de los depósitos de Salas de los Infantes, Coruña del Conde o Padilla de Abajo. Junto a los modelos propios del Bronce Final -hachas de talón con anillas, hachas de apéndices laterales, palstave, lanzas de enmangue tubular, brazaletes, punta Palmela-, aparecen hachas planas que han sido atribuidas a cronologías anteriores (Delibes y Fernández Manzano 1986: 10-12). Mientras que conjuntos como los de Covaleda, Huerta de Arriba o Cabañas de Juarros presentan una atribución clara a este periodo. El depósito de Ocenilla es el más problemático de la zona. En la bibliografía, numerosos autores lo han tenido en consideración en las distribuciones de depósitos del Bronce Final (c.f. Almagro Basch 1940; Ruíz-Gálvez 1984; Fernández Manzano 1986; Hernando Grande 1992), sin embargo, debemos ponerlo 65 La primera Edad del Hierro en cuarentena. Blas Taracena en su Carta Arqueológica (1941: 11) alertaba que los materiales no procedían del sitio de Ocenilla y J.J. Fernández Moreno en uno de sus artículos (1988: 36) hace un recorrido del bagaje de estas piezas, dadas a conocer por M. Almagro Bach y depositadas en el Museo Numantino de Soria por S. Gómez Santa-Cruz. También recopila los análisis metalográficos (ibid. 38- 42) realizados a los conjuntos de Beratón, Covaleda y, además, de Ocenilla, cuyas analíticas atestiguan cierta similitud en la composición entre los ejemplares de Beratón y Covaleda, e incluso relacionan un origen de la materia prima próximo, sino compartido. Localización Materiales Beratón Hacha de talón Lara de los Infantes Lanza Gumiel de Izán Regatón / hacha de apéndices Coruña del Conde 4 regatones / 2 hachas de apéndices / 2 hachas planas Castrillo de la Reina Lanza Covarrubias Hacha de apéndices Huerta de Arriba 3 puñales / lanza / 3 hachas de talón / 2 brazaletes / lezna / 3 navajas / 2 calderos Covaleda Regatón / 3 hachas de talón / hacha de apéndices Langa de Duero Hacha de apéndices laterales San Esteban de Gormaz Hacha de talón San Pedro Manrique Hacha de talón Sepúlveda Hacha de talón Segovia Arma pistiliforme Segovia Lanza Mecerreyes Lanza Silos Lanza Ocenilla Lanza / arma de lengua de carpa Soria Lanza Segovia Lanza Silos Fíbulas de codo Provincia de Burgos Fíbulas de codo El Royo Hacha de apéndices laterales Layna 2 puntas foliformes / punta de flecha con pedúnculo y aletas Tabla 4: Relación de materiales de los depósitos y cronologías (a partir de Fernández Manzano 1986; Fernández Moreno 1988; Hernando Grande 1992 y Monteagudo 1977: 139, 828). J. Fernández Manzano (1986: 39-41) relacionó tipológicamente estos materiales con los tipos del noroeste francés, que podrían haber llegado al Alto Duero mediante intercambios comerciales por vía marítima, aunque tampoco descarta que pudiesen corresponder con los primeros ejemplares fundidos en la Península Ibérica. Sin embargo, la composición del conjunto de Ocenilla no presentaba relación con los anteriores, ni tampoco con los materiales del depósito de la Ría de Huelva que había estudiado 66 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero S. Rovira (1995: 40) en su estudio arqueometalúrgico sobre los materiales del Museo Arqueológico Nacional, por lo que a la luz de los datos actuales, parece que poco podemos decir sobre la procedencia de los materiales de Ocenilla, tan sólo que su composición no presenta relación con ejemplares cercanos, ni en tiempo, ni en espacio. Sobre la funcionalidad de los objetos almacenados en los depósitos, se ha especulado especialmente sobre las hachas, ya que llama poderosamente la atención que estas ocultaciones aparezcan en las zonas de montaña, tradicionalmente boscosas. No son frecuentes en las zonas de las vegas, más propensas a la explotación agrícola, por lo que estos objetos se han relacionado con el aprovechamiento de los bosques (Jimeno y Fernández Moreno 1992: 96). Fig. 14: Materiales de los depósitos de: A.- Covaleda (a partir de Hernando Grande 1992: Fig. 27-29). B.- El Royo (a partir de Fernández Moreno 1988: Fig. 2). C.- Ocenilla (a partir de Fernández Manzano 1986: Fig. 31). D.- Layna (a partir de Hernando Grande 1992: Fig. 32-34). 67 La primera Edad del Hierro Estudios etnoarqueológicos, llevados a cabo en el continente africano, documentan diferentes actividades dependiendo del tipo y la forma de las hachas. Así las hachas planas, más típicas de los momentos iniciales de la Edad del Bronce, son propias de grupos que practican la agricultura de tala y quema, mientras que las hachas de enmangue tubular, propias del Bronce Final, son utilizadas por comunidades con una agricultura más compleja, que les permite una deforestación más intensa y la labranza de campos con mayor extensión de modo permanente. Según A. González Ruibal (2006- 2007: 87), las hachas de tubo tendrían un uso más versátil que las hachas planas, ya que además de la tala, permitiría el trabajo de la madera y el escarbado. En el Alto Duero, los tipos de hachas documentadas son planas y, por tanto, relacionadas con la explotación de los bosques y la práctica de la agricultura de tala y quema. Las interpretaciones que se han dado a estos conjuntos son variadas, ya que al carecer de contextos y de un registro amplio no nos permite sino trasladar algunas de las lecturas que se han hecho en otras regiones. Explicaciones de tipo funcional, los entiende como “depósitos de fundidor”, donde la aparición de piezas más modernas y más antiguas son meros stocks de bronce para volver a fundir. Otras interpretaciones presentan cierto cariz social y los interpretan como acumulaciones intencionales de riqueza o destrucciones conspicuas de la misma por parte de unas élites. Finalmente, desde el terreno de lo ritual, correspondiendo a depósitos votivos u ofrendas a los dioses. En definitiva, el panorama que se esboza en el Alto Duero en la antesala de la Edad del Hierro es el de grupos reducidos que pueblan el paisaje de forma más o menos estacional, dejando una leve huella en el mismo. A pesar de la sutileza de las evidencias, podemos observar ciertas tradiciones regionales diferenciadas entre las zonas de montaña donde se ubica el único cementerio y los depósitos de objetos de bronce, y los valles con las evidencias más claras de asentamiento, dualidades materiales que veremos enfatizadas a lo largo del primer milenio a.n.e. 4.2. HACIA DÓNDE VAMOS… LA EDAD DEL HIERRO Los momentos de grandes transformaciones siempre son los más complejos de tratar, ya que no siempre contamos con la resolución de datos que necesitamos para entenderlos. En el Alto Duero, la transición de la vida de las comunidades de la Edad del Bronce al Hierro es difícil de detallar debido a la escasez de datos. En términos generales, se han atribuido una serie de cambios tecnológicos, económicos y sociales. Las mejoras técnicas más destacadas vienen de la mano de la generalización del hierro como materia prima para la elaboración de herramientas, utensilios y armas, y grandes avances de la tecnología agrícola, tales como la introducción de las herramientas de hierro, el arado ligero, el policultivo mediterráneo, la rotación de cultivos de cereal-leguminosas o los abonos que posibilitaron la explotación de nuevas tierras y la mejorar la fertilidad de las mismas (Ruiz-Gálvez Priego 1992; Álvarez Sanchís 2005). La expansión del cultivo del haba (Vicia Faba), cuya difusión se relaciona 68 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero a la rotación de cultivos y el aumento de fertilidad de los suelos (Duke 1987: 275-277) y los bosques de hayas (Fagus sylvatica) ligados a las alteraciones del terreno por la intensificación de las actividades agrícolas o ganaderas (Blanco González y López Sáez 2013: 108-109), indican cambios en la concepción y explotación del paisaje que rodea a las comunidades. Las nuevas tecnologías posibilitaron la intensificación de las labores productivas, lo que permitió reducir la movilidad y dio lugar a la construcción de asentamientos estables, no estacionales, edificados con la voluntad de albergar a la comunidad durante todo el año. El incremento de la producción favoreció un aumento demográfico, reflejado en la proliferación del número de sitios, y el cambio en los patrones de subsistencia promovió la búsqueda de nuevas soluciones para la conservación de los alimentos, sobre lo que M. Ruiz-Gálvez (1992: 229) advirtió la importancia de la explotación de recursos como la sal, que permitían una conservación duradera y su control se convirtió en un recurso estratégico para las comunidades. Buena prueba de ello, la encontramos en Centroeuropa con el poderío de los miembros de la comunidad que controlaban las minas de sal de la Cultura de Hallstatt. Esta paulatina sedentarización cambió profundamente la forma de entender el paisaje de las comunidades. Por primera vez, encontramos ocupaciones reiteradas de un mismo enclave prolongadas en el tiempo durante generaciones, donde se erigen estructuras construidas con materiales pensados para perdurar, y registramos remodelaciones y labores de mantenimiento. También aparecen elementos de reclamo de la tierra como son las necrópolis, ligadas a las genealogías, la transmisión de derechos y la propiedad. Así, como un énfasis en la construcción de fronteras, fruto de las transformaciones en la filiación y tenencia de la tierra. La tierra era una propiedad inmueble, cuyos derechos son transmitidos por herencia (Ruiz-Gálvez Priego 1992; Blanco González 2010b), lo que la convertirá en el centro del conflicto (Sharples 1991: 84) y fuente del poder durante la Edad del Hierro, influyendo en el modo de construcción de las narrativas sociales y condicionando las relaciones entre los vivos y los muertos. En regiones como el Noroeste peninsular (Fernández Posse 1998; González Ruibal 2006-2007; Marín 2011), con el inicio del Edad del Hierro se observan cambios sociales e ideológicos muy marcados, especialmente materializados en un cambio en las estrategias de poder. La desigualdad social visible y exhibida por unas élites mediante determinadas prácticas y tecnologías del cuerpo se transforma en un énfasis de lo comunal y una ocultación de las diferencias. Desafortunadamente, el registro material con el que contamos para el Alto Duero durante el Bronce Final poco nos decir sobre los mecanismos del poder y observar sí los mismos mecanismos tienen lugar en nuestra región. G. Ruiz Zapatero y J. Álvarez Sanchís (2015: 222) apuntaban que no nos enfrentamos ante un modelo único para la Edad del Hierro, sino ante un mosaico heterogéneo y diverso que presenta un barniz de similitud fruto de los procesos generales, por ello, en los próximos apartados vamos a profundizar en las particularidades, generalidades y diferencias de nuestra zona de estudio para entender mejor los significados sociales y culturales que supuso este periodo. 69 La primera Edad del Hierro 4.3. PAISAJES FRAGMENTADOS La generalización de la tecnología del hierro en toda la región y los cambios ligados a la subsistencia, a los recursos y las potencialidades de los usos del suelo derivadas de la fluctuación climática que dio paso al Subatlántico, provocaron una reestructuración del modelo de poblamiento. Los paisajes resultantes estarían poblados por un rosario de pequeñas aldeas, situadas en localizaciones destacadas sobre su entorno, rodeadas por un paisaje arbolado, poco denso en las inmediaciones de las mismas, debido al acondicionamiento de las tierras para las roturaciones de una agricultura cerealista, especializada en trigo, avena y cebada (Delibes et al. 1995; Romero et al. 2008: 665-669; Ruiz Zapatero y Álvarez Sanchís 2015). Con el fin de aproximarnos a las gentes que construyeron y vivieron esas aldeas, hemos de profundizar en la materialidad de los paisajes, entendiendo las relaciones que se establece entre personas-paisajes. Para ello, en los siguientes aparatados vamos a analizar los aspectos más físicos de las localizaciones de los asentamientos y sus alrededores que son, hasta la fecha, las evidencias arqueológicas de las que disponemos de una mayor documentación para tratar esta escala. 4.3.1. CONSTRUYENDO PAISAJE En primer lugar, vamos a detenernos en uno de los aspectos más físicos del paisaje, clasificando los enclaves sobre los que se construyeron los asentamientos a partir de la forma del relieve con la metodología propuesta por A. Weiss (2001), que se describió previamente en el capítulo 3. El primero de los resultados que aportaba este método era la atribución de cada uno de los sitios a una de las diez formas del relieve que se recogían en la Tabla 1. De este modo, las localizaciones favoritas para construir los espacios de hábitat durante la primera Edad del Hierro son en altura, especialmente aquellas formas relacionadas con cimas de montaña o crestas en altura (clase nº 10) que suponen el 50,8% de los sitios elegidos. La siguiente clase en importancia son las mesetas en altura (nº 7) con un 22,4% del total, las crestas a media pendiente o colinas en llano (nº 9) con un 14.6% y, por último, un minoritario 7,75% de los sitios se encuentran en entornos llanos (nº 5). Tal y como muestra la Fig. 15, observamos como alrededor del 80% de los asentamientos se encuentran en localizaciones elevadas sobre sus entornos, lo que podríamos relacionar con las condiciones climáticas e hidrográficas que se han atribuido a la primera Edad del Hierro, debido al aumento de la humedad, la proliferación de zonas encharcables y el aumento del caudal de los ríos. 70 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Fig. 15: Porcentajes del número de sitios por forma del relieve. Las clases son las establecidas en la Tabla 1. En lo referente a los paisajes sobre los que se construyen los sitios, los resultados del k-medias y los componentes principales revelan que el componente principal (PC) 1 y el PC2 engloban el 76.1% de la varianza explicada como observábamos en la Tabla 3. Mientras que derivado del análisis de los autovectores, las formas del relieve 1, 5, 6 y 7 tienen un peso notorio en la formación de las clases respecto al PC1, mientras que las clases 4 y 10 parecen significativas para describir la variabilidad del PC2. El resultado de los análisis muestra tres tipos o unidades del paisaje bien distinguidas con un similar número de casos, que aparecen representados en las Fig. 16 y 17 como Grupo 1 (G1), G2 y G3. El G1 engloba 37 sitios y está relacionado con las estribaciones del Sistema Ibérico -la Sierra Cebollera, la de los Montes Claros, la de Alba o la de Neila- y las alturas intermedias y sierras secundarias entre el Sistema Ibérico y el Sistema Central. Los sitios se elevan sobre terrenos desiguales y escarpados con bruscas diferencias de altitud, combinando valles encajados con elevadas montañas. En el otro extremo del gráfico del PCA (Fig. 16) encontramos al G3 que incluye 44 sitios y está estrechamente relacionado con la clase 5 y los entornos planos. Por lo general, se corresponden con localizaciones destacadas en zonas más o menos ondulados, correspondiendo con cerros aislados y prominentes. Finalmente y en la parte central, el G2 agrupa también 37 sitios, relacionados con los espacios de transición entre los dos grupos anteriores, situados sobre estribaciones secundarias. Mediante las agrupaciones, podemos observar una dicotomía de poblamiento entre los enclaves ubicados en las zonas montañosas y los asentamientos en los valle. Esta dualidad ya fue señalada por M. Revilla y A. Jimeno (1986-1987) en su trabajo sobre cuatro sitios abiertos, situados en la zona del valle del Duero -en el entorno de Almazán-, donde advirtieron una serie de diferencias geográficas, culturales y económicas con los asentamientos de la vertiente montañosa. De este modo, poniendo el 0 10 20 30 40 50 60 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 P o rc en ta je Forma del relieve 71 La primera Edad del Hierro acento en las formas del relieve y expandiendo los límites a toda el área del Alto Duero, observamos como esa dualidad se mantiene a lo largo de toda la región natural. Fig. 16: Gráfico de dispersión que representa la proyección de los casos (n = 116) sobre los dos primeros componentes y los grupos del k-medias. El estudio de los asentamientos de la primera Edad del Hierro en nuestra zona ha estado protagonizado por los sistemas defensivos que han marcado la agenda investigadora (e.g. Taracena 1933, 1954; Fernández Miranda 1972; Romero 1991; Romero and Lorrio 2011; Bachiller 1987; Lorrio 2005). El G1 es el grupo que engloba la mayor parte de los asentamientos con estructuras defensivas, con un 86,5% de estos sitios están fortificados. Entre se ellos, cabe destacar los asentamientos de la denominada como “Cultura de los Castros Sorianos”, que hace referencia a un conjunto específico de sitios que se localizan en la vertiente del Sistema Ibérico orientada hacia el valle del Duero y que presentan los sistemas defensivos más complejos y variados de toda la zona de estudio, compuestos por la combinación de murallas, fosos, torres y/o campos de piedras hincadas. Dentro del G1, tan sólo están exentos de algún tipo de elemento defensivo artificial, aquellos directamente relacionados con un asentamiento fortificado en términos de distancia y relación visual como son: El Castillo del Avieco (Molinos de Razón), La Coronilla Negra (Yanguas) y Valdegén 72 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero (Villaseca Bajera), en los que aparecen cerámicas a mano correspondientes a vajilla doméstica y almacenamiento, y además seis molinos barquiformes en el caso del Valdegén (Romero 1991: 114- 115; Alfaro 2005: 153-154, 164-167; Pascual y Pascual 1984: 99-100). Tampoco presentan defensas El Castillo (Vea) o Socastillo (Vea), sitios encajados en el cauce del río Linares, donde tan sólo se han recogido un escaso número de materiales y no cuentan con ningún tipo de elementos constructivos (Alfaro 2005: 119-121; 126-128). Estos sitios podrían corresponderse con enclaves subordinados de los sitios fortificados, que podríamos relacionar con un aumento de la población y la necesidad de una explotación más eficiente de los recursos. Fig. 17: Mapa de distribución de los tipos de unidades del paisaje para la primera Edad del Hierro. En contraposición, los enclaves del G2 son sitios abiertos que no presentan estructuras defensivas, ni ningún elemento de delimitación del asentamiento, al menos a la luz de los datos actuales. En este sentido, cabe destacar varios tramos de empalizadas que aparecieron en el sitio de Numancia, fechados en el tránsito entre el Bronce Final y la primera Edad del Hierro, que pertenecerían a diferentes asentamientos y en cuyo interior se documentaron cerámicas a mano (Jimeno et al. en preparación). Finalmente, entre los dos grupos representados en los extremos del gráfico, el G3 reúne características de ambos, agrupando aquellos asentamientos que se encuentran a caballo entre las zonas montañosas y los valles del Duero o sus afluentes, generalmente en las cabeceras de los tributarios del Duero. 73 La primera Edad del Hierro Observamos, así, cómo se perfilan al menos dos grupos bien diferenciados en lo que a la elección de los enclaves se refiere, que podríamos dividir grosso modo entre las zonas montañosas y los valles. Al extender los límites del análisis de los asentamientos a la toda región, y no sólo al área tradicional de los estudios, observamos que la dualidad se mantiene tanto en las unidades del paisaje que habitan como en el tipo de lugares sobre los que se erigen los asentamientos. A partir de estos datos, vamos a profundizar en las diferencias regionales que se aprecia en el seno de las agrupaciones y que han podido ser esbozadas desde la configuración del poblamiento. Esta diferencia de actitud ante el paisaje dependería tanto de las características sociales y culturales de los grupos humanos que las diseñaron, como de los rasgos físicos naturales de los entornos, estableciéndose así una relación bidireccional entre lo creado y los creadores, y las características inherentes de ambos. Al inicio del capítulo, hacíamos referencia a la creciente importancia de la tierra y los recursos que permitían la sostenibilidad de las comunidades y cómo se había convertido en fuentes de riqueza transmitidas durante generaciones por los sistemas de herencia. En los próximos apartados, ahondaremos en el uso que estas comunidades hicieron del paisaje y las diferencias en las dos regiones que hemos advertido a través de la localización de los asentamientos: las comunidades de las zonas zonas montañosas y las de los valles, y de este modo entender las diversas materializaciones y significados que encierran los paisajes. 4.3.2. LOS ASENTAMIENTOS Y LOS SISTEMAS DEFENSIVOS A inicios de la primera Edad del Hierro y por primera vez es el paisaje de los vivos el que se monumentaliza. Se construyen grandes obras para el beneficio de toda la comunidad, se apropian físicamente del espacio y reivindican una tierras de explotación, y no sólo para conmemorar a antepasados o dioses (Cunliffe 2013: 251). A lo largo de este primer milenio a.n.e., se advierte un énfasis en la creación de fronteras, tendencia bien observada en otras regiones de Europa como la comarca de Yorkshire (Reino Unido), donde la fragmentación de los paisajes mediante la construcción de zanjas o empalizadas, se observa desde la Edad del Bronce. En la Península Ibérica, los elementos delimitadores que se han conservado son tan sólo las fortificaciones en torno a los sitios, siempre y cuando estuviesen construidas con materiales no perecederos como la piedra, quedando invisibles posibles empalizadas de maderas u otras delimitaciones de materiales orgánicos que se han perdido debido las adversas características de los suelos y condiciones climáticas para su preservación. Los asentamientos de las zonas de montaña son los que presentan un énfasis más claro en sus límites. Son sitios de pequeñas dimensiones, construidos sobre localizaciones que han sido calificadas de estratégicas por erigirse sobre relieves elevados y fácilmente defendibles. La mayoría de ellos presenta estructuras defensivas donde el elemento más recurrente son las murallas, cuya presencia se extiende por todo el Alto Duero, independientemente de la variabilidad regional en el seno de este grupo. Dichas 74 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero fortificaciones cierran un único recinto y tan sólo guardan los flancos más vulnerables o de acceso más fácil de los asentamientos, aprovechando los escarpes naturales. Como advertíamos anteriormente y a tenor de los límites de los sitios, la principal protagonista en la investigación de la región ha sido la denominada por Blas Taracena como “Cultura de los Castros Sorianos” (c.f. Taracena 1933; Romero 1991; Bachiller 1987; Alfaro 2005). Esta hace referencia a un conjunto de sitios que se localizan en la vertiente del Sistema Ibérico orientada hacia el valle del Duero y caracterizada por sus particulares y complejas defensas, a partir de murallas, fosos, torres o campos de piedras hincadas. Esta combinación de elementos no parece responder a ningún patrón locacional, formal o estructural, sino más bien a cuestiones económicas, sociales o culturales de sus constructores. Fig. 18: Mapa de la combinación de elementos defensivos. A.- Elementos defensivos de la llamada “Cultura de los Castros Sorianos”. B.- Mapa general del Alto Duero con los grupos resultantes de la clasificación y los elementos defensivos. 75 La primera Edad del Hierro En la Fig. 18, se observa como las murallas se extienden por la mayor parte de los asentamientos de la región de las montañas y algunos de los asentamiento de los valles. Su forma y características siempre están condicionadas por la disposición y la forma del relieve sobre la que se levanta y sus dimensiones varían entre los 2,5 m. y 6,5 m. de potencia, para las que se estiman una altura aproximada de 4 m. (Romero y Lorrio 2011: 109). Se construyeron a partir de piedra local, de pequeño o mediano tamaño, sin carear y en seco, aunque destacan algunos casos aislados donde se documentaron elementos de trabazón como en El Castillejo (Castilfrío de la Sierra) y El Castellar (San Felices) (Romero 1991: 203). Los fosos aparecen en la región que podemos considerar nuclear en términos de mayor número de combinaciones de elementos defensivos. Si bien fuera de esta área, se ha documentado un doble foso en uno de los sitios emplazado en la Sierra de Cabrejas, El Alto del Arena (San Leonardo). En éste, F. Romero (1991: 109-111) advierte un interludio entre ambos, un campo de piedras hincadas y una torre en el extremo sureste (Benito et al. 2006: 84-85), así como una torre y piedras hincadas en El Pico (Cabrejas del Pinar) (Benito et al. 2006: 62-63). Generalmente, los fosos preceden a murallas, como en La Coronilla del Río Masas (Yangüas), o a torres como El Castillo (Aldeacardo), o una combinación de estructuras defensivas a partir de muralla, foso y torre, como en Los Castillejos (Villar de Maya), Peñas de los Moros (Vizmanos) o El Castillejo (Valloria), aunque también se documentan intercalados con campos de piedras hincadas, como en El Castellar (Taniñe), Los Castellares (San Pedro Manrique), El Castillejo (Castilfrío de la Sierra) y El Castillejo (Hinojosa de la Sierra). Estas combinaciones de elementos defensivos han dado lugar a que los fosos hayan sido considerados como las canteras de abastecimiento de piedra para la construcción de murallas, torres o piedras hincadas, llegando en algunos casos, al punto de negar la intencionalidad constructiva de los mismos, así como su función defensiva (e.g. Bachiller 2008). Fig. 19: Imagen del PNOA de sitios que sólo presentan fosos: A.- El Campillo (Villaseca Somera). B.- El Molino (Bretún). 76 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Pero ante ésto, cabe señalar, la existencia de algunos sitios que tan sólo presentan fosos aislados, como es el caso de El Molino (Bretún), El Campillo (Villaseca Somera) o El Castillo (San Pedro Manrique), donde los fosos se construyen con la clara intencionalidad de enfatizar y delimitar artificial del espacio de hábitat de la comunidad, modificando la forma natural de puntales o espigones fluviales, y creando cerros aislados artificiales (Fig. 19). En algunos enclaves concretos se ha documentado la existencia de sólidas y compactas torres, bastiones o tramos de muralla reforzados, relacionados con labores de vigilancia (Romero 1991: 206). Este tipo de estructuras presenta grandes dificultades para su diferenciación y delimitación, debido a los extensos derrumbes de que acompañan a estas estructuras. Un caso significativo es el de El Castillo de la Virgen de El Royo que presenta, en la parte noreste de la muralla, un engrosamiento sobre el que se ha sugerido la posible existencia de una torre o puesto vigilancia (Eiroa 1979a; Romero 1991: 94- 101). Aunque el principal referente en relación con las torres es El Castillo de las Espinillas (Valdeavellano de Tera) que presenta cinco torres semicirculares adosadas a la muralla por el exterior, construidas con la misma técnica que la muralla (Ruiz Zapatero 1977) (Fig. 20). Fig. 20: El Castillo de las Espinillas (Valdeavellano de Tera) (Montaje a partir de Romero 1991: Fig. 37 realizada a partir de la planimetría de Taracena, la situación de la entrada antigua (1) y moderna (2) propuestas por Hogg y la ubicación de las torres de Ruiz Zapatero). Por último, los campos de piedras hincadas presentan unas dimensiones de entre 5 y 20 m. de ancho y, generalmente, se sitúan a continuación de la muralla, donde queda un espacio vacío o un foso. Este tipo de construcciones son aún hoy controvertidas, ya que aparecen en diferentes marcos culturales, espaciales y temporales sin relación aparente entre ellos. Son numerosas las reflexiones se han sucedido sobre este fenómeno (c.f. Hogg 1957; Harbison 1968; Alonso et al. 2003; Romero 2003; Berrocal y Moret 2007). Autores como L. Berrocal y P. Moret (2007: 24) los han considerado como “un 77 La primera Edad del Hierro elemento multifuncional de carácter defensivo genérico”, ya que aparecen en regiones concretas a lo largo de la Europa Atlántica, con similares elementos formales y en momentos cronológicos bien diferenciados, por lo que no pueden ser considerados como un indicador que refleje unas relaciones culturales o demográficas directas. Tradicionalmente han sido entendidos como elementos diseñados para impedir los ataques de la caballería, pero, tal y como afirman F. Romero y A. Lorrio (2011: 111- 112), la mayor parte de los investigadores hoy discrepa de esa interpretación, ya que en las fechas que tratamos es difícil hablar de una autentica caballería organizada. En otros lugares de la Península y Europa en los que se registran evidencias similares, en los últimos años se ha interpretado en otras claves. En Els Vilars (Arbeca) se aprecia cómo estas estructuras pétreas obedecen a la intencionalidad de enfatizar las murallas (G.I.P. 2003: 238). Mientras que en Las Peñas de Aroche (Huelva), las piedras hincadas se han entendido como una forma de guiar la entrada y salida del asentamiento (Berrocal 2004: 57-59). Similar ha sido la interpretación de J. Henderson (2007: 139) para los hillforts de Escocia, donde los reivindica como elementos para guiar e impresionar al observador más que impedir su paso. A este respecto, observamos como la localización de las puertas de acceso a los asentamientos son clave para inclinar nuestra interpretación. Generalmente, tenemos enormes problemas a la hora de localizar dichos accesos, debido a los masivos derrumbes de las murallas y a las características constructivas de las puertas, que no son sino meras interrupciones en la muralla o un espacio angosto entre dicha muralla y el escarpe natural, como es el caso de El Castillejo (Castilfrío de la Sierra) o El Castillo (Hinojosa de la Sierra), donde A. Hogg (1957) observó la existencia de un camino que atravesaba el foso y el campo de piedras hincadas, aunque no se apreciaba interrupción alguna en la muralla que marcase la puerta debido a los derrumbes de la misma, pero que claramente apuntaba la localización de la puerta de acceso. Fig. 21: Ejemplos de castros con campos de piedras hincadas: A.- El Castillejo (Castilfrío de la Sierra. B.- El Castillejo (Hinojosa de la Sierra) (a partir de Taracena 1929a: Fig. 13 y 4; Romero 1991: Fig. 7 y 19). 78 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero A partir de estas diferentes visiones sobre la funcionalidad e intencionalidad de los constructores, retomo la idea de D. Harding (2012: 219) sobre los campos de piedras hicadas, en la que estas construcciones proveerían de una defensa simbólica más que física, así formarían corredores que guiarían a la persona hacia la puerta de entrada, el paso hacia el interior. Las puertas de acceso permanecen discretas, no se enfatizan, lo que dificulta su localización, pero mediante la presencia de fosos o campos de piedras hincadas y la existencia de caminos que guían a través de ellos, se resalta la importancia del umbral, el paso hacia otra dimensión, al espacio controlado y dominado por la comunidad que los construyó. 4.3.3. LAS FORTIFICACIONES 4.3.3.1. Los materiales La construcción de estas estructuras defensivas, por parte de comunidades de reducido tamaño, debió suponer un enorme esfuerzo de planificación, en el que participaban todos los miembros de la comunidad de un modo u otro. Incluso la construcción de estructuras de obras a pequeña escala, supondría un gran consumo de recursos, que posiblemente pertenecerían al conjunto social, ya fuesen de piedra, madera o barro, tal y como sugiere N. Sharples (2007: 179) para la construcción de la empalizada de madera de Little Woodbury (Wiltchire, Reino Unido). Para ellos, sería necesaria una gran inversión de recursos comunales en la edificación; productos agrícolas para el mantenimiento de los participantes en el evento y fuerza de trabajo en la obtención, transporte, construcción y logística de las actividades. Las materias primas se obtendrían del entorno cercano de los asentamientos, así la piedra utilizada para las construcciones es de procedencia autóctona y, en algunos casos, extraida directamente de los fosos (Bachiller 2008). Los materiales utilizados serían cuidadosamente escogidos y estarían dotados de cierto significado simbólico y social por los constructores. Es el caso documentado en Parque Nacional de Northumberland (Reino Unido), donde las murallas de los hillforts fueron construidas a partir de un determinado tipo de piedra, andesita rosa, modificando así la percepción del paisaje (Frodsham y O’Brien 2005; Frodsham 2004). También se le ha atribuido un simbolismo similar a los materiales utilizados en la construcción de la puerta de Maiden Castle (Dorset, Reino Unido), ya que la madera y la caliza utilizada no se encuentran en el entorno del sitio y tuvieron que se transportadas hasta el enclave, otorgando a la construcción unos valores integradores y de cooperación entre los habitantes del paisaje y los enclaves cercanos (Sharples 2007: 180). Según D. Harding (2012: 191), la disposición y combinación de las estructuras defensivas en los castros de la Celtiberia habrían sido planificadas al mismo tiempo y visualizadas como una unidad por sus constructores. F. Romero y A. Lorrio (2011: 110) van más allá y proponen que todos los sistemas defensivos de un enclave fueron construidos al mismo tiempo, por lo que su alternancia y combinación 79 La primera Edad del Hierro no responde a un valor cronológico, ya que se realizaron en un solo evento constructivo. Sin embargo, carecemos de datos arqueológicos que nos permitan afirmar o negar cualquiera de estas hipótesis. La mayor parte de las intervenciones arqueológicas en las murallas de estos sitios fueron realizadas por B. Taracena (1929a) en los años 20, con la metodología, unas preguntas y recursos con los que contaba en el momento y que no arrojan luz en este sentido. Hemos de tener en consideración que posiblemente las intervenciones constructivas en este tipo de estructuras, no debieron ser exclusivas de un solo momento, ya que requerirían una labor constante de mantenimiento y acondicionamiento para evitar su degradación y reparar los posibles daños que hubiesen tenido lugar a lo largo del año, humanos o físicos. Por ello, quizá merecería la pena cuestionar su construcción en un solo evento, y más aún, si solamente estamos fundando nuestra hipótesis en las similitudes de las técnicas constructivas empleadas en los distintos elementos defensivos. Podríamos aventurar que, quizá buena parte de los fosos fuesen construidos de modo coetáneo a las murallas, resultado de la extracción de las materia prima (rocas) para las mismas, como indicaba A. Bachiller (2008). Pero la presencia de elementos añadidos, como torres adosada similares a las de El Castillo de las Espinillas (Valdeavellano de Tera), los campos de piedras hincadas o algunos fosos, pudieron ser obras posteriores realizadas con las mismas técnicas. Un buen ejemplo en este sentido es la repetición y combinación de estructuras defensivas de Los Castillejos (Villar de Maya), a partir de la reiteración del patrón de: foso - torre/muralla - plataforma de hábitat más foso - torre/muralla - plataforma de hábitat. E. Alfaro (2005: 136-140) entiende esta construcción como consecuencia de dos fases cercanas en el tiempo y ocasionada por una posible ampliación del espacio habitable, aunque sin desmantelar la primera construcción defensiva por múltiples motivos económicos, urbanísticos o psicológicos, que bien podrían ser calificados de sociales o identitarios. Fig. 22: Imagen del PNOA de Los Castillejos (Villar de Maya). 80 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Gran parte de la problemática sobre estas cuestiones deriva de la falta de una amplia y detallada documentación arqueológica sobre estos sitios, ya que como se ha mencionado anteriormente la mayor parte de la información procede de las excavaciones de B. Taracena a inicios del siglo XX, y tímidas y reducidas intervenciones en las décadas de los 70 y 80. A las que se han sumado datos procedentes de diversas prospecciones que, si bien nos permiten hacernos a la idea de los panoramas paisajísticos, no permiten resolver dudas concretas como las que aquí se plantean. Por lo que futuras y cuidadas excavaciones son necesarias para entender, si las estructuras fueron edificadas en un único evento o, si por el contrario, tuvieron lugar numerosas congregaciones de personas para restaurar, reconstruir o incluir elementos en los complejos panoramas defensivos de la primera Edad del Hierro. 4.3.3.2. Las personas Para la coordinación de los eventos constructivos, fueron necesarias amplias capacidades logística, de acumulación y organización de grandes cantidades de materias primas y alimentos para proveer a los involucrados de manutención. La mejora climática (Ibáñez González 1999: 26) y la innovación tecnológica se tradujeron en un aumento de la capacidad acumulativa de excedentes alimenticios, elemento clave para la realización de estos proyectos comunitarios. En algunos casos como los hillforts de Wessex (Reino Unido), se han documentado la presencia de equipos de almacenamiento previos a estos eventos, como los graneros de cuatro postes situados en lugares que realzan su visibilidad, incluso en algunos casos, son los únicos elementos visibles desde el exterior de los asentamientos (Sharples 1991: 84, 2007: 180). Aunque los excedentes alimenticios no se debieron conseguir tan sólo por un aumento de la productividad, sino también por las redes de intercambio con las comunidades vecinas mediante la manipulación de las relaciones. En los últimos años, se ha utilizado el concepto y las implicaciones del regalo (gift) de Marcel Mauss (2001 [1925]), para entender el significado social y simbólico de estas construcciones defensivas, así como sus procedimientos y mecanismos en el marco de los work party feast (Sharples 2007, 2010). Estas fiestas del trabajo serían extremadamente importantes en lo que a las relaciones políticas se refiere, ya que permitirían la adquisición y transformación entre el capital económico y el simbólico. La generosidad en estos eventos sería clave para la reputación de los organizadores, permitiéndoles reclamar prestigio mediante la exhibición de sus capacidades y recursos (Dietler 2001: 80). El intercambio de regalos forjaba unos fuertes vínculos sociales entre los participantes y jugaba un papel fundamental en la creación de identidades colectivas y las relaciones que median entre los diferentes grupos. Estas transacciones constan de tres actos fundamentales: 1. uno de los participantes entrega un regalo, dando el paso inicial y creando el vínculo, o bien, fortaleciendo uno ya existente; 2. alguien lo recibe, puede aceptarlo y forjar o continuar una relación, o rechazarlo negando el vínculo social; y 3. se establece la obligación de la reciprocidad, en la que se reflejarán valores como la generosidad, el honor o la riqueza de los participantes, propiciando una relación de dependencia duradera en el tiempo entre los participantes. 81 La primera Edad del Hierro C.A. Gregory (1982: 61-69) consideró que entre los regalos debía incluirse la fuerza de trabajo que genera una serie de relaciones y obligaciones, y posteriormente, N. Sharples (2007: 175) en sus investigaciones sobre las fortificaciones de la Edad del Hierro, entendió el regalo como un grupo de individuos participando en eventos de construcción colectiva. Esta colaboración generaría una serie de obligaciones, no sólo relacionadas con proporcionar alimentos a los participantes durante los eventos, sino también con futuras retribuciones en términos de trabajo. Estas ideas propiciaron la interpretación de este autor (c.f. Sharples 2007, 2010) de la fuerza de trabajo como una relación de intercambio de tipo potlatch, así definida por la práctica entre los pueblos de la costa del Pacífico del norte de Estados Unidos y Canadá, entre los que se encontraban los kwakiutl, que consistía en el consumo conspicuo de la riqueza y cuyo resultado se traducía en estatus y prestigio para los organizadores o donantes. I. Armit (1997: 46-65) llamaba la atención en su estudio sobre los hillforts escoceses sobre el amplio número de personas que se habrían visto envueltas en las construcciones. Elemento que contrasta con las estimaciones realizadas por G. Ruiz Zapatero y J. Álvarez Sanchís (2015: 219) para otras zonas de la Meseta y los datos de los cementerios, en las que se esbozan pequeñas comunidades rurales formadas por entre 20 y 25 personas. Esto daría lugar a la necesaria participación de miembros de otras comunidades que no residiesen en los enclaves en el momento de la construcción. De este modo, el marco de los work party feast proporciona tanto un mecanismo de competición social y política entre los diferentes actores sociales, como una efectiva fórmula para la movilización del trabajo entre diferentes grupos, filiaciones y clases que permitía llevar a cabo proyectos concretos, como construcciones o determinadas labores, que de otro modo habrían sido imposibles, debido al tamaño de las comunidades. En estas fiestas se reuniría un gran número de individuos para trabajar durante un tiempo específico, y los anfitriones les ofrecerían a cambio comida y bebida (Dietler y Herbich 2001: 243). Los trabajos se llevarían cabo en ciertos momentos del año, revestidos de festejos y ritualidad, cánticos y movimientos repetitivos. Ejemplos como los tibetanos de la prefectura de Garzê (China) que elaboran sus construcciones comunitarias de tapial a ritmo de cánticos y con coreografías marcadas2 ; o el laboreo en Mali que se realiza a golpe de tambor (Fig. 23), nos ilustran sobre algunos mecanismos para coordinar y organizar los trabajos comunitarios. Estas canciones servirían para ordenar la fuerza de trabajo, especialmente en tareas pesadas o peligrosas, acompasando tanto a las personas como los movimientos. El proceso de construcción y su naturaleza física tendrían profundas implicaciones sociales, tanto dentro de la comunidad como para los grupos vecinos (Moore 2007a: 274). Estas actividades favorecerían la cohesión interna de la comunidad residente, ya que el conjunto de la misma participaría en las tareas de construcción, mantenimiento y logística, y a su vez se forjarían lazos con los demás participantes. Mediante el trabajo se crean vínculos emocionales sólidos, se refuerza el sentido de 2 Tibetanos de la prefectura de Garzê (China) en el proceso de construcción: https://archive.org/details/dddWall (Consultado 22-2-2017). https://archive.org/details/dddWall 82 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero pertenencia y se crean nuevas relaciones, dando lugar a una serie de deudas de fuerza de trabajo y recursos acumuladas a lo largo de los años (Sharples 2007: 180). Fig. 23: Laboreo en Mali, trabajando a golpe de tambor para coordinar el trabajo (Haviland et al. 2010: 357). Previamente, hemos mencionado que las estructuras defensivas son el elemento más llamativo de esta Edad del Hierro por las dimensiones y el impacto en la bibliografía que han tenido, pero hemos de ver más allá. El énfasis en los límites de los asentamientos fue la expresión de una nueva identidad entretejida con el cambio social y las nuevas formas de poder que emergieron a inicios de este periodo. Estas construcciones defensivas supusieron la materialización en el paisaje de las relaciones forjadas y fortalecidas por el trabajo, dotadas de significados simbólicos para los participantes en los work-party feasts. Su complejidad, su forma y sus características dependerían de la pericia y las habilidades de los participantes, que junto con la capacidad de movilización de personas y recursos, se convertirán en un poderoso vehículo de competición social entre las comunidades en el paisaje y entre los diferentes grupos dentro del asentamiento. 4.3.4. LEVANTANDO FRONTERAS “The question is not ‘were hillforts used in war’ but rather ‘what can hillforts tell us about the nature and scale of conflict, interpersonal violence, and power in Iron Age societies’” Ian Armit (2007: 36) Mucho se ha escrito sobre las intencionalidades y significados de los poderosos límites artificiales de los espacios de hábitat. Las interpretaciones han sido variadas, tal y como recogió Jonh Collis (1996) 83 La primera Edad del Hierro en su trabajo “Hillforts, enclosures and boundaries”, entendidas como: elementos defensivos ante una posible amenaza exterior; elementos separadores de áreas de actividad diferenciadas; barreras entre las diferentes comunidades; elementos de exhibición y ostentación de la comunidad; marcadores del estatus de sus habitantes o al menos de algunos de los que habitan en el núcleo; o elementos simbólicos; incluso como graneros, debido a la aparición de elementos de almacén en su interior de cuatro postes o silos en el sur de Inglaterra (Sharples 1991: 84, 2007: 180). En el Alto Duero, la principal y más reciente hipótesis sobre el significado de estas estructuras es la de servir como protección ante los ataques de infantería (Romero y Lorrio 2011). Sin embargo, estudios similares en otras regiones de Europa han puesto de relieve que los sitios fortificados no parecen estar especialmente preocupados por su defensa, ejemplos como el de los hillforts del área de Cheviots en Northumberland ilustran como ninguno se sitúa en una posición estratégica y como el interior de los enclaves puede ser fácilmente observado y atacado desde el exterior (Frodsham et al. 2007: 261). Lo mismo ocurre con los castros de las áreas de montaña, cuyo espacio interior puede ser fácilmente observado desde el exterior, ya que tan sólo presentan estructuras defensivas en la zona más accesible, y no en todo el perímetro. Para arrojar luz en este sentido, Ian Armit (2007) estudió el caso de los maoríes de Nueva Zelanda, quienes realizaban unas construcciones morfológicamente similares a los hillforts, los Pā. Éstos eran unas estructuras de habitación que cuentan con un esquema defensivo compuesto por un terraplén, foso y empalizada. Esta forma de asentamiento se concentraba especialmente en la isla norte y su ubicación se ha relacionado con el cultivo de la kumara, una variedad de patata dulce que constituiría el alimento base de la dieta de estas personas, por ello, la aparición de este tipo de asentamiento se ha entendido como fruto de la competición por las tierras de cultivo y el aumento de población maorí (Sutton et al 2003: 1). La funcionalidad de estos sitios presenta una acusada variabilidad regional, con diferentes patrones y etapas de ocupación dependiendo del área a la que nos refiramos. Por ejemplo, en la zona norte de la isla, los Pā representan la principal forma de asentamiento y están ocupados de modo continuado. Los de la costa este, sin embargo, sufren periodos de ocupación y abandono intermitentes de varios años de duración. Mientras que los de la región de Queen Charlotte Sound funcionan como núcleos de base tanto para la habitación como para la defensa de una población dispersa en el territorio (David 1984: 168). Así pues, el significado de sus defensas se ha relacionado con fines disuasorios, para evitar las escaramuzas o ataques por sorpresa por parte de sus vecinos. Este tipo de asentamiento se encuentra íntimamente relacionado con la estrategia de lucha que presentan los maoríes basada en realizar ataques rápidos y emboscadas (Vayda 1960), similares a las que podrían tener lugar en el Alto Duero durante la Edad del Hierro. Así, la construcción de grandes y complejas defensas por parte de los maoríes está relacionada de un modo más estrecho con aspectos simbólicos que con valores estrictamente militares (Armit 2007: 35). 84 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Observamos, de este modo, como las defensas no mantienen siempre un solo significado, sino múltiple. Entre los habitantes del enclave, los vecinos y las murallas se establecen diversas relaciones y percepciones que influyeron en el modo de conceptualizar y entender los paisajes. A lo largo de la primera Edad del Hierro, hemos asistido a un creciente deseo de enfatizar los límites y las demarcaciones de los espacios sociales, no sólo en un sentido defensivo fruto de una creciente tensión e inestabilidad por la competencia de los recursos, sino también como resultado de un creciente deseo de manifestar una identidad comunitaria mediante el paisaje, es decir, la exhibición del arraigo de la casa (household) o el grupo familiar en el espacio, tal y como se ha entendido en la región de Severn- Cotswolds (Reino Unido) (Moore 2007a: 274). Profundizando en esta idea, A. González Ruibal (2006- 2007: 194-195) en su estudio sobre el Noroeste de la Península Ibérica, entiende estas fortificaciones como la separación de la comunidad que allí reside - el nosotros - de los otros, siendo uno de los elementos clave en las identidades colectivas. Volviendo a los castros del Alto Duero, una de las características más recurrentes en la descripción de estos sitios es su construcción en localizaciones singulares del paisaje con buenas defensas naturales, en las que las comunidades, tan sólo construyeron barreras artificiales en las zonas más accesibles a los poblados, como anteriormente hemos mencionado. La perspectiva del énfasis en el nosotros, nos permite entender por qué las estructuras defensivas aparecen aislando el espacio comunal y doméstico de los allí residentes. En ocasiones literalmente, con la construcción de fosos o murallas logran aislar puntales o salientes del terreno convirtiéndolos casi en cerros aislados. En esta línea, merece la pena recordar las palabras Barth (1994) quien observaba que las fronteras no son sólo elementos físicos, sino también sociales y políticos. Por ello, cada comunidad que residente en un sitio alzará los límites que considere necesarios y que pueda permitirse para delimitar su espacio y destacarlo en el paisaje. De ello, derivarían las diferentes tradiciones constructivas y la variedad de combinaciones de estructuras que encontramos en el Alto Duero, donde la zona tradicional de estudio de estos castros presenta una mayor complejidad, que el conjunto de asentamientos de las sierras intermedias, como la de Cabrejas o la de Neila, donde los asentamientos tan sólo aparecen rodeados de murallas, aunque con variaciones regiones entre ambas. Son, por lo tanto, un conjunto de límites polisémicos cuyos umbrales, formalizados por sus constructores, se ha de estar censurado para poder rebasarlos. La inversión en fortificaciones de estas unidades familiares, más o menos extensas, en proyectos comunales responde a diversas agendas sociales. Su construcción en el marco de los work party feast permitía, a través del trabajo, forjar nuevas relaciones y reforzar las existentes entre los participantes, ya perteneciesen a la comunidad que vive en el enclave o aquellos que hubiesen venido a colaborar, movidos por relaciones de vecindad o parentesco. Las defensas serían, por lo tanto, símbolos de identidad, en los que toda la comunidad podría identificarse por su participación en el evento colectivo, del que habrían formado parte hombres, mujeres y niños de todas las edades. La construcción se torna así un espacio de competición social, en dos sentidos. El primero de ellos, entre las comunidades de los diferentes asentamientos, ya que aquellos grupos que pudiesen 85 La primera Edad del Hierro permitirse movilizar y consumir un mayor número de recursos y trabajo humano serían capaces de levantar unas defensas más potentes y complejas, lo que se traduciría en una manipulación del paisaje y exhibición en términos de poder, así como un mayor prestigio para los residentes en el enclave. Siguiendo esto, los sitios con unas estructuras defensivas más complejas se encontrarían en un marco de tensiones sociales más acusadas, con una mayor competición por los recursos, lo que daría lugar a una manipulación más efectiva de los significantes simbólicos del paisaje. Al mismo tiempo, observamos como la violencia es una poderosa estrategia de poder, en la que posteriormente profundizaremos. Sin embargo, para no olvidar su papel en la polisemia de estas construcciones, podemos apuntar que debieron tener un papel práctico defensivo, especialmente como elemento disuasorio, ya que no debemos olvidar que a lo largo de la Edad del Hierro las razias y el pillaje fueron dos importantes mecanismos para ganar prestigio, autoridad y riqueza en el seno de las comunidades. En segundo lugar, el énfasis en los límites debió ser un escenario de competición en el seno de la comunidad que los construyó, ya que aquellos que fuesen capaces de aportar una mayor cantidad de excedentes, ya sea porque poseyesen un mayor número tierras, bien porque éstas fuesen más fértiles, porque contaban con una mayor capacidad de almacenamiento y conservación de los alimentos, o porque son capaces de movilizar un mayor número de personas para el trabajo, conseguirían un mayor reconocimiento social, traduciendo el capital económico a social y simbólico. Consecuencia de la ausencia de estructuras de almacenamiento comunales, como las de la zona de Wessex, parece respaldar la idea de que para la celebración de los eventos colectivos, cada familia en el marco de la casa (household) serían los responsables del abastecimiento, compitiendo por un mayor reconocimiento entre el nosotros y gozando a posteriori de ciertas prerrogativas sociales. En definitiva, durante la primera Edad del Hierro asistimos a un proceso de territorialización y modificación de los paisajes, donde el espacio social de la comunidad, es decir, su espacio de hábitat, se configura como proyecto comunal haciendo un especial énfasis en la fortificación de las fronteras como medio de cohesión social del grupo frente al mundo exterior y un referente de identidad. En los siguientes apartados trataremos de entender el uso que las comunidades hicieron los espacios comunitarios y los significados que se encierran tras las puertas de los poblados. 4.4. ADENTRÁNDONOS EN LOS ASENTAMIENTOS El interior de los asentamientos englobaría una serie de espacios públicos y privados con diversos significados y funcionalidades, cuya ordenación, forma y usos expresaría los principios simbólicos y sociales de la comunidad que los construyó y acorde los cuales, sus miembros debían actuar. El conjunto de datos con el que contamos en el Alto Duero, para caracterizar la vida interna de los asentamientos de la primera Edad del Hierro es reducido y, nuevamente, la mayor parte de ellos fueron 86 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero excavados a inicios del siglo XX, siendo los datos más recientes de la década de los 80, con la problemática para el control de los materiales arqueológicos que eso conlleva. Esto da lugar a que las posibilidades para realizar una lectura social sobre este tipo de evidencias, sean limitadas, como ya advirtió A. Jimeno (2009a: 207) en su trabajo sobre los contexto domésticos del Alto Duero. Poco (o nada) sabemos sobre cómo era la ordenación interna de los sitios de habitación, los espacios de deambulación, o cómo y para qué se utilizaban los espacios comunales de los poblados, tampoco la disposición de las zonas artesanas, las de almacenamiento o las casas, ni si prevalecía lo comunitario sobre lo privado, o al contrario. Para aproximarnos a estas complejas cuestiones, contamos con datos de excavaciones de algunas estructuras domésticas y un posible taller que detallaremos a continuación. 4.4.1. LA ESFERA DOMÉSTICA, UNA COMPLEJA REALIDAD SOCIAL Sobre las estructuras domésticas existen diversas recopilaciones, algunas que engloban todo el Alto Duero como la de A. Jimeno (2009a) y otras, centradas en regiones concretas, como la de F. Romero (1991: 218-238) para los conocidos como “castros sorianos”, o la de E. Alfaro (2005: 254-260) para los asentamientos del Sistema Ibérico, a partir de los datos de prospecciones y las excavaciones de B. Taracena, P. Pascual y H. Pascual, F. Romero y el propio E. Alfaro. Desde los inicios de la Edad del Hierro, hace su aparición un tipo de arquitectura doméstica más sólida y duradera que en periodos anteriores, con el uso recurrente de la piedra en las construcciones. Dependiendo de las regiones y de las materias primas disponibles en el entorno, las casas contarán con paredes completas construidas con piedra local o simplemente, con zócalos pétreos sobre los que apoyar los alzados de los muros en barro, que cerrarían espacios circulares o angulares, con hogares centrales, cubiertos por techumbres vegetales. Esta petrificación ha sido considerada, en regiones como el Noroeste peninsular, como un proceso progresivo de monumentalización de las unidades domésticas, donde el énfasis en las delimitaciones del espacio familiar se entiende como un interés por preservar la independencia y autonomía dentro del poblado (Ayán 2013: 46) y los límites del espacio doméstico adquieren un amplio significado simbólico similar a las fronteras de los asentamientos. 4.4.1.1. Diferencias regionales Las casas, como las demás formas de cultura material, participan de una fuerte variabilidad regional. Algunas de las zonas montañosas presentan viviendas de formas cuadradas o rectangulares, mientras que las zonas de valle se caracterizan por cabañas circulares o rectangulares de esquinas redondeadas, sin embargo, otras zonas presentan una combinación de ambos tipos de estructuras en 87 La primera Edad del Hierro un mismo asentamiento. En la Fig. 24 podemos observar las diferentes construcciones, dependiendo de las regiones y en las que profundizaremos a continuación. Fig. 24: Distribución de las formas de las casas en el Alto Duero. Sitios: 1.- El Cerro del Haya (Villar de Maya), 2.- El Molino (Bretún), 3.- El Castellar (Taniñe), 4.- El Castillo de las Espinillas (Valdeavellano de Tera), 5.- El Castellar (Arévalo de la Sierra), 6.- Zarranzano (Cubo de la Sierra), 7.- Los Castillejos (El Espino), 8.- El Castillo (Soria), 9.- El Castillejo (Fuensaúco), 10.- La Muela (Lara de los Infantes), 11.- Pico del Águila (Mamolar de la Sierra), 12.- Pico de Navas (Hontoria del Pinar), 13.- Alto del Arenal (San Leonardo), 14.- Termes (Montejo de Tiermes), 15.- El Castillo de la Virgen (El Royo). En el área montañosa del Sistema Ibérico, B. Taracena (1929a: 24; 1941: 13), a partir de sus excavaciones y prospecciones, proponía que la habitación tendría lugar en chozas o cabañas, aunque sin mayor precisión sobre la forma o la composición de éstas. En sus trabajos, menciona ejemplos como El Castillejo (Castilfrío de la Sierra), en cuyo interior sólo encuentra restos de carbón y cenizas que considera del hogar y fragmentos de barro presentado y sin cocer que relaciona con las paredes de las cabañas (Taracena 1929a: 17, 51). Lo mismo observa en El Castillo de la Virgen (El Royo), El Castillo de las Espinillas (Valdeavellano de Tera) y el Zarranzano (Cubo de la Sierra), en los que tampoco registra restos constructivos (Taracena 1929a: 7, 11-12, 1941: 14), lo que le llevó a sugerir que las viviendas estarían construidas de madera y ramajes. T. Ortego (1952: 294-295, Fig. 5) para El Castillo (Soria) señaló la presencia de fondos de cabaña con una posible cimentación de piedra. Mientras que F. Romero (1991: 76-78, 219), en sus prospecciones en Los Castillejos (El Espino), pudo observar en la zona más baja junto a la muralla, una serie de alineaciones de piedra yuxtapuestas y 88 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero presumiblemente no adosadas a la misma que corresponderían a las estancias de las casas. Finalmente, intervenciones furtivas en El Castillo de las Espinillas (Valdeavellano de Tera) (Romero 1991: 220) sacaron a la luz muros de habitaciones rectangulares. Algunas de las intervenciones de B. Taracena dieron sus frutos en lo que a arquitecturas domésticas se refieren y, en El Castellar (Arévalo de la Sierra), documentó una serie de habitaciones de mampostería adosadas a la muralla, en cuyo interior se encontraron molinos barquiformes, bolas y fichas, elementos de hierro y vasos toscos a mano, grandes y cilíndricos o troncocónicos, decorados con digitaciones u incisiones (Taracena 1926: 8-10, 1941: 39-41; Fernández Miranda 1972: 30-31; Romero 1991: 373-377; Jimeno 2009a: 195). También J.J. Eiroa (1979a, 1979b) en El Castillo de la Virgen (El Royo) registró una vivienda rectangular con piedras careadas en el interior y un suelo de tierra roja endurecida con fragmentos cerámicos. El Castillo (Taniñe) es el sitio en el que se ha excavado una mayor extensión en relación con su tamaño (Taracena 1926: 11-15, 1929a: 14-15, 1941: 157-158), en el que se registran una serie de habitaciones de planta rectangular y grandes dimensiones. Según el croquis de la distribución de estancias que presenta B. Taracena, F. Romero (1991: 117-120, 233-234) apunta que se intuyen 7 u 8 estructuras yuxtapuestas con orientación noroeste-sureste, en las que no parece encontrar compartimentaciones, ni hogares. Así como tampoco se aprecian lugares de deambulación o espacios abiertos en el interior del poblado, como sí se registran en los asentamientos del Alto Tajo-Alto Jalón, para los que se ha propuesto un urbanismo de calle central. Ante la ausencia de datos relativos a los materiales que se encontraron en el interior de las estancias, no es posible diferenciar si se tratan de espacios comunales o familiares, o cómo se articularían entre ellos. E. Alfaro (2005: 254) para los poblados del corazón del Sistema Ibérico que incluye en su estudio, afirma que la totalidad de los muros de piedra del interior de los asentamientos que registró en sus prospecciones y no se encontraban vinculados a las fortificaciones, presentaban orientaciones rectas, por lo que sugiere un tipo de vivienda rectangular o cuadrada. Así, en El Cerro del Haya (Villar de Maya), documenta una cabaña circular que relaciona con el Bronce Final y viviendas rectangulares con alzados de mampostería para el inicio de la Edad del Hierro (Pascual y Pascual 1984: 93-95, 112-113, 122-123; Alfaro 2005: 130-133; Jimeno 2009a: 192). También en El Molino (Bretún), registra casas rectangulares con muros de 40 cm. de grosor y unas dimensiones de 4,50 x 6 m., previo acondicionamiento del terreno para asentar las viviendas (Pascual y Pascual 1984: 39-41; Alfaro 2005: 47-49; Jimeno 2009a: 193). Al sur del Sistema Ibérico, en los valles de los afluentes del Duero, se encuentran los dos asentamientos con mayor información sobre el ámbito doméstico: El Castillejo (Fuensaúco) y el Zarranzano (Cubo de la Sierra). B. Taracena (1929a: 20-23, 1941: 65) realizó una excavación en la parte alta de El Castillejo (Fuensaúco), en la que documentó dos niveles de ocupación. El nivel inferior presentaba muros de mampostería en seco junto a cerámicas a mano. Mientras que en el superior, los muros eran similares a lo previos pero construidos con materiales más resistentes y adobes, donde el número de cerámicas que aparecía era escaso, aunque entre ellas, destacaban las realizadas a torno y decoradas con 89 La primera Edad del Hierro pintura. Taracena sugirió para este nivel, la destrucción por causa de un incendio. Décadas después se realizaron tres campañas de excavaciones en este enclave en los años 1978, 1987 y 1990, a partir de las cuales F. Romero y J.C. Misiego (1995) propusieron una superposición de tres niveles que englobarían desde el siglo VII a.n.e. hasta la conquista romana en el siglo II a.n.e. Intervinieron tanto en una terraza intermedia que se denominó Sector I como en una de las inferiores, Sector II (Fig. 25). Fig. 25: Localización de las excavaciones en El Castillejo (Fuensaúco) (a partir Romero y Misiego 1995: Fig. 1). La denominada Fase 1 de este asentamiento se fechó en torno al siglo VII a.n.e. En la cata B del Sector I (Fig. 26A), se documentó una cabaña circular con un diámetro entre 5,5 y 6,5 m. excavada en la caliza natural y con hoyos de poste en el exterior para levantar las paredes (Romero y Misiego 1989, 1992, 1995: 130; Lorrio 2005: 93-94). El interior era de tierra apisonada, cubierta por carbones y adobes quemados de las paredes y la cubierta. En el centro apareció un apoyo de poste para la techumbre y un hogar de planta circular dispuesto sobre una base de cantos rodados. También en la cata Z del Sector II (Fig. 26B), se documentó esta fase, mediante una cabaña de 6 m. de diámetro, cuyo límite exterior estaba marcado por unos 30 hoyos de poste excavados en la roca natural y apuntalados con piedras (Romero y Misiego 1989, 1992, 1995: 130-132; Lorrio 2005: 93-95). 90 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero En su interior, se documenta un banco corrido con un revoco de color blanquecino, cuya interrupción en la parte este es seguida por un hoyo que ha sido entendido como el quicio de la puerta de acceso a la vivienda. El suelo interior es de arcillas apisonadas, donde se han registrado varias capas de enlucido. De nuevo, el protagonista del espacio central es un hogar circular de arcilla endurecida a fuego, alzado sobre una plataforma de adobe con varias capas de revoco. En la parte norte de esta vivienda, entre el hogar y el límite de la pared exterior marcado por los hoyos de poste, se encontraba una pequeña fosa que contenía la práctica totalidad de un ovicáprido, lo que ha sido relacionado con un sacrificio fundacional. Fig. 26: Cabañas de la Fase I de El Castillejo (Fuensaúco), siglo VII a.n.e. A.- Casa de la cata B del Sector I, B.- Casa de la cata Z del Sector II (a partir de Romero y Misiego 1992, 1995; Lorrio 2005: Fig. 29). Los materiales que se han relacionado con estas viviendas son cerámicas de superficies lisas y cuidadas, principalmente cuencos de diferentes tamaños relacionados con las formas 1, 2 y 3 de la tipología propuesta por F. Romero (1991). También toscos vasos a mano de mayor tamaño, decorados con digitaciones y ungulaciones en el borde o cordones que se han relacionado las formas 17, 19 y 23, y algunos fragmentos de las formas 22 y 25 (Romero y Misiego 1992, 1995). Entre los restos animales 91 La primera Edad del Hierro destacan ejemplares de bóvidos, équidos, ovicápridos, suidos o cérvidos, cuyas partes más frecuentes son los restos de maxilares, mandíbulas y dientes frente a una escasez de huesos largos del esqueleto apendicular, lo que ha permitido plantear actividades periódicas de limpieza de los suelos de habitación (Bellver 1992). Para la Fase II, fechada en los siglos VI y V a.n.e., se documentaron habitaciones angulares de mampostería conviviendo con viviendas circulares, que se corresponderían con el nivel inferior de las excavaciones de Taracena. En el Sector I, tan sólo se registraron dos muros rectos de mampostería en seco. Mientras que en el Sector II, se documentó una casa angular y una circular. De la casa angular, sólo se ha conservado la esquina noroeste, construida de calizas de tamaño medio en seco, cuyo suelo interior estaba formado de arcillas rojas fuertemente compactadas, cubierto por cenizas de la techumbre vegetal (Romero y Misiego 1995: 135-136). Mientras la vivienda circular cuenta con 5,70 m. de diámetro y tenía problemas de conservación (Romero y Misiego 1995: 135-138; Romero 1991: 469- 470) (Fig. 27). Los cimientos eran de piedra con alzados en adobe y la cubierta vegetal. El centro de la estancia estaba marcado por un apoyo de poste para reforzar el techo y el hogar en una posición similar a las casas del periodo anterior. En este caso, el hogar es una placa rectangular de 1,6 x 1 m. formada por dos capas de arcilla fuertemente compactadas y construida sobre un lecho de fragmentos cerámicos, pertenecientes a un mismo vaso, cuya forma corresponde con el tipo 28 de F. Romero (1991). Al oeste del hogar, bajo una piedra plana y protegido por la carena de un gran vaso hecho a mano, se encontraba una inhumación infantil en posición fetal, quien apoyado sobre el lado izquierdo, contaba con un ajuar a partir de varios vasos cerámicos, dos colgantes de concha y hueso, dos brazaletes de bronce de sección rectangular y una arandela de bronce. Fig. 27: Viviendas del Sector II en la Fase II de El Castillejo (Fuensaúco), siglos VI-V a.n.e. (a partir Romero y Misiego 1995: Fig. 3). 92 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Las cerámicas que aparecieron estaban realizadas a mano en su totalidad y entre ellas solo se reseñan las decoradas, entre las que destacan las grafitadas que corresponden a vasitos y cuencos principalmente de las formas 3, 7 y 8, aunque también hay algunos ejemplares de las 26 y 12; y las pintadas con colores amarillos formando sencillos temas geométricos, adornando cuencos o vasos de la forma 7. Entre los metales destacan adornos de bronce como una aguja de cabeza enrollada, una fíbula de espirales Argente 9A2 y dos botones hemiesféricos (Romero y Misiego 1995). F. Romero (1984, 1991: 129-183) también realizó excavaciones en el otro asentamiento de esta zona, el Zarranzano (Cubo de la Sierra) entre 1976 y 1979. Sus intervenciones afectaron a los tres sectores del asentamiento. El Sector I, en la parte más alta del sitio, se encontraba muy deteriorado y tan sólo se identificaron construcciones angulares. Posteriormente el Sector II, la terraza inferior, proporcionó los resultados más interesantes y controvertidos sobre los que profundizaremos a continuación. Finalmente, el Sector III, una zona más baja que la terraza inferior, se registraron tres muros rectos de mampostería apoyados directamente sobre el afloramiento de roca natural. Fig. 28: Superposición de estructuras domésticas del Zarranzano (Cubo de la Sierra) en el Sector II (a partir Romero 1989). Si volvemos sobre el Sector II (Fig. 28), en un sondeo se documentaron tres ocupaciones en forma de viviendas superpuestas. La primera de ellas correspondería a una casa de planta angular, cuadrada, 93 La primera Edad del Hierro cuya base se apoya sobre la roca natural. En su interior, se encontró un hogar, presumiblemente oval, y junto a él, un vasar o repisa rectangular en cuyo extremo había un molino barquiforme. Los materiales asociados eran cerámicas a mano, entre las que predominan los cuencos y los vasitos troncocónicos bruñidos, así como restos abundantes de fauna. El final de esta ocupación parece que se debió a la acción del fuego. Sobre esta casa y aprovechando parte de su construcción, se levanta la vivienda de la siguiente fase, aunque en este caso de planta circular con un diámetro de 5 m. En el centro de la estancia y casi en el mismo sitio que el de la fase previa, se encuentra el hogar, similar formalmente al anterior, aunque ligeramente elevado sobre el suelo y sin el vasar. De nuevo, los materiales que aparecen son parecidos a los de la etapa previa, con formas cerámicas similares aunque con una menor presencia de fauna. A esta casa, se le ha atribuido una orientación suroeste, ya que aparecieron una serie de cantos rodados y lajas pétreas que parecen formar un enlosado de entrada. Finalmente, la última estructura presenta mayores problemas por la mala conservación, de la que tan sólo se pudo apuntar que pertenecería a una construcción con esquinas angulares. Si nos transladamos a las estribaciones finales del Sistema Ibérico, en la actual frontera entre Soria y Burgos, la presencia casas circulares y rectangulares depende del asentamiento al que nos refiramos. A partir de noticias de furtivos, en El Alto del Arenal (San Leonardo) se documenta una estructura circular con 3 o 4 hiladas de piedra y con un diámetro interno de 2 m. (Romero 1991: 220). En el Pico de Navas (Hontoria del Pinar) aparecen fondos de cabaña circulares con diámetros de entre 6 y 3 m., cuyas entradas serían de 1,5 y 1 m. (Abásolo y García Rozas 1980: 51-53; Sacristán 2007: 69). Por último, en el Pico del Águila (Mamolar de la Sierra) se insinúan viviendas circulares (Abásolo y García Rozas 1980: 73-74; Sacristán 2007: 70). Cercano a los anteriores está La Muela (Lara de los Infantes) que fue excavada por M. Martínez Burgos y J.L. Monteverde (Monteverde 1958), quienes registraron tres viviendas angulares. En la casa 1 documentaron dos paredes de 4 y 3 m. de largo junto a cerámica lisa de recipientes globulares, de bocas abiertas y bases planas, una piedra de afilar, una aguja de bronce y un punzón de hierro enmangado en asta ciervo. La casa 2 presentaba dos estructuras gemelas de planta cuadrada de 4 x 4 m. junto con piedras de molino, toscas cerámicas a mano y objetos de hierro como un tridente, un cuchillo o anillas. Por último, la casa 3 tenía unas dimensiones de 6,5 x 4 m. con parte de otra casa adosada. A ella, se asocian materiales como un molino barquiforme, cerámica a mano, una empuñadura de cuchillo o puñal en bronce rematada en la cabeza de un caballo, un punzón de asta y varios enmangues, una piedra de afilar y huesos animales. Finalmente, en la zona de contacto entre el valle del Duero y las estribaciones del Sistema Central, encontramos la casa de Termes (Fig. 29). De ella, tan sólo se han conservado huellas excavadas en la roca natural sobre la que se alzaba el emplazamiento (Almagro Gorbea y Lorrio 2011:127-136). Se sitúa en la zona alta de la acrópolis, bajo la construcción superpuesta de un templo o santuario, relacionado con la memoria del héroe fundador, como ocurre en otras zonas de Europa, con ejemplos tan 94 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero emblemáticos como la cabaña de Rómulo en Roma. Esta vivienda contaba con una planta rectangular de esquinas redondeadas de 3,25 x 6 m., delimitada por un rebaje en la roca y un conjunto de hoyos sobre los que levantar las paredes con adobes y una cubierta vegetal. Su entrada podría encontrarse orientada al oeste y no se ha podido asociar materiales a su interior por la mala conservación de las estructuras. Fig. 29: Planta y reconstrucciones de la casa de Termes (Montejo de Tiermes) (Almagro Gorbea y Lorrio 2011: Fig. 72). 4.4.1.2. El polimorfismo doméstico Las casas son microcosmos sociales, reflejos de las cosmogonías y de las diferentes formas de entender el mundo de los grupos que se asientan en el paisaje. Como ya hemos observado anteriormente, la extensión que abarcamos en este estudio es muy amplia, por lo que nos enfrentamos a numerosas formas de hacer las cosas y de entender, en este caso, el mundo doméstico. A partir de los escasos datos, parece que a inicios del primer milenio se decantan por las viviendas circulares como observamos en El Cerro del Haya o El Castillejo (Fuensaúco), como ya observó A. Jimeno (2009a: 207). Con el inicio de la Edad del Hierro, asistimos a una progresiva proliferación de las formas geométricas angulares en las construcciones, aunque con diferencias regionales marcadas, entre las que se perciben diferentes estrategias, desde la convivencia de varios tipos de plantas en un mismo asentamiento, a la sustitución de unas formas por otras. Aunque independientemente de la forma de la planta, redondas o angulares, los interiores son semejantes. Se caracerizan por los 95 La primera Edad del Hierro espacios abiertos, no compartimentados y con hogares centrales en torno a los que estructurar la vida de la unidad doméstica. Este polimorfismo arquitectónico ha caracterizado otras regiones de la Península, como el Noroeste Atlántico (Ayán 2007: 936), que aunque siempre sujeto a una gran variabilidad regional combina plantas circulares, ovales o angulares en sitios como, A Cidá de Borneiro (Cabana de Bergantiños, A Coruña), el Chao San Martín en el siglo IV a.n.e., Os Castros (Taramundi), el castro de San Chuís o el de Coaña, por mencionar algunos ejemplos. En algunos de los asentamientos se han podido distinguir una división de funciones dependiendo de la forma arquitectónica de la construcción, como es el caso de A Cividade de Cossourado (Paredes de Caoura) entre los siglos V y II a.n.e., donde documentaron estructuras circulares de cuidada factura y otras estructuras algo más toscas con formas ovaladas, en ambos casos de cubiertas vegetales. De la diversidad en la planta y características constructivas se ha inferido una diferencia de uso, por lo que las formas circulares se han asociado a los sitios de residencia, donde se concentra la vida domésticas, mientras que las estructuras ovaladas se relacionan con las zonas de almacenamiento, cobijo para el ganado o trabajos artesanos (Matos y Gouveia 2004: 5-6). Fig. 30: Planta de la primera fase de El Ceremeño (Herrería) (a partir de Arenas 2007: Fig. 1). En contextos similares a mediados del siglo VI a.n.e., se ha podido documentar una diferencia de actividades entre varias de las estancias de poblados como El Ceremeño (Herrería) en el Alto Tajo que cuenta con un buen registro material y excavaciones en extensión (Cerdeño y Juez 2002). Para el nivel del Ceremeño I, J. Arenas (2007) entiende que no todas las estructuras son espacios de habitación, 96 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero sino algunas de ellas estarían relacionadas con otros aspectos de la vida diaria de los habitantes del sitio. Así estancias como la E y la G de la Fig. 30, fueron relacionadas con el “descanso, reunión o cobijo”, ya que presentaban un mayor grado de privacidad por la forma constructiva de las puertas, con entradas en codo; la presencia de hogares cuya función podría relacionarse con caldear las habitaciones más que para la cocina y los escasos materiales cerámicos que aparecieron en su interior. La estancia C contaba con un hogar, un molino y numerosas cerámicas de mesa, cocina y almacén, y se relacionó con la preparación y consumo de alimentos. De la A y la D se dice que presentan una intensa actividad doméstica. La B y la F funcionarían como establos o almacenes, y finalmente, a la H se le atribuye una posible actividad ceremonial. La variabilidad arquitectónica de las estructuras de los asentamientos no se encontraba sujeta a los mismos principios de organización, por lo que la heterogeneidad formal sería reflejo de diferentes dinámicas sociales internas (Arenas 2009: 215). Pero no sólo las diferencias funcionales debieron marcar la esfera doméstica, aspectos como la complejidad del conjunto de construcciones, su forma u orientación se han relacionado en numerosas ocasiones con dicotomías de valores o aspectos astronómicos (e.g. Parker Pearson y Richards 1994; Oswald 1997). Aunque no sólo eso, F. Gerritsen (1999) apuntaba que de los estudios etnográficos se podían inferir tres elementos comunes. El primero es que las casas son más que simples refugios para guarecerse, ya que tienen un papel activo en la vida de sus habitantes, siendo tanto unidades sociales como de producción. En segundo lugar, la construcción de una vivienda no es algo estático, se encuentra en constante modificación como reflejo social y simbólico de la familia que guarda. Por último, la construcción y el abandono de las estructuras están relacionados con factores sociales y culturales, más que materiales, por lo que la casa nunca sobrevive a sus habitantes. Así pues, hemos de tener en cuenta qué aspectos sociales o identitatios influyen en la configuración, la vida y las dinámicas de la arquitectura doméstica, dando lugar a un marco construido bajo una serie de paradigmas sociales y simbólicos, dinámicos, bajo los que los habitantes de la casa han de obrar, influenciado el modo de relacionarse entre los miembros de la unidad familiar y, entre éstos y el conjunto de la comunidad. El estudio de comunidades actuales puede ilustrarnos sobre la complejidad de los espacios domésticos y su influencia a la hora de modelar y marcar las diferentes facetas de los individuos. A. González Ruibal (2003: 130-136) aportaba algunos interesantes ejemplos sobre cómo se construye la desigualdad de género y cómo fluyen las relaciones de dominación a partir de esta forma de cultura material. Uno de ellos es el de los matakam, grupo étnico del norte de Camerún, quienes cuentan con espacios diferenciados a partir del género, tanto físicos como simbólicos, donde las mujeres y hombres duermen y cocinan en cabañas separadas, incluso cuentan con espacios de almacenamiento bien diferenciados. También los betsileo o sakalava de la isla de Madagascar, o los berta de Sudán-Etiopia, donde los responsables de las decisiones que competen a la construcción y el establecimiento de la casa están revestidos de una ritualidad controlada por los hombres, negando así a las mujeres la capacidad de negociación en la configuración de los espacios y del simbolismo en que éstos participan. 97 La primera Edad del Hierro Las referencias a los materiales que acompañan a las estructuras domésticas en el Alto Duero no desvelan mayor información que la presencia de los mismos tipos cerámicos y restos faunísticos en todas las soluciones constructivas. La mayor parte de los datos publicados sobre las excavaciones de los años 70 y 80, ni tan siquiera indican si los materiales aparecieron en el interior de las casas o en los exteriores. La ausencia de los contextos espaciales de los artefactos y las reducidas dimensiones de las áreas excavadas imposibilitan, por lo tanto, profundizar en el desarrollo de la vida diaria en el interior de las casas, sus áreas de actividad o descanso; así como aproximarnos a los significados y usos sociales de los espacio doméstico, que se presentan como asignaturas pendientes para el futuro. 4.4.1.3. La biografía de los espacios domésticos Anteriormente hemos señalado cómo la vida de la casa de encuentra directamente asociada a la vida de la unidad familiar que en ella reside. Autores como F. Gerritsen (1999: 83-88) o N. Sharples (2010: 201-234) han relacionado estas construcciones con la metáfora del ciclo de la vida, en la que fácilmente se pueden diferenciar tres fases. La primera de las ellas es la construcción o nacimiento de la casa, es la más intangible del proceso, ya que comienza con la decisión de construir una nueva unidad doméstica, que a su vez implica una escisión de unidades familiares previas a las que pertenecían los nuevos integrantes. El evento de construcción de esta nueva casa será entendido como un proyecto comunitario, al menos en los que a los grupos familiares de procedencia se refiere, que conlleva el establecimiento de nuevos vínculos sociales y relaciones de reciprocidad por la construcción de la edificación, la apropiación del espacio comunal que ocupará la casa, las materias primas y la fuerza de trabajo necesarias. Todo ello, se encuentra revestido de una profunda ritualidad como veíamos en el caso de los betsileo, los sakalava o los berta del apartado anterior, donde los especialistas religiosos serían imprescindibles en el proceso de construcción. La acción de gracias por el espacio y recursos, y la búsqueda de protección de ancestros y divinidades se verían materializada en depósitos fundacionales, como el de la cabaña del siglo VII a.n.e. del Sector II de El Castillejo (Fuensaúco), donde en un hoyo de reducidas dimensiones entre el espacio central del hogar y el límite exterior se encontró un pequeño ovicáprido casi completo. La siguiente etapa de la casa sería la vida o su fase de uso, en la que tendría lugar la vida diaria de sus habitantes, cuyo devenir queda grabado en las huellas de uso, las reparaciones, los cambios o alteraciones que tienen lugar en la estructura o los elementos que la acompañan, evidenciado en las numerosas capas de revoco registradas en la anterior cabaña de El Castillejo (Fuensaúco), revistiendo la plataforma sobre la que se encontraba el hogar, así como por los varios niveles de enlucido del suelo. La casa sería el espacio íntimo de la familia, donde desde la antropología contamos con múltiples ejemplos sobre restricciones o vetos en el acceso a determinados espacios familiares. Esta propiedad y exclusividad del espacio familiar quedaría enfatizada por enterramientos infantiles como el que apareció en El Castillejo (Fuensaúco) entre los siglos VI y V a.n.e. en otra de las cabañas del Sector II. 98 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Señalizado con una piedra plana y bajo ella, la inhumación con ajuar protegido por una cerámica. Ejemplos similares se han documentado también en Cortes de Navarra (Maluquer 1954) o en La Hoya (Galilea y García 2002). Este caso es reseñable en el Alto Duero, ya que individuos con similares características aparecen enterrados, por lo general, en las necrópolis como posteriormente veremos. Desafortunadamente, no contamos con información de edad y otras características de los restos óseos de El Castillejo (Fuensaúco) que nos permitiesen entender las circunstancias del fallecimiento y si éstas determinaban un tratamiento funerario o, si bien, se debe a una característica regional del grupo que habitaba la zona. Así, tan sólo podemos señalar la relación que presenta el lugar del enterramiento con el hogar central de la vivienda y el ajuar que acompañaba al pequeño, a partir de varios vasos, pulseras y colgantes con posibles connotaciones apotropaicas. Este énfasis en las identidades colectivas, especialmente las relacionadas con la casa y la familia, brindarían una protección especial a los individuos sustancialmente más vulnerables. Observamos como la coexistencia del mundo de los vivos y el de los muertos se encuentran separados por una fina y difusa barrera, haciéndose especialmente evidente en ejemplos como éstos. Por último, la fase de abandono o muerte de la vivienda, patente en eventos de destrucción premeditada de este espacio. En ocasiones, los materiales de las viviendas previas se aprovechan para la construcción de las nuevas, con el fin de optimizar esfuerzos, materias primas o fortalecer los vínculos con la unidad familiar previa que allí residía. Un claro ejemplo sobre esto, lo encontramos en el Sector II del Zarranzano (Cubo de la Sierra), en el que una vivienda angular con hogar central se destruyó en un incendio. Tiempo después y aprovechando parte de sus muros, se levanta sobre ella, una cabaña circular, cuyo hogar central se encuentra sobre el anterior. Superposiciones de hogares y reutilizaciones parciales de muros han sido relacionadas en otros contextos de la Edad del Hierro con un énfasis en la apropiación del espacio, legitimando así la continuidad habitacional del grupo y de los derechos transmitidos por los ancestros (Ayán 2001: 44; González Ruibal 2006-2007: 203). La casa es, por lo tanto, algo más que una simple edificación. Es una materialización de determinados valores sociales, culturales y simbólicos, los cuales serán reiterados mediante la práctica diaria en ese espacio. Nuevamente y como ya se mencionó en la construcción del paisaje, las personas construyeron sus casas a partir de sus cosmogonías y necesidades, pero al mismo tiempo, las casas construyeron a las personas, condicionando su modo de actuación y de relación entre los miembros de la unidad familiar y con la comunidad. Son, por ello, un importante escalón de la organización social, ligadas a la transmisión de derechos y tierras de generación en generación, y también un referente de identidad. 99 La primera Edad del Hierro 4.4.2. TALLERES ESPECIALIZADOS: EL TRABAJO DE LA METALURGIA EN EL ROYO El trabajo de la metalurgia del hierro es característico de este periodo y pareció desarrollarse de forma local en los enclaves. Las materias primas procedían de afloramientos naturales en el Sistema Ibérico, aunque no conocemos el proceso de extracción, los patrones de uso o deposición (Ruiz Zapatero y Álvarez Sanchís 2015: 220). En este sentido, contamos con leves referencias de esta actividad en El Castillejo (Taniñe) (Taracena 1926: 12-13) y las excavaciones de El Castillo de la Virgen (El Royo). Fig. 31: Fragmentos de moldes de El Castillo de la Virgen (El Royo) (a partir de Eiroa 1981: Fig. 2-4). El Castillo de la Virgen (El Royo) es el que cuenta con datos más completos. Es un sitio fortificado aprovechando el escarpe natural situado en el Sistema Ibérico. En su interior, se pueden diferenciar dos terraza, en las que B. Taracena (1929a: 6-7) realizó “zanjas exploratorias” en la terraza superior donde documentó carbones, cenizas y tierra mantillosa junto a cerámicas hechas a mano, toscas y en menor medida cuidadas. En los años 1978 y 1979, J. J. Eiroa (1979a, 1979b, 1981) documentó dos niveles arqueológicos. El nivel A compuesto por cerámica celtibérica, fragmentos de hierro y terra 100 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero sigillata hispánica tardía, con una fecha de C14 (CSIC-421: 2.270±50 BP) en torno al 320 a.n.e. Mientra que el nivel inferior, el B, se componía de tierras quemadas, cenizas y carbones, junto a cerámicas a mano y objetos de bronces como agujas, un punzón o un alfiler, y escasos fragmentos de hierro. De este nivel, también se obtuvo una fecha de C14 (CSIC-418: 2.480±50 BP) en torno al 530 a.n.e. Una de las catas de este segundo nivel presentaba una estructura de piedra circular de 1,5 m. de diámetro junto con numerosos fragmentos de moldes de barro, entre los que siete de ellos se conservaban más completos, cerámicas a mano muy toscas y abundantes restos de escorias de fundición. Esto se interpretó como un horno de fundición relacionado con el trabajo del hierro. Los moldes eran de arcilla cocida a unas temperaturas de entre 500 y 700 ºC con huellas de uso, como los dos ejemplares que presentan restos de burbujas de metal aún adheridas. Para determinar la procedencia de estos moldes se llevaron a cabo análisis mineralógicos de su composición mediante la difracción de rayos X, cuyos resultados determinaron una procedencia local de las materias primas, extraídas del interior del sitio o del entorno más próximo (Eiroa 1981). Este pequeño taller de posible producción local estaría elaborando utensilios relacionados con actividades agrícolas y ganaderas o constructivas, ya que a partir de los moldes se fabricaban escoplos, varillas o enmangues o empuñaduras de utensilios. Aunque no sabemos que otras estructuras constructivas del sitio se relacionaban con el horno, ni si todo el proceso de elaboración de los útiles se llevaba a cabo en el mismo taller o tan sólo tenía lugar el fundido y la forja y ensamblaje con elementos de madera, asta o hueso tenía lugar en otras localizaciones. Sin embargo, este tipo de evidencias es un primer paso en la aproximación a la la producción local de este tipo de objetos. 4.5. LA MUERTE EN LA PRIMERA EDAD DEL HIERRO Los paisajes son poderosos y eficaces vehículos para la construcción de las identidades y la memoria de las comunidades. A través de ellos, se negociaban las reciones de poder, el prestigio o las posesiones, tanto entre los integrantes de la comunidad como con los grupos vecinos. Son precisamente los códigos nemotécnicos cifrados en los paisajes y conocidos por todos los actores sociales, las claves necesarias para interpretar los mensajes, y las advertencias, que las comunidades transmitieron de forma explícita o implícita a través de su materialidad. B. Arnold (2010) advertía sobre los espacios funerarios, a los que generalmente se les atribuía un uso meramente mortuorio, un papel como elemento de construcción de las narrativas sociales que raramente había sido examinado como tal. La memoria social y la muerte conforman un maridaje esencial, en los que conceptos como comunidad, territorialidad, parentesco, jerarquía e identidad están íntimamente interrelacionados. Los paisajes tienen sus biografías. Biografías que las personas que los habitan a lo largo del tiempo conocen, asumen, interpretan, reinterpretan y modifican. En algunas ocasiones, se observa como las decisiones sobre la localización de los enclaves fueron tomadas varias generaciones antes, como 101 La primera Edad del Hierro identificó P. Froshdam (2004) en los hillforts de la región de Northumberland, que se levantaron sobre las fronteras construidas en etapas previas. En la Celtiberia, encontramos evidencias similares. El caso más significativo es la necrópolis de Carratiermes que se estableció sobre un antiguo asentamiento de la Edad del Bronce (Argente et al. 2001: 240). La intersección entre la ubicación de los muertos, las identidades comunitarias y la memoria, fomenta la apropiación y aporta legitimidad sobre la apropiación de las tierras y los recursos por parte de las comunidades, mediante la construcción de narrativas sociales. A inicios de la primera Edad del Hierro, tuvo lugar la generalización del ritual de enterramiento de la cremación que ya se conocía tímidamente en la zona del Alto Duero en la necrópolis de San Pedro (Oncala), fechada a inicios del siglo XI a.n.e. (Tabernero et al. 2010). La práctica de la cremación implica un modo de divinización, ya que mediante la acción del fuego se evita la corrupción del cuerpo del difunto y permite a sus descendientes y familiares acceder a la esfera de la negociación del poder a través de la destrucción de la riqueza en las exequias y banquetes funerarios (Ruiz-Gálvez Priego 2007: 186-189). 4.5.1. LAS NECRÓPOLIS DEL ALTO DUERO: LA VARIABILIDAD COMO CARACTERÍSTICA Los problemas con la calidad de los datos van a estar presentes también en el registro funerario. Las metodologías utilizadas en las intervenciones son más o menos rigurosas dependiendo del momento en el que fueron excavadas y, por lo general, estuvieron orientadas a la extracción de los objetos más “preciados” de los ajuares, buscando contestar preguntas relacionadas con la seriación tipológica y la evolución de los objetos, por lo que hoy nos plantean dificultades para responder a nuestras preguntas. Ejemplos claros de esta problemática son las necrópolis de La Requijada (Gormaz) y las Viñas del Portuguí (Osma), en las que R. Morenas de Tejada excava 1.200 y 800 enterramientos respectivamente. De ellas, sólo conservamos breves referencias a las intervenciones y algunos objetos de los ajuares, pero carecemos de los contextos y de las asociaciones de materiales. En cementerios como las Viñas del Portuguí (Osma), tan sólo las piezas de 36 ajuares han podido ser relacionadas (Fuentes Mascarell 2004), y lo mismo ha ocurrido con las 68 tumbas de La Dehesa (Ayllón) de la que tampoco se registraron información de los contextos o las asociaciones materiales, por lo que sólo han podido realizarse a estudios tipológicos (e.g. Barrio Martín 2006, 1999, 1990). A ello, hemos de sumar la falta de publicaciones o publicaciones parciales de las intervenciones en estos cementerios, tal y como se recoge en la Fig. 32. Si atendemos al mapa de distribución de las necrópolis identificadas en la primera Edad del Hierro (Fig. 33), podemos observar como éstas se localizan en las zonas de los valles del Duero y sus tributarios, poniendo de relieve una ocultación de los espacios funerarios en la zona de las montañas. Esta 102 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero característica contribuiría a marcar aún más las diferencias entre los grupos de las zonas montañosas del Sistema Ibérico y los de los valles, señalando la diversidad de estrategias en la construcción y utilización de los paisajes por parte de las comunidades. Por ello, las descripciones del panorama funerario, que vamos a detallar de ahora en adelante, corresponden exclusivamente a las comunidades de los valles. Fig. 32: Gráfico donde se reflejan las tumbas exhumadas y publicadas de las necrópolis del Alto Duero independientemente del periodo de la Edad del Hierro al que pertenezcan. La localización de los espacios funerarios se ha vinculado al agua desde que el marqués de Cerralbo advirtiese una relación con “…las vegas, teniendo por indicador a ríos, arroyos, fuentes o pozos de aguas saladas…” (Aguilera y Gamboa 1916: 9). A las aguas, se les han atribuido unas connotaciones liminales, donde el mundo de los vivos y el de los muertos presentarían unas barreras escuetas y difusas. Así la disposición y orientación de las necrópolis a los puntos de mayor acumulación de agua en el paisaje favorecería el tránsito del difunto al Más Allá. Al mismo tiempo y como apuntaba E. García Soto (1990: 19), los cementerios se extiende sobre áreas fácilmente accesibles desde los asentamientos. No existen muchos ejemplos en el Alto Duero donde podamos relacionar los sitios de hábitat y las necrópolis. Tan sólo ejemplos como El Pradillo (Pinilla de 0 100 200 300 400 500 600 700 800 900 1000 1100 1200 La Mercadera Osma Las Quintanas La Requijada La Revilla Ucero Carratiermes Numancia El Cintazo Osonilla La Picota Los Sampedros Segovia La Sota Castrejón Ayllón La Altipared El Pradillo La Lampara Publicadas Excavadas 103 La primera Edad del Hierro Trasmonte) que se encuentra en una zona de vega, la más baja de todo el entorno, y se relaciona con el poblado de Trascastro (Pinilla de Trasmonte), o Carratiermes (Montejo de Tiermes) que se sitúa a los pies de la acrópolis en la que se localización la cabaña de esquinas redondeadas a la que nos referimos en apartados anteriores. Fig. 33: Las necrópolis del Alto Duero durante la primera Edad del Hierro: 1.- Necrópolis del poblado de Montejo de la Vega de la Serrezuela, 2.- La Dehesa (Ayllón), 3.- Carratiermes (Montejo de Tiermes), 4.- El Pradillo (Pinilla de Trasmonte), 5.- San Martín (Ucero), 6.- La Mercadera (Rioseco de Soria), 7.- Viñas del Portuguí (Osma), 8.- La Requijada (Gormaz). La variabilidad regional entre las necrópolis es más acusada que en el caso de los asentamientos y el mundo doméstico. Se observan diferencias en la forma de ordenar los enterramientos en el espacio, en la forma de señalizar las tumbas, en la composición de los ajuares y en el tramiento de dichos materiales durante el ritual funerario, en las que profundizaremos a continuación. En lo referente a la distribución de los enterramientos en el espacio interno de la necrópolis, es complicado encontra una lógica o patrón que podamos extrapolar al conjunto de los cementerios. En el caso de espacios funerarios como Alpanseque (Taracena 1941: 35), La Requijada (Gormaz) (Morenas de Tejada 1916a: 172) o el Inchidero (Aguilar de Montuenga) (Arlegui 2012, 2014b), los enterramientos se disponen formando calles, señalizados con estelas de piedras, pero lo contrario ocurre en Ucero (García Soto 1990: 20), La Mercadera (Rioseco de Soria) (Taracena 1932: 7) o Carratiermes (Argente et al. 2001), donde las tumbas aparecen dispersas formando aglomeraciones, sin una ordenación clara. 104 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero A la disposición de los enterramiento se han intentado encontrar múltiples explicaciones en clave de evolución cronológica (e.g. García Soto Mateos 1990: 20-21), entendiendo el paso de una configuración de los enterramientos de más simples a más complejos. En cuanto a los marcadores, se ha evidenciado que la presencia de estelas no es necesariamente un sinónimo de enterramiento. Ee ejemplos como el El Inchidero (Arlegui 2012: 187-190), las estelan se disponen formando calles y no tienen por qué estar asociadas a un enterramiento. En otras ocasiones, cuando se asocian a una tumba concreta, el marcador y el enterramiento no siempre son sincrónicos y existen casos en los que el enterramiento que señala se ha visto alterado o parcialmente destruido en el momento de instalar el marcador. La presencia o no de estelas en los cementerios se sugiere en ocasiones fortuita y ligada más a problemas de conservación y a las actuaciones posteriores que a una relación presencia-ausencia real entre las tumbas o las necrópolis. En el cementerio de El Pradillo (Pinilla de Trasmonte), I. Ruiz Vélez (2010: 87) apunta que algunos de los enterramientos se encontraron sellados con una laja de caliza o arenisca que podría haber sido una estela. También en Carratiermes (Argente et al. 2001), el número de estelas que aparecen es muy reducido, por lo general, de calizas o areniscas. Estas se han podido relacionar con la persona enterrada y el ajuar que los acompañaba, y para este periodo, tan sólo contamos con dos enterramientos con toda la información, las tumbas 321 y 619, ambas señalizadas con areniscas. La tumba 321 perteneció a un varón de entre 30 y 35 años con el prototípico ajuar de guerrero (dos lanzas, arreos de caballo, un cuchillo curvo, un fragmento de regatón, un punzón biapuntado, una fíbula, un asa de un caldero de bronce), también un vaso de cerámica a mano, una canica, una fusayola y restos de huesos de animales, posiblemente procedentes del banquete. Mientras que la segunda, la 619, correspondió a una mujer de entre 40 y 50, cuyo ajuar se componía principalmente de objetos de adorno, como multitud de pulseras de diferentes tipos, un broche de cinturón de escotaduras, placas de bronce y fragmentos de un adorno espiraliforme. Sin embargo, los escasos datos con los que contamos por el momento no nos permiten profundizar más en el tema. Si atendemos a los tipos de enterramiento, parece que en el área nuclear del Alto Duero no se documentan estructuras tumulares en ninguno de los cementerios durante el primer milenio a.n.e., particularidad que contrasta con regiones limítrofes como la cuenca del Ebro, el Alto Tajo, el Alto Jalón o el Duero Medio, en las que estas estructuras son características. No obstante, algunas de las necrópolis que se sitúan en zonas de frontera con otras tradiciones culturales, presentan características mezcladas, como es el caso de El Pradillo, donde aparecen ocasionalmente algunas estructuras tumulares (Moreda y Nuño 1990; Abarquero y Palomino 2007). Generalmente, el tipo de enterramiento más común consiste en una fosa en la que se introducen las cenizas con o sin vasija, aunque dependiendo de la necrópolis observamos diferencias en la práctica. En El Pradillo (Ruiz Vélez 2010: 86, 92-93), los restos humanos se depositan en la base de la tumba, localizados en una zona muy concreta, que ha llevado a sugerir la posibilidad de que estuviesen en el interior de algún tipo de contenedor orgánico, quizá, un cofrecito de madera o elemento de cuero, 105 La primera Edad del Hierro individualizando al difunto del ajuar. En Carratiermes, aparecen dispuestos de diversas formas, las cenizas con o sin urna directamente en el hoyo sin trabajar o, en ocasiones, preparado con un revestimiento de las paredes con piedra, cubierto con amontonamientos de cantos o lajas planas (Argente y Díaz 1990: 56). Mientras que en La Mercadera, los restos se introducen directamente en un hoyo de reducidas dimensiones, donde la presencia las urnas cinerarias es ocasional (Taracena 1932: 6-7; Lorrio 1990: 39). Tambien, se documentan diferencias regionales en el tratamiento de los materiales que acompañan al difunto. En La Mercadera, los objetos del ajuar fueron por lo general doblados (Taracena 1932: 8) o inutilizados. Mientras en Carratiermes, la costumbre de doblar los objetos tan sólo tiene lugar cuando por sus dimensiones no caben en la fosa del enterramiento y en El Pradillo, los objetos metálicos son sometidos con el difunto al fuego de la pira, mientras que los restos animales aparecen sin quemar (Ruiz Vélez 2010: 86, 91-92). Por último, la composición de los ajuares es otro elemento diferenciador de los pueblos que habitaron el Alto Duero durante la Edad del Hierro, así dependiendo del cementerio al que nos refiramos, los objetos que acompañan al difunto presentan características ligeramente diferentes o se priman unos objetos sobre otros. De ello resulta que bajo un paraguas de similitud, se observan las diferentes formas de hacer las cosas, donde lucir determinada apariencia y portar ciertos artefactos van a reflejar determinadas ideas características de los grupos a los que pertenezcan. Esto habría dando lugar a una suerte de trajes o apariencias concretas capaces de manifestar la comunidad de origen, materializando así uno de los niveles de identidad étnica. 4.5.2. “…THE DEAD DO NOT BURY THEMSELVES…”: LAS AGENDAS SOCIALES La afirmación del título de este apartado pertenece a un trabajo M. Parker-Pearson (1993: 203) en el que recordaba como, los muertos no son los responsables directos de los materiales que les acompañan en la muerte. Tradicionalmente la composición de los ajuares ha sido estudiada desde la perspectiva del difunto, más que desde la de los individuos que realizaron el enterramiento y los rituales, olvidando así la capacidad de acción (agency) de los dolientes (Delgado y Ferrer 2012: 126; Prados 2011-2012: 318-319). El grupo que realiza las exequias no carece de intencionalidad, sino todo lo contrario, éstas les ofrecen un espacio de negociación social en el seno de la comunidad, permitiéndoles manipular el resultado final, transmitiendo una determinada idea o conjunto de ellas al resto del grupo. En las sociedades orales, la cultura material hace a la persona, por lo que los objetos de ajuar encierran un conjunto de valores sociales, míticos y simbólicos que pueden expresar diferentes realidades, desde botines de guerra a referencias a las identidades de la persona o indicadores de prestigio, incluso en algunos casos, el valor del objeto reside en su propia biografía, siendo considerados como reliquias. 106 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Por ello, estos conjuntos son el resultado de una deposición deliberada e intencional de una serie de artefactos mediante una praxis social revestida por la ritualidad de una ceremonia específica y/o unas prácticas religiosas (James 2007: 163). Son fruto de las agendas de los protagonistas del ritual, quienes mediante la actuación exhiben el estatus y negocian las identidades y las relaciones con otros miembros de la comunidad, y no sólo del difunto, sino también las propias. Ser conscientes de esto nos permite aproximarnos tanto a las identidades y los mensajes que pretendieron transmitir sobre el difunto, como a las identidades colectivas que quisieron potenciar o enfatizar. Hemos de tener en cuenta que nos enfrentamos ante unas sociedades que, tras observar la configuración de sus espacios de hábitat y sus espacios domésticos, presentan un carácter bastante igualitario, pero al adentrarnos en el mundo funerario, esa aparente igualdad no es más que una ocultación de las diferencias sociales. Estas comunidades eran de tamaño reducido. En el caso de La Mercadera, las estimaciones de población, en el tránsito entre los siglos V y IV a.n.e., es de una población viva de entre 12 y 24 personas que, además, presentan grandes diferencias de riqueza en la composición de los ajuares. Entre los difuntos de este cementerio tan sólo un 10% del total fueron enterrado con más de 5 objetos (Lorrio 1990). Las diferencias de riquezas están presentes en todos los cementerios, desde conjuntos con materiales suntuosos, numerosos y variados a enterramientos que carecen de ajuar como los documentados en El Pradillo, La Mercadera y Carratiermes, lo que permite sugerir que todos los miembros de la comunidad se encuentran enterrados en estos espacios funerarios, por el mero hecho de pertencer a la mismo e independientemente de elementos como la posición social o el prestigio. En consecuencia, el modelo social que se perfila para el Alto Duero en este periodo es el de comunidades no muy extensas, en cuyo seno tienen lugar fuertes tensiones y disputas por el poder, que se negocian en los diversos escenarios de competicion social como son las construcciones de obras comunitarias y el ámbito funerario. M. Ruiz- Gálvez Priego (2007: 187) apuntaba la existencia de una clase social que necesita justificar sus derechos y, para ello, inventa un pasado heroico que legitime su sucesión en la función política, así utiliza la actuación en los funerales públicos, en los que tiene lugar la cremación del cuerpo en la pira, la destrucción de la riqueza y el sacrificio de objetos preciados, mostrando la fuerza y el poderío del grupo familiar al que perteneció el difunto. 4.5.2.1. Los tópicos sobre los ajuares Adentrarnos en las realidades e intencionales, que se quisieron expresar a través de los objetos que han llegado hasta nosotros por medio de los ajuares, es un asunto complejo. Más aún si somos conscientes de que posiblemente hemos perdido aquellos objetos de carácter perecedero, como telas o artefactos de madera, que pudieron formar parte de los mismos. J. Collis (1994) apuntaba que uno de nuestros principales problemas es la falta de conocimiento de lo que realmente simbolizaban los 107 La primera Edad del Hierro materiales y que dependiendo de la perspectiva desde la que los abordemos, la interpretación final variará enormemente. R. Gilchrist (2005: 52) proponía que debíamos abordarlo desde el punto de vista de las relaciones familiares, donde examinásemos el papel que habían jugado éstos en términos de género, mientras L. Prados (2011-2012: 318) señalaba el interés que ha habido desde el mundo de la investigación por determinar el género de los individuos allí enterrados, que aunque ocasionalmente se ha realizado mediante análisis de los restos óseos, por lo general, estas atribuciones han tenido lugar a partir de la composición del ajuar. De modo que los objetos ornamentales, cerámicos o textiles han sido atribuidos a las mujeres, mientras los artefactos relacionados con la guerra o la figura del caballo a los hombres. Además, no se ha tenido en cuenta que esas mujeres y esos hombres podían presentar diferencias de edades entre ellos y que eso, daría lugar a una composición de los ajuares diferenciada. Críticas en este sentido aparecen tímidamente en la bibliografía desde los años 90. E. García Soto (1990: 25) señalaba que la aparición de tumbas con armas no tendría por qué estar relacionada con la existencia de una clase guerrera, así como que la diferencia de riqueza entre ajuares, no estaría directamente relacionada con la existencia de una clase rica y otra pobre, sino que podría deberse a cuestiones como el prestigio. A pesar de ello, en la mayor parte de las publicaciones sobre las necrópolis celtibéricas es frecuente encontrar la división entre ajuares con armas y objetos ornamentales (e.g. Argente et al. 2001; Jimeno et al. 2004; Lorrio 2005). Comparto las reflexiones de autoras como S. Lucy (1997: 155) o L. Prados (2010: 206), en las que afirman que cuando los datos arqueológicos no son suficientes, priman los estereotipos en la interpretación, por ello, debemos desligarnos de los tópicos y las interpretaciones “fáciles” sobre el carácter de los difuntos. Resultan sorprendentes críticas como la de A. Delgado y M. Ferrer (2012: 124- 125), para contextos fenicios y púnicos, donde la principal limitación para tratar las diferencias de género se había atribuido a la falta de estudios antropológicos pero, a medida que éstos se han generalizado, la narrativa arqueológica no se ha alterado y las mujeres han permanecido invisibles. Creo que esta crítica es extensible a la Meseta, donde necrópolis como Carratiermes (Argente et al. 2001), El Pradillo (Ruiz Vélez 2010), La Yunta (García Huerta y Antona 1992), Herrería (Cerdeño y Sagardoy 2007) o Las Ruedas (Sanz Mínguez 1997) cuentan con este tipo de análisis desde hace décadas y aún hoy no existe un solo artículo desde la perspectiva de las mujeres que se aproxime a su papel como agente social durante la Edad del Hierro. 4.5.3. LAS IDENTIDADES EN LA MUERTE Partiendo de la idea expuesta anteriormente sobre la intersección de identidades en el sujeto, vamos a explorar sus diferentes materializaciones ante la muerte, haciendo un especial énfasis en la interrelación y las escalas de estos mecanismos de autoidentificación del individuo. La diversidad de 108 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero formas de cultura material relacionadas con la muerte y, en especial, la composición de los ajuares ofrecen amplias posibilidades para profundizar en sus diferentes niveles y en los contextos en que estas se activan o resaltan unas sobre otras. 4.5.3.1. La infancia Comenzando por los individuos infantiles, en los cementerios del Alto Duero aparecen varios en enterramientos individuales o dobles, con edades comprendidas entre los 0 y los 12 años para El Pradillo, y entre 0 y 10 años en Carratiermes. En El Pradillo (Ruiz Vélez 2010: 156), la tumba 15 albergaba un niño de 5 a 10 años y una mujer de 30-40; y la 27, a una mujer de 30-40 años y un bebé de entre 0 y 6 meses. En Carratiermes (Argente et al. 2001: 296), se identificaron siete infantiles enterrados en seis tumbas, donde tres de ellas eran dobles. La tumba 582 pertenecía a una mujer de 20-30 años con un infantil de 0-1 y un ajuar con armas. En la tumba 282, un ajuar con armas también acompañaba a un niño/a de 2-3 años y un hombre de 30-40. El enterramiento 573 eran de dos infantiles de entre 0 y 1 año (Fig. 34 B), que han sido interpretados como hermanos gemelos o mellizos, aunque la imposibilidad de realizar análisis de ADN, no permite profundizar en ello. La tumba 548 es de un infantil de entre 1 y 2 años que se acompañaba de una cerámica a mano, varias pulseras de bronce y unos ejes de fíbula o pectoral. La 599 era de un individuo de 5 a 10 años acompañado por una cerámica a mano, un resorte de fíbula y una lámina de piedra. Por último, el individuo de la 262 tenía entre 3 y 5 años y se acompañaba de un ajuar con armas, a partir de un bocado de caballo, dos lanzas, una varilla de hierro, una fusayola y una urna de cerámica a torno con tapadera, que se fecha en torno en la segunda mitad del V a.n.e. (Fig. 34 A). La presencia de objetos como fíbulas, pulseras, adornos espiraliformes o cuentas de collar en contextos infantiles podrían relacionarse con mecanismos de protección de los más pequeños, y por ello, vulnerables contra los espíritus malignos, o el mal de ojo. Objetos con significados similares se han documentado en grupos actuales como los Gumuz y Dats’in de la frontera entre Etiopía y Sudán, donde cuando nace un bebé, independientemente del sexo, se les cubre por hileras de cuentas de collar de vivos colores, preferiblemente rojas, que garanticen su protección (Hernando 2016). Anteriormente destacábamos como los muertos no se entierran solos y son, precisamente, los actores del funeral los que seleccionan el ajuar que les acompañará al Más Allá. Las diferencias de género en la participación y ejecución las diferentes actividades que formarían parte del ritual son un elemento ignorado para la Edad del Hierro. En otros contextos funerarios, Roberta Gilchrist (2005) reivindica el papel de la mujer en la preparación del cuerpo para el funeral durante la Edad Media, ya que a partir de los datos de los Libros de las Horas, se recoge su papel en la preparación y lavado del cuerpo del difunto, proceso durante el que se colocaban toda una serie elementos simbólicos y amuletos, especialmente en el caso de individuos infantiles. También en los textos hititas que narran el sepelio de un rey, las mujeres de la familia participan activamente en los actos del ritual, recogiendo los huesos 109 La primera Edad del Hierro de la pira funeraria con pinzas, ungiéndolos en aceite, envolviéndolos en un paño de lino y depositándolos finalmente en la urna (Gurney 1966: 164-165; Delgado y Ferrer 2012: 132). Fig. 34: Enterramientos infantiles de Carratiermes (Montejo de Tiermes). A.- Tumba 262. B.- Tumba 573 (a partir Argente et al. 2001). El papel destacado de la mujer podría relacionarse como una consecuencia de la prolongación en su papel como madre, cuidadora y perpetuadora de la sociedad, quedando así en el terreno de lo femenino los elementos relacionados con el nacimiento y la muerte. Elementos materiales como las canicas o las fusayolas, que tradicionalmente se han asociado a individuos infantiles y femeninos respectivamente, cobrarían un nuevo significado. En Carratiermes, el mayor número de canicas aparece en el enterramiento de los dos niños (tumba 573) con 8 ejemplares, junto con una cuenta de collar, varios cuencos de cerámica a mano y una vasija a torno de gran tamaño. El resto de canicas se encuentran en tumbas de hombres, de entre 30 y 50 años, con todo tipo de ajuares desde armas a pectorales u otros objetos (tumbas 321, 341 y 630), quienes cabe la posibilidad de que fuesen los padres, ya que se encuentran en edades de reproducción, o compartiesen algún tipo de filiación. De modo que estaríamos atendiendo a la participación de los niños, sino activa sí semánticamente, en los rituales funerarios. El caso de las fusayolas, se ha relacionado tradicionalmente con la labor del hilado de las mujeres, pero estos objetos aparecen en múltiples contextos. En Carratiermes, se documentan en una tumba doble de una mujer entre los 20 y los 30 y un infantil de 0-1, a la que nos referimos anteriormente (tumba 582); y otra, acompañando a una mujer de 30-40 años junto a un rico ajuar con pectoral de campañillas, un pequeño cuchillo, varias fíbulas y numerosas pulseras (tumba 271). Otra fusayola acompaña al 110 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero niño/a de 3-4 años de la tumba 262 con un ajuar con armas (Fig. 34 A), y por último, otros dos ejemplares se registraron en tumbas masculinas: en la 174, junto a fragmentos de un colador de bronce y la 321, acompañada de armas (Fig. 36). Por ello, si las mujeres son las encargadas de los preparativos en la muerte, las fusayolas podrían ser el resultado de una deposición intencional a la hora de preparar los objetos que los acompañasen a la otra vida. En esta línea, destaca un ejemplo en un hombre enterrado dentro de un ataúd de plomo en el cementerio monástico de Stratford Langthorne (Essex, Reino Unido) entre el 1230 y el 1350, que presentaba una fusayola sobre el pecho. En este momento, la labor del hilado era exclusivamente femenina, por lo que la deposición intencional de esta pieza se hizo durante la preparación del cuerpo, presumiblemente por parte de las mujeres de su familia (Barber et al. 2004: 4.4; Gilchrist 2005: 56). Los enterramientos infantiles son el ejemplo más evidente de cómo la composición de los ajuares es obra de los adultos, donde se perciben las intencionalidades de los padres y/o el grupo familiar a la hora de transmitir determinados mensajes, mediante la introducción de materiales asociados a: la edad, con objetos como las canicas o amuletos; la unidad domésticas, con la presentacia de las fusayolas; o la posición social de la familia, mediante los adornos, las armas y los objetos relacionados con el caballo. Asistimos, por lo tanto, a la exhibición y negociación de diversas realidades sociales, donde no se contribuye sólo a las narrativas personales del individuo, sino también a construir la memoria de la casa, de la familia. 4.5.3.2. Los hombres En lo que a los hombres adultos respecta, en la necrópolis de Carratiermes, están representados individuos entre los 30 y 60 años, el mismo rango de edades que aparece en El Pradillo. Llama la atención que no aparezcan los varones de edades inferiores a los 30 años, dato que mantendrá también a lo largo de la segunda Edad del Hierro. En el cementerio de Carratiermes, apreciamos una clara polarización de los ajuares entre los que presentan armas y los que no. Si atendemos a la edad de los hombres, los ajuares sin armas aparecen entre los hombres de 30 a 50 años y en el único enterramiento se ha identificado a un hombre de 50- 60 años (tumba 293). Éste aparece acompañado por objetos de adorno, entre los que destacan dos grandes pectorales de espirales, uno de campanillas, varias pulseras, un pequeño cuchillo curvo, una aguja y varias fíbulas de espirales y una anular hispánica. Los objetos que componen este ajuar recuerdan bastante a los del enterramiento 29 de la necrópolis de Ucero (García Soto y Castillo 1990), compuesto por un posible pectoral espiraliforme, un pectoral de campanilla - cuya placa rectangular se decoraba con puntos formando dos alineaciones y un tres bandas de dientes de lobo incisas en disposición vertical-, junto a ellos, un broche de cinturón de un garfio, un aro de hierro y uno de plata, una pulsera de bronce, una fíbula anular de timbal de plata con cabujón, tres fragmentos de cerámica a mano, dos decorados a peine y dos vasijas a torno (Fig. 35). 111 La primera Edad del Hierro Fig. 35: Ajuar de la tumba 29 de Ucero (a partir García-Soto y Castillo 1990: Fig. 1-4). Estos ajuares sin armas, se componen por lo general de diversos tipos cerámicos y elementos ornamentales para el cuerpo como fíbulas, pulseras, pectorales o broches de cinturón, y entre ellos no se observa una pauta clara o generalidad en términos de edad, estatus u otra forma de identidad que podamos identificar. Por otro lado, los ajuares con armas que acompañan a hombres de entre 30 y 50 años, por lo general, constan de dos lanzas de diferentes tamaños, un regatón, un cuchillo curvo y alguna fíbula, y carecen de pectorales. A partir de los análisis óseos de esta necrópolis, se pudieron identificar una serie de objetos que aparecen exclusivamente en las tumbas masculinas, como son los punzones biapuntados, las espadas o puñales y las pinzas de depilar (Argente et al. 2001: 310), así como los grandes pectorales espiraliformes, que también aparecen en necrópolis como La Mercadera (Taracena 1932) acompañados por fíbulas de bronce y plata. Observamos como la diferenciación de los dos tipos de ajuares se mantiene en los diferentes rangos de edad, con un número similar de individuos entre ambos, aunque ligeramente inferior en los que presentan armas. 4.5.3.2.1. Los guerreros: una identidad de clase A partir de la bibliografía siempre he pensado que la Celtiberia durante el primer milenio a.n.e., estaba repleta de guerreros, y sólo de guerreros, que parecían carecer de familia, hijos o mujeres, por el vacío literario que hay en torno a ellos. Los guerreros han sido los protagonistas indiscutibles del registro arqueológico y sus narrativas, especialmente a partir de sus armas, objetos de aseo, caballos o 112 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero referencias escritas, pero desgranar las identidades de los supuestos guerreros mediante los objetos funerarios no es tarea fácil. G. Ruiz Zapatero y A. Lorrio (2000: 280) sugerían que en Europa durante las Edades del Bronce y del Hierro aparecen una serie de enterramientos denominados como “tumbas de guerrero”, pero que de un modo más certero, deberían ser referidas como “tumbas con armas”. A grandes rasgos, estos enterramiento suelen ser individuales, compuestos por armas ofensivas y/o defensivas, elementos vinculados a la figura del caballo o vehículos con ruedas, ornamentos para el cuerpo, equipos de aseo personal y vajillas relacionadas con el simposio. Pero la presencia de estos objetos en un enterramiento no quiere decir, necesariamente, que la persona allí enterrada perteneciese a la clase de los guerreros, como ocurre en la tumba 262 de la necrópolis de Carratiermes (Fig. 34 A), donde el individuo que aparecía acompañando de estos materiales era un niño o una niña, así como algunos ejemplos que desarrollaremos en los siguientes apartados y que se relacionan con mujeres. De este modo, la presencia de armas en las tumbas es más compleja de lo previamente pensado, no son sólo objetos que materializan una identidad de clase (que también), sino transcienden más allá del oficio del guerrero, para convertirse en objetos marcadores de prestigio mediante los que exhibir cierta posición social. Así, la presencia de estos objetos en enterramientos de individuos que, por género o edad u otras causas, no se relacionan con el ejercicio de la guerra, señala la prevalencia de unas identidades sobre otras ante la muerte, potenciándose aquellas más beneficiosas o favorables según las agendas de los dolientes. Sin embargo, sí considero que los enterramientos de hombres adultos acompañados de armas, objetos de aseo y arreos de caballo reflejan una identidad de clase. El cuerpo humano es un poderoso vehículo mediante el cual expresar mensajes al resto de la sociedad, sobre esto, Lucía Moragón (2013: 226) apuntaba que “el ser de la persona en sociedades orales se constituye y se articula exclusivamente mediante la acción del cuerpo, catalizador multilateral, permanente y activo del sujeto”. Así la apariencia, la gestualidad o la práctica transmiten claves sobre identidades como el género, la edad, el estatus, los grupos de filiación o las formas de poder (c.f. Hill 1997; Giles 2012; Moragón 2013). M. Giles (2012: 32) señalaba que las identidades no son algo que se posee, sino que se construyen mediante lo que hacemos en el mundo, por lo que son cosa de práctica. De este modo, los códigos no verbales no son tan sólo una herramienta de expresión de la identidad, sino el ser, la esencia de la propia persona (Moragón 2013: 235). Tanto es así que en todos los cementerios celtibéricos podemos identificar enterramientos de esta clase en cualquiera de sus fases o sus regiones. Incluso R. Morenas de Tejada en sus excavaciones en la necrópolis de Osma llegó a apuntar que era un cementerio exclusivo de guerreros, ya que la mayor parte de las tumbas presentaban objetos relacionados con ellos. El problema es que necesitamos contar con todos los datos sobre sexo y edad para atribuir a la persona allí enterrada a este tipo de identidad de clase. 113 La primera Edad del Hierro Fig. 36: Ajuar de la tumba 321 Carratiermes (Montejo de Tiermes) (a partir Argente et al. 2001). La clase de los guerreros estaría formada por hombres que portaban armas, lucían una apariencia determinada y podían poseer un caballo. Mediante la reiteración visual de determinados objetos, aspecto y gestualidad se identificaban con un determinado grupo social, y se diferenciaban del conjunto de la comunidad, enfatizando esas diferencias a través del cuerpo. Sin embargo, a pesar de la fuerte estandarización de este grupo, se observan sutiles diferencias de riqueza entre los integrantes de esta clase. Así entre los ajuares de Carratiermes, podemos distinguir dos tumbas de guerrero sobre las demás por la composición de los ajuares: la tumba 321, de un hombre entre 30 y 35 años que aparecía señalizada por una estela de caliza, con restos de huesos de animales, posiblemente de banquete funerario, y un ajuar con dos lanzas de diferentes tamaños, un cuchillo curvo, un bocado de caballo, una fíbula, un punzón, un asa de un caldero de bronce, una canica, una fusayola y un vaso cerámico, 114 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero entre otros materiales. También la 407, que junto a una espada de antenas atrofiadas, una punta de lanza, un regatón y elementos de correajes, presentaba un soliferrum, lanza a la que se atribuye una procedencia mediterránea. Los equipos de aseo personal fueron fundamentales para alterar la apariencia en la praxis de la identidad. Por lo general, son objetos poco comunes en los contextos domésticos, entre los que identificamos pinzas de depilar, navajas de afeitar y tijeras de pequeño tamaño, relacionados con el afeitado, peinado o la depilación. Las pinzas son el objeto más recurrente para este periodo, realizadas en bronce o hierro, con un arete de suspensión en el extremo y con decoraciones únicas y personalizadas. Habitualmente se relacionan a los ajuares con armas, aunque también se documentan en ajuares sin ellas, lo que ha llevado a pensar que aparecerían no sólo en tumbas de hombres, sino también en las de las mujeres, especialmente derivado de la referencia que hace Estrabón (III, 4, 17) a partir de Artemidoro, donde menciona que algunas mujeres rapaban la parte delantera de sus cabezas, por lo que usarían las pinzas para arrancar el pelo (Ruiz Zapatero y Lorrio 2000: 285) o cuchillos. Pero en aquellas necrópolis, en las que se han podido realizar análisis de los restos óseos humanos, en ningún caso las pinzas de depilar aparecen en tumbas femeninas, por lo que podríamos suponer que son de algún modo marcadores de género masculino en los enterramientos. En Carratiermes, entre las tumbas atribuidas a la primera Edad del Hierro aparecieron pinzas en cinco tumbas, de las que tres de ellas se pudieron identificar el sexo y la edad de los individuos. Las tres corresponden a hombres, uno de ellos entre los 30 y los 40 años, y dos de ellos entre los 40-50. El hombre de menor edad, enterrado en la tumba 376, se acompañaba de un ajuar con armas compuesto por una lanza, un regatón, un cuchillo, la hembra de un broche de cinturón de tres garfios, restos de arreos de caballo y una fíbula anular. Otro de ellos, se encuentra enterrado en una de las tumbas (tumba 555) que se ha sido considerada como enterramiento con ajuar civil sin pectoral (Argente et al. 2001: 237), a pesar de contener al menos dos lanzas, dos fíbulas de resorte, un punzón y cuenco cerámico. La última de ellas, la tumba 23, contaba con dos ejemplares, uno de hierro y otro de bronce decorado junto con una fíbula de doble resorte. Finalmente, las dos tumbas en las que no se ha logrado determinar sexo ni edad: la tumba 622, que sí contenía restos óseos pero en una cantidad muy pequeña para resultar concluyente, contenía un cuchillo y un pectoral de espirales; y la tumba 411, en la que no aparecieron restos óseos y se clasifica como ajuar con armas (Argente et al. 2001: 236). En La Mercadera, a pesar de no contar con análisis óseos, también aparecieron pinzas decoradas en la tumba 70, junto a un punzón, una fíbula y un fragmento de adorno espiraliforme (Schüle 1969: Taf. 48, 15) y en el enterramiento 51, junto a un punzón, un cuchillo curvo, dos lanzas, una espada antenas atrofiadas y un escudo. En este punto, es preciso recordar que en Carratiermes, las pinzas, punzones y espadas se encontraban exclusivamente en tumbas de hombres, aunque tan sólo estudios y análisis en este sentido determinarán si esto es una característica general del conjunto de los cementerios o se trata nuevamente de una particularidad regional. 115 La primera Edad del Hierro La utilidad de los punzones que aparecen a lo largo de toda la Edad del Hierro en los enterramientos es aún incierta, y a pesar de la falta de datos concretos, me parece interesante recoger la sugerencia de Fernández Nieto (1999: 284-286) sobre su posible uso en la elaboración de tatuajes corporales (o escarificaciones). La decoración del cuerpo con este tipo de elementos es frecuente en culturas de la época, como se documenta en algunos individuos de la cultura de Pazyryk, en torno al siglo V a.n.e., cuyos enterramientos por inhumación en el permafrost siberiano han permitido la perfecta conservación de los materiales orgánicos y los cuerpos, impensable para nuestra zona de estudio. En este caso, se establece una interesante relación entre los animales que aparecen reflejados en los tatuajes y las formas de vida de las comunidades, donde la figura del caballo es fundamental para su supervivencia (Argent 2013). Ante la aparición reiterada de estos conjuntos materiales asistimos al surgimiento y consolidación de una identidad relacional de clase, en torno a la figura del guerrero. A. Hernando (2012: 68) apuntaba que: “Los grupos humanos que se perciben a sí mismos a través de esta identidad relacional visibilizan esta adscripción a través de la expresión unificada de su apariencia: todos los miembros del grupo visten igual, o se adornan igual o utilizan algún elemento distintivo que los diferencia como grupo”. Al mismo tiempo que crean de estas unidades corporativas, desarrollan una serie de prácticas segregacionistas (Moragón 2013: 229), en las que mantienen la relacionalidad entre los iguales, los pares, pero se distancian del resto de la comunidad. La apariencia, su gestualidad y su práctica los define como sujetos sociales, por ello, se antepone con fuerza a sus otras identidades y se exhibe en la muerte independientemente de la edad del hombre. La pertenencia a esta clase se mantendría a lo largo de la vida y perduraría en el Más Allá. 4.5.3.3. Las mujeres En el caso de las mujeres, no encontramos un sesgo de edad como sí lo hicimos en el caso de los hombres. Todas se encuentran entran enterradas con un mismo ritual en el mismo espacio funerario, así en Carratiermes se documentan con edades comprendidas entre los 17 y 70 años y entre los 15 y 60 años en El Pradillo. En Carratiermes, no se distinguen grandes diferencias en lo referente a la composición de los ajuares según la edad de las difuntas. Los objetos son bastante homogéneos y constan generalmente de vasos cerámicos y objetos de adorno como fíbulas, pulseras o pectorales de campanillas. Cabe destacar el caso de los elementos espiraliformes que se encuentran relacionados con fíbulas o elementos decorativos de la ropa, más que con los grandes pectorales espiraliformes, cuya presencia parece ser exclusiva de las tumbas masculinas, aunque por el momento es imposible aseverarlo. Otra diferencia interesante en lo que respecta al género es la frecuente presencia de cuchillos curvos en enterramientos femeninos y masculinos, donde se puede apreciar cómo los de las tumbas femeninas son de un tamaño menor que los que aparecen en las de los varones. 116 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Fig. 37: Ajuar de la tumba 235 Carratiermes (Montejo de Tiermes) (a partir Argente et al. 2001). Entre las mujeres de Carratiermes, no se obervan grandes diferencias de riqueza, tan sólo el enterramiento 235 (Fig. 37) que perteneció a una mujer de 20-30 años presentaba un ajuar más rico, formado por más de treinta pulseras de diferentes tipos, adornos espiraliformes, varias fíbulas, una hembra de un cinturón de tres garfios, un cuchillo curvo, varias cerámicas y un pectoral de campanillas con representaciones animales. 4.5.3.3.1. Las “diademas” de Cerralbo, un objeto controvertido,… Uno de los objetos más controvertido para su interpretación que encontramos en el Alto Duero y en toda la Celtiberia, son las conocidas como las “diademas” o “soportes para tocado”, documentadas por primera vez por el marqués de Cerralbo (Aguilera y Gamboa 1916: 61) y que aparecen en las necrópolis de la zona sur, limítrofes con las cabeceras de los ríos Tajo y Jalón. Por el momento, se conocen dos en el cementerio de Viñas del Portuguí (Osma) y otras dos en Las Quintanas (Gormaz), y se asocian a tumbas femeninas, debido fundamentalmente a la cita que Estrabón (III, 4, 17) toma de Artemidoro sobre los tocados de las mujeres del Norte peninsular: “También podría considerarse de índole bárbara el tocado de algunas mujeres que ha descrito Artemidoro; pues dice que en algunos lugares llevan collares de hierro que tienen unos ganchos doblados sobre la cabeza que avanzan mucho por delante de la frente y que cuando quieren cuelgan el velo en estos ganchos de modo que al ser corrido da sombra al rostro, y que esto lo 117 La primera Edad del Hierro consideran un adorno. En otros lugares se colocan alrededor un disco redondeado hacia la nuca, que ciñe la cabeza hasta los lóbulos de las orejas y que va poco a poco despegándose a lo alto y a los ancho […]. Otras mujeres, colocándose sobre la cabeza una columnilla de un pie más o menos de alto, trenzan en torno al cabello y luego lo cubren con un velo largo” Comúnmente se han descrito como objetos de hierro compuestos por un vástago central de sección cuadrangular y tamaño variable, rematado en arcos de palas rectangulares o ligeramente trapezoidales que en su parte final presentan una o dos perforaciones. La parte distal del vástago se divide en dos varillas ligeramente curvadas, cuyos extremos se enrollan sobre sí mismos formando un orificio en las dos varillas (a partir de Lorrio y Sánchez Prado 2009: 362; Chordá y Pérez Dios 2014: 406), por lo que W. Schüle (1969: 161 y 236), a partir de su dudosa funcionalidad, las denominaba como “horquillas dobles de hierro”. Las dataciones también son controvertidas, ya que la mayor parte fueron encontradas en excavaciones antiguas con enormes problemas en los contextos. Actualmente, se fechan entre los siglos VII y IV a.n.e., a partir de las excavaciones recientes como las de Chera, El Inchidero, Herrería III y Puente de la Sierra (Checa) (Chordá y Pérez Dios 2014: 407). Por ello, resulta problemática la utilización de la referencia de Estrabón a la hora de interpretar la posible función de estos objetos, ya que está hecha en torno a cinco siglos después y es imposible que cualquiera de los autores clásicos contemplase estos objetos en uso. Otro gran problema de la interpretación de estos “soportes de hierro” -como se han denominado en las investigaciones recientes (Cerdeño y Sagardoy 2007; Chordá y Pérez Dios 2014)- es la carga semántica en sus denominaciones, optándose por una designación aunque funcional, más abierta que las anteriores. En los últimos años, su definición como estructuras para tocado ha sido cuestionada por la morfología, el material y el peso de estos objetos, y también con otras interpretaciones que los relacionaban con soportes para los penachos de los caballos. M. Cerdeño y T. Sagardoy (2007: 137- 139) han apuntado la posibilidad de que fuesen para sustentar elementos en suspensión o sujeción, quizá para antorchas, recipientes votivos o crisoles de fundición, usados con fines rituales y cargados de valor simbólico para la persona allí enterrada. Por el momento y a la luz de los datos de los que disponemos actualmente, es atrevido realizar una interpretación en cualquier sentido para estos “soportes” o estructuras, ya que carecen de cualquier similitud formal con objetos que podamos relacionar con el mundo de las armas, ornamentos o el mundo doméstico y habrá que esperar a recabar más datos con contextos claros y analíticas cuidadas. 4.5.3.3.2. …aunque no tanto como las armas Si seguimos en la línea de objetos controvertidos para la interpretación documentados en tumbas femeninas, hemos de reservar un apartado para aquellas mujeres que fueron enterradas con armas y objetos relacionados con la figura del caballo. De nuevo, el cementerio donde mejor se han documentado es Carratiermes, entre las que destacan dos enterramientos de mujeres de entre los 50 118 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero y 60 años, las tumbas 302 y 347 (Fig. 38). La composición de los ajuares es muy similar a la presentada anteriormente para hombres de entre 30 y 50 años, relacionados con la identidad de clase de los guerreros: con dos lanzas de diferentes tamaños, un regatón y varias fíbulas anulares. Además, en la 302, aparece un broche de cinturón de tres garfios y una hembra, un bocado de caballo de bridón sencillo y dos láminas de bronce alargadas. Mientras que la 347 se completa con cuchillo curvo, una placa de bronce y varias cerámicas realizadas a mano y a torno. Fig. 38: Ajuares de mujeres con armas en Carratiermes: A.- Tumba 302, B.- Tumba 347 (a partir de Argente et al. 2001). Llegados a este punto, me gustaría recordar las palabras de M. Díaz Andreu (2005: 39): “...The dichotomy of weapons and jewellery was not, after all, a metaphor of gender...”. Quizá la información relativa a las armas y al género de aquellos enterrados con ellas, no sean los datos más destacados en la bibliografía, pero si profundizados en el tema, podemos encontrar ejemplos en marcos cronológicos similares por toda Europa. Es el caso de las dos tumbas de mujeres en Stuttgart-Bad Cannstatt, en cuyos enterramientos se que combinan puntas de lanza con objetos ornamentales (Arnold 1991: 369) o en la tumba 1 de la Arareva Gromila en los Balcanes (Babić 2001: 85-7). También las treinta inhumaciones de los túmulos de la necrópolis de Vaineikiai (Lituania) (Simniškytė 2007, 2013), que pertenecen a mujeres enterradas con armas, lanzas y hachas, y sus cuerpos se disponen en la posición y orientación propia de los hombres; o la tumba 155 de la necrópolis de Baza, donde una mujer de unos 30 años fue enterrada con vasos cerámicos decorados, ánforas, elementos de adorno, cuatro 119 La primera Edad del Hierro conjuntos de armas y una escultura sedente de caliza policromada como urna funeraria (Quedada 2010). Escultura que L. Prados (2012, 2010) ha entendido como un autorretrato de la difunta, por los detalles que presenta el rostro no idealizado, lo contrario que ocurriría con la Dama de Elche. Por ello, a través de estos materiales se pretendía heroizar a la difunta, mediante la exhibición de la riqueza y el poder de su familia. Se ha sugerido que estas mujeres de alto rango negociarían su propio estatus, mediante la manipulación de determinados elementos materiales asociados a los hombres (Díaz Andreu y Tortosa 1998). Anteriormente, comentábamos que las identidades se encontraban profundamente interrelacionadas y que los diferentes niveles se superponen e intersectan dependiendo de los contextos. Así bien, podemos considerar que las armas son las herramientas que utilizan los hombres para la guerra y su vehículo para obtener prestigio y lograr un buen estatus social dentro de la comunidad. En una sociedad patriarcal como la que nos enfrentamos, donde priman los valores de lo masculino, observamos cómo en determinados contextos la exhibición de la identidad del género femenino pasa a un segundo plano, bien por algún tipo de necesidad, o bien por el deseo de exhibir otro nivel de identidad quizá más relevante para los organizadores del ritual. K. Randsborg (1984: 152) sugería que los elementos inusuales que acompañan a las mujeres representaban símbolos del marido, mediante los cuales éste manifiesta su estatus, más que una muestra de la autonomía o poder de la mujer. En Atenas, aquellos enterramientos femeninos con ricos ajuares se han asociado al ethos guerrero del marido, ya que las mujeres son portadoras del estatus de la familia y el linaje (Langdon 2005: 5). Mientras que Sam Lucy (1997) en su estudio sobre dos cementerios anglo-sajones, interpreta las armas que aparecen en las tumbas de mujeres como elementos de identidad relacionados con el linaje real o el adquirido. Volviendo al Alto Duero y sin perder de vista que pudiesen estar materializando un tipo de identidad familiar relacionada con las genealogías, al tratarse de dos mujeres de edades avanzadas quizá puedan hacer referencia a un tipo de identidad horizontal, la de la casa. Siendo así el reflejo o la materialización de una vida en común y un objetivo conjunto llevado a cabo a lo largo de la vida en el marco de la unidad familiar. Mediante la cremación y el simbolismo de las armas, tendría lugar en cierto modo una heroización, conmemorando la figura de la mujer como transmisora de los derechos, esposa y madre de guerreros. Nuevamente, señalamos el papel de la casa en el espacio de negociación que es la muerte, donde a través de la práctica y el ritual se construiría la memoria de la familia, la memoria de la casa (Delgado y Ferrer 2012: 127). 4.5.3.4. La familia Son las sociedades con economías políticas que se pueden denominar como heterarquías intracomunitarias, las características de las sociedades de casa (González Ruibal 2009), en las que 120 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero percibimos una ocultación de las diferencias en las formas constructivas del interior de los poblados, pero se manifiestan a través del cuerpo y la muerte. Fig. 39: Objetos de bronce encontrados en el interior de los asentamientos de las montañas. Fíbulas: 1 y 2.- El Castillejo (Castilfrío de la Sierra), 3.- Valdegeña, 4.- El Castillejo (Taniñe). Pasadores: 5 y 6.- Zarranzano (Cubo de la Sierra), 7.- El Castillejo (Castilfrío de la Sierra). Botones: 8 y 9.- Zarranzano (Cubo de la Sierra). Brazaletes: 10.- Zarranzano (Cubo de la Sierra), El Castillejo (Castilfrío de la Sierra) (Romero 1990: Fig. 77). No sólo en la esfera funeraria registramos objetos relacionados con la tecnología del cuerpo, sino también en los asentamientos de la región de las montañas, los cuales a pesar de carecer de paisajes funerarios y contextos claros sobre los materiales en los asentamientos, es común la presencia de fíbulas, pasadores o adornos para correas, brazaletes o botones (c.f. Romero 1991: 310-322). Fíbulas de varios tipos se han documentado en El Castillejo (Castilfrío de la Sierra), con un ejemplar de espirales y una placa romboidal de bronce que podría relacionarse con un ejemplar de doble resorte; un fragmento de brazalete de sección rectangular y algunos pasadores de bronce. En Valdegeña, se documentó una fíbula de pie vuelto con botón terminal y en El Castillejo (Taniñe), otra también de pie vuelto. En el Zarranzano (Cubo de la Sierra) se registraron tres fragmentos de agujas que se han 121 La primera Edad del Hierro relacionado con fíbulas y una cinta de bronce formando espirales que pudo pertenecer al resorte de otra, también un fragmento de brazalete de sección circular, rematado por un pequeño engrosamiento; un conjunto de pasadores de secciones triangulares o planas y 4 botones hemiesféricos con travesaño. En el Castillo de la Virgen (El Royo), dos agujas, un punzón, un alfiler de cabeza circular y B. Taracena (1941: 145-146) hace referencia a una fíbula posthallstática que hoy está desaparecida, y posiblemente otro brazalete en El Castillo de las Espinillas (Valdeavellano de Tera) (Fig. 39). Sobre este tipo de sociedades, A. González Ruibal (2009: 249) apuntaba que: “…los hombres no son los únicos que pueden acrecentar el capital de una casa: las mujeres tienen un papel muy destacado también. Lo que ocurre es que gestionan capitales diferentes”. Por eso, quizá es a través de los ajuares de la mujeres e incluso de los niños, donde somos capaces de identificar este tipo de identidad. Los enterramientos colectivos son comunes en todos los cementerios y pudieron responder a este tipo de vínculos. En algunos casos, ya nos hemos referido a ellos con anterioridad, como son los dos niños/as de Carratiermes de tumba 573; o las tumbas dobles de mujeres con infantiles, como en las tumbas 15 y 27 de El Pradillo y tumba 582 de Carratiermes; u hombres e infantiles como la 282 de Carratiermes. Sin embargo, también es frecuente la presencia de dos adultos, como en el enterramiento 12 de El Pradillo, donde se documentaron un hombre y una mujer de entre 50 y 60 años de edad (Ruiz Vélez 2010: 156), o las dos de Carratiermes: la tumba 470 que albergaba a una mujer y un hombre, ambos entre los 40-50 años; y la 507, con una mujer de 16-18 y un hombre de 40-50 (Argente et al. 2001: 236-237, 296). Fig. 40: Enterramiento C5T9 de la necrópolis del Inchidero: A.- Dibujo del ajuar. B.- Fotografía del contexto (a partir de Arlegui 2012: Fig. 7 y 10) Asimismo en el Alto Jalón, en El Inchidero encontramos ejemplos similares, donde 9 de un total de 29 tumbas excavadas eran colectivas (Arlegui 2014b: 385). Del periodo que nos ocupa en este capítulo, 122 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero destacan los enterramientos C5T9 y C3T12. La tumba C5T9 (Fig. 40) fechada en la primera mitad del siglo VII a.n.e., albergaba a tres individuos, un hombre y una mujer de los que no se especifican edad y un infantil de entre 6 y 8 años, junto a un ajuar compuesto por una gran vasija cerámica, una espada, dos lanzas, dos regatones, una vaina de puñal, arreos de caballo, varias arandelas, apliques metálicos, un soporte de hierro, una fíbula anular y una amalgama de cuentas de vidrio y láminas de bronce (Arlegui 2014b: 384; 2012: 197, Fig. 10). Mientras que la segunda de ellas, la C3T12, acogía a un individuo adulto del que no se especifica el género y tres infantiles (Arlegui 2014b: 384). Desafortunadamente y como se comentó con aterioridad, no se pueden realizar análisis de ADN, al menos por el momento, a estos restos óseos, que habría permitido profundizar en el tipo de vínculos y relaciones que dieron lugar a estos enterramientos colectivos. Bien es cierto que los accidentes domésticos debieron ser frecuentes, como atestiguan las destrucciones de algunas de las casas del Zarranzano (Cubo de la Sierra) o de El Castillejo (Fuensaúco) por acción del fuego, que no tuvieron que estar sólo relacionadas con ataques violentos al sitio, sino también con causas naturales o accidentes domésticos. A falta de más datos, este tipo de enterramientos colectivos quizá puediese estar relacionado con el fallecimiento conjunto de varios miembros del núcleo doméstico. Pero no sólo la identidad relativa a la casa se puede observar en los cementerios, sino también la construcción de los linajes. M. Ruiz Gálvez y E. Galán (2013: 57) apuntaban que para el estatus del guerrero era fundamental crear un ancestro mítico y cómo mediante la disposición de las tumbas, las genealogías se construyen entre los muertos y entre éstos y sus descendientes. A la intencionalidad de contribuir a las narrativas pudieron deberse las largas secuencias de uso de los cementerios, que en algunos de los casos perduran a lo largo de toda la Edad del Hierro, incluso llegando a registrarse enterramientos en época romana, así como la ubicación de necrópolis como Carratiermes sobre poblados de periodos anteriores, ya que a través de los muertos, se reivindican las tierras, los recursos, los derechos y un pasado glorioso que legitime a ciertos individuos a participar del poder. Aunque esto es mucho más evidente en la segunda Edad del Hierro, la existencia de aglomeraciones de tumbas en los cementerios, así como las diferencias de riqueza y la diversidad en la combinación de los objetos que forman los ajuares entre ellas, puede estar materializando algun tipo de relación familiar. Así, a partir de los datos que publica I. Ruiz Vélez (2010) para El Pradillo y a pesar del modo en el que se han desarrollado las excavaciones de esta necrópolis, en transectos, podemos distinguir diversas agrupaciones de las tumbas. Un primer grupo (Fig. 41 A), localizado entre los cuadros 2 y 9, presenta unos ajuares compuestos de una forma de cerámica a mano, vaso o cuenco, y ocasionalmente algún elemento de bronce, como cuentas o fragmentos de pulseras. Dentro de este conjunto cabe destacar la similitud material y espacial de algunas de las tumbas. Es el caso de la tumba 27 que es doble, de una mujer de 30-40 años y un bebe de 0 a 6 meses, y la 46, de un hombre entre los 40 y los 50 años; ambas cuentan con cuencos cerámicos similares, con un ligero umbo y decorados bajo el borde por mamelones. También la tumba 2, de una mujer de entre 30 y 40, y la 34, de otra mujer entre los 20 y los 30, con presencia de cerámicas 123 La primera Edad del Hierro a mano con un ligero umbo y decorados con mamelones bajo la carena. Por último, la tumba de un individuo infantil de 5 a 10 años (nº 15) y una mujer de entre 50-60 años (nº 40), con la presencia de vasos de perfil acampanado. Fig. 41: Enterramientos de la necrópolis de El Pradillo (a partir de Ruiz Vélez 2010: Fig. 3, 6, 7, 10, 13 y 16). Un segundo grupo (Fig. 41 B), situado entre los cuadros 17 y 19, se caracteriza por unos ajuares que carecen de vasos cerámicos y se definen por la presencia de elementos metálicos, especialmente de bronce. Así, la tumba 85 (mujer, 20-30 años) cuenta con un pasador de bronce; la 127 (varón, 40-50 años) con una arandela, una varilla y otros fragmentos sin forma de tamaño pequeño; la 128 presenta una cuenta de bronce; la 129, un vaso a mano y una lámina de bronce remachada; la 84, un vaso a mano y una placa de hierro; y la 68, una arandela de bronce, pero fue hallada fuera de la tumba. También en Carratiermes se aprecian relaciones similares materiales y espaciales, aunque para este caso, tenemos innumerables problemas con la documentación, partiendo de la base de que no se ha publicado un solo mapa con la localización general del conjunto de tumbas excavadas, tan sólo contamos con sectores parciales. A pesar de ello, hemos podido identificar dos agrupaciones espaciales con similitudes en los elementos de los ajuares. El primero de los grupos (Fig. 42 A) se caracteriza por la presencia de cerámicas a mano entre los que predominan vasos de mediano tamaño con bocas abiertas y paredes rectas. Mientras que en el segundo (Fig. 42 B) reúne un conjunto de tumbas que podríamos denominar ricas, por el número de objetos y el carácter de los mismos. 124 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Fig. 42: Agrupaciones de la necrópolis de Carratiermes: el primer grupo en gris, el segundo grupo en negro (a partir de Argente et al. 1992, 2001). Hemos de suponer que en algún momento de la vida de la comunidad, los miembros del segundo grupo fueron una familia poderosa, o al menos ostentaron algún tipo de poder, ya que sus miembros son enterrados con los objetos que así lo simbolizan. En este conjunto encontramos al niño/a que fue enterrado/a con armas y un bocado de caballo (tumba 262), también a las dos mujeres de avanzada edad acompañadas de armas (tumbas 302 y 347), la mujer de la tumba 271, acompañada por un ajuar de campanillas, pulseras, fíbulas, un cuchillo y una fíbula y al hombre de 50-60 años de la tumba 293 que cuenta con un impresionante ajuar, en el que destacan objetos como los dos pectorales espiraliformes y uno de campanillas, pulseras, un brazalete, un cuchillo, agujas, una fíbula anular y otra de espirales. Justo a su lado se sitúa el enterramiento 291, del que no se pudieron obtener resultados sobre sexo y edad, pero cuenta con un ajuar similar al anterior, con el famoso pectoral espiraliforme que se encuentra expuesto en el Museo Numantino de Soria, dos cuchillos o un broche de cinturón de tres garfios entre otros materiales. También a este grupo pertenecería la mujer de 20-30 años enterrada en la tumba 240, junto a un ajuar con pectoral y fragmentos de un caldero de bronce, o el hombre de 30-40 de la tumba 174 que se acompañaba de un fusayola y un colador de bronce. Esta reiteración material de determinados objetos en los ajuares de enterramientos relacionados espacialmente puede estar indicando algún tipo de relación familiar, ya sea real, ya sea imaginaria entre sus miembros, que reivindicase en la muerte la pertenencia a un determinado linaje o genealogía en 125 La primera Edad del Hierro particular. Además, hemos de resaltar que en el periodo posterior en el caso de Carratiermes (Argente et al. 1992: Fig. 3), se continúan utilizando no sólo los mismos espacios, sino también parte de las agrupaciones de esta primera Edad del Hierro, posiblemente como un medio de reivindicación de los antepasados que contribuyese a la construcción de las narrativas familiares. 4.6. EL PODER EN LA PRIMERA EDAD DEL HIERRO Desde una perspectiva foucaultiana, el poder es omnipresente, abarca todos los aspectos y facetas de las sociedad. Anteriormente, advertimos que las identidades y el poder se encuentran entretejidos a un nivel profundo, por ello, en los próximo apartado exploraremos sus relaciones y materialidades que nos permitan entender el alcance de esas relaciones. Así, repararemos en los principales medios manipulados por los individuos para obtener poder, posteriormente analizaremos las estrategias y a sus protagonistas y finalizaremos ahondando en las diferencias regionales. 4.6.1. LOS MEDIOS PARA EL PODER Los medios sobre los que se sustentan las bases del poder debieron ser numerosos y variados, materiales e inmateriales. Brevemente en este apartado, vamos a mencionar sólo algunos de ellos, como fueron la posesión de la tierra y el ganado, el control de determinados recursos naturales y las interacciones comerciales, y el conocimiento. En la primera Edad del Hierro, nos encontramos ante un paisaje compuesto por casas, granjas y pequeñas aldeas que dependiendo de las zonas se encuentran o no fortificadas. Sus habitantes residían en casas que, independientemente de la forma, carecen de divisiones internas y exhiben- construyen varias de sus identidades mediante el cuerpo. Son, por lo tanto, comunidades más o menos autónomas entre sí con fuerte lazos con la tierra. Desde el inicio del capítulo, hemos enfatizado la importancia de la tierra como fuente de riqueza, por las posibilidades que brinda para el próspero mantenimiento del grupo y las oportunidades que ofrece a la hora de acumular excedente con el que negociar socialmente en términos de poder, control, influencia y/o reconocimiento social. Varios autores han señalado la creciente competencia por las tierras de cultivo como una de las principales causas del conflicto entre estas comunidades (c.f. Sharples 1991; James 2007: 166; González Ruibal 2007b: 275). En el Alto Duero, observamos estrategias diferenciadas a la hora de modificar los paisajes, a pesar de que materialmente los grupos no presentan grandes contrastes. Así, los asentamientos abiertos de las zonas de valle estaban rodeados por terrenos con mejores condiciones para el desarrollo de una agricultura tradicional, con suelos ligeros y fácilmente cultivables con la tecnología del momento. Mientras que los sitios asentados sobre las zonas montañosas, 126 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero rodeadas por potentes estructuras defensiva, se sitúan en zonas donde las tierras cultivables disminuyen a causa de condicionantes topográficos y geológicos, por lo que la competición entre ellos debió ser mucho más acusada y tuvo como consecuencia, en parte, la estrategia adoptada por estos grupos respecto al paisaje. Tradicionalmente se ha sugerido que la localización de los castros fortificados de la zona de las montañas se debería al control y la vigilancia de los accesos y las vías de comunicación (e.g. Romero y Lorrio 2011: 109), pero a partir de un reciente estudio sobre los asentamientos del valle del Razón (Moreno Navarro 2014) se muestra cómo las cuencas visuales de estos sitios están orientadas hacia las zonas de valle, aquellas que ofrecen unas mayores potencialidades agrícolas, lo que mostraría la preocupación de estas comunidades por el control y reclamo de las zonas de cultivo desde los espacios de asentamiento. Así mismo, en nuestro análisis sobre las formas del terreno, la mayoría de los sitios de la región de las montañas (un 86,5% el total) presentaban fortificaciones, salvo reducidos casos que podrían corresponder a asentamientos secundarios y que se encontraba en relación visual directa con un sitio fortificado. Aunque la riqueza que conllevaría un mayor reconocimiento social sería la propiedad de los animales, especialmente en lo que a équidos se refiere, tal y como hemos observado en los ajuares de las necrópolis. Los elementos relacionados con la posesión de uno de estos animales les acompañaban a la otra vida, y no solo el caso de hombres que pertenecieron a la clase de los guerreros, sino también de otros miembros de las sociedad, como veíamos en Carratiermes con la introducción de bocados de caballos en enterramientos infantiles y femeninos. El carácter ganadero se ha sido atribuido a estos grupo como causa de la pobreza de sus tierras, más que por una cuestión de prestigio social que derivaría de la posesión de cabañas ganaderas. Pero entre las formas de vida pastoriles se ha creado un maridaje en las narrativas con las actividades mercenarias, donde los asaltos o ataques entre vecinos o a regiones aledañas serían poderosos mecanismos para adquirir riquezas y prestigio entre los más jóvenes (Ruiz-Gálvez 1985-1986), como veremos en apartados posteriores. El stock productivo, agrícola o animal, permitía la financiación de empresas colectivas, como las fortificaciones, y la adquisición de objetos singulares de producción local o mediante las redes de intercambios. De los viajes derivaba otra eficaz fuente de poder, el conocimiento sobre el mundo. Los portadores de esos saberes eran capaces de explicar y controlar mejor las dinámicas de lo que les rodea, abarcando parcelas desde el mundo esotérico y mítico a la medicina o la astronomía, pasando por la esfera técnica y tecnológica, donde los conocedores del know how de determinadas actividades artesanales, como el trabajo del bronce o del hierro en este periodo, gozaban de un reconocimiento social. El control de recursos específicos permitía manipular las relaciones en los contextos de producción, como los afloramientos naturales de cobre, plata, plomo o hierro que se localizan en las estribaciones de los Sistema Ibérico y Central (Barrio Martín 1999; Polo y Villargordo 2005), y que posiblemente fueron explotados para la elaboración de los objetos autóctonos metálicos, como los que se producían en El Castillo de la Virgen (El Royo). Así como las salinas, fundamentales para las conservas y el 127 La primera Edad del Hierro ganado, cuya explotación ha sido bien documentada en regiones colindantes de la zona del Alto Tajo con asentamientos relacionados con su explotación desde el Bronce Final (Arenas y Martínez Naranjo 1999). Finalmente las rutas de intercambio, de las que tenemos escasas evidencias materiales en los primeros momentos de la Edad del Hierro, parece que el Alto Duero permanece ajeno a los contactos comerciales que tienen lugar en la cuenca del Ebro (Jimeno 2011: 228). Sin embargo, a través de regiones como el Alto Tajo y el Alto Jalón (Arenas 1999b, 2005; Cerdeño et al. 1999), se aprecian evidencias de importaciones mediterráneas, fruto de los contactos coloniales con griegos y fenicios, así se documentan materiales suntuarios como vajillas o ciertas vasijas de almacenaje, como fueron las urnas de orejetas perforadas, cuyo cierre hermético permitía el transporte de ciertos alimentos poco densos o líquidos. Estás urnas se registran de forma singular en el Alto Duero, en los cementerios de La Requijada (Gormaz) y San Martín (Ucero) y en el asentamiento de El Castillo (Ayllón) (López Bravo 2002), y no será hasta el siglo V a.n.e. cuando comencemos a registrar vasijas torneadas decoradas con pintura de color vinoso en el borde, procedentes de la zona mediterránea. Las formas que se registran principalmente se corresponde a grandes vasijas de almacén, cuyo valor residiría en su contenido, más que en la propia cerámica. También entre los elementos de adorno personal no podemos descartar el intercambio de objetos como las cuentas de collar, pulseras, brazaletes o adornos para la ropa y fíbulas que podrían estar relacionadas con la exhibición de telas exóticas. 4.6.2. ESTRATEGIAS DE PODER Una vez que hemos reparado en algunas de las bases materiales e inmateriales del poder, vamos a explorar algunas de las estrategias que los miembros de las comunidades utilizarían para obtener, mantener, regularizar, potenciar o evitar la influencia social. A pesar de que las estrategias serían múltiples y variadas, tan sólo voy reparar en cómo fueron utilizados el conflicto y la violencia, y los vínculos y relaciones que derivan de los banquetes o festines, ya que creo son las dos estrategias de las que dispongo de una mayor cantidad de datos. 4.6.2.1. La apariencia de la violencia o la violencia en la apariencia Para adentrarnos en el estudio del papel social de la violencia y el conflicto de estas comunidades, se han apuntado cinco tipos de evidencias que nos pueden ayudar a entenderlo, son: los restos óseos, las representaciones iconográficas, los objetos, la arquitectura y las fuentes documentales (Armit et al. 2006). Para este periodo, carecemos de representaciones iconográficas sobre la guerra o sus componentes y de referencias escritas, por lo que nos centraremos en los otros tres conjuntos de datos. 128 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Los restos óseos con los que contamos son escasos y se encuentran muy fragmentados, ya que proceden de enterramientos de las necrópolis de cremación, donde sólo es posible reconocer en algunos casos el sexo y la edad de los individuos y prácticamente imposible identificar las evidencias de trauma. Sin embargo, hemos de señalar la ausencia de hombres jóvenes, con edades inferiores a los 30 años en el cementerio de El Pradillo (Ruiz Vélez 2010: 151) y la escasez de los mismos en Carratiermes. En esta última necrópolis, tan sólo contamos con 11 individuos identificados de un total de 178 durante toda la vida de uso del cementerio. Entre ellos, tan sólo se les ha podido atribuir cronología por los materiales del ajuar a 8 de ellos, y suponemos que los otros 3, o bien no contaban con ajuar, o bien, los objetos eran escasos y no diagnósticos. A la primera Edad del Hierro, se atribuyen cuatro individuos (tumbas 121, 217, 312 y 398) acompañados de lo que se denomina en la publicación como ajuares civiles, ya sean con o sin pectoral (Argente et al. 2001: 236-239, 321). Para la segunda Edad del Hierro, hay otros cuatro hombres jóvenes (tumbas 128, 159, 395 y 477), de nuevo, con ajuares de composición civil. No contamos, al menos por el momento, con datos de hombres jóvenes que participasen de la identidad de clase de los guerreros en los cementerios, quizá causa de algún tipo de enterramiento diferencial como el que se plantea para la etapa posterior relacionado con la exposición del cuerpo del guerrero caído en batalla a los buitres y otras aves carroñeras; o bien, fruto de las actividades de bandolerismo, que darían lugar a que algunos cayesen en tierras lejanas y allí fuesen enterrados, por las dificultades que supondrían la repatriación de los caídos. En lo referente a los artefactos relacionados con la violencia, en los albores de la Edad del Hierro emerge el armamento especializado y una identidad asociada al mismo, ya que anteriormente los objetos que se registran como tales tenían una función polivalente. Es lo que R. Schulting (2013) titulaba como “War without warriors?”, para referirse a la naturaleza del conflicto durante el Neolítico europeo, en el que encontraban evidencias de muerte violentas pero no a los guerreros ni a las armas. Así, a partir de la generalización del hierro, emerge el uso efectivo de un armamento especializado que requeriría una práctica, un entrenamiento y unas habilidades en su manejo (Armit 2011a: 510), por lo que su posesión en manos de la clase guerrera no sería algo azaroso, ni simplemente simbólico. El conjunto más numeroso de armamento se registra en los cementerios de las zonas de valle, generalmente en forma de armas ofensivas y defensivas, y elementos relacionados con el caballo. Como referimos anteriormente, se observa un aparente igualitarismo en lo que a las estructuras de habitación se refiere, pero no sería sino un modo de ocultar las tensiones, la competición y las diferencias entre los miembros de la comunidad. Así, en necrópolis del siglo V a.n.e. como El Pradillo (Ruiz Vélez 2010) y La Mercadera (Taracena 1932), no todos los miembros de la comunidad son iguales, existen sustanciosas diferencias en la riqueza, percibidas mediante la composición de los ajuares. Diferencias también observadas en Carratiermes, donde en este siglo, se documentan las tumbas más “ricas” (Argente et al. 2001), curiosamente el momento previo a la formación de las ciudades que caracterizará al periodo posterior. Además entre las tumbas masculinas en las que hemos 129 La primera Edad del Hierro detectado esta identidad relacional de clase, se observan también diferencias de riqueza como detallamos en apartados previos. La intimidación a los otros y a los propios miembros de la sociedad, y la amenaza de la violencia debieron encontrarse entrelazados con ideas relativas al estatus, al prestigio y a la riqueza (Armit 2011a: 510). Esto se refleja en los conjuntos funerarios donde armas y arreos no se refieren al ejercicio de la guerra por parte de sus poseedores, como es el caso de los enterramientos 302 o 347 de la necrópolis de Carratiermes, donde se encontraban enterradas sendas mujeres de entre 50 y 60 años, o el conjunto 262 de un infantil de entre 3 y 5 años. Percibimos como a través de estos materiales se transcienden las identidades de género, clase o edad para ser asociadas con el estatus o el prestigio social de otras formas de autoidentificación, como la casa o el linaje. Asistimos así a un panorama en el que no era necesaria la práctica de la guerra para la apropiación de sus significados y de sus valores sociales. Creo que la pregunta a contestar entonces es ¿por qué se utilizan estos elementos ligados a la guerra como símbolos de la posición social? Para ello, debemos volver el foco a la importancia del cuerpo como vehículo para transmitir mensajes a un observador que sabe ver. La apariencia juega un papel fundamental en las estrategias de poder, así al portar determinados elementos, se identifica y relaciona a la persona con unos determinados valores que le permiten conseguir o mantener algún tipo de autoridad o potestad sobre diversas parcelas sociales. En contextos que podríamos catalogar desde una perspectiva occidental de inestabilidad, como los que estamos estudiando, sería necesaria una reiteración visual continuada de quién y sobre qué bases se funda esa autoridad. Así los materiales relacionados con la guerra eran sinónimos y partícipes del poder, un poder obtenido y mantenido mediante símbolos marciales. En lo que a las evidencias arquitectónicas se refiere, destacamos las fortificaciones en las zonas montañosas. La existencia de estructuras defensivas había sido relacionada como un indicador de tensión o conflicto, pero en los últimos años han surgido aproximaciones que entienden estas construcciones como elementos polifuncionales, donde se engloban una vertiente defensiva, simbólica e identitaria, entre otras (e.g. Armit 2007, Sharples 2010). Esta forma de cultura material aparece en aquellas zonas donde las tierras hábiles para la agricultura son menos numerosas y, por lo tanto, existe una mayor presión sobre ellas. Estas comunidades serían en gran medida autosuficientes y la base de la subsistencia dependería en gran parte de la tierra, por lo que mediante estas construcciones se marcaban referentes de control, poder y reivindicación de las tierras mediante la modificación de los paisajes. Sobre la ideología de los constructores, S. James (2007: 165) planteaba que éstos participaban de una ideología marcial agresiva y los posibles atacantes serían poco numerosos, por lo que no supondrían una amenaza real para los habitantes del asentamiento que parapetados tras sus defensas, resistirían fácilmente los envites, ya que la estrategia del cerco o sitio no se daría en este momento. Se ha entendido que el principal motivo para el conflicto estaría en relación con el control de las tierras cultivables capaces de mantener a un grupo extenso. Esto a su vez supondrían una de las principales 130 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero motivaciones para atacar a los otros, con el fin de desplazar a la comunidad vecina y apropiarse de sus recursos, obteniendo así control sobre la tierra útil que pudiese soportar una amplia comunidad (Sharples 1991: 84-85). Pero los enfrentamientos y la muerte violenta no sería un hecho menor para las comunidades, ya que con cada pérdida, se elimina a un individuo de las prácticas diarias (King 2010b: 253), lo que produciría efectos negativos para la demografía, especialmente entre los hombres jóvenes. L. Keeley (1996) señalaba que en las sociedades no estatales, un 25% de los hombres jóvenes puede ser movilizado para la guerra, por lo que la pérdida de estos miembros ocasionaría graves problemas de funcionamiento en las pequeñas comunidades. Por ello y tras recopilar las evidencias de conflicto, me gustaría que nos detuviésemos en una de las definiciones de la guerra que ha sido de las más utilizadas en la arqueología, la del antropólogo Brian Ferguson (1984: 5) que la entendía como: “an organized purposeful group action, directed against another group that may or may not be organized for a similar action, involving the actual or potential application of lethal force”. Así, contaríamos con un grupo de acción, cuya materialización es una parte de la población masculina de la comunidad que construyen mediante su aspecto y, el derecho y capacidad de portar armas, un tipo de identidad relacional y bien diferenciada del conjunto social, que es censurada y reconocida por todos los integrantes de la comunidad mediante la reproducción y la deposición de sus objetos distintivos en los ajuares de sus enterramiento, permitiéndoles mantener su estatus y conservarlo en la otra vida (King 2010b: 250). Además, las armas tienen múltiples significados y usos sociales que permiten a determinados individuos o a sus familias negociar su posición social en términos de estatus o prestigio, por ello, las documentamos en enterramientos de mujeres y niños/as. Atendiendo pues, a un buen ejemplo de cómo la materialización de determinados valores relacionados con la esfera masculina gozan de un mayor reconocimiento social que los femeninos, propio de las sociedades patriarcales. Por otro lado, la elección a la hora de invertir esfuerzos comunales en proyectos defensivos y no de otro tipo, como podrían haber sido obras religiosas o civiles, pone de manifiesto una ideología sobre el conflicto y una valoración positiva de la violencia, sancionada por toda la comunidad, a pesar de las numerosas vocaciones, intencionalidades y agendas que se vislumbran tras la construcción de las mismas. Éstas además de convertirse en auténticos símbolos de identidad en paisaje, ofrecerían una visión del poder real y simbólico de la comunidad que las construyó, con múltiples fines hacia los otros, como la protección, la exhibición, la disuasión o el miedo. Como afirmaba S. King (2010b) tenemos problemas para saber a quién nos referimos cuando se habla del otro, aunque L. Keeley (1996: 121- 122) sugería que el enemigo más común tiende a ser el compañero de comercio, o el vecino. Por último y en lo que a la fuerza letal se refiere en la definición de Ferguson, no contamos con evidencias óseas de trauma que nos permitan profundizar en la escala y el alcance del mismo, debido al carácter del registro. Aunque parece significativo el sesgo de individuos masculinos menores de los 30 años y relacionados con la identidad guerrera, quienes podrían haber sido sometidos a otro tipo de tratamiento ante la muerte, por su condición de género, edad y forma de vida. 131 La primera Edad del Hierro 4.6.2.2. Festines y banquetes Las prácticas relacionadas con el consumo comunal de determinadas bebidas y alimentos es otro poderoso medio para manipular las relaciones y los escenarios de la negociación social. Entre la cultura material que podemos asociar a este tipo de prácticas, son especialmente significativos aquellos artefactos relacionados con la composición de la mesa, como son los calderos o coladores de bronce, las cerámicas grafitadas, algunas producciones locales que se decoran con motivos pintados y algunas importaciones. En el cementerio de Carratiermes han aparecido un total de siete fragmentos de bronce dentro de las tumbas que pueden ser relacionados con el banquete, en concreto, seis de ellos se asociar a calderos y un colador. Los fragmentos de caldero que corresponden al periodo que se estudia en este capítulo son un total de cinco, uno de ellos en un enterramiento doble. Desafortunadamente, dos de las tumbas no presentan restos óseos que permitan determinar el sexo y la edad (tumbas 327 y 258), pero entre las restantes: la tumba 240 correspondía a una mujer de unos 20-30 años englobada dentro de la tipología de ajuares con pectoral. La 582 es un enterramiento doble, de una mujer de entre 25 y 30 años, y un infantil de 0-1 año, acompañados por un pectoral de espirales; dos fíbulas, una de doble resorte con el puente de disco y una de ancora; un cuchillo pequeño, un punzón biapuntado y una fusayola. Por último, el enterramiento 321, que ya describimos anteriormente (Fig. 36), perteneció a un hombre de 30 y 35 años con un rico ajuar con armas. También me parece significativo resaltar que el ajuar de la tumba 327, a pesar de no contener restos humanos, presenta un ajuar muy similar al de la tumba 321, compuesto por arreos de caballo, la hembra de tres garfios, una fíbula anular de gran tamaño, dos lanzas, cuatro regatones -uno de ellos, torneado- , un cuchillo curvo y una navaja afeitar, que podría pertenecer a un individuo varón, especialmente por la presencia de la navaja. Como mencionamos en otro apartado, el fragmento de colador de bronce, se encuentra en la tumba 174 junto a una fusayola, y perteneció a un hombre de entre 30 y 40 años. Este enterramiento presenta algunos problemas con su atribución cronología, ya que los elementos del ajuar, como podemos observar, no son diagnósticos y podrían pertenecer tanto a la primera como a la segunda Edad del Hierro. Las cerámicas grafitadas reciben su nombre de la capa de grafito que se aplica sobre la cerámica seca antes de su cocción, lo que una vez terminada la dota de un brillo metálico. Esta técnica procedente del sur de Francia y ha sido relacionada con la imitación de vajillas metálicas, pero realizadas sobre un material menos costoso y accesible como es la cerámica. Los objetos metálicos han sido entendidos como objetos esotéricos y de poder, por lo que la emulación del brillo metálico en las cerámicas no haría sino participar de la misma semiótica. Según el estudio de R. Barroso (2002), los fragmentos del Alto Duero se corresponden con el Tipo 1 que son cuencos o vasos de pequeño y mediano tamaño entre 10 y 25 cm. de apertura de la boca. Son formas de vajilla de mesa, posiblemente relacionadas con la ritualidad del banquete y los valores de la comensalidad. 132 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Por último, las dos cerámicas singulares que aparecen con decoración pintada (Fig. 43). El ejemplar de El Castillejo (Castilfrío de la Sierra) encontrado por B. Taracena (1929b: 19, Fig.15), un cuenco abierto del Tipo 1 de Romero que se realizó a mano y presenta un bruñido de las paredes y motivos rectangulares pintados en el interior y el exterior de la pieza, combinando colores rojos y marrones dependiendo de los motivos. La segunda vasija apareció en El Cerro del Haya (Villar de Maya) (Pascual y Pascual 1984: 94, Fig. 26.1), es un vaso de pasta marrón oscura con la pintura en un tono más claro sobre la carena. Su forma recuerda a la nº 22 de la tipología de Romero, procedente del Zarranzano, de mayor tamaño, sin pintura y con un cordón aplicado sobre la carena. Fig. 43: Cerámicas pintadas. A.- El Castillejo (Castilfrío de la Sierra) (Taracena 1929b: 19, Fig. 15). B.-El Cerro del Haya (Villar de Maya) (Pascual y Pascual 1984: 94, Fig. 26.1). Aunque la información con la que contamos es muy escasa y desigual, en la mayor parte de los casos son fragmentos procedentes de prospecciones no sistemáticas. Pero nos permiten apreciar, de nuevo, las diferencias regionales en cuanto a la composición de cerámicas especiales para este tipo de eventos, que parecen obedecer a diferentes tradiciones culturales. Donde los asentamientos de las montañas cuentan con algunos ejemplares pintados y, sobretodo, la ausencia de cerámicas grafitadas o elementos de bronce. La zona central del valle del Duero presenta un gusto por estas cerámicas brillantes por el grafito y en Carratiermes por las formas en bronce (Fig. 44). Este tipo de vajilla a partir de calderos, coladores, jarros, cuencos o vasos sugiere un servicio para el consumo de bebidas, seguramente alcohólicas. La presencia de los calderos y colador sugiere un posible consumo de vino, que habría de ser importado, bien desde el Mediterraneo, bien desde el Duero Medio. Pero no tenemos evidencias claras de estas transacciones, por la falta de análisis relacionados con los contenidos de las vasijas, aunque J.L. Argente, A. Diaz y A. Bescós (2001: 131) relacionan estos materiales con el siglo V a.n.e., momento que hacen su aparición en el Alto Duero las cerámicas a torno de importación con decoración de color vinoso que podrían contener este tipo de brebajes. Sin embargo, las bebidas alcohólicas consumidas no tendrían que ser necesariamente importadas, las producciones locales eran las protagonistas, como indican ejemplos como la hidromiel, documentada 133 La primera Edad del Hierro en el caldero de bronce de Hochdorf fechado en torno al 550 a.n.e. (Arnold 1999: 75), o el consumo de caelia en época posterior. Fig. 44: Distribución de algunos objetos relacionados con el banquete en el Alto Duero. Cerámicas pintadas: 1.-El Cerro del Haya (Villar de Maya) (Pascual y Pascual 1984: 94, Fig. 26.1) y 2.- El Castillejo (Castilfrío de la Sierra) (Taracena 1929b: 19, Fig. 15). Cerámicas grafitadas: 3.- Zarranzano (Cubo de la Sierra) (Romero 1991: 129-183, 1999: 148), 4.- La Vega (Garray) (Morales 1995: 176), 5.- El Castillejo (Garray) (Morales 1995: 129-131), 6.- Numancia (Garray) (Fernández Moreno 1997: 80-82), 7.- El Castillo (Soria) (Ortego 1952: 292-296), 8.- El Castillejo (Fuensaúco) (Romero y Misiego 1995), 9.- La Cuesta del Espinar (Ventosa de Fuentepinilla) (Pascual Díez 1991: 196-215), 10.- El Ero (Quintana Redonda) (Pascual Díez 1991: 154-157), 11.- La Buitrera (Rebollo de Duero) (Revilla 1985: 230-239) y 12.- La Corona (Almazán) (Revilla 1985: 26-34). Vajilla de bronce: 13.- Carratiermes (Montejo de Tiermes). Antes de terminar con los materiales asociados a los banquetes, resaltar de nuevo la presencia de cuchillos de diferente tamaño dependiendo del género, que aparecen en los enterramientos de Carratiermes, y que podrían estar de algún modo relacionados con este tipo de prácticas, donde objetos diferenciados son utilizados por los asistentes dependiendo de sus identidades. Así pues, me gustaría recordar las palabras de Ateneo en “El banquete de los eruditos” escrito en el siglo III sobre las costumbres de los celtas en la mesa, a pesar del gran desfase temporal que hay entre las evidencias y el texto: “Los celtas sirven sus comidas tras echar hierba por el suelo, y en mesas de madera poco elevadas sobre él. La comida consiste en unos panes, y en abundante carne cocida en agua y asada sobre carbones o en espetones. Se lo llevan a la boca limpiamente, pero como leones, 134 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero cogiendo con ambas manos miembros enteros arrancando la carne con los dientes. No obstante, si algún trozo difícil de separar, lo cortan a lo largo con un cuchillito pequeño que tienen a su lado dentro de la vaina en un estuche especial. Comen también pescado los que habitan cerca de los ríos y del mar interior y exterior, asado con sal, vinagre y comino” (Libro IV, FR. 67 E-K). Por último, me gustaría reparar en la asimetría de género que tendría lugar en este tipo de eventos. Los banquetes o festines son prácticas en las que se destruye riqueza. Para organizar estos eventos es necesario un gran esfuerzo previo como: la producción de un excedente agrícola, tarea que recaería sobre las mujeres; el cuidado o la caza de los animales, y el trabajo de preparación y procesado de alimentos y bebidas. Tareas que llevaría meses de planificación antes de la celebración. Es aquí donde entran en juego la división de tareas dependiendo del género, con una gran diferencia de esfuerzo y de rédito social entre ambos. M. Dietler (2001: 91-92, 2006: 232) señalaba que las mujeres son las encargadas de realizar la mayor parte de las tareas relativas a la obtención, acumulación y procesado. De modo que son las verdaderas protagonistas en términos de esfuerzo y elaboración, soportando así un sistema de relaciones en el que los hombres son máximos beneficiarios en las arenas sociales y políticas, en lo que la autoridad y reconocimiento social se refiere, haciendo partícipes de lo político y comunitario, a la esfera doméstica. 4.6.3. LOS PROTAGONISTAS Definíamos al inicio que los poderosos eran aquellos que mediante la manipulación de las relaciones y acciones intencionadas eran capaces de influenciar a otros miembros de la comunidad con el fin de obtener su propio beneficio. A las comunidades celtibéricas, se les ha atribuido una organización social y económica, basada en la concentración de población y unos servicios comunes en el interior de los asentamientos, bajo la autoridad de un jefe local. Este sistema se fundamentaba en la importancia de la figura del guerrero, donde las guerras, el pillaje y las incursiones no eran sino mecanismos que reproducían y perpetuaban dicho modelo social (e.g. Ruiz Zapatero y Álvarez Sanchís 2015; Almagro y Lorrio 2007). Estos protagonistas del poder, que podemos denominar como líderes o cabecillas, estarían jugando constantemente en el tablero del poder, donde tratarían de obtener nuevas parcelas de control y mantener las que ya estaban en sus manos. Sus acciones, opiniones, intereses o agendas primaban por encima de las de los demás miembros, sin embargo, su capacidad de acción estaba siempre limitada por el conjunto de la comunidad, similar a lo que apuntaba A. González Ruibal (2007b: 268) para el Noroeste peninsular: “Un jefe del Bronce Final en Galicia no era un faraón ni un emperador romano. Se encontraba más cerca de la gente y necesitaba más de ésta para sustentar el poder”. La práctica del poder estaba en constante negociación, interrelación y retroalimentación con el Bien Mayor para la comunidad. Así, los líderes obraban por el bien del conjunto de sus miembros y ésta les premiaba por sus actos con reconocimiento y autoridad, pero en el momento que el conjunto del grupo 135 La primera Edad del Hierro dejaba de considerar que uno de sus miembros no actúa acorde al interés general o traicionaba los valores de la misma, rápidamente caería en desgracia y perdería la posición social. Elementos como la información, el conocimiento y la tecnología van a ser susceptibles de ser manipulados para obtener el control social e ideológico (Helms 1988), y también lo harán los valores relacionados con el conflicto. La exhibición ritualizada y el comportamiento amenazante de estos grupos, plasmado mediante las defensas construidas en torno a los asentamientos, las armas y la construcción del cuerpo de clase de los guerreros, se materializaban principalmente como elementos disuasorios, símbolos de la amenaza del uso de la violencia más que la propia actuación, aunque con ésto no quiere decir que ese simbolismo eximiese a estas gentes de los enfrentamientos reales. Comparto, así, la imagen que propuso John Collis (1994) sobre estos individuos: “In the traditional interpretation of 'Celtic Society' such individuals represent an élite, a warrior class who feast, boast, fight, and drink wine through their moustaches. For me they are wealthy farmers whose social position is signified by their weapons – a less specialised kind of society”. La recurrencia de una cultura material asociada al conflicto apunta a la positiva valoración que se tenía del enfrentamiento. La interrelación entre el estatus, la competición social y la violencia sugiere que abordamos culturas basadas en el honor, donde la habilidad para lidiar con una amenaza percibida y/o la defensa de los intereses económicos, es esencial para el éxito de la comunidad, donde no existen una instituciones capaces de regular el conflicto. Así, la forja de una reputación, la creación de una imagen impactante para individuo y la capacidad de dar una respuesta desproporcionada a una agresión actuaban como elementos disuasorios ante un potencial agresor (Armit 2011a: 510). Previamente hemos apuntado como los principales recursos de esta clase dirigente, formada por hombres, se basaban en la guerra, el comercio, la tierra y los animales, pero éstos necesitaban legitimarse y justificar los derechos que les permitirían mantener el poder político (Ruiz-Gálvez 2007: 187) y la autoridad sobre los demás. Por ello, se inventaron los relatos de pasados heroicos, las genealogías y los ancestros que justificasen su sucesión en el poder, materializados en los enterramientos y los rituales de culto asociados, donde a través de la exhibición pública de la riqueza de la casa y la familia, se negociaba la percepción con la que el difunto pasaba a la otra vida y los miembros de su linaje quedaban en la tierra. Fue una sociedad patriarcal, donde los valores y objetos asociados a los hombres gozaron de una valoración positiva por parte del conjunto social, lo que se traducía en una relación de poder de los hombres sobre las mujeres. Esto se obseva en la apropiación simbólica y material del trabajo de ellas en contextos como los banquetes, donde su esfuerzo era manipulado, renegociado y utilizado por los hombres en el marco de la casa para la obtención de una posición social preeminente. Asistimos así, a lo largo de la Edad del Hierro, a un proceso por el que los hombres fueron ocupando las posiciones más especializadas que requerían unos mayores conocimientos técnicos. Para esta etapa, me refiero a la tecnología de los metales, quedando aún en manos femeninas la fabricación cerámica, que no trascenderá la esfera doméstica hasta la introducción del torno. 136 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero La figura del hombre se sitúa progresivamente en una posición de poder, y la mujeres quedaron relegadas a un segundo plano, debido a la falta de control técnico, de conocimiento y la necesidad del apoyo emocional que requirieron los hombres para hacer frente al mundo. Ellas fueron garantes de la identidad colectiva o relacional, el vínculo emocional de la sociedad, permitiendo que determinado grupo de hombres adquiriese un mayor protagonismo social, a través de un proceso paulatino de individualidad (Hernando 2005: 124-125). Así se fortalecieron y arraigaron los valores simbólicos referidos a la violencia, el conflicto, lo masculino y los gloriosos antepasados, que se convirtieron en una relación de poder cada vez más sólida con el avance de la historia, en detrimento de lo comunal y lo femenino. 4.7. DOS CARAS DE LA MISMA MONEDA: EL PODER EN EL PAISAJE vs EL PODER EN EL CUERPO “La cultura proporciona los componentes básicos con los que construir realidades múltiples, pero la manifestación concreta se define por múltiples combinaciones adecuadas a los contextos” Ignasi Grau (2013: 72) A lo largo de todo el capítulo, hemos podido observar al menos dos realidades dentro de Alto Duero, que ya se percibían durante Bronce Final en la dicotomía espacial entre los asentamientos y los depósitos de objetos de bronce. Durante la primera Edad del Hierro, percibimos formas distintas de entender los paisajes, de construir los hábitats, de enfrentarse a la muerte o de concebir el cuerpo. En una primera aproximación, parece que las unidades del paisaje van a condicionar el tipo de estrategias que adoptan respecto al paisaje y al poder, pero serán precisamente el resultado de las construcciones y modificaciones humanas, las que condicionen el modo de entenderlos. La cultura material refleja la importancia del conflicto y la violencia como elementos modeladores de la sociedad, en ambos casos ritualizados y con diferentes materializaciones. Las comunidades de las zonas montañosas optaron por un énfasis en la modificación de los paisajes y en los proyectos comunales, en ocasiones masivos, construyendo estructuras defensivas o complejas combinaciones de las mismas. En el seno de las comunidades tuvo que producirse un cambio de mentalidad radical respecto al periodo anterior, que trastocó los esquemas en la forma de entender y percibir los paisajes, exhibiéndose los asentamientos como auténticos símbolos de identidad. Los lugares de hábitat fueron emblemas de ostentación y demostración del poder de la comunidad a la hora de acumular recursos y coordinar esfuerzos, y elementos disuasorios ante cualquier posible ataque. P. Frodsham, I. Hedley y R. Young (2007: 263) comparaban: “Hillfort ramparts, just like the many splendid swords and other 'offensive' weapons of the Iron Age, may have had practical uses on occasions while being of constant symbolic value”. 137 La primera Edad del Hierro Mientras en los grupos de los valles, apreciamos un énfasis en los paisajes funerarios y las tecnologías del cuerpo, mediante las formas de adorno personal y la imagen transmitida a los demás como medios para la competición social por el poder de la comunidad. Observamos como en estos contextos, la apropiación del poder se relaciona con la identidad relacional de la clase de los guerreros, que no tiene un reflejo directo, al menos que hayamos percibido hasta el momento, en los asentamientos y las viviendas, pero sí una intensa negociación ante la muerte, tanto en términos de individuo como de casa y familia. Ambas parecen ser el resultado de procesos sociales similares, pero articuladas de formas diferentes y, quizá, influidas por las tradiciones previas de un Bronce Final que apenas conocemos y las condiciones físicas de los paisajes. Así las zonas de montaña, donde los recursos agrícolas están más limitados y, por lo tanto, la presión sobre las tierras es mayor, se genera una mayor dependencia entre sus miembros y las formas de competición social se ocultan bajo un aparente igualitarismo, canalizándose en la inversión en los proyectos colectivos como mecanismo para lidiar con las tensiones internas. Pero en las zonas de valle, donde las tierras aptas para los cultivos con la tecnología del momento son más abundantes, la presión es menor. Esto permite desarrollar unas estrategias diferentes, centradas en el cuerpo y el énfasis en la figura del guerrero, y la creación de genealogías que les permitan sustentar su autoridad y legitimidad en el poder. En definitiva, son dos formas de ostentar el poder, dos estrategias diferencias del mismo proceso, dos caras de una misma moneda, detrás de la que quizá se materialicen diversas realidades étnicas. A lo largo del capítulo, se ha reiterado la marcada variabilidad regional, tanto entre las dos principales áreas, como en el interior de las mismas. A partir de ésto y entendiendo que las identidades están en constante práctica y tienen un reflejo material en las diversas formas de cultura material, la variedad de formas de entender y modificar los paisajes, la planificación de los asentamientos, las plantas de las casas, la disposición de los enterramientos en los cementerios, la combinación de los objetos en los ajuares o los tipos de cerámicas de mesa pueden arrojar luz sobre diferentes niveles de identidades étnicas de la zona durante la primera Edad del Hierro y en las que profundizaremos en el siguiente periodo. 5. La segunda Edad del Hierro La segunda Edad del Hierro en el Alto Duero se encuentra marcada por el origen de los paisajes urbanos y los cambios sociales, culturales y simbólicos que tuvieron lugar desde las comunidades que hemos estudiados en el periodo anterior. El origen del urbanismo y sus consecuencias han sido ampliamente estudiadas por A. Jimeno, especialmente en el contexto de Numancia (Jimeno et al. e.p., 2012; Jimeno 2011, 2005, 2000; Jimeno y Tabernero 1996; Jimeno y Arlegui 1995), donde se pone de manifiesto un sustancial cambio en las formas de vida y su materialización a partir del siglo IV a.n.e. Tradicionalmente, los cambios se han relacionado con un aumento de la demografía fruto de la mejora tecnológica por la generalización del hierro y del torno rápido, actividades artesanas especializadas en manos de los hombres, que permitieron una intensificación de la explotación agraria y la colonización de nuevas tierras. Estas modificaciones, no suponen una ruptura con las formas de vida del periodo anterior, se mantienen numerosas costumbres y rasgos de continuismo con sus consecuentes reinterpretaciones y renegociaciones, en las que nos detendremos a lo largo de este capítulo, especialmente en los rituales de enterramiento y el simbolismo de ciertos enclaves. Las implicaciones de las transformaciones no debieron ser unívocas, por lo que hemos de explorar modelos más sofisticados que nos permitan conocer las causas y sus consecuencias, sus implicaciones sociales, ideológicas e identitarias en la vida de las comunidades e individuos que vivieron entre los siglo IV y el II a.n.e. Para ello, comenzaremos con un análisis de los paisajes físicos y sus 140 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero construcciones sociales, posteriormente trataremos el mundo doméstico y funerario, y por último, ahondaremos en la estructura social de las comunidades y su funcionamiento. 5.1. EXPLORANDO LOS PAISAJES URBANOS “Los oppida son la expresión de sociedades más desigualitarias, y a la vez contribuyen a la construcción de dichas desigualdades” Manuel Fernández Götz (2013b: 138) Con el inicio del urbanismo, las ciudades son las grandes protagonistas a la hora de construir los paisajes y gobernar los territorios. Estos centros urbanos amparados en numerosos estudios bajo el término oppida desde que J. Déchelette (1914) se refiriese al marco cultural de la Europa Templada a finales de la Edad del Hierro como “la civilización de los oppida”, no cuentan con unas características específicas. El término proviene de las referencias de Julio César en la conquista de la Galia, donde no ofrece ningún tipo de testimonio de los rasgos propios de este tipo de poblamiento. En los últimos años, varios autores ofrecen revisiones del término desde diferentes perspectivas (e.g. Ruiz Zapatero y Álvarez Sanchís 2015; Courault 2015; Fernández Götz 2013b; Fumadó 2013). M. Fernández-Götz (2013b: 134) recoge algunas de las propuestas de clasificación para la zona de centroeuropea a partir de las dimensiones de los enclaves, como la de Paul-Marie Duval que considera oppida a los enclaves con más de 10 ha.; 15 ha. son necesarias para Stephan Fichtl y Jiří Waldhauser; 20-30 ha. para John Collis o 30 ha. para el alemán Wolfgang Dehn. Este criterio de clasificación de estos sitios también había sido seguido en la Península Ibérica, como refleja la propuesta de M. Almagro Gorbea y A. Dávila (1995) sobre la sistematización de los oppida a partir del tamaño para llegar a conclusiones etno-culturales. Oppidum, ciudad o centro urbano han sido denominaciones ampliamente utilizadas para designar diversas realidades (e.g. Almagro Gorbea y Lorrio 1991; Almagro Gorbea 1994; Lorrio 2005; Jimeno 2011; Ruiz Zapatero 2011; Álvarez Sanchís 2011, 1999; Burillo 2011, 2008; Sacristán 2011; Sanz y Romero 2007; Ruiz y Molinos 2013), entre las que podemos distinguir una amplia variedad formal a partir de su configuración material. Estas diferencias no hacen referencia sólo al tamaño del enclave, sino también a las fortificaciones, la localización del emplazamiento o la configuración interna del mismo. La enorme diversidad de estos enclaves se debió en gran parte a las diferencias regionales, donde los pobladores modificaron el paisaje a partir de sus características previas, tradiciones, posibilidades y recursos. Por ello, coincido con la definición que proponen M. Fernández Götz y D. Krausse (2013: 480), entendiendo el término ciudad como “a numerically significant aggregation of people permanently living together in a settlement which fulfils central place functions for a wider territory”. 141 La segunda Edad del Hierro 5.1.1. EL PROCESO DE FORMACIÓN Los procesos formativos son siempre difíciles de documentar, ya que son complejos y las fuentes de información con las que contamos son siempre escasas e incompletas. El caso de las ciudades celtibéricas no es, por desgracia, una excepción. Sus inicios son aún oscuros, a pesar de los de los intentos de varios investigadores por arrojar luz sobre el tema (e.g. Jimeno et al. e.p., 2012; Jimeno 2011, 2005; Jimeno y Tabernero 1996; Fernández Götz 2013b; Ruíz Zapatero y Álvarez Sanchís 2015). La falta de amplios referentes materiales, secuencias cronológicas y estratigráficas detalladas hacen que las evidencias que observamos sean el resultado final de un largo proceso, donde tropezamos con ciudades ya formadas y con varios siglos de vida. Pero, su formación se debió a un proceso de larga duración, en el que posiblemente transcurrieron varias generaciones hasta que las estructuras urbanas y territoriales fueron establecidas. Además, tras su consolidación como modelo de orden ideológico, social y espacial no se mantuvieron estáticas, sino fueron sometidas a una constante reinterpretación y negociación de la mano de diversos actores sociales y las circunstancias históricas en las que se vieron envueltas. El proceso de urbanización no afecta tan sólo a la formación de ciudades, sino supone una transformación completa de toda la estructura de asentamiento (Salač 2014: 70) y de las personas que la llevaron a cabo. En numerosas ocasiones, su origen ha sido entendido como un proceso de sinecismo por la necesidad de reordenar el régimen de posesión de la tierra debido a un incremento de la población en toda la región, bien documentado y cuantificado (Jimeno 2011; Jimeno y Arlegui 1995; Alfaro 2005). Además se ha recurrido a las palabras de Apiano (Iber. 44) para el caso de Segeda: “… forzó a otras de más pequeñas a establecerse junto a ella […] y obligó también a unirse a los titos, otra tribu limítrofe”. Históricamente, hemos asistido a procesos similares en la configuración de las ciudades, como es el caso de la Extremadura castellana en la Alta Edad Media, en el que las ciudades son resultado de la reunión de la población de varias aldeas en un enclave único que se organizaba en torno a una iglesia dedicada a la advocación de un santo patrón (González 1974: 266-269; Asenjo 1983: 45). Similar fue la formación de las poleis arcaicas de la zona griega en torno al siglo VIII a.n.e. en el que las habitantes de una determinada región se reunieron en una aglomeración de población. Para el caso griego, Adolfo Domínguez Monedero (2001: 61-63) consideraba necesarias una intencionalidad y una reflexión para crear esta nueva forma social, desde un punto de vista ideológico y material, donde sería precisa la existencia de un equilibrio entre los grupos que van a formar parte de la misma y una serie de referentes ideológicos de estabilidad que la hiciesen posible. Como consecuencia, un conjunto de individuos se dotaron de instrumentos de gobierno y de organización a todos los niveles, prescindiendo de lo sobrehumano (aunque seguramente amparados por los dioses). En el proceso, fue necesario que ciertos individuos sacrificasen sus aspiraciones personales de poder, en pos de un equilibrio 142 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero comunitario, alojado en manos de los ciudadanos, siendo éstos un número más o menos amplio de la comunidad. Plutarco (Vit. Thes. XXIV) narra el proceso de sinecismo de Atenas y el papel que jugó la figura de Teseo a la hora de reunir a los habitantes del Ática en una sola ciudad, por medio de la creación de un sentimiento y una identidad común entre todas las comunidades que reunió. Para lograr un consenso entre los diferentes grupos, Teseo cedió su papel protagonista: “… fue preciso proponerles un gobierno no monárquico, sino popular, en el que a él no le quedase más que el mando de la guerra y la custodia de las leyes, guardándose igualdad en todo lo demás…” La congregación del poblamiento en ciudades sirvió a los intereses particulares de ciertos grupos sociales, no tanto a los personales de un solo miembro de la comunidad, por lo que no estoy de acuerdo con propuestas que afirman la existencia de un rex o rix en la cúspide de la pirámide social comunitaria como guías en el proceso de reunión (eg. Ruiz Zapatero y Álvarez Sanchís 2015: 226). Los grandes protagonistas debieron ser los grupos de poder que vislumbrábamos en el periodo anterior, con posibles filiaciones familiares o de clase, representados por una serie de líderes o cabecillas con autoridad para hablar en nombre de la mayoría, conocedores de la tradición, los derechos y los deberes, lo que les permitió erigirse como los garantes de la convivencia comunitaria. Las decisiones se tomarían en el marco de las asambleas y los consejos, modelando una nueva forma de organización social. Así, las ciudades se alzarán como los enclaves de poder, desde los que se rigen los destinos y los avatares de los territorios y las personas que en ellos residen. La creación de una identidad compartida para un territorio más o menos extenso y la dotación de una serie de estructuras sociales y políticas para su gobierno tuvieron que ser un largo camino entre las negociaciones, los tratos y los pactos, donde no todo hubo de lograrse mediante los acuerdos, sino también por la fuerza, real o simbólica, tal y como hemos citado para el caso de Segeda. Todos los grupos que pasaron a formar parte de la nueva comunidad debieron ceder parcelas de poder, de derechos y de capacidades de actuación (agency), aunque seguramente no todos lo hicieron en los mismos términos. Se debió acordar una nueva estructura identitaria, social, política y territorial. Tal y como ocurrió en Atenas (Domínguez Monedero 2001: 61-63), los organismos de gobierno de las comunidades anteriores carecían de sentido y pasaron a integrarse en los nuevos instrumentos de decisión (Plutarco Vit. Thes. XXIV). La propiedad hubo de ser reestructurada, especialmente la zona en la que erigió la ciudad. Las parcelas de territorio controladas por cada uno de los grupos e individuos: sus tierras de cultivos, zonas de pasto, recursos naturales o sitios simbólicos; fueron mancomunados y posteriormente redistribuidos y negociada su tutela. Los enemigos y aliados cambiaron su modo de relación, y lealtades y enfrentamientos tuvieron que ser superados u olvidados en algunos casos, o trasladados a los espacios de conflicto ahora en el seno de la comunidad, cuya materialización fue la formación de nuevos de grupos de poder en el corazón de las asambleas. 143 La segunda Edad del Hierro 5.1.2. LA DISTRIBUCIÓN FÍSICA DE LOS PAISAJES Sin olvidar las relaciones multidireccionales que fluyen entre las construcciones materiales de las personas y las características físicas de los paisajes, estas nuevas formas de organización social y territorial se vieron influidas por las características regionales de la zona de estudio, que como vimos en las comunidades del periodo previo, dieron lugar a diferentes realidades materiales e identitarias. De nuevo, recurrimos al análisis de las formas del relieve, donde contamos con la información referente a la localización de los asentamientos y los datos de los entornos sobre los que se construyeron. Fig. 45: Número de sitios por clase. En gris claro están representadas los enclaves fundados de nueva planta en este periodo. En gris oscuro, el total de sitios por clase (ver Tabla 1). En lo relativo al tipo de localizaciones elegidas durante esta segunda Edad del Hierro, la tendencia es muy similar a la de la etapa previa. El número de asentamientos se multiplica y sus formas del relieve se diversifican, como podemos observar el gráfico de la Fig. 45, con la aparición de sitios en las clases 1 (cañones, arroyos muy encajados), 4 (valles en forma de U) y 6 (pendientes abiertas). Los sitios en altura continúan siendo los protagonistas, entre los que las cimas de montaña o crestas en altura (clase 10) son los favoritos, no obstante, se aprecia un aumento de los sitios en las llanuras (clase 5). Sin embargo, los asentamientos del periodo anterior no permanecen, raros son los ejemplos de largas secuencias de hábitat, como es el caso de El Castillejo de Fuensaúco, cuya ocupación reiterada comienza en el siglo VII hasta el II a.n.e. (Romero y Misiego 1995), y aún más raras, cuanto más nos acercamos a las montañas del Sistema Ibérico. Por ello, 114 sitios, lo que supone en torno al 70% del total de los asentamientos de este periodo, son de nueva planta. 0 10 20 30 40 50 60 70 80 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 N ú m er o d e si ti o s Clase 144 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero En lo relativo al análisis físico de los entornos sobre los que se erigieron los asentamientos, los resultados del k-medias y el PCA muestran como la combinación de los dos primeros componentes explica el 77,27% de la variabilidad de la muestra. Los valores altos de las clases 1, 6 y 7 y los negativos de la 5, son representativos a la hora de modelar el primer componente, mientras que los altos valores negativos de las clases 10, 4 y 3 tienen una fuerte influencia en el segundo. Fig. 46: Gráfico de dispersión que representa la proyección de los casos (n = 159) sobre los dos primeros componentes y los grupos del k-medias. A diferencia de los análisis realizados para la primera Edad del Hierro y los que posteriormente trataremos del siglo I a.n.e., para este periodo hemos empleado una clasificación en cuatro grupos (G1, G2, G3 y G4), debido al elevado número de casos, que nos permita profundizar en la caracterización de las unidades del paisaje sobre las que se construyeron. Comenzamos destacando el G3, una agrupación bien distinguida que consta de 24 sitios localizados en las montañas del Sistema Ibérico, donde las clases 6 (pendientes abiertas), 7 (mesas) y 1 (arroyos muy encajados) son especialmente significativas al configurar la agrupación, como resultado de los entornos escarpados sobre los que se levantan. En la parte opuesta del gráfico, encontramos el G4 con 44 sitios, cuya tendencia a los llanos, definidos por la clase 5, es fundamental. Entre ambas agrupaciones se perfilan dos grupos. El G2 que reúne 35 sitios, en el que las clases 1 (arroyos muy 145 La segunda Edad del Hierro encajados), 6 (pendientes abiertas), 7 (mesas), 9 (crestas a media pendiente o pequeñas colinas en llano) y 4 (valles en forma de U) tienen pesos similares a la hora de configurar el grupo. En último lugar, nos referiremos al de mayor tamaño, el G1, que contiene 58 sitios, representativo de los espacios intermedios entre las unidades del paisaje que caracterizan la alta montaña y los valles. De este modo, si consideramos la distribución de los sitios en el mapa (Fig. 47), observamos una clara polarización, donde el G4 caracteriza las unidades del paisaje relativas a los valles y el G3, las áreas de montaña, mientras el G2 y G1 son los espacios intermedios. La distribución de sitios por las diferentes unidades del paisaje podría ser reflejo de la diversificación económica y de la explotación de recursos. Fig. 47: Mapa de distribución de los grupos en la segunda Edad del Hierro en el Alto Duero, en el que se marcan las regiones limítrofes del Duero Medio y el Alto Tajo-Alto Jalón. Como ya hemos apuntado anteriormente, en el análisis se incluyen sitios de regiones periféricas para observar un posible “efecto borde” o zonas de transición a otros paisajes que puedan tener algún tipo de reflejo en la cultura material. A partir del mapa, podemos observar diferencia en la combinación de los grupos en la zona oeste y en la sur. Los sitios de la zona más occidental representan el cambio entre los paisajes del Alto y el Medio Duero, donde hay un tránsito entre entornos más abruptos y escarpados a unas zonas más onduladas y abiertas, donde los ríos son más caudalosos y menos rápidos. El tipo de poblamiento que tiene lugar en esta zona es ligeramente diferente al del Alto Duero, las personas se reunían en extensas ciudades como Rauda, Pintia, Cuellar o Cauca, donde los asentamientos dependientes de los núcleos urbanos no existen (c.f. Sacristán 2011, 1989). Por otro 146 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero lado, el grupo del sur está relacionado con las cabeceras de los ríos Tajo y Jalón, donde los asentamientos son de menor tamaño, se encuentran más dispersos y aparentemente, no están ligados a núcleos urbanos. De este modo, las diferentes respuestas materiales que percibimos desde la arqueología derivan de sus características físicas de los entornos, de las comunidades que las construyen y de los mensajes que quisieron comunicar a los demás, forjándose así una profunda y compleja relación entre las personas y los paisajes. De nuevo, a partir de las unidades del paisaje sobre las que se asientan y la combinación de las mismas en las diferentes regiones, podemos percibir marcos diferenciados dentro de la zona de estudio, en los que, al igual que en la primera Edad del Hierro, se aprecia una dicotomía en la elección de los entornos de los grupos que queda recogida en la dualidad montañas-valles. Al mismo tiempo, se perciben diferencias entre éstos y las agrupaciones del Duero Medio y las cabeceras del Alto Tajo y el Alto Jalón, sobre las que posteriormente volveremos para explorarlas en términos de identidades étnicas. 5.1.3. LAS CIUDADES Y SUS TERRITORIOS Cuáles fueron las ciudades y su ubicación en el paisaje en el Alto Duero es aún hoy un asunto controvertido, ya que los datos con los que contamos están en muchos casos incompletos o son sesgados. Los autores clásicos mencionan algunos nombres de ciudades como Numantia, Termes, Uxama, Ocilis, Contrebia Leukade, Kolenda, Lagni, Lutia o Savia por las posiciones que tomaron en las guerras contra Roma. Tan sólo ocasionalmente, cuando es relevante para la narración, aportan datos sobre su entorno, como es el caso de Numancia, por el papel que jugó en las guerras y los problemas logísticos que sus alrededores plantearon a Escipión Emiliano a la hora de construir el cerco. Aunque eso no impidió que el enclave exacto de Numancia estuviese perdido durante toda la época medieval hasta el siglo XIX (c.f. Jimeno y de la Torre 2005). En algunos casos, la atribución de localizaciones geográficas de algunas ciudades se ha hecho por homofonía, como ocurrió con Visontium que fue relacionado con el pueblo de Vinuesa o Savia con Soria. También la epigrafía que aparece en la etapa posterior sobre diferentes soportes duros, aporta una serie de nombres como Arekoratas, Belikiom u Orosis, mientras que las acuñaciones monetales nombran a Oilaunikos, Olkairun, Kaisesa y Okalakom (Jimeno 2005: 119). A pesar de ello, en muchos de los casos no son datos suficientes para determinar la ubicación exacta de las mismas. Se ha mencionado en numerosas ocasiones que la existencia de una ciudad lleva aparejado un territorio con el que la comunidad establece una relación múltiple, explotándolo y construyendo, y siendo construidos por él. Permite la subsistencia, el aprovisionamiento de materias primas y la existencia de diversas formas de hábitat dependiendo de las características y los intereses de la comunidad. G. Ruiz Zapatero y J. Álvarez Sanchís (2015: 224-226) consideran el territorio como uno de los cinco aspectos necesarios para establecer que una sociedad vive en un contexto urbano, junto 147 La segunda Edad del Hierro a: la existencia de una amplia aglomeración demográfica; una economía y una subsistencia capaces de abastecer a todos sus habitantes de un modo autosuficiente, una artesanía diversificada y un papel central en el comercio; unas características constructivas del espacio interno a partir de funcionalidad y uso; y una ideología que lo sustente. Fig. 48: Aspectos básicos para la existencia de la organización urbana aglutinados por la ideología: I. Demografía. II. Subsistencia y economía. III. Territorio. IV. Características constructivas. V. Ideología (Ruiz Zapatero y Álvarez Sanchís 2015: Fig. 6). Los territorios de las ciudades celtibéricas han sido mencionados por múltiples autores clásicos a raíz de la conquista romana, como el caso de Complega en el 179 a.n.e. cuando se somete su “comarca” o Numancia donde, tras la conquista en el 133 a.n.e., Escipión repartió sus tierras entre los celtíberos que le ayudaron a vencer a los numantinos. Finalmente, el caso de Colenda, cuyo territorio fue ofertado a una población vecina, tras su derrota en el 98 a.n.e. (Jimeno 2011: 249, 2005: 120). Fue esencial un equilibrio en la relación entre los habitantes del campo y del núcleo urbano, con la excepción del periodo de formación de la ciudad, ya que en este primer momento, fue necesario destinar un mayor número de recursos para dotarla de los equipamientos y recursos que la hiciesen efectiva en el ejercicio de sus funciones como centro ideológico y administrativo, tal y como ocurrió con el caso de las poleis (Domínguez Monedero 2001: 67), para posteriormente convertirse en el centro desde el que gestionar los recursos, los repartos y las redistribuciones de la riqueza. 148 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Las ciudades son las grandes protagonistas de los paisajes de la segunda Edad del Hierro, pero hemos de recordar que eran sociedades de carácter rural fundamentalmente, en las que la mayor parte de la población vivía en pequeñas granjas y aldeas dispersas por los territorios rurales (Fernández Götz et al. 2014: 12; Danielisová 2014: 78-79; Malrain et al. 2002). En este sentido es esencial la referencia de Estrabón (III, 4, 13) cuando se refiere a la Celtiberia: “Los pobladores de las aldeas son salvajes y así son también la mayoría de los iberos; las ciudades mismas no pueden ejercer su influjo civilizador cuando la mayor parte de la población habita en los bosques y amenazan la tranquilidad de sus vecinos” O Apiano (Iber. 89), cuando en su narración de la campaña de Escipión Emiliano, menciona algún suceso que tiene lugar en estos enclaves rurales: “A Escipión, entregado al saqueo y la devastación constante de las zonas de alrededor, le pasó inadvertida una emboscada en una aldea que estaba circundada, en su mayor parte, por una laguna cenagosa y, por el otro lado, por un barranco en el que estaba escondida la tropa emboscada” 5.1.3.1. Los territorios de la segunda Edad del Hierro La imagen sobre la distribución de los asentamientos de la segunda Edad del Hierro que percibimos hoy en día, a inicios del siglo XXI, parece una fotografía fija. Pero la vida de los distintos enclaves hubo de ser fluida, donde las nuevas fundaciones, el aumento y descenso del número de viviendas o los abandonos debieron ser comunes a lo largo de los algo más de tres siglos que duró este periodo hasta la conquista romana. La configuración de los territorios, las poblaciones, los recursos o fronteras debieron ser igualmente dinámicos y constantemente renegociados por las diferentes comunidades que los componían. El panorama urbano, tras una ardua revisión de los datos, se presenta en la Fig. 49, donde se muestran las principales ciudades del Alto Duero que tenemos documentadas por el momento. En esta imagen, podemos observar espacios vacíos, como el que aparece en el oeste del Sistema Ibérico o el que observamos al sur de Numancia y Arekoratas. Vacíos que van a condicionar los análisis que hemos realizado, pero que nos van a permitir una aproximación a los territorios teóricos de dichos núcleos urbanos. Además se han añadido ciudades del Duero Medio como Cauca, El Castillo (Cuellar), Rauda y Pintia; y de la cuenca del Ebro: Turiazu, Aratikos, Bílbilis, Segeda o Arcóbriga, para registrar los cambios en los patrones de asentamiento de zonas colindantes, bien diferenciadas materialmente, que nos permitan profundizar en las fronteras entre comunidades que ya se percibieron en el análisis de las formas del paisaje. Una de las aproximaciones tradicionales en la estimación de los territorios teóricos, y que hemos aplicado a nuestra zona de estudio, es la triangulación de Voronoi o los poligonos de Thiessen, que detallamos en el capítulo 3. Este análisis permite un primer acercamiento a las zonas de influencia de los núcleos seleccionados, calculándolas a partir de la densidad de sitios y la distancia euclídea entre 149 La segunda Edad del Hierro ellos (Fig. 50 A). Pero ni los núcleos centrales, las ciudades, fueron todas iguales en términos de influencia o jerarquía, ni las distancias en las realidad son en línea recta. Fig. 49: Ciudades. Alto Duero-Sistema Ibérico: 1.- Sejeda (Canales de la Sierra), 2.- El Castillo (La Laguna), 3.- Los Castellares (San Pedro Manrique), 4.- Contrebia Leukade. Alto Duero-Valle del Duero: 5.- Arekoratas, 6.- Numancia, 7.- Altillo de las Viñas (Ventosa de Fuentepinilla), 8.- Las Eras (Ciadueña), 9.- El Villar (Aguaviva de la Vega), 10.- Termes, 11.- Uxama, 12.- Sekobirikes, 13.- Alto de San Pedro (Pinilla de Trasmonte), 14 El Escorial (La Vid), 15.- Los Quemados (Carabias), 16.- Cerro de Somosierra (Sepúlveda), 17.- El Cerro de la Sota-El Castrejón (Torreiglesias), 18.- Segontia. Duero Medio: 19.- Cauca, 20.- El Castillo (Cuellar), 21.- Rauda, 22.- Pintia. Ebro: 23.- Turiazu, 24.- Aratikos, 25.- Bílbilis, 26.- Segeda, 27.- Arcóbriga. La necesidad de registrar la morfología del relieve en las aproximaciones a los territorios se hacen manifiestas cuando realizamos cálculos de movimiento, basados en el coste de desplazamiento de las distancias, como muestra la Fig. 50 B. La fricción o coste del despazamiento que supondrían las variaciones de la pendiente del terreno se ha evaluado a partir del principio de Naismith (Naismith 1892), que estima que un adulto recorre un terreno llano a una velocidad de 5 km. la hora, lo que equivale a un ritmo de 12 minutos por kilómetro. Pero como el mundo real no es llano, para registrar la forma del relieve introduce la variable de la pendiente, de modo que por cada 10 metros de desnivel, el tiempo de desplazamiento se incrementa en 1 minuto, de modo que cuando recorramos una distancia de 5 km. por cada 600 m. de desnivel, el coste de desplazamiento equivaldrá al doble. Este análisis nos permite observar cómo la separación media entre los núcleos urbanos de la segunda Edad del Hierro es de 50-60 km. en costes, lo que supondría 2-3 jornadas de viaje, independientemente del tipo 150 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero de unidad del paisaje en la que se asiente, ya sean en las zonas de los valles o en las estribaciones montañosas. Fig. 50: Análisis de los territorios teórico de las ciudades. A.- Polígonos de Thiessen. B.- Distancias en costes. C.- Modelo Xtent. D.- Modelo Xtent corregido. Observando la necesidad de considerar la forma del relieve con un parámetro básico a la hora de modelar una estimación de los territorios potenciales de estos núcleos urbanos, hemos optado el modelo jerárquico Xtent. Estos análisis han sido ampliamente utilizados en arqueología desde que fueron propuestos por C. Renfrew y E.V. Level (1979), como ya detallamos en el capítulo 3. Fundamentan su cálculo en la idea de que la zona de influencia es directamente proporcional al peso del sitio, en nuestro caso, el tamaño del enclave, e inversamente proporcional a la distancia modelada en costes a partir de la pendiente. El resultado de este análisis queda recogido en la Fig. 50 C, en la que se observan ciertos problemas al caracterizar los territorios que se encuentran en los márgenes del cálculo o los limítrofes a los vacíos de información que acusábamos anteriormente. Para paliar dicho problema, en la Fig. 50 D se han corregido los límites problemáticos, eliminando los que se extienden sobre las zonas vacías y manteniendo tan sólo aquellos que marcan fronteras entre dos entidades. Se aprecia, por tanto, una clara diferencia entre los territorios de la zona motañosa y los del valle, siendo los de las zonas de montaña más reducidos. Aunque si observamos los resultados del análisis de distancias en costes (Fig. 50 B) y tenemos en cuenta la irregularidad de la morfología del relieve, los tamaños son similares. Al interpretar estos resultados, hemos de tener en cuenta que estamos modelando realidades complejas, con matices culturales, sociales y simbólicos, a partir tan sólo de dos 151 La segunda Edad del Hierro variables, como son la topografía y el tamaño de las ciudades. Sin embargo, nos permiten apreciar dos cosas. Por un lado, las diferencias de tamaño entre los territorios pueden entenderse en términos de poder de las capacidades de unas comunidades sobre otras a la hora de crear unos mecanismos de control del espacio y coerción frente a los vecinos. Por otro, la irregularidad de los territorios, adaptados a las características físicas, donde ríos y montañas condicionan el modo y la forma en la que son construidos. En esta aproximación, habíamos introducido ciudades del Duero Medio y del valle del Ebro, para observar las diferencias entre regiones bien caracterizadas geográficamente y materialmente como ya ocurrió en el análisis de las formas del relieve. Así, las ciudades del Duero Medio presentan unos territorios más extensos, ya que en la mayor parte de los casos el tamaño de estas ciudades es más del doble que las del Alto Duero. Sin embargo, la mayor diferencia entre ambas regiones se apreciará en la distribución de asentamientos subsidiarios de estos núcleos urbanos, ya que los territorios de estas grandes ciudades carecen de ellos, mientras que en el Alto Duero hay todo un repertorio de formas de poblamiento secundario que veremos a continuación. Por otro lado, las diferencias en cuanto a la composición y forma de los territorios teóricos con el valle del Ebro no parecen evidentes, aunque las ciudades son muy diferentes materialmente. Partiendo de estos límites teóricos en los próximos apartados profundizaremos tres de estos territorios, el de Numancia, El Castillo (La Laguna) y Los Casares (San Pedro Manrique), donde trataremos las diferentes formas de asentamiento y sus construcciones, las capacidades de dichos territorios y las relaciones que se establecieron entre sus habitantes, como el mejor medio de entender el uso que las personas hicieron de los paisajes y de testar estas teóricas fronteras. 5.1.3.2. Tipos sitios dentro de los territorios del Alto Duero En el interior de los territorios de las ciudades, encontramos una amplia diversidad de formas de poblamiento jerarquizado del que ya hicieron eco las fuentes clásicas. J. Rodríguez Blanco (1977: 170) recogió las diferentes denominaciones que mencionaban los autores grecolatinos para los asentamientos, dividiéndolos en cinco tipos de enclaves: las ciudades que aparecen bajo diversas denominaciones como civitas, urbs, oppida o poleis. Aldeas de gran extensión denominadas megalaskomas. Una serie de asentamientos medianos, que se corresponden con aldeas y castillos, los vicos castellae. Asentamientos de hábitat disperso centrados en la explotación de la tierra, los agri. Por último, sitios dedicados a la defensa y la vigilancia –turres, pyrgoi, speculae-. A partir de estas denominaciones, en los años 90, A. Jimeno y M. Arlegui (1995: 109-113) buscaron su correlato arqueológico, diferenciando cuatro tipos de asentamientos a partir de sus características formales y su extensión: civitates-oppida, grandes aldeas, castellae y pequeños asentamientos o vici. Para esta aproximación, vamos a utilizar las clases que hemos explorado para el análisis del territorio de Numancia en otros trabajos (Liceras 2014; Liceras y Jimeno 2016), por estar construidas a partir de 152 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero las características físicas, sociales y funcionales de los sitios arqueológicos, así diferenciaremos entre ciudades, poblados, aldeas o alquerías, y castillos. Las diferencias regionales tienen nuevamente un protagonismo indiscutible. Apreciamos una serie de características comunes en cuanto a los tipos de asentamientos, pero condicionados por las particularidades de cada zona. En todos los casos, las ciudades son el corazón de los territorios, los centros de poder. Como apuntaba A. Domínguez Monedero (2001: 63) para las poleis arcaicas, son los enclaves donde residen los órganos de gobierno y se encuentra el santuario de la divinidad tutelar, unos de los símbolos de la identidad para todos sus habitantes. Esto se traduce materialmente en los asentamientos que se encuentran en una posición más o menos central en los territorios y presentan la mayor extensión, ya que han de dar cabida a espacios públicos de culto y reunión de la comunidad, como el templo de Termes o los espacios de reunión recogidos por los autores clásicos para ciudades como Belgeda (Apiano Iber. 100). También, albergan las zonas de producción especializada y áreas de vivienda para sus residentes. Son los emblemas de la identidad de una región extensa, por lo que necesitan dotarse de elementos simbólicos que los definan y refuercen, materializados en construcciones como las fortificaciones, en las que profundizaremos más adelante. En la mayor parte de los casos, las ciudades se configuran en torno a un solo enclave como es el caso de Numancia, Termes, Uxama, El Castillo (La Laguna) o Los Casares (San Pedro Manrique), pero en otros como Sekobirikes, situada sobre el complejo de Los Castrillos (Peñalba de Castro), está formada a partir de los tres nucleos: El Alto del Cuerno, Salterio y Alto Redondo, cerrados por varios tramos estratégicos de muralla, caso similar al que se ha identificado para el oppidum de Martberg que se extiende sobre dos mesetas (Fernández Götz 2014c: 178). Los asentamientos que se han denominado de tipo poblado, son sitios de amplias dimensiones, que en algunos casos, tan sólo son ligeramente inferiores a la extensión de la ciudad, oscilando entre los 4,5 y las 7 ha. para el territorio de Numancia y entre 1 y 3 ha. para las ciudades del Sistema Ibérico. Localizados en sitios prominentes sobre sus entornos y dotados en su mayoría por elementos defensivos, como en el cerro de Ontalvilla (Carbonera de Frentes), Los Villares (Ventosa de la Sierra) o Los Castellares (Aldealices), quienes presentan una relación visual directa con la ciudad de Numancia (Liceras 2011). También cuentan con fortificaciones los Castillejos (Villar de Maya) y La Muela (Valloria) para El Castillo (La Laguna) o El Castillejo de Ambigüela (Vea) y El Castillo (Taniñe) para Los Casares (San Pedro Manrique). Las aldeas o alquerías serían el tipo de poblamiento más recurrente en este periodo, como nos indicaba Estrabón (III, 4, 13) en su cita anterior. Generalmente, presentan unas dimensiones inferiores a una hectárea, en los que residirían entre 2 o 3 familias y sus habitantes se dedicarían principalmente a la explotación agroganadera de las tierras. Son los productores de materias primas que permiten generar excedentes y abastecer a toda la comunidad. Arqueológicamente son enclaves difíciles de detectar, ya que presentan pequeñas dimensiones y, teóricamente, ningún tipo de delimitación. 153 La segunda Edad del Hierro Fig. 51: Tipos de asentamientos de tres ciudades. Territorio de El Castillo (La Laguna) (1): 2.- Los Castillejos (Villar de Maya), 3.- La Muela (Valloria), 4.- Los Colmenares (Santa Cruz de Yanguas), 5.- Vados (Santa Cruz de Yanguas), 6.- El Molino (Bretún), 7.- Las Veguillas (Villar de Maya), 8.- El Castillo (Aldeacardo), 9.- El Castillejo (Valduérteles), 10.- El Castillejo (Valloria). Territorio de Los Casares (San Pedro Manrique) (11): 12.- El Castillo de Ambigüela (Vea), 13.- El Castillo (Taniñe), 14.- El Prado de la Cuesta (San Andrés de San Pedro), 15.- Los Corrales de Sansón (Vea), 16.- El Castillo (Vea), 17.- Mesa de Fuentepino (Vea), 18.- El Castillo (San Pedro Manrique), 19.- El Castillejo (Buimanco), 20.- El Castillo de Rabanera (Ventosa de San Pedro), 21.- El Castillo (Sarnago), 22.- Los Castellares (San Andrés de San Pedro). Territorio de Numancia (23): 24.- Los Villares (Tera), 25.- Los Villares (Ventosa de la Sierra), 26.- Los Castellares (Aldealices), 27.- El Castillejo (Fuensaúco), 28.- Ontalvilla (Carbonera de Frentes), 29.- Los Cuartones (Tera), 30.- El Cotillo (Renieblas), 31.- Utrera (Ventosilla de San Juan), 32.- Trascastillejo (Cirujales del Río), 33.- Cerro del Saúco (Soria), 34.- El Almortajado (Soria), 35.- Las Rabaneras (Golmayo), 36.- Carranalón (Camparañón), 37.- Cerro de San Bartolomé (Arancón), 38.- El Castillejo (Omeñaca), 39.- Cerro de San Sebastián (Fuentetecha), 40.- El Castillo (Soria), 41.- El Castillejo (Golmayo), 42.- El Castillo (Ocenilla), 43.- Cerro de San Blas (Rabanera del Campo). 154 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Fig. 52: Distribución de los núcleos de Corent, Gergovia y Gondole en el territorio (Poux 2014: Fig. 14.4). Por último, los castillos, sitios localizados en lugares estratégicos y prominentes sobre el entorno, cuyas dimensiones oscilan entre 1 y 3 ha. para el caso del territorio de Numancia y en torno a media hectárea para El Castillo (La Laguna) y Los Casares (San Pedro Manrique). En ocasiones, presentan potentes estructuras defensivas como es el caso de El Castillo (Soria), El Castillo (Ocenilla), Los Castejones (Calatañazor), El Castillo (Ayllón) y todos los castillos de las ciudades del Sistema Ibérico. En otros casos, estas construcciones no están del todo claras, pero su delimitación puede ser esbozada mediante fotografía aérea, como ocurre en el Cerro de San Sebastián (Rabanera del Campo), El Cabezo (Borobia) o La Muela (Ólvega), incluso fosos como Alto la Mina (Morales) o El Castro (Hontoria del Pinar). Mientras que en otros casos, su presencia en enclaves prominentes sobre el entorno es 155 La segunda Edad del Hierro suficiente, como es el caso de El Cerro de San Sebastián (Fuentetecha). Éstos se sitúan, bien en zonas que no pueden ser controladas visualmente desde las ciudades, o bien, en sus límites, controlando los recursos, los accesos y reivindicando la pertenencia del territorio a una comunidad determinada. Serían auténticos hitos en el paisaje, materializaciones de los espacios de tránsito entre territorios y los marcadores de propiedad, similares a los que se han documentado en los límites de Edeta (Grau 2012: 36) o en las fronteras entre los oretanos y los turdetanos (Ruiz y Molinos 2008: 64-65). Si atendemos a los tres territorios con más datos de toda la región que estudiamos (Fig. 51), podemos observar cómo se distribuyen en el espacio los diferentes tipos de asentamiento. Llama la atención como las ciudades son los sitios centrales en torno a los que se distribuyen los poblados, controlando regiones ligeramente alejadas de la misma y que de otro modo serían más difíciles de gobernar y explotar. Las aldeas se aglomeran alrededor de las ciudades y los poblados, y los castillos se asientan en los bordes, materializando así los límites y umbrales de acceso a los territorios, coincidiendo de un modo acertado con los análisis de territorialidad de teórica que realizamos en el apartado anterior. Este patrón de poblamiento multipolar con la existencia de varios núcleos urbanos ha sido ampliamente documentando en otras regiones de Europa como es el caso de Atenas, Roma o Corent. En el caso del territorio de Corent (Puy-de-Dôme, Francia) (Poux 2014) (Fig. 52), el primer núcleo urbano se desarrolla en torno a un santuario, Corent, pero posteriormente surgen Gondole y Gergovia como consecuencia de su crecimiento. En los sitios de Gergovia y Bay controlaban directamente el curso del río Allier, mientras que las actividades artesanales relacionadas con cerámica y trabajo de los metales se concentraban en el asentamiento de Le Cendre cerca de Gondole. Algo similar ocurre en Heuneburg (Hundersingen, Alemania) en un momento temprano de la primera Edad del Hierro, convirtiéndose en un lugar central que gobierna a una amplia hinterland, en la que se desarrollan lugares como en Hohenasperg, Bourges o Mont Lassois (Fernádez Götz y Krausse 2013). 5.1.3.3. A vueltas con las discontinuidades: las estimaciones de población Las discontinuidades debieron ser una característica fundamental durante la Edad del Hierro. Discontinuidades que estarían presentes en los diferentes ámbitos de la vida y a muy diversas escalas, desde las distribuciones de la población en el paisaje, pasando por la ordenación interna de los asentamientos o las agrupaciones de los enterramientos de los cementerios, hasta las oscilaciones del tamaño de las comunidades a lo largo del tiempo. En el anterior apartado, apreciábamos que los territorios del Alto Duero presentaban un fuerte componente regional en su configuración y distribución. Elemento que podemos relacionar con lo apuntado previamente por J. Álvarez Sanchís y G. Ruiz Zapatero (2001: 66) sobre las diferencias de ocupación entre regiones durante la Edad del Hierro, donde los paisajes intercalan áreas intensamente pobladas con otras sin apenas ocupación. Las aproximaciones al tamaño de las comunidades nos permiten desentrañar las capacidades de organización y planificación de una comunidad en términos de abastecimiento y recursos, así como de 156 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero la complejidad de sus relaciones a la hora de garantizar el buen funcionamiento diario de las mismas. Así pues, cuán extensa era la comunidad que formaba Numancia, Uxama o Termes se convierte en una pregunta relevante. Existen aproximaciones demográficas al registro que nos permiten estimar los habitantes que fueron enterrados en una necrópolis, que vivieron en un enclave o que poblaron un territorio. Contamos con cuatro fuentes de información diferenciadas para realizar estas valoraciones, como son los asentamientos y las necrópolis, las cifras que registraron los autores clásicos en sus escritos o los datos etnohistóricos (Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero 2001:62-63). Por lo general, estos datos no están exentos de las problemáticas inherentes al estudio de las sociedades del pasado, y la calidad de los mismos no es siempre la deseable para este tipo de aproximacioness. Por ello, debemos tener muy presente que son tan sólo estimaciones y que nuevos datos o modificaciones de la metodología pueden introducir severos cambios en los resultados. Los autores clásicos aportan una serie de números en esta línea, pero como se ha mencionado con anterioridad, éstos tuvieron su propia intencionalidad y motivaciones. En su afán por justificar la guerra y su desarrollo, se ha sugerido que pudieron aumentar el número de los contingentes con los que se enfrentaron. Además, las cantidades que se mencionan en los escritos están referidas a una parte concreta de la población; sólo mencionan el número de guerreros, hombres o caídos en un determinado enfrentamiento, como bien señalaba J. Webster (1995: 7), no hay referencias numéricas sobre mujeres, niños, ancianos o la totalidad de la población. En el caso de Numancia, contamos con numerosas referencias directas que proporcionan cifras heterogéneas y siempre relacionadas con la actividad bélica. Apiano (Iber. 76 y 97) menciona que en tiempos de paz no había más de 8.000 hombres y Veleyo (2, 1, 3) afirma que no armaron a más de 10.000 hombres. En los textos de Floro (1, 34, 11), Orosio (5, 7) o Tito Livio son 4.000 los hombres que defendían la ciudad en el momento del cerco de Escipión. A partir de esta última referencia de 4.000 hombres, se realizó una estimación del número de habitantes que residiría en la ciudad, en la que se consideró que cada hombre habría de contar con una familia, cuyo resultado final fue 12.000 y 16.000 habitantes para la ciudad de Numancia (c.f. Jimeno et al. 2002: 43, 2004: 351). Adolf Schulten y Blas Taracena consideraron que las estimaciones de los autores grecolatinos eran excesivas. Schulten (1945: 23-24) propuso que Numancia contaría con 2.000 guerreros y un total de unos 8.000 habitantes, aunque esta cifra no se refería tan sólo a la ciudad sino también a su comarca. Mientras Taracena (1941: 71) aceptó esta cifra y realizó una estimación según la extensión de Numancia -22 ha.- y las dimensiones aproximada de las casas -100 m2.-, obteniendo el mismo resultado. Finalmente, en la revisión del urbanismo que realizaron Alfredo Jimeno y Carlos Tabernero (1996: 429) propusieron, a partir del cálculo del tamaño de la ciudad -7,6 ha.-, del espacio ocupado por viviendas y el número de casas, que los habitantes de Numancia en este periodo no excederían las 1.500 personas. Tiempo después, tras la excavación parcial de la necrópolis de Numancia, se realizaron una serie de cálculos de la población allí enterrada, para comparar los resultados de la ciudad con los del cementerio (Jimeno et al. 2004: 350-352). En dicha estimación se tuvo en cuenta que la distribución de las tumbas 157 La segunda Edad del Hierro en el espacio definido para la necrópolis era desigual, tal y como ocurre en otros cementerios de este periodo como La Osera o La Yunta, por lo que para salvar esta discontinuidad, el espacio se dividió en zonas con diferentes valores de densidad, obtenidos a partir de los sondeos que se había realizado. El resultado final fue un total de 1.800 enterramientos durante unos 75 años de uso aproximado de la necrópolis. La cifra obtenida era reducida y este cementerio no podría dar cabida a la población residente en la ciudad. También se realizaron cálculos a la inversa para determinar cuántos enterramientos eran necesarios para albergar a toda la población de la ciudad, aplicando la metodología propuesta por P. Wells (1981, 1984; Ruiz Zapatero y Chapa 1990: 363) con un factor de corrección del 20% y asumiendo una esperanza de vida media de entre 30-35 años, cuyo resultado final fue de 3.213 tumbas esperados. El desfase numérico entre los enterramientos estimados y esperados de Numancia, se justificó con la posibilidad de que esta necrópolis no acogiese a toda la población que residiese en la ciudad, por lo que se apuntaron dos causas: en primer lugar, la posible existencia de varios espacios de enterramiento para la ciudad; y en segundo, fruto del momento histórico de su utilización, en el fragor de las guerras contra Roma, donde los testimonios de Apiano reflejan el número de caídos en batalla, por lo que parte de esa población realizaría su camino al Más Allá mediante otro de los rituales funerarios que más adelante trataremos en profundidad, la exposición de cadáveres. Retomando la discontinuidad que tenía por título el apartado, el patrón de distribución de los enterramientos de las necrópolis no parece obedecer, en ninguno de los casos, a un modelo gradual donde haya una mayor intensidad en las tumbas centrales y ésta disminuya progresivamente desde un origen. Lo que se ha observado en el resto de los cementerios de la Meseta Oriental, son espacios de aglomeración o de mayor densidad, separados por otros con densidades bajas o vacíos como se observa en La Osera (Baquedano y Martín Escorza 2001) o La Yunta (García Huerta y Antona 1992). Por ello, la división en seis grandes zonas de densidad variable a partir de los sondeos en la necrópolis de Numancia puede llevarnos a equívoco, más que ofrecernos una aclaración sobre el número de personas. Además, en el Alto Duero, se han realizado otros estudios democráficos como el de Alberto Lorrio (1990: 49) para el cementerio de La Mercadera, a partir de los datos de las excavaciones de Taracena (1932). En él, se esboza una comunidad de pequeño tamaño de entre 12 y 24 individuos que habrían utilizado esa localización como enterramiento durante 150 años -desde finales del siglo V y durante todo el siglo IV a.n.e.-. Otros cuatro cementerios han sido estudiados por J. Álvarez Sanchís y G. Ruiz Zapatero (2001): La Requijada de Gormaz que fue utilizada durante 300 años (la segunda mitad del V a.n.e. hasta la primera mitad del II a.n.e.) por una comunidad de entre 145-215 o 135-200 personas, dependiendo del factor de corrección utilizado del 20% o del 10% respectivamente. El cementerio de Las Quintanas de Gormaz cuenta con un periodo de uso de 400 años (último cuarto del siglo V a.n.e. hasta el último cuarto del siglo I a.n.e.) y una población media de 65-90 personas. Las Viñas del Portuguí fue utilizada durante 300 años (siglo III- I a.n.e.) por una comunidad de 90-135 personas. Por 158 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero último, Carratiermes se empleó durante entre 600 y 450 años (siglos VI-I a.n.e.) por una población de entre 45-60 (factor de corrección del 20%) o 40-50 (factor de corrección del 10%). Casos como el de la necrópolis de Carratiermes o Las Quintanas de Gormaz permanecen en uso a lo largo de dilatados periodos de tiempo, durante los cuales se produjeron grandes cambios de tipo social, material y simbólico, así como fluctuaciones en el tamaño de la población. Me parece especialmente significativo el caso de Carratiermes, tanto por el largo tiempo de uso como por la calidad de los datos de la excavación y publicación (Argente et al. 2001). Durante los trabajos se registraron 644 enterramientos comprendidos entre los siglos VI a.n.e. y I n.e. Entre ellos, se han podido se han podido atribuir cronológicamente: 200 tumbas al primer periodo de la Edad del Hierro, 236 a la etapa que trata este capítulo y 11 a los siglos I a.n.e. y I n.e. Estos datos y los casi 250 enterramientos que se han quedado sin atribución cronológica, nos permiten plantear las posibles oscilaciones en el número de personas que formaban la comunidad en cada momento y que utilizaban este espacio como lugar de enterramiento. Dicha variación no está recogida en las estimaciones, pero reflejarían los cambios en el tamaño de la población a lo largo del tiempo, necesariamente si consideramos Carratiermes como el único cementerio conocido para la ciudad de Termes, y cuyo resultado esperado habría sido, de nuevo, mucho más amplio. Otro problema derivado de las necrópolis es que gran parte de ellas fueron excavadas a inicios del siglo XX y la metodología y los datos recopilados estaban orientados a contestar unas preguntas muy distintas a las que nos planteamos en la actualidad, por lo que carecemos de datos de campo relativos a aquellos enterramientos que carecían de ajuar. En este caso, me refiero especialmente a los dos cementerios de Gormaz y el de Osma, donde no hay registros precisos sobre el número de enterramientos total, no así el caso de La Mercadera donde Blas Taracena (1932) deja patente el número de tumbas total y las que aparecen sin ajuar. En su estudio de los datos demográficos de la Meseta Norte, J. Álvarez Sanchís y G. Ruiz Zapatero (2001: 70) proponían finalmente agrupar las comunidades en tres conjuntos según el número de habitantes, dando lugar a: comunidades de pequeño tamaño de entre 5 y 6 casas con 25-30 habitantes; las comunidades de tamaño mediano con unas 25-75 casas y unos 100-300 habitantes; y las comunidades grandes con 80-150 casas y 400-600 personas, que nos permitiría relacionarlo con el tamaño de los poblados del entorno que habitarían. A escala de territorio, en trabajos anteriores (e.g. Liceras 2014: 182-183, 2011: 45-47), se realizaron aproximaciones al número de habitantes para la comarca de Numancia. En ellas, se tenían en cuenta las diferentes formas de poblamiento dependiente de esta ciudad, la extensión de los sitios y la estimación de las 1.500 personas para Numancia propuesta por A. Jimeno y C. Tabernero (1996), cuyo resultado final fueron de algo más de 8.500 habitantes para todo el territorio (Anexo 1. 1). Este dato puede relacionarse con la población propuesta para el valle del Amblés por Álvarez Sanchís y Ruiz Zapatero (2001: 66) con un total de 5.000 – 6.000 personas para toda la región, considerando que en ambos casos se tratan de áreas densamente pobladas. 159 La segunda Edad del Hierro Otros dos panoramas poblacionales, que se encuentran bien estudiados, son los de las ciudades de El Castillo de La Laguna y Los Casares de San Pedro Manrique (Alfaro 2005; Alfaro et al. 2014). Así pues, a partir de los datos de ocupación de Numancia y con la misma metodología que se aplicó anteriormente, se han estimado las poblaciones de los dos territorios, cuyos resultados finales han sido: para El Castillo de La Laguna, una población de algo más de 2.000 habitantes (Anexo 1. 2), mientras que el territorio de Los Casares de San Pedro Manrique estaría habitado por algo más de 3.100 personas (Anexo 1. 3). En estos dos casos, nos encontramos ante regiones menos pobladas que en las anteriores, hecho que podemos relacionar con las características físicas de la zona, escarpada, montañosa y marcada por acusados desniveles. Observamos, por tanto, como las formas del relieve sobre las que se asientan estas comunidades influyen en la forma en la que los territorios son aprovechados, explotados o construidos, repercutiendo en los modos de vida que las comunidades desarrollaron en ellos. Las potencialidades de la tierra, afectadas por la pendiente o la erosión de los suelos, repercutirán en el abastecimiento de la comunidad, su capacidad para alimentarla o de generar un excedente, como muestran las diferencias sustanciales de población entre las estimaciones de la región del valle, con el poblado territorio de Numancia, y el área de las montañas, más modesta en términos de densidad de habitantes, con El Castillo (La Laguna) y Los Casares (San Pedro Manrique) (Fig. 53). A pesar de la mayor parte de estos trabajos ya casi han cumplido la veintena, este tipo de aproximaciones no se han generalizado. Los problemas que se señalaban J. Álvarez Sanchís y G. Ruiz Zapatero (2001: 62-63) continúan estando patentes. La falta de datos de extensión de los asentamientos, no se han solucionado en buena parte de los casos, a pesar de la generalización del uso de herramientas de documentación no invasiva como han sido la fotografía aérea, las imágenes de teledetección o más recientemente, los datos LiDAR. Seguimos acusando una carencia de programas de prospección intensiva como los que se han llevado a cabo en otras regiones de la Península (e. g. Cerrillo Cuenca et al. 2013, 2015; Sevillano et al. 2013; Mateos et al. 2014; Rocha et al. 2013; Mayoral et al. 2009) que permitan un amplio registro de las evidencias en el paisaje y no sólo de las formas de poblamiento más evidente, sino las diferentes actividades que se desarrollaron, cuyo registro material es más frágil y sutil. Sin embargo y a pesar de todas mis puntualizaciones sobre los ejemplos concretos, en ningún momento pretendo negar o restar validez de este tipo de aproximaciones -ya que yo misma he sido partícipe de una de ellas-, tan sólo alertar sobre los peligros y limitaciones que pueden conllevar, sino somos muy cuidadosos a la hora de presentar las herramientas y los datos de partida e interpretar los resultados. Las conclusiones que se derivan de estos análisis son muy necesarios a la hora de entender y desentrañar los grupos que estamos estudiando, ya que el número de personas que conforman las comunidades va a influir en cuestiones como las relaciones, la organización, los mecanismos de poder o los recursos necesarios para el mantenimiento de la comunidad o para la acumulación de la riqueza. 160 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Fig. 53: Población de los territorios de A.- El Castillo (La Laguna); B.- Los Casares (San Pedro Manrique); C.- Numancia. 161 La segunda Edad del Hierro 5.1.4. LAS RELACIONES EN EL PAISAJE Las relaciones que se establecieron entre las personas independientemente de su procedencia fueron diversas y polifacéticas, tanto en los tipos como en las escalas. En este apartado, nos vamos a centrar en las relaciones de poder que se dieron entre las diferentes ciudades-estado del Alto Duero y las redes de vínculos e interrelaciones que tuvieron lugar entre los habitantes de los territorios. 5.1.4.1. Relaciones de poder entre ciudades Los centros de poder a escala paisaje van a ser los centros urbanos donde se sancionan las normas, negocian y deciden las políticas llevadas a cabo en el territorio y las relaciones con los vecinos. Debieron existir diferencias en la pujanza y la supremacía entre los territorios, y estás debieron hacerse patentes en la vida diaria de sus habitantes, dando lugar a múltiples tipos de relaciones entre las ciudades que abarcasen desde el respeto, al enfrentamiento o a la dominación. A partir de las referencias de los autores grecorromanos podemos percibir varios tipos de relaciones entre los territorios del Alto Duero y su entorno en el momento de la conquista de Roma. Algunos episodios narrados por los autores clásicos muestran la existencia de relaciones de solidaridad y colaboración, como el suceso de 153 a.n.e. entre Numancia y Segeda, donde los segedenses fueron acogidos por los numantinos tras la huida de su ciudad y juntos plantaron cara a los ejércitos de Nobilior (Apiano Iber. 44-45; Diodoro XXXI, 39; Floro I, 34, 3-4). También la ayuda que brindó Numancia a Lagni, que se dice de su misma etnia, y se encontraba sitiada por Pompeyo, por lo que enviaron 400 hombres a socorrerla (Diodoro XXXIII, 17), o cuando Numancia pidió ayuda a Lutia contra Escipión Emiliano y consigue las simpatías del grupo de los jóvenes, pero no así las de los ancianos (Apiano Iber. 94). También aparecen atestiguadas relaciones de hostilidad, incluso de dominación entre ciudades, como es el caso de la ciudad de Malia que se encontraba sometida por un grupo militar de numantinos que controlarían la ciudad y cuyo final fue trágico, ya que cuando se acercó el ejército de Pompeyo, los habitantes de dicha ciudad asesinaron a los numantinos y se entregaron a Roma (Apiano Iber. 77). Observamos como la práctica totalidad de las referencias sobre las relaciones de las ciudades en las segundas Guerras Celtibéricas de la zona están referidas a Numancia, lugar en el que se centra gran parte del conflicto, posiblemente por la intencionalidad de los autores a la hora de justificar el esfuerzo bélico y su conquista. Las relaciones de poder entre las diferentes comunidades también debieron estar influidas por el tamaño de las comunidades, los territorios y sus capacidades, siendo considerados los territorios de cada ciudad, la cantidad de espacio que una comunidad pudiese controlar. Materialmente este poderío podríamos observarlo por el tamaño de su población, como explorábamos en el apartado anterior, y las dimensiones e instalaciones de las ciudades que son, quizá, la evidencia material que ha perdurado más clara. 162 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero 5.1.4.1.1. “Numancia, que era la ciudad más poderosa” De este modo se refería Apiano (Iber. 46) a Numancia y los numantinos, como la comunidad más poderosa de la tribu de los arévacos. Sobre esta afirmación podemos hacer una doble lectura. En primer lugar, puede ser entendida como el afán de los autores grecorromanos por justificar la guerra, ensalzando y empoderando al contrincante para aumentar el valor de su gesta. Los sucesos de Numancia tuvieron una especial relevancia dentro de las segundas Guerras Celtibéricas, también conocidas como la Guerra de Numancia, ya que Roma centró su potencia bélica e invirtió esfuerzos, hombres y recursos para terminar con esta comunidad. Pero, por otro lado, quizá aquellos que narran la historia hubiesen percibido algo distinto sobre este grupo, más allá de la ferocidad de sus combatientes, si así fuese habríamos de ser capaces de observar algún tipo de reflejo material de este supuesto poderío. Su patrón de asentamiento es ciertamente singular. De entre todos los territorios, es el más extenso, tanto si atendemos a distancias en línea recta como en costes. Además, si nos fijamos en los asentamientos subsidiarios de esta ciudad, son los que mayores dimensiones presentan, especialmente el caso de tipo “poblado”, ya que aunque en todo el Alto Duero encontramos sitios dependientes, en ningún otro territorio alcanzarán la envergadura de los del territorio de Numancia, y en algunos casos ni tan siquiera las capitales de otros territorios presentan tales dimensiones. No conocemos la fecha concreta de la llegada de Roma al Alto Duero, pero uno de los sitios clave que puede arrojar luz sobre este hecho son los campamentos de la Gran Atalaya (Renieblas). El investigador alemán A. Schulten (1914, 1945) realizó numerosas intervenciones entre 1905 y 1912 en Renieblas, y propuso la existencia de cinco campamentos superpuestos que vinculó con las campañas históricas narradas en los textos clásicos, estableciendo equivalencias entre los restos materiales y las tropas comandadas por Catón (195 a.n.e.), Nobilior (154-153 a.n.e.), Mancino (137 a.n.e.), Pompeyo (75 a.n.e.) o Sabino (75-74 a.n.e.). Numerosos son los interrogantes que actualmente giran en torno a estos campamentos. El que nos afecta en este apartado es su inicio, para establecer algún vestigio material testigo de la llegada de tropas romanas a la región. A. Schulten lo atribuye a Catón, basándose en que el nombre de la ciudad de Numancia queda recogido en el título de uno de sus discursos a sus tropas, del que sólo se conservan dos fragmentos recogidos por Aulo Gelio (16, 1, 3). Pero esta cita, no parece convencer a varios especialistas que sugieren que pudiese estar alterada por fuentes tardías (Jimeno y Martín 1995, 185; Jimeno 2002: 163; García Riaza 2006: 83). Pero, en una reciente revisión de los hallazgos numismáticos documentados en Renieblas, Alicia Jiménez (2014) estudia un conjunto de 140 monedas pertenecientes a los campamentos I a IV, para las que concluye que se trata de una colección bastante homogénea, donde el 87% del conjunto fueron acuñadas entre fines del siglo III e inicios del II a.n.e., refiriéndose tanto a los ejemplares de plata como de bronce. Además, el conjunto presenta un buen estado de conservación, lo que implicaría que dejaron de circular en un momento relativamente cercano a su acuñación. Al mismo tiempo, relaciona los hallazgos monetarios con los materiales estudiados por Martin Luik (2002) como fíbulas de tipo La Tène 163 La segunda Edad del Hierro antiguo, lucernas Ricci B y Deneauve XIII, fragmentos de cerámica campaniense A antigua o ánforas grecoitálicas y Dressel 1A, fechados en el siglo II a.n.e. y que relaciona con la campaña de Catón. Todos estos datos apuntarían el inicio de la secuencia de los campamentos en Renieblas a inicios del siglo II a.n.e. Fig. 54: Asentamientos del territorio de Numancia y la situación del campamento romano de la Gran Atalaya (Renieblas). El campamento de Renieblas se sitúa en el corazón del territorio de Numancia, en el interior de la frontera de hitos fortificados que supone los asentamientos de tipo “castillo”, y separado de la ciudad por tan sólo por 8 km. El establecimiento de esta estructura militar romana tuvo que influir enormemente en la vida de sus habitantes, dando lugar a un reordenamiento del poblamiento que había hasta la fecha. Previamente, hemos comentado que los asentamientos rurales serían la forma de poblamiento más recurrente y recordemos que sus funciones se relacionan con la explotación agrícola y ganadera de las tierras, por lo que serían vulnerables a las amenazas externas, ya que carecían de cualquier tipo de elemento defensivo. Así, con el establecimiento del campamento de la Gran Atalaya, algunas de estas aldeas debieron ser abandonadas. Entre ellas, destaca el caso de El Cotillo (Renieblas) (Luik 2002), 164 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero bien documentado por Schulten en sus trabajos en los campamentos, y muy posiblemente el Cerro de Utrera (Ventosilla de San Juan), que se encuentra a escasa distancia entre Numancia y Renieblas. Ambos pudieron ser testimonios claros de movimientos y reestructuraciones de la población a la llegada de Roma a la región, donde se abandonaron estos sitios en favor de otros más seguros. Al mismo tiempo, habría tenido lugar una fortificación de los asentamientos clave o una mejora de los sistemas defensivo en pos de la seguridad y la protección contra el invasor, propiciando una progresiva militarización del territorio a lo largo de algo más de 50 años. Sitios como Los Villares de Ventosa de la Sierra, Los Castellares de Aldealices y los del Cerro de Ontalvilla de Carbonera de Frentes están dotados de potentes elementos defensivos, donde el más complejo es el Cerro de Ontalvilla por la muralla y los dos fosos excavados en la roca que presenta su acceso principal. Así, como la propia ciudad de Numancia que cuenta con una remodelación en el trazado de la muralla en la puerta norte con la que se reforzaron los puntos débiles y las citas de Apiano (Iber. 76) que indica la existencia de un único camino de subida al enclave, protegido por zanjas y empalizadas. Estos centros secundarios y la ciudad debieron ser los focos de refugio de la población durante el enfrentamiento contra Roma, proporcionando protección a los habitantes de la tierra en los momentos difíciles. A la luz de los datos actuales, tan sólo podemos esbozar algunos matices de este proceso, pero en un futuro, excavaciones más minuciosas y detalladas podrán arrojar más luz sobre estos acontecimientos históricos y, quizá, la apreciación de Apiano sobre Numancia pueda estar fundada en la observación de sus predecesores de las construcciones del paisaje. 5.1.4.2. Relaciones dentro de los territorios La tupida red de relaciones tejida entre las personas que vivían en los diferentes asentamientos dispersos por los territorios de las ciudades fue el verdadero aglutinante de las identidades regionales. Han sido numerosos los modelos propuestos para entender el flujo de dichas interacciones sociales desde la paradigmática propuesta de S. Frankenstein y M.J. Rowland (1978). Autores como A. Ruiz y M. Molinos (2013: 359) surgieren para las sociedades del Alto Guadalquivir tres tipos de relaciones fundamentales: las parentelares que englobaban niveles como la familia, el parentesco, el linaje, la tribu o la etnia; las vecinales relacionadas con la aldea, la ciudad, el pagus (área rural), la provincia o la nación; y las corporativas como la unión comercial, el equipo de trabajo o la compañía. Especial énfasis en las relaciones vecinales y la reciprocidad que conllevan, lo encontramos en los textos de J.F. Torres Martínez (2014) o R. Karl (2015: 29-30), así como la importancia de relaciones familiares, reales o imaginadas, como principios organizadores de la sociedad (c.f. Karl 2008, 2015). Pero cómo fluyen estas relaciones respecto a los territorios y el funcionamiento de los mismos ha sido una cuestión menos explorada. M. Almagro Gorbea y C. Almagro Vidal (2012) propusieron una organización cuatripartita del territorio entre los celtas, a partir de sus concepciones cosmológicas, basándose en la figura de las cuadrillas que aparecen documentadas en las fuentes medievales. Aunque son entidades como los pagi de Centroeuropa, las que nos permiten aproximarnos mejor a 165 La segunda Edad del Hierro estas cuestiones. Estos han sido denominados como entidades sub-étnicas con cierta capacidad de acción en lo político y lo militar, formados por varias familias extensas compuestas de diversas casas dispersos por los territorios, cuya reunión daba lugar a las ciudades galas (Fernández Götz 2014a, 2014c). Estas entidades de organización transversales rebasaban los límites espaciales, habrían regulado el flujo de relaciones entre los habitantes del enclave urbano y los diferentes asentamientos subsidiarios de un territerio. Existen numerosos ejemplos de mecanismos de organización similares, tanto en grupos actuales como en ejemplos históricos, que nos pueden ayudarnos a entender mejor el nexo entre el parentesco, las ordenación social y la tierra. Desde la antropología, se documentan las estructurras de organización social de los LoDagaba, un grupo que habita en la frontera entre Burkina Faso y Ghana (Goody 1957, 1969), cuyo modelo patriarcal presenta una marcada diferenciación entre los linajes del padre y madre que engloban diferentes capacidades y atributos. En este caso, nos interesan los roles del clan del padre, sobre el que se sustentan las competencias sobre la tierra y sus miembros, quienes nunca residen en localizaciones contiguas en el paisaje, sino dispersos por segmentos determinados de las tierras que pertenecen a su patrilinaje. También durante la Edad Media, registramos una interesante relación entre la tierra y sus habitantes en las Comunidades de Villa y Tierra de la Extremadura castellana entre los siglos XI y XII, especialmente la de Soria. Estas comunidades se basaban en una estructura polinuclear, donde las personas y el espacio quedan agrupados en “collaciones”. Dichas collaciones son estructuras sociales y familiares, claves en la vida política, social y religiosa, tanto de los núcleos rurales como del urbano. Cada collación estaba formada por grupo de parentesco, de afinidad cognaticia, unido mediante lazos de sangre, pactos o acuerdos (Asenjo 2012, 1999: 132-135). Cada una contaba con unos determinados territorios adscritos que conforman la tierra y cuyo espacio de reunión es la villa. Así, cada una de estas entidades contaba con una serie de aldeas bien distribuidas por todo el territorio, por lo general, entre 6 y 8, combinando los diferentes aprovechamientos, calidades del suelo y recursos, de modo que la subsistencia del grupo familiar quedase garantizada. En lo que a la villa respecta, las collaciones construyeron “barrios” como reflejo material de cada una de estas entidades de parentesco, formadas por una pequeña reunión de casas, una parroquia y un cementerio (Asenjo 1999: 46-49; Asenjo y Galán 2001: 322). La villa era el lugar de encuentro entre los miembros del grupo familiar y entre los de las diferentes collaciones. Era el espacio de socialización, donde tenían lugar las bodas y entierros, las fiestas religiosas o las decisiones del concejo. María Asenjo (1999: 49) recoge como en las fiestas de San Juan, en el solsticio de verano, los habitantes de la tierra de la comunidad de Soria iban a la villa, en la que establecían su residencia durante un determinado periodo de tiempo. Construían tiendas o casas con materiales perecederos, llevando consigo sus rebaños y otros bienes. Esta reunión anual daba lugar al fortalecimiento de los vínculos familiares y sociales, convirtiéndose en el momento propicio para realizar intercambios, negocios, pactos y nuevos lazos de matrimonio. 166 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Así, el aspecto material que presentaría la villa de Soria era un recinto murado de unos 4.000 m. de perímetro que rodeaba los treinta y cinco “barrios” cada uno con su parroquia y cementerio, más la Colegiata de San Pedro. El recinto comprendía una extensión de más de 100 ha., cuyas dimensiones permitirían dar cavidad a todos los habitantes de la tierra en momentos de necesidad (Asenjo 2012). La villa era, por lo tanto, el centro simbólico, núcleo de la autoridad social y religiosa, donde residen los restos de los antepasados y el poder en manos de alcaldes y jueces electos entre los miembros de las collaciones y los caballeros villanos. En la dinámica de las relaciones entre los habitantes de los diferentes asentamientos de los territorios y sus capitales debieron existir y compartir una serie de vínculos de diferente naturaleza, en los que el parentesco debió jugar un papel fundamental como principio organizador y cuyas evidencias materiales trataremos de observar más adelante en la configuración de los espacios domésticos y funerarios. Por ello, ejemplos de entidades transversales de organización social cercanas en el tiempo como fueron los pagi de la Europa Templada, o lejanas, como las collaciones medievales o los patriclanes de los LoDagaba, pueden ilustrarnos y ayudarnos a entender como los vínculos familiares, la tierra o la herencia están intimamente entrelazados. 5.1.5. LA IDENTIDAD EN EL PAISAJE “Where one was defined who one was” M. Giles (2007: 242) Cuando nuestras abuelas y abuelos alzaban los ojos sobre los entornos de sus pueblos, no sólo veían un paisaje más o menos bonito según los términos estéticos de un profano. Ellas y ellos observaban un paisaje construido e integral, donde conocían las claves para leer los aspectos simbólicos a través de una serie de hitos -ermitas, rutas de peregrinación para ir a las romerías, manantiales curativos o peligrosos y sitios infernales a los que era mejor no acercarse-, observaban un paisaje político con una serie de límites administrativos y de propiedad de la tierra -a quién pertenecía los terrenos o la gestión administración de la misma-, y conocían su valor económico –los diferentes aprovechamientos, qué tierras eran las buenas o malas, dónde localizar determinados recurso-. El paisaje era parte de sus vidas, ya que dependían de él para su supervivencia diaria. Era, en definitiva, una materialización de sus formas de vida y su modo de pensar que les hacía actuar y sentir de una forma determinada cuando se enfrentaban él. Cómo sentía o entendía una persona de la segunda Edad del Hierro un paisaje, son cuestiones que nos llevan a preguntarnos por el papel de los marcadores, límites y elementos simbólicos que han quedado en los paisajes actuales, en ocasiones carentes de significados, otras con una conciliación entre las mentalidades de antaño con las actuales. Estos hitos o fronteras son cruciales para entender la construcción de los paisajes y las ventajas o limitaciones de una persona a la hora de transitar por los diferentes espacios y los significados asociados a los mismos. Los paisajes de la Edad del Hierro estaban perfectamente definidos en sus diferentes facetas: simbólicas, sociales, políticas o 167 La segunda Edad del Hierro económicas, por mencionar sólo algunas de ellas, así en este apartado vamos a explorar los elementos materiales que se han podido documentar en este sentido. 5.1.5.1. Las ciudades como referente de la identidad Las ciudades fueron el reflejo material de la identidad comunitaria a nivel del territorio. Su alma eran los espacios de reunión que permitían a todos sus miembros crear un nexo de pertenencia a esa comunidad, tanto a nivel social y civil, como espiritual y religioso, materializados en los espacios de reunión de las asambleas o consejos y en los espacios religiosos, donde residía la divinidad tutelar que velaba por el bienestar y la salvaguarda del grupo, quien cuidaba del buen hacer de la asamblea, sancionaba las decisiones y velaba por la justicia en los intercambios. 5.1.5.1.1. La biografía del lugar. Lugares con memoria El antropólogo Anthony Cohen (1985) señalaba que las comunidades son construcciones simbólicas. Éstas cuentan con una serie de símbolos con significados semánticos que los miembros de la misma son capaces de interpretar, por lo que no sólo las características físicas de los enclaves primaron en la elección del lugar en el que se construyeron, sino también toda una serie de elementos simbólicos relacionados con la percepción y la memoria. Ya mencionamos previamente las palabras de Frodsham, Hedley y Young (2007: 260) en lo que se refiere a la elección de los enclaves de los hillforts de la zona de los Cheviots (Northumberland, Reino Unido) y cómo su localización fue decidida varias generaciones antes de la construcción de las murallas. En el Alto Duero también fue determinante la biografía de los paisajes. La construcción de los sitios se fundamenta en la memoria, como ya vimos en la primera Edad del Hierro con la elección del lugar sobre el que se extiende el cementerio de Carratiermes, un poblado de la Edad del Bronce, o la propia ciudad de Termes, que se levantará sobre el poblamiento de la etapa previa y se construirá un templo poliádico sobre una cabaña de la etapa previa. También para el caso de la ciudad de Numancia, me parece clave el relato implícito en el paisaje, por la importancia y peso que hubo de tener a la hora de elegir el enclave como lugar central del territorio en el momento de la fundación. En el entorno de la ciudad se han documentado diversas evidencias de poblamiento desde época neolítica en el cerro de la Muela y en localizaciones cercanas como Peña Redonda y Saledilla. También aparecieron cerámicas campaniformes en El Molino de Garrejo y el Pozo de San Pedro. Mientras que en Valdelilo, La Dehesilla, El Castillejo y La Vega las ocupaciones previas se fechan en Calcolítico-Bronce Antiguo y ocasionalmente en la primera Edad del Hierro (Taracena 1941; Morales 1995; Fernández Moreno 1997) (Fig. 55). En el caso del cerro de La Muela, sobre el que se construirá Numancia, las evidencias más antiguas datan del Neolítico Final, con presencia de materiales de fechados en el Calcolítico, la Edad del Bronce y el inicio de la primera Edad del Hierro, por lo que suponemos diferentes periodos de ocupación sin 168 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero continuidad material entre ellos, pero sí en la memoria de sus actores. Las intervenciones de los últimos años han permitido documentar varios tramos de zanjas bajo la muralla celtibérica, pertenecientes a antiguas empalizadas de madera que delimitarían algún tipo de actividad: habitación, culto…. (Fig. 56) Uno de los tramos fue documentado bajo las casas romanas de la parte norte que aprovechan el bancal formado por la antigua muralla celtibérica para su construcción. El otro se encuentra en la puerta norte, bajo un tramo de la muralla, del que sólo se ha podido documentar un tramo que coincide el espacio de la puerta de acceso a la ciudad. En esta zona se pudo obtener una datación de C14 con una fecha de en torno al siglo IX a.n.e. y en cuyo interior, se documentaron restos de carbones y fragmentos de cerámicas incisas y excisas de tipo Redal (Jimeno et al. en preparación) que coinciden con otros materiales estudiados J.J. Fernández Moreno (1997: 118-119). Fig. 55: Sitios del entorno de Numancia a lo largo de diferentes periodos. L. Larsson (2010: 178) afirmaba que la memoria puede ser construida de múltiples formas, pero que una de las más evidentes era mantener las estructuras relacionadas con el ritual o las prácticas ceremoniales, lo que permitía unir el orden mental con una construcción material específica, tal y como documentaba para el caso de Uppåkra, al sur de Suecia, con una ocupación continuada desde época prerromana hasta los vikingos, del 100 a.n.e. hasta el año 1000. También entre los oppida del La Tène Final en Centroeuropa, se documentan ejemplos parecidos que tienen su origen en espacios sagrados, frecuentados anteriormente y relacionados con actividades de culto y/o asamblea, como es el caso de 169 La segunda Edad del Hierro Manching, Titelberg, Cournay-sur-Aronde, Corent o Bibracte entre otros (Fernández Götz 2013b: 140- 141). Fig. 56: Localización de las evidencias de zanjas del Bronce Final – I Edad del Hierro en Numancia. En estos lugares se celebra la memoria colectiva de la comunidad, los mitos de fundación son reproducidos a través de rituales, cultos y reuniones de diferente cariz (Fernández Götz y Roymans 2015; Derks y Roymans 2009; Gerritsen y Roymans 2006). La biografía del lugar es, por tanto, fundamental a la hora de construir identidades colectivas, para crear o potenciar el sentido de pertenencia de sus miembros y para la negociación de los límites de la misma. 5.1.5.1.2. Lugares de reunión: Asambleas/Consejos Los espacios públicos de reunión de los diferentes grupos sociales que componen la comunidad aparecen mencionados por los autores clásicos, como es el caso de Belgeda (Apiano Iber. 100). También una cita de Plutarco (Vidas Paralelas VI, 6) ha sido interpretada por A. Jimeno (2011: 261) como referencia al espacio de la asamblea, donde el cuestor Tiberio Graco, que estaba en la campaña del cónsul Mancino, acude a la ciudad de Numancia con tres o cuatro “amigos” para rogar que le devolviesen las tablillas de cuentas de su cuestura que le habían arrebatado los numantinos cuando tomaron su campamento, por lo que las palabras “llamó afuera a los magistrados” son entendidas haciendo referencia al edificio en el que estaban reunidos. En la ciudad de Termes, hay un espacio que ha sido interpretado como un lugar para la reunión desde que Blas Taracena (1934: 229, 1941: 107) lo propuso, descrito como una cávea irregular orientada hacia el sur y tallada en la propia arenisca sobre la que se alza la ciudad. En su extremo oeste y bajo el graderío, se abre una cueva natural de 9,90 m. de boca y pequeñas dimensiones, a la que se accede 170 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero rebasando un escalón y, en su interior, hay una piedra “de sacrificios” que se comunicaba con tres piedras acanaladas. Esta cueva fue excavada por I. Calvo (1913: 380) quién encontró al fondo de la estancia varios cuernos de bóvidos, huesos de ciervo y varias herramientas de hierro, como hojas de cuchillo y hachuelas. Entre la entrada de la cueva y las gradas, Calvo identificó otra piedra con una canalización que termina en un orificio tallado de 20 cm. Finalmente, J.L. Argente (1992: 97-102) efectuó sondeos en la parte central del graderío, donde observó que la roca natural aflora a poca profundidad y, de nuevo, documentó cuernos y huesos de ciervo. M. Almagro Gorbea y A. Lorrio (2011: 157-158; Almagro Gorbea 1994: 40) proponen que la estructura es un edificio para albergar las asambleas urbanas y otras reuniones rituales, que contaría con la presencia de una cueva sagrada y los materiales rituales registrados por I. Calvo, donde su localización junto a la puerta de la ciudad le otorgaría un carácter de santuario de entrada. Otros autores como S. Martínez Caballero y J. Santos Yanguas (2005: 694) catalogan el conjunto como un edificio romano de los siglos I a.n.e. y I n.e. relacionado con el desarrollo de actividades lúdicas al aire libre, cuya solución arquitectónica es fruto del acondicionamiento a la topografía, donde la superficie está tallada a modo de anclaje o cimiento para otras estructuras y los canales corresponderían al drenaje interno del edificio. En ambos casos, hemos de tener en cuenta que las características de la estructura y la difícil adscripción de los materiales hacen complicada la atribución cronológica y el uso del conjunto. Las asambleas y las ceremonias serían eventos fundamentales en la negociación colectiva. En enclaves como los oppida tréveros o sitios como Kessel/Lith o Empel, se hace evidente la necesidad de esos espacios en los que la comunidad se reúne y toma parte en las actividades de reproducción social y biológica del grupo. En ellos, los habitantes de la tierra se concentran en un punto determinado en momentos concretos del año coincidiendo con alguna fiesta, festival o en repuesta a unas circunstancias concretas (Fernández Götz y Roymans 2015), donde tendrían lugar comidas públicas, con sacrificios de animales y libaciones, que dejaría su huella material como en el caso de los huesos de animales que quedan en Titelberg, Ferques o Acy-Romance; o el gran número de ánforas vinarias de Corent o Lyon (Fernández Götz 2011: 141) o los huesos de Termes en la cueva del graderío y en el graderío, o las piedras con las canalizaciones de las que habla Calvo. Es reseñable el caso del oppidum de Corent, por la buena documentación material que ha perdurado de este tipo de actividades. En la parte superior del sitio comparten espacio elementos sacros y civiles, en el que se identificó un espacio vacío de unos 5.000 m². rodeado por varias estructuras que serían el centro de la vida social del sitio. El lugar de la asamblea ha podido ser documentado por una estructura de madera semicircular que posteriormente, en época romana, se traduciría en un teatro de piedra. Ésta se sitúa junto al santuario, en torno al que se desarrollaba la vida artesanal y comercial del enclave y el territorio (Poux 2014: 160) (Fig. 57). N. Roymans (2009: 232) señalaba este tipo de eventos como uno de los principales medios para definir la pertenencia a un colectivo, donde los banquetes rituales y las reuniones en lugares de culto comunales jugaban un papel primordial en la interacción social y mediante el consumo colectivo de alimentos y bebidas rituales, eran creadas, mantenidas y reforzadas poderosas redes de relaciones. 171 La segunda Edad del Hierro Fig. 57: Reconstrucción del espacio central del oppidum de Corent (Poux 2014: Fig. 14.3). M. Fernández Götz (2014d: 120, 2013: 141, 2011: 142) compara este tipo de reuniones con los óenacha de la Antigua Irlanda y las Thing de Escandinavia, por lo inspirador del tema en relación con las asambleas de las ciudades. Los óenacha eran reuniones de masas que tenían lugar en fechas concretas del año, en las que se reunían los representantes de un túath o de una Provincia-Reino. La celebración se componía de numerosas facetas, desde actividades lúdicas, recreativas y festivas con música, juglares, comida, bebida, juegos, deportes,…; acciones legal-administrativa (leyes, tasas, impuestos, promulgación de ordenanzas o juicios entre clanes o individuos…); transacciones económicas de compraventa de animales, mercancías…; hasta rituales (ceremonias, recogida de agua en manantiales sagrados, fuegos ceremoniales, recitación sagas, celebración hechos gloriosos con procesiones,…). Todos ellos con un sentido integrador, donde las personas que vivían dispersas en el ámbito rural tenían oportunidad de encontrarse, repartir, conocer, intercambiar conocimientos o acordar matrimonios. A las Thing de Escandinavia acudían los hombres libres y se celebraban al aire libre de modo regular, aunque también se podían hacer por necesidades específicas. Se trataban asuntos de leyes y tomaban decisiones políticas, se resolvían las diferencias, acompañado de ritos religiosos públicos y actividades económicas. Similar al caso de las fiestas de San Juan en la Comunidad de villa y tierra de la Soria medieval que anteriormente comentamos. 172 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero 5.1.5.1.3. Espacios de culto La religiosidad y su ritualidad revestían todas las facetas de la vida. Los espacios de culto debieron ocupar un lugar central en las ciudades y otros referentes de la identidad, como ocurre en Atenas, Argos, Tarquinia, Roma, Vulci o Veyes, donde el proceso de sinecismo poblacional se realiza en torno a un sitio de culto previo. Lugares de culto en el corazón de agregaciones de población son frecuentes en los enclaves del Mediterráneo y la Europa Templada, y empiezan a serlo también en la Península Ibérica con ejemplos como el altar rupestres y la sauna ritual de Ulaca (Ruiz Zapatero 2005), el altar de Castrejón de Capote (Berrocal 1994) o la plataforma monumental de Segeda (Burillo et al. 2014). Fig. 58: Planta del templo poliádico de Termes (Almagro Gorbea y Lorrio 2011: Fig. 77). Termes es el mejor ejemplo de esta evidencia en el Alto Duero, ya que se han documentado las estructuras un templo poliádico construido sobre los restos de una cabaña de la primera Edad del Hierro (Almagro Gorbea y Lorrio 2011: 137-146). Es un templo de planta rectangular, de una extensión aproximada de 100 m²., cuya nave principal queda dividida en dos por un escalón tallado en la arenisca. Los autores relacionan la estructura del templo con la de una casa. Presenta también un banco corrido en una de las paredes y la posibilidad de que existiese otro gemelo en la pared opuesta que no se ha conservado, así como la presencia en la parte central de un hogar/altar. Éste habría sido clave para relacionarlo con un santuario de tipo gentilicio, similar a los de la zona mediterránea, donde se 173 La segunda Edad del Hierro celebrarían ritos de convivialidad y banquetes colectivos de corte heroico. Aunque según J. Mangas, S. Martínez Caballero y A. L. Hoces de la Guardia (2013: 339), la dedicación del templo sería a una deidad plurifuncional, no heroica. Junto al templo, los autores observan una peña que denominan “onfálica” en el lugar más elevado de la ciudad y que se asocia a una fosa rectangular, interpretada como un lacus o bothros (Almagro Gorbea y Lorrio 2011: 147-150). Otros autores se han referido a esta peña como pozo ritual, junto al que destacan dos pequeñas cuevas a las que se han atribuido rituales de tipo oracular o iniciático, donde se realizarían vaticinios como los de la fatidica puella que narra Suetonio en su biografía de Galba (IX, 2) (Mangas et al. 2013: 339). Estos elementos posiblemente serían los del culto original del enclave, que se habrían monumentalizado durante la fase urbana (Almagro Gorbea y Lorrio 2011: 150). El santuario de Termes estaba dedicado a Teutates, el dios de la tribu o padre del pueblo, como sugiere su etimología. Este epíteto hace referencia al Héroe Fundador, que sería la máxima divinidad protectora de sus descendientes, ya fuesen un grupo gentilicio o una etnia. Era el dios tutelar y el protector de los pagi y las ciudades, quien protegía a su pueblo en la guerra y en la paz, salvaguardaba la prosperidad de la comunidad y sus tierras, garante de las leyes que él mismo les había otorgado, favorecía la fertilidad, la artesanía y el comercio (Almagro Gorbea y Lorrio 2011: 269-282; Fichtl 2004: 157-158). En la Galia, Teutates era probablemente la divinidad más venerada con relación a los mitos de origen y frecuentemente fue asimilado a la figura romana del dios Marte. En el caso de los tréveros, es algo revelador porque Lenus Mars es la principal divinidad, materializado en una fuerte concentración de estelas galorromanas con esta advocación en el área (Fernández Götz 2011: 141). 5.1.5.1.4. Símbolos en el territorio: las murallas Durante mucho tiempo, la existencia de fortificaciones en torno al núcleo urbano ha sido característica definitoria de los oppida. Pero en los últimos años y a la luz de estudios como el de T. Moore y C. Ponroy (2014) sobre los núcleos de asentamiento sin fortificar del La Tène Final en la Galia, parece que estas edificaciones no son característica imprescindible para que estos núcleos ejerzan como lugares simbólicos, políticos y administrativos para la comunidad de un territorio. En el caso de las ciudades del Alto Duero, en la mayor parte se han documentado murallas, a excepción de Arekoratas y El Escorial (La Vid). La primera de las excepciones puede estar relacionado con la fuerte modificación de sufrió el sitio tras la urbanización de la ciudad romana, ya que no somos capaces de detectar el trazado de la ciudad celtibérica, y el segundo, por la escasa documentación con la que contamos del enclave. Las características técnicas de las defensas de los principales núcleos de población de los territorios presentan, de nuevo, un marcado carácter regional, con diferentes soluciones constructivas y materiales dependiendo del entorno. Así, sabemos que las murallas de Numancia estaban formadas por un amplio zócalo de piedra y un recrecido formado de maderas y tapial o adobe, mientras que las murallas de Las Eras (Ciadueña) del siglo I a.n.e. estaban construidas con tapial (Tabernero et al. 2014). En ocasiones, no completan toda la circunvalación del sitio y sólo construyen determinados puntos 174 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero estratégicos, adaptándose a la topografía y a las necesidades morfológicas del relieve, como es el caso del complejo de Los Castrillos (Peñalba de Castro), donde sólo se aprecian restos de muralla entre el Alto del Cuerno y El Salterio (Sacristán 2007: 73), o el Cerro Somosierra (Sepúlveda) (Barrio Martín 1989) y Cerro de la Sota (Torreiglesias) (Barrio Martín 1989; Gallego 2014) que sólo presentan defensas en la parte más accesible al emplazamiento, ejemplos similares a los oppida centroeuropeos de Gondole, Gergovia o Heidengraben. Fig. 59: Muralla y puerta norte de Numancia (Fotografía del Equipo Arqueológico de Numancia). I. Ralston (2010: 71) entendía las fortificaciones como creaciones deliberadas diseñadas para simbolizar la importancia del espacio que estaban cerrando, mediante el consumo conspicuo de materias primas, y es que enormes cantidades de piedra, madera, clavos, barro y esfuerzo humano fueron necesarias para erigirlas. Pero si como decía G. Woolf (1993: 232), su propósito era reforzar la identidad de grupo más que una necesidad de defensa real, el proceso debió ser al menos tan importante como el resultado final, por lo que nuevamente las fortificaciones son una pieza clave en la construcción de la identidad comunitaria. El proceso de construcción y reparación de las mismas hubo de llevarse a cabo mediante el trabajo conjunto de todos los miembros de la comunidad, posiblemente en el marco de los work party feast, con implicaciones similares a las que detallamos para la primera Edad del Hierro. La construcción independiente por parte de las comunidades territoriales daría respuesta a la variabilidad regional de las fortificaciones, en cuanto a su composición y forma, y al buen conocimiento de los constructores de los materiales locales. Sus conocimientos adquiridos por la tradición constructiva autóctona se verían enriquecidos por los miembros que hubiesen estado en tierras extranjeras o por los viajeros y comerciantes que llegarían a la zona. Un buen ejemplo del intercambio 175 La segunda Edad del Hierro de ideas entre regiones y su plasmación en las construcciones defensivas es el caso de las murallas del El Castillo de Ocenilla, excavado por Blas Taracena (1932), con módulos de diseño mediterráneo, ejemplo único de la Celtiberia (Fig. 60). Fig. 60: El Castillo de Ocenilla (Taracena 1932: Lam. XXVIII). J. Collis (2010: 31) cuestionaba si las murallas habían sido construidas en un solo evento o, si por el contrario, presentaban una actividad periódica que podía observarse mediante las remodelaciones y las actividades de mantenimiento de las estructuras, como es el caso de Heuneburg o Gergovia. En nuestra zona, se han podido documentar dos eventos de remodelación del trazado de las murallas. En el poblado del Alto Jalón, Castilmontán (Somaén), la construcción de torreones como refuerzo de la muralla (Arlegui 1992) y en Numancia, donde en los trabajos de M. González Simancas ponen en relieve un antemuro delante de la puerta norte, pero recientes excavaciones han sacado a la luz que se trata de una remodelación del trazado llevada a cabo durante la vida de la ciudad. La antigua muralla presentaba la misma técnica constructiva y unas dimensiones algo más modestas en comparación con la más moderna y finalizaría en una puerta más simple y menos protegida. De esta fase más antigua, se pudieron extraer muestras de C14 con unas fechas en torno a inicios del siglo III a.n.e. por lo que prueba su pertenencia a uno de los momentos más antiguos de la ciudad (Jimeno et al. en preparación). Así las labores de remodelación de las estructuras representan una mayor inversión de recursos y logística que las tareas de mantenimiento requerirían, lo que podría haberse traducido en la competición y ostentación de determinados grupos sociales de la riqueza y el poderío. 176 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Fig. 61: Remodelaciones en estructuras defensivas: A.- Torres de Castilmontán (Somaén) (a partir de Arlegui 1992). B.- Puerta norte de Numancia: 1.- Muralla antigua, 2.- Remodelación de la puerta norte (a partir de González Simancas 1926). Por lo tanto, las murallas debieron de gozar de un importante componente simbólico en dos sentidos: por un lado, como símbolos de identidad para la comunidad que las construyó y, por otro, como medio para materializar el poder de la comunidad y el reclamo de la tierra, causando una coerción visual sobre los otros. Las murallas crean fronteras físicas en el paisaje, percibidas como algo social y político. Son elementos simbólicos y materiales que cualquier individuo ha de estar censurado para poder rebasar, como muestra la cita de Plutarco (Vidas Paralelas VI, 6) en la que los magistrados romanos de Mancino llaman a los de los numantinos afuera, para poder negociar con ellos. Por ello, entendemos que las fronteras construyen y modifican el paisaje, y los umbrales formalizan los espacios de transición (Giles 2007: 242). Encontramos numerosos ejemplos en los que se enfatizan estos umbrales mediante la monumentalización de las estructuras de acceso. En la ciudad de Uxama, Taracena (1941: 125-134) documenta la base de dos torres prismáticas y un cuerpo de guardia en la zona sur que da acceso a la ciudad desde la necrópolis de El Portugui. Termes estaba rodeada por una muralla según la cita de Apiano (Iber. 99), que sólo se han podido documentar por el énfasis constructivo de dos de sus puertas de acceso a la ciudad, la Puerta Oeste y la Puerta del Sol, excavadas en la arenisca natural. Por su parte, Numancia cuenta con cuatro puertas, dos monumentales y dos que son simples interrupciones en la línea defensiva (Jimeno y Quintero e.p.). La puerta oeste se sitúa en una zona de difícil acceso y se encuentra protegida por un torreón triangular, a la que se accedía por un camino empedrado documentado por González Simancas (1926: 11, 17). Mientras que la puerta norte, la que sufrió la remodelación, presenta la entrada en forma de codo y está protegida por dos torres y un edificio en la parte central que divide el flujo de acceso en dos corredores (Jimeno et al. en preparación) (Fig. 62). El papel simbólico de las fortificaciones estaría relacionado con la actividad religiosa y ceremonial, como se ha deducido de los fragmentos de cuerno de ciervo en la muralla de Blacos (Soria) y La Hoya (Laguardia, Navarra) (Alfayé 2007a) o los grabados de caballos en Yecla la Vieja (Yecla de Yeltes, Salamanca). En Numancia, cabe destacar la habitación adosada a la muralla que documenta M. González Simancas interpretada como un heroon vinculado a la defensa mágica ciudad, un culto 177 La segunda Edad del Hierro comunitario de carácter profiláctico (e.g. González Simancas 1926: 39; Sopeña 1995: 256-259; Alfayé 2007a). Fig. 62: Detalle de las murallas, puertas y torres de Numancia (Jimeno y Quintero e.p.: Fig. 1). 5.1.5.1.5. Ciudad: símbolos de identidad territorial Estrabón en el Libro IX (3, 5) de la Geografía detallaba la fundación de las ciudades griegas y menciona el papel de los santuarios comunes en el proceso: 178 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero “Veamos ahora cómo surgió la idea que condujo a la fundación de ciudades y a la alta estima de los santuarios comunes. Llegaron juntos hombres de diferentes ciudades y tribus, porque por naturaleza se veían inclinados a la asociación, y al mismo tiempo por la necesidad que tenían unos de otros; y se encontraron en los lugares sagrados que eran comunes por las mismas causas y en común celebraron fiestas y asambleas. Hay, en efecto, un conjunto de manifestaciones de este tipo que conducen a la amistad, comenzando por las comidas en la misma mesa, por las libaciones en común y por la convivencia bajo el mismo techo” Con la formación de las ciudades, atendemos a un proceso en el que diferentes individuos conforman una comunidad imaginada a partir de una serie de vínculos comunes que van más allá del parentesco y la familia, cuya asociación se funda en motivaciones políticas, religiosas y culturales (Lévy 1990; Domínguez Monedero 2001: 63). Sus miembros se reunen en torno a una fantasía, asentada sobre dos elementos: el primero, una vinculación emocional de todos sus integrantes como base para la identidad comunitaria, y el segundo, la elaboración de un conjunto de discursos de legitimación, en los que se garantice la supervivencia de dicho grupo, construyendo un mito como soporte para la identificación del grupo, que aporte seguridad a los miembros de la nueva comunidad (Hernando 2005: 117). Como hemos visto, las ciudades son los centros en torno a los que se construyen las comunidades de los territorios, donde se encontraban los santuarios y los lugares de agregación que según T. Derks y N. Roymans (2009: 8) eran los elementos que fijaban a la comunidad al paisaje, donde los valores comunitarios se transmitían mediante recitales, representaciones gramáticas o rituales colectivos. Son lugares de reproducción cultural y biológica de los grupos, donde los habitantes de la población rural acudían en determinados momentos del año coincidiendo con festividades religiosas, se tomaban las decisiones políticas y administrativas, se intercambiaban bienes o renovaban alianzas, todo ello bajo el amparo de los dioses (Fernández Götz 2014c: 183, 2011: 139). El número de personas que residía en el interior de estos centros había sido anteriormente uno de los datos definitorios de este tipo de poblamiento, pero ahora va a ser poco relevante, y su papel como símbolo de identidad colectiva, lugar de agregación y punto de referencia identitario en un mundo especialmente agrícola, se alza como lo fundamental. Estas capitales son, por lo tanto, el reflejo material de esas nuevas comunidades, reflejo de las formas de pensar, sentir o identificarse de las personas que lo hicieron posible. Son las evidencias más nítidas de uno de los niveles de identidad étnica, tanto en el registro arqueológico como en las referencias de los autores clásicos. Las comunidades que conformaron cada una de las ciudades fueron diferentes sobre una base ideológica común y diferentes fueron las construcciones del paisaje que llevaron a cabo, lo que ha dado lugar a una marcada variabilidad regional en las formas de ocupación del espacio, la composición material de las evidencias y las diferentes respuestas a problemas comunes. Así, observamos como no todos los territorios ofrecen las mismas posibilidades y no todas las comunidades que los habitan son iguales. Fue necesario que cada comunidad desarrollase sus propios mecanismos de construcción de las identidades dependiendo de las características de sus miembros y sus entornos, las posibilidades de acumular riqueza y las estrategias para acumular poder. 179 La segunda Edad del Hierro 5.1.5.2. Construyendo la identidad comunitaria: el territorio Pero los lugares de simbólicos y de la memoria no se encontraban tan sólo localizados en los enclaves de las ciudades, sino dispersos por todo el territorio en forma de santuarios, nemeton o hitos dotados de contenido simbólico. Estos enclaves formarían parte de una geografía simbólica y mítica recogida en los imaginarios colectivos. 5.1.5.2.1. Santuarios extraurbanos Para la creación y fortalecimiento de identidades colectivas, también serían clave la existencia de una serie de santuarios públicos, donde en ciertos momentos del año, las gentes se congregarían con una serie de motivaciones sociales, simbólicas, religiosas e incluso económicas que fomentarían el sentimiento de pertenencia a la comunidad, tal y como ilustra Tácito para el caso de los suevos (Germania 39) o los latinos en las Feriae Latinae (Fernández Götz 2014c: 183-184). Fig. 63: Posibles lugares de culto durante la segunda Edad del Hierro. 1.- Barranco de San Cabrás (Leria), 2.- Covachón del Puntal y valle de Valonsadero (Soria), 3.- La Fuentona (Muriel de la Fuente), 4.- Blacos, 5.- Puerto de la Bigornia, 6.- Cueva bajo el graderío de Termes, 7.- Barranco del Hocico (Torrevicente), 8.- Barranco del Rus (Torrevicente), 9.- Cueva de Santa Cruz (Conquezuela), 10.- Cerro Monóbar (Almaluez). 180 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero El nemeton ha sido el sitio de culto que se ha atribuido a estas gentes y por su carácter naturalista, casi imposible de identificar arqueológicamente. En el Alto Duero, existen varios enclaves que por sus características y escasos restos materiales podrían coincidir con este tipo de enclaves simbólicos, el vado de Valonsadero y el manantial de La Fuentona. El valle de Valonsadero es un enclave de importante valor simbólico, atestiguado por el conjunto de pinturas rupestres de la Edad del Bronce hasta la relevancia que hoy posee en la tradición de las fiestas de San Juan de Soria, que coinciden con el solsticio de verano. Son escasos son los testimonios en este vado de la Edad del Hierro, aunque algunas pinturas se han atribuido a este periodo (Jimeno y Gómez Barrera 1983: 202; Gómez Barrera 1991: 267; Alfayé 2011: 164-166), carecemos de evidencias materiales que permitan respaldarlo. El caso del manantial de La Fuentona es un paraje natural afectado por inundaciones estacionales en el nacimiento del río Avión. En él, se encontró un casco de bronce en un contexto acuático, único en toda la región cultural. Parcos son los datos sobre el lugar del hallazgo, tan sólo sabemos que fue en el nacimiento del citado río, en el entorno del manantial (Jimeno et al. 2004: 262; Graells y Lorrio 2013: 154, 156). El mundo acuático ha sido entendido como un espacio liminal, un lugar de comunicación de dos mundos, por lo que el casco ha sido interpretado como una ofrenda a las aguas, residencia de divinidades y/o héroes, benerados a través de prácticas votivas como el ofrecimiento de un objeto cargado de alto valor simbólico (Graells y Lorrio 2013: 167-168). Las fuentes han sido entendidas como enclaves de actividad mercenaria por el Mediterráneo y su influencia en la creación de este tipo de cascos hispano-calcídicos evidencia un amplio conocimiento de los tipos y tecnologías de los que circulaban por la Italia meridional, por lo que esta práctica habría sido resultado del aprendizaje in situ por parte de los mercenarios (Graells 2014: 208), que además de importar la técnica y los modelos, traerían consigo ciertas liturgias. Fig. 64: Grabados del Barranco del Rus documentados por J. Cabré (1917: Lam. LV). Otros enclaves de actividad ritual lo componen las cuevas-santuario, cuyo testimonio material más frecuente son los grabados, exvotos o monedas. Estos espacios tenían carácter liminal y ponen en contacto diversas realidades, permitiendo adentrarse en una nueva geografía. Las sensaciones experimentadas tienen mucha relevancia a la hora de entrar en estos enclaves, donde se abandona el 181 La segunda Edad del Hierro espacio cotidiano/domesticado por un ambiente desconocido y potencialmente peligroso, que provoca la privación de algunas facultades sensoriales y la hipertrofia de otras, generando una profunda carga emocional (Alfayé 2013: 337, 2007b). A pesar de que la mayor parte de los testimonios materiales con los que contamos, son inscripciones o materiales que pertenecen al siglo I a.n.e. podríamos reclamar para estos sitios un significado simbólico ininterrumpido, continuado. Destaca especialmente el Barranco del Rus (Torrevicente-Lumias) donde J. Cabré realizó un calco en el que se reflejan dos guerreros enfrentados, posiblemente una escena de una monomaquia similar a la del Vaso de los Guerreros de Numancia. 5.1.5.2.2. Hitos en el paisaje Pero el paisaje construido va mucho más allá de lo religioso, retomando lo simbólico y lo político, debieron existir toda una serie de marcadores que censurasen límites y mensajes sociales. Escasas y lejanas a nuestra zona de estudio son las evidencias que nos han llegado de estos elementos, tan sólo a través de las tradiciones populares y entremezclados con la religión cristiana, como es el caso del “Canto de los Responsos”, en el entorno del sitio de Ulaca (Solosancho, Ávila). Este hito aún mantiene hoy en día un significado para las gentes del entorno que relaciona el mundo de los vivos y el de los muertos. M. Almagro Gorbea (2006: 25) lo ha interpretado como el límite del territorio controlado por las gentes del sitio, ya que se encuentra en su límite visual, así y mediante una oposición de contrarios este autor entiende que el significado de cruzar el punto que señala este marcador era la frontera entre la tierra civilizada y lo salvaje, así como un punto de unión entre el mundo de los vivos y el de los muertos. La larga tradición de creencias relacionadas con ese hito nos permite observar la reiteración del significado simbólico del enclave a lo largo del tiempo, pero no así el tipo de relación que se plantea como un dualismo cartesiano entre lo civilizado/salvaje y los vivos/muertos, ya que a lo largo del texto se ha abogado por una modelo de relaciones complejo y multidireccional para entender los vínculos entre las personas y las diferentes formas de cultura material. Un ejemplo similar serían algunos de los árboles de La Dehesa de Olmeda de Cobeta (Guadalajara) que han sido catalogados como singulares, por su longevidad y función dentro de la comunidad actual. Éstos superan los 450 años de antigüedad y en torno a ellos se llevan a cabo diferentes actividades, como repartos de los bienes generados en la dehesa; otros son puntos de encuentro y símbolos de bonanza de la comunidad; o son lugares donde reside la divinidad y tiene lugar el culto a la virgen (Arenas 2010). En ocasiones, los monumentos megalíticos se revisten de nuevos significados simbólicos siglos después de sus constructores originales. Es el caso de los menhires de la Limaña en la región Auvernia de Francia que se constituyen como elementos del paisaje simbólico junto a los santuarios prerromanos durante la Edad del Hierro (Poux et al. 2015) o algunos de los dólmenes del Noroeste peninsular que son utilizados como fronteras entre los castros de la primera Edad del Hierro (González Ruibal 2006- 182 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero 2007: 178-179). Para el Alto Duero, quizá estelas de guerrero como la de Villar del Ala que data del Bronce Final, en torno al 850 a.n.e., o los dólmenes que se encuentran a los pies del Sistema Ibérico pudieron funcionar como algún tipo de marcadores o hitos a lo largo de la Edad del Hierro. Los paisajes nunca son construidos desde cero por las sociedades, son siempre resultado y condición de lo anterior en un mundo donde el tiempo parece inmutable, las tradiciones, costumbres y creencias se transforman a un ritmo más lento. 5.2. PAISAJES FUNERARIOS Los paisajes funerarios son los paisajes de los ancestros, de la memoria, donde las personas como individuos o colectivos fundamentan sus derechos de pertenencia, materiales y simbólicos. A lo largo de la Edad del Hierro, la raigambre de estas construcciones sociales se visten de continuidades entre ambas etapas, en lo que a la localización, ritos y narrativas se refiere. Recordando lo sugerido por el marqués de Cerralbo en el capítulo previo, los cementerios se sitúan cercanos a los espacios de asentamiento, en aquellas localizaciones que acumulan la mayor cantidad de aguas, generalmente ríos o confluencias de los mismos. Por ello, las claves simbólicas debieron mantenerse entre ambos periodos, ya que no detectamos más variaciones en el ritual más allá de las diferencias materiales en la composición de los ajuares, donde se aprecia una disminución de la presencia de armas, especialmente en cementerios concretos; un énfasis en la tecnología del cuerpo y la aparición herramientas relacionadas con las actividades agrícolas y ganaderas. Para este periodo, contamos con una evidencia más amplia, como se observa en la Fig. 65, aunque con idéntica problemática a la de la etapa previa. Las diferencias regionales continúan siendo muy marcadas entre los cementerios, tanto por las ligeras variaciones en la práctica como por los objetos que predominan en los ajuares. En lo que al tratamiento del ajuar se refiere, en la necrópolis de Numancia la mayor parte de los objetos han sido inutilizados ritualmente, mientras que en Carratiermes tan sólo aparecen doblados aquellos que por sus dimensiones presentaron problemas para introducirlos en el enterramiento (Argente et al. 2001: 242), mientras que en los demás cementerios, los objetos no han sido sometidos a este tratamiento. Entre las prácticas que conciernen al cuerpo del difunto, tan sólo registramos variaciones en la cantidad de cenizas que se recogen de la pira y se introducen en la tumba, que van desde algo más de 1 kg. en Carratiermes (Argente et al. 2001: 298) a la media de los 5,73 gr. de Numancia (Jimeno et al. 2004: 439). Incluso la deposición de las cenizas es bien diferenciada, mientras que en La Yunta siempre aparecen en el interior de una vasija cerámica con tapadera, en Carratiermes varía sin una pauta que se haya podido registrar, mientras que en Numancia, no aparecen urnas cinerarias y los restos se encuentran directamente sobre la tierra. Por ello, hemos de tener presente la posibilidad de que dependiendo de la región y de las características o identidades del difunto, se utilizasen envoltorios orgánicos como telas, elementos de cestería, maderas… No en vano, en las tumbas 21, 33 y 134 de la 183 La segunda Edad del Hierro necrópolis de Herrería III se registraron evidencias de tejidos de lino y cáñamo (Cerdeño y Sagardoy 2007: 116) o la posibilidad del uso de contendores realizados con madera, como ha sugerido A. Lorrio por la presencia de clavos en las tumbas 61 y 85 de La Mercadera, a los que podríamos sumar el remache de hierro recogido en El Pradillo (Abarquero y Palomino 2007: Fig. 4-16). Fig. 65: Las necrópolis del Alto Duero durante la segunda Edad del Hierro: 1.- El Pradillo (Pinilla de Trasmonte), 2.- San Martín (Ucero), 3.- La Mercadera (Rioseco de Soria), 4.- El Cintazo (La Cuenca), 5.- Numancia (Garray), 6.- Alto de la Cruz (La Revilla de Calatañazor), 7.- Los Villares (Osonilla), 8.- Viñas del Portuguí y Fuentelaraña(Osma), 9.- La Requijada (Gormaz), 10.- Carratiermes (Montejo de Tiermes), 11.- 2.- La Dehesa (Ayllón), 12.- Necrópolis del poblado de Montejo de la Vega de la Serrezuela, 13.- La Dehesa (Carabias), 14.- Sampredros (San Miguel de Bernuy), 15.- La Picota (Sepúlveda), 16.- La Sota (Torreiglesias). Previamente hemos apuntado la discusión sobre el tipo de individuos que tenían acceso a estos espacios funerarios. Nuevamente encontramos tumbas con riquísimos y variados elementos de ajuar, a enterramientos que tan sólo contenían las cenizas del difunto como en La Mercadera, o contaban con algún objeto de adorno o cerámico como ocurre en Numancia, Carratiermes o El Inchidero. J. Álvarez Sanchís y G. Ruiz Zapatero (2001) se planteaban la localización y el papel jugado por los cementerios en el marco de los territorios, si existieron cementerios locales en los asentamientos subsidiarios o un lugar central para toda la comunidad. Bien es cierto que la mayor parte de los cementerios documentados parecen relacionados con las capitales de los territorios, pero estimaciones de población de comunidades medianas y pequeñas como es el caso de La Mercadera, Requijada de Gormaz y Las Quintanas de Gormaz, y topónimos como el de Los Cenizales a los pies de Los Villares (Ventosa de la 184 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Sierra) sobre el que algún día habrá que profundizar, parecen indicar un modelo de enterramiento de carácter local, no centralizado en la figura de la ciudad. 5.2.1. PERSONAS, LOCALIZACIONES, ESPACIOS E IDENTIDADES Los espacios funerarios a lo largo de la historia han tenido una fuerte carga simbólica, como lugar de residencia de los difuntos. Estos presentaban una clara delimitación, por lo general, con algún tipo de construcción que enfatizaba el tránsito hacia otra esfera. Poco sabemos sobre los límites de los mismos para nuestra región. Tan sólo en Numancia, se ofreció una delimitación, a partir de la aplicación de técnicas no destructivas y no se observó ningún tipo de límite construido (Jimeno et al. 2004: 39-41). Mientras que para la fase IV de Herrería en el Alto Jalón, se documentó un posible foso como frontera física y simbólica de este espacio, con abundantes materiales cerámicos y restos de fauna, entre los que predominaban bóvidos y équidos (Cerdeño y Sagardoy 2007). A lo largo de este apartado, vamos a profundizar en cómo se utilizó el espacio interior de estos cementerios, los marcadores y las distribuciones de las tumbas para trascender a sus significados. 5.2.1.1. Señalizando el espacio La presencia de hitos en determinados enterramientos, generalmente en forma de estelas, ha sido entendida de diversas maneras, especialmente relacionadas con motivaciones simbólicas y/o sociales. Así en sitios como la necrópolis de La Osera (Chamartín, Ávila), tanto la orientación de las tumbas como la disposición de los indicadores se han relacionado con elementos calendáricos o marcadores astronómicos que estarían indicando determinados hitos del calendario agro-ganadero. De modo que la posición de las cuatro estelas conservadas señalizaba cuatro eventos fundamentales para la reproducción del ganado y los cultivos, que corresponden al 1 de febrero -la lactancia de las oveja-, el 1 de mayo -inicio de la temporada de pastoreo-, la primera mitad de agosto -época de la cosecha- y el 1 de noviembre -final del año y muerte del verano- (Baquedano y Martín Escorza 2008). En otros casos, se les ha atribuido una intencionalidad social, donde la presencia de estelas en determinados enterramientos era fruto de una motivación por resaltar a un individuo determinado sobre los demás (Cerdeño y García Huerta 2001: 160). Relativo a ello, me gustaría resaltar los problemas de conservación de este tipo de evidencias, fruto de las labores agrícolas y alteraciones posteriores, que en la mayoría de los casos han tenido lugar sobre las necrópolis y han alterado nuestra capacidad para comprender los paisajes funerarios, de modo que en la actualidad, su distribución puede parecer fortuita en algunos de los casos. Dicho esto, en la necrópolis de Carratiermes, para este periodo y con documentación relativa a los individuos allí enterrados, tan sólo contamos con tres ejemplos. En este cementerio, las estelas son de dos tipos de piedra diferentes, caliza y arenisca, y no parecen asociadas a pautas de sexo o edad. Las dos estelas de arenisca acompañan a enterramientos con ajuares con armas, donde la tumba 140 correspondió a 185 La segunda Edad del Hierro un varón de 30-40 años junto con varias cerámicas a torno, un regatón, una vaina de cuchillo, un cuchillo curvo y una fíbula anular entre otros objetos. Mientras que la otra tumba es doble, nº 519, corresponde a una mujer de 40-50 con infantil de entre 1 y 2 años, acompañados de un ajuar compuesto por el único puñal de frontón hallado en esta necrópolis, una punta de lanza, un cuchillo curvo y restos de un escudo (Argente et al 2001: 62). Finalmente, la estela de caliza marcaba la tumba 404, un enterramiento doble de una mujer de entre 20 y 30 años con un individuo infantil de menos de un año y un ajuar compuesto por cerámicas realizadas a mano y a torno. En la necrópolis de Numancia tambien se documentaron este tipo de marcadores, son nueve las estelas que señalizan algunos enterramientos, coincidiendo exclusivamente con fosas marcadas con lajas verticales de arenisca hincada, cajeadas y en menor medida, delimitadas por cantos rodados (e.g. Fig. 66: Tumba 36). Cabe destacar la estela que apareció sobre la cata C, ya que aunque no esté asociada a ningún enterramiento, presenta unos 2 m. de alto (Jimeno et al. 2004: 50-53) y que podría estar marcando la localización de un determinado grupo de enterramientos o algún elemento simbólico de interés para la comunidad. Fig. 66: Tipos de estructuras funerarias de la necrópolis de Numancia (Jimeno et al. 2004: Fig. 21). 186 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero 5.2.1.2. Las agrupaciones de tumbas De nuevo, las discontinuidades espaciales son característica de estas sociedades, en este caso en lo referente a la distribución de los enterramientos en los cementerios. Dependiendo de la necrópolis, los grupos se van a disponer en concentraciones más o menos numerosas de formas irregulares. Un ejemplo tradicional es la necrópolis vettona de La Osera (Fig. 67), en la que se identificaron seis agrupaciones bien definidas y delimitadas por alineaciones de tumbas en los bordes (Baquedano y Martín Escorza 2001). Similar es la distribución de los enterramientos del cementerio de El Castillo (Castejón, Navarra) (Faro 2015), donde los enterramientos se concentran en torno a las tumbas con los ajuares más ricos y variados. Fig. 67: Agrupaciones de tumbas en la necrópolis de La Osera (a partir de Baquedano y Martín Escorza 2001: Fig. 1 y 2). La necrópolis de La Yunta (García Huerta y Antona 1992) en el Alto Jalón cuenta con interesantes datos en este sentido. A partir de la distribución de las tumbas y la composición de los ajuares podemos observar como determinados objetos, características o decoraciones en los mismos se repiten dentro de las agrupaciones, permitiéndonos identificar la materialización de algún vínculo o relación compartida entre sus integrantes. Así, en la fase IA, fechada en el siglo IV a.n.e., la necrópolis se estructura a partir de una serie de túmulos rectangulares que generalmente presentan un enterramiento en la parte central del túmulo. Éstos pertenecen a hombres de entre los 40 y 60 años, mientras el resto de tumbas se disponen en torno a dichas construcciones, destacando la situación de los enterramientos infantiles que se situaron casi tocando la fachada exterior del túmulo (tumbas 61 y 88). Entre los enterramientos de este periodo, destaca la relación material que presentan las dos mujeres de las tumbas 26 (20-30 años) y 24 (50-60 años), ya que lucen el mismo tipo de urnas cinerarias, en forma de copa y decoradas con motivos de círculos concéntricos (Fig. 68). En la siguiente fase, IB, asistimos a una reordenación del espacio y a un cambio de la configuración de los túmulos, donde las antiguas plantas rectangulares pierden protagonismo y se construyen otros que 187 La segunda Edad del Hierro combinan formas rectangulares y circulares en los espacios libres que habían dejado los de la etapa previa. En esta nueva etapa, las tumbas centrales serán ocupadas por mujeres. La dicotomía entre espacio y cultura material, ahora se observa en relación con los túmulos de la etapa previa, ya que sobre el antiguo túmulo C hay tres enterramientos: la tumba 48 en la que se hallaba una mujer de entre 40 y 50 años, para la que se ha establecido una posible relación matrimonial con el hombre de 30-40 años de la tumba 45 (García Huerta y Antona 1992: 163); y la tumba 47 de un hombre de entre 40 y 50 años (Fig. 69). Fig. 68: Enterramiento 24 (A) y 26 (B) de la necrópolis de La Yunta (a partir de García Huerta y Antona 1992: Fig. 26 y 27). Todos los ajuares presentan unos tipos muy similares de cerámicas a mano, decoradas con líneas y ondas de colores rojizos. Cerámicas a mano que son exclusivas de esta agrupación durante este periodo. A esto hemos de añadir las fíbulas, el hombre de la tumba 47 fue enterrado junto a un ejemplar de La Téne I, similar al que apareció en la tumba 48 aunque muy fragmentado. Fuera del túmulo, en una tumba cercana, la 56, apareció otro ejemplar de la misma tipología que perteneció a una mujer de 40-50 años con formas cerámicas similares, pero a torno, y un regatón de hierro. Este tipo de fíbula presenta un puente de forma semioval y sección triangular, que en dos de los casos está decorado con líneas o puntos incisos (tumbas 47 y 56). El apéndice caudal termina en forma circular y se encuentra decorada por incisiones en forma de V. El resorte es de cuerda interior formado por entre 7 y 8 espiras a cada lado que se enrollan sobre un eje de hierro. En Numancia, se llevó a cabo un estudio sobre las marcas y decoraciones que presentaban las fíbulas anulares hispánicas aparecidas en la necrópolis y en la ciudad, entre las que no se pudo determinar ningún tipo de distribución o lógica espacial. Tan sólo los tres ejemplares de la tumba 92 presentaban 188 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero las mismas marcas, decoraciones, peso, diámetro y secciones, por lo que se dedujo que habrían sido fabricadas a partir del mismo molde (Flores et al. 1999). Fig. 69: Enterramientos de la necrópolis de La Yunta en las que se aprecian posibles relaciones familiares. Posible relación de pareja entre a. Tumba 48 y b. Tumba 45. Otros vínculos familiares: c. Tumba 47 y d. Tumba 56 (a partir de García Huerta y Antona 1992: Fig. 41, 42, 43 y 50). No contamos con un amplio número de moldes en el registro arqueológico que nos permitan en explorar este tipo de producciones sobre unas sólidas bases, tan sólo tenemos escasos ejemplos y generalmente descontextualizados. En las excavaciones de A. Schulten en la ciudad de Numancia, se documentó un molde de piedra de época romana que fue relacionado con la actividad de fundir lingotes, y otros dos moldes de arcilla. El primero de ellos había servido para modelar dos adornos circulares, uno con forma de tetrasquel y otro en forma de cruz con círculos en los cuadrantes. Mientras que el segundo, aunque muy fragmentado, permite relacionarlo con la forma de una fíbula anular. Similar es el caso del molde hallado en el almacén de la casa 2 de la manzana XXIII en 2009, en un contexto de almacenamiento doméstico, junto a numerosas vasijas cerámicas y otros útiles. Tras analizar la composición de dicho molde, pudimos observar como éste había sido fabricado a partir de materiales refractarios para dar forma a un tipo exclusivo de fíbulas, que únicamente aparecen en la ciudad de Numancia, las fíbulas anulares de timbal (c.f. Liceras et al. 2014b). Para finalizar con La Yunta, también sobre el antiguo túmulo G encontramos este tipo de relaciones materiales. En este caso, se tratan de tres enterramientos situados sobre el túmulo. Las tumbas 69 y 75 corresponden a dos varones de 30-40 años, y la 72, a un infantil de entre 3 y 5 años. Los tres presentan la misma forma cerámica como urna cineraria, en la que para los adultos las líneas de pintura de la decoración están realizadas en color naranja, mientras que para el infantil son negras. El caso de las tapaderas, por el contrario, éstas difieren dependiendo de la edad, así la tapadera del individuo infantil es un cuenco sin decoración, mientras que los hombres adultos presentan copas decoradas con dos líneas de pintura negra. 189 La segunda Edad del Hierro En las necrópolis del Alto Duero aparecen el mismo tipo de agrupaciones que en el resto del ámbito meseteño. Ya en el periodo anterior, advertimos este tipo de relaciones en alguna de las agrupaciones de Carratiermes y El Pradillo. Pero, para la segunda Edad del Hierro, el ejemplo más claro es el de Numancia. Desafortunadamente, no tenemos datos de sexo o edad debido a la escasa cantidad de restos humanos que se introducen en los enterramientos y tan sólo dos de las tumbas han proporcionado datos de sexo, la tumba 27 era de una mujer y la tumba 41 de un hombre, y en ninguna de ellas se pudo determinar la edad. La distribución de los enterramientos de este cementerio ha sido interpretada como un modelo centro- periferia, en el que las tumbas de mayor antigüedad se disponían en la parte central y posteriormente, se iba ampliando el espacio paulatinamente hacia la periferia (Jimeno et al. 2004: 48-50, 299-302). Sin embargo, los cálculos de densidad de tumbas por m². y análisis del vecino más cercano, parecen sugerir un modelo de concentración en torno a diversas agrupaciones, tal y como hemos observado en el resto de necrópolis a lo largo de la Edad del Hierro. Fig. 70: Cálculos de densidad de tumbas en la necrópolis de Numancia: A.- Tumbas por m². B.- Vecino más próximo, r=2 m. (a partir de Jimeno et al. 2004: Fig. 19). Según la lógica aquí propuesta, estos conglomerados de tumbas obedecerían a algún tipo de relación entre los difuntos, más allá de criterios cronológicos, que se materializa mediante la presencia de objetos, decoraciones o prácticas concretas compartidas. Así podríamos distinguir seis agrupaciones, las cuatro agrupaciones que se aprecian en la Fig. 70 (catas A-C), más las agrupaciones de las catas E y G que no aparecen en el gráfico anterior, pero que se recogen en la Fig. 71 bajo los números 5 y 6. Las agrupaciones 1 y 2 de la Fig. 71 son de las que disponemos de una mayor información, ya que se ha excavado una mayor superficie de las mismas. En la nº 1, se encuentran todos los broches de cinturón de escotaduras cerradas de tipo C que han aparecido por el momento en este cementerio. Así como los báculos con representaciones de cabezas cortadas, ya sean con remates en cabezas o 190 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero prótomos de caballos con las cabezas bajo el cuello de los caballos, también todas las fíbulas de caballito y la aviforme, y la mayor parte de las picas. Además cuenta con la mayor concentración de placas articuladas, objetos relacionados con el caballo como arreos, bocados o espuelas, serpentiformes, agujas de coser y estelas de piedras. La agrupación nº 2 destaca por la presencia exclusiva de puñales de frontón y de espadas de La Tène, las fíbulas de pie alzado con botón terminal y el ejemplar zoomorfo de jabalí. En esta, se documenta una mayor variedad en lo que a los broches de cinturón respecta, donde predominan los de escotaduras cerradas, especialmente los de tipo B y algunos de tipo ibérico, así como una mayor presencia de cuchillos y cerámicas que en los otros grupos. Las otras cuatro agrupaciones son más difíciles de caracterizar materialmente, debido al reducido número de enterramientos que han sido excavados. Pero cabe destacar la presencia de báculos honoríficos en otras agrupaciones, aunque de otras tipologías formales diferenciados de los del grupo 1. Así en el grupo 2 aparecen dos de tipo indeterminado, porque se encuentran muy fragmentados (tumbas 56 y 97). En la tumba 40 del grupo 4, se documentó uno de tipología simple junto a un rico ajuar de adornos y herramientas. Por último, en el grupo 5, se registró otro ejemplar muy fragmentado junto a un ajuar con armas (tumba 62). Observamos tipologías diferentes entre las agrupaciones en los casos en los que dichos báculos han podido ser reconstruidos, señalando los enterramientos de personajes distinguidos dentro de cada una de las agrupaciones. Fig. 71: Delimitación teórica, zonas excavadas y agrupaciones de enterramientos propuesta para la necrópolis de Numancia. Finalmente, las prácticas en cuanto al ritual pudieron ser diferentes dependiendo de las costumbres, tradiciones y posibilidades de las agrupaciones. Una de las evidencias que ha quedado patente de la diferencia de prácticas son los restos de fauna, que pudieron corresponder a la práctica de hacer partícipe al difunto del banquete funerario que se celebra en su honor. Dichos restos presentan notables diferencias entre los grupos, tanto por el tipo de animales como por el tratamiento. En el grupo 1, se documentan restos de ovicápridos que aparecen con evidencias de combustión en casi la mitad de los enterramientos. En el grupo 2, la mayor parte de la fauna identificada se relaciona 191 La segunda Edad del Hierro con équidos, exclusivos de esta agrupación, aunque también se registran algunos ovicápridos, y en la mayor parte de los restos aparecen sin quemar. En el caso del grupo 3 ocurre lo mismo que con la primera agrupación, un número similar de tumbas donde la fauna está quemada y sin quemar. Mientras que en los grupos restantes, la fauna está sin quemar (c.f. Jimeno et al. 2004: 54-55, 325-329). Las diferencias en las recetas, las costumbres a la hora de alimentar al muerto en la pira o tras la combustión, o el acceso a la carne de determinados animales debió jugar un papel relevante en las cosmogonías y la negociación colectiva durante los funerales. La disposición de los enterramientos en agrupaciones y la existencia de sectores vacíos han sido entendidas en algunos casos, fruto del sistema de descendencia lineal de los grupos familiares, donde cada grupo se entierra de forma separada como mecanismo para reforzar sus derechos (Álvarez Sanchís 1999, 2005: 267; Kurtz 1987). La presencia de determinados materiales, de forma más o menos exclusiva, las similitudes en formas o decoraciones o las prácticas diferenciadas no sería sino la materialización de las relaciones o vínculos de los miembros de las agrupaciones. En algunos cementerios europeos se han llevado a cabo estudios de paleogenética, como es el caso de Hohenasperg, al suroeste de Alemania, en enterramientos del Hallstatt Final, que permitieron analizar 11 difuntos, acompañados por ricos ajuares (Krause 2005), cuyos resultados de ADN mitocondrial son idénticos a los de los enterrados en los túmulos de Hochdorf y Asperg “Grafenbühl”, aunque separados por una generación, por lo que todos ellos, compartían una filiación por la línea de la madre (Fernández Götz 2014a: 56). En las necrópolis celtibéricas es imposible realizar análisis de ADN, al menos por el momento, que impide dotar a esta interpretación de una base más sólida y profundizar en el significado de las agrupaciones de enterramientos más allá de los objetos materiales. El poder y sus relaciones fueron, y son, enormemente dinámicos y fluidos, por lo que a lo largo de los trescientos años de abarcamos en este capítulo, los diferentes actores sociales reunidos en torno a las relaciones familiares, reales o imaginadas, que se materializan en los ajuares de las necrópolis, debieron fluctuar en el poder, dependiendo del devenir diario, del histórico y de las agendas sociales. Así, tal y como observábamos en La Yunta, determinados grupos o familias se alzarían en el poder durante un tiempo, para luego sufrir un relevo por nuevos grupos, dando lugar a cambios en el paisaje funerario que materializasen dichas fluctuaciones, aunque como observamos en la fase IB de esta necrópolis, eso no se tradujese en un desprestigio u olvido, sino en una reiteración del uso del espacio, forjando vínculos con la memoria de la familia y los antepasados. 5.2.2. HONRANDO A LOS ANCESTROS El culto a los ancestros en las necrópolis debio ser una práctica común que sirvió como mecanismo para forjar y fortalecer las narrativas familiares de los linajes. Comentábamos para la primera Edad del Hierro, como a través de la cremación se contribuía a la mitificación del difunto, permitiéndole pasar 192 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero incorrupto a la eternidad, además de la importancia de la actuación por parte de la familia y sus asociados en los rituales funerarios desde la preparación del cuerpo, a los materiales utilizados en la pira funeraria y el ajuar o el banquete celebrado en honor del difunto. Un tiempo después de la muerte del individuo tendrían lugar determinadas prácticas relacionadas con el culto y la honra de la memoria de determinadas personas, que pueden reflejarse tanto en la deposición intencional de objetos materiales sobre los enterramientos hasta la elaboración de cantares de sus hazañas. Evidencias materiales de estas prácticas las encontramos en Numancia, donde los 17 vasos cerámicos que se han documentado aparecen colocados sobre las tumbas y sirvieron para realizar ofrendas o libaciones a los difuntos (Jimeno et al. 2004: 292-296). También en Carratiermes contamos con materiales depositados sobre los enterramientos, en este caso armas como puntas de lanza, regatones o puñales. Tumbas como la 132, con dos puntas de lanza y dos regatones; la tumba 315 (de la primera Edad del Hierro) con una punta de lanza; la 530, una punta de lanza o la 512 con un puñal biglobular y su vaina. Esta última es la que reúne una información más amplia, donde se han podido documentar los restos animales del banquete funerario y datos sobre sexo y edad del difunto, que corresponden a un varón de entre 30 y 40 años (Argente et al. 2001: 243). Contexto similares de deposición de armas han sido relacionadas con la controvertida referencia de Aristóteles en su libro sobre la Política (VII, 2, 11): “Hubo también, en otro tiempo, en Macedonia, una ley según la cual quienes no habían dado muerte todavía a un enemigo se ceñían con un ronzal; entre los escitas, en cierta festividad, no podían beber de la copa que circulaba quien no hubiese matado a algún enemigo; entre los iberos, pueblo belicoso, se colocan tantos obeliskoi en torno a la tumba cuantos enemigos hubiese aniquilado”. Controvertida por la traducción de la palabra obeliskoi que ha contado con numerosas traducciones como “obeliscos” (García Valdés 1988), lo que se ha relacionado con las estelas que marcan las tumbas; como “espetos” (López Barja de Quiroga 2005) para asar carne o como “lanzas” (Schulten 1925: 216). Fernando Quesada (1994a) quien analizó esta cita, sugirió que Aristóteles podría estar reflejando la antigua práctica de hincar lanzas o puntas de lanza sobre las sepulturas, tomando posiblemente la referencia de Éforo o de algún otro autor siciliano cuyo texto original desconocemos. Esta práctica se ha relacionado con las estelas del Bajo Aragón y del área ibérica, donde aparecen representaciones de varias lanzas grabadas, en la que las estelas no serían sino a la petrificación de dicha práctica. Evidencias similares han aparecido en el Raso de Candeleda, donde se documentaron puntas de lanza clavadas en vertical sobre los enterramientos 43 y 52 (Fernández Gómez 1986: 800) o en la necrópolis de Los Prados Redondos, donde aparecieron clavadas dos lanzas y dos regatones sobre la tumba 12- 81 (Cerdeño 1981: 196, Lam. II. 1). Práctica también extendida por el área mediterránea que cuenta con numerosas evidencias (más ejemplos en Quesada 1994a). Finalmente, F. Quesada sugiere que la clave para la interpretación del significado de las armas sobre los enterramientos no estaría tanto en el número de enemigos vencidos, sino en la personificación de un símbolo de identidad personal del difunto, estrechamente unido a los ideales del guerrero. Manifestación que podríamos relacionar con la 193 La segunda Edad del Hierro exhibición de la identidad relacional de clase y el prestigio social que le habría derivado de la guerra, ya que no debemos olvidar que elementos similares aparecen en representaciones iconográficas de las cerámicas numantinas como el Vaso de los Guerreros, donde tras una de las dos figuras humanas aparecen varias lanzas hincadas (Fig. 72). Fig. 72: Vaso de los guerreros de Numancia (Romero 1976: Fig. 4). De este modo, observamos como las prácticas sociales y simbólicas no terminarían con la celebración de los rituales asociados al enterramiento de un miembro de la comunidad, sino que se prolongarían en el tiempo, insertos en las narrativas familiares y comunitarias, donde los ancestros jugaban un papel fundamental en la legitimación del poder, como transmisores de los derechos materiales, sociales y religiosos de los diferentes ámbitos de la vida de las comunidades. 5.3. ESPACIOS DOMÉSTICOS E IDENTIDADES Con identidades domésticas quiero hacer referencia a aquellas derivadas de las relaciones que tienen lugar en espacio doméstico, cuyo reflejo estará presente en las diferentes formas de cultura material, especialmente en las casas y en los enterramientos. Las unidades domésticas han sido tradicionalmente entendidas como las entidades básicas de producción y consumo, pero en algunas sociedades se ha podido registrar un tipo de identidad entre sus miembros similar al linaje o el parentesco, especialmente desde que C. Levi-Strauss señaló la existencia de sociedades que no se ajustaban a los conceptos de parentesco señalados por los antropólogos (González Ruibal 2009: 245) y a las que denominó como “sociedades de casa”. En los siguientes apartados vamos explorar los materiales, las relaciones y las identidades derivadas de los espacios domésticos, entendiendolos como un reflejo de social, donde a las construcciones materiales se les atribuyen una serie de significados y principios, diseñadas para reproducir y actuar 194 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero según un conjunto de conductas y comportamientos (Parker-Pearson y Richards 1994; Grau 2013; Bermejo 2014b), lo que las convierte en espacios privilegiados para el estudio social. 5.3.1. LAS CASAS DEL ALTO DUERO “…space is never empty: it always embodies a meaning” Henri Lefebvre (1991: 154) De nuevo, nos encontramos ante un panorama donde la información está muy fragmentada y es desigual, dependiendo de los sitios a los que nos refiramos y el tipo de asentamientos a los que nos refiramos. No contamos con datos relativos a todos los tipos de poblamiento a los que hacíamos referencia cuando tratamos los territorios, pero tal y como se refería A. Jimeno (2009a: 207) a partir del siglo IV a.n.e., se aprecia una estandarización en los espacios domésticos de toda la región, donde acusamos una mayor homogeneidad en los módulos urbanísticos y una mayor compartimentación del espacio respecto a la etapa anterior. 5.3.1.1. Características formales Las viviendas van a estar caracterizadas por la sencillez, tanto por los materiales como por la factura, y se aprecia una generalización de las plantas de módulo rectangular, como se evidencian en sitios como El Castillejo (Aldeacardo) (Alfaro 2005: 43-45; Jimeno 2009a: 195), El Collarizo (Carabantes) (Bachiller 1987: 17; Jimeno 2009a: 195), Los Castillejos (Cubo de la Solana) (Taracena 1941: 58; Borobio 1985: 69-86; Bachiller 1987: 13; Jimeno 2009a: 197), Los Villares (Ventosa de la Sierra) (Taracena 1926: 3-7; Fernández Miranda 1972: 40-41; Romero 1991: 128, 432-439; Jimeno 2009a: 198), El Castillo (Ocenilla) (Taracena 1941: 122-124), Ontalvilla (Carbonera de Frentes) (Taracena 1941: 50) y El Castillejo (Fuensaúco) (Romero 1991: 377-404). Generalmente construidas con zócalos de piedra sobre los que se alzan muros de tapial que soportan techumbres de tipo vegetal, aunque dependiendo de la zona y del sitio se aprecian variaciones regionales, como en el caso de Termes o algunas casas de la manzana XXIII de Numancia, donde los zócalos y suelos de las estructuras están excavados en el manto natural. En algunos casos, las estructuras aparecen adosadas a las murallas como en Los Casares (San Pedro Manrique) (Alfaro et al. 2014: 79-80), El Castillo (Ocenilla) (Taracena 1941: 122-124) u Ontalvilla (Carbonera de Frentes); o bien, dejan un pequeño espacio entre las construcciones y la estructura defensiva, como es el caso de Los Villares (Ventosa de la Sierra) para el paso de una atarjea (Taracena 1926: 3-7) o un paseo de ronda en la zona suroeste de Numancia (Jimeno 2009a: 201). Cuando estas construcciones aparecen exentas de las grandes estructuras, por lo general, se adosadan entre sí, como en Peñas del Chozo (Pozalmuro) (Bachiller 1986: 16; Jimeno 2009a: 195), El Castillo (La Laguna) (Alfaro 2005: 61) o Numancia (Jimeno et al. 2011, e.p.). Estos conjuntos de estructuras dejan espacios 195 La segunda Edad del Hierro abiertos intermedios como corrales o patios para que desagüen las techumbres construidas a dos aguas. Fig. 73: Localización y disposición de las casas de Numancia. 196 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero La división más común del espacio de vivienda es en tres habitaciones. Ya el arqueólogo Constantin Koenen del Museo de Bonn, miembro del equipo con el que A. Schulten excavó en la manzana IV de Numancia en 1905, identificó las casas de este periodo en el nivel inferior, a pesar de que en un primer momento se pensó que estaban adosadas a la muralla (Shulten 1914: 12-17). Pero intervenciones de limpieza y reexcavación de estas estructuras en la década de los 90, con motivo de la reconstrucción de unas casas celtibéricas para una mejor difusión de este patrimonio, evidenciaron que las casas estaban exentas de la muralla, separadas por una calle de ronda y divididas en tres estancias y con una bodega subterránea. Así dicha casa se compone de dos viviendas independientes que comparten un muro medianero, estructura, techumbre y una compartimentación similar. En primer término desde la puerta de acceso entramos a una primera habitación que haría las funciones de vestíbulo o recibidor, en la que se llevarían a cabo diferentes actividades artesanales aprovechando la luz que entra desde el exterior. En ambos casos, las viviendas presentan sendas bodegas excavadas en la arcilla natural. La segunda estancia es la de mayor tamaño y cuenta con el hogar y bancos corridos. En último término, una despensa o alacena (Jimeno 2009a: 206). En las excavaciones de la manzana XXIII de esta misma ciudad, las casas celtibéricas se encontraban de nuevo muy afectadas por las obras de acondicionamiento de las posteriores ciudades romanas. Pero se pudieron identificar varias estructuras de este periodo, entre viviendas, almacenes, patios o corrales. Así en casas como la nº 1, 4 y 5, y posiblemente la 8 y 9, observamos una división tripartita del espacio. Se evidencian diferencias en lo que a la localización del hogar respecta, ya que en la casa de la manzana IV se encontraba en la segunda estancia y posiblemente en la casa 4 de la XXIII también lo estuviese, mientras que en la 5 aparece en la última habitación y en la 2, no sabemos se localiza en la primera o en la última habitación (Fig. 73). En la ciudad de Termes, también observamos una serie de tenues huellas de las construcciones excavadas en la arenisca natural sobre la que se alza el sitio. Tan sólo una de ellas ha podido ser interpretada como una vivienda que se correspondería con este periodo (Fig. 74). Presenta una planta de tipo rectangular, aunque por la necesidad de adaptarse al cortado del terreno sobre el que se asienta presenta cierta tendencia triangular. Se compone de tres estancias, entre las que la primera es la más espaciosa y se aprecia un banco corrido, un vasar y una pila de agua, en la que según A. Jimeno (2009a: 197-198) se encontraría el hogar. La segunda de las habitaciones se dedicaría a actividades artesanales o dormitorio, y la última, sería una despensa o almacén. En el exterior, junto a la puerta de entrada y en un nivel inferior se distinguen la base de unos silos excavados en la arenisca (Jimeno y Arlegui 1995: 116; Jimeno 2009a: 197-198). Similar habría sido el caso de El Castillo (Taniñe), donde tras la construcción de una pista, afloraron en el perfil 5 muros cortados de forma perpendicular. Entre ellos, los cuatro más orientales eran paralelos, presentaban una orientación norte-sur y unas separaciones de 4, 4,5 y 3 m. respectivamente, lo que ha sido interpretado como una vivienda de unos 15 m. de largo, con tres compartimentaciones del espacio interno, donde tan sólo observamos los zócalos de piedra sobre los que se alzarían los muros de adobe (Alfaro 2005: 100-102; Jimeno 2009a: 195). 197 La segunda Edad del Hierro Fig. 74: Planta de la casa tripartita de Termes (Mapa: Jimeno 2009a: Fig. 7. Fotografías de la autora). Las estructuras destinadas al almacenamiento son frecuentes y parecen relacionadas con las viviendas. Identificamos silos en Termes; almacenes y bodegas o cuevas -como las denominan los miembros de la Comisión de Excavaciones- en Numancia y en Los Villares (Ventosa de la Sierra); o construcciones diáfanas como en Los Casares (San Pedro Manrique) o la manzana XXIII de Numancia. Ejemplos similares de estructuras dedicadas al almacenamiento se documentan en sitios como El Palomar (Aragoncillo) en el Alto Tajo (Arenas 2005: 397, 1999: 304-305) y los almacenes o despensas de las casas iberas de la costa mediterránea (Grau 2013: 60-62). Podemos relacionar su uso principal con la conservación y almacenamiento de los suministros necesarios para la vida diaria o los intercambios comerciales, cuyo acceso y tratamiento hubo de ser desigual, ya que en el Alto Duero al igual que en los oppida de Centroeuropa no aparecen elementos de almacenamiento comunal, por lo que esta responsabilidad debió recaer sobre la unidad doméstica (Danielisová 2014: 81). Especialmente interesante es el caso del almacén que apareció en la manzana XXIII de Numancia por la calidad y cantidad de datos que aportó (Jimeno et al. en preparación). Se trata de una estancia diáfana, con un banco corrido que presentaba un acceso por el suroeste desde un corral similar al de la casa reconstruida en la manzana IV. En su interior se almacenaba una extensa vajilla de cerámica compuesta por más de 30 formas relacionadas con la cocina entre ollas de varios tipos, morteros, 198 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero tapaderas o ralladores; más de 45 elementos de la vajilla de mesa con copas, vasos, cuencos, boch y jarras; al menos 10 vasijas de almacén, entre las que destaca una de ellas con decoración figurada (Liceras et al. 2014a), un quemador cerámico, enmangues de hueso, asta y madera (Quintero 2014), un lingote de hierro, varias pesas de telar, de cerámica y de piedra, y agujas de coser, varias fichas o tapones y canicas; y un molde de una fíbula de timbal (Liceras et al. 2014b). Estos son los materiales que se han conservado del potente incendio con el que se puso fin a este almacén, donde quizá se almacenasen también otro tipo de elementos perecederos como pueden ser las telas, cueros, maderas y otro tipo de elementos vegetales o animales. Fig. 75: Planta, materiales y fotografía del almacén de la manzana XXIII de Numancia. 5.3.1.2. Deambulando por las casas A. Jimeno (2009a) en su estudio sobre los espacios domésticos del Alto Duero realizó una serie de análisis gamma o de recorridos y de visibilidad para evaluar los accesos y la circulación por las diferentes estancias domésticas y el grado de privacidad de cada una. Tras las excavaciones de la manzana XXIII de Numancia, a este estudio tan sólo podemos añadir un caso más, la casa 4, ya que es la única en la que conocemos el acceso desde el exterior y la compartimentación interna (Jimeno et al. en preparación). La división de las viviendas muestra un recorrido sencillo y de tipo lineal, que se inicia por la entrada desde la calle, recorre cada una de las estancias y finaliza en la última. Los análisis de visibilidad muestran como la primera de las estancias tiene un marcado carácter público, mientras que la última estancia, y sobre todo la bodega, aquellas destinadas al almacenamiento, presentan una mayor grado de privacidad. La habitación que contenía el hogar, y posiblemente por la presencia del mismo, es en torno a la que giraría la actividad de la casa, desde las tareas diarias para la supervivencia del grupo doméstico, como la preparación y el consumo de los alimentos, a tareas artesanales y de producción. 199 La segunda Edad del Hierro Fig. 76: Diagramas de recorrido y visibilidad de los espacios domésticos: Numancia: A.- Casa 4 de la manzana XXIII, B.- Casa “Schulten” de la manzana IV. C.- Termes. D.- Castilmontán (Somaén) (completado a partir de Jimeno 2009a: Fig. 14). Si entendemos la casa como el centro del grupo familiar, una materialización de la vida de sus integrantes, nos encontramos ante un espacio doméstico con un bajo grado de privacidad en dos sentidos. El primero de ellos, respecto al mundo exterior, donde tan sólo el vestíbulo o primera estancia sirve para separar el espacio familiar del comunitario y con el que se establece un acceso directo. Ejemplos de casas similares han sido estudiados en la isla de Creta durante la época helenística desde una perspectiva social y de las relaciones por J. Westgate (2007), para las que apuntó como el diseño lineal de las casas y su apertura al exterior, por la fácil y directa accesibilidad que presentan, responden a una relación fluida entre la unidad doméstica y la comunidad. La estructura parece estar menos focalizada hacia el interior, hacia la unidad doméstica, y sería es una extensión de la vida comunal en ámbitos tan esenciales como por ejemplo la educación de los niños, sobre la que posteriormente repararemos. El segundo de ellos, el reducido tamaño del espacio y la escasa compartimentación interna que dan lugar a un espacio sin especializar o levemente especializado, lo que limita las posibilidades de segregación interna, tanto de personas como de actividades. Así, en el seno de la unidad doméstica, los miembros que componen la casa son capaces de negociar y manipular los diferentes vínculos sociales para acrecentar la influencia y poder de la misma. A la luz de los datos actuales y estructuralmente hablando, quizá puedan parecer todas las casas similares en constitución y forma, salvando las diferencias regionales sobre los materiales y técnicas constructivas, pero no parece que las edificaciones domésticas sean un medio para expresar desigualdades, tal y como ocurre en el 200 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero ámbito ibérico (c.f. Grau 2013), sino todo lo contrario, para igualar y ocultar las diferencia entre los miembros de la comunidad. La casa es, también, un ámbito privilegiado para estudiar las actividades productivas como sugería Alexis Gorgues (2010: 123-148, 2008, 2009), ya que, por un lado, es el espacio básico donde se realizan las operaciones económicas, donde se producen, se conservan, se exhiben o redistribuyen. Por otro, es el contexto en el que encontramos los utensilios y herramientas de actividades como la molienda, el procesado textil, la forja, la labranza o el almacenaje de productos destinados o procedentes de la actividad comercial. Exceptuando actividades como el laboreo o la producción cerámica que requieren un amplio espacio, o en el caso de la cerámica, la contaminación. Según este autor, la complejidad de las casas y la distribución de los espacios podrían estar relacionada con el funcionamiento económico de las mismas, donde aquellas unidades más complejas son las que acumulan una mayor fuerza de trabajo, capital económico y poder. En algunos casos, es posible documentar como la producción supera las necesidades de la unidad doméstica, tal y como A. Gorgues propone para la fabricación textil de Mas Boscà (Badalona) donde se encontraron más de 10 fusayolas dispersas y al menos 4 acumulaciones que corresponderían al menos a 4 telares, lo que permite suponer que habría cuatro mujeres dedicadas a esta actividad, lo que superaría las necesidades de la unidad doméstica y supondría la producción de un excedente intencional. Similar hubo de ser el caso del Alto Duero, aunque no tenga reflejo en la complejidad arquitectónica de la casa. Sin embargo, la producción textil debió superar el marco de lo doméstico, especialmente los tejidos elaborados de lana como los saga sobre los que tenemos referencias escritas. Sabemos que éstos eran usados como moneda de cambio en los tratados, posiblemente comerciales pero también políticos, como son las negociaciones de las treguas firmadas entre Roma y las diferentes ciudades de la Meseta, así Intercatia entregó 10.000 saga al cónsul Licinio Lúculo en el 151 a.n.e. (Apiano Iber. 54) y Termes y Numancia debían pagar, entre otras cosas, 9.000 saga cada una, en el 141 a.n.e. (Diodoro XXXIII, 16). A pesar de lo anterior, la casa es más que su estructura o una unidad de producción, en su seno acogería toda una serie de rituales, religiosos, mágicos o sociales. Luciría una serie de amuletos y elementos solares, como las esvásticas que aparecen grabadas en un umbral de la manzana I de Numancia, para proteger y guardar a la familia que allí reside. Se rendiría el culto a los antepasados y se guardarían reliquias familiares, como los cráneos humanos que aparecen en la bodega de la casa 1 de la manzana XXIII de Numancia (Taracena 1943). Serían un elemento canalizador de la economía política de sus residentes, de los valores de la guerra y el banquete, marco de las relaciones y las alianzas por y para el prestigio de los miembros de la casa (González Ruibal 2009: 251). 201 La segunda Edad del Hierro 5.3.1.3. La casa, el espacio de las mujeres Las casas son espacios privilegiados para estudiar cuestiones de género, especialmente, en lo que a las mujeres respecta, ya que son el marco en el que estas desarrollan la mayor parte de sus actividades diaria y sus vidas. De modo que el tipo de estructuras al que nos refiramos, la complejidad, diversidad, privacidad… supondrán una materialización de las relaciones que establecen estas mujeres con los miembros de la unidad doméstica y con el exterior. Observábamos anteriormente como las características del espacio de las casas celtibéricas, debido a sus reducidas dimensiones y escasa fragmentación, limitaba la segregación de personas y actividades. Por lo que la privacidad y el confinamiento de alguno de los miembros de la unidad doméstica no sería común, más aún cuando la estancia que contiene el hogar es la de mayores dimensiones, como ocurre en el caso de las casas unilineales de Lato o Trypetos que estudia J. Westgate (2007: 447-450). Esta autora sugiere que para una segregación efectiva, son necesarias una serie de divisiones con las que restringir los accesos al espacio, fomentando así la privacidad. La fragmentación del espacio doméstico ha sido frecuentemente relacionada con la segregación y el aislamiento de la mujer, por lo que la configuración habitacional que presentan estas arquitecturas lineales no aísla a la mujer del mundo exterior, ni del contacto con personas ajenas a la unidad doméstica. Además varias de las actividades domésticas diarias podrían haberse llevado a cabo en el exterior de la vivienda. Así esta división del espacio ofrece poca capacidad de control sobre los contactos de los miembros de la unidad doméstica con el exterior. Fig. 77: Reconstrucción de las casas celtibéricas de la manzana IV de Numancia (Jimeno et al. 2002: 136). 202 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero A partir de los enterramientos de la necrópolis de La Yunta (García Huerta y Antona 1992: 163) se ha sugerido que la estructura familiar estaría basada en la monogamia, ya que en los tres periodos de uso del cementerio durante la segunda Edad del Hierro, se encontraron siete asociaciones que han sido consideradas la pareja formada por el hombre y la mujer. Corresponden a los conjuntos: 93-89; 62-64 y 77-78 para el primer periodo en la segunda mitad del siglo IV a.n.e.; durante el siglo III a.n.e. destacaría la pareja de las tumbas 45 y 48; y desde finales del siglo III y la primera mitad del siglo II a.n.e., los conjuntos 50-56; 85-87 y 44-49. Merece la pena mencionar que entre estos conjuntos, las parejas aparecen en todos los rangos de edad, desde los 30 a 40 años de la pareja de las tumbas 93- 89 hasta los 60-70 años de la mujer de la tumba 64 relacionada con un hombre de 40-50 (tumba 62). No parece existir una asociación de edad por género entre los cónyuges, es decir, en ocasiones uno de los cónyuges de mayor edad sin que podamos encontrar una pauta relacionada con el género. En este tipo de sociedades, no son los hombres los únicos con capacidades para aumentar los capitales de la casa, sino también las mujeres. Éstas quedarían como gestoras de la economía doméstica y de sus recursos, cuando sus maridos exploraban otras formas de poder fuera de los límites de los asentamientos (González Ruibal 2009: 249-250). Según referencias de los autores clásicos sobre otras partes de Iberia (Estrabón III, 4, 17; Silio Itálico III, 350-353), las mujeres eran las encargadas de cultivar las tierras. En los análisis óseos de la necrópolis de Carratiermes (Argente et al. 2001: 295), se apunta que físicamente las mujeres eran de menor talla y más gráciles que los hombres, aunque algunas de ellas, presentaban potentes musculaturas en los antebrazos, posiblemente fruto de actividades pesadas como el laboreo o la molienda. Mientras, los restos óseos de los hombres son robustos, atribuyéndoles fuertes musculaturas en brazos, piernas y cuello, fruto del intenso ejercicio, debido a su dedicación a la guerra como principal medio para obtener riquezas y rédito social. Casos similares se han documentado en Indonesia, como es el de los Toba Batak del norte de la isla de Sumatra, donde los hombres dejan a sus mujeres al cargo de sus casas y las tierras de sus ancestros para ir a trabajar al oeste de la isla y tan sólo vuelven a casa una o dos veces al año. Estas mujeres han desarrollado todo un abanico de estrategias sociales y cierto grado de capacidad de acción en el seno de una sociedad fuertemente patriarcal, en la que el marido siempre está en una posición superior a ellas. Pero, a través de su papel de madres, como protectoras de las tierras familiares y soporte de los vínculos emocionales, pueden mejorar su situación dentro de la comunidad (Rodenburg 2000, 2003). 5.3.1.4. Infancia Los niños fueron miembros fundamentales de las unidades domésticas, considerados síntoma de riqueza y prosperidad del grupo familiar, tanto de la casa como agrupaciones más extensas. Tácito para Centroeuropa nos ilustra sobre su importancia: “El no tener hijos no causa respeto ni estimación” (Germania 20). “Tiénese por gran pecado entre ellos dejar de engendrar, y contentarse con cierto número de 203 La segunda Edad del Hierro hijos, o matar alguno de ellos” (Germania 19). Por ello, hipótesis como la propuesta para las tumbas de Carratiermes que albergaban individuos infantiles y adultos, sobre el sacrificio de los niños y niñas por no haber superado la fase de lactancia al fallecimiento de sus madres (Argente et al. 2001: 296-297), no parecen demasiado plausibles. Los más pequeños participarían de las tareas de la casa como parte de su aprendizaje a “estar en el mundo” a través de la práctica, donde aprehenderían las pautas y normas de conducta y lo que socialmente se espera de ellos. La presencia de canicas, fichas o juguetes es común, tanto en contextos domésticos o de habitación, como en los cementerios. Canicas o bolas de barro han sido identificadas en contextos domésticos de sitios, como El Castillo (Ocenilla) (Taracena 1932: 50, Tabla XXXII-B) o Numancia, donde la Comisión de Excavaciones hace referencia a más de un centenar de ellas de cerámica, tanto decoradas como lisas, y casi una veintena de piedra (Mélida 1918: 17, lám. XIII-C; Mélida y Taracena 1921: 7, 10-11, 1923: 7 y 9; Mélida et al. 1924: 34). Mientras que en la casa 2 de la manzana XXIII, se encontraron tres canicas de barro decoradas, una en la estancia en la que se encontraba el hogar y las otras dos en el almacén (Jimeno et al. en preparación). Sobre las fichas y su funcionalidad, tendremos una eterna dicotomía sobre su uso práctico como tapones de recipientes u objetos lúdicos que es, según creo, imposible de resolver. Recordemos que dichas fichas son fragmentos de galbos de vasijas, recortados y modelados para conseguir una forma redondeada generalmente, por lo que su uso vendría determinado por el contexto, aunque su utilización no sería ni exclusiva, ni excluyente, pudiendo variar dependiendo de las necesidades y las circunstancias. Tenemos fichas bien localizadas en contextos domésticos como las que aparecieron en la manzana XXIII de Numancia, donde en la casa 2 se encontraron, una en el corredor y otra dentro del almacén. En la casa 4, había tres en dos de las habitaciones y otra fue hallada en la alacena de la casa 6 (Jimeno et al. en preparación). Estos objetos también son comunes en los contextos funerarios, se han documentado varios ejemplares en las necrópolis de Osma y La Requijada de Gormaz (Bosch Gimpera 1921-1926: 173, 175, Fig. 316), Numancia (Jimeno et al. 2004), Ucero (García Soto 1990: Fig.14), La Revilla de Calatañazor (Ortego 1983: 575), La Mercadera (Taracena 1932: 27) o Carratiermes (Argente et al. 2001). En el caso de La Mecadera, B. Taracena (1932: 27) identifica 7 de piedra y 1 de barro descontextualizadas, mientras que A. Lorrio (1990: Fig. 2) asimila una bola de barro al ajuar de la tumba 31, junto a un brazalete de bronce, y una de piedra al de la 54 junto a un adorno espiraliforme y un brazalete de bronce. Mientras que en la necrópolis de Carratiermes destaca la presencia de canicas en enterramientos dobles como los nº 607 y 125, y en enterramientos infantiles como el 426 de un individuo de 1 o 2 años, junto con un cuenco con borde entrante fabricado a mano y huesos animales, y la 175, también con un infantil de entre 1 y 2 años, y un ajuar de varios cuencos de cerámica a torno, cinco canicas, tres sonajas, dos fíbulas, tres fusayolas decoradas, una lanza y un punzón entre otros materiales. También se documentó una ficha en la tumba 397, de un individuo entre 0-1 año junto con otras cerámicas a mano y a torno. 204 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Podemos entender estos juguetes como testimonios materiales de su papel como niños y niñas, siendo bienes preciados de su vida diaria. Generalmente, aparecen acompañados de objetos como brazaletes o determinados adornos de bronce y, especialmente, el caso de las sonajas que formarían un conjunto de elementos de protección para estos individuos en la otra vida, con connotaciones mágicas y simbólicas. En algunos casos, testimonio de la actividad de los niños como participantes activos de los hechos y rituales de la casa, como sería la preparación del cuerpo del difunto para el enterramiento, por evidencias como las que vimos en Carratiermes en la primera Edad del Hierro o las canicas que acompañan a determinados ajuares de La Revilla, La Mercadera o Numancia. La elaboración de los juguetes y las formas elegidas debieron obedecer a los procesos de aprendizaje de estos individuos de la realidad social y simbólica de sus comunidades. Así, en alfares como el de Las Cogotas, se han podido identificar varios objetos como juguetes, a partir de vasijas con defectos de fabricación y dermatoglifos que permitieron identificar la participación de individuos de entre 6 y 16 en la realización de juguetes y cajitas (Padilla y Chapon 2015: 80-82). También en los enterramientos infantiles de la necrópolis de Las Ruedas se documentan objetos domésticos de menores dimensiones, como la parrilla o pinzas para el fuego de la tumba 127b; los cuencos y botellitas de la tumba 90 o la fíbula de barro de la 153. Similares son algunos objetos conservados en el Museo Numantino de Soria, elementos de vajilla o las figuras zoomorfas y humanas que recoge F. Wattenberg (1963: Tabla XVII). Fig. 78: Juguetes. A.- Posibles juguetes de Numancia (Wattenberg 1963: Tabla XVII). B.- Juguetes modelados por las niñas kusasi. C.- Juguetes modelados por los niños kusasi (a partir de Calvo Trías et al. 2015: Fig. 7). Ejemplos antropológicos como el de los niños y niñas kusasi del noreste de Ghana, nos pueden ayudar a entender cómo estas figuras de barro se modelan como parte del proceso de aprendizaje a imagen de objetos semenjantes a los de sus mayores, imitando determinados objetos dependiendo de su 205 La segunda Edad del Hierro género y de la división de funciones propia de los adultos. De este modo, las niñas elaboran vasijas cerámicas a imitación de las formas que producían sus madres y animales como vacas y ovejas, mientras que los niños modelaban animales como las vacas y ovejas, pero también yunques o motocicletas (Calvo Trías et al. 2015: 93-94). Así mediante algo tan inocente como son los juegos de los niños, se reproducen y fijan las actividades, los papeles, las tareas y los gestos propios de cada género y se obtienen las herramientas necesarias para ser miembros de pleno derecho de la comunidad. 5.3.2. ¿A QUÉ OBEDECEN LAS AGRUPACIONES DE ESTRUCTURAS? Una de las preguntas que siempre me ha rondado por la cabeza desde que pisé por primera vez Numancia, hace ya más de una década, es el porqué social de las casas adosadas, el tipo de relación que tendría lugar entre los miembros de unidades domésticas que viven de un modo, aparentemente, independiente. En un primer momento, los potenciales fundadores de dichas unidades domésticas debieron ligarse por un proyecto común, el de la planificación y adquisición de derechos sobre la tierra y recursos para la construcción de las viviendas. Relación que cristalizaría en el evento constructivo y que se mantendría dinámica a lo largo de la vida de sus miembros, que además de por la cercanía diaria, harían frente de modo conjunto a las labores de mantenimiento de la cubierta y las paredes necesarias para el bien estar de las estructuras. Retomando la idea de Gerritsen (1999: 83), en la que considera la casa como un proyecto de la comunidad y la de N. Sharples (2011: 201-202), en la que la construcción de la casa debía ser uno de los hechos más significativos de la vida de cualquier miembro de la comunidad, ya que los constructores se apropian de una parte del espacio común enmarcado dentro del área destinada a la residencia de sus miembros. Hubo de dar lugar a una serie de negociaciones entre los diferentes miembros (siempre hombres), quizá en el marco de las agrupaciones de clase, edad o las parentelas, donde se permitiría a un determinado grupo apropiarse del espacio para sus construcciones privadas. La existencia de barreras o fronteras en el interior de los asentamientos de otras partes de Europa han sido interpretadas como un intento por compartimentar el espacio interior, separando las distintas áreas de actividad como la habitación, el almacenaje o el cuidado de los animales (Collis 1996: 89), o bien, como elementos separadores de miembros de la comunidad dependiendo del tipo de actividad que desarrollen (Giles 2007: 245). En el ámbito ibérico, se ha detectado la convivencia de varias unidades domésticas mediante la aglomeración de construcciones, la existencia de varios hogares en una misma construcción y la participación en las mismas actividades económicas o rituales de sus componentes, que se encontrarían ligados por causas económicas y el control de los medios de producción. Así la formación de las manzanas o agregaciones de construcciones no habría sido fruto de una autoridad, sino el resultado de las necesidades de cada grupo familiar, nuclear o extenso (Grau 2013: 66, 2015). 206 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Son escasos los ejemplos de agrupaciones de estructuras en el interior de los sitios, y aún más escasos los ejemplos en los que contamos con un buen registro de los materiales que aparecieron en el interior de dichas estructuras. De nuevo, el ejemplo mejor documentado lo tenemos en la manzana XXIII de Numancia. Tradicionalmente, el urbanismo y modulación de las estructuras de la ciudad celtibérica estaba claro, ya que Roma cuando instauró su asentamiento sobre las ruinas del poblamiento anterior, había respetado el trazado de sus calles y agrupaciones de casas. Este hecho explicaba el extraño trazado que presentaba la ciudad imperial y la dificultad de registrar la ciudad celtibérica, cuyos vestigios más claros eran la presencia de las bodegas o cuevas (c.f. Jimeno et al. 2012, 2014, 2015, e.p.). Pero los recientes trabajos de revisión del urbanismo y las excavaciones de la dicha manzana desvelaron que no era así, y los trazados celtibéricos y romanos obedecen a diferentes agendas. Por ello, a lo largo de la ciudad los hallazgos de materiales celtibéricos de la Comisión de Excavaciones aparecen en las calles romanas, ya que es donde más profundizan en los rellenos para su construcción. También observamos como en ocasiones, muros de casas celtibéricas continúan por las calles romanas, así como las casas de la manzana XXIII aparecen cortadas por la cimentación del muro romano de delimitación de la misma. Nos enfrentamos a un panorama de disposición de las estructuras de un módulo menos compacto de lo que tradicionalmente se había sugerido, a partir de unas agrupaciones de estructuras, de viviendas, patios, talleres o almacenes, irregulares; en cierto modo similar a las reconstrucciones que se han realizado para El Llano de la Horca (Santorcaz) (Ruiz Zapatero et al. 2012). Pero, entonces, la formación de estas agrupaciones era fortuita o se basaba en condicionantes económicos o funcionales. Cuestiones relativas a la apropiación del espacio o los términos en los que éste se negocia, continúan hoy sin contestar y el reducido volumen de datos con el que contamos para profundizar en el tema, parecen avocarnos a un callejón sin salida. Tan sólo J. Arenas (2007: 133-135), en su estudio sobre los modelos de poblamiento de El Ceremeño (Herrería), sugirió que la evolución social de este asentamiento podría estar relacionada sobre el principio de parentesco social – diseño urbano. Similar a lo que J. Bermejo (2011: 591-592) documentó mediante la etnografía en el área soriana de Montejo de Tiermes, donde observaba una estrecha conexión entre los dueños de las majadas y otras construcciones tradicionales y su distribución espacial en la secuencia constructiva, en la que existía una correspondencia entre las aglomeraciones constructivas en forma de “barrios” y los lazos familiares o de vecindad entre los dueños. Las diferentes construcciones compartían muros medianeros según los parentescos, dependiendo si eran hermanos, hijos, yernos o vecinos. En algunos casos, incluso, tan sólo podían participar en las labores de construcción aquellos parientes más allegados. Las aglomeraciones urbanas o “barrios” también aparecen recogidos en el texto de Valerio Máximo (III, 2, 7) sobre la caída de Numancia: “Estando los numantinos en una situación completamente desesperada y siendo Retógenes el que aventajaba a todos sus conciudadanos en nobleza, recursos económicos y dignidades, sin embargo, reunió materiales combustibles de toda clase y prendió fuego a su barriada que era, sin duda, la más hermosa de la ciudad” 207 La segunda Edad del Hierro Este autor, exaltando la figura de Retógenes, hace referencia a la barriada en la que residía en la ciudad, lo que nos hace plantearnos una diferencia entre las diferentes aglomeraciones urbanas y las posibles diferencias de riqueza y estatus que habría entre sus habitantes. Así como la posibilidad de que los lazos que unen a los residentes de estos barrios tuviesen algún tipo de relación de parentesco, real o imaginado, similar al observado en las agrupaciones de enterramientos en los cementerios. 5.3.3. RELACIONES DE PARENTESCO Las formas de parentesco no son nítidas en estos contextos. El estudio de las relaciones familiares en la Celtiberia ha estado profundamente influido por los testimonios epigráficos que tienen lugar en el marco de la dominación romana, donde ninguna de las inscripciones supera el siglo II a.n.e. y la mayor parte datan del cambio de era, y los trabajos de A. Schulten basados en el modelo evolucionista de Morgan que estructuraba las sociedades en tres escalones: tribu, clan y familia. Gran parte del protagonismo sobre las relaciones familiares se lo han llevado las cognationes, que ponían en relación a un conjunto de individuos unidos por un origen común, pero de las que carecemos datos sobre cuál era su influencia directa en la vida diaria de estas personas, mientras que pocos investigadores han profundizado en las relaciones de tipo nuclear (Bermejo 2014b: 69-71). Inscripciones como la de Peñalba de Castro o la de Lara de los Infantes, estudiadas por M. Ramírez Sánchez (1999: 849, Inscripciones A. 27 y A. 34) hacen referencia a dos grupos de parentesco bien diferenciados, lo que ha sido interpretado como evidencias de los lazos familiares con la familia del padre y de la madre. J. Bermejo (2014: 71) lo ha entendido como la posible presencia de lazos matrilineales de parentesco, incluso la posibilidad de que se encuentren referidas ambas filiaciones en las inscripciones, tanto la del padre como la de la madre, siendo el resultado de la adaptación de las formas tradicionales locales al canon latino tras la conquista romana. De este modo, podemos pensar que las comunidades de la Edad del Hierro recurren a múltiples estrategias de parentesco, utilizando lazos matrilineales y patrilineales o una combinación de ambos, como mecanismos para incrementar y mantener el poder de las casas y de las diferentes formas de filiación familiares. Permitiendo así a sus integrantes y a las unidades domésticas, un papel más activo y flexible en la negociación social. Los sistemas de descendencia dobles en la transmisión de derechos y bienes materiales son comunes en otros grupos humanos, donde los linajes del padre y de la madre son reconocidos, lo que no conlleva que ambos tengan la misma importancia o las mismas implicaciones. Los ejemplos procedentes de la antropología pueden ilustrarnos sobre su funcionamiento (c.f. Goody 1961, 1969). Así, cuando se trata este tipo de descendencia, son recurrentes las referencias a los yakö del sureste de Nigeria (Forde 1950, 1964), entre los que las propiedades se heredan por dos ramas diferenciadas. Por la línea del padre, se transmiten aquellas posesiones inmuebles productivas como la tierra o determinados recursos; mientras que por la línea de la madre, se transmiten bienes muebles como el ganado. En lo que al ámbito social se refiere, la línea patrilineal determina el papel político, mientras que de la rama 208 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero matrilineal provienen una serie de sacerdotes encargados de supervisar a la función política, equilibrando así ambas líneas de descendencia. Los LoDagaba, de Burkina Faso y Ghana (Goody 1957, 1969), presentan un sistema de herencia similar a los yakö, entre los que por la línea del padre se transmiten los derechos de la tierra, la residencia y el culto, mientras que por la de la madre, la riqueza como el dinero o el ganado. Estas filiaciones suponen auténticas unidades de control social para ordenar, regir y movilizar a la comunidad, como en los momentos de conflicto, donde tienen la obligación de asistir a los miembros del patriclán. También los kwanja de Camerón (Gausset 1998) presentan un sistema de descendencia patrilineal que define lo relativo a la política, el territorio y la religión, mientras que la matrilineal es la responsable del buen comportamiento, la salud y la prosperidad de sus miembros. Las sociedades de la Edad del Hierro fueron claros sistemas patriarcales, pero quizá no tan férreos como los marcos sociales de los que nos los narran. Es común que los autores clásicos enfaticen los aspectos que les resulten más curiosos sobre los pueblos sobre los que escriben, como es el caso de los cántabros a los que Estrabón (III, 4, 18) se refiere como: "...entre los cántabros es el hombre quien dota a la mujer, y son las mujeres las que heredan y las que se preocupan de casar a sus hermanos; esto constituye una especie de ginecocracia, sistema que no es ciertamente civilizado..." Aunque al mismo tiempo, el propio Estrabón (III, 4, 17) y Diodoro de Sicilia (V, 14) hacen referencia al rito de la covada entre los vacceos y los habitantes de Córcega, un rito de magia simpática en el que el padre reconoce al recién nacido como su descendiente mediante un alumbramiento simbólico (Caro Baroja 1973, 1976; Bachofen 2008 [1987]; Lewuillon 1990; Peralta Labrador 2000; Santos Yanguas 2014). De ese modo, reivindicaba sus derechos sobre el recién nacido y lo reconocía como propio, en un acto similar al que tenía lugar en el mundo romano cuando el pater familias acepta o rechaza al recién nacido. Sin embargo, parece que las mujeres gozaron de algún tipo de capacidad de decisión en lo que respecta sus matrimonios, como evidencian las palabras de Salustio (2, 91): “Las jóvenes no eran llevadas al matrimonio por sus padres, sino que ellas mismas escogían a los que más se distinguían en la guerra” Pero suponemos que la unión debía estar censurada de algún modo por el padre, ya que en el episodio narrado por Aurelio Víctor (III, LIX) sobre el día de la celebración de los matrimonios de los numantinos en el 137 a.n.e., es el padre el que pone una condición a los dos jóvenes que pretendían a la misma muchacha. La línea de descendencia matrilineal es considerada por algunos grupos como la familia real, el verdadero parentesco, ya que todos sus miembros tienen el mismo origen en su nacimiento. En casos como el de los kwanja de Camerón (Gausset 1998), el vínculo entre hermanos es el más sagrado, ya que han compartido el mismo “útero” o “intestinos”, que es donde residen habilidades como la brujería y se heredan fortalezas y debilidades. Esto da lugar a que en el caso de que alguno de los adultos fallece y deja descendencia, los hijos e hijas son acogidos por alguno de sus tíos. Relaciones similares traslucen las palabras de los autores clásicos para los pueblos prerromanos, así Estrabón (III, 4, 18) 209 La segunda Edad del Hierro apuntaba que entre los cántabros una de las preocupaciones de las mujeres era casar a sus hermanos. También, son recurrentes las referencias en Centroeuropa, cuando Tácito (Germania XX, 4) alude a: “A los hijos de la hermana se hace la misma honra en casa del tío que en la de los padres. Algunos piensan que este parentesco es el más estrecho e inviolable” Los hijos e hijas de las hermana del padre en una casa tendrían un lugar privilegiado por los vínculos de sangre que compartían. En ocasiones esto se traduciría en privilegios como los que narra Tito Livio (V, 34) en el caso de Ambigato, el próspero rey de los celtas, que propuso a los hijos de su hermana, y no a los suyos propios, partir en la búsqueda de nuevas tierras para aliviar la presión de población que vivía su región. Esta referencia ha sido relacionada con los estudios de paleogenética, que citamos previamente cuando tratamos las agrupaciones de enterramientos en las necrópolis y la filiación por la línea de la madre que presentaban los túmulos de Hochdorf y Asperg “Grafenbühl”, separados tan sólo por una generación (Fernández Götz 2014a: 56). 5.3.4. DE LA CASA AL MÁS ALLÁ: SU REFLEJO EN EL MUNDO FUNERARIO En torno a la casa tendría lugar un tipo de identidad horizontal, compartida por todos sus integrantes mientras son miembros de la misma. Forjada y especialmente negociada por la pareja del hombre y la mujer, pero de la que participarían de un modo amplio los demás miembros. Su filiación podría ser real, como es el caso de los hijos, hermanos o sobrinos, o imaginada, ligados por otros vínculos, de leche, amistad, económicos o de honor. Como un nivel más de la identidad del individuo sería negociado y manipulado, según la conveniencia de los participantes, ante la muerte y cristalizado materialmente en el ritual y el ajuar. 5.3.4.1. Las evidencias de la casa de los enterramientos Quizá una de las evidencias más claras del papel que juega la casa en el ritual funerario son las fusayolas. Elementos materiales ligados a la labor diaria de las mujeres en el seno de la casa y testimonio de la función de las mismas en la preparación del difunto. Como atestiguaba R. Gilchrist (2005: 56-57) en contextos de la Inglaterra medieval, la introducción de objetos relacionados con la casa sería común, incluso en algunos casos, se han encontrado en el interior de los ataúdes restos de cenizas que tras ser analizados se cree que proceden del fuego doméstico, relacionandolo como símbolos de la unidad doméstica y del hogar. En Carratiermes, podemos destacar la fusayola de la tumba 138 que acompañaba a una mujer de entre 20 y 30 años y los tres ejemplares decorados de la 175 junto a un individuo infantil de entre 1 y 2 años. En la necrópolis de Numancia, hay una en la tumba 53 acompañada por dos fíbulas, un broche de cinturón, un puñal biglobular, una punta de lanza, arreos de caballo y agujas de coser entre otros 210 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero (Jimeno et al. 2004: Fig. 60). En Viñas del Portuguí, algunos ajuares con armas, arreos y tijeras aparecían acompañados con alguna fusayola en su interior (García Merino 2000: Lám. II). Mientras que en la necrópolis de La Yunta, son muy abundantes y frecuentes, asociadas tanto a mujeres como a hombres (García Huerta y Antona 1992: 136), aunque las mayores acumulaciones las encontramos en enterramientos infantiles (tumbas 61 y 88). En las 69 tumbas de necrópolis de Las Ruedas que aparecen recogidas en la publicación de C. Sanz Mínguez (1997: 345-346), se registraron 32 fusayolas fuera de contexto y 3 en el interior de tres tumbas acompañadas de objetos de adorno, las números 2, 11 y 13. Las dos primeras se relacionaron con enterramientos femeninos de entre 20 y 40 años, aunque para la tumba 11 se apunta la posibilidad de que fuese un enterramiento doble, de la mujer con un individuo infantil, mientras que la número 13 era un infantil de entre 8 y 10 años. En la necrópolis de El Raso de Candeleda aparecieron diecisiete enterramientos con fusayolas asociadas a ajuares carentes de armas, por lo que fueron automáticamente atribuidas a ajuares femeninos, a pesar de no contar con análisis antropológicos (Fernández Gómez 1986: 830). Hemos señalado anteriormente la faceta de la casa como unidad básica de producción, donde residiría parte de su riqueza material, que tenía reflejo en su capital no sólo económico, sino también social y simbólico. En los enterramientos de la segunda Edad del Hierro, observamos un proceso paulatino de disminución del número de armas en los ajuares y un énfasis en los objetos relacionados con el cuerpo y herramientas, como tijeras de esquilar, hoces, podaderas, fusayolas o agujas de coser. Fig. 79: Enterramientos de La Mercadera con herramientas: A. Tumba 14. B. Tumba 68. C. Tumba 6. D. Detalle de los nielados en plata (a partir de Taracena 1932: 27, Lám. VI, XIV, XI). 211 La segunda Edad del Hierro En la necrópolis de La Mercadera se identificaron cinco hoces y ocho tijeras, según Taracena (1932: 18), y nueve, según Lorrio (1990: Fig. 2), dos de ellas descontextualizadas. Los ajuares de los individuos enterrados con herramientas (tumbas 1, 3, 6, 14, 16, 19, 68, 76, 78, 80 y 98) siempre incluyeron armas en sus ajuares, destacando especialmente la presencia de espadas de antenas atrofiadas en cuatro de ellos. Las más reseñables son las tumbas 14 y 68, cuyo ajuar se compone de dos herramientas, unas tijeras y una hoz, junto a un amplio número de armas, entre las que destacamos las espadas de antenas atrofiadas, un cuchillo y los arreos de caballo, entre otros. Especial es el caso de la hoz de la tumba 6 (Fig. 79 C) que presenta una reparación con un remache, junto a los fragmentos de una vaina y varios indeterminados de hierro y bronce, entre los que señalaremos dos placas con nielados de plata cuya funcionalidad se desconoce. En la necrópolis de Numancia, las tijeras son muy numerosas y aparecen distribuidas por todo el cementerio, aunque las de mayor tamaño parecen concentrarse en las agrupaciones 1 y 2 (Fig. 71). Aparecieron hoces en tres tumbas (números 103, 132 y 139), con diferentes combinaciones de objetos como los arreos de caballo, puñales o cuchillos rectos o curvos (Jimeno et al. 2004: Fig. 208). Por último, en la tumba 144, situada en el grupo 1 (Fig. 71), aparece una podadera junto a un rico ajuar de armas con arreos de caballo y una espuela, elementos de aseo personal y de adorno, como fíbulas o apliques hemiesféricos de bronce (Jimeno et al. 2004: Fig. 108a y 108b). También en la necrópolis de Viñas del Portuguí, se aprecian con claridad la relación de herramientas y armamento, a pesar de los problemas en la asociación de los materiales de los ajuares (García Merino 2000: 139; Fuentes Mascarell 2004). Sin embargo, el ajuar de la tumba 1 de la colección del Museo Arqueológico Nacional se compone de una alcotana, asociada a una espada de antenas atrofiadas, un puñal y su vaina de bronce, un umbo de escudo, una posible herradura y una fíbula de omega; mientras la tumba 15 (Fig. 80), también de la colección del Museo Arqueológico Nacional, se documentan unas tijeras decoradas con círculos incisos, que iban acompañadas por una espada de antenas atrofiadas doblada, dos puntas de lanza doblada (una doblada), un regatón, un cuchillo curvo, el macho y la hembra de una placa de cinturón y una fíbula de bronce. Asimismo, en El Pradillo (Pinilla de Trasmonte) aparecieron tres hoces, una de ellas con cierta decoración en el mango y una arandela de suspensión (Abarquero y Palomino 2007: Fig. 4-15 y 16; Moreda y Nuño 1990: 174). Pero no sólo se decoran las herramientas, también encontramos posibles motivos de adorno en las lanzas de la tumba 28 de Las Ruedas (Sanz Mínguez 1997: 73-77). La restauración de determinados objetos, como la hoz de La Mercadera, y la decoración de herramientas o armas nos permite profundizar en la importancia de estos objetos más allá de su funcionalidad práctica y adentrarnos en su vertiente simbólica, por la que jugaron un papel fundamental en las construcciones identitarias del individuo allí enterrado. Algunos ejemplos antropológicos han explorado los significados de las decoraciones que aparecen sobre las armas, como es el caso de las lanzas de los mao, los throwing sticks de los bertha, los arcos y flechas de los gumuz (Etiopia, Sudán) o las flechas de los awá (Brasil) y han sido relacionados con las tecnologías del “yo”, donde la 212 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero individualización de determinados artefactos a través de su forma o decoración permiten identificarlos como símbolos de la persona (González Ruibal 2014: 317; González Ruibal et al. 2011). Fig. 80: Ajuar de la tumba 15 de Viñas del Portuguí de la colección del Museo Arqueológico Nacional (a partir Fuentes Mascarell 2004: Fig. 18-19). En el caso de La Mercadera es imposible conocer género o la edad de los individuos, pero algunos de los ajuares de la necrópolis de Carratiermes presentan composiciones similares, a pesar de las diferencias regionales. Así se han contabilizado un total de nueve tijeras en siete tumbas (6, 16, 27, 149, 208, 263, 510), más otras veinticinco fuera de contexto. En todas las tumbas aparecen vasijas torneadas, en tres de ellas arreos de caballo y en dos de éstas últimas, lanzas (Argente et al. 2001: 128-129). En este conjunto, tan sólo se pudieron atribuir sexo a dos de ellas, la tumba 6 y la 263, varones en ambos casos; y edad a tres, las tumbas 6, 149 y 263, donde las dos primeras corresponden a individuos de entre 30 y 40 años, y la última a un varón de entre 60 y 70 años. A lo anterior debemos añadir que la tumba 68 de La Mercadera incluía un punzón biapuntado, o la 144 de Numancia con las pinzas de depilar, objetos que se ha relacionado con enterramientos exclusivamente masculinos. A partir de los escasos ajuares con analíticas sobre el sexo de los difuntos 213 La segunda Edad del Hierro con este tipo de herramientas, se puede apuntar que se trataría de hombres. Además, ha sido señalada una división de tareas a partir de género en determinadas actividades, como la crianza de ganados o las tareas de esquilado, a cuyo cargo estarían los hombres, mientras que el hilado, el tejido y la confección de las piezas finales, la llevarían a cabo las mujeres. Otro elemento material recurrente, especialmente en la necrópolis de Numancia, son las agujas de coser, de bronce y de hierro, cuya presencia se puede registrar a lo largo de todo el cementerio, aunque de nuevo con mayores concentraciones en las agrupaciones 1 y 2 (Jimeno et al. 2004: Fig. 210a y 210b). Las combinaciones de objetos que acompañan a estas agujas son muy numerosas y variadas, por lo que no parece que tengan ningún tipo de relación con identidades de género, edad o clase, sino más bien con la casa, su orientación económica o fuente de riqueza. Para los iberos del noreste, A. Gorgues (2008: 186-187) ha planteado la existencia de una serie de linajes especializados en la producción de determinados bienes, entre los que tiene lugar una competición por el poder social y económico dentro de la comunidad. La presencia de herramientas y otros objetos relacionados con la actividad económica puedan relacionar a los difuntos con las principales potencialidades económicas de sus casas o familias, siendo reflejo de su riqueza económica y de su posición en la sociedad ante la muerte. 5.3.4.2. Identificando las identidades de casa en la tumbas En apartados previos, mencionamos la importancia de las agendas de los dolientes en el ritual y la composición de los ajuares en la negociación social y simbólica, siendo la unidad formada en torno a la casa un elemento más. La identidad doméstica es quizá más evidente en los enterramientos infantiles y en los de las mujeres. Los niños y niñas no han tenido tiempo para labrarse una posición social propia, por lo que en los rituales fúnebres, la familia y/o su unidad doméstica se materializan en el ajuar. En el caso de las mujeres, la esfera doméstica es su espacio por excelencia, es el marco donde tiene lugar la identidad relacional que ellas encarnan, reflejo de sus éxitos y fracasos. Existen casos especialmente evidentes en este sentido, sobre enterramientos infantiles como las tumbas 127b y 153 de la necrópolis de Las Ruedas (Sanz Mínguez 2015; Sanz Mínguez y Romero 2010), atribuidas a “princesitas”, quienes cuentan con algunos de los ajuares más ricos de este cementerio. Compuestos por numerosas piezas cerámicas, objetos de adorno corporal entre los que encontramos fíbulas, piezas de pasta vítrea o ámbar; canicas y otros juguetes, cajitas rectangulares, fusayolas y agujas de coser, cuya riqueza y variedad serían el reflejo de su familiar. También enterramientos como la tumba 74 de La Yunta (García Huerta y Antona 1992: 75-76) que perteneció a una muchacha de entre 12 y 15 años, acompañada por una urna decorada con líneas de pintura negra, un cuenco con dos perforaciones como tapadera, varios fragmentos de cerámica no diagnóstica, una fíbula de bronce zoomorfa de caballito y veinticinco astrágalos de ovicáprido. La presencia de astrágalos es algo común en los ajuares de este cementerio, especialmente en 214 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero enterramientos infantiles. Este es uno de los pocos contextos, donde tenemos bien documentadas las características de la persona que es enterrada con una fíbula de caballito, y no coincide con el tópico que tradicionalmente se ha atribuido a estos materiales. En este caso particular, la presencia de esta fíbula podría estar relacionado a esta muchacha con características o atributos de su grupo familiar o casa, que son los que en definitiva han depositado el ajuar para que la acompañe a la otra vida. Aunque posteriormente profundicemos en ello, a lo largo de la Edad del Hierro aquellos objetos relacionados con la violencia o la figura del caballo fueron testimonios de prestigio y/o estatus social por sus portadores. De nuevo, en los escasos datos sobre sexo y edad de las tumbas de los cementerios nos permiten relacionar enterramientos de mujeres acompañadas por armas. Volviendo a la necrópolis de Carratiermes, cuatro enterramientos, tres de ellos dobles, presentaban armas. Las tumbas 54 y 201 pertenecieron a mujeres entre 20 y 30 años y a infantiles de entre 1 y 2, y 1 y 3 años respectivamente, acompañadas de lanzas y vasos cerámicos. En la número 54 (Fig. 81, A), los cuencos son de cerámica a mano y uno de ellos está decorado con punteados incisos formando líneas rectas y zigzag, un regatón y fragmentos de un escudo. Mientras que la tumba 201 (Fig. 81, B), las cerámicas son dos cuencos exvasados a torno, un fragmento de una varilla o pulsera y un gran cuchillo curvo. El último de los enterramientos dobles es la tumba 519 que perteneció a una mujer de entre 40 y 50 años y un infantil de entre 1 y 2 años, cuyo ajuar se componía por un puñal de frontón bellamente decorado (Fig. 81, C), una punta de lanza, restos de un escudo y un cuchillo curvo y estaba señalizada por una estela de caliza (Argente et al. 2001: 62). El último de los ajuares femeninos con armas es la tumba 621 (Fig. 81, D), que perteneció a una mujer de entre 50 y 60 años que fue enterrada con un cuenco y una tapadera de cerámica a mano, un gran cuchillo y una punta de lanza. A pesar de las diferencias regionales, podemos encontrar composiciones similares en el registro de La Mercadera, donde B. Taracena (1932: 23, 25) identifica la tumba 66 como un enterramiento doble de un varón y una niña, a partir de la composición de ajuar, y adjudica a la niña una edad de cuatro o cinco años según el tamaño de los huesos, criterio no muy fiable desde el punto de vista de la antropología (Fig. 81, E). A. Lorrio (1990: Fig. 2) proporciona una descripción del contenido de cada uno de los ajuares. La denominada 66a consta de dos puntas de lanza, un cuchillo de hierro y una fíbula de gran tamaño anular hispánica de bronce; el segundo de ellos, se relaciona con los dos pendientes de plata y la pulsera también en plata. La composición de estos ajuares recuerda a las tumbas 54 y 201, anteriormente descritas de Carratiermes, que pertenecieron a mujeres de 20-30 años con infantiles de 1 a 3 años. También, otras dos tumbas de La Mercadera que pueden relacionarse, a partir de la composición de los ajuares, son las tumbas 8 y 57 (Fig. 81, F y G) que se componen por grandes cuchillos curvos, una punta de lanza y fíbulas que recuerdan a los ajuares femeninos de las tumbas 201 y 621 de Carratiermes. 215 La segunda Edad del Hierro Fig. 81: Ajuares con armas relacionados con mujeres. Carratiermes: Enterramientos dobles: A. Tumba 54, B. Tumba 201, C. Puñal de frontón de la tumba 519. Enterramiento individual: D. Tumba 621 (Argente et al. 2001). La Mercadera: Enterramiento doble: E. Tumba 66. Enterramientos individuales: F. Tumba 8, G. Tumba 57 (Taracena 1932: Lám. XX, XI, XV). 216 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Estas transformaciones y composición de los ajuares dependiendo de las edades de las mujeres serían reflejo de los distintos diferentes niveles de participación en la unidad doméstica en la que se integran y de capacidad de acción e influencia que gozan dentro de ella. De nuevo el ejemplo de las mujeres Toba Batak puede ayudarnos a entender el proceso. Estas mujeres pasaban por tres grados de participación en la unidad doméstica a lo largo de sus vidas. El primero, cuando nacen y crecen donde son hijas y hermanas en la casa de sus padres, y cuyos lazos con ellos se debilitan cuando se casan, lo que les da acceso al segundo grado. Se trasladan a vivir a la casa de sus suegros, donde asumen los papeles de esposa y nuera, ambos de bajo estatus. Finalmente, el último de ellos, tiene lugar cuando ella y su marido son económica independientes y pueden permitirse una casa propia. A pesar de que siempre tiene una posición inferior a la de su marido, irá ganando parcelas de poder cuando se convierte en madre y, sobre todo, cuando se convierta en ser suegra. En todos los estados, la mujer siempre contribuye con su trabajo, en la producción o las tareas de reproducción, o ambas y en su compromiso emocional con el núcleo familiar. En algunos casos, algunas esposas mayores o viudas pueden llegar a ejercer gran autonomía y poder de decisión y ser las protagonistas de los asuntos familiares (Rodenburg 2003: 121). Los ricos ajuares de las princesitas de Las Ruedas, la muchacha de la fíbula de caballito de La Yunta y otros enterramientos infantiles más modestos de Carratiermes, reflejan varias identidades de los difuntos: la edad mediante objetos como los juguetes, canicas, fichas o astrágalos de ovicáprido, y el estatus de la casa a la que pertenecieron, mediante los adornos, las vajillas o las armas. Mientras que los ajuares de los enterramientos de las mujeres adultas, ya sean en forma de objetos relacionados con el adorno del cuerpo o armas serían exhibiciones de los logros de la unidad doméstica. Las mujeres de más edad, como la enterrada en la tumba 519 de Carratiermes, posiblemente gozarían de una mayor autonomía y autoridad dentro de la comunidad, no en vano las mujeres eran las garantes de la memoria familiar y comunitaria, como narra Salustio (2, 91) en sus textos: “Las madres y abuelas conmemoraban las hazañas guerreras de sus mayores a los hombres que se aprestaban para la guerra o el saqueo, donde cantaban los valerosos hechos de aquéllos”. 5.4. PODER, INDIVIDUOS Y COMUNIDAD El volumen documental de la segunda Edad del Hierro ofrece más posibilidades a la hora de adentrarnos en las múltiples facetas del poder y sus relaciones. Como en el periodo anterior, la posesión de la tierra, de ganado y de determinados recursos, el control de las rutas comerciales, el conocimiento sobre las dinámicas del mundo y/o el dominio de técnicas especializadas van a ser los medios claves que permitan a los diferentes actores manipular la balanza de control social y simbólico a su favor. La viabilidad y el éxito de las agendas individuales y/o colectivas dará lugar a las fluctuaciones y el remplazo de los miembros de la comunidad en las posiciones de poder, como pudimos observar en la necrópolis de La Yunta con la variación en las distribuciones de tumbas, la localización y forma de los 217 La segunda Edad del Hierro túmulos, y los personajes centrales de cada momento. Las estrategias para la obtención y el mantenimiento del poder fueron múltiples, individuales y colectivas. Nuevamente, vamos a explorarlas desde dos perspectivas principales: la comensalidad mediante los festines o banquetes, medios por los que determinados miembros mantendrían una posición preeminente mediante la redistribución parcial de su riqueza; y los diversos aspectos que se relacionan con el conflicto y la violencia, tanto en el seno de la comunidad como hacia los otros. 5.4.1. COMPARTIR ES VIVIR: GENEROSIDAD, RIQUEZA Y PODER En el capítulo previo ya comentamos las obligaciones y beneficios que suponían compartir comida y bebida en contextos ritualizados, bien distinguidos del consumo diario doméstico, tanto en las formas como los productos. Los alimentos y las bebidas pueden ser considerados como un tipo de cultura material elaborada específicamente para ser destruida mediante el consumo (Dietler 2006: 232) para lograr diversos fines, desde la movilización del trabajo hasta la creación o fortalecimiento de las relaciones entre diversos colectivos. Así, los excedentes materiales son manipulados y transformados en rédito social y político. 5.4.1.1. La materialidad del banquete B. Arnold (1999: 72) enumeraba una serie de evidencias para aproximarnos a las formas y significados de estos contextos, entre las que destacaba el registro material. A. Lorrio (2005: 230-232) recoge toda una serie de objetos vinculados a los banquetes y el consumo de carne, como los asadores, las trébedes o parrillas realizadas de bronce y hierro. Elementos que han sido relacionados en el Mediterráneo como reflejos de estatus, dotados de una gestualidad y unas formas de consumo determinadas y lazos con el poder (Ruiz Gálvez y Galán 2013). Tanto en contextos domésticos como funerarios, contamos con amplios repertorios cerámicos de formas relacionadas con el banquete. Entre ellos, destacan los ejemplares decorados, especialmente el conjunto conocido como las “cerámicas numantinas” por el peso bibliográfico que han tenido sus pinturas en relación con las cosmogonías. Desafortunadamente, es escasa la información sobre los contextos espaciales y estratigráficos en los que fueron encontradas, ya que tan sólo contamos con referencias de la Comisión de Excavaciones de Numancia, sobre la localización de algunos de los ejemplares en cuevas o estancias subterráneas bajo las ciudades romanas. También cabe señalar algunas cerámicas singulares recogidas por F. Wattenberg, en su publicación sobre las cerámicas de Numancia (1963), dedicadas a estos menesteres. Entre ellas, destacan alguna jarra con una vertedera en forma de cabeza de caballo (Wattenberg 1963: tabla XLIV, 1149); un vaso con una asa está rematada por la cabeza de un torito, que mira hacia el interior del recipiente (Wattenberg 1963: tabla XVII, 453); otra asa con cuernos de toro aplicados (Wattenberg 1963: tabla XVII, 466), o una figura exenta que 218 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero habría estado aplicada de un modo similar, en forma de cabeza de toro (Wattenberg 1963: tabla XVII, 545). Fig. 82: Simpulae de Numancia con cabeza de caballo y toro: Cerámica: A.- Sin contexto (Wattenberg 1963: tabla XVII, 465). Bronce: B.- Sin contexto (Lorrio 2005: Fig. 96B). C.- Casa 6. Son numerosos los fragmentos de simpulae que aparecen en ciudades como Numancia (Fig. 82), donde contamos con fragmentos realizados de cerámica como el que remata en forma de cabeza de caballo (Wattenberg 1963: tabla XVII, 465), y ocho ejemplares realizados en bronce rematados en cabezas de toros. Siete de ellos aparecen recogidos por R. Martín Valls (1991) a partir de Schüle (1969: lám. 170), sin contextos; y el último de ellos apareció en la ya citada manzana XXIII, en la casa 6 que encontramos muy arrasada por las labores de acondicionamiento de la ciudad romana. Cabe señalar que en esta vivienda apareció una alacena que guardaba un conjunto de cerámicas de mesa casi intacto, algunos fragmentos de cerámicas de almacén, unas tijeras, una fíbula y una ficha (Jimeno et al. en preparación). El conjunto material que proporcionaron las casas de la manzana XXIII de Numancia (Jimeno et al. en preparación) permite relacionar algunos ejemplares con esta actividad, especialmente la amplia vajilla de mesa que apareció en torno al hogar de la casa 2 compuesta por 7 cuencos, 5 copas, 2 boch y 7 jarras, y su almacén con 13 copas, 3 boch, 9 jarras, 14 cuencos, 3 vasos y un posible quemador (Fig. 75). En este espacio de habitación, y especialmente en el de almacenamiento, observamos el elevado número de cerámicas de mesa, principalmente de copas y elementos trasvasadores entre las vasijas de almacenamiento y consumo, como son las jarras o boch, en relación con los materiales de las demás casas, donde a pesar de que también aparecen copas, la proporción es menor y es, generalmente, superada en número por los cuencos. Los contextos funerarios son quizá la evidencia más extensa con la que contamos, especialmente para esta segunda Edad del Hierro. Gracias a la práctica de hacer partícipe al difunto del banquete en su honor, con el fin de alimentarlo, es frecuente la deposición de piezas de carne en la tumba, por lo que para las necrópolis del Alto Tajo y Alto Jalón contamos con restos óseos de bóvidos, ovicápridos, cérvidos y aves (Cerdeño 2010; Sagardoy y Chordá 2010); en Las Ruedas, cordero, conejo y cerdo (Sanz Mínguez y Romero 2010: 406) o en Numancia, ovicápridos y équidos (Jimeno et al. 2004). También asistimos a un aumento de los elementos cerámicos como parte del ajuar, especialmente de 219 La segunda Edad del Hierro formas relacionadas con la vajilla de mesa, como cuencos, copas o jarras. Mientras en El Pradillo, en la mayor parte de los enterramientos predominan tres formas cerámicas: las jarras trilobuladas, las botellas y los cuencos carenados (Abarquero y Palomino 2007: 252). Especialmente relevante es el caso de Las Ruedas, que cuenta con análisis de residuos en algunas de sus piezas cerámicas (Sanz Mínguez et al. 2010; Juan Tesserras y Matamala 2003). Fueron contenedores habituales de vino, como las copas de las tumbas 18, 30, 34, 75 o 84, y el vaso realizado a mano de la 84, pero tan sólo contamos con datos antropológicos de tres de ellas. La tumba 18 era de una mujer de entre 30 y 40 años, acompañada por varias piezas cerámicas y un fragmento de una manilla de escudo (Sanz Mínguez 1997: 64). La tumba 30 era doble, la copa se encontraba en el conjunto de ajuar de una mujer de 18-20 años, enterrada a un hombre de 40-50 años con armas (Sanz Mínguez 1997: 79-83). Por último, la tumba 34 perteneció a un varón de 50-60, con cerámicas a mano y a torno (Sanz Mínguez 1997: 90-92). También había evidencias de cerveza, en dos vasos de los enterramientos 38 y 50. El vaso de la tumba 38 estaba hecho a mano compuesto por tres trípodes, que perteneció a un hombre de 30-40 años, junto con cerámicas a mano y a torno y abundantes canicas (Sanz Mínguez 1997: 96-100). Mientras que el de la tumba 50 era una kernos a torno decorado con pinturas geométricas, que acompañaba a un hombre de 30-40 años enterrado en un conjunto doble junto armas, cerámicas y elementos de aseo; y un hombre de 40-50 años con ajuar cerámico y algunas tijeras (Sanz Mínguez 1997: 117-122). 5.4.1.2. El alcohol: uso, consumo y producción “If there’s no beer, it’s not a ritual” Informador tanzano en Justin Willis (2002: 61) El vino siempre ha ocupado un papel por excelencia al referirnos al consumo de bebidas alcohólicas, quizá por las cualidades que destacaba M. Poux (2009: 93): su alto precio, la eventualidad de un consumo no cotidiano, la performance de la que se rodea o la riqueza e influencia que le reporta al que lo organiza. Pero como señalaba A. Jimeno (2009b) en su estudio sobre el vino en el Alto Duero, su presencia es bastante reducida y hay una ausencia generalizada hasta el siglo II a.n.e. de materiales arqueológicos o de citas de los autores clásicos. La primera referencia del consumo de vino en la zona, procede de Tito Livio (XL, 47, 5) durante la campaña de Tiberio Graco en el 179 a.n.e. En ella, narra la visita de los emisarios celtíberos de Céntima al campamento romano, en la que lo primero que pidieron al pretor fue que se les diese de beber. Los romanos quedaron asombrados por sus formas, ya que los indígenas no conocían la ritualidad ni los gestos que para ellos conllevaba su ingesta, lo que el autor califica de: “…lo primitivo de su carácter y su absoluta ignorancia de cómo comportarse” 220 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Diodoro (V, 34, 2), a partir de Posidonio, apuntaba que la presencia de vino en la Celtiberia es rara y proviene del exterior, posiblemente de la Meseta Occidental, por la cita de Apiano (Iber. 91) en la que menciona los contactos de carácter comercial con la zona del Duero Medio, mediante “…pequeñas barcas de remo o vela”. Región en la que está bien atestiguado el consumo de vino, por evidencias como las señaladas para la necrópolis de Las Ruedas o las semillas de uva que aparecieron en la ciudad vaccea de Cauca del siglo II a.n.e. (Jimeno 2009b: 167). La forma de cultura material que supone el alcohol, enfatizado por sus cualidades psicotrópicas, le proporciona un alto valor ritual, que no puede ser consumido a la ligera, sin una serie de protocolos, gestos y formas. Las referencias de los autores griegos y romanos ante el barbarismo de los indígenas en el consumo del vino, como la ya citada de Tito Livio o la de Estrabón (III, 3, 7) para los montañeses del norte, así como la rareza que debió suponer observarlos tomarlo sin rebajar con agua, o mezclado con miel, como señalan las palabras de Diodoro (5, 33-34) sobre los celtíberos y la analítica de la tumba vaccea 18 de Las Ruedas (Sanz Mínguez et al. 2010: 600). Evidencian la existencia de diferentes tradiciones y costumbres en el consumo del alcohol entre ambas sociedades y el asombro que les produjo observarse. La caelia fue la bebida alcohólica de estos pueblos, un tipo de cerveza elaborada a partir de cereales que se consumía sin mezclar y de la que nos reportan detalles sobre su producción, sabor o consumo autores como Plinio (H.N. XXII, 164) u Orosio (5, 7, 2-18). Numerosas son las referencias de eventos rituales regados por cerveza, y será precisamente la presencia de la misma la que marque el carácter ritual del evento como las palabras que recogía J. Willis (2002) de uno de sus informadores tanzanos en su estudio sobre “Potent brews” al este de África a finales del siglo XIX, con la que empezamos este apartado. Ritualidad marcada con música, cánticos y danzas, como recoge Estrabón (III, 3, 7) para los pueblos del norte o algunas de las representaciones de las cerámicas numantinas de mesa. Hemos de tener presente que el consumo de bebidas alcohólicas en las sociedades preindustriales tiene lugar de un modo casi exclusivo en contextos de interacción social, como mecanismo de cohesión del grupo a diversas escalas, y el consumo en solitario, ligado a la adicción, es propio de la sociedad industrializada de Occidente y es raro en sociedades tradicionales (Dietler 1990: 361). El caso de los baganda de Uganda muestra como tan sólo consumen cerveza como vehículo para establecer vínculos ritualizados de larga duración, con los que se crean una serie de obligaciones económicas y sociales mutuas (Robbins 1979) o los luo de Kenia, entre los que el alcohol es el principal medio para la movilización del trabajo (Dietler 1990). M. Dietler (2006, 1990) sugería las dos caras del proceso social y simbólico que tenían lugar con el consumo comunal de alcohol. Por un lado, al compartir la bebida se crea o refuerza un sentido de identidad común entre los participantes. Pero por otro, se enfatizan una serie de diferencias y fronteras que condicionan, refuerzan o renegocian la posición en la que se encuentra cada uno de los participantes dentro de la comunidad, donde entran en la arena de la negociación y la manipulación, las identidades de género, edad, clase, estatus, casa o familia, a diferentes escalas y con diversos alcances. 221 La segunda Edad del Hierro El alcohol es, por lo tanto, un útil recurso para la manipulación de la vida política y las relaciones que de ella derivan, jugando un importante papel en la construcción de la autoridad. Quizá, la relación más evidente de ésto sea su vínculo con las relaciones de hospitalidad, que han sido bien caracterizadas por censurar lazos rituales y el consumo de alcohol. Esto permitiría una mejor compresión de situaciones como la narrada por Tito Livio (XL, 47, 5) anteriormente; y la de Diodoro (5, 34) sobre los celtíberos en general, en la que se pelean por acoger huéspedes. La bebida en el ejercicio de la hospitalidad sería un medio para crear y/o mantener crédito social dentro de la comunidad y una red de interacciones, en las que se establecen una serie de derechos y deberes que pueden ser evocados en el momento necesario. La celebración de banquetes o festines siempre conlleva una serie de asimetrías que nos pueden ayudar a entender mejor el alcance y las implicaciones de este tipo de celebraciones. Ya hemos mencionado como, a través de la práctica, cada participante actúa a partir de sus diferentes identidades, de las que dependerían el lugar en el que sentarse, el orden de acceso a la comida, los gestos o la forma de comportarse, entre otros; tal y como señalan Posidonio en el “Banquete de los Eruditos” (IV, 36) o Estrabón (III, 3, 7) para los montañeses del norte. “Comen sentados en bancos construidos contra el muro y se sientan en orden a la edad y el rango. Los manjares se pasan en círculo, y a la hora de la bebida danzan en corro al son de flauta y trompeta, pero también dando saltos y agachándose, y en Bastetania danzan también las mujeres junto con los hombres cogiéndose de las manos” Estrabón (III, 3, 7) Pero estas desigualdades, también se registran en términos de preparación y beneficio, bien caracterizadas por M. Dietler y B. Hayden (2001), relacionadas con el género. La preparación de la cerveza para compartir en contextos sociales requiere una gran inversión de recursos agrícolas y actividad culinaria, lo que supone un gran esfuerzo para la unidad doméstica en términos de producción de las materias primas y su elaboración. M. Dietler (2001: 81-82) en un estudio recogía referencias numéricas sobre el coste que suponía para la casa la elaboración de bebidas alcohólicas, en especial la cerveza. Así, una casa en Botswana destinaba el 15-20% del cereal que producía para la elaboración de dicha bebida, que se consumía en el marco de los work party feast durante la época de la cosecha, tiempo en el que los hombres se mantenían constantemente en estado de embriaguez (Haggblade 1992). Hecho que recuerda lo mencionado por Tácito en la Germania (15) sobre la actitud de determinados hombres ante el trabajo doméstico y agrario: “Cuando no guerrean, se dedican algo a la caza, pero pasan la mayor parte del tiempo sin ocuparse de nada, entregados al sueño y a la comida. Los más valientes y belicosos entregan el cuidado de la casa, el hogar y los campos a las mujeres, ancianos y a los más débiles de la familia, mientras ellos languidecen: sorprendente versatilidad de carácter, que hace que los mismos hombres gusten así de la ociosidad y odien la paz” Entre los bemba de Zambia se utilizaban 400 libras de mijo al año para la elaboración de cerveza, lo que suponía un 17% de su producción (Richards 1939). Estas cifras suponen un alto coste para la casa. 222 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Entre los luo, el gobierno keniata intentó intervenir en el gasto que suponen los banquetes funerarios, que en algunos casos llegaban a arruinar a las familias de los difuntos. En estas sociedades preindustriales es muy frecuente que las mujeres sean las encargadas de la producción agrícola y del cuidado de los animales domésticos, además de los procesos de elaboración, cocinado y servicio, es decir, son las encargadas de la preparación del banquete, desde la obtención de los ingredientes hasta la mesa. Sin embargo, el principal beneficiario de su trabajo es el hombre, especialmente en las arenas del poder político y la autoridad, adueñándose de la labor y esfuerzo de la mujer. Aunque también habrían de beneficiarse todos los miembros de la unidad doméstica, por el mero hecho de formar parte de ella, relacionandose con la capacidad de movilizar recursos y destruirlos en un evento más o menos público. Así, las mujeres serían partícipes del reconocimiento social y el estatus del marido en el marco de la identidad de casa, aunque siempre a una escala y con unos beneficios diferentes. 5.4.1.3. Comida, bebida y guerra Existe una estrecha relación entre el festín y la guerra. Ya hemos comentado como estos eventos de comensalidad tienen lugar en múltiples contextos como nacimientos, ritos de paso, bodas o fallecimientos, y cuyas escalas serían múltiples desde el ámbito doméstico, al familiar, diferentes agrupaciones sociales y/o políticas, asentamiento, territorio… En este caso quiero hacer hincapié en los eventos relacionados con la guerra. S. Alfayé (2006: 154) evidenciaba como en momentos anteriores a un enfrentamiento y después del enfrentamiento, tenían lugar este tipo de celebraciones. Buen ejemplo de ello es el banquete de los numantinos antes del último ataque contra Roma, con el que intentan romper el cerco que había impuesto el cónsul Escipión Emiliano en el 133 a.n.e., narrado por Floro (I, 34, 12) y Orosio (V, 7, 12-14), donde compartieron carne semi-cruda y caelia, y se lanzaron al combate en estado de embriaguez. F. Quesada (1994b: 121) ya apuntaba que “…el uso -y quizá abuso- del alcohol antes del combate era común en Iberia”, como mecanismo para incitar a los implicados a la batalla y para paliar tensiones y miedos. También en El Castrejón de Capote (Badajoz) (Berrocal 1994: 263-276) contamos con un buen registro material sobre un contexto similar, donde se documentó una estancia en la parte central del asentamiento que frecuentemente había servido para el sacrificio de animales y su consumo. El interior de la habitación acogería a un reducido número de personas que se situarían sentados en los tres bancos corridos, adosados a la pared en torno a un altar. En este contexto, se evidencia un festín realizado antes de la destrucción del sitio por parte de los romanos, donde habrían participado entre 100 o 200 personas por el número de recipientes cerámicos documentados. Asimismo, los sacrificios eran comunes antes de entrar en batalla, como los referidos por Tito Livio (Per. 49) para el caso de los lusitanos o Estrabón (III, 3, 6) para los pueblos del Noroeste. Aunque posteriormente profundicemos más en el papel que juega la violencia en estas sociedades y su materialización a través de la iconografía, no quiero dejar de mencionar la relación existente entre 223 La segunda Edad del Hierro los usos de las formas cerámicas decoradas, los motivos decorativos y el conflicto. Son famosas las cerámicas pintadas con motivos figurados que recogen variadas escenas y que provienen fundamentalmente de Numancia. Estas representan casi de modo exclusivo, salvo una única excepción, presentan composiciones protagonizadas por hombres. Imágenes relacionadas con la figura del guerrero, la doma de caballos, danzas, combates singulares, muertes heroicas o personajes híbridos son los principales temas en los que aparecen figuras humanas. Generalmente, estas escenas son únicas y decoran formas relacionadas con la vajilla de mesa, tales como cuencos, jarras o boch, cuyo uso podríamos relacionar con este tipo de festines más que con el uso diario de la familia. No en vano la mayor parte de estas cerámicas han sido encontradas en almacenes subterráneos y su presencia en contextos domésticos es prácticamente nula, a excepción de un fragmento hallado en la limpieza de estructuras de la manzana IX que había excavado la Comisión de Excavaciones en 1914, y en la que en el año 2014, documentamos una parte de una casa celtibérica intacta, donde había un conjunto de cerámicas almacenado junto al hogar, entre los que se encontraba un fragmento de boch con la representación de una figura humana de la que sólo se puede distinguir la parte de una mano y el brazo. La presencia de escenas de luchas épicas o de rituales funerarios heroicos contribuiría a la heroización de determinados miembros de la familia o la comunidad y a la elaboración de complejas narrativas de las cosmogonías. Su reiteración por medio de la práctica al compartir comida y bebidas permitirían a los organizadores de dichos banquetes crear y fortalecer vínculos con los protagonistas allí representados, participado así de los relatos representados sobre las cerámicas del convite. 5.4.2. CONFLICTO Y VIOLENCIA “The very basis of social power thus prevented its accrual, and warfare acted as a regulatory mechanism maintaining a broadly egalitarian community” Ian Armit (2012: 61) Suscribíamos para el periodo anterior, la idea de todas las sociedades se encuentran inmersas en patrones de conflicto y cada una de ellas desarrolla una serie de soluciones culturales que les permitan asumirlo, gestionarlo y justificarlo. Las evidencias de la violencia abarcan múltiples aspectos de la cultura material y a muy diversas escalas, impregnando todos los ámbitos de la sociedad. No es sólo el conflicto directo el que moldea las sociedades, sino los diferentes tipos de violencia las que conforman una parte esencial de la identidad común, de su organización, ideología y formas de actuar (James 2007: 167). La cultura material y los escritos de los autores clásicos evidencian la importancia del conflicto en estas comunidades, desde la elaboración de las armas, al tratamiento de los individuos en las tumbas hasta la construcción y visualización de las fortificaciones. Así, como su relevancia a la hora de modelar las identidades, especialmente la relacionada con la figura del guerrero en la nos 224 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero detendremos a continuación, y su capacidad transformadora para acomodar y administrar las relaciones de poder. Para ello, vamos a explorar los dos tipos de violencia que señalaba I. Armit (2011a). En primer lugar, aquella que es aceptada moralmente por la comunidad, donde profundizaremos en la configuración de la identidad de los guerreros, las virtudes sociales de la guerra y el papel de la mujer. Y en segundo lugar, en la agresión moralista que recoge los actos de violencia más extremos en los que sus protagonistas han de ser eximidos de su responsabilidad moral por las características del evento, donde exploraremos las prácticas de cortar cabezas y manos y los sacrificios humanos. Cuando nos refiramos a la violencia, siempre hemos de tener en cuenta el barniz ritual del que se revisten estas acciones que sirven como mecanismos de control social del conflicto y la agresividad, para garantizar el buen funcionamiento y supervivencia de la comunidad. 5.4.2.1. La figura del guerrero Los guerreros son los principales actores de la Edad del Hierro, al menos en lo que a la bibliografía se refiere. Bien es cierto que contamos con un amplio registro material de objetos tradicionalmente asociados a su figura. Ejemplos como la valoración de R. Morenas de Tejada (1916b: 608) tras sus excavaciones en el cementerio de Viñas del Portuguí, al que consideraba mayoritariamente de guerreros por la abundante presencia de armas y la escasa presencia de adornos femeninos, ilustran los prejuicios perpetuados en el mundo de la investigación durante el siglo XX, e incluso hoy. 5.4.2.1.1. O al menos su apariencia La figura de estos personajes ha sido caracterizada en numerosos estudios, atendiendo a los aspectos formales y a su papel político como figuras de autoridad dentro de la sociedad (e.g. Ciprés 1993a; Ruiz Zapatero y Lorrio 2000; Almagro Gorbea y Lorrio 2007; Ruiz Gálvez y Galán 2013). El guerrero es una construcción social, una identidad relacional de clase, donde un grupo de hombres busca diferenciarse del conjunto social a través de su apariencia, aunque al mismo tiempo persiguen la uniformidad entre ellos como mecanismo para enfrentar al mundo. Es quizá una de las identidades más fácilmente observables, tanto en los textos antiguos como en el registro material, siempre y cuando contemos con un amplio repertorio de datos, porque como ya hemos visto anteriormente, datos parciales pueden llevarnos a equívoco y reflejar identidades de casa o estatus. Las principales evidencias materiales con las que contamos para identificar esta identidad hacen referencia a su construcción a través del cuerpo, que como señalaba J.D. Hill (1997: 101) forma parte del lenguaje no verbal y es capaz de transmitir poderosos mensajes mediante la apariencia, los gestos o las formas, relacionados con cuestiones de género, edad, clase o poder, entre otras. Las armas, su relación con el caballo o los instrumentos de aseo quizá sean las formas de materialización más frecuentes de esta identidad que es especialmente visible en el mundo funerario. 225 La segunda Edad del Hierro En este periodo, hemos asistido a un cambio de mentalidad reflejado en la composición de los ajuares, caracterizado por la disminución y el cambio del tipo de armas presentes en las necrópolis. Como veíamos en Carratiermes, se observa el predominio de los puñales en detrimento de las lanzas que habían sido las principales protagonistas en la configuración de esta identidad en el periodo anterior. Las armas serán el foco de complicadas decoraciones, como las vainas de los puñales de Numancia, o las vainas y empuñaduras de las espadas de tipo Arcóbriga o de antenas atrofiadas. También de una serie de objetos defensivos, más decorativos que útiles, como los cascos de bronce de la tumba 39 de Numancia (Jimeno et al. 2004: Fig. 51), el ejemplar de La Fuentona (Graells y Lorrio 2013: 154, 156) y los del depósito de Aranda de Duero (Graells et al. 2014); o el cardio-torax de Aguilar de Anguita (Guadalajara) y el de la tumba 350 de La Osera (Chamartín de la Sierra, Ávila). El diseño y las decoraciones de estos elementos debieron servir para la protección de sus portadores o para añadir un poder sobrenatural a estos objetos, impresionar al enemigo o sustentar la preeminencia de la posición social de su propietario (Giles 2008). Simon James (2007: 168) apuntaba que la dominación habría tenido lugar primero a través de la psicología, la palabra o las acciones simbólicas, así marcas como las heridas de guerra habrían servido como distintivos de prestigio, exhibidos y valorados por la comunidad. La mera amenaza de la violencia, a través de sus emblemas, debió encontrarse enredada en amplias ideologías afines al estatus, el prestigio o la riqueza (Armit 2011a: 510). La aparición de herramientas en los ajuares, que ya citamos en el apartado correspondiente a la casa, en ocasiones restauradas o decoradas, asociadas a las actividades de la ganadería, la agricultura y la explotación de los bosques, especialmente relevantes en necrópolis como la de Numancia, debió responder a la asociación de la persona, la casa y/o la familia a determinadas fuentes de riqueza, como tierras, animales u otros recursos. Esto respondería a una mixtura entre los ideales del guerrero y los del hombre de negocios, quien controla la producción o el flujo de determinados bienes o recursos, similar a lo que observó A. Danielisová (2014: 81) para los dirigentes del La Tène Final de la zona de Bohemia y Moravia. Fruto de la diversidad regional, podemos observar la práctica desaparición de armas en necrópolis como La Yunta, donde tan sólo aparecen varios regatones, una vaina de puñal y algunas argollas y placas metálicas, que podrían corresponder a vainas de espadas o puñales, o arreos de caballo. La práctica ausencia de armas y la elevada presencia de los regatones han sido interpretadas como la posible representación simbólica de la parte por el todo (García Huerta y Antona 1992: 142), donde los regatones sustituyen a la panoplia guerrera y personifican los valores y significantes de las armas. Tampoco son comunes las armas en El Pradillo, donde tan sólo han aparecido un regatón de bronce (Moreda y Nuño 1990), un fragmento de puñal de tipo Monte Bernorio y un tahalí (Abarquero y Palomino 2007: 253). Por el contrario, son muy numerosos los objetos relacionados con el aseo, como las pinzas o las navajas de afeitar. El número de tumbas excavadas de este periodo es muy reducido, pero cuenta 226 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero con el mayor registro de navajas, compuestas de varios materiales donde los cabezales o el colgador están realizados en bronce, las cachas en hueso y la hoja en hierro (Abarquero y Palomino 2007: 253). Los ajuares están formados por varios de estos objetos, como por ejemplo, el enterramientos nº4 de la campaña de 1984 que presenta hasta tres navajas de afeitar y unas pinzas de bronce, junto a dos jarras de cerámica a torno pintadas, una de ellas con prótomos de caballo (Moreda y Nuño 1990: 172). Cabe destacar el gusto por la decoración de estos objetos, con motivos similares a los que observábamos sobre las fíbulas, pero en este caso sobre las pinzas y las navajas, a partir de líneas paralelas, aspas, dientes de lobo o círculos concéntricos entre otros (Abarquero y Palomino 2007: Fig. 4-1 a 12), cuyas combinaciones hacen que las piezas sean únicas, dotando a los objetos de características mágicas que protejan y ayuden a sus portadores. Fig. 83: Objetos de aseo decorados de la necrópolis de El Pradillo. A.- Navajas de afeitar. B.- Pinzas (Pinilla de Trasmonte) (a partir de Abarquero y Palomino 2007: Fig. 4). En otras necrópolis también aparecen este tipo de objetos, aunque en proporciones más reducidas. En Carratiermes, se identificó una cuchilla para afeitar en la tumba 133 que correspondía a un hombre de entre 30 y 40 años, y el resto del ajuar lo completaba un cinturón de escotaduras, una lanza y un regatón. También se documentaron dos pinzas de depilar. Una, en la tumba 330 donde se encontraba enterrado un hombre de entre 30 y 40 años con lo que los autores de la publicación han denominado un ajuar civil, por lo que se deduce que no era acompañado de armas o arreos de caballo (Argente et al. 2001: 237-238). Y la segunda, en la tumba 508 que a pesar de contener restos humanos, no se pudo determinar sexo ni edad. Su ajuar se completaba con un cuchillo curvo, arreos de caballo, numerosos 227 La segunda Edad del Hierro vasos cerámicos, incluyendo algunos ejemplares pintados y restos de huesos de animales. Son también numerosas las pinzas de bronce y de hierro y tijeras de pequeño tamaño en la necrópolis de Numancia, que pueden relacionarse con el aseo personal. Mientras que en Viñas del Portuguí, se encuentran recogidas unas tijeras de pequeño tamaño en el Museo Arqueológico de Barcelona (Schüle 1969: Taf. 63), a las que se le podría atribuir este uso. Este énfasis en la transformación y alteración del cuerpo dio lugar a determinados hombres fuesen enterrados con equipos de aseo, lo que refleja la importancia de la imagen física en la construcción de las identidades y la posición social de estos individuos. Es conocido el nudo swabiano entre los líderes de los suevos, al que hace referencia Tácito en su libro sobre la Germania (38, 4) del que dice: “Los próceres llevan el pelo de forma más rebuscada. Tal es su preocupación por la estética; aunque inofensiva, por cuanto no se adornan para amar o ser amados, sino para aparentar una mayor estatura a los ojos de los enemigos e infundir así terror al entrar en combate” Y que se ha podido identificar en Osterby (Schleswig-Holstein, Alemania), por la aparición en una turbera de la cabeza de un hombre de entre 50-60 años envuelta en una capa de ciervo, que presentaba evidencias de haber sido cortada y golpeada, quien lucía este peinado. Desafortunadamente, no contamos con referencias ni evidencias de este tipo para la Meseta, pero creo que merece la pena mencionar el espanto, que le produjo a los romanos, el aspecto de los numantinos cuando se rindieron a Escipión, por lo desaliñado y posiblemente poco usual: “Se volvieron salvajes de espíritu a causa de los alimentos y semejantes a las fieras, en sus cuerpos, a causa del hambre, de la peste, del cabello largo y del tiempo transcurrido. Al encontrarse en una situación tal, se entregaron a Escipión. Éste les ordenó que en ese mismo día llevara sus armas al lugar que había designado y que al día siguiente acudieran a otro lugar. […]. Los restantes acudieron al tercer día al lugar convenido, espectáculo terrible y prodigioso, sus cuerpos estaban sucios, llenos de porquería, con las uñas crecidas, cubiertos de vello y despedían un olor fétido; las ropas que colgaban de ellos estaban igualmente mugrientas y no menos malolientes. Por estas razones aparecieron ante sus enemigos dignos de compasión, pero temibles en su mirada, pues aún mostraban en sus rostros la cólera, el dolor, la fatiga y la conciencia de haberse devorado los unos a los otros” (Apiano Iber. 96-97) 5.4.2.1.2. Senderos hacia la eternidad La guerra era un medio por el que obtener prestigio y bienes, mediante el cual labrar una respetable posición social. La identidad de clase de los guerreros fortalecería los vínculos entre los participantes en estas correrías y les daría seguridad y respaldo para llevarlas adelante. El testimonio más fiable de la participación de estos hombres, vestidos de guerreros, en episodios bélicos serían las evidencias de violencia interpersonal, reflejadas sobre los restos óseos, pero debido al carácter de nuestro registro, son prácticamente inexistentes. El ritual de la cremación impide estudiarlas, y en muchos casos, determinar las características del individuo que encontramos en los enterramientos. La parte material de la persona sería purificada a 228 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero través del fuego, mediante el que se rompe el vínculo entre cuerpo y espíritu, y el alma puede viajar al mundo de los muertos. El fuego como elemento purificador aparece reflejado, no sólo en el ritual que registramos en las necrópolis o en numerosas referencias clásicas desde La Iliada con las honras fúnebres de Patroclo o el funeral de Viriato (Apiano Iber. 75). Sino también en situaciones desesperadas como relatan Floro (1, 34, 11) y Valerio Máximo (III, 2, ext.7) para el final de Retógenes en la caída de Numancia, donde sus hombres lucharon hasta la muerte en combates individuales hasta que no quedó ninguno, para finalmente darse muerte a sí mismo y arrojarse al fuego que le permitiese liberarse. Sin embargo, llama la atención la ausencia de hombres de entre 10 y 30 años en los cementerios de Carratiermes y La Yunta, y la desaparición de las armas en los escasos ajuares que contamos de hombres de más de 50 años. Así, como la buena forma física de los hombres en Carratiermes, evidenciada por la inserción de potentes paquetes musculares en los fémures (Argente et al 2001: 295). La posibilidad de la existencia de otro ritual funerario, asociado a aves carroñeras, especialmente los buitres, está recogido en los textos de Silio Itálico (III, 340-343) y Eliano (X, 22), refiriendo la muerte en el campo de batalla como el mayor de los honores para el guerrero. Costumbre que también aparece recogida en la iconografía de los vasos de Numancia. Dos vasos muestran guerreros caídos y, buitres y otras aves carroñeras descendiendo sobre el cuerpo; y otro cuenco presenta la figura del buitre, con complejas representaciones geométricas en el interior del cuerpo, posible reflejo de su concepción cosmogónica. La muerte en combate había purificado el alma por la acción guerrera, proceso que se ha relacionado con la heroización, por la que el guerrero se convierte en un héroe, intermediario entre dioses y hombres, protector de sus pueblos y sucesores (Rodríguez García 2012: 225-226). Fig. 84: Representación del ritual de los buitres en las cerámicas de Numancia. Varios arqueólogos han querido encontrar los lugares donde se llevaría a cabo esta exposición de cadáveres. El más destacado ha sido José Ramón Mélida que apuntó a algunas acumulaciones de piedras en la zona de Garrejo, en la vertiente sur de Numancia, como los posibles lugares para esta práctica. Pero en estos enclaves se llevaron a cabo limpiezas en el marco del Plan Director de Numancia, sin resultados materiales (Jimeno et al. 2004). También, se ha apuntado otra posibilidad de carácter más funcional, relacionándola con la acción llevada por las aves carroñeras tras un cruenta batalla, donde los contingentes humanos no pudiesen hacer frente al ritual de tantos caído y dejasen a la naturaleza seguir su curso, pero revistiéndolo de una sacralidad. 229 La segunda Edad del Hierro Ante la guerra, los autores clásicos señalan que los mercenarios se reúnen en torno a un líder, en ocasiones entre 1.000 y 3.000 soldados (Graells 2004: 19). Julio César (BG I, 44) y Tito Livio (XXVIII, 1) mencionan su pericia técnica y la rapidez en el despliegue de las tropas en el campo de batalla. Así como durante el fragor de la misma, los intentos de algunos guerreros de individualizarse y demostrar su calidad y habilidad en el arte de la guerra (Ciprés 2002: 141, 1993a: 49). Destacan especialmente los combates singulares, que aparecen bien retratados en los textos de los autores greco-latinos, cuando miembros del ejército romano aceptan los retos de cabecillas locales. Ese es el caso del combate de Escipión Emiliano contra uno de los líderes de Intercatia en la campaña de Lúculo (Apiano Iber. 53; Polibio XXXV, 5; Floro I, 33, 11; Orosio 4, 21, 1; Plinio H.N. XXXVII, 4, 9) o los dos enfrentamientos que protagonizó Quinto Occio, legado de Metelo (Valerio Máximo III, 2, 21). Estos retos o provocaciones de los guerreros indígenas a los soldados del ejército romano debieron ser muy comunes y los dirigentes de los ejércitos romanos no debían tolerarlos, tal y como se ve en el caso de Quinto Occio que hace que lleven sus armas y su caballo hasta la empalizada del campamento sin que nadie lo sepa, para que el cónsul Metelo no le impidiese luchar. Estas competiciones marciales han sido entendidas desde diversas ópticas. J. García Cardiel (2012: 584) sugería que la finalidad de estos enfrentamientos no era evitar la batalla o decidir el final de la misma, sino probar la valía de aquellos que se van a enfrentar, a la par que aumentar el prestigio de los participantes. Mientras que autoras como M. Giles (2008) o S. King (2010b: 253) apuntan que contribuían a evitar o restringir las confrontaciones, aunque no siempre serían capaces de evitar los enfrentamientos de mayor alcance, y en ocasiones se requeriría un número adicional de miembros de la comunidad armados ante situaciones de competición entre sitios o invasores oportunistas. Fig. 85: Representaciones de un combate singular en una cerámica de Numancia (Wattenberg 1963: Lám. XI, 10-1256). Este tipo de prácticas entroncan con la heroización del guerrero y los mitos de origen representados en la iconografía sobre variados soportes, como los grabados del Barranco del Rus (Torrevicente-Lumias) documentados por J. Cabré (1917: 112, Lam. LV) (Fig. 64), en un lugar posiblemente relacionado con 230 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero el culto. También cerámicas como las de Numancia, con el conocido “Vaso de los Guerreros” (Wattenberg 1963: Lám. XVI, 1-1295; Romero 1976: nº 20), en el que se narran tres combates singulares, uno entre dos guerreros y dos entre criaturas híbridas mitológicas (Fig. 72); y otro vaso donde se puede apreciar el enfrentamiento de dos guerreros híbridos en un mundo mítico (Wattenberg 1963: Lám. XI, 10-1256) (Fig. 85). Por último, sobre bronce y damasquinados en plata encontramos otras dos representaciones de combates singulares, en un broche de cinturón de la tumba 2 del túmulo Z de la necrópolis vettona de La Osera y en el pomo de un puñal de tipo Monte Bernorio en la tumba 32 de la necrópolis de Las Ruedas (Fig. 86). Ambos aparecen asociados a ricos ajuares con armas. En el caso de La Osera, el broche estaba acompañado por un conjunto de placas de bronce que formarían parte del propio cinturón, un puñal de frontón, un umbo de bronce, un bocado de caballo, una azuela, unas tenazas y una parrilla de hierro (Cabré 1937: 116). La tumba 32 de Las Ruedas perteneció a una mujer de entre 30 y 40 años, cuyos restos se encontraron dentro de un cuenco con decoración a peine, junto al pomo de puñal que nos hemos referido y una abrazadera de hierro, un tahalí también de hierro y damasquinado en plata; también una cajita con decoración incisa, una canica, un amplio conjunto cerámico tanto a mano como a torno, y huesos de sus domésticus y capra hircus -los últimos quemados- (Sanz Mínguez 1997: 85-89). Fig. 86: Pomo del puñal de tipo Monte Bernorio de la tumba 32 de la necrópolis de Las Ruedas (Sanz Mínguez 1997: 86). Estas representaciones pueden estar reflejando combates míticos, quizá los héroes o los antepasados heroizados de una familia o una comunidad. Los guerreros se rodean (Las Ruedas), equiparan (Vaso 231 La segunda Edad del Hierro de los Guerreros) o personifican monstruos míticos (vaso 10-1256 de Numancia) de los que toman su poder, fuerza y/o atributos. El esquematismo y los elementos que enmarcan estos duelos, como pueden ser los elementos vegetales del vaso 10-1256 de Numancia; los animales en perspectiva cenital del pomo de Las Ruedas; el ave posada junto al nido guardando a sus crías o las lanzas que hay tras uno de los personajes del Vaso de los Guerreros de Numancia, debieron ser cruciales para que los miembros de la comunidad o la sociedad del momento fuesen capaces de reconocer el mito o la historia que se está narrando en estos objetos. 5.4.2.1.3. Amplitud de miras: la movilidad Son numerosas las referencias en los textos a la belicosidad de los pueblos de Iberia (Plinio H.N. I, 2, 4-8; Estrabón III, 3, 5; Diodoro V, 34, 4). En ellas se describen su dedicación al saqueo, al bandidaje o al mercenariado, rasgos que definían su barbarie (Ciprés 2002: 137), por lo que se les calificó como “indómitos” (Tito Livio XL, 35). A pesar de estas denominaciones, fueron unos aliados muy deseables por su versatilidad a la hora del combate, siendo muy efectivos tanto a pie como a caballo. Pero hemos de diferenciar estas actividades de saqueo a vecinos y pueblos más o menos lejanos con las acciones de guerra relativas a la conquista romana de la Celtiberia, que según palabras de Cicerón (Off. I, 38) fue una guerra de supervivencia y no de dominación. La existencia de mercenarios procedentes de la Península Ibérica por el Mediterráneo se encuentra atestiguada desde finales del siglo VI a.n.e. por las fuentes antiguas, primero en los ejércitos griegos y cartagineses y posteriormente en el romano, llegando a convertirse en los principales contingentes en los ejércitos del Mediterráneo Central (García-Gelabert y Blázquez 1987-1988: 257-259; Ruiz-Gálvez 1888b). Raimón Graells (2014: 208) apunta que otros posibles contratantes de los servicios de mercenarios hispanos fueron los macedonios, debido a la fama que había adquirido en el mundo griego y la combinación de los objetos en las panoplias militares; o el sur de Italia, contratados por algunas poleis. Inicialmente, todos ellos aparecen amparados bajo la designación de “iberos” y no será hasta finales del siglo III a.n.e. cuando la denominación de celtíberos aparezca por primera vez en el contexto segunda Guerra Púnica (Ruiz-Gálvez 1888b). Las causas que se han argumentado para el ejercicio de la guerra por parte de estos pueblos fueron la mala productividad de sus tierras y la pobreza, especialmente a partir de las referencias de Apiano (Iber. 58-60) y Diodoro (5, 34, 6) sobre los lusitanos. Aunque como señalaba M. Ruiz-Gálvez (1888a: 187) existe una contradicción sobre la pobreza de la región en las fuentes clásicas, ya que Estrabón (III, 4, 13), a partir de Posidonio, cuenta como Marcelo recibe sesenta talentos de los celtíberos. Marcelo también impone un tributo de treinta talentos de plata a la ciudad de Ocilis (Apiano Iber. 48-49) y Pompeyo recibe una cantidad similar de los numantinos (Apiano Iber. 79) o mayor dependiendo del autor que nos relate este episodio; y Tito Livio (26, 50) narra como un caudillo celtíbero, Alucio estaba dispuesto a pagar “...una gran cantidad de oro...” como rescate de su prometida tras caer en manos de Escipión. 232 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Por ello, no debemos entender las razias o las expediciones de saqueo como síntomas de necesidad, sino como efectivos vehículos para ganar riquezas y prestigio personal, elementos necesarios para forjarse una posición social prominente. Así, los participantes eran capaces de mostrar sus habilidades, no solo en la guerra, sino también su capacidad de liderazgo, guía u organización. Actividad que a la vez permitía canalizar la presión interna de estas comunidades (Ruiz-Gálvez 2005: 380). Prueba de la amplia movilidad de estos guerreros es el intercambio de materiales y formas por todo el Mediterráneo y la Península, así como algunos de los individuos enterrados en Numancia y La Yunta. En la tumba 60 de la necrópolis de Numancia está enterrada una persona que tuvo una dieta a base de productos de ecosistemas marinos o fluviales, como crustáceos, moluscos o pescados, cuyo ajuar lo formaban varias fíbulas, un fragmento de un broche de cinturón, unas pinzas de depilar, dos puñales, una vaina, dos puntas de lanza y un regatón (Jimeno et al. 2004: 333, Fig. 64a y b). Mientras que la tumba 50 de La Yunta es de un individuo de 30-40 años, quien a fines del siglo III o la primera mitad de II a.n.e., fue depositado junto con un vaso de tipo kalathos decorado con pintura negra formando líneas onduladas y un elemento solar, junto con un regatón (García Huerta y Antona 1992: 54-55), lo que apunta cierta relación con el mundo ibérico. La movilidad de la que gozaron aquellos que se enrolaron en correrías por toda la Península Ibérica y el Mediterráneo, como nos muestran las citas, tuvo que traducirse en algún tipo de relación de poder. La movilidad fomentaría cierto grado de individualidad, una mayor capacidad y deseo de explorar nuevos horizontes, pues mediante su experiencia habrían adquirido una mayor capacidad para afrontar lo desconocido (Hernando 2012: 123). Además, las innovaciones percibidas en las actividades mercenarias tuvieron una repercusión en la masa social, quien tras un proceso de asimilación de las técnicas y formas de representación, se adaptarían a los gustos y tradiciones locales (Graells 2014: 207). Este podría ser el caso de las cerámicas con decoración figurada, que tradicionalmente han sido ubicadas cronológicamente en contextos de dominación romana, en torno al siglo I a.n.e., cuyas representaciones se han relacionado con elementos de memoria o símbolos de resistencia a la cultura romana (e.g. Wattenberg 1963; Romero 1976; Almagro Gorbea y Lorrio 1992; Olmos 2005; Marco 2007, 2008; Alfayé 2008, 2011; Alfayé y Marco 2014). Pero los últimos trabajos en Numancia han proporcionado un conjunto de datos estratigráficos y radiocarbónicos (Jimeno et al. 2012, 2014; Liceras et al. 2014a) que sitúan estas cerámicas en niveles previos a la conquista romana. La decoración de vasos cerámicos que narran acontecimientos míticos era común en el Mediterráneo durante todo el primer milenio. Desde finales del siglo VI a.n.e., encontramos a mercenarios de Iberia en diferentes episodios bélicos, y a finales del siglo III a.n.e., específicamente de la Celtiberia. Por lo que podríamos relacionar la aparición de este tipo de cerámicas como fruto de esos contactos, de ese gusto por reproducir objetos y decoraciones que han observado en sus viajes, pero adaptados a sus propias técnicas, formas, materiales y narrativas. 233 La segunda Edad del Hierro 5.4.2.2. Las mujeres a la guerra La valoración positiva de la violencia, como buena estrategia de poder, abarca todos los ámbitos de la sociedad, lo que conlleva una participación más o menos directa de todos sus miembros, incluidas las mujeres. Estas siempre han sido ubicadas en el ámbito doméstico tradicional, fruto de nuestros prejuicios actualistas, tal y como afirman Marilyn Strathern (1984: 26) y Sandra Montón (2000: 47). Este epígrafe nace de una necesidad personal por entender el papel social de las mujeres, si están presentes en contextos violentos, más que como víctimas, o tuvieron algún tipo de participación directa o indirecta en los mismos. De nuevo, hay que recordar que la visión del papel que desempeñaron las mujeres en la guerra siempre es narrada por hombres (Loman 2004: 34). Algunas referencias textuales señalan intervenciones de mujeres en el marco de las asambleas de los asentamientos, en asuntos relacionados con la guerra y el enfrentamiento. Uno de los más destacados es el episodio de Meóbriga narrado por Salustio (Hist. 2, 92): “Cuando se supo que Pompeyo se acercaba en son de guerra con su ejército, en vista de que los ancianos aconsejaban mantenerse en paz y cumplir lo que se les mandase, y de que se opinión en contra no aprovechaba en nada, separándose de sus maridos, tomaron las armas y ocuparon el lugar más fuerte de Meo[briga?], diciendo a los hombres que, pues quedaban privados de patria, mujeres y libertad, que se encargasen ellos de parir, amamantar y demás funciones mujeriles. Por todo lo cual encendidos los jóvenes, despreciando los acuerdos de los mayores… (se levantaron en guerra contra los romanos)” También Diodoro (XXXIII, 16) recoge como ante la firma de los acuerdos de paz del 141 a.n.e. entre numantinos y termestinos con Roma, en la que ambas ciudades debían entregar prisioneros, saga y las armas. En el momento de entrega de las armas, son mencionadas por los reproches hacia sus maridos, quienes finalmente reanudan la guerra contra los romanos. Su papel a la hora de instigar a los hombres a la guerra también aparece señalado por Tácito (Germania 8, 1) o Julio Cesar (BG 1, 51) para los pueblos de Centroeuropa. En algunos casos concretos mediaron en los conflictos, como cuenta Plutarco (Virt. Mul. 246B) de las mujeres celtas de la zona de los Alpes, cuando surgió una disputa entre grupos y fueron ellas las que actuaron como árbitros de la situación. Por ello y desde entonces, fueron las mujeres de esas comunidades las que deliberaron los asuntos relativos a la guerra y paz con los aliados. También Polieno (Strateg. VII, 50) en los tratados entre los celtas y Aníbal, recoge como los primeros eligieron a las mujeres como juezas en las disputas cuanto los cartagineses acusasen o denunciasen a los celtas, mientras que si la acusación fuese a la inversa, los encargados de juzgarlo serían los gobernadores y generales cartagineses. Este papel de intermediarias no parece exclusivo de los pueblos del centro de Europa, ya que en contextos muy lejanos en el tiempo y en el espacio, la antropología documenta prácticas similares, en las que las mujeres son las que conducen las negociaciones de paz y pueden prolongar una contienda tanto tiempo como consideren necesario, como ocurría entre los andamanese de la India (Radcliffe-Brown 1964 [1922]: 85-86). 234 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero También las encontramos participando en situaciones de combate al lado de los hombres, como señala Apiano (Iber. 72) en el caso de los brácaros contra Roma: “Las mujeres combatían al lado de los hombres, con el mismo ardor, llevando armas y muriendo sin proferir un grito o intentar huir. Las que capturaron se dieron muerte y mataron a las otras” Otras veces, también les ayudaban con artimañas frente al enemigo, como en el caso de Salmántica. “Las mujeres, al considerar que los enemigos iban a registrar a cada uno de los hombres que salía, pero que a ellas no las tocarían, cogieron espadas, las escondieron y salieron al mismo tiempo que sus maridos […]. En este momento las mujeres llamaron a sus hombres, les entregaron las espadas y algunas, incluso, atacaron por sí mismas a los guardianes. También una arrebató la espada a Banón, el intérprete, y lo golpeó, pero por suerte para él llevaba puesta la coraza. De los demás, a unos los derribaron los hombres, pusieron en fuga a otros y se abrieron salida junto con sus mujeres” (Plutarco Virt. Mul. 248E) "… Y al no entregar los salmantinos lo convenido, Aníbal regresó y lanzó a sus soldados para que saqueasen la ciudad. Los bárbaros le suplican que les permita salir con sus mujeres y con la ropa de diario y dejar las armas, bienes y esclavos. Las mujeres tras ocultar espadas en su regazo, salieron con los hombres. Los soldados de Aníbal, efectivamente, saqueaban la ciudad, y las mujeres, alentando con sus gritos a los hombres, les dieron las espadas; y algunas incluso, sacándolas ellas mismas, atacaron con los hombres a los que saqueaban la ciudad, de suerte que derribaron a algunos y rechazaron a otros y en tropel se abrían camino a golpes. Aníbal, admirado del valor de las mujeres, devolvió por ellas a los hombres la patria y sus bienes" (Polieno Strateg. VII, 48). En 1983, David Adams publicaba un artículo titulado “Why there are so few women warriors” donde se planteaba esta cuestión. A partir de sesenta y siete ejemplos etnográficos, tan sólo en nueve sociedades encuentra “mujeres guerreras” que participan frecuentemente en conflictos violentos. En los demás casos, éstas tan sólo participan en casos de necesidad extrema como cuando sus asentamientos están siendo atacados. Según Adams, esto se debe a la relación contradictoria entre el conflicto y el matrimonio, ya que en las sociedades patriliniales, donde existiese el intercambio de mujeres y la mujer tuviese que trasladar su residencia al enclave del marido, la guerra o asaltos contra los vecinos provocarían contradicciones, ya que se encontraría luchando contra hermanos y padres. Por otro lado, Brett Kennedy (2005) critica la conclusión final de Adams y advierte que en los nueve grupos en los que detecta a estas mujeres guerreras, ellas nunca participan en la guerra al mismo nivel que los hombres. Esto se debe a que las mujeres invierten más tiempo en el cuidado de los niños, por lo que su inclusión en los conflictos a gran escala tendría poco sentido. Argumentos similares sobre la división de funciones y especialización de tareas dependiendo del género han sido utilizados para explicar la mayor movilidad e individualidad de los hombres en el proceso de la adquisición de una autoconsciencia y la conquista de las posiciones de poder, frente al papel de la mujer más especializado en la crianza de los hijos, el mantenimiento de la casa y de los vínculos afectivos (Hernando 2012). Rebecca Redfern (2008, 2009, 2013) realizó una serie de interesantes análisis en este sentido, sobre los restos óseos de la región de Dorset, al suroeste de Inglaterra, durante los siglos V a.n.e. hasta inicios del I n.e. En ellos, se centra en las evidencias de violencia interpersonal y determina que la 235 La segunda Edad del Hierro mayor parte de las evidencias de trauma son ante-mortem y están causadas por accidentes relacionadas con el estilo de vida agrícola de estas comunidades, por lo que deduce que la exposición y la participación de las mujeres en actividades violentas era reducida. Sin embargo, su modo de vida agrícola, se veía salpicado por puntuales eventos violentos, en los que las mujeres conocerían el manejo de las armas y participarían en la defensa del enclave en ocasionales asaltos o razias, especialmente las más jóvenes, a partir de las evidencias procedentes de Maiden Castle. Los eventos de violencia serían frecuentes en estas sociedades. Un buen ejemplo es el incidente que tuvo lugar en el poblado de La Hoya en el siglo III a.n.e., cuya evidencia material más relevante es el individuo que aparece tirado en una de las calles, con signos de una muerte violenta y la cabeza separada del cuerpo por 11 m. de distancia (Llanos 2007-2008). A pesar de ello, como se ha comentado anteriormente, los conflictos contra Roma fueron una auténtica guerra de supervivencia y las mujeres se vieron envueltas, ya que los enfrentamientos tuvieron lugar a las puertas de sus casas. Existen numerosos ejemplos sobre situaciones similares por todo el Mediterráneo, narrados por Pausanias, Plutarco, Tucídides, Diodoro o Salustio entre otros, en los que se señala la presencia de mujeres lanzando tejas o piedras a los invasores de sus pueblos (c.f. Barry 1996, Loman 2004). Estos episodios junto a aquellos que narran como las mujeres se dan muerte a ellas mismas, a sus compañeras o a sus propios hijos, como los narrados por Estrabón (III, 4, 17) o Apiano (Iber. 72), podemos relacionarlos con el miedo a caer en manos de los vencedores, donde sufrirían esclavitud y/o violaciones, tal y como aparecen recogidas por los autores clásicos en aquellas ocasiones en las que las mujeres fueron capaces de vengarse (Loman 2004: 43). Es el caso de Timocleia, una mujer tebana que cayó en manos de Alejandro III de Macedonia (Plutarco Moralia 259D-260D; Polieno Strateg VIII, 40) o Quiomara, mujer gálata, prisionera del romano Cneo Manlio Vulso (Plutarco Virt. Mul.258D). De este modo, observamos que las mujeres tan sólo aparecen como actrices del conflicto cuando sus casas se ven amenazadas por un peligro directo y no parece que se movilizasen en las guerras como soldados (Schaps 1982: 207; Quesada 2012: 339). Aun así, los valores del conflicto y de lo masculino son percibidos de un modo positivo, como señalan las referencias de Meóbriga, Numancia o Termes, cuando se desprecian las actividades femeninas, por otras masculinas de mayor valía, como es la guerra. 5.4.2.3. De peligrosos enemigos a objetos cotidianos En este apartado vamos a tratar la violencia relacionada con la agresión moralista, por la que los artífices son eximidos de la responsabilidad moral de sus acciones y el acto violento es justificado por la inferioridad de los atacados, por la menor humanidad de sus formas, lenguaje o apariencia (Armit 2011a: 502). Así, individuos o grupos enteros son deshumanizados y convertidos, a veces literalmente, en objetos u enseres (objectification). Este es el caso de prácticas como la de cortar cabezas o manos y los sacrificios humanos, bien documentadas durante la segunda Edad de Hierro. 236 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Las prácticas de cercenar determinadas partes del cuerpo, especialmente cabezas o manos, exhibirlas y conservarlas, es quizá de las más impactantes a nuestros ojos occidentales de los pacíficos e idealizados pueblos protohistóricos. Costumbre que también sorprendió a los autores clásicos cuando visitaron la Europa denominada como “céltica”. Las referencias al viaje de Posidonio a la Galia hacia el año 90 a.n.e., en los textos de Diodoro (V, 29, 4-5) y Estrabón (IV, 4, 5), describen la costumbre de cortar las cabezas de los enemigos, exhibirlas atadas en al cuello de sus caballos y en la puerta de sus casas, y conservar aquellas de mayor valor, cuya posesión les eran tan preciada que ni por su peso en oro las intercambiaban. También existen referencias similares sobre los habitantes de Iberia. De nuevo, Diodoro (XIII, 56, 5) hace referencia a dicho hábito en la batalla de Selinunte (409 a.n.e.), donde participaban como aliados de los cartagineses. Allí, además de cortar cabezas y exhibirlas sobre sus lanzas, cortaban manos y las ceñían a sus cinturones. En este sentido, Estrabón (III, 3, 6) se refiriere a la costumbre de los lusitanos de cercenar la mano derecha de sus prisioneros para consagrarla a los dioses, y Aurelio Víctor (III, LIX) relata los hechos acontecidos en la campaña del cónsul Mancino en el 137 a.n.e. contra los numantinos con las siguientes palabras: "Habiendo partido contra los Numantinos estorbándolo las aves, (r) y diciéndole que se volviese atrás, no sé qué voz, habiendo llegado a Numancia, determinó corregir primero el ejercito de Pompeyo que había recibido, y de allí marchó al despoblado. Ese día, por casualidad, casaban los Numantinos a sus hijas con solemnes bodas, y pretendiendo dos a una, hermosa, les puso la condición el padre de la doncella, que se casaría ella con el que trajese la mano derecho de uno de los enemigos. Habiendo partido los jóvenes, vieron la retirada de los enemigos, que marchaban a priesa manera de huida; y vuelven con la noticia a los suyos. Ellos al instante con cuatro mil de los suyos mataron a veinte mil de los Romanos" 5.4.2.3.1. Cazadores de cabezas Existe una extensa bibliografía sobre las cabezas cortadas, abordadas desde muy diversos puntos de vista. B. Taracena (1943) consideró la obtención de las cabezas como trofeos; J.M. Blázquez (1978) como consecuencia del contacto mediterráneo; para G. López Monteagudo (1987) eran divinidades; M. Almagro (1998) las entendía como el fruto de los ritos de paso y símbolo de las élites ecuestres; J. Collis (2003: 215-216), medios de aterrorizar al enemigo y denigrarlo; P. Lambrechts (1954) y A. Ross (1958) como parte del culto a la cabeza; y G. Sopeña (1987: 99-114), la derrota definitiva del enemigo, tanto física como espiritual. Una de las aproximaciones más interesantes, por innovadora, ha sido la que recientemente ha planteado Ian Armit (2011b, 2012), en la que explora este fenómeno con el apoyo de la antropología, y es a partir de su definición de headhunting, desde la que voy a abordar esta práctica, entendiéndola como: “…a form of group-sanctioned, ritualised violence, in which the removal of the human head plays a central role. It commonly involves the curation, display, and representation of the head, often within a religious context, but all of these elements need not be present in every case. The more specific term, 237 La segunda Edad del Hierro ‘predatory headhunting’, is also used to describe the violent targeting of outsiders as a source of head trophies” (Armit 2012: 11-12). La costumbre de cortar cabezas no se reduce a un momento histórico o región, sino que sobrepasa los límites del tiempo y del espacio, obedeciendo a diferentes agendas sociales y culturales como nos muestran las evidencias arqueológicas, antropológicas o históricas, con ejemplos de todas las regiones del planeta desde la Prehistoria hasta la actualidad. En el caso del Alto Duero, esta práctica ha podido ser documentada, además de por referencias escritas que vimos anteriormente, por algunos restos óseos humanos y las representaciones iconográficas documentadas en contextos funerarios y domésticos. Fig. 87: Restos óseos de Numancia del Museo Numantino (VVAA 1912: Fig. 14-18). 238 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero El sitio donde tenemos un mayor registro de restos óseos es la ciudad de Numancia, quizá también debido a que es la ciudad cuya mayor extensión se ha excavado, especialmente debido a los trabajos llevados a cabo a inicios del siglo XX por E. Saavedra y la Comisión de Excavaciones. Las Memorias de la Comisión, la publicación de “Excavaciones de Numancia” de 1912 y la de A. Schulten (1914) evidencian el hallazgo de numerosos restos humanos en las multiples intervenciones en la ciudad, generalmente en un contexto de “carbones y cenizas”. Además, en los inventarios de materiales que reflejan las Memorias de la Excavación, se recogen que en todas ellas entregan entre 1 caja y 5 cajas de huesos humanos al Museo Numantino. Este conjunto de restos óseos se ha entendido como la evidencia de las víctimas del evento violento del 133 a.n.e. que culminó con la conquista romana de la ciudad (VVAA 1912: 24; Schulten 1914: 17; Mélida 1922: 250). Sin embargo, es posible que no todas ellas pertenezcan a dicho evento. En unos análisis realizados por el Dr. Trancho a materiales del Museo Numantino (Soria), pudo documentar marcas de corte en el radio y el cúbito, consecuencia de cercenar la mano. Además, en la citada publicación de 1912 se muestran diversas fotografías de los restos de “las víctimas de la catástrofe” (VV.AA. 1912: 24) (Fig. 87). Entre la que destaca una calota con dos perforaciones rectangulares pudieron ser peri o post- mortem (Fig. 87 B), aunque la imposibilidad de contar físicamente con los restos materiales, impide conocer el sentido en el que se han infligido las heridas, y por lo tanto, entender la dirección en la que fueron originadas3. Sin embargo, estas marcas recuerdan a las asociaciones de cráneos con clavos o puntas de hierro encontrados en La Cloche (Mahieu 1998; Arcelin et al. 1992), Glanon (Congès 2004: fig. 14), Pech Maho (Dedet y Schwaller 1990), el Puig de Sant Andreu o el Puig Castellar (Rovira i Hortalá 1999), entre otros. Numerosos clavos y puntas de hierro han sido encontrado en las excavaciones de la ciudad y diez picas de hierro en la necrópolis de Numancia, entre las que destacaremos especialmente las de las tumbas 7 y 144 que rematan en sección cuadrada, similares a las que podrían haber producido este tipo de heridas. La exhibición de cráneos en las puertas de los poblados o las de las casas no sería extraña, como evidencian los datos arqueológicos. Siete fueron los cráneos que se encontraron en la calle principal del Puig de Sant Andreu (Ullastret), dos de ellos atravesados por clavos. Dos se hallaron en La Cloche (Fig. 88 B), perforados, uno por un clavo de hierro de sección cuadrada y otro, por un armazón de hierro. Junto a ellos, además se encontró otro clavo más de hierro, lo que sugiere que podría haber habido un tercero. Estos cráneos se exhibían en la entrada del oppidum, arrojando un mensaje para los que entrasen y saliesen del enclave, demostrando el poder de cortar las cabezas y destruir a sus enemigos de sus habitantes, mediante un mensaje de degradación y humillación (Armit 2012: 194). En el Puig Castellar se encontraron tres cráneos con clavos que no tienen una clara atribución cronológica por haber sido encontrados al pie de la muralla, posiblemente al expuestos en la cara externa de la fortificación. Por último, en Numancia, M. González Simancas (1914: 29) registra a media ladera un 3 Quiero agradecer a los Doctores Jo Buckberry e Ian Armit del Departamento de Archaeological Sciences de la Universidad de Bradford su ayuda a la hora de analizar las evidencias de trauma de la Fig. 87. 239 La segunda Edad del Hierro fragmento de calota coincidiendo con una de las poternas de la muralla, en el nivel señalado por la letra D (Fig. 88 A). Fig. 88: Fragmentos de cráneos en las murallas. A.- Localización del fragmente de cráneo de González Simancas (1914: Fig. 7) en sus trabajos en las murallas de Numancia. B.- Reconstrucción de La Cloche (Armit 2012: Ill. 6.10). Además de los cráneos enclavados, se han encontrado restos humanos en el interior de habitaciones cuidadosamente depositados. Este ha sido el caso de los hallazgos de M. González Simancas (1926) en Numancia, en una estancia aledaña a la muralla en las cercanías de la puerta norte y en la manzana XVIII. El caso de la habitación de la muralla, presenta un complejo contexto arqueológico que a la luz de los datos recopilados en el momento de la excavación, no está nada claro. En la memoria, se señala que los restos aparecieron en el interior de la vasija de cerámica polícroma con una representación femenina y dos “hipocampos” situada en la esquina de la habitación, en cuya parte central apareció el conocido “sarcófago” de piedra que hoy se expone en el Museo Numantino. Esta habitación ha sido interpretada como un heroon (Sopeña 1995: 138-139, 256-262, 2005; Alfayé 2007a. Los otros restos aparecen en la manzana XVIII de Numancia, donde en la bodega 19 se documentó una vasija también polícroma con restos humanos al lado. Aunque González Simancas no especifica el tipo o el estado de los huesos o las asociaciones de materiales que los acompañaba. Similar es lo documentado en una de las habitaciones (recinto 10 del Sector I) de La Hoya (Laguardia) (Llanos 2007-2008: 1275), donde se encontró un recipiente cerámico de cocción reductora asociado a un fragmento de bóveda craneal humana, lo que se interpretó como un tipo de depósito ritual. 240 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Fig. 89: Restos óseos humanos y representaciones iconográficas de cabezas cortadas referidas en el texto (actualización a partir de Jimeno et al. 2002: Fig. 81). No obstante, los restos más relevantes a este respecto, y con cierta información sobre el contexto, son los cráneos documentados por Blas Taracena (1943) en su excavación de una de las esquinas de la manzana XXIII de Numancia. En la habitación número 4 halló una estancia subterránea de unos dos metros de potencia, donde había dos cráneos en un nivel de carbones entre los 1,20 y 1,60 m. junto a un plato con borde plano con una orla de peces pintados, y entre los 1,60 y los 2 m. de profundidad registró otros dos cráneos más, junto con una jarra pintada con motivos geométricos, una pátera con pie y un biberón decorado con círculos concéntricos. No tenemos información sobre el sexo o la edad de los individuos allí conservados, ni conocemos la disposición de los materiales en la habitación o si Taracena quiso decir algo cuando dibuja uno de los cráneos de menor tamaño (Taracena 1943: Fig. 6). Pero nos permite observar que estos cráneos estaban conservados y almacenados en un contexto doméstico con una clara intencionalidad social, similar a las referencias que recogen Diodoro y Estrabón sobre los galos. Estos restos pueden ser relacionados, de nuevo, con los de Puig de Sant Andreu (Ullastret), donde en el silo 146 aparecieron dos cráneos con clavos de 10 cm. Pertenecieron a dos varones, uno de 25-30 años y otro de unos 50, junto con cerámica a mano, un skyphos y una espada y vaina de hierro (Rovira i Hortalá 1999: 16-20). Estas evidencias han sido interpretadas como cabezas-trofeo por Taracena (1943), pero C. Rovira i Hortalá (1999) observa que es un fenómeno más complejo y afirma que no podemos diferenciar mediante los datos que tenemos si se tratan de reliquias, de trofeos o de ejecuciones punitivas. A. Gorgues (2013) va más allá, relacionándolo con una forma más de competición entre las complejas casas de los linajes, donde el prestigio social del ejercicio de las armas era utilizado en la negociación colectiva del estatus. 241 La segunda Edad del Hierro La iconografía vuelve a tornarse imprescindible como soporte en el que se recogen las cosmogonías y se plasman los imaginarios de las comunidades. Tradicionalmente, las cabezas se han ubicado en los ámbitos liminales y mágicos, como nexos de comunicación entre el mundo de los vivos y el del Más Allá. Quizá por ello, la mayor parte de las evidencias con las que contamos proceden de contextos funerarios, aunque también existen varios ejemplos en ámbitos domésticos. Hasta el momento, las representaciones de cabezas han aparecido sobre dos tipos de soportes: metales, asociados a elementos de adorno personal como los báculos y las fíbulas; y sobre cerámica, tanto como elementos aplicados y/o pintados. Aunque también se han registrado estas representaciones sobre un punzón, posiblemente de hueso, rematado en una cabeza cortada que apareció en la manzana I de Numancia (Mélida y Taracena 1921: Lam. VI, 1) (Fig. 90 A), pero del que carecemos de contexto espacial y estratigráfico. El caso de las cabezas sobre metales, destacan sobre dos tipos de objetos: las fíbulas de Carratiermes, La Mercadera y Gormaz, y los báculos de Numancia. En el caso de las fíbulas, no tenemos contexto de ninguno de los ejemplares. Las de Carratiermes y La Mercadera se documentaron en la zona de la necrópolis pero fuera de las tumbas, y sobre la de Gormaz apenas contamos con noticias del hallazgo. Formalmente, la fíbula La Mercadera está realizada en plata y las cabezas aparecen en la zona del puente separadas por un nudo (Fig. 90 B). La de Carratiermes, parece una fíbula inutilizada, ya que la cabeza se halla en la zona de la mortaja y no podría cumplir su función de broche, por lo que se ha propuesto que se utilizase como colgante. Mientras que la de Gormaz es una fíbula de caballito con jinete, en la que la cabeza se encuentra en el frontal del caballo (Fig. 90 C). Merece la pena destacar que en cada uno de los ejemplares, se ha elegido representar los diferentes matices de este fenómeno. Fig. 90: Representaciones de cabezas cortadas. A.- Punzón de Numancia (Mélida y Taracena 1921: Lam. VI, 1). B.- Fíbula de La Mercadera (Taracena 1932: Lam. VIII). C.- Fíbula de Osma. 242 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Los báculos de Numancia (Jimeno et al. 2004), presentan una amplia e interesante muestra. En el cementerio aparecieron trece báculos, en doce tumbas distintas. Presentan dos tipos bien diferenciados (Fig. 91), uno se compone por dos prótomos de caballito con jinete y cabezas cortadas colgando del cuello del caballo, y otro, las dos cabecitas cortadas rematan los extremos del báculo. Por lo general, los ajuares que los acompañan están formados por grandes broches de cinturón, numerosas fíbulas, tachuelas para decorar las vestimentas, agujas de coser y unas varillas metálicas alargadas que se han interpretado como estructuras para el tocado, entre otros elementos. Desgraciadamente, debido a las características de los enterramientos de esta necrópolis, no tenemos datos referidos a sexo o edad de estos individuos. Pero en la tumba 40, junto con el báculo aparecen unas tijeras de gran tamaño, en la 56 una espuela y en la 93 y 140, pinzas de depilar (Jimeno et al. 2004). Objetos que en otras necrópolis del Duero y del Jalón están asociados exclusivamente a varones. Si atendemos a su localización espacial, se encuentran en los centros de las agrupaciones de tumbas, especialmente del grupo 1 (Fig.71), en el que se concentra la mayor acumulación de este tipo de elementos. Esa agrupación reune todos los báculos con prótomos de caballito y el rematado con las dos cabezas. Nuevamente, observamos una reiteración en los motivos y formas utilizadas que podrían materializar determinados vínculos o lazos relacionados con las identidades familiares y la construcción de los linajes. Los báculos que aparecen en el resto de la necrópolis no se han podido reconstruir por lo que es imposible contrastarlos con los del primer grupo. Pero contamos con un ejemplar documentado en la ciudad, hallado en la manzana XXII en 1923 que apareció a una distancia de 1,5 m. de un regatón de bronce y que permitió reconstruir la altura del asta para su uso (Mélida et al. 1924: 30). Este desapareció del Museo Numantino en el 1943, donde se encontraba depositado (c.f. Jimeno et al. 2004: 164), pero a partir de la fotografía que se recoge en la publicación (Mélida et al. 1924: Lam. VIII), observamos como presentaba otro esquema decorativo diferente a los báculos del grupo 1, formado por dos prótomos de caballo con sendas cabezas bajo el hocico, más esquemáticas que las anteriores y sin jinete. Pero… lo que quisiese mostrar la persona al portar uno de estos báculos o una fíbula, o lo qué quisieron manifestar sus parientes cuando los enterraron con ellos, llegando a depositar varios de estos ejemplares, como es el caso de la tumba 38, es hoy día una incógnita. Las interpretaciones del significado de estos objetos han sido múltiples, desde símbolos de la virtud del guerrero, quienes a través de cortar cabezas (o manos) muestran su valor y habilidades (Almagro Gorbea y Lorrio 2004- 2005: 81-82; García Riaza 2002: 227-230; Sopeña 2004: 69), a indicadores de haber superado los ritos de paso, basados en conseguir un trofeo, o emblemas de las élites ecuestres, relacionados con la heroización y la autoridad sobre los demás guerreros (Almagro Gorbea 1998: 106). Las múltiples facetas de estas prácticas, sus códigos y sus significados debieron ser mucho más complejos y encontrarse entretegidos con las cosmogonías de estas comunidades, las identidades de los individuos y la negociación social. Si volvemos la vista a comunidades que desarrollan prácticas similares, podemos observar cómo entre los asmat de Nueva Guinea (Zegwaard 1959), los iban de 243 La segunda Edad del Hierro Borneo (Armit 2012) o los ilongot de Luzón en Filipinas (Rosaldo 1977), la obtención del estatus de adulto estaba relacionado con la obtención de una cabeza. Es especialmente interesante el caso de los ilongot, entre los que se ha documentado que aquellos que fuesen capaces de capturar una cabeza obtenían el derecho exclusivo a lucir pendientes (batling) y un tocado especial para los rituales (panglao) elaborados de un tipo concreto de ave, el cálao filipino, lo que acrecentaba las perspectivas de un buen matrimonio y su consideración entre otros miembros de la comunidad. Esta costumbre recuerda en cierto modo al pasaje de Aurelio Víctor (III, LXI) sobre los dos pretendientes numantinos que tienen que conseguir una mano para probar su valía ante el padre de la novia, o la referencia que hace Salustio (2, 91) sobre las mujeres, quienes escogían a sus maridos entre los más distinguidos en la guerra. Fig. 91: Representaciones de cabezas cortadas sobre los báculos de Numancia (Jimeno et al. 2004: Fig. 122). 244 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero En cuanto a las cabezas realizadas en cerámicas, se documentaron dos cabezas exentas en la necrópolis de Carratiermes sobre el túmulo A (Fig. 92 B y C). Se encuentran fragmentadas, por lo que posiblemente iban aplicadas sobre algún elemento cerámico (Argente et al. 2001: 195-196) o quizá formaba parte de algún tipo de exvoto y no podrían incluirse en la categoría de cabezas cortadas. También, se registraron dos vasijas cerámicas en contextos funerarios. Una de las vasijas de la tumba 227 de Carratiermes (Fig. 92 A), que perteneció a un varón de entre 20 y 30 años con huesos de animales, posiblemente procedentes del banquete, aunque no sabemos que más elementos componían el ajuar y la tumba estaba bastante arrasada (Saiz Ríos 1989, Argente et al. 2001: 196- 197). La otra es la vasija pintada de Uxama de la que careceremos de información del hallazgo (Cabré 1915-1920: 640-641). Para ambas vasijas se ha realizado una interpretación similar, en la que se entiende la figura de la cabeza como la representación de la parte por el todo y debido a su relación con las aves, simbolizarían el viaje del alma al Más Allá (Sopeña 1987: 144; Saiz Ríos 1989: 609). En contextos domésticos son de nuevo las habitaciones subterráneas de Numancia en las que encontramos más información, recogida en las Memorias de la Comisión de Excavaciones. Tres son las evidencias de vasijas cerámicas con cabezas aplicadas y pintadas, de las que se especifica la ubicación y algunos de los materiales que las acompañan. En la habitación 5 de la manzana VI, se documentó, a una profundidad de 2,30 m., una cerámica con una asa en forma de cesta y decoración pintada geométrica, donde la cabeza está aplicada bajo el asa –posiblemente el patrón sería gemelo en el otro lado del asa- (Wattenberg 1963: Tabla XXXVII, 1038) (Fig. 92 E). En la misma habitación, había dos boch, uno de ellos con decoración geométrica y una cabeza aplicada, cuyos detalles están realizados con pintura negra (Wattenberg 1963: Tabla XXXVI 1021) (Fig. 92 D), y otro con prótomos de caballito representado, también una copa de gran tamaño con decoración de círculos concéntricos (VV.AA. 1912: 32). Mientras que en la habitación 39 de la manzana XVIII, se registró un boch con una cabeza aplicada bajo el asa y decoración de unas figuras híbridas: hombre-caballo (Wattenberg 1963: Lam VI, 2-1203) (Fig. 92 F), además de una jarra oculada y con prótomos de caballo (Wattenberg 1963: Tabla XLI, 1104), una taza con otra figura híbrida (Wattenberg 1963: Tabla XXXVII, 1039) y la jarra de la máscara del toro (Wattenberg 1963: Tabla XLV, 1160) (Mélida 1918: 14-19). Este tipo de materiales se ha relacionado con el consumo de una bebida alcohólica, posiblemente caelia. Con anterioridad, se ha señalado que en todas las representaciones de cabezas sobre cerámicas, ya sean aplicadas o pintadas, aparecen enmarcadas en estructuras cuadrangulares que pudiesen ser relacionadas con el marco, en el que eran exhibidas, similar a los nichos de piedra documentados en el santuario francés de Roquepertuse (Almagro Gorbea and Lorrio 2004-2005: 234; Armit 2012: 157). Aunque también podríamos relacionarlo con la cita de Diodoro (V, 29, 5) sobre la costumbre gala de conservar la cabeza en una caja para enseñársela a sus huéspedes y así probar la eficacia de su familia. Hecho que explicaría la presencia de las cabezas encontradas por Taracena en un contexto de almacenamiento doméstico. 245 La segunda Edad del Hierro Fig. 92: Representaciones de cabezas cortadas sobre cerámicas. Carratiermes: A.- Vasija de la tumba 227. B y C.- Cabezas exentas del túmulo A (Saiz Ríos 1989: 12). Numancia: D y E.- manzana VI, habitación (Wattenberg 1963: Tabla XXXVII, 1038; Tabla XXXVI, 1021) 5. F.- manzana XVIII, habitación 39 (Wattenberg 1963: Lam VI, 2-1203). 5.4.2.3.2. Cortadores de manos En lo referente a las manos derechas cortadas, las evidencias son más escasas y la mayor parte de los datos con los que contamos provienen de las referencias clásicas y de representaciones iconográficas del siglo I a.n.e. Ya nos hemos referido a las citas de Diodoro y Aurelio Víctor sobre esta práctica como un vehículo para demostrar la valía del guerrero y obtener rédito social. La guerra fue uno de los principales medios para lograr prestigio y reconocimiento social, dando lugar una fuerte y compleja relación simbólica entre la vida de los guerreros, sus armas y sus manos, tal y como han 246 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero destacado numerosos autores clásicos. Las armas eran las herramientas para la guerra, el vehículo para lograr los objetivos comunitarios y personales de los individuos, por lo que la pérdida de las armas en el campo de batalla o por la rendición se consideraba un gran desprestigio, llegando a equipararlo con la pérdida de las manos (cf. Floro 1, 34, 3-4; Livio 34, 17; Trogo Pompeyo 44, 2, 3; Diodoro 33, 25), y en algunos casos, prefiriendo la muerte. “A pesar de haberse abstenido estrictamente de entrar en la guerra, se les impuso, como condición para un pacto en regla, que entregasen las armas, lo cual fue recibido por los bárbaros como si les mandaran cortarse las manos. Así, inmediatamente tomaron las armas bajo el mando de su valeroso jefe Megaravico” (Floro 1, 34, 3-4). G. Sopeña (2009) exploró el simbolismo de la mano derecha y el acto de cercenarla, concluyendo que ésta se identificaba con el arma y el ejercicio de la guerra, por lo que su amputación simbolizaría la derrota total del enemigo. Cortar la mano equivaldría a una humillación. En esta línea, S. Alfayé (2004) entiende las representaciones de las estelas de Binéfar (Huesca) y El Palao (Alcañiz, Teruel), como la representación de la humillación ritualizada de los enemigos vencidos. Los militares romanos eran buenos conocedores de los celtíberos cuando se enfrentaron a ellos en la conquista de la Meseta, ya que habían luchado contra y con ellos en las guerras por el control del Mediterráneo. Por ello, conocían un particular método de castigo en sus enfrentamientos con los indígenas. E. García Riaza (2007: 28) señalaba dos situaciones en las que se requerían estas acciones. Por un lado, era un medio de control de los grupos itinerantes (quizá los mercenarios u otros grupos ligados por pactos) que aparecen en las zonas en la que están interviniendo. Este sería el caso del cónsul Quinto Fabio Máximo Serviliano en el 141 a.n.e. en la guerra contra Viriato, narrado por diferentes autores con diferentes datos, pero cuyo resultado terminó con la amputación masiva de manos (Orosio 5, 4, 12; Apiano Iber. 68; Valerio Máximo 2, 17, 11; Frontino 4, 1, 42). En segundo de los casos, sería en momentos de especial gravedad militar para paliar los levantamientos, a ello habría correspondido la acción del cónsul Escipión Emiliano en el 133 a.n.e. y los 400 hombres de Lutia a los que ordena cortarles las manos, para evitar que ayudasen a romper el cerco contra Numancia. Así, y como indica G. Sopeña (2009: 276), encontraron un método efectivo de castigar y humillar (y anular) a los combatientes indígenas, cortando las manos de los opositores. 5.4.2.4. La metáfora del cuerpo El cuerpo humano es un poderoso vehículo a través del cual expresar mensajes al resto de la sociedad. Ian Armit (2012: 223-224) apuntaba que: “The Iron Age body and its component parts had the power to mediate between the day-to-day world of the living and the supernatural world of ancestors, spirits, and deities. The sorts of practice seen across Iron Age Europe show that these realms were never conceived as wholly separate”. La obtención y exposición de determinadas partes del cuerpo está profundamente ligada al modo en el que conceptualizan y entienden a la persona (personhood). Como una sinécdoque, la identificación de determinadas partes del cuerpo con la persona debió ser común, como ya hemos visto en la relación metafórica entre el guerrero-las armas-las manos. Una asociación similar ha sido 247 La segunda Edad del Hierro reconocida entre la cabeza y la persona, como lugar donde reside la esencia de la persona, el elemento que la define, por lo que al poseer la cabeza se posee al propio individuo (Sopeña 1987: 107-110). Pero aún nos queda el interrogante de por qué lo hacían, aquellas motivaciones más profundas que vamos a tratar de sintetizar en tres apartados, dependiendo de la escala, alcance y los agentes implicados. 5.4.2.4.1. Larga vida y prosperidad… para la comunidad Al inicio exponíamos que la práctica de cortar cabezas ha sido discontinua en el tiempo y en el espacio y realizada por múltiples sociedades independientemente de su grado de complejidad. El trabajo de Ian Armit recopila varios de estos de grupos para profundizar en los significados de esta práctica. Testimonios como el de los españoles cuando llegaron a América en el siglo XVI -aztecas y moches- o los que observó el capitán James Cook en el continente australiano -los maoríes-, hasta el siglo XX con testimonios sobre los nagas del norte de India, los iban de Sarawak en Borneo, los asmat de Nueva Guinea o los shuar del Amazonas, entre muchos otros (c.f. Armit 2012: 51-59). En su estudio, ha podido entender que la semiótica de las cabezas hunde sus raíces en lo más profundo de las cosmogonías de los grupos que practican su “caza” y, además, existe una fuerte relación entre las cabezas y la fertilidad de los campos, los animales y las personas, representando auténticos símbolos de la abundancia y el éxito de la comunidad frente al mundo. Un testimonio de uno de los ilongot de la isla de Luzón en Filipinas a principios de los años setenta afirmaba: “when we took heads all the time, there was no illness” (Rosaldo 1977: 168). Los asmat de Nueva Guinea asocian metafóricamente la cabeza a la fruta del sago (Zegwaard 1959). En Sumba, Indonesia, las cabezas de los enemigos se colocaban en árboles delimitados por círculos de piedras como si fuesen los frutos del árbol (Hoskins 1987) y los naga del norte de la India (Jacobs 1990) exhibían las cabezas de los enemigos colgadas en árboles o palos de bambú, mientras que las de los ancestros se situaban en nichos dentro de piedras fálicas, y previamente habían sido cuidadosamente tratadas y adornadas con cuernos de buey, pelo o textiles. La exhibición de cabezas en nichos se ha relacionado con las representaciones de las cerámicas de Uxama, Carratiermes y Numancia, por la estructura cuadrangular que aparece marcada en la decoración pintada, a semejanza de los nichos del pórtico de Roquepertuse o las cabezas talladas de Entremont, así como el sitio de exposición de los naga de la India (c.f. Almagro Gorbea y Lorrio 2007; Armit 2012). Entre las representaciones en cerámica, el vaso de Arcóbriga (Fig. 93) es un buen ejemplo de la asociación entre las cabezas y la fertilidad. En éste, se presentan dos motivos idénticos de la fachada de un edificio o un pórtico, enmarcado por dos columnas elaboradas, con capiteles y unas basas bien marcadas. F. Marco (1993) observaba una decoración lunar en el interior de las columnas y ramas de hiedra en el exterior del edificio, mientras que I. Armit (2012: 106) relaciona el interior de las columnas con motivos vegetales y las hojas de hiedra corresponderían a los frutos de la planta. El conjunto se enmarca entre dos aves, que se ha relacionado con gallos, animal que según R. Olmos y M. Serrano (2000: 63) estaba asociado por el poeta Lucrecio con la fuerza, el vigor y el poder. Por último, los 248 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero motivos que F. Marco (1993) interpreta como serpentiformes, I. Armit (2012: 106) los entiende como posibles lanzas dobladas. Fig. 93: Vaso de Arcóbriga (Catálogo CER.es). A pesar de que el conjunto ha sido interpretado de diversas maneras, como un sacerdote o el dios Mercurio (Marco 1993, 2003, 2005). Personalmente me inclino por la interpretación de I. Armit (2012: 106), en la que el edificio (o monumento) enmarca una cabeza humana, que yace sobre un plinto o caja, de la que crece un árbol. El esquema decorativo parecer representar un complejo y altamente formalizado simbolismo asociado a la fertilidad y al crecimiento, donde la cabeza cortada se halla en el centro de la representación. Una representación similar podríamos considerar a la cabeza que aparece bajo el asa del boch (Wattenberg 1963: Lám. VI, 2-1203) de la manzana XVIII de Numancia que se encuentra sobre algún tipo de plinto o base marcada dentro del rectángulo o nicho donde se encontrar expuesta (Fig. 92 F). Si añadimos que la representación de dicha cabeza está acompañada por dos figuras híbridas, quienes pueden ser entendidas como dos personajes caracterizados o que encarnan determinados atributos mágicos asociados al caballo. A esto, debemos añadir que aparece junto a la jarra que representa una máscara de un toro (Wattenberg 1963: Tabla XLV, 1160). Observaríamos, por lo tanto, algún tipo de ritual, en el que la cabeza es el elemento central y las figuras híbridas formarían parte de la ceremonia en pos de la fertilidad de la comunidad. No son raras las asociaciones en iconografía de la figura del guerrero con elementos vegetales, como es el caso del guerrero que aparece sosteniendo unas ramas (Wattenberg 1963: Lám. XI, 1-1248) o los elementos vegetales que aparecen detrás del combate singular de los guerreros híbridos (Wattenberg 1963: Lám. XI, 10-1256) (Fig. 85 B). 249 La segunda Edad del Hierro El papel de la mujer en lo relativo a la caza de cabezas se ha pasado por alto o se ha infravalorado. La obtención de las cabezas es una tarea masculina, salvo excepciones, como algunos de los grupos del sur de Papúa-Nueva Guinea, donde las mujeres jóvenes tras una preparación física que las permita desenvolverse en el bosque y el aprendizaje del manejo de sok o el cuchillo del cortador de cabezas, forman parte de la expedición para buscar nuevos ejemplares, junto con los hombres jóvenes y unos pocos ancianos que les acompañan como consejeros y guías, aunque sus labores están más ligadas con el mantenimiento que con el propio acto de cercenar las cabezas (van der Kroef 1952: 225-226). En otros casos, las mujeres participan en las actividades de limpieza, preparación y la conservación de los trofeos, donde las funciones de género juegan un papel fundamental a en la ecuación cabezas- fertilidad. Este es el caso de los shuar del Amazonas, mediante los ritos que se ejecutan cuando se obtiene una cabeza, se transmite el poder espiritual a las mujeres de la comunidad y a través de ellas, a los campos (Harner 1973). Esto ha sido entendido como una apropiación del poder productivo de las mujeres por parte de los hombres guerreros, traduciéndose en una agricultura a cargo de las mujeres subordinada a la actividad del conflicto y la guerra, controlados por los hombres (Armit 2012: 59), una relación de dominación de género a través de los sutiles mecanismos de poder. Famoso es el conjunto escultórico de Entremont (Francia), compuesto por una serie de, al menos, nueve guerreros con ramos de cabezas cortadas en sus manos. Estos se situaban sentados en la calle principal del enclave, posiblemente, en tronos de madera. Sin embargo, menos conocidas son las tres cabezas veladas y los fragmentos escultóricos pertenecientes a mujeres, también sedentes y de las mismas dimensiones que los anteriores (Salviat 1976). Para ellas, P. Arcelin y G. Congès (2004: 10) sugirieron que podrían estar sosteniendo niños en sus brazos, aunque hay muy pocas evidencias para respaldarlo. Las entendieron como las “adorantes” de los guerreros, a modo de representaciones familiares que habrían reflejado el estatus de la figura central masculina, en sus atributos como marido, padre y guerrero. Sin embargo, I. Armit (e.p., 2012: 186-187) apunta que esta interpretación infravalora la importancia de las figuras femeninas, ya que las supedita a la figura masculina y no las pone en relación con las cabezas-trofeo que portan los hombres. Uno de los principales problemas es la gran fragmentación de estas esculturas, con numerosas piezas de difícil asociación. Entre ellos, el autor asoció los referentes a objetos metálicos y armas a las figuras masculinas, y los tres fragmentos que representan vasos metálicos o situlae, con las femeninas. Además, uno de ellos representaba un colador, elemento relacionado con el consumo del vino en el mundo mediterráneo. La celebración de banquetes y los simposia han sido ligados a las actividades orquestadas por las élites sociales (Arnold 1999; Dietler 2005), y no es el primer lugar, en el que se relaciona a las mujeres con estas actividades, sino recordemos el enterramiento de Vix. La participación de las mujeres en estas actividades no se reduciría simplemente a la de meras sirvientas, sino como participantes activas en el proceso de preparación, tal y como tenía lugar en el caso de las cabezas. De este modo, el conjunto de estas figuras estaría representando un tipo de 250 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero identidad relacionada con las élites (con el estatus) que presentan diferentes materializaciones dependiendo del género. Se produce, por lo tanto, la ritualización de dos estrategias claves de la negociación social, en el caso de los hombres a través de su papel en la guerra y la violencia, y las mujeres, mediante el consumo de alcohol (Armit e.p.) y su labor en la preparación de los eventos de comensalidad. La importancia de la participación en los simposios y el consumo de bebidas alcohólicas se relaciona con el tipo de formas cerámicas sobre las que se representan las cabezas en las cerámicas celtibéricas y sus decoraciones de alto contenido simbólico. Así las vasijas de Numancia, la cerámica con la asa en forma de cesta y los dos boch, podrían corresponder a contenedores de las bebidas alcohólicas en el contexto de determinadas celebraciones, y por ello, se contrarían guardados en los almacenes de las casas de determinadas familias. Pero, por otro lado, los vasos de Uxama y Carratiermes, incluso las dos cabezas aplicadas de Carratiermes, que aparecen en contextos funerarios, pudiesen formar parte de la vajilla del banquete funerario en honor al difunto y de las ofrendas de los vivos. Hemos observado la universalidad del cuerpo físico a la hora de transmitir determinadas ideas cosmológicas y el valor de las cabezas, profundamente arraigado a los orígenes, las identidades y religiosidad de los pueblos. Las comunidades de la Edad del Hierro debieron presentar motivaciones similares, ya que todas las sociedades de carácter tradicional comparten una preocupación por la fertilidad y la reproducción exitosa de la comunidad. Inquietud que para la práctica de cortar cabezas ha sido comparado con: “the metaphoric relationship between the action of the sickle, harvesting crops, and that of the sword, swiping off heads, occurs quite widely in the ancient world, although it is inevitable hard to detect in preliterate context” (Armit 2012: 102). De este modo, a través de los ejemplos antropológicos e históricos, podemos concluir que la caza de cabezas no es la consecuencia del conflicto, sino la causa. La obtención de estos trofeos a partir de los enemigos o de miembros destacados de la comunidad –por medios muy diferentes- se hace por el bien de la comunidad, para garantizar su supervivencia, prosperidad y continuidad. Pero quiénes son los protagonistas a la hora de ir a buscar nuevos trofeos o qué les mueve, lo veremos en el siguiente apartado. 5.4.2.4.2. Prestigio social para el individuo Podríamos caracterizar las representaciones de cabezas en la iconografía como anónimas, estilizadas y repetitivas (Armit 2012: 118). Tan sólo somos capaces de distinguir algunos complementos como gorros o pendientes, que aparecen en los báculos o las fíbulas y las cabezas exentas en cerámica, o la barba y el pelo largo, pintados en algunas vasijas de Numancia y Carratiermes. Elementos que quizá podrían estar relacionados con la etnia, el estatus al que perteneció el representado, el grupo de edad o el origen de la cabeza, si perteneció a un enemigo o antepasado. A pesar de ello, no podemos precisar los rasgos que permitan reconocer una individualidad del sujeto propietario, por lo que la clave debió residir en la materialización de las ideas que representan, más que al individuo representado. 251 La segunda Edad del Hierro A partir del registro antropológico, se aprecia una diferencia de tratamiento dependiendo de su procedencia, si pertenecieron a los ancestros o fueron obtenidas de los enemigos, como es el caso de los maoríes y los naga. Aunque estos matices son apenas distinguibles en el registro arqueológico, algunos ejemplos como los cráneos perforados de Numancia, el Puig de Sant Andreu o La Cloche, pueden asociarse claramente a enemigos. Las cabezas de los individuos con elevado estatus social serían las preferidas, posiblemente se sometían un tratamiento distinto y eran conservadas a lo largo del tiempo como tesoros o pertenencias de valor para la familia, como muestran las citas de Diodoro y Estrabón en el caso de los galos. Entre los maoríes de Nueva Zelanda, preferían las cabezas de los individuos con elaborados tatuajes faciales porque eso les añadía un mayor valor (Vayda 1960: 96). Mientras que en Roviana, a pesar de preferir aquellas pertenecientes a jefes o guerreros notables, porque de ellas derivaba un mayor prestigio, cercenan cabezas independientemente del sexo y la edad (Aswani 2000). Los conflictos de los que procedían las cabezas y las manos debieron obedecer a determinadas agendas sociales, cuidadosamente tejidas por diversos grupos que conformaban la comunidad y con múltiples intencionalidades. Algunos referentes actuales pueden ayudarnos a entender su relación con el establecimiento y el mantenimiento del poder. Así, entre los shuar del Amazonas, el poder se adquiere mediante la pericia del guerrero, por lo que un cortador de cabezas exitoso es capaz de obtener un prestigio considerable y tras liquidar a un número concreto de víctimas, obtiene ciertos títulos honoríficos (Rubenstein 2006). Las familias nobles de la parte este de la isla de Sumba (Indonesia) controlan las grandes fincas de cultivo, lo que unido al control del comercio les permitió consolidar un poder político y económico, en el que tenían lugar constantes y sangrientas guerras, donde la caza de cabezas jugaba un papel primordial como símbolo del sometimiento de los enemigos y, ascenso y perpetuación de la nobleza de estas familias (Hoskins 1996). Los grupos de Roviana, en las Islas Salomón, han sido estudiados por Shankar Aswani (2000) quien se aproximó a la costumbre practicada entre los siglos XVI y XIX, sobre la que señala la importancia de la captura de las cabezas como medio de competición entre las élites por el control social y político, ya que las de los enemigos eran consideradas como símbolos políticos susceptibles de ser cuantificados. Estas eran, por lo tanto, un medio para autentificar la eficacia del jefe, su grupo y su legado ancestral. La práctica no sólo es un acto de triunfalismo, sino implica la transmisión de beneficios espirituales y sobrenaturales. Son consideradas como un capital acumulado a través del conflicto y almacenadas como reflejo y símbolo de eficacia, dando lugar a una traducción simbólica donde la eficacia de los ancestros pasa al jefe vivo y a través de él, a toda la comunidad (Armit 2012: 55-56, 165). Es interesante la compleja interrelación que se establece entre: el cortador de cabezas – las cabezas – la comunidad. De esta manera, el guerrero obtiene cabezas por el bien de la comunidad, para su prosperidad y continuidad. A partir de las cabezas y el estatus de sus dueños, la comunidad y el individuo prueban su eficacia y su fuerza frente a los otros. La comunidad reconoce la labor del guerrero premiándolo mediante prestigio social y reconocimiento. La identidad del cortador no aparece marcada 252 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero de modo individual. Las representaciones en las fíbulas de caballito o los báculos de la necrópolis de Numancia, los jinetes no presentan unos rasgos de individualización, todos muestran las mismas características, por lo que la clave debió residir en portar los objetos y lucir unos determinados símbolos, a través de los que se asociaría a los propietarios con ciertas habilidades y las capacidades del cortador de cabezas, los éxitos que habría traído a su comunidad y, la prosperidad y poderío de la misma frente al mundo. 5.4.2.4.3. Terror para el otro El modo de obtención, la parte del cuerpo que refiramos, el tratamiento, la visualización o la conservación son poderosos medios para enfatizar la pertenencia o no al grupo de la persona, la pertenencia al nosotros o a los otros. Este hecho es especialmente visible con los cráneos enclavados o las manos cortadas, lo que R.G. Mendoza (2007: 401) denominaba como “the technology of terror” con el ejemplo de los tzompantli mesoamericanos. A través de la desmembración, el enemigo se deshumaniza y se le convierte en un mero objeto, dando lugar a una transformación de la esencia de un individuo peligroso a en un objeto cultural que puede ser almacenado y controlado desde la esfera doméstica, ya sea en silos como el 146 de el Puig de Sant Andreu, los cráneos de la habitación 4 de Numancia o La Hoya. El trofeo se convierte en un símbolo físico y un justificante de cómo la comunidad se impone al mundo exterior y logra un nivel de control sobre otras fuerzas que sino no podría controlar (Armit 2012: 221). Son reflejo de una identidad colectiva, cuyas claves residen en el control, el poder, la superioridad y la diferencia moral frente a los otros, proceso similar al que observaba A. Hernando (2002) en las comunidades campesinas para los fenómenos de naturaleza no humana. En símbolos de este tipo, es tan importante la intención con la que se realizan, como lo que provoca en el que lo observa. La visualización y el cuerpo se convierten en estrategia y vehículo mediante las que las comunidades expresan poderosos y efectivos mensajes, especialmente patentes en contexto de inestabilidad, donde las sociedades necesitan una reiteración visual continuada. 5.4.2.4.5. Los sacrificios humanos Los sacrificios debieron ser una práctica común entre las gentes de la Edad del Hierro. La mayor parte de los testimonios que encontramos en la literatura, la iconografía y los restos óseos hacen referencias a animales, especialmente domésticos, testimonio de banquetes y rituales adivinatorios. Así aparecen representados en la cerámica de Numancia (Wattenberg 1963: Lám. X, 4-1239; Romero 1976: Fig. 41) (Fig. 94), donde una serie de oficiantes se preparan para sacrificar un ave y, posiblemente, un caballo (Alfayé 2010: 226). 253 La segunda Edad del Hierro Fig. 94: Representación en una cerámica de Numancia de dos oficiantes sacrificando un ave sobre un ara. Tenemos un menor número de evidencias en lo que a los sacrificios humanos se refiere. En la Europa Templada y las Islas Británicas contamos con los testimonios de los conocidos como “cuerpos del pantano” o “momias de turbera” que evidencian este tipo de prácticas. Las referencias en la Germania de Tácito han ayudado a entender un poco mejor las motivaciones de estas prácticas, relacionándolas con ofrendas de esclavos en un lago a la diosa Nertho, diosa de la fertilidad y los vientos (40); o castigos punitivos determinados en asamblea y reservados a los cobardes, malos guerreros o los que cometieron “deshonestidades” (12). Para los pueblos de la Península, encontramos referencias de esta práctica en los montañeses del norte (Estrabón III, 3, 7) y los lusitanos (Estrabón III, 3, 6; Tito Livio Per. 49), donde se alude a cautivos de guerra. El ritual de los montañeses consiste en el sacrificio de “un chivo, cautivos de guerra y caballos” al dios Ares, según Estrabón, que ha sido relacionado con Cosus que posteriormente se asimilaría a Marte. En el caso de los lusitanos, Estrabón describe un ritual adivinatorio, realizado con las entrañas de un cautivo, sin extraerlas, prácticas que recuerdan a las evidencias físicas que presenta uno de los hombres de Weerdinge (Drente, Países Bajos). Mientras, Tito Livio narra parte del ritual profetico previo a un enfrentamiento, donde se sacrifica un hombre y un caballo, referencia similar a las recogidas por Polibio (XII, 4b) para las tribus bárbaras, en las que se sacrifica un caballo antes de entrar en guerra o librar una batalla decisiva. La única evidencia, que se ha registrado en el Alto Duero sobre la posible práctica de sacrificios humanos, son las figuras representadas en el enmangue de un cuchillo de tumba 3 de la necrópolis de 254 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Numancia (Fig. 95). En la parte interior del mango aparecen dos figuras. La superior representa a un individuo fálico, que viste un gorro que le tapa los ojos o lleva los ojos vendados, un cinturón y posiblemente está atado. Mientras la figura inferior parece representar un segundo personaje tocado con un gorro, pero que permite que le veamos todo el rostro, del que se pueden distinguir los dos ojos y dos marcas que enfatizan las mejillas. Fig. 95: Ajuar de la tumba 3 de Numancia (Jimeno et al. 2004: Fig. 29). El ajuar junto al que aparecía este cuchillo de dorso recto se compone de una punta de lanza, de dos tijeras de diferentes tamaños, un punzón biapuntado y un cuenco cerámico (Jimeno et al. 2004: Fig. 29). Como hemos mencionado anteriormente, las características de esta necrópolis no permiten conocer el sexo o la edad de la persona que allí se encuentra enterrada, aunque por la composición 255 La segunda Edad del Hierro del ajuar podemos aventurarnos a decir que se trataría de un hombre, ya que la aparición de tijeras y punzones en los enterramientos parecen corresponder únicamente a hombres en la necrópolis de Carratiermes. Fig. 96: Comparación de la decoración del cuchillo de Numancia (E) con El chico de Kayhausen en Schleswig-Holstein (van der Sanden 1996) (A), las figurillas atadas del British Museum (Jackson 2005) (B), los hombres Windeby (C) y Tollund (D). La figura del primer personaje representado en el anterior cuchillo puede relacionarse con el trabajo de M. Aldhouse Green (2005, 2015) sobre el significado de las ataduras en las cosmogonías de la Edad del Hierro. Esta autora identifica un vínculo sagrado entre las ataduras y la divinidad a partir de las palabras de Tácito (Germania 7, 39). Los únicos miembros de la comunidad con potestad para atar serían los sacerdotes y la finalidad de éstas serían la de reconocer la inferioridad ante una entidad 256 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero superior, la divinidad. Las ataduras tendrían así una gramática particular en la que se niega el estatus, la libertad, la identidad y la dignidad de la persona, diseñadas específicamente para simbolizar una humillación de su portador. Numerosos son los ejemplos sobre la existencia de ataduras y deposiciones diferenciadas relacionadas con ellos (c.f. Green 2005, 2015; van der Sanden 2012, 1996; Sanders 2009). Varios pueden ser relacionados con la imagen que aparece en la empuñadura del cuchillo de Numancia, entre los que destacaremos: al chico de Acy-Romance, cuyas manos están atadas a la espalda y sufrió una muerte violenta; el chico de Kayhausen en Schleswig-Holstein, con unas complejas ataduras que unen sus manos en la espalda y el cuello, e independientemente los pies; el hombre de Tollund, desnudo con un gorro, un cinturón y ataduras en torno al cuello o el de Windeby I con una venda en los ojos; y finalmente las figurillas de cautivos del British Museum, que representan una serie de personajes con ataduras en torno al cuello, manos y pies, y gorro (Jackson 2005). Así pues, la representación del cuchillo de Numancia podría corresponder a un individuo que llevaba atadas las manos, viste un posible cinturón y un gorro que le tapa los ojos, similar al hombre de Tollund, o los ojos vendados como el chico de Windeby I. La figura inferior es más problemática, podría relacionarse con algún tipo de divinidad, lo que no es común en las representaciones iconográficas, o quizá el oficiante. El hecho del que el individuo sacrificado aparezca fálico podemos vincularlo de nuevo con la fertilidad, del mismo modo que las cabezas cortadas. Ejemplos como los documentados entre las gentes de la isla de Sumba en Indonesia, quienes frecuentemente representaban en sus textiles a individuos con los genitales muy marcados, asociados a las cabezas cortadas (Armit 2012: 100, Fig. 3.5), muestran el profundo vínculo entre este tipo de prácticas y la fertilidad. Pocos son los datos que conocemos sobre el papel de los oficiantes representados en las cerámicas. Más allá de su labor a la hora de conducir el ritual, estos personajes lucían un tipo de vestimenta específica, bien diferenciada del resto de ropajes, como los representados en las cerámicas. S. Alfayé (2010: 222) señalaba que no sabemos si se trata de un especialista religioso o una persona determinada que regula el ritual, sus pautas, tiempos y contenidos. La presencia de un cuchillo con este tipo de representación nos hace plantearnos, de nuevo, quién se entierra con un objeto así. Por ello, quizá nos encontremos ante uno de esos sacerdotes con potestad para atar y conducir rituales que implicasen algún tipo de sacrificio, animal o humano. Resulta reseñable que sea de las pocas tumbas con cerámica, evidencia de las ofrendas de los vivos a los difuntos. 5.5. EL GOBIERNO DE LAS COMUNIDADES A lo largo de los anteriores apartados hemos explorado las diferentes facetas de la cultura material, la construcción de algunas identidades y varias de las estrategias utilizadas para negociar el poder y la posición social de los individuos. Como apuntaba Alfredo Jimeno (2011: 260), nos enfrentamos a un panorama complejo en el que “…se mantendría el antiguo modelo social campesino de familias 257 La segunda Edad del Hierro nucleares, con tendencia igualitaria en cuanto a sus posesiones y cuya relación seguiría regulada por los grupos familiares extensos”. Hemos observado como ambos niveles de organización se encuentran bien reflejados en la evidencia arqueológica, en forma de identidades en torno a la casa o las agrupaciones familiares en los cementerios. Pero no todas las comunidades debieron presentar el mismo tipo de jerarquías, en términos de diferenciación social y poder. Ni la misma construcción de las identidades, a pesar de compartir un cosmos ideológico semejante. Las diferencias de poder entre sus miembros, familias o clases hubieron de ser mayores en unos territorios que en otros, lo que derivó en las diferencias que manifiestan las ciudades y la complejidad constructiva de sus territorios. Así como la diversidad revelada en la construcción de las identidades, mediante la composición de los ajuares de los enterramientos, el valor simbólico de los objetos o la actuación frente a la muerte, permitiéndonos observar los niveles más concretos de la etnicidad. Asimismo, hemos observado el profundo carácter patriarcal de estas sociedades. Lo masculino tiene un mayor valor simbólico y se traduce en una posición de poder por parte de los hombres sobre las mujeres. Sus símbolos fueron claves para la construcción del estatus y la posición social, como hemos visto en los ajuares de los cementerios, donde el reflejo de posiciones sociales preminentes está en la posesión de determinados objetos independientemente del sexo y la edad de los difuntos. Será en las manos de estos hombres sobre las que recaerá el gobierno de las comunidades. 5.5.1. ASAMBLEAS: LAS ARENAS DE LA NEGOCIACIÓN Las asambleas eran instituciones transversales. Espacios de reunión a varias escalas que abarcaron desde el ámbito del parentesco, a los asentamientos, los territorios o las etnias. Cada una de ellas encargada de unos asuntos concretos, y reunida en unos lugares y tiempos determinados, con una composición específica y reglada. Aunque no contamos con suficientes datos para precisar cada uno de los niveles, tiempos o composiciones, las referencias de los autores grecorromanos mencionan aquellas relacionadas con el gobierno de las ciudades y los territorios, reunida en enclaves o edificios centrales en las cabeceras de los territorios, como vimos en apartados anteriores. La visión que nos otorgan de estos órganos de gobierno, es la de asambleas autónomas e independientes, máximo órgano del gobierno del destino de las comunidades, de sus territorios. La principal atribución que reiteradamente se señala es la potestad para discutir cuál fue su posición frente a Roma, ya que es un elemento de interés en las narrativas de estos autores para justificar o entender el transcurso de las guerras. Así tenemos noticias de las asambleas como la de Nertóbriga que prefirió negociar la paz con Roma antes de presentar oposición, decisión similar a la que tomaron ciudades como Arekoratas o Uxama y que posteriormente fueron premiadas con la prerrogativa de la acuñación 258 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero monetal. Por el contrario, las asambleas de Numancia, Lutia o Belgeda fueron mencionadas por su arrojo para presentar batalla y las discordancias internas que ésto supuso, siempre con trágicos finales. No contamos con datos concretos que nos permitan conocer si todos los miembros de la comunidad formaban parte de ellas y si no era así, qué daba acceso a las mismas. Recordemos que en los albores del mundo urbano, la composición de los territorios agrupó a personas de diversos grupos familiares dentro de una misma comunidad y uno de los principales nexos de unión de las recién creadas comunidades tuvieron que ser estos espacios de reunión. Dos citas son reveladoras a este respecto, aunque pertenecen al momento final del periodo. El episodio de Meobriga (Salustio 2, 92) muestra como sólo formaban parte de ellas los hombres, ya que las mujeres intervienen en un momento concreto, como instigadoras a la guerra. El segundo de ellos, es el de la ciudad de Belgeda (Apiano Iber. 100), donde el pueblo cansado de la indecisión del consejo, quema su lugar de reunión, lo que sugiere que no todos los integrantes de la comunidad participaban activamente en estas reuniones, sino mediante algún tipo de representación. La importancia que han manifestado las relaciones familiares y el estatus en el registro arqueológico, nos hace suponer que los representantes de las principales familias, los líderes de las diferentes facciones o grupos clientelares estarían presentes en las mismas, luciendo símbolos de poder como armas, pectorales, fíbulas o báculos que reiterasen visualmente su posición social. Elementos como el estatus, unas extensas redes clientelares o propiedades permitirían a determinados individuos o agrupaciones gozar de una mayor influencia y capacidad para manipular las decisiones de estos órganos en su beneficio. Aunque los intentos de diferenciación quedarían diluidos en el seno de estas estructuras, siendo las asambleas o consejos, elementos de control de la capacidad de acción (agency) de los líderes, como se demuestra en el caso de Ávaros (Apiano Iber. 95), caudillo numantino del final del cerco de Escipión, quien tras una reunión con el cónsul romano, la asamblea de Numancia cree que no está obrando por el bien de la comunidad, sino por el suyo propio, y lo matan junto a sus hombres. César en la Guerra de las Galias (V, 27, 3) recoge las palabras del que llama el rey de los Eburones, Ambiorix, claves sobre ésto: “... no era menor la potestad del pueblo sobre él que la suya sobre el pueblo”. Los autores clásicos, también, apuntan la existencia de grupos de edad en el seno de las asambleas, con numerosas referencias a los jóvenes (iuvenes) y “a los de más edad” según palabras de Apiano (senniores). El grupo de los jóvenes estaría compuesto por hombres en edad adulta que han pasado los ritos de iniciación correspondientes para formar parte de la comunidad y, por tanto, tienen derecho a portar armas. Según P. Ciprés (2002: 145), serían “el conjunto de hombres susceptibles de ser movilizados de una ciudad o de un pueblo, es decir, aquellos miembros de la comunidad que se encuentran en el máximo apogeo de su actividad física –en la plenitud de su fuerza, agilidad, movilidad, etc.-“. Los ancianos, son varones que pudieron pertenecer al grupo anterior, pero que por edad, han dejado han cambiado de estatus. Con la edad han adquirido prestigio por sus hazañas, riqueza por sus viajes y lo más importante, sabiduría, experiencia y conocimiento tecnológico que han obtenido a lo largo de su vida y que les han permitido garantizarse una posición social preeminente. 259 La segunda Edad del Hierro Entre estos grupos se aprecian tensiones y enfrentamientos por el control de las decisiones que atañen a la guerra, donde se identifica el conflicto generacional entre los hombres jóvenes quienes han de labrarse una posición social y obtener medios para establecerse, y los mayores, cuya autoridad residiría en su riqueza, experiencia y conocimiento del mundo, como muestran sus ajuares en los cementerios, como Carratiermes donde progresivamente disminuyen la armas a favor de los “elementos ornamentes” a medida que aumenta la edad. En ocasiones, estos enfrentamientos llegaron a situaciones extremas, como es el caso de Lutia (Apiano Iber., 94), en la que las posiciones enfrentadas acabaron con un castigo ejemplar de Escipión Emiliano a los jóvenes de la ciudad por mediación de los ancianos, o en Belgeda (Apiano Iber., 100), donde el pueblo prendió fuego al lugar de reunión del consejo. “Había, sin embargo, una ciudad rica, Lutia, distante de los numantinos unos trescientos estadios, cuyos jóvenes simpatizaban vivamente con la causa numantina e instaban a su ciudad a concertar una alianza, pero los de más edad comunicaron este hecho, a ocultas, a Escipión” (Iber., 94). “En la ciudad de Belgeda, el pueblo, presto a la revuelta, prendió fuego al consejo, que se hallaba indeciso, en el mismo lugar de su reunión. Flaco marchó contra ellos y dio muerte a los culpables” (Iber., 100). Tradicionalmente, se ha querido ver una preeminencia dentro de las asambleas del grupo de los jóvenes, por las referencias de los autores y su relación con el ejercicio de las armas (Ciprés 2002: 145 ss.; Lorrio 2005; Per Gimeno 2012). Pero hemos de tener en cuenta que la agenda de los autores clásicos, la visión exógena de éstos y la situación de conflicto que están narrando, por lo que se enfatiza el papel de los guerreros y la barbarie de éstos. Las asambleas fueron, por tanto, un espacio negociación extremadamente complejo. Un lugar en el que se dirimían los conflictos y tensiones sociales dentro de la comunidad, donde los diferentes actores y agrupaciones presionarían por favorecer sus motivaciones e intereses y obtener beneficios tanto económicos, sociales como simbólicos. 5.5.2. LOS LÍDERES GUERREROS Los autores clásicos señalan su existencia de líderes o jefes militares que rigen el destino de la comunidad en momentos concretos de especial dificultad, como debieron serlo las guerras contra Roma. Estos eran elegidos por las asambleas para enfrentarse a una situación concreta y gozarían de cierta capacidad de acción, aunque su actividad estaba regulada por el conjunto de la comunidad, como observamos en el caso de la posible traición de Ávaros y sus cinco acompañantes cuando negocian en el 133 a.n.e. con Escipión Emiliano una posible rendición: Los numantinos, agobiados por el hambre, enviaron cinco hombres a Escipión con la consigna de enterarse de si los trataría con moderación, si se entregaban voluntariamente. Y Avaro, su jefe, habló mucho y con aire solemne acerca del comportamiento y valor de los numantinos… […] Escipión, que conocía la situación interna de la ciudad a través de los prisioneros, se limitó a decir 260 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero que debían ponerse en sus manos junto con sus armas y entregarle la ciudad. Cuando le comunicaron esta respuesta, los numantinos, que ya de siempre tenían un espíritu salvaje debido a su absoluta libertad y a su falta de costumbre de recibir órdenes de nadie, en aquella ocasión aún más enojados por las desgracias y tras haber sufrido una mutación radical en su carácter, dieron muerte a Avaro y a los cinco embajadores que le habían acompañado, como portadores de malas nuevas y, porque pensaban que, tal vez, habían negociado con Escipión su seguridad personal (Apiano Iber. 95). A través de los textos clásicos conocemos el nombre y algunos atributos de varios líderes, como es Retógenes, apodado Caraunio, el más esforzado de los numantinos, protagonista del último y heroico intento de romper el cerco de Escipión a Numancia. Su protagonismo en los textos viene dado por su papel en las guerras contra Roma, aunque a veces no esté del todo claro, como es el caso de la dualidad entre Caros y Megarávico en los sucesos del 153 a.n.e. Sus posiciones sociales y el poder político se encontraron entretejidos en el complejo tapiz, en el que estos líderes militares estarían a varios niveles, tanta encabezando diversas agrupaciones desde una escala más reducida y obedeciendo a criterios de localización, clase o edad, a escala territorial o supraterritorial en momentos de crisis. Materialmente somos capaces de percibir que estos cabecillas procedían de un grupo con una fuerte identidad de clase y con una apariencia relativamente uniforme, por lo que la distancia en el poder entre jefe y sus compañeros no debió ser muy dilatada, y los enfrentamientos por el liderazgo, comunes. Michael Whisson (1961: 7), en su estudio sobre los grupos humanos de una región de Kenia, apuntaba que las principales fuentes de poder que un individuo podía manipular, provenían de su filiación con un poderoso linaje, su habilidad para la guerra o la capacidad de reunir apoyos frente a un enfrentamiento. Similares hubieron de ser las pautas para nuestros líderes militares de la segunda Edad del Hierro. Fig. 97: Representación de un guerrero danzando en las cerámicas de Numancia. 261 La segunda Edad del Hierro Anteriormente apuntábamos como mediante la ritualización de la actividad de la guerra la comunidad a la violencia generaba un control sobre los enfrentamientos. P. Ciprés (2002: 150) hacía énfasis en la relación de estos individuos con las divinidades, lo que les hacía disfrutar de ciertas habilidades mágicas. El favor de los dioses les permitiría obtener triunfos y riquezas, salir airosos de las peores contiendas y guiar a la comunidad en momentos de necesidad. Un buen ejemplo es el caso de Olíndico, que narra Floro (I, 33, 13) en el 143 a.n.e. quien además de excelentes cualidades guerreras y militares, poseía ciertos poderes mágicos de adivinación (Pérez Vilatela 2001). Además portaba una lanza de plata que le habían enviado los dioses. No debemos olvidar que la lanza de plata se ha relacionado con el dios Lug y había sido utilizada por Cutchulainn, por lo que se le ha atribuido una función sacerdotal (Marco 1987: 70; Sopeña 1987: 64, 1995: 43-49). Sertorio también se hizo partícipe del favor de los dioses, mediante su cierva blanca, haciendo que sus hombres la viesen como una mensajera de los dioses (Tito Livio Per. XLIII, 4; Floro I, 33,13; Plutarco Sert. XI; Apiano Iber. 110). A ello, debemos sumar una serie de gestos, danzas y cánticos asociados a lo ha denominado el “furor guerrero” en el campo de batalla, a partir de citas como la de Apiano (Iber. 65) en la guerra de Viriato, Polibio (II, 29) o Livio (V, 37), en las que los guerreros al entrar en batalla escenificarían un ritual de magia guerrera para propiciar el citado furor y provocar temor en el enemigo (Rodríguez García 2012: 321-322). El episodio de Intercatia narrado por Apiano (Iber. 54) es claro en este sentido: “Pues todos los jinetes bárbaros que habían salido a forrajear antes de que Lúculo llegara, al no poder entrar en la ciudad por haberla sitiado éste, se pusieron a correr alrededor del campamento dando gritos y provocaron un alboroto. Y los que estaban dentro los coreaban. Por lo cual un extraño temor invadió a los romanos”. Así como los banquetes y rituales adivinatorios que tenían lugar antes y después del combate, a los que nos referimos en apartados previos. En la negociación del poder político, los objetos de valor o de prestigio jugaron un papel fundamental a la hora de mantener las alianzas, siendo construidos y construyendo la posición social de estos personajes. Con la acumulación, los bienes básicos se convierten en bienes de prestigio mientras los bienes de prestigio provenientes de las razias pasan a básicos con las redistribuciones. Así además de conducir a sus guerreros en el campo de batalla, un líder debía redistribuir de modo justo las ganancias a partir de los vínculos y relaciones que tuviesen establecidas con ellos (Ramírez Sánchez 2005: 284) y los méritos y habilidades personales de cada individuo que habrían permitido la obtención de ese botín. 5.5.2.1. Las relaciones de poder El control de las relaciones fundamenta las bases del poder de determinados actores sociales, por lo que parece lógico pensar que aquellos individuos capaces de manipular una red de relaciones más extensa gozarían de una mayor capacidad de acción para cumplir sus propias aspiraciones personales. 262 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero A partir de los textos, aparecen tres tipos institucionalizado: hospitium, clientela y devotio. Cada uno de ellos con unas implicaciones sociales y una relación diferente de poder entre sus integrantes. El hospitium ha sido un tipo de vínculo basado en la colaboración, protección y defensa mutua entre individuos de una misma clase y/o estatus. Sería más o menos simétrica, donde los integrantes son considerados como semejantes y no hay prevalencia de uno sobre el otro. Un ejemplo que se ha utilizado tradicionalmente para ilustrar las relaciones de hospitalidad (Ciprés 1993b: 122; Peralta Labrador 2000:141) ha sido el que narra Valerio Máximo (III, 2, 21) en el 143-142 a.n.e., donde Quinto Ocio, legado romano con el cónsul Metelo, vence al joven Pyrreso en un combate singular y le perdona la vida. El celtíbero ante eso, le entrega su espada y su sagum, símbolos materiales de su estatus y papel social, estableciendo así, un vínculo de hospitalidad para cuando llegue la paz. También es reseñable el caso de Alucio, joven líder celtibérico, quien reconoció la superioridad de Publio Cornelio Escipión en el 209 a.n.e. en el contexto de la segunda Guerra Púnica, por su generosidad cuando su prometida cayó en manos del romano (Tito Livio XXVI, 50). La clientela y la devotio son relaciones asimétricas, donde una de las partes tiene una clara posición de superioridad. La clientela consiste en una relación de dependencia, de protección, donde un miembro de clase inferior se ampara bajo la protección de otro de mayor rango. Redes de esta clase debían ser especialmente amplias, ya que aquellos individuos o familias que gozasen de menos recursos, tendrían que acudir al amparo de otras más ricas para garantizar su supervivencia. La cita de Diodoro Sículo (V, 34, 6) puede ayudarnos a entender la situación de algunos jóvenes de familias menos pudientes y cómo éstos iban en busca de botín y prestigio: “Cuando sus jóvenes llegan a la culminación de la fortaleza física, aquellos de entre ellos que tienen menos recursos, pero exceden en vigor corporal y audacia, se equipan con no más que su valor y sus armas y se reúnen en las montañas, donde forman bandas de tamaño considerable, que descienden a Iberia y obtienen riquezas en su pillaje”. La devotio ha sido considerada un tipo de clientela extrema. Un compromiso sellado con la propia vida. En la que un grupo de devoti acompañaba permanentemente al jefe, dando la vida por su señor y muriendo cuando él moría, como narran los textos de Plutarco (Sert. XIV) y Valerio Máximo (II, 6, 11) donde estos se suicidaban cuando caía su líder. Esta práctica está registrada a través de las numerosas referencias que se hacen de las fuentes clásicas a esta práctica de los pueblos prerromanos centro- europeos, iberos y celtíberos (Salustio Hist., 1, 125; Valerio Máximo II, 6, 11; Plutarco Sert. XIV, 5-6). Los acompañantes de estos líderes se han relacionado tradicionalmente con una especie de guardia personal, especialmente a partir de la cita del griego Plutarco (Sert. XIV, 5-6) con motivo del séquito que acompañaba a Sertorio. Aunque una de las citas de Apiano es reveladora en lo referente a las distinciones entre las relaciones que se establecían dentro de los grupos. Se refiere al momento en el que Retógenes rebasa el cerco de Escipión en el 133 a.n.e.: “Pero Retógenes, un numantino apodado Caraunio, el más valiente de su pueblo, después de convencer a cinco amigos, cruzó sin ser descubierto, en una noche de nieve, el espacio que mediaba entre ambos ejércitos en compañía de otros tantos sirvientes y caballos. Llevando una escala plegable y apresurándose hasta el muro de circunvalación, saltaron sobre él, Retógenes y 263 La segunda Edad del Hierro sus compañeros, y después de matar a los guardianes de cada lado, enviaron de regreso a sus criados y, haciendo subir a los caballos por medio de la escala, cabalgaron hacia las ciudades de los arévacos con ramas de olivo de suplicantes, solicitando su ayuda para los numantinos en virtud de los lazos de sangre que unían a ambos pueblos” (Apiano, Iber. 94). En ella, apreciamos como Retógenes va acompañado por cinco “amigos” y otros tantos “sirvientes”. La relación y el grado de sometimiento que estable con cada uno de ellos es distinto. Suponemos que comparte una relación de tipo simétrico con los que denomina amigos. Estos serían miembros de la comunidad con su mismo estatus, con lo que posiblemente compartiría identidad de clase por lo que se embarcan en esa aventura, quizá compartiesen ciertos vínculos de hospitalidad entre ellos. Parece claro que parten con él motu proprio, no en vano, ha de convencerles. Sin embargo, un caso distinto son los sirvientes, por la denominación identificamos una relación asimétrica, individuos de un estatus inferior, con los que compartiría algún tipo de vinculación, posiblemente de tipo clientelar. Así pues, la posición social de los líderes hubo de estar sustentada por las relaciones de poder que mantuviesen con los demás miembros de la sociedad. Parece lógico pensar que aquellos líderes que tuviesen un mayor número de personas ligadas por este tipo de vínculos clientelares o a través de la devotio ostentarían un mayor prestigio social. 5.5.3. CULTURAS DEL HONOR Bajo esta denominación se han englobado sociedades en las que la violencia y el conflicto actúan como poderosos vehículos del cambio, siendo una parte intrínseca de la vida social (Armit 2011a: 513). El honor personal y familiar jugaría un papel importante sustituyendo a las leyes de las sociedades estatales y las vendette funcionarían como importantes mecanismos de justicia social, donde las respuestas rápidas, contundentes y visibles serían claves. El ejemplo de un clima social similar, aunque en un contexto muy diferente, lo podemos encontrar en los conocidos como ladrones de Tynedale y Redesdale. Bajo este sugerente sobrenombre habitaban la frontera entre Inglaterra y Escocia, según los documentos de finales del siglo XV y el XVI, en un periodo conocido como los Border Reivers. La debilidad de un poder central, debido a los enfrentamientos desde el siglo XI entre ambas coronas y las libertades concedidas a estos territorios desde mediados del siglo XII, favorecieron la aparición de un tipo de sociedad basada en los vínculos de parentesco (c.f. Frodsham 2004: 78-106; Frodsham et al. 2007; Prestwich 2008; King y Etty 2015). El conjunto de la sociedad se reunía en torno a una serie de apellidos (surnames) a partir de vínculos de parentesco, reales o ficticios. Estas entidades agrupaban gentes de todos los estatus sociales, reuniendo desde los nobles a los granjeros. Cada surname estaba formado por varias graynes, y éstas por varias familias o unidades domésticas que se asentaban de modo disperso en el paisaje en granjas fortificadas (bastle houses) para defenderse de razias y asaltos. 264 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero El apodo de ladrones viene dado por el clima de violencia endémica que tuvo lugar entre los grupos familiares de los habitantes de Tynedale y Redesdale, cuyas causas se han relacionado con el aumento de la población y a la práctica de dividir la herencia entre sus herederos, lo que provocaba una excesiva parcelación de la tierra y los recursos que no permitía la subsistencia del grupo familiar (Prestwich 2008). Así los líderes de los surnames y las graynes debían velar por la protección, el mantenimiento de sus gentes y la venganza ante las ofensas. Se elegían entre los miembros de mayor edad, llegando a acaparar en algunos casos un enorme poder en sus manos. Su eficiencia era determinada por sus habilidades para proveer a sus seguidores de suficientes tierras de cultivo, pasto, una parte justa en el botín, protección y justicia. El profundo arraigo de la violencia y su uso como estrategia de poder, incluso el tipo de agrupaciones fruto de la misma, debieron ser similares en la segunda Edad del Hierro, como reflejan los múltiples y complejos contextos de la cultura material, desde la construcción de obras colectivas relacionadas con el conflicto -murallas- hasta identidades de casa o familiares - armas y objetos de los enterramientos, especialmente los femeninos o infantiles-. Los significados sociales y simbólicos, y su extensión abarcaron muy diversos grados de las identidades y escalas, desde comunidades enteras a entidades de menor escala como los grupos de parentesco o unidades familiares reunidas en torno a la casa (Armit 2007: 35). Sarah King (2010b: 254-257) entendía que la presencia de una cultura materia estrechamente vinculada a la violencia era una respuesta extrema a una situación de conflicto y competición social. Los aspectos violentos de las representaciones son modos de actuar para lidiar con las tensiones sociales. Aunque con ello, no hemos de suponer que el enfrentamiento real no existiría y su carácter sería solo ritual, de hecho si el conflicto real no existiese y fuese sólo un aspecto simbólico, la mediación del ritual no sería necesaria y no requerirían de una ideología marcial. La violencia fue ritualizada por las comunidades como mecanismo para ejercer el control sobre estos eventos. Así, se controla la visualización y representación del ritual y los duelos, y se restringe el número de individuos envueltos en ellos, como hemos observado mediante las representaciones y referencias a los combates singulares. De este modo, se evita que el conflicto envuelva a toda la sociedad y el número de bajas sea mayor del que la comunidad puede soportar. Si los actos violentos se refieren a enfrentamientos a mayor escala o ataques por sorpresa, los grupos utilizaron las agresiones moralistas, como los sacrificios o las cabezas cortadas, de forma que se pueda reestablecer el control. En palabras de King: “It is perhaps these community attempts to negotiate potentially damaging events that blur the line between ritual and violence”, siendo la diferenciación entre violencia ritual y real, por lo tanto, innecesaria porque la sociedad está impregnada de esa ideología. 265 La segunda Edad del Hierro 5.6. IDENTIDADES ÉTNICAS “No existieron «los Celtíberos» sino diferentes Celtíberos en distintos momentos de la segunda mitad del primer milenio a.C.” Gonzalo Ruiz Zapatero y Alberto Lorrio (2005: 673) La etnicidad de los celtíberos del Alto Duero ha sido ampliamente abordada desde la arqueología desde el inicio de la disciplina en esta región (e.g. Taracena 1929a, 1933, 1954; Schulten 1954; Almagro Gorbea 1993; Almagro Gorbea y Dávila 1995; Beltrán 2004, 2006; Lorrio 1999, 2005; Ruiz Zapatero y Lorrio 2005; Salinas 1999; Burillo 1987, 2008; Jimeno 2011), lo que ha generado una amplia documentación de etnónimos y un gran debate sobre su relación con determinadas regiones geográficas. Las principales fuentes documentales que se han utilizado han sido variadas, desde los testimonios de los autores clásicos, imprescindibles para abordar este tipo de identidades como apuntaba F. Beltrán (2004: 92); a evidencias lingüísticas y epigráficas (de Hoz 2005, 2001, 1986; Untermann 1995, 1984), hasta materiales arqueológicos, como las distribuciones de determinados puñales de frontón, los puñales biglobulares o la composición de la panoplia de los guerreros (Lorrio 2005: 50-52). Pero en nuestra búsqueda de qué identidad o identidades se engloban bajo el término celtíberos, debemos tener en cuenta que esta denominación fue creada por los autores clásicos durante la segunda Guerra Púnica para referirse a las gentes del interior peninsular, quienes adquirieron cierta relevancia en su papel como mercenarios en el Mediterráneo. El término fue relacionado en época imperial como la consecuencia de políticas matrimoniales entre gentes de ascendencia céltica e ibérica, véanse los textos de Valerio Marcial (IV, 55) o Diodoro (V, 33, 38) sobre ello. Por lo tanto, términos como celtíberos o la Celtiberia, región de origen, son denominaciones exógenas y genéricas acuñadas por los escritores grecorromanos, que responden a la necesidad de crear un orden social y un panorama geográfico que facilitase la conquista de la Península, mediante el entendimiento de sus gentes, la distribución de los territorios y las relaciones políticas que tenían entre ellos. Lo designado bajo el paraguas de “los celtíberos” no fue siempre uniforme y varios autores observan como varió el contenido con el paso del tiempo (e.g. Beltrán 2004: 107; Pelegrín Campo 2005: 135). A finales del siglo III a.n.e. hacía referencia a los habitantes de Iberia, pero a medida que aumentan su conocimiento de los pueblos y la geografía, especialmente en el momento de la conquista, empiezan a matizar las denominaciones y su formación. Algunos autores debieron tener un conocimiento mayor de los grupos indígenas de lo que plasma en sus escritos, como encontramos en las palabras de Estrabón (III, 3, 7), en las que ahorra detalles al lector, adrede, para no cansarlo: “Pero temo dar demasiados nombres, rehuyendo lo fastidioso de su transcripción, a no ser que a alguien le agrade oír hablar de los pleutauros, bardietas, alotriges y otros nombres peores y más ininteligibles que estos” 266 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Las consideraciones de los celtíberos como grupo étnico son múltiples. Desde su composición a partir de agregaciones de etnias menores, como son las tribus, que carecen de una unidad política o un poder central, ya que este se concentra en la figura de las ciudades (Burillo 2008: 16), hasta grupos que comparten ciertos rasgos lingüísticos, culturales, históricos y materiales (Ciprés 1993: 290-291; Lorrio 2005). De modo general, podríamos apuntar que a la etnicidad se le atribuyen rasgos como: la conciencia y solidaridad de grupo, compartir un nombre, unos ancestros, unos mitos, una historia, una cultura y un territorio comunes. Uno de los principales problemas es la falta de definición de lo que se considera como identidad étnica y de las implicaciones sociales, políticas o identitarias que tendría para las personas. Desde el paradigma histórico cultural, el concepto de tribus ha tenido reflejo territorial siempre ligado a la distribución de ciertos elementos de la cultura material (Moore 2011: 342-344), en nuestra zona de estudio: monedas, fíbulas, armas o elementos lingüísticos. Así, definidas por una serie de trazas materiales, se han construido narrativas sobre el devenir histórico de las tribus, como ha sido el caso de las múltiples teorías sobre los supuestos enfrentamientos y conquistas entre pelendones y arévacos (Taracena 1933, 1954). A lo largo de la tesis, hemos hecho referencia a lo que entendemos como identidad étnica, especialmente en el capítulo 3. La etnicidad es una identidad de tipo relacional, por la cual el sujeto se vincula a un colectivo, mediante un sentimiento de pertenencia frente a los otros. Este mecanismo de autoidentificación está vinculado y en constante negociación con las otras características y construcciones del individuo y la sociedad. Uno de los aspectos más relevantes, a mi parecer, es su carácter múltiple, ya que está formada por numerosos niveles que interactúan e interaccionan dependiendo de las circunstancias y la situación del individuo, dotándole de una serie de herramientas emocionales con las que estar siempre respaldado por un conjunto más amplio, siendo su gran capacidad de adaptabilidad la principal característica. 5.6.1. DESENMARAÑANDO LOS NIVELES DE ETNICIDAD Abordar la identidad étnica es hablar de niveles y escalas de autoidentificación. Varios de esos niveles fueron nombrados y caracterizados por Anthony D. Smith (2008: 30-31) y utilizados por M. Fernández Götz (2014a, 2014b) en su estudio sobre los tréveros de la Galia Oriental, como mencionamos anteriormente. En el caso de la Celtiberia, podríamos considerar el término erudito Keltíber acuñado por los autores griegos para referirse a los Keltoí de la Península Ibérica (Beltrán 2004: 105) como una categoría étnica. Recordemos que éste es un nivel muy general de etnicidad, designado desde el exterior para referirse a comunidades con elementos en común, bien culturales, bien por criterios geográficos. Este sentido global de los celtíberos haría referencia, por tanto, a los celtas de Iberia, quienes no tenían por qué compartir costumbres, mitos de origen, solidaridad o relación y presentaban simplemente un barniz exterior de similitud frente al otro. 267 La segunda Edad del Hierro Las redes étnicas es el siguiente de los niveles, por el que las comunidades establecen una serie de relaciones comunes y actividades. Compartirían algún tipo de nombre común, mitos de origen y cierto grado de solidaridad, al menos entre los dirigentes. Serían los celtíberos históricos, los habitantes de la conocida como “Celtiberia nuclear” (Burillo 2008), cuyos límites fueron groseramente definidos por los autores clásicos. Estas redes son especialmente visibles durante la conquista romana y a ellas debieron apelar en momentos de crisis, como el final de la ciudad bela de Segeda y su petición de ayuda y refugio a la arévaca Numancia, narrado por Floro (1, 34, 3-4) y Apiano (Iber. 45) bajo las denominaciones de “aliados y parientes”, y “aliados y amigos”. Según aumentamos el zoom en estas identidades contamos con mayor información, especialmente procedente de los textos clásicos, por el papel que jugaron durante la conquista. Las comunidades étnicas son entidades con nombre propio. Sus miembros comparten mitos de origen y una memoria común, cultura y relaciones de solidaridad. A este tipo de identidad se referirían el segundo conjunto de etnónimos amparados bajo el término de celtíberos como son: arévacos, titos, belos, lusones y, a veces pelendones y vacceos, dependiendo del autor. Me parecen especialmente relevantes los hechos que acontecieron en el 152 a.n.e. para observar el funcionamiento de estas entidades como entes políticos en momentos puntuales del devenir histórico. Cuando el cónsul Marcelo tiene cercada la ciudad de Nertóbriga y ésta pide la capitulación, Marcelo no acepta la paz a menos que también la solicitasen de modo conjunto los arévacos, belos y titos. Apiano (Iber. 48-49) cuenta como celosamente las tres tribus envían emisarios a tratar con el cónsul y éste los envía a Roma para que resuelvan las disputas. Allí, cada uno de los grupos es tratado de modo diferente, dependiendo de la comunidad étnica a la que pertenezcan, según las palabras de Polibio (XXXV, 2, 3-4): “Cuando los embajadores se presentaron en Roma, los que iban de parte de los belos y de los titos, que se habían adherido a la causa de Roma, fueron recibidos todos ellos en la ciudad, pero los de los arévacos recibieron orden de levantar sus tiendas al otro lado del Tíber por ser enemigos, hasta que se tomara una decisión sobre el conjunto de los asuntos. Al llegar el momento de la entrevista, el pretor introdujo a los aliados por ciudades” En la última frase de la cita de Polibio, se hace mención al siguiente nivel de la identidad étnica, las ciudades. Las identidades territoriales centradas en la figura de las ciudades debieron ser un referente mucho más influyente en la vida diaria de las personas, ya que como hemos visto anteriormente su vida familiar, política o religiosa tenía a la capital y al territorio como referentes, y se encontraba bien reflejada materialmente en la variabilidad regional que hemos señalado a lo largo de todo el capítulo. Referencias como la de Apiano (Iber. 100) sobre Colenda de la que dice: “… habitada por tribus mezcladas de los celtíberos…”, nos permite plantearnos la posibilidad de ciudades en las que se uniesen diversas identidades étnicas, como era el caso de la ya mencionada ciudad etíope de Asosa, hogar para personas de las etnias amhara, oromo y berta. La pertenencia a una comunidad o red étnica concreta no suponía suscribir ningún tipo de pacto o alianza, así lo observamos a lo largo de la conquista con ciudades de una misma etnia que toman decisiones diferentes en cuanto a su relación Roma. Citas como las de Polibio o las Nertóbriga 268 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero evidencian la libre potestad de la que gozaban el gobierno de las ciudades para decidir sobre sus destinos y cómo la etnicidad sólo era invocada en situaciones concretas o bajo acuerdos políticos determinados, como vimos hacer al numantino Retógenes al pedir ayuda a otras ciudades arévacas durante el cerco de Escipión apelando los lazos de sangre que les unían: “… cabalgaron hacia las ciudades de los arévacos con ramas de olivo de suplicantes, solicitando su ayuda para los numantinos en virtud de los lazos de sangre que unían a ambos pueblos. Pero algunos de los arévacos no les escucharon, sino que les hicieron partir de inmediato, llenos de temor. Había, sin embargo, una ciudad rica, Lutia,…” (Apiano Iber. 94) Estas identidades, por tanto, no son sino comunidades imaginadas, construidas a partir de un parentesco o descendencia común y un territorio que no tienen porqué ser reales. M.C. Cardete (2015: 46-47) en su estudio sobre la tribu azania en la Arcadia, observa que dicha tribu es una imagen documental que se ha construido en época clásica. Ésta no tiene porqué ser física, sino tan sólo un símbolo que permita construir un paisaje político que legitime el poder del momento. Así, algunos de los niveles de esta identidad se modelan desde el poder, mediante la manipulación del tiempo y del espacio para que obedezca a su propia agenda. Entre ellos, quizá los ejemplos más populares sobre la manipulación del pasado con fines para el poder en el presente son los casos de la vinculación a héroes fundadores como Erictonio para los atenienses o Eneas para Roma. Similar pudo que ser el caso de los pueblos de la segunda Edad del Hierro en la Meseta. Aunque las referencias con las que contamos están relacionadas con las intencionalidades de unos escritores exógenos, quienes tenían diversas motivaciones. Por ello, en los textos escritos identificamos, en primer lugar, una vocación geográfica con la que crear una cartografía de los pueblos de las tierras que estaban conquistando, donde nombran y transcriben tan sólo una serie de realidades étnicas que les parecen relevantes, como veíamos en la cita de Estrabón. Así, las denominaciones que otorgaron a las etnias, pudieron obedecer a cierto tipo de relaciones observadas entre los habitantes de la Celtiberia en el momento de la conquista, que correspondiesen a redes de relaciones basadas en parentesco, forjadas a lo largo del tiempo en sus bagajes como mercenarios, sus redes de distribución o enfrentamientos por los recursos. Derivado de ésto, el etnónimo arévaco aunque reflejase una categoría de identidad étnica, es muy posible que un arévaco no se reconociese bajo ese nombre del modo que los escritores los recogieron y que ha llegado hasta nosotros tras diversas copias y traducciones a las lenguas modernas. En segundo lugar, obedecían a un intento por justificar la guerra. Por ello, sólo contamos con datos textuales referidos al papel de estas entidades en el conflicto contra Roma y poco o nada sabemos de la función de estas identidades en el ámbito político, social o religioso en épocas más pacíficas. La existencia de un otro fuerte y poderoso, con diferencias tecnológicas y logísticas notables, debió suponer una amenaza tal magnitud que ocasionó la activación de identidades étnicas a gran escala como fueron las redes étnicas de ayuda y cooperación mutua. 269 La segunda Edad del Hierro 5.6.2. LAS COMUNIDADES ÉTNICAS EN EL ALTO DUERO Uno de los debates más recurrentes en el Alto Duero gira en torno a las dos comunidades étnicas que lo poblaron, los arévacos y los pelendones. La mayor parte de los autores grecorromanos menciona en esta región a los arévacos, que eran el grupo más poderoso entre los celtíberos según Estrabón (III, 4, 13) y recibían su nombre el río Areva, que discurría entre ellos (Plinio H.N. III, 23 y 27). Pero será Plinio quien cite a los pelendones y los ponga en relación con las tierras en las que nace el Duero (III, 112) y atribuya a éstos la ciudad de Numancia. B. Taracena (1929a, 1933, 1954: 200-206) relaciona a los pelendones con el poblamiento de la Serranía Norte de Soria, cuyos antecedentes fueron la Cultura de los Castros Sorianos de la primera Edad del Hierro. Estos ocupaban el límite norte de los arévacos a la altura de Numancia, como se aprecia en la Fig. 98. Los arévacos se extendían por el este hasta las montañas de Sistema Ibérico; por el Sur, hasta el inicio de las estribaciones del Sistema Central; y al oeste, hasta la zona de la romana ciudad de Clunia, apodada por Plinio (H.N. III, 27) como “Celtiberiae finis” (Jimeno 2011: 226). Fig. 98: Propuesta de distribución de los pelendones para Taracena (1933: Fig. 1). 270 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Numancia es una de las ciudades de la antigüedad más citada en los textos clásicos (Jimeno y de la Torre 2005: 8) y su atribución étnica ha suscitado siempre un gran interés. P. Bosch Gimpera (1932: 553) y A. Schulten (1945: 25) intentaron resolver la contradicción de su atribución a los arévacos por autores como Estrabón (III, 4, 13) y Apiano (Iber. 46) o a los pelendones, por Plinio (H.N. III, 26). Ambos asumieron que los arévacos eran el grupo más poderoso de los celtíberos y éstos se habían expandido hacia el norte, conquistando el límite sur y la ciudad de Numancia a los pelendones. Dichas tierras, posteriormente, habrían sido devueltas a esta tribu, tras las Guerras de Sertorio. B. Taracena (1954: 203-204), por su parte, planteó otro esquema explicativo diferenciando los dos grupos étnicos y culturales. Los pelendones serían un grupo antiguo de pastores, sometido, mientras los arévacos era un grupo cultural más moderno de gentes agrícolas. Su ausencia en los relatos de Polibio y Apiano se debía a que eran tan sólo un recuerdo en el momento de la conquista, mientras que su presencia en los de Plinio se debía a la memoria de una organización independiente de las tierras y en los de Ptolomeo a su intencionalidad geográfica (Jimeno et al. e.p.). Si atendemos a la materialización de estas identidades, participo de la idea expuesta por A. González Ruibal (2003: 116-123) sobre cómo los marcadores étnicos pueden estar relacionados con el modo de hacer las cosas de una forma determinada, más allá del resultado final. Por ello, para tratar de desenmarañar estas identidades vamos a centrarnos en determinados aspectos de la cultura material, especialmente el paisaje, el mundo funerario y el ámbito doméstico. En los apartados correspondientes a la construcción del paisaje pudimos apreciar diferencias en las formas del relieve elegidas para construir los asentamientos y la forma de configurar los territorios con una marcada diferencia entre los grupos del valle y los de las montañas del norte. Así, mientras el número de asentamientos y el tamaño de los núcleos urbanos son de menor tamaño entre los grupos de la serranía norte, las zonas del valle presentan unos entornos más abiertos y dispersos. A pesar de las diferencias en la configuración de los territorios, debido a la morfología del relieve sobre la que se asientan cada uno de los grupos, pudimos observar como las comunidades del valle presentan territorios más extensos que los de las montañas, aunque si los analizamos desde la perspectiva del movimiento y tenemos en cuenta la variabilidad del terreno, especialmente la pendiente, podemos observar como las distancias entre el núcleo urbano y las fronteras del territorio son similares en ambos casos. Los paisajes funerarios entre ambos grupos presentan un carácter booleano, con una nutrida presencia de cementerios en la zona del valle, donde registrábamos un aumento del número y la diversidad de espacios de enterramiento durante este periodo, pero una absoluta invisibilidad de este registro en la zona de las montañas a lo largo toda la Edad del Hierro, de lo que inferimos diversas actitudes ante la muerte, o al menos, en lo que a visibilizarla se refiere. Por último, una breve referencia al mundo doméstico, a partir de los datos presentados por A. Jimeno (2009a) sobre el tamaño y la disposición de las casas en el Alto Duero, parece que las dimensiones y la configuración a lo largo de toda la región son similares. Pero a partir de las últimas excavaciones en la ciudad de Los Casares (San Pedro Manrique) (Alfaro et al. 2014), perteneciente al grupo de las 271 La segunda Edad del Hierro montañas, parece que sus dimensiones son algo mayores que el módulo utilizado en el valle y las casas se construyen adosadas a la muralla. Aunque este último aspecto más que marcarlo como una característica diferenciadora propiamente dicha, me gustaría dejarlo esbozado para el futuro, ante la escasez de datos al respecto y las enormes posibilidades de futuro que podrían ofrecer nuevos trabajos de campo. Fig. 99: Distribución de las comunidades étnicas de la región. Alto Duero-Sistema Ibérico/Pelendones: 1.- Sejeda (Canales de la Sierra), 2.- El Castillo (La Laguna), 3.- Los Castellares (San Pedro Manrique), 4.- Contrebia Leukade. Alto Duero-Valle del Duero/Arévacos: 5.- Arekoratas, 6.- Numancia, 7.- Altillo de las Viñas (Ventosa de Fuentepinilla), 8.- Las Eras (Ciadueña), 9.- El Villar (Aguaviva de la Vega), 10.- Termes, 11.- Uxama, 12.- Sekobirikes, 13.- Alto de San Pedro (Pinilla de Trasmonte), 14.- El Escorial (La Vid), 15.- Los Quemados (Carabias), 16.- Cerro de Somosierra (Sepulveda), 17.- El Cerro de la Sota-El Castrejón (Torreiglesias), 18.- Segontia. Duero Medio/Vacceos: 19.- Cauca, 20.- El Castillo (Cuellar), 21.- Rauda, 22.- Pintia. Ebro/Belos y Lusones: 23.- Turiazu, 24.- Aratikos, 25.- Bílbilis, 26.- Segeda, 27.- Arcóbriga. Si entendemos las etnias como redes de relaciones de autoidentificación y ayuda mutua, donde se comparten una serie de rasgos, mitos y memorias comunes, hemos de recordar que desde el momento anterior a la formación del mundo urbano, en torno al siglo IV a.n.e., ambas áreas proceden de dos tradiciones bien diferenciadas. Las agregaciones de población de las montañas presentaban unas prácticas y formas de entender ciertos aspectos del mundo diferentes de las ciudades del valle, materializadas en el poblamiento fortificado y la invisibilidad de los muertos para las primeras, mientras que la ausencia de defensas y la presencia de necrópolis para las comunidades del valle. Las 272 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero diferencias en la cultura material de las dos regiones, reflejan las dos realidades culturales a las que se enfrentaron los romanos cuando llegaron al Alto Duero, y que designaron como arévacos y pelendones. 6. De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era 6.1. DE INDÍGENAS A ROMANOS Los episodios bélicos que dieron lugar a la conquista de Roma de los territorios de la Celtiberia, en los que no me voy a detener, debieron ser traumáticos para sus gentes. No se enfrentaron a las formas de conflicto habitual que detallamos en los capítulos de la Edad del Hierro, relacionadas con la adquisición de riquezas y gloria, sino a una guerra de conquista y supervivencia. Tras ella, Roma integró a las diversas comunidades en un modelo estatal, traduciendo así el mundo de la segunda Edad del Hierro 274 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero a un nuevo lenguaje, en el que tuvieron que asimilar nuevos conceptos, reinventar algunos y mantener otros. El camino recorrido por estas gentes hasta convertirse en romanos debió ser largo, difícil y complejo, cuyo resultado estuvo plagado de particularidades regionales. La romanización no es el objeto de este trabajo, por lo que tan sólo vamos a esbozar algunas de las pinceladas de lo que supuso para las gentes del Alto Duero como parte final del devenir social autóctono. Me centraré en algunas de las formas de cultura material que se construyeron a partir las nuevas narrativas y contribuyeron al relato social, cultural e identitario, dejando de lado temas tan sustanciales como los procesos jurídicos, administrativos, legislativos, lingüísticos o religiosos, donde mi solvencia como protohistoriadora es limitada. El siglo I a.n.e. en el Alto Duero es uno de esos momentos históricos en los que parece acelerarse el tiempo, ya que son numerosos los cambios que acontecen en un corto periodo de tiempo y someros los datos materiales con los que contamos para enfrentarlos. 6.1.1. (DES)ENREDANDO LA ROMANIZACION La romanización ha sido tratada especialmente por historiadores de la antigüedad, y poco trabajada desde la perspectiva de los prehistoriadores más allá del fin de una época, donde la llegada de Roma y la conquista parecen sellar el punto y final de las tradiciones y costumbres previas. A ello, debemos añadir el marco histórico y cultural desde el que se ha abordado principalmente y que ha dado lugar a visiones romano-céntricas desde que F. Haverfield acuñara el término en su publicación de 1912, The Romanization of Roman Britain. La llegada de Roma ha sido considerada como el inicio de la civilización, alejando a los indígenas de su tradicional barbarismo, causa de la visión que reflejan los autores grecolatinos en sus escritos como justificación de la conquista, y por la propia aproximación de los académicos, lo que ha provocado que determinados elementos materiales, como pueden ser las cerámicas numantinas en nuestra zona de estudio, tan sólo podían ser fruto de la influencia de Roma (e.g. Wattenberg 1963; Romero 1976). Negando con ello, que unas piezas tan finas, sutiles y artísticas pudiesen ser obra de los bárbaros indígenas, hasta que las últimas investigaciones han aportado nuevos datos estratigráficos y radiocarbónicos al respecto, defendiendo su autoría previa a la conquista (c.f. Jimeno et al. 2012, e.p.). Roma no fue siempre la misma Roma, ni en el tiempo, ni en el espacio. La diversidad fue su principal característica, desde la variedad de ambientes geográficos y ecológicos a sociales y culturales. En la década de los 90, se inició un profundo y amplio debate sobre el paradigma de la romanización (c.f. van Dommelen 1998; Woolf 1998, 2002; Webster 2001; Mattingly 2004; Curchin 2004; Hingley 2005; Jiménez 2008a), que abarca desde el término a los contenidos. Dando lugar a debates tan interesantes y diversos como el publicado en el volumen 21 (issue 1), de la revista Archaeological Dialogues (2014). 275 De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era La propia elección del término es un asunto controvertido. Romanización es una denominación denostada por el sentido colonial y civilizador que implica. Numerosos autores han optado por opciones alternativas. Así, R. Hingley y M. Versluy prefieren referirse a globalización y en la misma línea encontramos la mondialisation de P. Veyne, haciendo referencia a las múltiples y complejas interconexiones que tenían lugar en el mundo romano. Otras como J. Webster eligieron el término de creolization por la diversidad dentro del mismo marco cultural. Mientras L. Curchin abogaba por deconstruir y revitalizar el término, eliminando así connotaciones inadecuadas y las falacias que engloban. Algo similar a la Romanización 2.0 por la que se decantaba G. Woolf. Una de las principales críticas a este proceso ha sido la excesiva simplificación de un fenómeno complejo, entendido desde una perspectiva colonial fundamentada en unas bases militares con fines económicos, olvidando el papel de aspectos como la cultura, en contextos especialmente violentos o de explotación económica (van Dommelen 1998: 26). También el excesivo peso que se le ha otorgado a términos como “civilización”, “barbaros” o “guerra justa” que han perdurado hasta nuestros días y definían este proceso (Hingley 2005: 16). Una romanización, por otra parte, plagada de dualismos y oposiciones de contrarios, tales como romanos/indígenas, bárbaros/civilizados, incapaces de recoger la complejidad y diversidad de hechos y situaciones, carentes de flexibilidad para recoger las múltiples facetas con las que se construyen los individuos. El modo de construirla, de arriba abajo, también ha sido una crítica reiterada al paradigma, donde las élites eran las primeras en adaptarse a las formas de vida romanas, especialmente la aristocracia administrativa y provincial (Mattingly 2004: 9), influenciando posteriormente a los estratos inferiores de la sociedad. Las aproximaciones que ponen el foco en los nativos y relatan su perspectiva del proceso han proliferado en los últimos años (Wells 1999; Laurence 2001), así como el interés de prehistoriadores en perfilar el proceso desde la perspectiva indígena, como medio para entender los cambios ontológicos y sociales (e.g. González Ruibal 2006-2007; Fernández Götz 2014a), aunque por el momento la Celtiberia se ha mantenido al margen de estas aproximaciones. La capacidad de acción indígena se ha puesto en el foco, teniendo en consideración el papel que jugaron ambos agentes en la configuración de las identidades, aunque Roma contó con una mayor fuerza de coerción, dando lugar a una relación asimétrica. Así, podemos observar un proceso que no fue unilateral, ni unívoco, en el que el intercambio cultural fluyó en ambos sentidos, de romanos a nativos y de nativos a romanos (Jiménez 2008a: 41). Haciendo eco de las palabras de J. Webster (2001: 210), la cultura romana nunca fue estática, absorbió y se adaptó a los influjos que recibía de las provincias, modelando así una identidad construida sobre un mosaico de culturas. Numerosos autores han llamado la atención sobre la necesidad de volver la mirada hacia la cultura material (‘the material turn’), como un medio más para comprender el proceso, ya que algunas de las evidencias que tradicionalmente se han ligado a Roma, como determinados tipos cerámicos o vidrios, no fueron ni tan siquiera producidos en la Península Itálica (Freeman 1993). Esto nos lleva a una pregunta difícil de resolver, ¿qué es ser romano? G. Woolf (1998: 11) lo definía como: “…Roman culture as the range of objects, beliefs and practices that were characteristic of people who considered 276 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero themselves to be, and were widely acknowledged as, Roman. Roman culture thus includes characteristic styles of pottery, building materials and costume; particular beliefs about dead, tastes in beverages, and notions about education; customs such as baking bread instead of making porridge, building stone monuments instead of earthworks, and competing with one’s neighbours through Latin declamations, rather than on the battlefield”, por lo que ser romano no suponía tan sólo utilizar un determinado conjunto material, sino asumir cierto estilo de vida. En lo que al Alto Duero se refiere, las diferencias materiales respecto al periodo anterior son difícilmente perceptibles durante el final de la República, y no se harán manifiestas hasta el inicio del Imperio. Esto convierte a nuestra zona de estudio en un buen ejemplo de lo que señalaba M. Versluys (2014: 15) “If Roman archaeology were prehistory, Roman imperialism would be quite invisible in the archaeological record”. Observamos, por lo tanto, como el final de la conquista no supuso un cambio brusco en las formas de vida de la región. Son múltiples las características particulares que se mantienen, y en las que profundizaremos a lo largo de este capítulo, las que mediante una transformación paulatina y pausada guiaron el camino hacia otro tipo de ser social. Dicho cambio y su materialización no fueron ni totales, ni unitarios, sino acontecieron a un ritmo desigual entre periodos, regiones y personas. Las fechas poco tienen que ver en el proceso. Documentamos diferentes ritmos entre regiones y dentro de las regiones, en las que tuvieron que transcurrir varias generaciones bajo el poder romano para apreciar materializaciones significativas. Si nos referimos a la Celtiberia, la zona del Ebro presenta un contacto más temprano e intenso, donde las formas romanas tuvieron un calado más profundo que en el Alto Duero. Dentro del Alto Duero, hay territorios o al menos capitales donde la romanización parece más rápida y amplia, como Uxama, Termes o Clunia, en las que se erigen grandiosas ciudades romanas en época imperial, mientras que ciudades como Numancia, Las Gimenas (Villar del Río) o Los Casares (San Pedro Manrique) mantienen un aspecto y unas instalaciones principalmente indígenas. El ritmo de la romanización no fue constante como se ha documentado en la región que ocupaban los tréveros de Centroeuropa, en la que se perciben dos impulsos principales, el primero en época augustea y posteriormente, en época flavia (Fernández Götz 2014a: 290). Dos momentos clave también para el Alto Duero, donde se observan cambios significativos en los patrones onomásticos de la epigrafía y sus implicaciones jurídicas (Bermejo e.p.). Si volvemos la mirada a Numancia, a partir del urbanismo y la distribución de los espacios domésticos, podemos distinguir tres momentos bien diferenciados. Un primer momento, tras la conquista romana de la que la ciudad y su territorio en el 133 a.n.e., sus tierras son entregadas a aquellos indígenas que había ayudado a Escipión a derrotar a los numantinos, según palabras de Apiano (Iber. 98). La ciudad que se construye como resultado presenta unas características muy similares a las de la etapa previa, como se ha podido apreciar en las manzanas I y IV de la ciudad. No será hasta época augustea, cuando se perciba el primer impulso de influencia romana, con una nueva estructura urbana y la construcción de calles a la manera mediterránea, con aceras de piedra y piedras pasaderas. Así como un espacio doméstico más amplio y complejo, con un mayor número de habitaciones y distribución de funciones en el espacio, aunque con numerosos elementos indígenas alejados de las formas canónicas romanas. 277 De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era El segundo impulso de la romanización en Numancia tuvo lugar en época de los Flavios, tras la concesión que hizo Vespasiano del ius Latii a toda Hispania en el año 74. La ciudad se reformula y amplia, aunque sin perder sus singulares características urbanas. Se apuesta por una remodelación formal de las principales calles, empedrándolas y canalizando las aguas residuales, y se construyen una serie de edificios públicos como una Curia, templos, termas e incluso un arco honorífico en la principal entrada de la ciudad desde la vía XXVII del Itinerario de Antonino (c.f. Jimeno et al. 2012, e.p., en preparación). Conclusiones similares para Numacia, resultaron de un estudio sobre la indumentaria militar en bronce documentados en la ciudad (Santos Horneros 2014), ante la posibilidad de la presencia de militares retirados residiendo como civiles, aunque conservasen su antigua indumentaria como distinción, o la posibilidad de la existencia de una policía de la citada vía que pasa a los pies de la ciudad. Fig. 100: Delimitación de las tres ciudades de Numancia. Observamos así como el camino de las identidades indígenas a las romanas se vio envuelto en una intensa y compleja negociación que supuso un giro ontológico para las personas. A. González Ruibal (2006-2007: 601) lo definía más que como un proceso, como la emergencia de una nueva formación social inédita, con una nueva lógica y nuevas formas de poder, en la que el modo de entender el mundo y de construir las identidades del individuo, que vimos anteriormente, se vio truncada y los significados, perdidos. 278 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero 6.2. RESISTENCIA MILITAR Los primeros momentos de la dominación romana en el Alto Duero no parecen fáciles, si tomamos con referencia la caída de Numancia en el 133 a.n.e. o la de Termes en el 98 a.n.e. El final del siglo II y el I a.n.e., fueron periodos convulsos para Roma por las luchas de facciones en el seno de la República, entre populares y optimates, plebe rural y urbana, así como los numerosos levantamientos regionales de zonas colonizadas a lo largo del Mediterráneo. La Celtiberia no quedará excluida de estas rebeliones, y su devenir histórico se incluye en las agendas políticas de los grandes hombres de Roma. Así, en el marco de la Guerra Civil, tras los golpes de estado de Sila y Cinna, el gobierno del último envía en el 83 a.n.e. como propretor de la Hispania Citerior a Quinto Sertorio, miembro activo del gobierno de Cinna y quien había sido uno de los lugartenientes de Mario. Tras la vuelta de Sila en Oriente y el inicio de su dictadura, será expulsado de Hispania en el 81 a.n.e. refugiándose en Mauritania, desde la que posteriormente partirá con un pequeño ejército y vencerá al propretor de la Ulterior con el apoyo indígena de los lusitanos y se hará con las tierras de la Península hasta el Ebro con ayuda de las tribus celtibéricas. Las ciudades del Alto Duero se unieron a la sublevación, motivadas según algunos textos por el deseo de recuperar la autonomía. El propio Sertorio llega a refugiarse en la ciudad de Clunia en el año 75 a.n.e. según palabras de Tito Livio (Per. 92), lo que supondrá un cerco a la ciudad por parte de Pompeyo, que finalizará apelando a tratados anteriores, aunque finalmente en el año 72 a.n.e. será destruida. Destino que compartieron las demás ciudades del Alto Duero como Uxama, Termes, Segontia Lanka o Numancia (c.f. García Merino 2005; Martínez Caballero y Mangas 2005; Tabernero et al. 2005; Jimeno et al. e.p.). Es reseñable que al bando de Sertorio se unieron tanto las ciudades que en un primer momento se habían posicionado como aliadas de Roma en la segunda Guerra Celtibérica y habían sido premiadas con la capacidad de acuñar monedas, así como aquellas que ofrecieron una férrea resistencia. La resistencia militar contra Roma tradicionalmente se ha entendido como un rechazo a su cultura y a las aspiraciones de estas comunidades de conseguir una mayor autonomía. Sin embargo, aunque no conocemos cuales fueron las motivaciones, ni los líderes de las revueltas en el Alto Duero y la Celtiberia, en la Galia durante el siglo I n.e. tienen lugar una serie de levantamientos similares, entre los que se ha destacado que estaban encabezados por nativos poseedores de la ciudadanía romana, quienes generalmente desempeñaba cargos de la administración imperial (Woolf 1998: 20-21). Se trataba, por lo tanto, de personas bilingües, inmersas en el modelo de vida romano, cuyas acciones no estaban ligadas al rechazo por la cultura romana (Jiménez 2008b: 16). Las motivaciones particulares detrás de algunos sucesos violentos, que pueden ser interpretados como resistencias, se observa de un modo claro en el episodio del termestino que asesinó al legado jurídico de la Tarraconense en el año 25 n.e., narrado por Tácito, donde el propio autor recoge que los artífices estaban movidos por cuestiones económicas. Hecho que ha sido entendido como un indicador de que la población de Termes participaba de la cultura romana (Mangas et al. 2013: 346-347). 279 De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era “En este mismo consulado sucedió un caso atroz en la España citerior por obra de un villano termestino. Éste, acometiendo de improviso en un camino a Lucio Pisón, pretor de aquella provincia, que por ocasión de la paz iba sin cuidado, con una sola herida lo mató, y escapado a uña de caballo, apeándose de él a la entrada de unos grandes bosques, arrojándose después por quebradas y caminos inaccesibles burló las diligencias de los que le seguían; mas no le aprovechó la suya, porque hallado el caballo y llevado por las aldeas, conocido por él el dueño, fue finalmente preso; y puesto al tormento para que declarase los cómplices, comenzó a gritar en alta voz, diciendo en su lenguaje: ‘Que en vano se cansaban en interrogarle, pues era cierto que podían hallarse presentes sus compañeros con seguridad de que ninguna fuerza de dolor sería bastante para hacerle declarar la verdad.’ Al otro día, llevándole para volverle a renovar los tormentos, se sacudió con fuerza de las guardias, y escapándose de ellas pudo dar voluntariamente tal golpe con la cabeza en una piedra, que al punto acabó la vida. Créese que Pisón fue muerto por orden de los termestinos, movidos de que cobraba los dineros de las rentas públicas con mayor aspereza de la que podían sufrir aquellos bárbaros” (Tácito Ann. IV, 45). La adopción de esta cultura fue un efecto secundario del poder que de Roma derivaba (Woolf 1998: 20-22), por lo que para que existiese una resistencia propiamente dicha, sería necesaria cierta interiorización del modelo romano, donde las personas a través de los distintos códigos, pudiesen transmitir dicho mensaje de oposición. El problema está en establecer hasta qué punto pueden ser considerados como resistencias los actos de la vida cotidiana de la gente humilde (Jiménez 2008a: 47, 2008b; van Dommelen 1998: 27-28), problema al que nos enfrentaremos al aproximarnos a la cultura material. 6.3. DIALOGANDO CON LA CULTURA MATERIAL Tal y como A. Jiménez (2008b: 16) ha señalado “It is clear that using Roman material culture does not lead to becoming Roman nor can ‘failing’ to adopt it be always interpreted as a clear act of resistance”. Las realidades son mucho más complejas que las planteadas por dualismos y las agendas de los individuos mucho más confusas y enrevesadas. Por ello, en los próximos apartados vamos a hacer un recorrido por algunas formas de cultura material, que nos ayuden a entender las nuevas construcciones sociales y de los individuos que tuvieron lugar durante estos siglos. 6.3.1. ROMANIZANDO EL PAISAJE Tras la conquista del Alto Duero, se inició una reestructuración del panorama territorial anterior. Apiano (Iber. 99) narra como Roma envía una comisión senatorial, formada por diez senadores, a las tierras recién adquiridas de Iberia para que elaborasen un plan de actuación sobre ellas y una organización, aunque dicha tarea no estuvo exenta dificultades. La elección de los enclaves en el paisaje es uno de 280 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero los aspectos en los que se observa de un modo más claro la influencia de Roma y la implantación progresiva de un nuevo modelo poblacional que verá su cristalización con el inicio del Imperio. A partir del análisis de formas del relieve, se advierte como la tendencia dominante durante toda la Edad del Hierro de situar los asentamientos en altura, con un gran protagonismo de la clase 10 (cimas de montaña, crestas en altura), se invierte, favoreciendo a las zonas llanas. Predilección que se irá enfatizando con el paso de los siglos de la mano de las villas, que proliferarán por áreas en las que el poblamiento en etapas anteriores era muy escaso, como en el Campo de Gómara. La Fig. 101 refleja el gran protagonismo de las llanuras, recogidas en la clase 5, especialmente entre los sitios seleccionados para fundar asentamientos de nueva planta. La siguiente clase más representada es la número 7, que se refiere a los sitios en pendientes elevadas o mesas. También es reseñable la clase 9, pendientes medias y pequeñas colinas en llanuras, ya que todos los sitios son de nueva planta, y la clase 10, aún cuenta con una amplia representación, aunque ha perdido el protagonismo de los periodos anteriores. Fig. 101: Número de sitios por clase. En gris claro están representadas los enclaves fundados de nueva planta en este periodo. En gris oscuro, el total de sitios por clase. En cuanto a la formación de los grupos según las características físicas de los sitios y sus entornos, los resultados del PCA son similares a los periodos previos, donde el primer y el segundo componente recogen el 80,28% de la varianza explicada de la muestra, y donde las clases 1 (arroyos muy encajados), 6 (pendientes abiertas), 7 (mesas) y 5 (llanuras) definen la variabilidad del primer componente, mientras que la 3 (drenajes en tierras altas), 4 (valles en forma de U) y 10 (cimas de montaña, crestas en altura), la del segundo. 0 2 4 6 8 10 12 14 16 18 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 N ú m er o d e si ti o s Clase 281 De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era Este análisis refleja una gran homogeneidad, mucho mayor que en periodos anteriores. Desaparece la polarización de los paisajes entre las zonas de montaña y los grupos del valle. Para profundizar en la interpretación de los datos, nuevamente, hemos creado tres grupos que nos permitan desgranar las tendencias respecto a la ubicación de los sitios, cuya distancia en el gráfico de dispersión es menor que en las dos etapas previas de la Edad del Hierro (Fig. 102). El G1 agrupa 14 sitios, donde la zonas llanas caracterizadas por la clase 5 presentan una especial relevancia a la hora de modelar el conjunto. El G3 engloba 12 sitios, donde la clase 6 relacionada con las pendientes abiertas juega un papel fundamental, y entre ambos grupos, el G2, grupo más numeroso, cuenta con el 46% de los sitios del periodo. Fig. 102: Gráfico de dispersión que representa la proyección de los casos (n = 52) sobre los dos primeros componentes y los grupos del k-medias. Si durante toda la Edad del Hierro, independientemente de sus fases, la elección de la localización de los asentamientos se relacionaba con morfologías del relieve en altura y observábamos una dualidad respecto a los entornos de los sitios, entre las zonas de montaña y el valle. La incorporación de esta región al panorama estatal romano provocó una inversión en los términos de elección de los sitios, primando los espacios abiertos, planos y de fondos de valle. Este gusto por el llano se observa a lo largo y ancho de la región, donde se seleccionan formas similares sobre las que levantar los espacios de hábitat, diluyendo la dicotomía de poblamiento de las etapas previas a la mínima expresión. Este proceso se habría llevado a cabo de grado o por la fuerza tras finalizar la conquista, como recoge 282 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Apiano (Iber. 99) para el caso de Termes, a la que Tito Didio como castigo por su insubordinación: “…la trasladó desde la posición sólida que ocupaba a la llanura y ordenó que sus habitantes vivieran sin murallas”. Fig. 103: Mapa de distribución de los grupos del poblamiento del siglo I a.n.e. La trama poblacional fue clave en la articulación de los territorios, y a pesar de los cambios en lo referente al emplazamiento, la organización continuó sobre las bases indígenas. La mayor parte de las tierras volvieron a manos de nativos, como indica a Apiano (Iber. 98) con el caso del territorio de Numancia, donde narra cómo Escipión Emiliano tras la conquista: ”… distribuyó el territorio de Numancia entre los vecinos, decidió las cuestiones pendientes en las demás ciudades, amonestó y multó a las sospechosas, y se hizo a la mar en dirección a Roma“ La nueva organización potenció algunas estructuras ya existentes, como el control de los territorios desde las ciudades y la mayor parte de las ciudades perduran tras la conquista, con algunas modificaciones como hemos visto para el caso de Termes, trasladada al llano; mientras que la fundación de nuevas capitales, como Segontia Lanka, son muy escasas. La permanencia de las ciudades indígenas, en el mismo emplazamiento, muestra su papel como vertebradoras de los territorios conquistados. Roma las favoreció dependiendo de las circunstancias y las particularidades de cada una de ellas, premiando a las que habían sido de ayuda durante la conquista con prebendas o privilegios, como la acuñación de moneda o la firma de pactos formales mediante las téseras de hospitalidad; o las mantuvo como simples centros rurales. Las antiguas comunidades urbanas y sus 283 De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era vínculos con los territorios desaparecieron, y sus miembros fueron reestructurados, integrados en un modelo político y social de corte estatal. No será hasta el último cuarto del siglo I a.n.e. cuando el cambio se haga efectivo. El final de las Guerras de Sertorio culminó con una nueva destrucción de las ciudades y de la estructura organizativa que de ellas derivaba. El Alto Duero presenta una interesante peculiaridad respecto a sus regiones vecinas a la hora de reconstruir el panorama territorial en los inicios del Imperio, y es que las nuevas capitales se levantarán sobre las antiguas ciudades indígenas, sobre el mismo emplazamiento (Jimeno 2011: 263- 266). Hecho que no ocurre en las áreas limítrofes del valle del Ebro y el Duero Medio, donde las nuevas ciudades se edifican en un hito cercano, pero nunca encima. De hecho, el ejemplo de Clunia es llamativo por su situación de frontera, la que había sido calificada por Plinio como Celtiberia finis, se reconstruirá en un emplazamiento cercano siguiendo la tendencia del Duero Medio, y no en Los Castrillos donde se había alzado la ciudad hasta su destrucción en el 72 a.n.e. La construcción de las ciudades imperiales en el mismo enclave ha producido una fuerte modificación en los niveles previos y dificulta enormemente nuestra tarea como arqueólogas, tanto para entender las estratigrafías, como para encontrar niveles indígenas intactos. Casos como el precedente de Arekoratas, ubicada en Muro, que fue completamente destruida por la construcción de Augustóbriga, de cuyo testimonio nos quedan tan sólo las monedas de su ceca y una tésera. En Termes, tan sólo se conservan huellas rupestres de un espacio doméstico y las estructuras del templo que tratamos en capítulos anteriores, y en Uxama, las evidencias más claras son los enterramientos de sus necrópolis. Finalmente, es en Numancia, en la que se han podido documentar los niveles de la ciudad que se levantó tras la conquista en el 133 a.n.e. y se destruyó en las guerras de Sertorio, como vimos anteriormente. Estos niveles tan sólo se documentan en localizaciones muy específicas de la ciudad, en las manzanas I y IV, cercanas a la muralla, donde los movimientos de tierra posteriores, llevados a cabo para la construcción de la ciudad de época augustea, tuvieron un menor impacto (c.f. Jimeno et al. 2012, e.p.). 6.3.2. ESPACIOS DOMÉSTICOS En el interior de los asentamientos, las formas continúan siendo indígenas, muy relacionadas a las que nos referimos para la segunda Edad del Hierro. Parece que, salvo excepciones como Termes, las murallas se mantienen hasta el final de las guerras de Sertorio, posiblemente debido al clima de inestabilidad que siguió al fin de la guerra de conquista, bien reflejado en los textos de Apiano (Iber. 100). En ciudades como Numancia, observamos como las nuevas construcciones domésticas se realizan adosadas a la muralla, ya no dejan el paseo de ronda documentado en la ciudad destruida en el 133 a.n.e., bien registradas en las manzanas I y IV de la ciudad (Jimento et al. e.p.) (Fig. 104 A). Tampoco existen noticias sobre la destrucción de las murallas de ciudades como Uxama o Clunia, que 284 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero aún mantenía su ubicación en el complejo de Los Castrillos, y que hubieron de plantar cara a Pompeyo como indican las fuentes. Fig. 104: Espacios domésticos: A. Numancia, B. Castilterreño (Izana) (Taracena 1927: Fig. 1), C. Los Castellares (Suellacabras) (Taracena 1926: 24). También se documentan fortificaciones en algunos de los nuevos sitios fundados durante este periodo de entre guerras. La ciudad de Segontia Lanka, a pesar de no presentar un urbanismo compacto, rodeó el corazón del asentamiento por varios tramos de una muralla construida por grandes sillares calizos y un parapeto de adobe, bien documentada en la parte suroeste y noreste del sitio, con espacios 285 De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era domésticos adosados a la misma (Tabernero et al. 2005). Lo mismo ocurre en la fundación de algunos sitios relacionados con el territorio de la nueva Numancia, como son Castilterreño (Izana) o Los Castellares (Suellacabras), que se encuentran rodeados por una potente muralla y torres (Taracena 1926, 1927, 1941) (Fig. 104 B y C). Las casas de Numancia mantienen las mismas características que los espacios domésticos de la ciudad previa, alargados y compartimentados en varias habitaciones, algo más amplias en este momento. Mientras que B. Taracena (1927, 1929, 1932, 1941) recoge como las casas de Segontia Lanka, Castilterreño (Izana) y Los Castellares (Suellacabras) acusan cierta influencia romana, aunque mantienen las mismas características constructivas que las de época celtibérica, construidas sobre zócalos de piedra y alzado de adobes y ramajes manteados con barro. Ocasionalmente, presentan las características cuevas o bodegas, como la aparecida en Segontia Lanka, en la que se encontraron varios clavos de hierro, dos pesas de barrio y el asa de un caldero de bronce (Taracena 1929: 34). Con la llegada del Imperio, se aprecia una clara modificación respecto al modelo tripartito anterior. El tamaño de las casas aumenta y hay una mayor fragmentación del espacio. J. Bermejo (2011, 2014a, 2014b, e.p.) ha analizado los espacios domésticos del Alto Duero, poniendo el foco en el periodo imperial, donde aprecia una gran heterogeneidad en la configuración de dichos espacios y sus discrepancias con el modelo normativo romano. El prototipo doméstico romano está estrechamente ligado a la figura del pater familias y caracterizado por amplios espacios de habitación que presentaban altos rangos de co-habitación; un extenso número de habitaciones especializadas en las relaciones sociales, como la recepción o el convivium; así como ratios bajos de asimetría relativa y escasos niveles de profundidad en cuanto a la accesibilidad. El autor relaciona la configuración del espacio con normas sociales romanas, en el que las estructuras permiten en control espacial de los miembros de la unidad doméstica y la relación que se establece con los visitantes regida por las costumbres sociales, legales y sexuales de la tradición romana. El único ejemplo que cuenta con estas características en nuestra región es la villa de La Dehesa (Cuevas de Soria) (Fig. 105 A) que no verá la luz hasta un momento avanzado del Imperio, entre los siglos II y IV. J. Bermejo observa como el cambio en las formas domésticas, no fue ni lineal, ni progresivo. Las formas indígenas no se abandonaron en pos de las romanas, sino que tuvo lugar un intenso proceso dialéctico, cuyo resultado fue la convivencia de formas y modelos sociales de ambas culturas. Así, en las casas que analiza en Numancia, la “casa de las vigas quemadas” en la manzana V (Fig. 105 B) y una de las casas del Barrio Sur, observa un diseño vernáculo, caracterizado por el reducido número y tamaño de las áreas de habitación, los altos niveles de cohabitación, la ausencia de espacios de control y las amplias diferencias en la asimetría relativa y accesibilidad lineal; lo que sugiere una baja influencia social y normativa por parte de Roma, propia de los no-ciudadanos o peregrini, cuya distribución estaría relacionada con las formas de parentesco local. Por último y aunque de un momento avanzado, documenta una serie de ejemplos híbridos: la Domus del Acueducto en Termes (Fig. 105 C) y la de los Plintos en Uxama. Éstas no se ajustan ni a las normas 286 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero canónicas del modelo de Vitrubio, ni a las formas locales. Se caracterizan por un amplio número de espacios de habitación, con altos niveles de segregación espacial y la presencia de varios espacios de control, así como amplias diferencias internas de asimetría relativa y gráficos irregulares de accesibilidad, lo que relaciona como una adaptación de los cánones romanos a terrenos montañosos. Fig. 105: Ejemplos de los espacios domésticos según J. Bermejo (2010). A. Prototipo romano: villa de La Dehesa (Cuevas de Soria). B. Diseño vernáculo: Casa de las vigas quemadas de la manzana V de Numancia. C. Diseño híbrido: Domus del Acueducto de Termes. Las diferencias en las estructuras domésticas, que se aprecian tanto en el tiempo, como en los asentamientos, nos permiten observar una compleja lógica de los modelos sociales y familiares que derivan de las diferentes tradiciones. Esta variedad refleja desigualdades en el estatus y diferencias sociales en el seno de las comunidades locales, de las que se percibe una relación entre el estatus de ciudadanía y la introducción de modelos domésticos romanos. Los casos en los que se asimilan o se reinterpretan las estructuras domésticas prototípicas romanas señalan un crecimiento de las desigualdades entre los miembros de la unidad doméstica, así como la imposición de modelo familiar imperial, marcado por un perceptible control sexual de la mujer, encargada de transmitir los derechos civiles y quién, al igual que los hijos, se encuentra bajo la potestas del pater familias. La presencia de características regionales en la configuración de estos espacios se ha puesto en relación con el mantenimiento, o más bien, con la reelaboración de códigos sociales indígenas, como el sostén de determinadas filiaciones supranucleares de parentesco que reportasen beneficios en la vida política (c.f. Bermejo 2014b: 108-113, e.p.). Finalmente, el estatus jurídico del asentamiento también tiene su reflejo en la configuración urbana y en el ámbito doméstico, siendo diferentes las materializaciones que observamos en Clunia que tenía estatus de colonia, Termes que era municipium o Numancia como ciudad peregrina. 287 De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era 6.3.4. RITUALES Y ENTERRAMIENTOS EN ÉPOCA ROMANA La muerte es un poderoso escenario en la negociación de identidades. Tras la conquista, las claves cambiaron. Los significados de los espacios y los objetos se reelaboraron, y se construyeron nuevas narrativas. La cremación había sido la práctica funeraria principal durante toda la Edad del Hierro, y lo era también en el ámbito romano del momento, por lo que así continuará hasta avanzada la época imperial. Sin embargo, los significados de las prácticas rituales y la cultura material utilizada para las comunidades indígenas será reformulada tras la conquista, a tenor de los nuevos códigos. Fig. 106: Reconstrucción ideal del monumento a Lucio Valerio Nepote a los pies de Numancia (Gutiérrez Behemerid 1993: Fig. 1). Entre los siglos I a.n.e. y I n.e., las antiguas necrópolis continúan en uso, aunque de un modo más minoritario, mientras que los escasos nuevos cementerios parecen estar relacionados con la tradición romana que vincula los espacios funerarios con las vías de comunicación. El caso de Uxama es singular, ya que cuenta con dos necrópolis: Viñas del Portuguí y Fuentelaraña. La primera de ella, pervive desde la época anterior, aunque debido a la metodología con la que fue excavada no conocemos el número total de enterramientos para este periodo. Sin embargo, Fuentelaraña empieza a utilizarse desde finales del siglo II a.n.e. hasta el I n.e. y ha sufrido un intenso expolio, por lo que tan sólo se pudieron recuperar una serie de materiales, principalmente cerámicos y metálicos, sin contextos claros (c.f. Campano y Sanz Mínguez 1990; García Merino 2000). Posteriormente, serán utilizados 288 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero otros espacios funerarios próximos a la vía romana que transcurre a los pies de la ciudad, y cuyo testigo son los tres enterramientos encontrados en 1976 y fechados en época de Nerón, que constan de dos piedras, la inferior es un cubo de piedra para albergar las cenizas y otra pieza cónica como tapadera, ancladas con plomo y una grapa de hierro (Argente y Jimeno 1977). En Numancia, también conocemos testimonios de la relación entre los espacios funerarios y las vías de comunicación por el monumento de Lucio Valerio Nepote, fechado en el siglo II (Gutiérrez Behemerid 1993) (Fig. 106), situado al pie de la Vía XXVII del Itinerario de Antonino. Finalmente, el caso de Carratiermes, donde se hace patente la disminución del número de individuos que aún utilizan este espacio tras la conquista, en el que se registran tan sólo 12 tumbas, frente a las 200 de la primera etapa de la Edad del Hierro y las 236 de la segunda. La forma de señalizar los enterramientos era similar en ambas culturas, mediante estelas, en las que nuevamente observamos rasgos mixtos. Su característica más significativa, por la bibliografía que ha generado, es la presencia de inscripciones funerarias sobre estos soportes pétreos, aporte de la cultura romana. Los ejemplares más tempranos datan del siglo II a.n.e., aunque la mayoría corresponden con el siglo I n.e. Combinan la lengua celtibérica o latina con estructuras formales romanas, en las que destacan el uso de genitivos en plural, pervivencia de las filiaciones suprafamiliares propias del mundo indígena y cuyo reflejo observábamos en la construcción de genealogía mediante las agrupaciones de tumbas en los cementerios, así como algunos motivos iconográficos autóctonos, como las figuras de los jinetes ecuestres en las estelas de Clunia (Fig. 108). Fig. 108: Estela 1 de Clunia (Ilustración de N. Ognio en Abad 2008: Fig. 1). Ancho máximo de 80 cm. Las referencias a grupos de parentesco suprafamiliares ha sido señalada por varios autores desde que las identificó A. Tovar y la desarrolló Mª L. Albertos (Ramírez Sánchez 2004, 2013; Romero 2005; González Rodríguez y Gorrochategui 2011; Navarro et al. 2011; Bermejo 2014b, e.p.). En el reciente análisis que ha realizado de la epigrafía J. Bermejo (e.p.), identifica las diferencias de contenido que presentan las inscripciones y las transformaciones que reflejan del modelo familiar y social a través del tiempo. Durante época republicana, observa como son frecuentes las referencias a la cognatio en la 289 De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era onomástica peregrina y escasas las alusiones a la filiación. La cognatio expresa la importancia de los grupos suprafamiliares a la hora de definir al sujeto, ya que mediante ellas se transmiten los derechos de pertenencia a la comunidad y los privilegios vinculados al linaje. Frente a la familia nuclear, entidad fundamental en la que la cultura romana en el traspaso de los derechos de ciudadanía, cimentada en la regulación del matrimonio y la reproducción sexual, y cuya importancia observábamos a la hora de modelar los espacios domésticos. Tras el cambio de era y el surgimiento de la política imperial, observa los cambios en la articulación del parentesco y expresar la filiación se convierte en lo fundamental. Suponiendo así la asimilación, al menos en parte de un amplio número de individuos, de las normas de parentesco romanas. Fig. 108: Ajuar de la tumba 132 de la necrópolis de Carratiermes (Argente et al 2001). 290 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Respecto a la composición de los ajuares en los enterramientos, parecen similares a los de la etapa previa, salvo por la inclusión de materiales característicos de época romana, como monedas o cerámicas de importación. Pero si los observamos detenidamente, apreciamos algunas matizaciones en la selección de los objetos. La presencia de armas (puntas de lanza y puñales biglobulares) y arreos de caballo se reduce considerablemente y las asociaciones de materiales de estos conjuntos se modifican, aunque continuarían encarnando algunos los antiguos códigos de poder o al menos algún tipo de reinterpretación de los de etapas previas. Sin embargo, la cultura material relacionada con el banquete, que había contado con una presencia destacada en algunas de las necrópolis de la segunda Edad del Hierro, será a partir de la llegada de Roma la principal protagonista. Especialmente en lo referente a las formas de tradición indígena, a las que ocasionalmente se suman algunas formas de terra sigillata u objetos de bronce. Los tipos de tradición indígena más recurrentes son jarras, cuencos o copas, y ollas con bordes entrantes o exvasados, tanto lisas como decoradas con pinturas geométricas o figuras animales. Fig. 109: Algunos de los materiales del conjunto 6 de la necrópolis de Viñas del Portuguí del Museo del Ejército: A. Objeto de hierro, B. aro de estrígilo, C. asa de trulla, D. arete de bronce (a partir de De la Torre y Berzosa 2002: Fig. 7). En Carratiermes, las producciones de terra sigillata hispánica corresponden a diferentes tipos de vasos de las formas: Dragendorff 27, 35 y 37, y Mezquiriz 2; también algunos ejemplares de cerámicas tipo Clunia y común romana (Vegas 21 y 22) (Argente et al. 2001: 193-194), incluso algunas imitaciones 291 De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era indígenas de algunas formas de común romana, como el tipo XXVII de la necrópolis. Los objetos de bronce corresponden a un fragmento de caldero de la tumba 258 de Carratiermes, acompañado por un fragmento de terra sigillata (Argente et al. 2001: 132) (Fig. 108). Mientras que en Viñas del Portuguí, el conjunto 6 del Museo del Ejército, contenía el asa de una trulla decorada con motivos zoomorfos y vegetales, junto con una lanza, tres fragmentos de un anillo de bronce, un colgante también de bronce, el aro de suspensión de un estrígilo rematado en cabezas de ánades, y un objeto de hierro forjado cuya función aún no se ha podido determinar (De la Torre y Berzosa 2002: 140-143) (Fig. 109). Además en Carratiermes, se ha podido observar como aumenta la proporción de tumbas con restos óseos animales, posiblemente pertenecientes al banquete funerario, ya que siete de las doce tumbas albergan este tipo de restos. Entre estos enterramientos cabe destacar que cuatro de las siete tumbas con restos animales pertenece a individuos adultos, hombres y mujeres, de entre 20 y 50 años (tumbas 203, 227, 251 y 381), mientras dos de los cinco enterramientos sin restos animales se corresponden con individuos infantiles de entre 5 y 10 años (tumbas 241 y 358), aunque los datos son demasiado escasos para poder establecer cualquier relación entre restos animales y una pauta de edad u otro tipo. La apariencia de los individuos se modifica. J.D. Hill en su trabajo “The end of one kind of body and the beginning of another kind of body?” (1997) apuntaba la importancia del cuerpo en el lenguaje no-verbal y cómo a partir de algunos objetos de aseo podemos percibir los cambios en la construcción del individuo que tuvieron lugar en la Romanización. Anteriormente, hemos mencionado los poderosos y eficaces mensajes que las personas transmitimos mediante los manierismo y la gestualidad, o la construcción que hacemos de nosotros mismos mediante nuestro estilo, peinado, vestimenta o adornos. La presencia de un estrígilo del conjunto 6 del Museo del Ejército de Viñas del Portuguí (Fig. 109), incluso del espejo, señalan cambios en la forma de entender el aseo personal que debieron afectar a la vida diaria, ya no aparecen los equipos compuestos por navajas de afeitar, tijeras pequeñas o pinzas de depilar, tan característicos de las etapas previas. También observamos cambios en los objetos de adorno, especialmente en el caso de las fíbulas, por la aparición de nuevos tipos como son los ejemplares de omega de Fuentelaraña (Campano y Sanz Mínguez 1990), o la fíbula de charnela documentada en la tumba 208 de Carratiermes (Argente et al. 2001: 99), que señalan diferencias en la composición de la vestimenta. También las monedas serán incluidas como parte de los ajuares. Carratiermes es donde mejor están documentadas, tanto fuera como dentro de los enterramientos. Cuatro son las tumbas que cuentan con monedas en sus ajuares. Dos denarios de Sekobirikes (tumbas 9 y 11), fechados a finales del siglo II a.n.e.; un as de Borneskon (tumba 64), también de finales del II a.n.e.; y un as de Turiaso (tumba 212) de Augusto del 2 a.n.e. Los dos ases aparecen asociados a ajuares compuestos por cerámica común, mientras que los materiales que acompañan a los denarios son más variados. La tumba 9 además de cerámica común lisa y pintada, consta de una punta de lanza y un regatón, una placa de hierro, un fragmento de vaina y la cama de un bocado de caballo. Mientras que en la tumba 11 aparecen cerámicas comunes romanas lisas y pintadas, el fragmento de sigillata hispánica de la forma Mezquiriz 2, una punta de lanza y un regatón, una placa y una aguja de hierro (Argente et al. 2001: 219-225). 292 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero Estas monedas pueden ser entendidas en dos sentidos, o bien como un símbolo de gente acaudalada que está sustituyendo a algún objeto de época anterior con un código similar; o bien, por la asimilación (al menos parcial) de la cosmología romana, dichas monedas podrían haber sido el pago a Caronte para cruzar la laguna Estigia. Finalmente, la presencia de llaves y cerraduras se generaliza en los asentamientos durante la época romana. Una llave de hierro apareció en uno de los conjuntos de Viñas del Portuguí, en la tumba 2 del Museo Arqueológico Nacional (Fuentes Mascarell 2004: 40-43; 145), junto con un puñal biglobular con vaina, una lanza, una fíbula de pie vuelto fundido y una placa de bronce con damasquinados en plata, formando elementos vegetales y figuras de caballos. La presencia de llaves nos revela un importante cambio respecto a la etapa anterior, en dos sentidos. Por un lado, en lo que a la percepción de los vecinos se refiere y sus formas de relación con la colectividad en los asentamientos, donde los lazos y las relaciones que ligaban a la comunidad en la etapa previa se han roto y han sido sustituidos por otros diferentes, y que hacen necesaria la aparición de mecanismos efectivos de protección y bloqueo de los espacios domésticos de un modo físico y efectivo, por el miedo a un posible hurto y la desconfianza entre los pobladores del enclave. Por otro, a un progresivo avance de la individualización y a la protección de determinados objetos individuales (Fernández Götz 2013b). La muerte es de nuevo un interesante campo en la negociación de identidades, donde el ritual, las partes de las que consta y su materialización se ha reelaborado a partir de las diferentes tradiciones. El banquete en honor al difunto era una parte relevante del ritual funerario romano, práctica compartida por las tradiciones indígenas aunque materializada con menor efusividad en las etapas previas, y que en la Celtiberia romanizada va a manifestarse con una mayor énfasis. Antiguos símbolos de prestigio como las armas, se continúan introduciendo como elementos de ajuar, aunque con códigos diferenciados, ya que no se utilizan el mismo tipo de asociaciones de armas, ni con la misma frecuencia. De este diálogo de identidades resultó una nueva construcción del ser, tanto por los elementos de adorno, como por los utensilios de aseo que aparecen y los que desaparecen, fruto de una nueva imagen de la persona. Al mismo tiempo, costumbres y creencias diferentes se materializan en objetos que anteriormente no existían, o lo habían hecho de modo muy residual, como las monedas y las llaves. Monedas relacionadas con la figura de Caronte o la reelaboración de algún antiguo símbolo de riqueza; y llaves, testigos de la nueva relación entre el individuo y la colectividad. 6.4. LOS CELTÍBEROS “... nosotros, nacidos de celtas e iberos, no nos avergoncemos de hacer resonar en gratos versos los nombres un tanto ásperos de nuestra tierra...” Valerio Marcial (IV, 55) Estas son algunas de las palabras del poeta romano Valerio Marcial, natural de Bílbilis, sobre su tierra natal. Las identidades étnicas no fueron ajenas al proceso de reinterpretación que venimos detallando 293 De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era a lo largo de este capítulo. F. Beltrán (2004: 132) apuntaba como la denominación de “celtíberos” acuñada por los observadores romanos siglos antes de la conquista, fue finalmente asumida por los conquistados en los albores del Imperio, cuyo reflejo ha quedado materializado además de en evidencias textuales de escritos como los de Valerio Marcial, en elementos militares y funerarios. En el caso del ejército, destaca el sobrenombre que asumió una de las unidades militares, formada por tropas auxiliares reclutadas en la Celtiberia, la Cohors I Celtiberorum. Una de las divisiones de la que se ha registrado una mayor documentación epigráfica y la que durante el siglo II n.e. registra una mayor actividad con campamentos en Caersws (Gales, Reino Unido) y A Cidadela (A Coruña), y campañas en Britania, en los conventos Asturum, Bracaraugustanus y Lucensis de la Hispania Tarraconensis y en la Mauritania Tingitana (Aja Sánchez 2002, 2007; Costa García 2009). Fig. 110: Sellos en material constructivo de la Cohors I Celtiberorum en Caersws (Gales, Reino Unido) (Stephens 1986). La epigrafía funeraria de nuevo aporta datos al respecto. Alejadas de la Celtiberia histórica, se han encontrado ejemplos de individuos cuyas inscripciones funerarias se han realizado con caracteres y onomástica celtibérica, como es el caso del singular antropónimo documentado en la actual isla de Ibiza (c.f. Velaza 2014: 63-64). Aunque el ejemplo más representativo es el conjunto de inscripciones de la ciudad de Aeso (Isona, Lérida) que corresponde a una de las familias más relevantes de la ciudad, quienes aluden a su origen celtibérico (Beltrán 2004: 132). Es especialmente llamativa la dedicada a “Marco Licinio Celtíbero, hijo de Lucio, de la tribu Quirina; y su hija Licinia Numantina”, quien además de referirse como celtíbero, menciona el apodo numantina para la madre y la tribu Quirina para el padre, que recordemos es la tribu a la que pertenecía Lucio Valerio Nepote, a quien estaba dedicado el único monumento funerario de época romana hallado en Numancia. 294 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero 6.5. ESCRITURA Y PODER La introducción de la escritura es una de las grandes innovaciones que llegaron a la Celtiberia y al Alto Duero de la mano de Roma. Esta tecnología era bien conocida en el Mediterráneo y las numerosas referencias de celtíberos en sus diferentes regiones parecen indicar que los celtíberos no eran ajenos a su existencia. Bien es cierto, que previa conquista, no conocemos ningún elemento de cultura material ni referencia que indique el uso de algún tipo de escritura por parte de estos pueblos. La escritura supone un gran cambio en la forma de enfrentarse y entender el mundo, desde una realidad representada a través de la metonimia y los mitos, en la que los signos forman parte del escenario representado, hacia el universo de la metáfora, en el que es primordial la abstracción, donde el significante no tiene ninguna relación con el significado, sino a través de unos códigos aprendidos. Este cambio supone una modificación de los conceptos de tiempo y espacio, así como de las construcciones sociales sobre las que previamente se había sustentado la realidad y las identidades de las personas y las comunidades (Hernando 2002). A día de hoy, no conocemos la lectura o significados de la escritura celtibérica, que continúa planteando numerosos problemas a los especialistas. Es una adaptación del semisilabario ibérico a la lengua local, teniendo en cuenta que la lengua ibérica es un tipo preindoeuropeo y el celtibérico proviene de una rama arcaica de las lenguas célticas. De la grafía ibérica, tan sólo utiliza 23 de los 28 signos que consta, mientras que los tipos epigráficos y los patrones de contenido textual proceden del mundo romano (de Hoz 2005; Jimeno et al. 2002: 62). Roma no impuso el latín con la ocupación, sino permitieron la continuidad de las lenguas y grafías locales, aunque pronto fueron sustituidas por éste, ya que fueron las élites administrativas las que hicieron uso de esta tecnología para las funciones de gobierno de las ciudades y los territorios, y mantener relaciones con los mandos militares y las estructuras del estado (de Hoz 2005: 425). Así, en el Alto Duero, a partir del siglo I a.n.e., la escritura aparece relacionada con las estructuras de poder local y estatal, con la aparición por primera vez de una serie de documentos oficiales emitidos por las autoridades que gobernaban las ciudades, como son las monedas, las téseras de hospitalidad y las tabulae. Las monedas eran un documento oficial que señala la autonomía política de la ciudad emisora (Beltrán 2004: 117). Recordemos que no todas las capitales tenían la potestad para acuñar, y ésta dependía la posición que habían adoptado en la guerra de conquista. Las monedas constan de varias representaciones metafóricas de la comunidad que las emite, haciendo referencia a su nombre o topónimo en el exergo, siempre en grafía celtibérica. Mientras que su estandarización y similitud en los motivos representados a lo largo de toda la zona, ha sido relacionada con las imposiciones desde Roma. Así, el anverso presenta una cabeza masculina rodeada por una filigrana, identificada con una divinidad local o el héroe fundador de la comunidad, mientras que en el reverso, encontramos un jinete montado sobre un caballo, un pegaso o delfín dependiendo de la ceca (Beltrán 2004: 118; Abascal 295 De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era 2002: 13). Otros motivos figurativos como peces, aves, elementos astrales o relacionados con el banquete aparecen ocasionalmente distribuidos en ambas caras de las monedas. A. Rodríguez Mayorgas en su libro sobre la “Arqueología de la palabra” (2010) llamaba la atención sobre los cambios sociales y culturales que se producen en el tránsito de una sociedad ágrafa a una sociedad que utiliza la escritura y cómo la tradición puede verse modificada por la introducción de nuevos elementos o la reinterpretación de otros, sin perder los significados previos. Ese tuvo que ser el caso de las téseras de hospitalidad. La hospitalidad era una práctica común entre los celtíberos, como pudimos referir en el capítulo anterior, y las téseras eran documentos que “registran un acuerdo de hospitalidad entre dos partes que utilizan como símbolo y contraseña del acuerdo un objeto de bronce, generalmente figurativo, dividido en dos mitades en sentido longitudinal que, una vez inscrito con sus nombres, se repartían los contrayentes” (Beltrán 2001: 36). Ha habido varios intentos de clasificación de estos objetos, entre los que podemos destacar el de M. Ramírez Sánchez (2005: 280-281) a partir de su morfología, distinguiendo cuatro tipos: las zoomorfas, entre las que además de formas animales como jabalíes, cerdos, toros, aves o delfines, encontramos cabezas humanas o animales fantásticos; las geométricas como una de las de Arekoratas o los ejemplares de Viana; las que representan manos entrelazadas, en las que se ha visto un simbolismo especial por la representación del gesto con el que sellar un acuerdo; y por último, las no figuradas como la que apareció en el entorno de Numancia, en Peña Redonda. El contenido de las inscripciones presenta dificultades en la interpretación, ya que podemos distinguir varios tipos de documentos: los unilaterales que hacen referencia a un individuo o grupo familiar, o una ciudad; y los bilaterales establecidos entre un individuo y una o varias ciudades (de Hoz 1986: 43-102; Beltrán 2001: 49-53, 2010). F. Beltrán (2001) ha señalado un denominador común entre las téseras celtibéricas y es que todas ellas implican a una ciudad, por lo que bajo diversas fórmulas percibimos la materialización de algún tipo de acuerdo entre un individuo y una ciudad. Como en casos anteriores, nuevamente encontramos tradiciones similares entre los pueblos indígenas y Roma. En el capítulo previo, ya mencionamos las relaciones de hospitalidad entre las gentes de la segunda Edad del Hierro, similar a la práctica que tenía lugar en la Península Itálica entre los siglos III y II a.n.e. Por lo que tras la consabida reelaboración, los acuerdos se ponían por escrito, materializándose en téseras de bronce o plata. Ni la forma, ni el contenido es el mismo que el de los modelos itálicos. Sin embargo, las formas fueron modeladas según sus propios códigos y la grafía elegida, en la mayor parte de los casos, era celtibérica. Los pactos allí representados afectaban al conjunto de la comunidad (Beltrán et al. 2009). Autores como J. Gómez Pantoja (1995: 503-505) o M. Salinas (1999b: 285-293) las han relacionado con el paso de ganados y la trashumancia. Sin embargo, F. Beltrán (2001: 57-58, 2010) las entiende como concesiones de ciudadanía local al individuo firmante, cuyas motivaciones sólo podemos esbozar, como es la obtención de protección jurídica para actividades civiles y económicas, o la capacidad de influir en las 296 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero decisiones de la política comunitaria. El final de esta forma de cultura material se da a lo largo del siglo II n.e., como consecuencia de la extensión de la ciudadanía romana. Por último, las tabulae son grandes bronces de carácter práctico relacionadas con la administración local. Las más conocidas son los ejemplares de Botorrita, por los cuatro ejemplares que se ha hallado en el entorno de Contrebia Belaisca, de los que tres de ellos están escritos con grafía celtibérica y uno, con latina. El bronce 1 es el texto articulado más largo, tanto en celtibérico como en escritura céltica en general. Está escrito por ambas caras. La cara A presenta 11 líneas de texto y la última interpretación de su contenido ha sido realizada por Patrizia de Bernardo (2010). En ella, se hace referencia a un trifinio de encinas, en el que confluyen los derechos y deberes de tres entidades: Togotis, Sarnicios y Arcaina (quienes compartirían vínculos de vecindad o algún tipo de relación étnica). El territorio que trata el texto pertenece a los Togotis, y estaba rodeado por encinas. En su interior, hay una serie de construcciones de al menos cuatro tipos de diferentes materiales y funciones, relacionadas con la cría de animales. El entorno que lo rodea está ocupado por cultivos que pertenecen a los Sarnicios, y que requieren un régimen especial de regadío, del que se encargan los miembros de Arcaina. En el escrito, se regula el buen funcionamiento del paraje, con competencias sobre elementos como el estiércol, permitiendo abrir una vía o camino para transportarlo a los campos de cultivo. También prohibiciones específicas a los Togotis y Sarnicios como, que allí dejen los ramajes cortados o la tala, quema o roturación del espacio. Todo el acuerdo, se encuentra revestido de cierta sacralidad que garantice el cumplimiento del pacto. Finalmente, la cara B de este documento consta de 9 líneas, en las que se recoge una lista de nombres propios y, en algunos casos, el título o cargo que ocupaba esa persona, siendo interpretados los allí firmantes como los garantes del acuerdo escrito en la cara A de la tabula. El segundo de los bronces de Botorrita está escrito en latín, lo que le ha valido el sobrenombre de Tabula Contrebiense. Recoge el arbitraje de un grupo de notables de Contrebia, cuyos cargos aparecen referidos en los términos latinos de pretor y magistrado. El pleito versa sobre la compra de unas tierras para la construcción de un canal de agua para el riego, entre las ciudades vecinas de Salduine y Alaun, sancionado por el gobernador Cayo Valerio Flaco en el 87 a.n.e. a favor de la primera (Fatás 1980). El tercero de los bronces recoge un listado de 254 nombres, de los que 27 de ellos hacen referencias a mujeres. Javier de Hoz (2005: 424) apuntaba que para que un conjunto de nombres fuesen inmortalizados en un material noble como es el bronce y expuestos al público, éstos debían encerrar cierto valor ideológico desde el punto de vista político, económico o religioso. El último de estos bronces, el número 4, está en muy mal estado de conservación, aunque por los paralelos de algunos términos se le ha atribuido un contenido similar al bronce 1. La escritura es, por tanto, una tecnología asociada con el poder, cuyos mecanismos favorecieron a una mayor abstracción y un cambio en los mecanismos de entender el mundo. Los tres testimonios escritos que acabamos de repasar: las monedas, las téseras y las tabulae están relacionados con el gobierno y el buen funcionamiento de las comunidades. Estos habrían sido elaborados por y para una serie de individuos de la comunidad que habrían abrazado las formas romanas y conocía esta tecnología, ocupando las posiciones más altas de la pirámide social. Las inscripciones funerarias que anteriormente 297 De aquellos barros, estos lodos: los siglos del cambio de era hemos tratados se realizarían para este tipo de personas y sus familias, donde observamos características y códigos relacionados con el poder y las fórmulas de transmisión de derechos de ambas culturas. Finalmente, existe un conjunto de evidencias heterogéneas y, en buena parte de los casos, descontextualizadas que presentan escritura. Son inscripciones, grabadas o pintadas, sobre fusayolas, pesas de telar o diversas formas de vasos, tanto cerámicos como metálicos en bronce o plata. Generalmente, son representaciones de una letra o sílaba, o bien, una o varias palabras, cuyos significados en buena parte de los casos son difíciles de concretar. Algunos de los ejemplos más destacados en este sentido son: la pátera de plata de Termes, cuya inscripción ha sido interpretada con carácter votivo y cuyos caracteres latinos dan forma a la palara “hijo” (de Hoz 2005: 422). Varios de los vasos de Numancia, como la jarra que presenta caracteres pintados en el borde (Wattenberg 1963: tabla XLI, 1100) o el cuenco que tiene grabado “nouantikum” (Wattenberg 1963: tabla XXXV, 962), un genitivo plural que haría referencia al grupo familiar; y los nombres femeninos de las fusayolas de Segeda o de Botorrrita, o el “velado mensaje erótico” que aparece en la fusayola encontrada en la necrópolis de Las Ruedas (c.f. de Bernardo et al. 2010). Fig. 111: Cerámicas con inscripciones de Numancia (a partir de Wattenberg 1963: tabla XLI, 1100 y tabla XXXV, 962). La presencia de inscripciones en estos soportes ha sido entendida, en ocasiones, como meros fines decorativos, es el caso de las interpunciones o el trazo de signos algo deformados, como en el caso de la jarra anteriormente mencionada de Numancia, lo que se ha atribuido a que sus autores no comprenden ni la función de dichos signos, ni su valor fonético (Olcoz et al. 2007: 125). Pero el uso de símbolos que no están a disposición del conjunto de la población y que presentan cierta relación con las estructuras de poder, parece poco probable que fuesen utilizados como meros elementos decorativos, especialmente, en sociedades ágrafas o cuyas raíces aún están muy hundidas en la 298 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero metonimia. Los elementos iconográficos de estas comunidades, aunque hoy día no los entendamos, no son meras decoraciones, sino representaciones de realidades, más o menos abstractas, más o menos realistas, por lo que el uso de la escritura sobre objetos domésticos podría dotarlos de cierto carácter mágico o incrementar su valor de algún modo. 6.6. EL FIN DE UNA ERA En definitiva, la romanización fue un cambio ontológico, como varios autores han apuntado, que afectó a las bases más profundas del ser, resultado de una intensa y constante negociación de las identidades propias de culturas enfrentadas. Es interesante, como dialogando con la cultura material, se observa como los elementos que se introducen de la cultura romana no afectan a los pilares de las estructuras indígenas tradicionales, algo que ya observaba A. González Ruibal (2006-2007: 606) para el Noroeste peninsular. La estructuración territorial continúa fundamentada en la figura de las ciudades, cuyo poder se ve reforzado por elementos materiales como las acuñaciones monetales, metáfora y propaganda de las mismas. La cultura marcial, estrella en momentos anteriores, se ve sustituida por la ciudadanía que daba a sus portadores plenos derechos y determinados privilegios, materializada en las téseras y el cambio en los ajuares funerarios en los que las armas disminuyen y objetos relacionados con otro tipo de relaciones sociales son potenciados, como los banquetes o la imagen personal. Los ámbitos funerario y doméstico se ven afectados por la reinterpretación de los términos, en los que podemos reconocer los rasgos de ambas culturas, ahora entrelazados, donde los antiguos significados se materializan en distintos objetos u formas de hacer las cosas. El papel jugado por ciertos individuos indígenas, como fueron los llamados “client or friendly kings”, quienes se introdujeron en el imaginario y la performance de Roma, fueron claves durante el proceso, manipulando los códigos de las identidades y el poder. Los contextos, los contenidos y las formas de escritura permiten esbozar algunos rasgos comunes en el marco de lo social. Las comunidades de la segunda Edad del Hierro eran sociedades orales, pero con la llegada de Roma, las habilidades y conocimientos de la escritura no se generalizaron, sino quedaron reservadas a un número reducido de individuos, caracterizados por ser hombres, pertenecientes a las élites locales, encargadas de los gobiernos regionales. El profundamente patriarcal estado romano vetó a las mujeres este conocimiento y las expulsó de cualquier parcela de poder que pudieran ostentar. En definitiva, el panorama que presentaba A. González Ruibal (2006-2007: 605) en el Noroeste durante el siglo I n.e. no debió ser muy diferente al de la Celtiberia: “… quien caminara por sus calles encontraría individuos vestidos con toga, gente que iluminaba sus viviendas con lucernas, beben vino de la Bética y cocina el pan en fuentes de engobe rojo pompeyano. Sin embargo, esas personas continúan viviendo en sus viejas cabañas de piedra con techo de paja” (González Ruibal 2006-2007: 605). 7. THE IRON AGE IN THE UPPER DUERO This doctoral thesis explores the region of the Upper Duero River from the beginning of the Iron Age until the imposition of the Roman social model. Its main goal was to study the men and women, both young and old, to understand how the individual was constructed, the mechanisms and resources used to face the world and to access power; however, the only way to get closer to Iron Age populations is through their material culture. Throughout the previous chapters, we have examined the various material manifestations from a holistic perspective, assuming that the entire culture was material, ranging from landscapes to dwellings, from vessels to stories, materialized when narrated. To this effect, we took a symmetrical approach, focused on the diverse relationships established between people and objects. These relationships are dynamic, multiple and multidirectional –for just as people make things, these things make the people- and they are the key to understanding the way individual identities are built and negotiated, and how power works. To achieve this goal, we used all the resources within our reach, from bibliographical and administrative data to classical sources and geographical information, processing a large volume of information from different origins. In many cases, data from old studies have been used. These data were originally obtained to answer questions other than those we address in this study. Thus, adjusting old data to a new perspective entailed difficulties in the initial approach. All the forms of material culture that we were able to detect from the present are integrated into the same narrative from a comprehensive perspective that considers the Iron Age as a long process and the Upper Duero region as a whole. For the first time, the main characters in this process are the people, not the artefacts, and the importance of the materials 300 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero lies in who made them and why, and how they influenced the lives of their makers. In this final chapter we will sum up some of the most relevant aspects of how societies worked throughout the first millennium BCE. 7.1. EARLY IRON AGE The beginning of the Iron Age was characterized by great social and material changes. Late Bronze Age groups were small and moved seasonally through the areas they inhabited. The new communities, on the other hand, established a steady residency throughout the whole year, enabled by a warmer climate, the extensive use of iron and new agricultural technology that allowed settling of new territories and an increase in productivity. In sum, more effective exploitation of resources that allowed the inhabitants to remain in the same location during the entire year. The result was a deep transformation in the approach to and conception of the landscape. Bronze Age groups left lighter traces. Their settlements and habitat structures were not meant to endure, as appears from the materials they used –wood, mud and leather- as well as from their size. At the beginning of the Iron Age, we register the use of rock in habitation structures, for both settlement boundaries and inner constructions. Both architectures are meant to endure through time, and reveal maintenance and remodelling. For the first time, the same group repeatedly uses the same place for generations, changing the conditions of land occupation. Land became the main source of conflict and legitimacy. It was the subject of many reclaiming strategies, such as the construction of vast cemeteries linked to genealogies and the transmission of rights and property, as well as an emphasis in settlement boundaries by building powerful fortifications. The Upper Duero is an extensive region, where different material traditions can be traced from the Late Bronze Age. The analysis of the landform over which the settlements were built allowed for a first approach to the marked regional variability in the area. Two very different areas stand out. The first is characterized by mountainous and precipitous environments in the Iberian System. The second, by the undulating landscapes of the Duero and tributaries valleys. The groups living in the mountainous regions emphasized the world of the living by hiding their burial sites. They surrounded their settlements with solid defensive structures using the natural topography of their locations, where they built walls and/or ditches only in the most accessible areas, isolating the inner parts and their inhabitants from the outside world. Although walls and ditches were the most frequent elements in these constructions, we observe other defensive elements as well as differences in their combination, especially in the sites belonging to the Cultura de los Castros Sorianos, -in the inner Iberian System – which shows a unique and varied composition of walls, ditches, towers and/or chevaux-de- frise. The opposite is true for the sites in the Duero Valley and the river’s tributaries. The settlements lack stone boundaries and funerary spaces enjoy a greater prominence in the landscape. The markers, 301 The Iron Age in the Upper Duero River diverse burial types, funerary treatment, combination of objects and varied shapes reveal –leaving similarities aside- local differences between cemeteries. The shape of the domestic areas is another feature that differs between regions, even inside each region. The mountainous area features angular-shaped houses with rectangular or square plan, while in the valley most of the houses are round or have rounded corners. It should be noted that settlements in the intermediate mountain ranges –such as Cabrejas or Neila- which show roundhouses, as well as some settlements between both regions, combine circular and angular shapes, as happens in Zarranzano (Cubo de la Sierra) or El Castillejo (Fuensaúco). Finally, feast-related material culture also feature important differences. In the valley, cauldrons and a bronze sieve appear in some burials in Carratiermes (Montejo de Tiermes), as well as graphite plated pottery in the domestic areas. The walls of these ceramic vessels were polished to obtain a metallic shine. While these types do not appear in the mountainous area, the artefacts that could be associated to this activity are painted pottery found in habitat contexts. Thus, we can observe two distinctive traditions which, in turn, show some local variations in specific settlements. This diversity in the material culture reflects different cultural traditions and potentials inside the region, especially visible in the materialization of group identities -in the form of settlement boundaries or the use of cemeteries to build genealogies – the evidence of which increases during the following phase. 7.2. LATE IRON AGE A deep transformation took place in the whole region from the beginning of the 4th century BCE. The main result was urban development, originated by concentrating the population around specific locations, the cities, which played the leading role in the Late Iron Age narratives. To guarantee the success of this process of synoecism, a group of individuals adopted a series of government tools, giving up their personal interests and ambitions for the benefit of the community, in theory. The previous groups of power had to be reshaped and the relationships between enemies and allies changed. The conflicts of the past had to be overcome, forgotten, or translated into new areas of conflict, now within the new communities. From that moment onwards, governments surpassed the settlement boundaries, which entailed complete restructuring, ranging from social rules and collective negotiation scenarios to the property regime of the land. The territories were restructured, especially the settlements. Farmlands, pastures, natural resources or symbolic places belonging to one specific group or individual were joined and redistributed and their tutelage was negotiated. At the same time, there were different forms of settlements depending on the needs, capacities and messages that those groups wanted the landscape to transmit. Thus, they built towns, villages or hamlets and castles that depended on the urban area. Towns were settlements slightly 302 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero smaller than cities, granting the control and effective exploitation of the land. Villages and hamlets were devoted to exploiting a specific resource, generally agriculture and stockbreeding. Castles were built in areas that could not be seen from the city, on the boundaries of the territory, to control access to and claim ownership over the land and resources. Nevertheless, the heart of the territory was the city. It was the largest settlement and was located in a central place, vested with a strong symbolism. Cities were built in spots that already had a long biography, registered in the mind of the community. That is the case of Numantia, built on a landscape with a long history: its surroundings register evidence of occupation from the Neolithic. Cities were places of congregation for all the inhabitants of the territory, with spaces for people to gather and devoted to the social and biological reproduction of the community. Some examples are places of worship – such as the sanctuary of Termes tutelary deity-, meeting places for the government bodies -as pointed out in sources about Belgida (Appian Hisp. XVI, 100) - or community projects such as building and maintaining the defence structures. Besides the different settlements, the landscape was full of markers and symbols, such as extra-urban sanctuaries and nemeta, sacred caves or symbolic landmarks. These community sites served as a common social, spiritual, civil and religious link. The celebrations they held had an integrating goal, where all the people scattered over the territory had the chance to gather, share and exchange goods and knowledge and arrange marriages. A balance existed among the inhabitants of rural and urban settlements, as well as a deep network of multiple and dynamic relationships that were the true bond between regional identities. The mechanism regulating the flow of relationships could have been similar to those used by the pagi in Central Europe or the collaciones of medieval Meseta Comunidades de Villa y Tierra, based on the existence of transversal entities supported by real or imaginary family relationships, which regulated interactions, social and administrative organization and territorial planning. Thus, the landscape became a powerful force in the materialization of the community, built around its semantic codes and its needs. At the same time, the features, shapes and history of the landscape had an influence on the community using those codes. The study of Upper Duero communities, their territories and their different material cultures reveals discontinuities and particularities among them and throughout the region. Again, regional differences were acute. There was a notable duality between the groups from the mountainous regions in the Iberian System and those from the Duero Valley. The first distinction between these territories is seen in their extension and composition. Communities from the valley occupy larger territories; however, if we analyse them from the perspective of movement, bearing in mind the uneven ground and especially the slopes, the distances from the main city to the territory limits were similar in both cases. One consequence of territorial extension was the size and number of settlements. The mountainous regions contained fewer settlements, as well as a lower density of population than the valleys, especially when compared to Numantia, which was one of the most highly populated settlements of the Meseta. Secondly, the dichotomy found in the Early Iron Age regarding burial rites 303 The Iron Age in the Upper Duero River continues. The valley area has a dense funerary landscape, allowing us to observe different attitudes and sides of the same ritual, while the mountain groups maintain absolute invisibility in this aspect. The strong material duality shown by the Upper Duero territories illustrates the variety of social, cultural and identity traditions. However, the contrasts recorded between the territories of the same area are evidence of the independence and autonomy of their communities. They were dissimilar as regards resources, potential and abilities. 7.3. BECOMING ROMANS The previous scenario ended with the Second Celtiberian War and the Roman conquest of the region. Taking the fall of Numantia in 133 BCE, or Termes in 98 BCE as our reference, we observe how the first decades of Roman occupation of the Duero Valley were turbulent. After the conquest, these territories came under the influence of the Roman Republic, thus having to undergo the courses and agendas set out by Rome’s rulers. The end of the 2nd century and the first half of the 1st century BCE were an eventful period for Rome due to factional fighting inside the Republic between populares and optimates, as well as the many uprisings in the colonized Mediterranean areas. The Celtiberian region participated in these rebellions and were a scenery of Sulla’s second civil war. The cities in the Duero Valley joined Quintus Sertorius in the uprisings aiming –according to some texts- to recover their autonomy. However, they were subjugated and destroyed again by the army of Pompey The Great. Romanization meant a new way of understanding the world. This ontological change was the result of a dialectic process between old indigenous traditions and the new Roman formulas. This transformation reached its climax in the late 1st century BCE and originated new codes, behaviours and ways to construct the individual, as evidenced by the material culture. The territorial landscape was completely restructured after the conquest. The previous distinctive choice between mountain or valley settlements slowly faded away in favour of areas on the plain. Nevertheless, the territory continued to be managed according to indigenous traditions and the new organization favoured certain existing organizational structures such as the control of the territory from the cities. Rome favoured the cities depending on their circumstances and characteristics, rewarding those that had aided them during the conquest with privileges such as the authority to mint currency or to sign formal pacts with tesseras of hospitality. Some also remained as simple rural settlements. However, the Sertorius War ended with a new wave of destruction that affected most of the cities and their organizational structure, leading to the population scenario found in the Empire period. In this case, the Upper Duero region presents an interesting feature: the new capitals were built over the old indigenous cities, in the same spot. This seriously altered the previous archaeological levels. However, in the neighbouring areas –the Middle Duero or the Ebro valleys- the new cities were built near the old ones, but never directly above. 304 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero The change in domestic or funerary spaces was neither gradual nor linear. It followed a dialectic process between the codes and concepts of both cultures, now intertwined, where old and new meanings materialized into objects or behaviours. Certain Roman influences appear in the domestic sphere, although the indigenous construction techniques and distribution of space remain. The Roman models were introduced later, but always keeping features from the previous traditions. On the other hand, in the funerary sphere, cremation had been the main ritual during the Iron Age as well as in the Roman world, and continued well into Imperial times. Nevertheless, the meanings of the rituals and material culture used by indigenous communities were redrafted after the conquest. The old necropoleis were used until the 1st century CE, although less frequently, while the few new cemeteries seem to follow the Roman tradition where they are associated with routes of communication. Both cultures marked their burial sites similarly, using steles, which now exhibited funerary inscriptions –a Roman contribution. The earliest epigraphic evidence dates from the 2nd century BCE, although the majority belong to the 1st CE and combine Celtiberian and Latin spelling with formal Roman inscriptions, highlighting the use of plural genitives, conservation of supra-family kinship filiations and some indigenous motifs, such as figures of horsemen. The importance of the banquet to honour the deceased is another feature shared by both cultures, seen in grave goods including indigenous and Roman pottery such as terra sigillata. Graves continue to include objects representing indigenous codes such as weapons, although they are less frequent and varied. Body adornment and hygiene elements, in turn, change according to the new trends, where we find the introduction of Roman typology and the substitution of traditional personal hygiene sets -scissors, tweezers and bradawls- with strigils and mirrors. Finally, new concepts that were understood differently are also represented, as shown by the introduction of coins, probably related to Caronte or the refinement of ancient symbols of wealth, and keys which represent a new relationship between individuals and the collective. Surely, certain individuals played an essential role in this process of reinterpretation. They entered Rome’s realm of the imaginary and the values underlying performance, manipulating identities and power codes as a way to retain their power. 7.4. COLLECTIVE IDENTITIES AND SOCIAL ORGANIZATION Over the course of the Iron Age we observed a series of collective identities that survived the arrival of the Romans and even left their traces, after a process of reinterpretation. They were the key to organizing and structuring the social and political life of the people from the 1st millennium BCE. We are referring to filiations related to the household, the family, the settlement or the territory and region. These different levels of self-identification shaped the person, remained nested and overlapped and were activated according to the needs of the individual. 305 The Iron Age in the Upper Duero River 7.4.1. HOUSEHOLD Household-related identities were the lower levels of these collective forms of self-identification. Domestic areas in the Iron Age are defined by their simple features and structure. Except for regional and temporal differences –mainly their shape- the houses on the same settlement are very similar. There are no differences in the social position or wealth of their inhabitants. Their small size and scarce internal compartments shape an open domestic space that lacks specialization and limits the segregation of household members as well as the existence of specialized areas. Thus, the domestic unit is an extension of the life in the community, seemingly equal, and with a low degree of privacy between the inside and outside worlds. The domestic unit was also a production entity. All its members contributed to increase the social status of their house in the community with their work and effort. Thus, the absence of communal storage structures, as the production, accumulation and redistribution of surpluses were managed by this unit. The consolidation of this process is especially evident during the Late Iron Age. Thanks to the texts of the classical authors we know the great productive potential and ability of these houses producing saga, wool clothes used during the Celtiberian War as bargaining chips when signing treaties (Appian Hisp. IX, 54; Diodorus XXXIII, 16). These units also made the necessary effort to prepare feasts, regardless of their context. Many anthropological studies on pre-industrial societies have illustrated the cost of these activities, where alcoholic beverage production consumed around 20% of the cereal produced by the house (Dietler 2001: 81-82). This reflects how the production capacity of these units exceeded their needs. Surplus accumulation was one of the keys to negotiate their social position. Aside from its function as a structure and production entity, the house held a series of religious, magical and social rituals. It contained amulets and solar elements, such as the swastikas engraved in the threshold of a house in House Block 1 of Numantia, to protect and guard its inhabitants. The house was also a place to worship ancestors, evidenced by family relics such as the human skulls found in the cellar of House 1, in House Block XXIII of Numantia. Likewise, the house played a central role in funerary rituals; preparation of the body before cremation and the funerary feast materialized in grave goods. These grave goods usually include objects associated with domestic uses: spindles or gaming pieces in the graves of men of reproductive age, and weapons and horse tacks in female and in children’s burials. Since children did not have enough time to build their own lifes, they were provided both domestic and war related objects. Consequently, in the funerary context not only was the social position of the deceased negotiated regardless of gender or age, but also the status of the house, since these actions contributed to the family narrative and built the household memories. Thus, the household is a key principle in social organization and a powerful reference for people identity. 306 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero 7.4.2. LINEAGE The main evidence of constructions associated with lineage are cemeteries. Throughout the Iron Age, cremation was the main funerary practice, and would remain so in the Upper Duero area well into the times of the Roman Empire. Cremation was an attempt at deification, as the fire prevented the body from corruption and the funerary rituals allowed the descendants and family to arrange social negotiation of power by destroying wealth in the exequies and feasts honouring the deceased. The social and symbolic practices did not end with the burial, but extended over time, as shown by the ceramic vessels for libations that appeared on some of the graves in Numantia, or the weapons nailed into the graves in Carratiermes. The ancestors are thus intertwined into the communal and family narratives, where they play a fundamental role in legitimizing power as well as in transmitting the material, social and symbolic rights of the living. Thus, funerary landscapes were actually memorial landscapes claiming communal and family affairs. As regards the community, cemeteries claimed the property over a space or territory for a specific group, as shown by their long use or their superimposition over previous populations, as is the case with Carratiermes, built on a previous Bronze Age settlement. Family spaces were used to bury all the community members, as shown by the degrees of wealth represented by the grave goods, where tombs have been found to contain numerous varied objects, contrasting with burial sites containing only ashes. The burials are distributed in clusters, among which there are differences in wealth, composition and the presence of certain objects that distinguish some graves from others, as in El Pradillo, Carratiermes or Numantia. The repeated presence of burials containing specific objects –certain kinds of pottery, brooches, jewelry or animal remains- in the same space only reflects the materialization of these family identities. In the case of La Yunta, in the Upper Jalon River, we can even follow the dynamics of the community and fluctuations of power between families. 7.4.3. TERRITORY M. Giles (2007: 242) pointed out “where one was defined who one was”. To a certain degree, birthplace- associated identities predetermine how we deal with others and how the others perceive us during our entire lives. The history of Iron Age landscapes shows how the settlements, funerary spaces and symbolic landmarks contributed to build the community’s memory and how it was perceived by outsiders. Some spaces were repeatedly used for specific activities, periodic meetings were held in public communal and religious spaces, and enormous effort was put into the construction of collective structures. Those mechanisms reinforced collective identities as a symbol of the community and its features in the eyes of foreigners. 307 The Iron Age in the Upper Duero River But this identity was not only made visible in the specific location, but also in the appearance of the individual. The strong regional diversity revealed by the cemeteries, especially in the composition of grave goods, provides us with insight as to the various ways the individuals were forged according to their origin, materialized in appearance. Thus, grave goods that include weapons also contain a varied combination of these objects along with items related to horse-riding, personal hygiene and ornaments, depending on the cemetery. The same applies to graves containing ornaments or the regional differences perceived in the inclusion of different kinds of tools. These territorial differences, whether associated with the settlement or a wider territory -as in the Late Iron Age- must have been a reference in daily life present in the surrounding landscapes as well as in the image of individuals. 7.4.4. REGION The Upper Duero region shows a material duality characteristic from the Late Bronze Age, which continued until Roman times. Material diversity and the different ways of making things between the mountains and the valley regions might have been the materialization of different ethnic realities. Ethnic communities that shared bonds of solidarity, a name, myths of origin and common memories, and material culture. But we are only able to identify this possibility from the Late Iron Age, where we count on written evidence. Ethonyms such as the "Arevaci" and the "Pelendones" (Pliny the Elder Nat. 3,4) have been attributed by Roman authors to the groups of the valley and the mountains, respectively. These might be the names used by the communities themselves or the names given to them by the Romans; nonetheless, it reflects different identities and therefore how these communities related to each other and to Rome. Thus, during the conquest, when the city of Nertoriga surrendered to consul Marcellus in 152 BCE, he refused to accept it unless it was pledged by the Arevaci, the Belli and the Titthi together. The tribes sent emissaries to Rome to negotiate the terms of the agreement, and each was treated differently. The Belli and the Titthi were Rome's allies and were received in the city, while the Arevaci were enemies and camped on the other side of the Tiber River (Appian Hisp. IX, 48-49; Polybius XXXV, 2, 3-4). Another text from the time of the Siege of Numantia refers to the bonds of solidarity they shared, stating how Rethogenes -a Numantia's leader- rode to the Arevaci cities seeking their help invoking the blood bonds they shared, and the city of Lutia answered his call (Appian Hisp. XV, 94). Relations of help and solidarity like that shared by the Belli city Segeda and Numantia (Arevaci) in 153 BCE, when the first sought aid and shelter during Rome's attack invoking the shared bonds as "allies and relatives" and "allies and friends" (Florus 1, 34, 3-4; Appian Hisp. IX, 45), should have answered to the concept of ethnic networks. These entities did not share any kind of political unity, but only a certain degree of solidarity -at least among their leaders - some kind of common denomination and a myth of origin. 308 Paisaje y territorio celtibérico en el Alto Duero The last level of these kinds of identities are the ethnic categories, groups that build from the outside enclosing many communities because of their shared cultural or territorial elements, but that might not share any actual bond. The denomination of Celtiberian culture falls under this category during the Late Iron Age. Nevertheless, after the process of identity renegotiation imposed by the Roman conquest, we observe how it was assumed by these communities in the dawn of the Empire, as reflected by Valerius Martial (IV, 55), the poet; the material military findings related to Cohors I Celtiberorum and the funerary epigraphy of Celtiberian characters and proper names. 7.5. POWER AND COMMUNITY IN THE IRON AGE Iron Age communities built a heterogeneous mosaic beneath a veneer of apparent similarity. The power was communal, as shown by its isonomic appearance in the world of the living, in the configuration of settlements and households; however, this was just an illusion, a deliberate concealment of inequality, since the construction of the image of the individual and its negotiation in the funerary world point out the existence of internal tensions and the competition between individuals and social groups to obtain parcels of power. The assemblies were in charge of the community's government. These were cross-sectional institutions that ranged from the family to ethniticity. Each had different competences, a specific meeting place and dates. Throughout the first millennium BCE, while social organization became more complex as a result of the synecism that originated the cities during the Late Iron Age, these organisms became more complex as well. Assemblies were the place to solve social disputes, to address internal tensions and to govern the destiny of their communities. Their composition is unknown, but some Roman authors from the time of the conquest point out that the assemblies governing the cities in the Late Iron Age had a specific meeting place, the attendance was restricted to certain members, several age groups competed to make the decisions and women intervened only in specific moments as instigators of war. The society was a patriarchy where masculine values had a greater symbolic meaning and a more positive estimation. Thus, men held positions of power, although women enjoyed certain capacity of action, such as choosing their partner (Sallust Hist. 2, 91); and influence, given by their roles as wives and mothers. Therefore, they could even improve the social status of their domestic unit and their family. But men were the main beneficiaries of women's work in contexts of social negotiation, such as feasts, and had the most specialized positions in the Late Iron Age, as is the case with blacksmiths or potters. Men were also responsible for governing the communities. They managed relationships and collective negotiation to fulfil their own agendas. Their political power was based on their authority, legitimized by their family biographies, the possession of farming lands, livestock or certain resources and raw materials, control over commercial exchange, knowledge or special abilities that made them earn the approval of the community. Their position was constantly negotiated and the degrees of power held by these individuals and the community were not far apart, as their agency depended on the assembly. 309 The Iron Age in the Upper Duero River From the Late Iron Age, we know the names of several leaders chosen from their cities' assemblies to face a specific crisis in the framework of the Roman conquest. Of these we should mention Avarus, who was elected as leader of Numantia in the year 133 BCE to negotiate a possible surrender to Rome. However, when he returned from the negotiation with Scipio Aemilianus, Numantians sensed treason and executed him and the five partners who accompanied him (Appian Hisp. XV, 95). In this context, violence imbued all aspects of the material culture, specially that related to power, from the landscapes -with the construction of powerful defence structures- or iconography, to the appearance of warriors or the composition of the grave goods, particularly clear in the case of children and women. Conflict was ritualized, as shown by iconography. Certain individuals were made heroic and believed to have magical abilities. This ritualization of a martial ideology was a mechanism to control violent events by visual coercion, control over the representations and the number of individuals participating in them, so as to ensure the survival of the community. At the end, the conflict changed spheres with the reformulation in Roman times. Martial ideology was replaced by citizenship, which granted access to rights and privileges. Throughout this thesis, we have studied the different material manifestations in the Upper Duero area, from its wide landscapes to the specific artefacts, with the aim of understanding its inhabitants and the buildings and structures they left behind during the various phases of the Iron Age, both individual and collective, and their repercussion on social organization. Legitimacy and common benefit were efficient tools in power relationships, handled by certain individuals to gain access to specific parcels of authority, which were constantly negotiated in the different spaces censured by the community. Each and every one of its members was essential for the survival and proper functioning of the community: the children, who were the future and perpetuated principles and traditions via learning processes; women, who were the glue and the pillars of the system in charge of maintenance and care, managing household relationships and preserving emotional bonds; men, who gained wealth and specialized knowledge, were the driving force behind the communities and the main actors in power negotiation; and finally the elders, who provided wisdom and were the vessels of community traditions and knowledge. 8. Bibliografía A Abad, R. (2008): La divinidad celeste/solar en el panteón céltico peninsular. Espacio, Tiempo y Forma, Serie II, Historia Antigua, 21: 79-103. Abarquero, F.J. y Palomino, A.L. (2007): La necrópolis de El Pradillo, Pinilla-Trasmonte (Burgos). Evolución de los ritos funerarios en el confín del territorio celtibérico. En J. Morín, D. Urbina y N. 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NUMANCIA: 8.536,55 habitantes Topónimo Municipio Área (m²) Nº Personas Numancia Garray 84237 1500 Ontalvilla Carbonera de Frentes 43155,3 768,4 Trascastillejo Cirujales del Río 24559,6 437,3 El Castillejo Fuensaúco 23851,8 424,7 Cerro de San Sebastian Fuentetecha 4849,9 86,3 Los Villares Ventosa de la Sierra 82149,9 1462,8 El Castillejo Golmayo 21096 375,6 El Castillejo Omeñaca 8526,8 151,8 El Castillo Ocenilla 22154 394,4 El Castillo Soria 29378,2 523,1 Carranalón Camparañón 7650,7 136,2 Cerro de San Blas Rabanera del Campo 13536,6 241 Cerro de San Bartolomé Arancón 46270,7 823 El Almortajado Soria 6197,2 110,3 Cerro del Saúco Soria 2000 35,6 Cerro de Utrera Ventosilla de San Juan 2000 35,6 Las Rabaneras Golmayo 2000 35,6 Los Villares Tera 32537 579,3 Los Cuartones Tera 2000 35,6 Los Castellares Aldealices 19245 342,6 El Cotillo Renieblas 2000 35,6 354 2. EL CASTILLO (LA LAGUNA): 2.044,71 habitantes 3. LOS CASARES (SAN PEDRO MANRIQUE): 3.132,65 habitantes Topónimo Municipio Área (m²) Nº Personas Los Castillejos Villar de Maya 8013,6 142,6 El Castillo Aldeacardo 4907,2 87,3 El Molino Bretún 3848,1 68,5 El Castillo La Laguna 38595,8 687,2 El Castillejo Valduerteles 10544,3 187,7 El Castillejo Valloria 5100,5 90,8 La Muela Valloria 17776 316,5 Las Veguillas Villar de Maya 11516,6 205 Los Colmenares Santa Cruz de Yanguas 6795,9 121 Vados Santa Cruz de Yanguas 7728,93 137,6 Topónimo Municipio Área (m²) Nº Personas El Castillejo Buimanco 1927,4 34,3 El Castillo Sarnago 5892,1 104,9 El Castillo Tanine 15858,3 282,3 Los Casares San Pedro Manrique 48492,4 863,4 El Castillo del Ambriguela Vea 9723,21 173,1 Los Corrales de Sanson Vea 4181,9 74,4 Mesa de Fuentepino Vea 4392,8 78,2 El Castillo de Rabanera Ventosa de San Pedro 5471 97,4 El Prado de la Cuesta San Andrés de San Pedro 35802,1 637,5 El Castillo San Pedro Manrique 9891,1 176,1 El Castillo Vea 23037,3 410,2 Los Castellares San Andrés de San Pedro 11253,7 200,3 Tesis Raquel Liceras Garrido PORTADA AGRADECIMIENTOS ÍNDICE DE CONTENIDOS ÍNDICE DE TABLAS RESUMEN SUMMARY 1. EL INICIO DEL CAMINO 2. LÍMITES CRONOLÓGICOS Y GEOGRÁFICOS 3. PERSIGUIENDO LA SIMETRÍA 4. LA PRIMERA EDAD DEL HIERRO 5. LA SEGUNDA EDAD DEL HIERRO 6. DE AQUELLOS BARROS, ESTOS LODOS: LOS SIGLOS DE CAMBIO DE ERA 7. THE IRON AGE IN THE UPPER DUERO 8. BIBLIOGRAFÍA ANEXO 1: ESTIMACIONES DE POBLACIÓN