Manuela Mesa (coord.) Riesgos globales y multilateralismo: el impacto de la COVID-19 Anuario 2019-2020 Riesgos globales y multilateralismo: el impacto de la COVID-19 Anuario CEIPAZ 2019-2020 Federico Mayor Zaragoza, José Antonio Sanahuja, Elena Boschiero, Manuela Mesa, Laura Alonso Cano, Ana González-Páramo, Joaquín Rodríguez Álvarez, Roser Martínez Quirante, Carlos Giménez, Francisco Rojas Aravena, Rebecka Villanueva Ulfgard, Rocío Montes, Xulio Ríos, Ignacio Álvarez Ossorio, Rosa Meneses © Federico Mayor Zaragoza, José Antonio Sanahuja, Elena Boschiero, Manuela Mesa, Laura Alonso Cano, Ana González-Páramo, Joaquín Rodríguez Álvarez, Roser Martínez Quirante, Carlos Giménez, Francisco Rojas Aravena, Rebecka Villanueva Ulfgard, Rocío Montes, Xulio Ríos, Ignacio Álvarez Ossorio, Rosa Meneses De esta edición: © CEIPAZ Fundación Cultura de Paz Ciudad Universitaria Cantoblanco Pabellón C Calle Einstein, 13. Bajo 28049 Madrid Tel. 91497.37.01 info@ceipaz.org http:// ceipaz.blogspot.com www.ceipaz.org Edición de textos: CEIPAZ Diseño: Alce Comunicación Impresión: Perfil Gráfico 8ª edición: mayo 2020 ISSN: 2174-3665 Depósito legal: M-16885-12 El papel de este libro es 100% reciclado, es decir, procede de la recuperación y el reciclaje del papel ya utilizado. La fabricación y utilización de papel reciclado supone el ahorro de energía, agua y madera, y una menor emisión de sustancias contaminantes a los ríos y la atmósfera. De manera especial, la utilización de papel reciclado evita la tala de árboles para producir papel. Sumario Introducción Manuela Mesa ........................................................................................... 9 Tendencias internacionales Las Naciones Unidas en su 75 Aniversario: reformas radicales y apremiantes para la gobernanza de una nueva era Federico Mayor Zaragoza.............................................................. 15 COVID-19: riesgo, pandemia y crisis de gobernanza global José Antonio Sanahuja ................................................................. 27 Riesgos globales y derechos humanos: hacia sociedades más resilientes, igualitarias y sostenibles Elena Boschiero ............................................................................. 55 Narrativas y discursos en tiempos de pandemia: como explicar la crisis del COVID-19 desde el feminismo pacifista Manuela Mesa y Laura Alonso Cano ............................................ 77 Fronteras de doble filo Ana González-Páramo .................................................................. 95 Tecnología y deshumanización: el camino hacia la tercera revolución de la guerra Joaquín Rodríguez Álvarez y Roser Martínez Quirante ............. 109 La mediación y las metodologías participativas de resolución de conflictos como vía para el fortalecimiento de la democracia Carlos Giménez .......................................................................... 127 Perspectivas regionales Crisis democráticas en América Latina en un contexto de crisis globales Francisco Rojas Aravena ............................................................ 145 México: la violencia que no cesa Rebecka Villanueva Ulfgard ....................................................... 167 Chile, en un proceso de cambios sin retorno, pese a la pandemia Rocío Montes ............................................................................... 183 China y el conflicto con Hong-Kong Xulio Ríos .................................................................................... 195 Irán y sus crisis superpuestas Ignacio Álvarez Ossorio .............................................................. 213 El Sahel y el ascenso del yihadismo Rosa Meneses .............................................................................. 229 Relación de autores y autoras .............................................................. 247 27 Anuario CEIPAZ 2019-2020 COVID-19: riesgo, pandemia y crisis de gobernanza global José Antonio Sanahuja1 Director de la Fundación Carolina y catedrático de Relaciones Internacionales, Universidad Complutense La pandemia del coronavirus: del riesgo a la catástrofe En algún momento de noviembre de 2019 el coronavirus causante del Síndrome Respiratorio Agudo Severo 2 (SARS-CoV-2) o COVID-19 migraba de un animal a un ser humano, o, de haberse producido antes esa migración, sufría una mutación que daba origen a la enfermedad, y permitía, desde ese momento, su transmisión entre humanos. A mediados de diciembre de ese año los hos- pitales de Wuhan, en China empezaban a encontrarse con casos atípicos de neumonía con conse- cuencias letales, causadas ya por este coronavirus, y el 31 de diciembre el gobierno chino notificó oficialmente a la Organización Mundial de la Salud (OMS) la aparición de un nuevo virus causante de SARS. 1 Agradezco las observaciones al manuscrito de Manuela Mesa, y las ideas sobre el concepto de “coyuntura crítica” de Camilo López Burián, de la Universidad de La Republica, Uruguay. El autor es el único responsable del contenido de este texto. La COVID-19 encuentra un mundo con escasa capacidad de respuesta Cuatro meses después, cuando se escribe este análisis, ese brote había dejado atrás el foco inicial en China, se había extendido con rapidez hacia Europa y, después al continente americano y África. El 11 de marzo de 2020 la OMS declaró oficialmente a la COVID-19 como “pandemia global”, y a finales de marzo ya se había extendido a 190 Estados y territorios. Entre marzo y abril, la mitad de la pobla- ción mundial ya se encontraba sujeta a medidas de confinamiento que, en el plano económico, han supuesto un desplome de la produc- ción, el empleo y los intercambios comerciales sin precedentes, que puede empujar a la pobreza a 500 millones de personas más. Tanto las previsiones de los principales organismos internacionales como los primeros datos que empiezan a aparecer apuntan a caídas del pro- ducto aún mayores que las que se registraron al inicio de la “Gran Depresión” de los años treinta del siglo XX. La crisis, por último, encuentra un mundo con escasa capacidad de respuesta: con sistemas de salud frágiles, o fragilizados, y sin acceso equitativo, como resultado de las políticas impulsadas por las visiones neoliberales dominantes; sin capacidad autónoma para producir los medios necesarios de manera inmediata –respiradores, medicamen- tos, equipos de protección individual del personal sanitario, e incluso modestas mascarillas, al depender estos de cadenas globales de sumi- nistro rápidamente dislocadas; con una elevada desigualdad, que agra- va los efectos de la pandemia en determinados grupos sociales; con actores, políticas y normas económicas que dificultan o condicionan la necesaria reacción estatal, en materia de política monetaria, fiscal, o de empleo; y con reglas y con normas e instituciones multilaterales debi- litadas, contestadas y deslegitimadas, ausencia de liderazgos, y mayor presencia de fuerzas nacionalistas y de extrema derecha, en muchos casos instaladas en gobiernos, que cuestionan la ciencia y obstaculizan la acción colectiva y la cooperación internacional. Esos actores alientan el “nacionalismo epidemiológico” que se ha observado a través del cie- rre de fronteras, las restricciones comerciales para acceder a materia- les sanitarios, o el despliegue de narrativas y discursos de odio que, al servicio de la polarización política, culpabilizan de la pandemia y estig- matizan a determinados países o colectivos. Aunque en su origen se presenta como una crisis sanitaria, la pande- mia de la COVID-19 tiene un alcance sistémico, ya que afecta a todas las dimensiones de la vida social, y se proyecta a escala global. Se tra- ta de una crisis generada por un evento discreto –la aparición del virus–, pero su rápida propagación y graves consecuencias sistémicas se explican, más allá de la virulencia y características de ese patóge- no, por las fallas de ese sistema y su baja resiliencia: en concreto, las fallas que radican en una globalización en crisis, caracterizada por un alto grado de interdependencia, alta conectividad, sin los necesarios mecanismos de gestión y prevención de los riesgos globales inheren- 28 tes a esas interdependencias, y sin una gobernanza global legítima y eficaz. Desde 2008, el sistema internacional atraviesa una etapa his- tórica de crisis de globalización, entendida esta, más allá de su dimen- sión económica, como “crisis orgánica” de un orden hegemónico, el denominado “orden internacional liberal, en la forma específica que adopta desde la caída del muro de Berlín (Sanahuja, 2017, 2019). La COVID-19 representaría una crisis dentro de otra crisis: puede verse como una “coyuntura crítica” que exacerba y agudiza las dinámicas presentes en otra crisis, anterior, más amplia, y de más lento desarro- llo: la crisis de las estructuras históricas –materiales, institucionales, ideacionales– sobre las que se ha sustentado la globalización y el orden internacional liberal. Aunque tiene un enorme efecto disruptivo, la COVID-19 no es, ni por asomo, un “cisne negro”, como ha puntualizado el propio Nassim Taleb (Avishai, 2020). Como se verá más adelante, el origen y los efec- tos potenciales de una pandemia como la que ha causado la COVID- 19 habían sido plenamente anticipados por la ciencia y la prospectiva, dado que son, en gran medida, el resultado de acciones humanas. La pandemia, y la crisis a la que ha dado lugar puede entenderse como manifestación de los riesgos generados o acentuados por la globali- zación, que, en palabras del sociólogo Ulrich Beck (2002, 2008), con- forman la “sociedad del riesgo mundial”. Para Beck, riesgo es la previsión y control de las consecuencias futuras de la acción humana (Beck, 2008: 27) o, dicho de otro modo, “la anti- cipación de catástrofes” derivadas de esa acción. La sociedad del ries- go es una sociedad no asegurada frente a lo que denomina “riesgos inasegurables”. Estos son fácilmente identificables en las causas excepcionales de exclusión de las coberturas de cualquier póliza de seguros de salud o de accidentes convencional, que, por cierto, inclu- yen dentro de las mismas a las pandemias. Riesgo global es “la anti- cipación de catástrofes globales” (Beck, 2008: 83). La globalización definiría un nuevo “régimen de riesgo” al generar nuevos riesgos glo- bales –en particular, los “no asegurables”– más allá del ámbito del Estado territorial y de la capacidad estatal de gestión de los mismos, a pesar de que sus efectos se materializan a escala local, sin que sur- jan a cambio mecanismos de gobernanza global capaces de gestio- narlos. “La sociedad del riesgo global se caracteriza por situarse más allá de los límites de la asegurabilidad”, en gran medida definidos por los confines del Estado y su jurisdicción (Beck, 2008: 49). Lo distintivo de esta etapa es, por ello, la producción de nuevos ries- gos no asegurables en la interfaz entre la sociedad, el Estado, y el mercado globalizado. En esa interfaz operan, por un lado, la profunda interdependencia y conectividad generada por la globalización, y sus presiones: sobre la economía –desequilibrios macro, crisis financieras 29 La pandemia contrapone nacionalismo y cosmopolitismo epidemiológico asociadas a la financiarización y el endeudamiento–; sobre la sociedad y la política –desigualdad, precariedad, destrucción del tejido social, descontento y ascenso de extremistas–; y sobre el medio ambiente – riesgos tecnológicos, cambio climático, deterioro de ecosistemas–, entre otras. En el otro lado de esa interfaz se encontrarían las crecien- tes limitaciones –materiales, institucionales, e ideacionales– que la glo- balización impone a la capacidad y la agencia de los Estados, a través de la transnacionalización productiva, las instituciones y normas comerciales, financieras y sobre propiedad intelectual, y el ideario neo- liberal, sea en el plano de la política económica, o de la ética pública y privada. Esos riesgos tienen tres características, que la COVID-19, como se verá, ejemplifica con claridad: a) deslocalización: son omni- presentes, situándose a la vez fuera y dentro de los Estados territoria- les; b) incalculabilidad: son hipotéticos, al situarse en el espacio de incertidumbre inherente al conocimiento científico, y/o son objeto de disputas normativas, como, por ejemplo, la que rodea a las medidas de confinamiento ante la COVID-19 y su alcance y duración, en las que se invocan, por un lado, imperativos éticos de preservación de la vida, frente a una aproximación utilitarista que rechaza los costes de la inte- rrupción de la actividad económica; y c) no compensabilidad o repara- bilidad, al suponer, en parte, costes inasumibles y de difícil o imposible valoración en términos materiales (Beck, 2008: 49). De esta forma, con la globalización se afirmaría un “régimen de ries- go” basado en la asunción de la “irresponsabilidad organizada”: por un lado, se contaría con el conocimiento experto que informa respec- to al riesgo y la incertidumbre; por otro lado, se renuncia a la gestión o aseguramiento colectivo frente a esos riesgos, aun a sabiendas de que, de materializarse, no habría escapatoria, y sus consecuencias locales serían catastróficas. Beck ejemplificó esa paradoja con el ejem- plo, entre otros, de la pandemia del SARS de 2003, que puso de mani- fiesto la necesidad de “áreas de gobernanza transnacionalizada” para desplegar una respuesta efectiva (Beck, 2008: 238). Por ello, para Beck, los riesgos globales implicarían una suerte de “cosmopolitismo forzoso”, o una realpolitik cosmopolita (Beck, 2008: 94-96), asumien- do que el Estado nación y las visiones territorializadas de la seguridad no son aptas para la gestión de riesgos globales. Frente al “naciona- lismo epidemiológico” que se despliega en cuanto a prevención o res- puesta, se debería actuar cooperativamente, a través de un “cosmopolitismo epidemiológico” cuyo fundamento se resume bien en estas palabras de Bill Gates: “Esta pandemia nos ha demostrado que los virus no obedecen leyes fronterizas y que, nos guste o no, todos estamos conectados biológicamente por una red de gérmenes microscópicos” (Gates 2020). Asumiendo que la pandemia de la COVID-19 representa la materiali- zación de un “riesgo global”, este capítulo examina dos grandes cues- 30 tiones: en primer lugar, en qué medida ese riesgo había sido previsto y era conocido, en cuanto a sus implicaciones globales, a partir de los precedentes acumulados y del conocimiento experto existente. En segundo lugar, se analizará hasta qué punto las consecuencias de la pandemia dependen, más allá de las características del patógeno que le da origen, de las normas y las instituciones sociales, y en particular, de la forma que adopta la globalización en su fase tardía; una fase de crisis y erosión de las capacidades y la agencia de los Estados, y de un orden multilateral débil, deslegitimado, y contestado por nuevas fuerzas sociales y políticas y por el nacionalismo rampante que carac- teriza a esta época. Finalmente, se aportan algunas reflexiones sobre las opciones que esta crisis abre de cara al futuro. COVID-19: previsión, pero no prevención Pandemias y crisis ambiental: un riesgo global en ascenso Como expresión de un “riesgo global”, el alcance sistémico de la crisis creada por la enfermedad de la COVID-19 parece responder más a la falta de preparación de los gobiernos, las sociedades y la respuesta multilateral, que al patógeno mismo, aun admitiendo las característi- cas de este virus, muy dañino cuando se manifiesta, pero también difícil de diagnosticar, ya que puede permanecer hasta doce días sin manifestarse, y que en muchos portadores se muestra asintomático. La posibilidad de una nueva pandemia había sido ampliamente seña- lada por las ciencias experimentales, y formaba parte del elenco de riesgos identificados por las ciencias sociales y, de manera más espe- cífica, por gobiernos, agencias de inteligencia y estudios de prospec- tiva. También era objeto de informes y planes de acción de los organismos multilaterales, y, en particular, de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Existía, por supuesto, el precedente histó- rico de la gripe de 1918, que pudo matar a más de 50 millones de personas. Con la aparición del VIH, aparecieron libros premonitorios, como The Coming Plague, de Laurie Garrett (1994). En tiempos más recientes, había sido objeto de enérgicas alertas de personalidades como el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, y de Bill Gates, como eje del trabajo de su fundación filantrópica. Había apa- recido, incluso, en la cultura popular, a través de filmes como Contagio (2011), dirigida por Steven Soderbergh a partir de un guion de Scott Z. Burns, con un relato de ficción claramente inspirado en la entonces reciente pandemia de “gripe porcina” de 2009-2010. En suma, la posibilidad de una pandemia originada en una zoonosis – una enfermedad en la que el agente patógeno se traslada de animales a humanos– y sus potenciales efectos catastróficos eran ampliamente 31 En la pandemia converge una crisis sanitaria y otra ecológica conocidos en el ámbito de la ciencia y el conocimiento experto, pero se desdeñaron en la esfera de la política pública. Como destaca David Quammen en su influyente libro Spillover, publi- cado en 2012 bajo el impacto de la gripe porcina, las zoonosis –como también es el caso de la COVID-19– no son hechos aislados. Pueden verse como parte de una secuencia o patrón de enfermedad que se caracteriza por su mayor frecuencia y potencial peligrosidad. De los 1.415 patógenos humanos conocidos, más del 60% tienen origen zoonótico, y estos son origen de una proporción aún mayor –hasta tres cuartas partes– de las nuevas enfermedades que han parecido en las últimas décadas. La peste bubónica o la gripe de 1918 son zoo- nosis, y esta última es del mismo grupo (H1N1) que la gripe porcina de 2009. Si bien alguna de ellas se originan en la interacción entre el ser humano y el ganado, otras se trasladan, de manera creciente, des- de la fauna silvestre. Respecto a estas últimas, en el recuento realiza- do por Quammen (2012: 39), el punto de partida podría ser el virus de Machupo, en Bolivia (1959-63), en una saga que, considerando solo los casos más destacados, incluiría los virus de Marburg (1967); Lassa (1969); Ébola (1976); VIH-1 (1981) y VIH-2 (1986); Sin Nombre (SNV) (1993); Hendra (1994); gripe aviaria (1997); Nipah (1998); virus del Nilo occidental (1999); Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS) (2003); y gripe porcina (H1N1) (2009). Posteriormente cabría añadir el coronavirus causante del síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS-Cov), aparecido en 2012. En su informe de riesgos glo- bales, el Foro Económico Mundial, con datos de la OMS, recogía más de 12.000 brotes, con 44 millones de personas afectadas, en una dinámica ascendente. En 2018, por primera vez, la OMS registró bro- tes en 6 de las 8 enfermedades consideradas “prioritarias” por su potencial epidémico, que incluyen a algunas de las antes menciona- das (World Economic Forum, 2019: 46). Este patrón o secuencia evidencia la importancia de la interacción humana con los animales y, por ende, con sus ecosistemas. De nuevo, según David Quammen, son el resultado de dos crisis que convergen: una crisis ecológica, y otra médico-sanitaria: “las presiones y las dis- rupciones ecológicas con causas humanas están poniendo los pató- genos aún más en contacto con las poblaciones humanas, mientras que la tecnología y el comportamiento humano están difundiendo esos patógenos de manera aún más amplia y rápida” (Quammen 2012, pp. 39-41). En ello inciden tres factores causales: a) la actividad humana, que causa la desintegración de ecosistemas a un ritmo cata- clísmico; b) la existencia de una “virusfera” gigantesca, con un gran número de organismos patógenos parasitarios; y c) la creciente ten- dencia de esos organismos parásitos a buscar nuevos anfitriones don- de alojarse, siendo los candidatos obvios los seres humanos, dado su número y omnipresencia. 32 La securitización del riesgo de pandemias Sin embargo, más que las lecciones de la historia, o la preocupación ambiental, fue el riesgo de un ataque biológico por parte de terroris- tas lo que llamó la atención de los gobiernos. De esa forma, al iniciar- se el siglo XXI, el riesgo de pandemias se introdujo en las estrategias de seguridad nacional y en los ejercicios de previsión de escenarios de las agencias de inteligencia y los organismos gubernamentales encargados de la gestión de crisis. Las enfermedades infecciosas fue- ron elevadas a la categoría de amenaza a la seguridad nacional en los noventa, con la administración Clinton. Pero son los falsos envíos con carbunco (ántrax) tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, y el posterior brote de Síndrome Agudo Respiratorio Severo (SARS) en China en 2003 los que contribuyeron a ese cambio de perspectiva (Méndez 2003), La propia OMS, deseosa de atraer la atención guber- namental, contribuyó también a la paulatina “securitización” de ese riesgo (Kamradt-Scott, 2015). La experiencia del SARS llevó a prestar atención a aspectos críticos de la respuesta, que deberían incorporase a los esfuerzos de preparación y planeación, que en 2005 reclamaban ya los expertos: qué suministros clave debieran asegurarse frente al virtual “apagado” de la economía global y la interrupción de las cade- nas de suministro; cómo mantener el orden público; y como producir y asegurar la distribución de antibióticos, antivirales y/o vacunas, res- piradores y otros equipos esenciales, dado que la mayor parte de los países no tenía ya capacidad de producirlos, ni reservas almacenadas (Osterholm, 2005). Ese mismo año 2003, el Consejo Nacional de Inteligencia de Estados Unidos elaboró un informe alertando sobre la posibilidad de un rebro- te del SARS, y de su expansión a países con débil infraestructura sani- taria (Monaghan, 2003). En 2008, en el informe Global Trends 2025, ese mismo organismo trazaba un posible escenario de pandemia glo- bal causada por una nueva cepa de coronavirus, de origen zoonótico, similar a la gripe aviaria o al SARS. Esta causaría una enfermedad res- piratoria virulenta y muy contagiosa, para la que no existía remedio conocido. Dicha enfermedad, se aventuraba, podría surgir en China o en un país del sudeste asiático con alta densidad de población y fre- cuente contacto humano con animales. La insuficiente capacidad de monitoreo y la lenta respuesta inicial de los sistemas de salud pública en el país de origen y sus vecinos impediría la detección temprana del virus, a pesar de la aparición de focos en diversas ciudades. En el momento en que se tomara conciencia del riesgo de pandemia y se establecieran restricciones de viaje, miles de pasajeros asintomáticos estarían ya diseminando el virus por todo el mundo, originando una pandemia global con un elevado coste económico y humano. “En el peor de los casos, podrían enfermar en suelo de Estados Unidos de decenas a cientos de millones de estadounidenses, y las muertes se 33 La securitización de las pandemias no mejoró las respuestas contarían por decenas de millones”. También podría haber nuevas oleadas o brotes posteriores si no había un tratamiento o vacuna efec- tiva (National Intelligence Council, 2008, p. 75). En 2015, la estrategia de seguridad nacional elaborada por la admi- nistración Obama dedicaba un apartado a las enfermedades infeccio- sas y las pandemias, que se catalogaron como una de las ocho principales amenazas a la seguridad de los Estados Unidos, y propo- nía reforzar tanto las capacidades nacionales, como, con una perspec- tiva más cosmopolita, el sistema multilateral. De nuevo, el informe del Consejo Nacional de Inteligencia Global Trends de 2017 volvía a con- siderar ese riesgo, que, unido a otros factores, podría conducir a un mundo menos globalizado y más cerrado, de “islas” con menor pro- pensión a interactuar y cooperar entre sí. Ese mismo año, Bill Gates hizo un llamado, igualmente premonitorio, ante la conferencia de seguridad de Munich. Allí afirmó que las pandemias, junto con el cam- bio climático y la guerra nuclear, serían las tres mayores amenazas contemporáneas a la humanidad. En esa alocución Gates trasladaba al público las advertencias de los epidemiólogos, que temían que un patógeno que se trasladara por el aire con rapidez –en particular, un brote de gripe–, fuera intencionado o no, podría matar a más de 30 millones de personas en menos de un año, y que existía una proba- bilidad razonable de que el mundo tuviera que enfrentarse a esa ame- naza en los siguientes diez años (Gates, 2017). En suma, la mención de las pandemias como riesgo o amenaza a la seguridad nacional se convirtió en una constante de las doctrinas y estrategias de seguridad de la mayor parte de los países avanzados, lo que implicaba una notable ampliación del concepto de seguridad, un reconocimiento de sus vínculos transnacionales, y su dimensión no militar, aproximándose a la idea de “seguridad humana”. En el caso español, las estrategias de seguridad de 2011 –la primera que se ela- boró– y de 2013 contemplan el riesgo de pandemia dentro de las “emergencias y catástrofes”, y la Estrategia de Seguridad Nacional de 2017, en vigor, la consideraba uno de los “desafíos” de seguridad, en términos de vulnerabilidad y resiliencia, considerando que factores como la apertura al turismo o el envejecimiento de la población supo- nían factores adicionales de riesgo (Gobierno de España, 2017: 76, 116). En otras publicaciones del Ministerio de Defensa (2018: 106, 110) también se contemplaba el riesgo de pandemia como parte del escenario de riesgo geopolítico. Finalmente, en su Estrategia Global y de Seguridad, adoptada en 2016, la Unión Europea (UE) hacía una mención tangencial del riesgo de pandemia, aunque insistía, como elemento central, en la necesidad de reforzar la resiliencia social, tan- to para sí, como en su política de cooperación al desarrollo con terce- ros países (Sanahuja, 2020). 34 Que en estos documentos se mencione el riesgo de pandemia no sig- nifica, sin embargo, que se considerase una prioridad, y en la mayor parte de los casos, se situaban en un lugar secundario frente a las amenazas “tradicionales”, situadas en el ámbito militar, o “nuevas”, como el “ciberterrorismo”. Además, ello no siempre se tradujo en un reforzamiento de capacidades en la práctica (Torralba et al. 2020). El clima de mayor competencia geopolítica de los últimos años ha alen- tado el retorno de visiones más nacionalistas, territorializadas y clási- cas de la seguridad, que significaron más prioridad a la defensa y el gasto militar, y menor atención aún a amenazas “no convencionales” como una pandemia. El caso de Estados Unidos y la nueva Estrategia de Seguridad Nacional adoptada en diciembre de 2017 por la admi- nistración Trump es paradigmático (Sanahuja y Verdes-Montenegro, 2018: 79). Pese a la tendencia a la “securitización” de los riesgos para la salud, como las pandemias, se optó por una visión militarizada y defensiva de la seguridad, en clave geopolítica, a la que se también subordinaban las relaciones comerciales y la dimensión tecnológica. La Administración Trump, además, debilitó notablemente las capaci- dades de respuesta creadas por anteriores administraciones, y al tiempo que aumentaba el gasto en defensa, redujo el presupuesto de la Dirección para la Salud Global y la Biodefensa del Consejo de Seguridad Nacional –creada por la Administración Obama tras el brote de Ébola de 2014-16–, y se enfrentó al Congreso, que se opuso a los recortes que el ejecutivo pretendió aplicar a los Centros para el Control y Prevención de las Enfermedades Infecciosas (CDC). Según analistas de inteligencia, lo que en otros casos ha sido desatención, en la Administración Trump es una actitud de abierta negligencia (Harrington, 2020. En octubre de 2019, un ejercicio de simulación en Washington DC y en 12 Estados denominado Crimson Contagion, basado en el supuesto de una pandemia de gripe originada en China, que mes y medio más tarde habría causado cerca de 8 millones de hospitalizaciones, y medio millón de muertes. El ejercicio detectó notables carencias de recursos, preparación, y coordinación en el seno del gobierno federal (Sanger et al., 2020). Todos estos elementos muestran, de nuevo, que el riesgo de pande- mia era ampliamente conocido. Sin embargo, al situarse en un marco altamente securitizado, y a pesar de reconocerse su naturaleza trans- nacional, la respuesta se ha ubicado primordialmente en el marco del Estado-nación y en concepciones territorializadas de la seguridad. Esa mirada nacional –en el sentido que da Ulrich Beck a esta expresión– y securitaria, el hecho de que los anteriores brotes hubieran tenido escasa incidencia, y no tener por detrás grupos de interés tan influ- yentes como, por ejemplo, el “complejo militar-industrial” que alienta el gasto en defensa, situó a las pandemias por detrás de otras ame- nazas de índole militar o tecnológica, y las dejó mal paradas a la hora de captar recursos para afrontarlas. 35 La OMS ha estado sujeta a presiones geopolíticas La débil gobernanza global de la salud y la respuesta mundial a las pandemias Si esto ha ocurrido en el plano nacional, no cabe esperar que las nor- mas e instituciones internacionales sean más robustas. La gobernan- za mundial de la salud, de hecho, depende de organismos internacionales de naturaleza subsidiaria, sin mandato ejecutivo ni capacidad operacional para proporcionar asistencia. La renuencia a delegar autoridad y asignar recursos a organismos internacionales por parte de los Estados es propia de un sistema internacional aún basado en una concepción “westfaliana” tradicional de la soberanía. Sus principales funciones son generar y diseminar conocimiento experto, generar estadísticas comparables y proponer normas cuya aprobación y aplicación efectiva depende de los Estados parte. A esca- la global, esas funciones radican en la Organización Mundial de la Salud (OMS). A escala regional, solamente en la UE existen algunas competencias en materia de salud, pero esta depende en lo esencial de los Estados miembros. La OMS ha cosechado importantes éxitos, como la Declaración de Alma-Atá sobre atención primaria, la erradica- ción de la viruela, en la lucha contra el tabaquismo, o la adopción de estándares en atención sanitaria. Sin embargo, en un mundo globali- zado y necesitado de una gobernanza multilateral más efectiva, la OMS no tiene ni las atribuciones ni la capacidad de respuesta necesa- rias (Huang y Meltzer, 2019), y se ve a menudo sometida a las presio- nes de la competencia geopolítica, como revela la decisión de la administración Trump, en plena pandemia, de retirar el apoyo finan- ciero de Estados Unidos, hasta entonces principal contribuyente. La debilidad de este organismo también tiene su reflejo en la forma en la que se financia: en el bienio 2018-19 contaba con un modesto pre- supuesto de 4.421 millones de dólares (como comparación, una cifra cercana al presupuesto de salud de la comunidad autónoma de Galicia, en España), de los que 78% eran contribuciones voluntarias, muchas de ellas asignadas a los objetivos marcados por los donantes (earmarking). Además, una tercera parte de los ingresos procedía de fuentes privadas, incluyendo compañías farmacéuticas, y fundaciones filantrópicas. Con más de 600 millones de dólares, la Fundación Bill y Melinda Gates era el segundo contribuyente más importante, solo por detrás de Estados Unidos (Reddy et al., 2018). En 1995, ante la aparición del virus del Ébola y de nuevos brotes de peste y de cólera en países en desarrollo, la OMS decidió modernizar el principal tratado internacional para el control de pandemias, el Reglamento Sanitario Internacional (RSI). En 2003, al aparecer el brote del SARS en China, este instrumento aún no se había reformado, y se acusó a la OMS de actuar tarde y de no responder a la falta de infor- mación de China, país en el que apareció este virus. Ello impulsó, final- mente, la negociación del nuevo RSI, aprobado en 2005 y en vigor 36 desde 2007. Con ello, este instrumento de derecho internacional amplió su cobertura a las nuevas enfermedades causantes de pande- mias, estableciendo requerimientos más exigentes para el control y el reporte de brotes ante la OMS. También se adoptaron estándares comunes respecto a los procedimientos de control en fronteras para evitar la propagación de enfermedades, pero, como reclamaron muchos Estados parte, con las menores interferencias posibles al comercio internacional. La gripe porcina (H1N1) de 2009 mostró, sin embargo, las limitacio- nes de ese instrumento, y, de manera más amplia, de la capacidad de respuesta internacional a una pandemia, incluyendo, en particular, a la propia OMS y a las capacidades estatales. Un comité internacional presidido por el prestigioso salubrista Harvey V. Fineberg analizó esa respuesta, concluyendo que el mundo estaba mal preparado para res- ponder a una pandemia gripal severa o a cualquier emergencia similar global, sostenida y que amenazara a la salud pública (Fineberg, 2014, p. 1636). Ese análisis volvía a recordar que la OMS no tenía capacidad ejecutiva, su presupuesto era muy bajo en relación a su mandato y planes de acción, y además estos estaban distorsionados por las prio- ridades particulares de los donantes externos al financiar proyectos concretos. Esta práctica de consignación de fondos o earmarking, unida al carácter voluntario de la mayor parte de las aportaciones, podía suponer, además, conflictos de interés. En 2009 era la primera vez en la que se declaraba una pandemia en aplicación del RSI de 2005, y en cierta forma, fue un “anti-clímax”: la incidencia real de la gripe porcina fue reducida, y se acusó a posteriori a la OMS de precipitación y de exagerar la amenaza. Ello condujo a que los gobiernos adquirieran, a un coste muy elevado, un gran número de vacunas suministradas por laboratorios privados que, o bien llegaron tarde, o no fueron necesarias.2 En realidad, la OMS tuvo que actuar en un contexto de gran incertidumbre científica, y, a la postre, el mundo tuvo suerte porque la gripe porcina no llegó a tener la letalidad que pueden llegar a tener estas enfermedades. Sin embar- go, el coste para la reputación y la credibilidad de la OMS y de los gobiernos fue alto, al extenderse la sospecha de que podían actuar en nombre de intereses políticos y comerciales de determinados Estados y empresas. La contestación a la OMS llegó incluso al Consejo de Europa, donde se desafió abiertamente su autoridad (Abeysinghe, 2015). La falta de transparencia en sus deliberaciones y procedimien- tos decisorios pudo ser también un factor importante a la hora de 2 España, en particular, adquirió 37 millones de dosis de vacuna, suministradas por Novartis y GlaxoSmithKline, por un total de 266 millones de euros, y 3 millones de dosis de Antivirales, por unos 50 millones de euros adicionales, que finalmente no fueron necesarias. Ese hecho, entre otros elementos, puede explicar la renuencia inicial a adoptar medidas más estrictas al llamado de la OMS. Véase Hidalgo (2009). 37 Existe un difícil dilema político en la prevención generarse esa imagen (Fineberg, 2014, p. 1340). Pero más allá del debate sobre los conflictos de interés que puedan afectar a esta orga- nización, este caso también ilustraba el inevitable dilema de política y las difíciles decisiones que suponen estos riesgos tanto para la OMS como para los gobiernos, en particular en un escenario de fuerte escrutinio de los medios de comunicación y/o de alta polarización política: una actuación enérgica en el ámbito de la prevención, en una fase temprana, será calificada como exagerada. Una actuación poste- rior, o más gradualista, será cuestionada por ser considerada insufi- ciente o tardía. Esta situación, para el epidemiólogo Christian Drosten, asesor del gobierno alemán, podría llamarse la “paradoja de la prevención” (Spinney, 2020). El brote de Ébola de 2014-2016 actuó como catalizador de un nuevo esfuerzo de la OMS para mejorar la capacidad de respuesta interna- cional. Entre 2015 y 2018 empezó a considerar como enfermedades prioritarias a las que suponían riesgo de pandemia, aun desconoci- das, y señaló las “brechas de preparación” que suponía ese riesgo. Posteriormente, estableció la “Junta de Vigilancia Mundial de la Preparación” (Global Preparedness Monitoring Board, GPMB), co-presi- dida por la ex-primera ministra noruega y anterior directora de la OMS, Gro Harlem Brundtland, y por Elhadj As Sy, Secretario General de la Federación Internacional de Sociedades de Cruz Roja y Media Luna Roja. El objetivo era extraer lecciones del brote de Ébola previo, y proponer recomendaciones a la organización y a los Estados parte en materia de prevención y preparación. En septiembre de 2019 se dio a conocer su informe, que daba continuidad a otros de años ante- riores, bajo el elocuente título Un mundo en peligro. En sus principales conclusiones y recomendaciones, se afirmaba que “El mundo debe prepararse para lo peor (…) la propagación rápida de una pandemia debida a un patógeno respiratorio letal (de origen natural o liberado accidental o intencionadamente) conlleva requisitos adicionales de preparación”. En ese momento, de hecho, poco más de la mitad de los países miembros había establecido los mecanismos de respuesta requeridos por la Organización. Este informe, además, alertaba sobre los riesgos económicos de una pandemia regional o global, solicitan- do al FMI y al Banco Mundial que los evaluaran a través de las consul- tas con sus Estados miembros (OMS, 2019: 8, 30, Peiró, 2019). El Foro Económico Mundial de Davos también ha incluido una posible pandemia en Global Risks Report, que se publica anualmente. En la edición de 2019 señalaba que el mundo estaba muy mal preparado incluso para una amenaza biológica “modesta”, y que el hecho de que en ocasiones anteriores se hubiera evitado, por poco, una catástrofe, había llevado a que se fuera muy complaciente ante ese riesgo, que, atendiendo a los registros de la OMS, era cada vez más probable. Habría cinco factores que incidían en ello: la mayor conectividad mun- 38 dial, que permitía que en apenas 36 horas un patógeno pudiera dar la vuelta al mundo; la alta densidad de población, a menudo con malas condiciones higiénicas; la deforestación y destrucción de hábi- tats, que favorecía el “salto” de los virus de animales a humanos; el cambio climático, que acelera la transmisión de enfermedades como el dengue o el Zika; y los desplazamientos de población refugiada o migrante. Sin embargo, no existía conciencia de ese riesgo. Este infor- me ordena los riesgos en atención a su probabilidad e impacto poten- cial, a partir de una amplia encuesta que recoge las percepciones de riesgo de líderes empresariales, de la sociedad civil, y de gobiernos. Entre 2009 y 2019 nunca apareció entre los cinco riesgos globales más probables. En 2015 se situó en segundo lugar en el ranquin de riesgos atendiendo a su impacto, como reflejo del brote de Ébola de 2014-16. Estos indicadores, de nuevo, reflejan la mirada complacien- te que el mundo tenía respecto a estos riesgos, a pesar de lo que ya se sabía de ellos (World Economic Forum, 2019: 46). Las evidentes similitudes de esos escenarios y advertencias con la situación real que ha surgido en 2020 con la crisis de la COVID-19 se explican, de nuevo, en función del conocimiento científico disponible, tanto en el ámbito sanitario como de las ciencias sociales. En realidad, que brotes anteriores no se convirtieran en pandemia se debe a la combinación de acción rápida y de buena suerte, y el relativo éxito y escasa incidencia de los mismos puede ser un factor explicativo de la renuencia de los gobiernos a mejorar la preparación, y, atenazados por el “dilema de la prevención”, a reaccionar con rapidez cuando las noticias surgidas de China empezaban a apuntar a un nuevo brote. Pandemia y colapso económico y social: una crisis de desarrollo en ciernes De Wuhan al mundo: crónica de una pandemia anunciada Entre 2019 y 2020, con la crisis de la COVID-19, los pronósticos se hicieron realidad, respondiendo con extraordinaria exactitud a las previsiones de la ciencia y la prospectiva. Como se mencionó, el 30 de diciembre de 2019 las autoridades sanitarias de Wuhan informa- ron a la OMS sobre el brote de al COVID-19, y al día siguiente las auto- ridades nacionales de China y Taiwán notificaron oficialmente la aparición de un nuevo virus a esa organización, no sin dificultades asociadas a la disputa entre ambos países y el no reconocimiento de Taiwán como Estado miembro. El 23 de enero, con el brote fuera de control, China impuso una drástica cuarentena sobre Wuhan. En los gobiernos, los medios de comunicación y la opinión pública occiden- 39 Occidente respondió al brote de China con arrogancia e indolencia tales, se reaccionó con una mezcla de soberbia e indolencia: se trata- ría de un problema local, que, además, China podía resolver dada su experiencia con el SARS y la gripe porcina. Respecto al rigor de las medidas, se reaccionó en ese momento con arrogancia y desdén, viéndolas como una muestra más de autoritarismo o “despotismo oriental”, ahora actualizado con el uso de las nuevas tecnologías. El 30 de enero, conforme al RSI, la OMS declaraba a la COVID-19 una “emergencia de salud pública de importancia internacional” (PHEIC, por sus siglas en inglés). En los países vecinos de China, donde se habían registrado brotes, también se habían adoptado medidas de control muy estrictas, lo que pese a la alerta de la OMS pudo dar lugar a una falsa sensación de seguridad en otros países. En Italia, los primeros brotes de transmisión local aparecieron a mediados de febrero, y a finales de mes se había producido una explosión de casos en Lombardía. El 8 de marzo se impuso el confi- namiento a toda esta región, junto con otras 14 provincias del norte de Italia, incluyendo el Véneto, donde también apareció un foco importante de contagio, y dos días después esta medida se extendió a todo el país. En fechas previas, sin embargo, se habían mantenido las conexiones aéreas con otros países de la UE y, en particular, con España, que las prohibió el 10 de marzo. El 11 de marzo la OMS decla- ró oficialmente a la COVID-19 una pandemia global, lo que implicaba el máximo grado de alerta conforme al RSI. Mientras, se producía un aumento explosivo de los casos por esta enfermedad: a lo largo de marzo, el número de personas fallecidas pasó de 34 a 15.729. En España, que aplicó medidas de confinamiento a escala nacional el 14 de marzo, el número de fallecimientos siguió también esa pauta: el 1 de marzo solamente se registraba 1 fallecimiento, pero al terminar ese mes eran ya 8.198. Apenas unas semanas después, a finales de marzo, la pandemia ya se había extendido a 190 países, a pesar de las medidas de contención, adoptadas con mayor o menor rapidez, pero que, en retrospectiva, no han sido muy efectivas. Entre marzo y abril el 90% de la población mundial fue sometida a cierres parciales o completos de fronteras y a restricciones para viajar, que sin embargo no impidieron que el virus se expandiera (Kiernan et al., 2020), y en torno al 50% ya se encon- traba sujeta a medidas de confinamiento domiciliario. En muchos paí- ses, estas han sido muy estrictas, lo que también significó un cambio en la valoración de la experiencia de China. Al finalizar ese mes los registros oficiales ya contabilizaban un total mundial de 3,23 millones de casos de contagio y 215.000 muertes, pero también era notorio que esas cifras subestimaban el alcance real del contagio y la letalidad de esta enfermedad (Burn-Murdoch et al., 2020). Mientras tanto, muchos gobiernos reaccionaron con medidas restrictivas a la expor- tación de material médico, y se disputaban los escasos envíos de mas- 40 carillas y respiradores mecánicos, incluso a pie de pista, en una lógica de “sálvese quien pueda” que, en conjunto, ha sido perjudicial para todos, y que incluso la UE apenas pudo evitar para sus Estados miem- bros. Finalmente, en algunos países, las estrictas medidas de confina- miento están logrando “aplanar la curva” del contagio y reducir el número de nuevos casos y de fallecimientos, pero al comenzar el mes de mayo la fase ascendente de la enfermedad apenas comenzaba en África, una región muy vulnerable dada la fragilidad de sus sistemas de salud, o se encontraba aún en fase ascendente en otros países, y en algunos, muy afectados –Estados Unidos, Brasil–, un factor adicio- nal de crisis han sido gobiernos presididos por líderes ultraderechis- tas que han negado la realidad de la pandemia, y han subordinado su política a lógicas de polarización interna que han hecho más difícil aún la respuesta sanitaria. Confinamiento mundial y riesgo económico y social En el plano económico y social, la pandemia encontraba un mundo frá- gil, que desde 2008 atravesaba una etapa de crisis de globalización, con cambios tecnológicos y productivos de gran alcance, que apunta- ban a una nueva división internacional del trabajo, a una creciente competencia geopolítica en torno al control de la tecnología y el acceso a los mercados, y mostraba sus evidentes límites ambientales; con un creciente malestar social vinculado a la desigualdad, cada vez más acentuada, y a expectativas de movilidad social no satisfechas, en ascenso en los países en desarrollo, y relacionadas con el estrecha- miento de la clase media en los países avanzados; con crecientes pro- blemas de legitimidad para los gobiernos, y unos mecanismos de gobernanza global debilitados por el visible ascenso del nacionalismo extremo y la ultraderecha en todo el mundo (Sanahuja, 2017 y 2019). Al comenzar 2020 la economía internacional mostraba, además, cla- ros síntomas de debilidad, con previsiones de crecimiento débiles, “guerras comerciales” impulsadas por la administración Trump, que contribuyeron a que en 2019 el comercio internacional se redujera –un 0,4%, la primera caída desde 2008–, y serios problemas subyacentes de endeudamiento. En 2019 la deuda mundial, pública y privada, de hogares, empresas y gobiernos, era ya un factor de riesgo que, en el mismo año 2020, de haber alguna circunstancia desenca- denante, podría dar paso a una nueva crisis financiera mundial. Según el Instituto de Finanzas Internacionales ascendió a 255 billones de dólares –el 322% del PIB mundial, 40 puntos más que en 2008–, como consecuencia las políticas monetarias adoptadas por los bancos cen- trales en la década anterior, muy laxas, siendo especialmente preocu- pante el aumento de la deuda corporativa no financiera. 41 La COVID-19 supondrá una grave crisis económica global Como anticipaban algunos ejercicios de prospectiva, la recesión mun- dial causada por la COVID-19 supondrá un desplome económico sin precedentes, incluso considerando la crisis mundial de 2008, o, más atrás, la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado. Según el Fondo Monetario Internacional (FMI), en 2020 la economía mundial caerá -3,0%, con -6,1% en las economías avanzadas, -7,1% en la UE, - 5,9% en Estados Unidos, -5,2% en América Latina, -1% en los países emergentes, y -1,6% en África. China registraría un crecimiento de 1,2%, que, aun siendo una cifra positiva, es un gran retroceso respec- to al 6% el año anterior. Para América Latina, por ejemplo, esa cifra sería la más baja en un siglo (CEPAL, 2020). El comercio internacional también experimentará un fuerte retroceso. Según estimaciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC), con un escenario optimis- ta y otro pesimista, el comercio mundial puede caer entre -13% y -32%, mucho más que en 2008-2009. Sufrirán las cadenas de valor comple- jas (electrónica, automoción), el comercio de servicios (turismo), y las exportaciones de materias primas, dañando en mayor medida a los países en desarrollo. No se trata solamente de la caída de la demanda mundial; el aumento de las medidas proteccionistas, que ya era una tendencia anterior, es también un factor importante (OMC, 2020). El impacto social de ese retroceso puede ser enorme. En una primera estimación, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que se pueden perder 25 millones de puestos de trabajo en la econo- mía formal, y habrá pérdidas de ingreso para los 1.600 millones de trabajadores/as del sector informal, que se verán especialmente afec- tados por el confinamiento. Supondrá un fuerte aumento de la pobre- za, si no se adoptan medidas drásticas y urgentes para evitarlo: si la contracción del PIB per cápita es solo de 5%, unos 80 millones de per- sonas más; pero si esa contracción llega a ser de 20%, se podrían alcanzar hasta 500 millones más de pobres, lo que, al sumarse a los ya existentes, supondría em torno a la mitad de la población mundial en esa situación. Estos escenarios ponen en peligro las metas de la Agenda 2030, y pueden significar una década perdida de avances en esta materia (Summer et al., 2020). Ante la pandemia, como en otros lugares, es vital aumentar de mane- ra inmediata el gasto sanitario, proteger ingresos de los más vulnera- bles, apoyar a las empresas, mantener el empleo y preservar tejido productivo. Con ese imperativo, las asimetrías entre países se tornan críticas: entre países ricos y pobres, con poco, o ningún margen fiscal o monetario, y quienes sí tienen capacidad financiar el aumento del gasto sanitario y, al tiempo, proteger los ingresos, los medios de vida y el empleo, y apoyar a las empresas. Entre sistemas de salud des- iguales, y en algunos casos, debilitados por los recortes posteriores a la gran recesión de 2008. Entre países con capacidad industrial para producir los medios sanitarios para enfrentar la pandemia –respirado- 42 res, mascarillas, tests– y quienes dependían de proveedores externos, repentinamente bloqueados. Estados Unidos, como se verá, puede recurrir a la Fed (la Reserva Federal) y financiarse en su propia moneda. En la UE el Banco Central Europeo (BCE) puede ampliar las opciones de financiación, y se puede recurrir a los créditos de contingencia del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE), y quizás, a mutualizar deuda. Pero muchos países en desarrollo están hoy más endeudados y tiene menos margen fis- cal, por lo que el acceso a financiación externa es esencial. Nada simi- lar existe para esos países, salvo el recurso al Fondo Monetario Internacional (FMI), que supone un injusto estigma financiero; y, de manera más limitada, a los bancos multilaterales de desarrollo. Al no haber recursos, la ausencia de respuestas adecuadas, además del ele- vado coste humano, comporta serios riesgos de que se agrave la frac- tura social y ello conduzca a tensiones políticas y al ascenso de nuevas opciones autoritarias, nacionalistas y de extrema derecha. Por esta razón también es necesaria una respuesta concertada, que con- temple las necesidades de financiación de los países en desarrollo, a través de la cooperación internacional. La pandemia, además, exacerba las desigualdades sociales ya exis- tentes, que se convierten ahora en una amenaza existencial: entre quienes pueden estar confinados y teletrabajar en viviendas adecua- das, y quienes residen en bidonvilles, favelas o villas miseria. Quienes viven al día, con ingresos muy bajos o en el sector informal, no pue- den permitirse el confinamiento y la inactividad laboral durante sema- nas o meses, con lo que se ven expuestos o bien a privaciones y hambre, o al riesgo de contagio en la calle. Los migrantes y refugia- dos, en particular, quedan en un limbo laboral y legal que impide sobrevivir. Diferencias, también, entre quienes viajan en coche pro- pio, o han de hacerlo en metro o camionetas atestadas, con más ries- go; y entre quienes tienen acceso o no a fuentes de agua mejoradas, que en las zonas rurales son menos frecuentes; entre quienes tienen cobertura de la seguridad social o acceso a servicios médicos priva- dos, y no lo tienen. Incluso con medidas drásticas de confinamiento y distancia física frente al contagio, los sistemas de salud pueden colapsar en una fase temprana de la pandemia, y allí donde parte de ellos son de titularidad privada, no habrá acceso igualitario a los test y la atención médica. Con las escuelas y universidades cerradas físi- camente, la desigualdad educativa también se torna más visible, y puede dejar huellas duraderas: según acceso a la escuela pública y privada; acceso a ordenador y/o a Internet; según entorno socio-cul- tural y de renta de origen… Por ejemplo, el 45% de la población de América Latina y el Caribe no tiene acceso a Internet (86% en la OCDE), solo 4 de cada 10 hogares tiene conexión de banda ancha fija, y el 50% de la población acceso móvil (UNESCO-IESALC, 2020). 43 Con la pandemia, la desigualdad se torna una cuestión existencial Finalmente, la pandemia y las medidas de confinamiento agravan, de forma aún más lacerante, los problemas de desigualdad y violencia de género a escala global. Las mujeres están sobrerrepresentadas en el empleo informal, que asume más riesgos de contagio y/o mayor caí- da de ingresos ante el confinamiento. Son mayoría en las profesiones sanitarias de menor cualificación, más expuestas al contagio sin equi- pos de protección adecuados; ante la falta de servicios públicos de salud, son las mujeres las que asumen en mayor medida las tareas (no pagadas o mal pagadas) de los cuidados, y la COVID-19 puede, por ello, suponer una grave crisis de la “economía del cuidado”. El impacto será muy grande en el empleo en sectores muy feminizados y asociados a ingresos bajos y escasa protección social, como el tra- bajo doméstico. Finalmente, el confinamiento está exacerbando pro- blemas como el abuso sexual y la violencia de género en el ámbito doméstico, y supone restricciones añadidas de acceso a medios anti- conceptivos y al ejercicio de derechos sexuales y reproductivos. Crisis de la gobernanza económica global, crisis del desarrollo Al rescate de las finanzas: el papel de los bancos centrales En febrero de 2020 los mercados y el FMI aún veían la pandemia como un problema circunscrito a China, que podía tener algunos efectos globales vía ralentización del crecimiento, o disrupción tem- poral de las cadenas globales de suministro. La reunión ministerial de finanzas del G20 en Riad el 22-23 de febrero de ese mes tuvo un con- tenido rutinario, si bien la “guerra de precios” del petróleo de princi- pios de marzo anticipaba fuertes caídas de la demanda en 2020. Sin embargo, a mediados de marzo, con la declaración oficial de la pan- demia y las medidas de confinamiento, muchos gobiernos deciden el “apagado” repentino de buena parte de la actividad económica. Nunca antes la economía mundial había experimentado una situación de esa naturaleza, y a escala global: un doble choque, de oferta y demanda, de duración indeterminada, del que no se podría salir con un mero “reencendido” de la economía, y que exigirá medidas de apoyo eco- nómico de gran escala para preservar durante ese periodo de excep- ción los empleos y el tejido empresarial y productivo. Lo ocurrido entre marzo y abril de 2020 mostró el alcance del riesgo para las economías, mucho mayor que en la crisis financiera anterior. Como en 2009, el temor al colapso económico y social ha supuesto el retorno de la intervención directa del Estado en la economía. Sin embargo, en esta ocasión el G20 no ha jugado un papel relevante, 44 como lo tuvo entre 2009 y 2020, y las respuestas, eminentemente nacionales, son una clara expresión del debilitamiento de la gober- nanza económica global y la erosión del orden internacional liberal y del nacionalismo rampante en muchos países, que se ha traducido en una marcada ausencia de liderazgo internacional. Por otra parte, la ausencia o debilidad de la respuesta colectiva, en un sistema interna- cional muy asimétrico, deja en una situación vulnerable a muchos paí- ses en desarrollo y en particular a los más pobres y a sus poblaciones, ya que en ellos hay menos margen fiscal, y pueden sufrir una nueva crisis global de deuda externa. La preocupación y, poco después, el pánico, llegó a los mercados financieros entre febrero y marzo, al tiempo que la COVID-19 se ins- talaba en Europa. A inicios de marzo ya se había iniciado la huida de los inversores a activos más seguros, el precio del petróleo se desplo- maba, y se iniciaba una salida masiva de capitales de los países en desarrollo. El hecho es que el foco de la pandemia se situó en Italia, el país más endeudado de la Eurozona, cuya prima de riesgo empezó a aumentar conforme surgían, de nuevo, las dudas sobre el respaldo europeo a ese país, a las que contribuyeron unas desafortunadas declaraciones de la presidenta del BCE, Christine Lagarde, que el 12 de marzo afirmó que el papel de esa institución no era “reducir primas de riesgo”. Aunque el BCE rectificó pocas horas después, el daño esta- ba hecho, y el pánico se instaló en los mercados financieros. Como explica Adam Tooze (2020a), el fin de semana del 14 y 15 de marzo los principales bancos centrales lograron coordinar sus respuestas y evitar el colapso financiero. El 15 de marzo la Fed anunció medidas contundentes para garantizar la liquidez global, incluyendo operacio- nes de canje (swaps) con otros bancos centrales por 450.000 millones para asegurar la disponibilidad de dólares, la bajada del tipo de inte- rés, y el 23 de marzo lanzó un nuevo programa de compra de activos (Quantitative Easing) por 700.000 millones, activando así, a la vez y a mayor escala, todos los instrumentos que se habían desplegado desde 2008. El BCE, por su parte, amplió su programa de compra de bonos y el 18 de marzo lanzó un gran programa temporal de com- pras de emergencia en caso de pandemia (PEPP, por sus siglas en inglés) por 750.000 millones de euros, ampliables, renovando así el compromiso de su anterior presidente, a hacer “todo lo necesario” (whatever it takes) para respaldar al euro y a los países de la eurozo- na. El Banco de Inglaterra activó, a su vez, la línea de crédito Ways and Means, que permite financiar directamente el déficit gubernamental. A finales de la tercera semana de marzo, los 39 bancos centrales más importantes habían actuado, de forma más o menos concertada, para tejer un enorme “cortafuegos” monetario para las principales econo- mías avanzadas y, con ello, evitar el desplome de las bolsas y mante- ner vivo el capitalismo financiero. 45 Muchos países en desarrollo enfrentan la crisis sin margen fiscal ¿Proteger a los más vulnerables? Gobernanza económica global débil, crisis del desarrollo en ciernes La reacción de los gobiernos y de la política fiscal no presenta un panorama tan nítido: los paquetes fiscales no han respondido a una pauta concertada: el 25 de marzo el Congreso de Estados Unidos aprobó un programa por 2,2 billones de dólares (el doble que en 2009) que incluía, como novedad, “dinero helicóptero” con transfe- rencias directas a los hogares. Ello parece indicar que, al menos por ahora, se ha asumido que esta crisis no se puede enfrentar con la combinación de expansión monetaria y austeridad fiscal que se adop- tó en la crisis anterior, dada la fragilidad de las sociedades y el brutal coste que puede suponer en cuanto a destrucción de empleo –en solo tres semanas entre marzo y abril, 17 millones de personas perdieron su trabajo en Estados Unidos– y caída de ingresos, en unos mercados laborales ya muy precarizados. En la Eurozona, sin embargo, el pano- rama es menos claro: las respuestas han sido eminentemente nacio- nales y han estado condicionadas por la asimétrica capacidad fiscal de los países del norte y del sur de la Eurozona, y la falta de acuerdo para una respuesta mancomunada. En una dinámica que recordaba los peores momentos de la crisis del euro de 2010-2012, el Eurogrupo necesitó dos semanas de agónicas negociaciones para parir, en tér- minos macroeconómicos, un ratón: un programa de 500.000 millo- nes de euros a través de créditos y avales del Banco Europeo de Inversiones (BEI) y del MEDE, cuyos condicionantes lo pueden hacer inútil, y anuncian un fuerte aumento de la deuda pública de los países más afectados, y muchos años de austeridad para economías ya de por sí poco dinámicas. En el momento de escribir estas páginas, la propuesta española de un gran fondo de recuperación que no aumen- te la ya abultada deuda pública de los Estados miembros, y se sigue negociando para lograr el respaldo de los países más renuentes, ape- gados a la visión “ordoliberal”, como Alemania, Dinamarca, o los Países Bajos. Para los países en desarrollo, la COVID-19 representa una “tormenta perfecta” y puede dar lugar una nueva crisis de deuda, a un nuevo ciclo de políticas de austeridad, con aumento de la pobreza y la des- igualdad, y de agravamiento de las fracturas sociales y políticas que atraviesan esas sociedades. Muchos países en desarrollo enfrentan la pandemia con un margen fiscal reducido. En los últimos años acumu- lan déficit fiscales y por cuenta corriente, en un escenario económico internacional adverso a causa del menor crecimiento y la caída de las exportaciones de materias primas. Un factor clave es la baja recauda- ción fiscal de muchos países en desarrollo, con ingresos públicos muy dependientes de impuestos indirectos y sobre exportación de com- modities, muy procíclicos, una baja o inexistente aportación de impuestos directos y sobre el patrimonio, y elevadas tasas de evasión 46 fiscal. Por ejemplo, en América Latina estas se sitúan en torno a 6-7% del PIB). Ese factor, unido al fácil acceso al crédito –por efecto de las políticas de expansión monetaria de los países avanzados–, también contri- buyó a un aumento de la deuda pública y privada, que hoy se revela un factor importante de vulnerabilidad. En América Latina, por ejem- plo, entre 2010 y 2019 la deuda pública pasó de 29,8% a 44,8% del PIB en promedio, y el pago de intereses creció de 1,7% a 2,8% del PIB. Antes de la pandemia, países como Argentina y Ecuador ya estaban aplicando programas de ajuste del FMI con duras medidas de auste- ridad. El coste de oportunidad es muy alto: en 2019 América, desti- naba a intereses más que al gasto en salud (2,3% del PIB), y había 64 países en desarrollo en esa situación. Según CEPAL (2020), con cál- culos basados en los programas de transferencias monetarias condi- cionadas de años anteriores, en América Latina un ingreso mínimo vital para las personas más vulnerables solo supondría entre 2% y 5% de PIB regional. Son muy pocos los países en desarrollo que han podido lanzar pro- gramas significativos de estímulo fiscal. El margen para la acción de los bancos centrales y la política monetaria también es reducido, des- pués de varios años de rebajas de los tipos de interés. La masiva fuga de capitales que se ha producido en los países emergentes desde el inicio de la pandemia –más de 100.000 millones de dólares, tres veces más que en 2008-2009– ha presionado fuertemente a la baja los tipos de cambio de las monedas. Las agencias de riesgo han alen- tado ese proceso, al bajar la calificación de muchos países en plena crisis. Para contar con liquidez, los únicos países en desarrollo que han podido acceder a las operaciones urgentes de canje o swaps de dólares de la Fed han sido Corea del Sur, Brasil, México y Singapur (The Economist 2020a). Ante esas circunstancias, se ha propuesto la ampliación a otros países de esos canjes, con participación de otros bancos centrales e incluso del FMI (Kharas, 2020). También sería oportuno el establecimiento de controles extraordinarios a los movi- mientos de capital, que ahora admite hasta el FMI. Con una deuda pública de 17 billones de dólares (el 24% del total mun- dial) y un escenario internacional de fuerte caída de la producción y de los ingresos por exportaciones, muchos países en desarrollo se enfren- tan a una doble crisis: interna, por las consecuencias en la salud y la economía de la COVID-19, y externa, de balanza de pagos y de impago de la deuda externa, con su estela de años de austeridad (The Economist, 2020b). En abril de 2019, más de 100 países habían acu- dido ya al FMI como prestamista de último recurso (tres veces más que en 2008-2009), y algunos, como Argentina, Ecuador o Líbano, ya se encontraban en una virtual suspensión de pagos. Algunos, además, se 47 Faltan respuestas multilaterales adecuadas enfrentan a sanciones generalizadas de Estados Unidos (Cuba, Irán, Venezuela) que suponen un obstáculo adicional para allegar recursos y se convierten así en un factor causal añadido de la crisis. Con este telón de fondo, no han existido, por el momento, respuestas multilaterales adecuadas a las necesidades de financiación externa y “espacio fiscal” del mundo en desarrollo. En la cumbre virtual de líde- res del 26 marzo, el G20 se comprometió a un “whatever it takes” y a utilizar todas las herramientas de política disponibles para afrontar el daño económico y social de la pandemia, restaurar el crecimiento global, mantener la estabilidad de los mercados y fortalecer la resi- liencia. La reunión ministerial de finanzas del G20 de 15 de abril debía concretar ese compromiso con un gran programa de rescate para los países en desarrollo, que se valoró, de manera conservadora, en unos 2,5 billones de dólares (UNCTAD, 2020). Esa reunión, sin embargo, fue un gran fiasco, sobre todo para los paí- ses de ingreso medio (Truman, 2020; Tooze, 2020b; Wheatley et al., 2020). Existía un amplio consenso para realizar una emisión extraor- dinaria de derechos especiales de giro (DEG) la “moneda” del FMI, por valor de entre 500.000 millones y un billón de dólares para reforzar las reservas de divisas. Algunas propuestas también planteaban mecanismos más favorables de acceso para los países en desarrollo, por encima de su cuota en esa institución (The Economist. 2020c; Kharas, 2020; Gallagher, et al., 2020). Una dotación de DEG tendría muchas ventajas: es de rápido acceso, no comporta condicionalidad, y actúa a modo de “bono perpetuo” que no supone endeudamiento adicional. Sin embargo, la propuesta fue bloqueada por Estados Unidos, único país con derecho de veto en el FMI, que alegó cuestio- nes técnicas, aunque las razones reales podrían encontrarse en su tra- dicional rechazo a una divisa que compite con el dólar, y a que países como Irán o Venezuela también serían beneficiarios. Este bloqueo e inacción contrasta con la cumbre de líderes del G20 del 2 de abril de 2009 en Londres, que decidió cuadriplicar los recursos del FMI (de 250.000 millones a 1 billón de dólares). Para ello, se recurrió a la ampliación de los Nuevos Acuerdos de Préstamo (NAB) referidos al acceso rápido a las reservas de divisas de los Estados miembros (500.000 millones de dólares) y a una emisión extraordinaria de DEG por un total de 283.000 millones de dólares, que se aprobó con pron- titud con el respaldo de Estados Unidos. El G20 también estableció una moratoria de deuda para los 76 países más pobres, en su mayoría en África, de mayo a diciembre de 2020. Es, sin embargo, un acuerdo insuficiente, y deja fuera a los países de renta media (PRM) más endeudados. Como en otras iniciativas de con- donación o reducción de deuda del pasado con países más pobres, afecta sobre todo a deuda bilateral y multilateral oficial, que se aborda 48 en el Club de París, y también debiera incluir a China, acreedor de cre- ciente importancia en el mundo en desarrollo. En los PRM la mayor par- te es deuda privada, que implica al Club de Londres, por lo que una moratoria o restructuración de deuda requiere de un procedimiento distinto. Esta situación –como ocurrió en 2001 con la crisis de deuda argentina– vuelve a poner de relieve la ausencia de un mecanismo o norma multilateral para la reestructuración de deuda soberana que, sin menoscabo de los derechos de los acreedores privados, reconozca adecuadamente las necesidades de crecimiento y los imperativos eco- nómicos y sociales de los países endeudados y en riesgo de default; que evite problemas de free riding de acreedores no cooperativos -con lo que los nuevos créditos se utilizarían a pagar a esos acreedores y no a afrontar la pandemia-, y, en particular, la actuación de “fondos bui- tre”, a través de cláusulas de acción colectiva y/o impidiendo que la liti- gación en contra del deudor en jurisdicciones que lo admitan. Las facilidades de emergencia del FMI a las que los PRM pueden acce- der proporcionan montos reducidos, y otras facilidades exigen unas condiciones de sostenibilidad de la deuda que la actual coyuntura hace imposible cumplir. Aunque el FMI cuenta con 1 billón de dólares en recursos, a finales de abril solo había desembolsado unos 13.000 millones de dólares. Aunque irá aumentando, es una cifra minúscula con relación a las necesidades previstas. Los criterios de elegibilidad y “graduación” del Banco Mundial y otros Bancos Multilaterales de Desarrollo (BMD) tampoco permiten fácil acceso para los PRM, sus condiciones financieras son menos favorables y los desembolsos más lentos, al vincularse a proyectos de desarrollo. Si se suman bancos de desarrollo nacionales y bilaterales, hay más de 400 instituciones de este tipo en todo el mundo, que pueden facilitar de manera coordina- da la financiación contracíclica que se necesita (Griffith-Jones et al., 2020). Hay precedentes de préstamos de rápido desembolso por par- te de estas instituciones, para apoyo a la balanza de pagos (p.e. ante la crisis de la deuda de los años ochenta), que ahora podrían activarse para facilitar recursos de manera rápida para enfrentar la pandemia. Reflexiones finales La COVID-19 ha sido, finalmente, la pandemia que en muchas ocasio- nes se había anticipado, y su comportamiento ha respondido de una manera muy fiel a los escenarios que se habían trazado desde el conocimiento científico y los estudios de prospectiva. Pero sus efectos no son solo ni principlamente atribuibles a sus particulares caracterís- ticas como patógeno. Como se indicó, a partir de la reflexión de Ulrich Beck, lo distintivo de los “riesgos globales” es que en gran medida son una construcción social. Su potencial disruptivo y catastrófico se 49 La pandemia abre una crisis dentro de otra crisis más amplia de la globalización explica, en gran medida, por un “régimen de riesgo” que, en este caso, se ve agravado por la particular fase de crisis de globalización que vive el sistema internacional: con un alto grado de transnaciona- lización y conectividad, que genera interdependencias profundas; unos Estados-nación formalmente soberanos, pero cuyas capacida- des y agencia se ven fuertemente disminuidas tanto por esas interde- pendencias, como por el entramado de principios, normas, instituciones y ethos neoliberal sobre el que se sustenta la globaliza- ción, con un mercado global sin regulación adecuada a pesar de lo ocurrido en 2008; con fuertes desigualdades, entre personas y entre países, que se tornan críticas cuando arrecia la pandemia; con orga- nizaciones internacionales sin las atribuciones y los recursos necesa- rios, y sujetas a los vaivenes de la competencia geopolítica; y bajo un orden internacional liberal en retroceso, debilitado y deslegitimado por responder aún a un patrón hegemónico occidental, lo que no impide su cuestionamiento por fuerzas nacionalistas y de ultradere- cha de países como Estados Unidos. La pandemia de la COVID-19 de 2020 ha puesto de relieve cuán acu- ciantes eran esos riesgos globales, y supone, a su vez, una prueba fundamental de resiliencia para las sociedades, las economías y la gobernanza en todo el mundo. A partir de ahí, arroja importantes enseñanzas: la más obvia es la necesidad de incorporar ese conoci- miento experto a las políticas públicas. Esto es particularmente rele- vante de cara a otro desafío crítico que, como la COVID-19, vincula al ser humano con su hábitat: el del cambio climático y el deterioro de la biosfera. No se puede alegar que en relación a ese riesgo global no se cuenta ya con la información necesaria y con un respaldo científico irrefutable. Frente a brotes infecciosos, la salud es buena medida un “bien públi- co”. Es decir, uno de esos bienes con externalidades positivas, que benefician a todos, al margen de que hayan contribuido o no a sus costes. En el plano global, asegurar que se generan los bienes públi- cos internacionales como la salud pública –y se evitan “males públi- cos” como la pandemia del coronavirus– exige una cooperación internacional robusta, para asegurar que se actúa concertadamente y se evita que haya “eslabones débiles” allí donde hay Estados con menos capacidad o recursos. Sin duda, hay distintas capacidades y responsabilidades de partida, pero sin cooperación y apoyo mutuo, su impacto es más grave para todos. Esta crisis, por ello, obliga a recordar que la resiliencia social depende también de la cooperación internacional, y exige adoptar una “mirada cosmopolita” ante la evidencia de que, ante los riesgos globales, no se puede actuar con la mirada nacional, sea con los conceptos tradi- cionales de “seguridad nacional”, o con el “nacionalismo epidemioló- 50 gico” que también ha brotado en esta pandemia. La gobernanza glo- bal y la acción colectiva, en este caso, son un imperativo de supervi- vencia, sea en el plano sanitario, o en el desarrollo internacional. En este ámbito, en particular, algunas de las cuestiones que se plantean en el seno del G20 y de las instituciones de Bretton Woods remiten a viejas asimetrías del sistema monetario y financiero internacional, ahora agravadas por una globalización altamente financiarizada y sin control adecuado. En particular, existe el riesgo de que se rescate, de nuevo, a las finanzas internacionales, y no a la economía real y los tra- bajadores, y es necesario que ese rescate se vincule con el nuevo pac- to verde (New green deal) y la Agenda 2030 y sus metas de desarrollo sostenible. En este trabajo se ha interpretado la crisis de la COVID-19 como una crisis que se produce dentro de otra crisis, la crisis de la globalización. En ese sentido, representa, como se mencionó, una “coyuntura críti- ca”. Este concepto, que procede de la tradición de la sociología histó- rica, alude a un shock exógeno que afecta a las estructuras históricas y genera una “encrucijada”, la cual abre o cierra opciones en términos de agencia para los actores sociales. Supone un momento fundacio- nal o “fundante” –o, en su caso, “refundante”– en términos de una nue- va correlación de fuerzas, de cuestionamiento y redefinición de las normas e instituciones en las que se basa la estructura social, econó- mica y política, y es una oportunidad clave para construir discursiva- mente nuevas narraciones y sentido y, con ello, nuevos principios y criterios de legitimidad. La noción de coyuntura crítica puede mostrar cómo los cambios estructurales abren o no posibilidades a los actores y a su agencia para cuestionar el orden vigente. Son encrucijadas don- de un ciclo histórico se cierra y otro da inicio. Por su magnitud y alcan- ce, la crisis de al COVID-19, y la forma en la que se salga de ella, puede ser uno de esos puntos de inflexión en la historia que está abierto a otras posibilidades de futuro más justas, sostenibles y en paz. 51 Referencias bibliográficas Abeysinghe, Sudeepa (2015), “Pandemics, Science and Policy: H1N1 and the World Health Organization”, Basigstoke, Palgrave Macmillan. Avishai, Bernard (2020), “The pandemic isn’t a Black Swan but a Portent of a More Fragile Global System”, The New Yorker, 21 de abril. Beck, Ulrich (2002), La Sociedad del riesgo global, Madrid, Siglo XXI. Beck, Ulrich (2008), La sociedad del riesgo mundial. En busca de la seguridad perdida, Barcelona, Paidós. Burn-Murdoch, John; Romel, Valentina y Giles, Chris (2020), “Global coronavirus death toll could be 60% higher than reported”, Financial Times, 26 de abril. CEPAL (2020), “Dimensionar los efectos del COVID-19 para pensar en la reactivación”, Informe Especial COVID-19, nº 2, abril. 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