UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID FACULTAD DE PSICOLOGÍA DEPARTAMENTO DE PSICOBIOLOGÍA TESIS DOCTORAL "Tit-for-tat": la emergencia de la reciprocidad en niños y su relación con las conductas prosociales desde una prespectiva comparada MEMORIA PARA OPTAR AL GRADO DE DOCTORA PRESENTADA POR Carla Sebastián Enesco Director Fernando Colmenares Gil Madrid, 2014 ©Carla Sebastián Enesco, 2014 UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID Departamento de Psicobiología FACULTAD DE PSICOLOGÍA   Tit-for-tat: La emergencia de la reciprocidad en niños y su relación con las conductas prosociales desde una perspectiva comparada Carla Sebastián Enesco Diciembre 2014   Tesis presentada por Dña Carla Sebastián Enesco para optar al grado de Doctora en Psicología por la Universidad Complutense de Madrid Fdo: Carla Sebastián Enesco Tesis dirigida por el Doctor Fernando Colmenares Gil, Catedrático de Psicobiología, Universidad Complutense de Madrid         A Ileana         AGRADECIMIENTOS     Escribir los agradecimientos me ha permitido revivir algunos de los mejores y más intensos momentos de la tesis. Una de las grandes lecciones que me queda de este proceso es que la investigación es una actividad esencialmente cooperadora que se construye junto con otros, directa o indirectamente. Este trabajo es el resultado de la participación de muchas personas; sin ellas no imagino haberme embarcado en esta experiencia con tanto entusiasmo y haber salido tan enriquecida. Es difícil elegir de entre todas las cosas que quiero agradecer a mis padres, Carlos e Ileana. Una de las primeras que me vienen a la mente es esa combinación tan familiar entre su inagotable afán por el conocimiento y un asombroso disfrute por la vida. Desde lo que yo recuerdo, han alimentado incansables el placer de la curiosidad como uno de los más gratificantes en la vida. Siempre me han animado a investigar y expe- rimentar, sin importar tanto el tema o el modo, y a saborear en detalle el proceso. He podido siempre compartir con ellos mis propios descubrimientos tanto como los suyos de manera proactiva y recíproca, discutirlos, criticarlos y reírnos en conversaciones animadas por el vino. Ha sido enormemente enriquecedor crecer junto a ellos. Y por supuesto, me han acompañado a lo largo de este proceso con un apoyo incondicional, a pesar de lo duro que a veces podía resultar. Quiero empezar agradeciendo a mi madre que también es mi maestra por ser una asombrosa fuente de inspiración. Gracias por haberme guiado, enseñado, alentado con paciencia, optimismo y con tanta pasión. Sin ella, sin su confianza y su enorme gene- rosidad y entusiasmo, no hubiese sido posible. A mi padre agradezco, en especial, su visión holística que (muy a menudo) conseguía apaciguarme, su jovialidad y ganas por seguir aprendiendo que admiro profundamente, y sus siempre agudos consejos. Mis hermanas, Marta y Bárbara, han estado presentes a lo largo de todo este proceso aún desde la distancia. Marta me ha enseñado a respirar hondo y tomar distancia ante las desilusiones inherentes a la investigación. Con Bárbara he compartido penas y éxi- tos, le agradezco sobre todo el haberme insuflado fuerza en tantas ocasiones. A mi hermano Alex le debo el haber puesto banda sonora a mi tesis (a pesar de no coincidir   siempre en gustos). Por último, a mi abuela, de la que siempre cuento con su apoyo y admiración, por haberme enseñado que la motivación por conocer no conoce edad. Agradezco profundamente a Fernando Colmenares, mi director de tesis, el haberme instigado siempre a leer y seguir leyendo, y a aprovechar cualquier oportunidad para descubrir otras realidades científicas, lecciones que no olvidaré. A Pablo, Patxi, Nerea, Marieta e Isa, compañeros de batalla en la Universidad Com- plutense, con los que construimos nuestra pequeña comuna científica basada en el apoyo mutuo. A Isa por su calidez y disposición, a Nerea por los interminables y libe- radores paseos con las perras, a Pablo por ser un paciente consejero que siempre me sorprendía con valiosos apuntes sobre mi trabajo, a Patxi por las acolaradas discusio- nes sobre ciencia. Marieta me ha enseñado a no tener miedo de las ideas valientes y a salirse del guión si es necesario. Se lo agradezco profundamente. Estoy inmensamente agradecida a Josep Call por haberme acogido en dos ocasiones en el Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology y por proporcionarme tan- tas oportunidades para aprender y discutir con él. Durante mi primera estancia en el 2007, tuve el honor de ser tutelada por Anna Albiach-Serrano y Natacha Mendes que me enseñaron con mucha generosidad los entresijos de llevar a cabo una investiga- ción. He tenido además el privilegio de pasar el último año en Leipzig y de disfrutar de nuevo de un entorno enormemente enriquecedor y de las siempre interesantes dis- cusiones con Marco Schmidt, Patricia Kanngiesser, Federica Amici, Shona Duguid, Julianne Brauer, Matthias Allritz. De entre todos aquellos que están haciendo de mi estancia una experiencia tan estimulante, quiero hacer muy especial mención a Fede- rica a la que admiro en todas sus facetas y a la que le debo su calidez, humildad y ayuda, y a Patricia, un modelo de extraordinaria honestidad, con la que he compartido momentos muy especiales (e imprevistos) tanto en Cambridge como aquí en Leipzig. En el Wolfgang Köhler Primate Centre, he contado con el apoyo de muchas personas que han hecho de la investigación con chimpancés un proceso sin complicaciones: Raik ha convertido las ideas en aparatos reales, Hanna ha coordinado de manera im- pecable el trabajo de todos los investigadores, y por supuesto, los cuidadores que han conseguido que la experimentación sea siempre divertida. Agradezco también a Mari- ví Hernández-Lloreda por su trabajo estadístico en el primer estudio (capítulo 2) y su valioso asesoramiento en otros cuantos.   Igualmente, agradezco a Felix Warneken el haberme invitado al Laboratory for Deve- lopmental Studies en Harvard University y, en especial, por su incansable rigurosidad científica. Además de haber podido disfrutar de la inagotable oferta científica en Har- vard, tuve el privilegio de discutir mi trabajo (y tantas otras cosas) con Peter Blake y Paul Harris. Siempre resultaba un verdadero placer escucharles. A ellos y a todos aquellos que han ayudado a convertir mis estancias en experiencias inolvidables. He tenido el privilegio de crecer en el entorno de la psicología y de disfrutar de la compañía de muchos que han marcado de una forma u otra mi trayectoria personal, contribuyendo a alimentar mi conocimiento y atracción por la disciplina. Juan Delval ha sido, desde el principio, un referente para mi, por su riqueza intelectual y su capa- cidad para sorprender y estimular. Paul Harris, Jerome Bruner, Josetxu Linaza, Juan Ignacio Aragonés, Puri Rodriguez, Oliva Lago, y más adelante Silvia Guerrero, de entre los muchos con los que sigo aprendiendo y disfrutando enormemente. Finalmente, a todos aquellos que me han regalado su amistad, que me han acompaña- do a lo largo de estos años y con los que he compartido, disfrutado, superado las expe- riencias, a veces con entusiasmo, a veces desencantada. A Ale, Almudena, Ana, Juan, Luis, Marta y un largo etcétera, gracias por haberme dado equilibrio y soporte cuando lo necesitaba y, en especial a Tamara, por resistir estoica ante los momentos de mayor estrés. A Pablo G le debo las noches inolvidables discutiendo con avidez lo que íba- mos aprendiendo sobre música y ciencia. En el último año, he tenido la enorme suerte de conocer en Leipzig a Uxia, Nereida, Miriam, Alex y Rubén, siempre dispuestos a ofrecerme su ayuda en los momentos malos y a celebrar las alegrías de los buenos. Por último, agradezco profundamente a Víctor el haber estado a mi lado desde mi lle- gada a Leipzig de manera incondicional y con una paciencia ilimitada; gracias por las excursiones al lago, los paseos nocturnos y las charlas sobre evolución y universo. No imagino haber recorrido este camino sin la compañía de mis perras, Tequila pri- mero, y luego Pipa. Han estructurado mis días, me han obligado a despegarme del or- denador y a entregarme a paseos que resultaban siendo productivos, y sobre todo, han coloreado mis días con un cariño incondicional.           TABLA  DE  CONTENIDOS RESUMEN   I   CAPÍTULO  1   1   INTRODUCCION  GENERAL   PREFACIO   3   LA  RELACIÓN  ENTRE  COOPERACIÓN  Y  RECIPROCIDAD   5   EL  PROBLEMA  DEL  ALTRUISMO  Y  LA  SOLUCIÓN  DE  LA  RECIPROCIDAD   11   SELECCIÓN  POR  PARENTESCO  O  EFICACIA  INCLUSIVA   12 SELECCIÓN  INTRA-­‐‑  /INTER-­‐‑GRUPAL   13 RECIPROCIDAD   14 Control  de  la  pareja  o  altruismo  recíproco   14 Elección  de  pareja  recíproca   18 EL  DESARROLLO  DE  LA  PROSOCIALIDAD   21   EL  ORIGEN  DE  LA  PROSOCIALIDAD  HUMANA   23 ¿Qué  sabemos  del  desarrollo  prosocial  temprano?   26 ¿QUÉ  PASA  DESPUÉS?  DIFERENCIACIÓN  DE  LAS  CONDUCTAS  PROSOCIALES   31 CAPÍTULO  2   38   TWO AND A HALF YEAR OLD  CHILDREN  ARE  PROSOCIAL  EVEN  WHEN  THEIR   PARTNERS  ARE  NOT   ABSTRACT   40   INTRODUCTION   40   METHOD   45   PARTICIPANTS   45 APPARATUS   45 PROCEDURE   46 Training  phase   47 Testing  phase   47 DATA  ANALYSES   49 RESULTS   50   DISCUSSION   53   CAPÍTULO  3   59   THE  SHADOW  OF  THE  FUTURE:  5L YEAR OLD  BUT  NOT  3 YEAR OLD ADJUST  THEIR   SHARING  IN  ANTICIPATION  OF  RECIPROCATION   ABSTRACT   61   INTRODUCTION   61   THE  DEVELOPMENT  OF  RECIPROCITY   64 DELAY  OF  GRATIFICATION  AND  PROSOCIAL  BEHAVIOR   66 METHOD   68   PARTICIPANTS   68 DESIGN   68 SETUP  AND  MATERIALS   68 TASKS   69 Delay  of  gratification  task   69 Sharing  task   70 PROCEDURE   71 Training  phase   71 Test  phase   71 CODING  AND  PRELIMINARY  RESULTS   73 Comprehension  questions  in  delay  of  gratification  and  reciprocity  tasks   74 Preference  tests   74 Training  phase   74 STATISTICAL  APPROACH  FOR  MAIN  DATA  ANALYSES   74 RESULTS   75   DISCUSSION   80   CAPÍTULO  4   85   DISCUSIÓN  GENERAL   EMERGENCIA  DE  LA  PROSOCIALIDAD  Y  DE  LA  RECIPROCIDAD   88   DESARROLLO  DE  LA  RECIPROCIDAD   92   CARACTERIZACIÓN  DEL  DESARROLLO  PROSOCIAL   94   ELECCIÓN  DE  PAREJA  Y  CONTROL  DE  LA  PAREJA  EN  EL  DESARROLLO   97 EL  ORIGEN  DE  LA  COOPERACIÓN  Y  DE  LA  MORALIDAD  HUMANA   100   ¿RECIPROCIDAD  EN  CHIMPANCÉS?   103   CONSIDERACIÓN  METODOLÓGICAS  EN  EL  ESTUDIO  COMPARADO  DE  LA  PROSOCIALIDAD   107   PROYECTOS  EN  DESARROLLO  Y  DIRECCIONES  FUTURAS   110   NUESTRO  ESTUDIO:  DILEMAS  SOCIALES  EN  CHIMPANCÉS   112 CONCLUSIONES   117   REFERENCIAS  BIBLIOGRÁFICAS   120           I       RESUMEN   INTRODUCTION   Humans help those who have helped them in the past, and expect to be helped by those who have received their help. If people do not reciprocate previous kindness, certain penalties will be imposed upon them. Reciprocity is a nuclear aspect of human society and it imbeds all the levels of our social world, from personal interactions to social institutions. Furthermore, the norm of reciprocity occupies a central position in moral codes of human cultures, to the point that it stands out from all the others, as the golden rule (Gouldner, 1960; Gurven, 2006; Mauss, 1924). Given that our social world appears to be tailored by patterns of reciprocity, it is not surprising that reci- procity constitutes an essential developmental context in which the infant starts build- ing her social-cognitive skills up by means of adult scaffolding (Bruner, 1978). Why is reciprocity the base from which our social world is built? Do we share with other species the essential interactive reciprocity ways? Which are the ontogenetic roots of human reciprocity? What psychological mechanisms make us genuinely reciprocal beings? The main goal of this thesis is to study the phenomenon of reciprocity from a compar- ative approach (e.g. Greenberg et al., 2004; Hochman, 2013; Mason, 1997). From this approximation, it is postulated that complex phenomena, like reciprocity, might be better understood if we attend to its genetic processes: in this case, both phylogeny (when such capacities emerged through evolution) and ontogeny (how these capaci- ties are acquired during development). Although reciprocity in humans might seem grounded in sophisticated cultural and cognitive mechanisms, the emergence for reciprocal interactions does not always re- quire this type of demands. Brosnan & de Wall (2002) proposed a classification based upon the socio-cognitive mechanisms underlying reciprocal interactions. Reciprocity   II   might be based upon a mental scorekeeping of given and received favors, and an overt cognitive understanding of the present costs and future benefits of each reciprocal in- teraction (calculated reciprocity). Alternatively, reciprocity could be a byproduct of the time spent in association: if two individuals preferentially direct favors to close associates, the distributions of favors will be automatically reciprocal given the sym- metrical nature of the relationship, and thus favors do not necessarily depend on the other’s previous behavior (symmetrical reciprocity). An intermediate case is attitudi- nal reciprocity: altruism received could engender a positive emotion in the receptor that would promote the unfolding of subsequent altruism. Regardless of the underly- ing mechanisms, reciprocity allows benefits to find their way back to the original do- nor, compensating on the long run the costs for being altruist. Altruism was a riddle for Darwin, and since the publication of “On the Origin of Spe- cies” (1859) it has been the major obstacle that the evolutionary theory has encoun- tered. How can natural selection favor a behavior in which an individual incurs in costs while benefits are accrued to other group members? Reciprocity is one of the key mechanisms that explain the emergence and maintenance of altruism, because it allows the altruistic individuals to selectively direct their benefits towards other altru- istics. Reciprocity describes a situation in which an individual recovers the cost associated to altruist behaviors in subsequent interactions with their social partners. There are two major theoretical approaches regarding the emergence of reciprocal strategies that en- tail different cognitive implications. The reciprocal altruism or control partner hypothesis, originally formulated by Trivers (1971) relies on the idea that sacrificing your immediate interests on behalf of the oth- er could be compensated by the long-term benefits provided by the receptor. In other words, the altruistic behavior could be evolutionarily stable if individuals act in a con- tingent and reciprocal manner to their partner’s previous behavior. However although apparently simple, reciprocal altruism relies on a series of cognitive requirements. Among all of them, the greater cognitive challenge emerges from the time delay be- tween altruistic costs and future recouped benefits (Stevens, Cushman & Hauser, 2005; Trivers, 1971). Individuals must not only be able to identify that present costs will be return through future interactions, but they have also to overcome the tempta-   III   tion to choose immediate benefits (Rachlin, 2000). In fact, the ability to delay gratifi- cation has been proposed to be the major constraint for several animal species, mak- ing reciprocal altruism very limited or even inexistent among non-human animals (Stevens & Hauser, 2004). The reciprocal partner choice hypothesis postulates that individuals compete for social partners by making better offers for their services. Under these terms, reciprocity can be define as the process by which individuals choose those partners who have cooper- ated the most in the past and withdraw those who have defected (Barclays, 2013; Schino & Aureli, 2009, 2010). The advantage of this hypothesis (from an evolutionary point of view) is that the cognitive requirements are less demanding. From this model, the emphasis on abilities that deal with the future is removed and instead, they postu- late that reciprocity could be maintained by a system of emotionally based bookkeep- ing that allows tracking the reciprocal exchanges with multiple partners without caus- ing an excessive cognitive load (Cheney, 2010; Schino & Aureli, 2010). In particular, the exchanges of services and resources would trigger partner-specific emotional vari- ations; therefore individuals would make their decisions on the basis of the emotional states associated with each partner. From the developmental psychology perspective, theoretical debates fundamentally revolve around the origin and proximal psychological and social causes of human prosociality. Disregarding differences in the emphasis that scholars give to each hu- man prosocial component, there are two main approaches. On one hand, several authors defend a genuine developmental perspective of proso- ciality (Brownell, 2013; Hay, 1994; Warneken & Tomasello, 2009). According to this perspective, the motor for prosociality is a basic motivation to share attention, emo- tions and information with others; and prosocial development toward more complex and flexible ways depends on (or it is inseparable from) advances in the comprehen- sion of the social world. At the same time, these progresses are only possible in the context of shared activities –first with adult scaffolding, then in the bosom of peer in- teractions. On the other hand, some authors postulate that the emergence of human prosociality relies on a series of pre-specialized cognitive capacities that has been se- lected throughout evolution (e.g., Hamlin, 2012; Wynn, 2008). From this perspective, it is assumed that human infants are born with a set of concepts or representations   IV   about the psychological state of others that allow them to evaluate others’ behaviors and to create expectations about their prosocial dispositions. The majority of authors identify two great ontogenetic landmarks on early prosocial development. A first phase corresponds to the emergence of genuine prosocial behav- iors: around the second year of life, children begin responding empathically, to help- ing others with instrumental tasks, cooperating with adults and equals, and sharing with others their own resources. In a second phase, from 3-4 years of age onward, prosocial behaviors start becoming more differentiated and selective, in that children are prosocial in some but not all situations and with some but not all individuals. This second milestone in prosocial development is divided into two steps. At first children start to consider a series of social factors resulting from their personal relationships, which leads them to restrict their prosocial responses mainly towards friends, rela- tives, or those who have benefited them in the past. Further on, during the last pre- school years children start to incorporate more general behavioral guidelines related to rudimentary principles of justice, impartiality, and a more general norm of reciprocity. Out of the different ways of prosocial regulation, reciprocity and its different aspects occupy a nuclear position. Despite the undoubted importance of reciprocity in this and other developmental contexts, very little is known about its developmental pattern and socio-cognitive correlates. The present thesis tackles the study of the early forms and subsequent development of human reciprocity. In the first study, we addressed whether prosocial behaviors are regulated by reciprocity from the onset, or in other words, whether reciprocity plays a role when children start to act in behalf of others. In a second study, we investigated when in development children begin to be sensitive to the possibility of reciprocation and decide to act nicely towards those who can return the favor in future interactions. Additionally, we explored the predicted association between delaying for the future and reciprocal sharing. In particular, we tested whether children who show a higher capacity to differ immediate gratification in exchange for a better future reward also share more in situations in which the potential receptor has access to a more-attractive resource. While empirical studies presented here focus on certain ontogenetic dimen- sions of prosociality and their socio-cognitive correlates, our long-term goal is to frame these findings in the broader landscape of primate minds.     V   RESULTS   In study 1, 2.5 year-old children played an iterated Prosocial Game with two partners who were communicatively neutral and alternated their roles as actors and recipients every other trial. In the actor position, players could choose between a self- ish option that delivered a reward to them only (1/0) and a prosocial option that deliv- ered identical rewards to themselves and their partner (1/1). When partners were ac- tors, they consistently behaved prosocially (1/1) or selfishly (1/0) over ten alternating trials, depending on the experimental condition, prosocial and selfish, respectively. Additionally, we presented a non-social condition in which children played alone and no recipient was present to test for self- versus other-oriented prosocial preferences. Results show that by the age of 2.5 years, toddlers display proactive, other-oriented prosocial behavior as they were willing to benefit their partner but their prosocial re- sponding is indiscriminate, as they didn’t respond contingently to their partner’s pro- social or selfish behavior in the previous trials. In particular, children were more will- ing to choose the 1/1 option than the 1/0 option when a recipient was present. And they did so even if their partner didn’t express the desire for the reward nor praised children when they chose the prosocial option. However, the emergence of their pro- social tendency took some time to develop, but once it did, it was impermeable to any feedback from the partner. Whereas in the first session, children’s choice was random, in the second session, they consistently chose the prosocial option regardless of the partner’s prosocial or selfish choice. By contrast, in the recipient absent control condi- tion, children chose randomly throughout the experiment. Therefore, children’s con- sistent choice of the prosocial payoff in the partner-present condition was a genuine prosocial response and cannot be explained by alternative hypothesis like a preference for the option with greater number of rewards (i.e., 1/1). In study 2, we tested when children begin to share resources differently in iterated interactions in accordance with the possibility to be reciprocated. We presented 3- and 5-year-old children with a turn-taking sharing game to play together with a puppet. In the experimental condition, the child and the puppet alternated the roles of donor and recipient with the child always playing first donor with low-valued resources and the puppet displaying a tit-for-tat strategy with high-valued resources. In the control con- dition, the puppet had no opportunity to reciprocate. Additionally, we presented a de-   VI   lay of gratification task in which children could save resources in the present for bet- ter future use. Results show that 5-year-olds were sensitive to the possibility of reciprocation by sharing more resources with a partner who subsequently reciprocated than with a partner who was unable to reciprocate. In contrast, 3-year-olds shared the same amount in both conditions suggesting that they did not take into account the partner’s opportunity to reciprocate their favor. Moreover, 5-year-olds, but not 3-year-olds, were substantially more willing to share more than half of their resources with their partner in the experimental than in the control condition, but significantly more likely not to share at all in the control condition. In the delay of gratification task, older children outperformed younger ones. As a mat- ter of fact, 3-year-olds saved the same number of balls in the delay of gratification task as they shared with the puppet in both conditions of the reciprocity task, suggest- ing that they do not act for the sake of a more rewarding future. Overall, children’s delay for better rewards was positively related to their willingness to share with oth- ers. Interestingly, the relation between delaying gratification and sharing was not con- fined to the situation in which reciprocity might emerge, but to children’s general de- cisions to share with others across both conditions. DISCUSSION   Altogether these findings lend support to the hypothesis that reciprocity is a secondary process that develops slowly and gradually. We state that reciprocity is secondary because it begins to regulate children’s prosocial responses once they are able and genuinely motivated to act in behalf of others. And the development of reci- procity is gradual, in that, reciprocity first emerges as a past-event driven process (children are first sensitive to others’ prior sharing when they distribute resources, and “look back” when making their decision) and subsequently, it expresses itself as an anticipation of the others behavior. By the age of 5, children are already able to “look ahead”, taking into account whether their own sharing might influence the opportunity for a partner’s subsequent sharing with them. This ability will evolve in subsequent years toward more complex and strategic uses of reciprocity.   VII   In line with theoretical proposals on the emergence of reciprocal altruism, this could mean that this type of reciprocity requires more complex cognitive capacities that are still not present (or they are, but in a germinal way) at 3-4 years of age, in which chil- dren already respond to how they have been treated in the past. As seen above, the whole set of foresight abilities, which allows the individual to make decisions in the present having the future in mind undergo major changes between the age of 3 and 5 years (see Atance & Metcalf, 2013, for a review). Among all of these skills, the ability to differ immediate gratification has been pro- posed as the cornerstone in the emergence of reciprocal interactions. Our data partial- ly supports this hypothesis, at least regarding its ontogenetic roots. Although we found a positive relationship between the amount of resources that children saved for better future use and the amount of resources shared with their partners, this link was not restricted to reciprocal sharing situations. Therefore, the ability to delay gratifica- tion seems to play a role in children’s general tendency to share with others. As a whole, our data fit the theoretical proposal that describes prosocial development as a gradual process that stems from a relatively undifferentiated prosociality to pro- gressively become a specialized response (Brownell et al., 2013; Hay, 1994; To- masello & Warneken, 2009). Children began unfolding genuine prosocial behaviors without taking others’ behavior into account. By the age of 3-4 years in what it is known as the second-personal prosociality, children are already capable of incorpo- rating their past experiences with different partners in their prosocial decisions. A few years later, they also start projecting their future possibilities, and thus, they begin to act in a strategic way that corresponds to a more elaborated reciprocity, strongly relat- ed to the notion of calculated reciprocity. This second stage, agent-neutral prosociali- ty, is only possible when the child acquires a more refined comprehension of the so- cial norms, and in particular, an understanding that norms apply to everyone in the group equally, including the self. Whichever the determinants are for human prosociality, its origins and developmental pattern, the question from a comparative approach is: to what extent does a form of reciprocity exist in other species? Overall long-term field studies suggest that the exchanged services between chimpan- zees, positively correlate, even when controlling for kinship, dominance, social status,   VIII   and association frequencies (Watts, 2002; Mitani, 2006; Gomes, et al., 2009). On the other hand, a great number of studies show that chimpanzees possess many of the cognitive capacities required for the emergence of any form of reciprocity, such as numerical estimation (Hanus & Call, 2007), inhibitory control (Rosati, et al., 2007), helping behaviors (Warneken & Tomasello, 2006), or a basic understanding of others’ goals and intentions (Call & Tomasello, 2008). Despite this set of findings, it has not been proven in a consistent way a decisive aspect of reciprocal exchanges: the contin- gency between acts given and received. In experimental studies using a control part- ner paradigm, pairs of chimpanzees were unable to maximize their own benefits by providing food to each other in a turn-taking way (Brosnan et al., 2009; Melis, et al., 2009; Yamamoto & Tanaka, 2009a). Why is evidence for reciprocal exchanges in non-human animals so scarce? Different reasons probably exist. It is possible that demographic and life history conditions that appear necessary for the emergence of reciprocity (long-life span, low dispersal rates, high rates of interaction in stable social groups, low dispersion reason) may hinder by its own nature the detection and quantification of reciprocal exchanges (Cheney, 2011; Melis & Semmann, 2010). Other authors have highlighted that the expression of prosocial tendencies in chimpanzees depend on a series of proximal factors that have been generally neglected in experimental studies (Warneken & Tomasello, 2009b; Yamamoto & Tanaka, 2009b). First, chimpanzees’ prosocial behaviors might be strongly influenced by the recipient’s behavior. In particular, request, begging, so- licitation, and even harassment from the potential recipient might directly encourage the other to cooperate (the recipient-initiated altruism hypothesis, according to Yamamoto & Tanaka, 2009b). On the other hand, they propose that the type of re- source handled in the exchanges between individuals, determines the valence, positive or negative, of such interactions. A general exam of the studies on primate prosociali- ty suggest that positive results are often associated with paradigms that do not directly use food as an exchange currency (see Yamamoto & Tanaka, 2009b, for a revision). It is highly possible that chimpanzees’ attention is so food-centered that any prosocial tendency remains inhibited by a prepotent response towards food. While there is no direct empirical evidence, most scholars agree that chimpanzee (as well as other non-human animals) help and share most readily in the context of some- thing similar to reciprocity (e.g., Tomasello & Vaish, 2013). Future investigations   IX   should be conducted to identify under which conditions, non-human animals deploy reciprocal strategies, and which are the determining psychological factors of such be- haviors. Nevertheless, the ways and complexity in which humans make use of reci- procity are beyond comparisons. The process through which humans become genuine reciprocal beings is grounded over different socio-cognitive developmental courses, starting around 3-4 years of age and gradually evolving in the upcoming years. How- ever, further research in this area should continue to unravel several unanswered ques- tions about the role of reciprocity in prosocial behaviors: Does it become more preva- lent with age? What is the relationship between understanding of the norm and the effective behavior? When do they understand the meaning of the bilateral contract that underlies reciprocal interactions? When do they start to deploy punitive behaviors toward norm violators?                 CAPÍTULO  1    INTRODUCCION  GENERAL     2     3   PREFACIO   “There is no duty more indispensable than that of returning kindness. All men distrust one forgetful of a benefit.” Cicerón (citado en Gouldner, 1960) Todos, de forma más o menos implícita, coincidimos con la opinión de Cicerón. Si alguien nos hace un regalo, nos sentimos con la obligación de corresponderle tarde o temprano. Cuando pagamos una ronda de cervezas a los amigos, esperamos que la próxima corra a cuenta de otro. Aunque no tengamos activo este conocimiento cuando interactuamos socialmente, la ausencia de reciprocidad provoca en nosotros una reac- ción negativa, como describe Cicerón, y a la larga, podemos terminar por apartar al “no-reciprocador” de nuestro círculo social. La reciprocidad, en este sentido, abre la posibilidad de castigar a los tramposos, y los humanos estamos dispuestos a sancionar a los que no cumplen incluso incurriendo en un coste personal y sin un beneficio di- recto (Fehr & Gächter, 2002). Este mecanismo, denominado reciprocidad fuerte, per- mite preservar un entorno fundamentalmente cooperador. Pero el equilibrio de la reci- procidad es más complejo y sutil de lo que podría parecer. Estamos dispuestos a donar dinero a organizaciones con fines caritativos o a ayudar a un desconocido en la calle aunque sepamos que no nos van a devolver el favor en el futuro. No obstante, nuestra reputación se ve alimentada por este tipo de actos lo que, en último término, repercute en la probabilidad de ser recompensados por terceros. Del mismo modo, el castigo hacia los no-reciprocadores no viene sólo de la víctima sino también de otras personas   4   que se benefician de esta forma de reciprocidad indirecta (Boyd & Richerson, 2009; Henrich et al., 2006). Más allá de las interacciones personales, la reciprocidad impregna todos los niveles de nuestro mundo social hasta el punto de que se destaca, por encima de las demás, como la regla de oro. Y por extensión, el ser humano ha sido conceptualizado por muchos como Homo reciprocans (e.g., Bowles & Gintis, 2002; Kropotkin, 1902/1972). Es un elemento constituyente de los sistemas de regulación social, como el código penal, a través de los cuales la sociedad impone penas y otorga beneficios a los ciudadanos de acuerdo con su comportamiento social. Desde la economía, la reciprocidad es consi- derada un principio vital en los intercambios o transacciones comerciales, y en último término, representa un primer paso hacia una organización basada en la división del trabajo (Bowles & Gintis, 2011). La reciprocidad parece además estar presente en todas las culturas humanas como un componente nuclear de los códigos morales (Gouldner, 1960; Gurven, 2006; Mauss, 1924). Tres principios básicos hacen de la reciprocidad un mecanismo fundacional universal, en tanto que permite la iniciación y estabilización de las interacciones so- ciales dentro de un grupo: (a) intercambios mutuos de bienes y servicios que a la larga se equilibran; (b) una imposición de penas a aquellas personas que no han ayudado a quienes les han ayudado; y (c) que aquellos que han ayudado esperan ser ayudados. Además de su función constituyente, la reciprocidad contribuye sustancialmente al mantenimiento de las normas sociales. Las normas se basan en acuerdos cooperativos que, en principio, todos los miembros del grupo consienten. En este sentido, la reci- procidad actúa como meta-norma que prescribe “cumple con la norma en respuesta al cumplimiento de los otros y no cumplas cuando los demás no lo hacen” (Rosas, 2008). Dado que nuestro mundo social parece estar confeccionado por patrones de reciprocidad, no resulta sorprendente que desde el principio sea un contexto esencial en el desarrollo humano en el que, gracias al andamiaje adulto, el bebé va construyen- do sus habilidades socio-cognitivas (Bruner, 1979). ¿Por qué la reciprocidad es la ba- se sobre la que se construye nuestro mundo social? ¿Compartimos con otras especies las formas de interacción esencialmente recíprocas? ¿Cuáles son las raíces ontogené- ticas de la reciprocidad humana? ¿Qué mecanismos psicológicos nos hacen ser genui- namente recíprocos?   5   El objetivo de la presente tesis es estudiar el fenómeno de la reciprocidad desde el marco de la psicología comparada (e.g., Greenberg, Partridge, Weiss, & Pisula, 2004; Hochman, 2013; Mason, 1997), cuyo supuesto fundamental es que los fenómenos complejos, tales como la reciprocidad, pueden entenderse mejor si se atiende a sus procesos de génesis: en este caso, la filogénesis (cuándo aparecieron dichas capacida- des a lo largo de la evolución) como la ontogénesis (de qué manera se adquieren a medida que el organismo se desarrolla). Desde este enfoque, abordar la cuestión de “¿qué hace al humano un ser intrínsecamente recíproco?” significaría atender a un “cómo” proximal y un “por qué” distal, dos niveles de explicación complementarios pero independientes. La pregunta cómo se refiere a los mecanismos sociales y menta- les, además del sustrato material (genes, sistema nervioso), que producen el compor- tamiento recíproco. La pregunta por qué explica las razones por las que la reciproci- dad ha sido favorecida por selección natural a lo largo de la evolución. La presente tesis aborda el estudio de las primeras formas y posterior desarrollo de la reciprocidad humana. En un primer estudio, nos preguntamos si, en torno a la misma edad en la que emergen las conductas prosociales genuinas, los niños son también ca- paces de ajustar sus respuestas prosociales en función de cómo les tratan los otros. En un segundo estudio, investigamos cuándo comienzan los niños a ser sensibles a la po- sibilidad de reciprocidad y deciden comportarse mejor con aquellos que pueden de- volverles el favor en el futuro. Adicionalmente, exploramos la relación entre las con- ductas recíprocas y la capacidad de diferir la gratificación, identificada a nivel teórico como un aspecto clave en la emergencia de la reciprocidad. En particular, contrasta- mos si aquellos niños que muestran mayor capacidad de diferir la gratificación inme- diata a cambio de un refuerzo futuro mejor, también comparten más en situaciones en las que los receptores tienen acceso a una fuente de recursos más atractiva. Aunque los estudios empíricos que presentamos aquí se centran en ciertos aspectos ontogené- ticos y sus correlatos socio-cognitivos, nuestro objetivo a largo plazo es intentar en- marcar estos hallazgos en el panorama más amplio de la cognición primate. LA  RELACIÓN  ENTRE  COOPERACIÓN  Y  RECIPROCIDAD     6   Para comprender cabalmente la importancia de la reciprocidad en las sociedades hu- manas, primero debemos atender a la clave del éxito del ser humano: la cooperación1. Toda sociedad humana, incluso la más pequeña y simple, está organizada de una ma- nera cooperativa como ninguna otra sociedad del resto de grandes simios. La peculia- ridad de nuestra organización social se hace patente en una variedad de aspectos de la actividad humana, desde las formas básicas de subsistencia pasando por la comunica- ción y los modos de transmisión del conocimiento entre generaciones, hasta la emer- gencia de las instituciones sociales. Siguiendo a Tomasello y colaboradores (Tomase- llo, Melis, Tennie, Wyman, & Herrmann, 2012), hay al menos seis dimensiones en las que la estructura social de los humanos difiere de la del resto de especies. En los humanos, la localización y obtención de alimentos (forrajeo) es una actividad genuinamente cooperativa, normalmente basada en la división del trabajo (yo me subo al árbol para tirar los frutos, vosotros los recolectáis) y cuyo resultado suele repartir- se de acuerdo con algún sentido de equidad. En cambio, los grandes simios no huma- nos forrajean habitualmente de manera individual, y cuando lo hacen en grupo, no comparten el alimento de manera equitativa, sino en función del nivel de coerción re- cibido (Boesch, 1994). El sentido de la propiedad no es exclusivo de los humanos, pero mientras que los grandes simios se limitan a respetar el que un individuo posea físicamente un objeto, la institución de la propiedad en humanos es, en esencia, cooperativa: los individuos podemos reivindicar la propiedad de un objeto o lugar ha- ciendo uso de normas consensuadas colectivamente. Si hay un jersey colocado en un asiento del cine, todos entendemos que está ocupado aunque la persona no esté pre- sente. Más aún, el intercambio de propiedades sirve para establecer y cimentar los la- zos cooperativos entre donante y receptor, así como para crear obligaciones de reci- procación (Mauss, 1924). El cuidado infantil tampoco es exclusivo de nuestra especie, pero la diferencia radica en cómo se organiza la crianza de los pequeños. Entre los grandes simios, esta tarea descansa casi exclusivamente en las madres mientras que en las sociedades humanas se reparte entre familiares e incluso entre individuos no emparentados (Burkart, Hrdy, & Van Schaik, 2009). La comunicación en grandes simios está dirigida básicamente a                                                                                                                                         1 No confundir aquí cooperación con moralidad. Los esfuerzos cooperativos pueden ser dirigidos hacia objetivos de dudosa moralidad, como la guerra. Estamos pues considerando la estructura de las socie- dades humanas y no en particular, los resultados.   7   indicar a los otros lo que deben hacer. En cambio, los humanos –desde temprana edad- se comunican con una intención no meramente instrumental, buscando compar- tir la atención con el otro hacia aspectos del entorno sencillamente “interesantes” (Tomasello, Carpenter, Call, Behne, & Moll, 2005). Los adultos humanos dedicamos una considerable cantidad de tiempo a enseñar a los niños lo que deben saber sobre su entorno, la sociedad en la que viven o las normas de conducta, entre otras cosas. Ningún otro animal enseña activamente a los juveniles del modo en que lo hacemos nosotros (Csibra & Gergely, 2009). Las sociedades de los grandes simios como las humanas se organizan en torno a la política. No obstante, mientras que el factor crítico de las sociedades no humanas es la posibilidad de acceder y controlar los recursos, hasta los grupos humanos más reduci- dos eligen al líder en función de su habilidad para gestionar y distribuir los recursos de una manera que consideran justa (Baumard, André & Sperber, 2013; Mauss, 1924; Tomasello et al., 2012). Finalmente, y de especial relevancia, está la estructura normativa de nuestras socieda- des. Los humanos no sólo tenemos expectativas sobre lo que los otros harán (al igual que el resto de simios), sino que además tenemos expectativas normativas sobre lo que deben hacer (desde aspectos convencionales a normas esencialmente morales). El exponente último de las normas sociales son las instituciones sociales, cuya existencia es únicamente posible si todos los miembros del grupo acuerdan colectivamente que las cosas deben hacerse de una manera concreta (Searle, 1995). Históricamente, la cooperación, y en general la prosocialidad, ha gozado de una posi- ción central en el estudio de la naturaleza humana. De particular relevancia dentro de la tradición filosófica ha sido el debate sobre la existencia de conductas puramente altruistas, libres de motivaciones egoístas. Tradicionalmente se ha abordado su estu- dio desde dos perspectivas contrapuestas personificadas en los filósofos Hobbes y Rousseau. Para Hobbes, el hombre nace con motivos puramente egoístas y sólo la so- ciedad (la ley) puede imponer límites a esos impulsos y encarrilarlos hacia la bondad (la paz). Así, las conductas prosociales no estarían genuinamente dirigidas a ayudar al otro sino a aliviar el propio malestar. Sin duda, ésta ha sido (y sigue siendo) la posi- ción más común en la filosofía y más adscrita desde la psicología popular. Más de un siglo después, Rousseau rompe con la doctrina del llamado egoísmo ético y propone   8   que la naturaleza humana es intrínsecamente bondadosa pero que la vida en sociedad puede ejercer una influencia negativa en el individuo y terminar por corromperlo. Sin embargo, los individuos somos capaces de desarrollar un fuerte sentido de obligación moral para con los otros sobre la base de una predisposición natural hacia la bondad y una sensibilidad innata hacia los otros. Como todos los grandes debates, la respuesta no es sencilla pues ambos argumentos tienen parte de verdad. Además de la reflexión filosófica, biólogos, economistas, y psicólogos entre otros, han intentado entender los orígenes, en su más amplio sentido, de la prosocialidad2. En las últimas décadas, el intercambio de ideas entre disciplinas, aunque sin duda fructífero, ha producido cierta confusión terminológica al respecto, a consecuencia de perspectivas científicas distintas con diferentes objetivos de estudio y una jerga espe- cífica de cada especialidad. Desde un enfoque psicológico, la conducta prosocial se ha definido como un comportamiento intencional dirigido a beneficiar a otro individuo (e.g., Bartlett & DeSteno, 2006; Bratman, 1992; Falk, Fehr, & Fischbacher, 2003; Wispé, 1972). Bajo el rótulo de prosocialidad se ha incluido una gran variedad de comportamientos tales como compartir, consolar o cooperar, que si bien no constitu- yen un fenómeno unitario y homogéneo, tienen en común que están orientados hacia el otro, independientemente de los motivos del actor. El altruismo en psicología (un término acuñado por Auguste Comte en 1851) suele ser conceptualizado como el subconjunto de conductas prosociales que están intrínseca- mente motivadas, ya sea por una genuina preocupación por el otro, o por la internali- zación de valores y normas sociales, de forma que el otro se convierte en un fin en sí mismo (e.g., Eisenberg, Fabes, & Spinrad, 2006). La noción biológica de altruismo guarda paralelismos con la psicológica, sin embargo, se aleja de esta última en tanto que se define en virtud de las consecuencias sobre la eficacia biológica directa3. En un trabajo ya clásico, Hamilton (1964, 1970) propuso una clasificación de las interaccio- nes sociales entre un “actor” y un “receptor” de acuerdo con estas consecuencias, po- sitivas o negativas, que dicha interacción supone para los individuos involucrados                                                                                                                                         2 Nótese, sin embargo, que el propio término de “comportamiento prosocial” es de uso reciente. Se atribuye a Lauren Wispé (1972) que lo utilizó en contraposición al comportamiento antisocial, tema que ocupaba una posición central en la psicología social de la época debido, en parte, al descubrimiento de las atrocidades perpetradas durante la segunda guerra mundial. 3 La eficacia biológica directa de un organismo es la capacidad de reproducirse con éxito. La supervi- vencia del organismo es relevante para la eficacia biológica en tanto que aumenta la probabilidad de reproducirse.   9   (Fig. 1.1., véase West, Mouden & Gardner, 2011 para una detallada revisión de estos conceptos). Así, una conducta es definida como biológicamente altruista cuando com- porta una reducción de la eficacia del actor y un incremento de la del receptor. Es de- cir, desde un punto de vista biológico, la conducta altruista no requiere de intenciona- lidad y, por tanto, un organismo sin mente puede ser altruista (Sober, 2002). Por ejemplo, Darwin consideró el aguijón de las abejas como un rasgo altruista: la abeja se destripa a sí misma cuando clava el aguijón a un intruso que entra en el enjambre, el aguijón sigue bombeando veneno incluso después de que la abeja muera, confirien- do así un beneficio al grupo. En este trabajo, sin embargo, estamos interesados en en- tender el concepto psicológico de altruismo desde una perspectiva biológica. Efecto en el receptor + − Efecto en el actor + Mutualismo Egoísmo − Altruismo Malicia Figura 1.1 Los cuatro tipos de interacción social basados en el efecto sobre la eficacia biológica directa del actor y receptor (e.g., Hamliton, 1970). No se contemplan aque- llos comportamientos que no tienen un efecto sobre la eficacia biológica de los inter- actuantes. Hay menos consenso, sin embargo, sobre la definición de cooperación, en parte debi- do a la confusión entre las explicaciones últimas y próximas de la conducta (una ba- sada en los resultados y la otra en los procesos, como veremos más adelante). La ma- yoría de la literatura sobre evolución de la cooperación incluye, bajo este rótulo, aque- llas conductas que tienen un impacto positivo en la eficacia biológica del receptor (Foster, Wenseleers, & Ratnieks, 2001). Esto es, las conductas cooperativas engloban tanto las mutualistas, que suponen un incremento en la eficacia del actor y del recep- tor, como las altruistas que benefician al receptor a cierto coste para el actor (primera columna de la matriz en Fig. 1.1.). Los estudiosos de los mecanismos próximos, sin embargo, ponen el énfasis en los procesos, independientemente del resultado de la   10   acción de cooperar. La cooperación es aquella conducta intencional llevada a cabo por dos o más individuos con un objetivo común en mente que conlleva la coordinación de las acciones entre los interactuantes (e.g., Eckerman & Peterman, 2007; Tomasello, 2009). Dado que nuestro interés reside en atender tanto a las causas últimas como a las próximas de este fenómeno, consideraremos como cooperación aquellas conductas que tienen un resultado positivo, al menos para uno de los interactuantes, pero que requieren del trabajo conjunto para alcanzar el objetivo. Aunque en humanos la reciprocidad parece estar basada en sofisticados mecanismos culturales y cognitivos, la emergencia de interacciones recíprocas no siempre requiere este tipo de demandas. Tanto los humanos como los otros animales pueden intercam- biar recursos de muchas maneras. Desde la primatología se ha propuesto una clasifi- cación de acuerdo con los mecanismos socio-cognitivos subyacentes (Brosnan & de Waal, 2002). La reciprocidad puede basarse en un conteo mental (mental scorekee- ping) de los favores dados y recibidos, de manera que el acto de dar es contingente al de haber recibido, lo que se denomina reciprocidad calculada. Alternativamente, la reciprocidad podría ser un subproducto del tiempo de asociación con el otro. Es decir, si los miembros de una especie dirigen sus conductas prosociales preferentemente ha- cia individuos cercanos, la distribución de favores será automáticamente recíproca dada la naturaleza simétrica de la asociación y no tendría por qué depender del com- portamiento del otro (reciprocidad por simetría). Entre estos dos extremos, existe un caso intermedio: el altruismo recibido podría engendrar una emoción positiva en el receptor que propiciaría el despliegue de altruismo subsecuente. En este caso, en lugar de llevar la cuenta de cuánto se da y se recibe, los individuos estarían respondiendo positivamente a una actitud positiva de su pareja (reciprocidad actitudinal). Indepen- dientemente del mecanismo que la sustenta, el resultado de estas formas de reciproci- dad es que los beneficios encuentran su camino de vuelta al donante original y, por tanto, hacen posible que los costes de ser altruista se compensen a la larga.   11   EL  PROBLEMA  DEL  ALTRUISMO  Y  LA  SOLUCIÓN  DE  LA  RECIPROCIDAD     “This behavior [altruism] is a special difficulty, which appeared to me insu- perable, and actually, fatal to my whole theory.” Darwin (On the origin of species, 1859) El altruismo fue un quebradero de cabeza para Darwin y desde la publicación de “El origen de las especies” (1859) ha sido la mayor china en el zapato con la que la teoría de la evolución se ha encontrado. ¿Cómo puede la selección natural actuar a favor de un comportamiento en el que el individuo incurre en un coste a favor de otro(s) miembro(s) del grupo? O en palabras de Stevens y Hauser (2004): “Why be nice if you can benefit better by being selfish?” Empecemos con un ejemplo que ilustra el dilema del altruismo bajo el prisma de la evolución. Imaginemos un grupo de simios que se reúnen para forrajear juntos en las copas de los árboles. Durante este período de forrajeo, los individuos son más vulne- rables al ataque de depredadores porque son más visibles (al estar concentrados) y es- tán entretenidos con la comida. Por lo que todos tienen que estar atentos a la presencia de posibles predadores. Imaginemos que de entre los miembros del grupo, algunos individuos emiten una llamada cada vez que detectan a un depredador, permitiendo que el resto del grupo huya pero comprometiendo su propia seguridad, puesto que el depredador podría detectarlo más rápido. Estamos ante una conducta altruista. La con- secuencia es que aquellos individuos que tengan el rasgo de llamada de alarma (es decir, los altruistas) tendrán menos posibilidades de sobrevivir (y por tanto de repro- ducirse) que aquellos que se benefician de la llamada sin incurrir en el coste potencial de ser detectados (los llamaremos tramposos o gorrones)4. En las siguientes genera- ciones, la proporción de altruistas se reducirá hasta que el grupo esté formado por tramposos. A primera vista, el altruismo no tendría ningún sentido desde el punto de vista evolutivo.                                                                                                                                         4 En términos de costes/beneficios biológicos, esto significa que la eficacia media del alelo que incre- menta la probabilidad de comportarse de manera altruista siempre será menor que la del alelo no al- truista.   12   Volvamos a nuestro grupo de simios. Imaginemos ahora que todos los miembros del grupo se turnan para emitir la llamada de alarma. En términos biológicos, esto signifi- caría que el coste en el que incurre el individuo A en un primer momento es recupera- do gracias a que el individuo B asume el coste en el siguiente momento. Esto es un tipo de reciprocidad: hoy por ti, mañana por mí. La reciprocidad es uno de los meca- nismos clave que explican la emergencia y el mantenimiento del altruismo porque permite a los individuos altruistas dirigir sus beneficios selectivamente hacia otros altruistas. Pero hay otros tipos de claves que parecen importantes (Silk & Boyd, 2010). A continuación revisaremos brevemente las explicaciones propuestas desde la biología evolutiva. Prestaremos especial atención a la reciprocidad, dado que es el mecanismo que mayor interés teórico ha despertado desde distintos campos científi- cos y el objeto de estudio de la presente tesis. SELECCIÓN  POR  PARENTESCO  O  EFICACIA  INCLUSIVA   Los modelos de selección por parentesco se basan en el hecho de que los indi- viduos emparentados comparten un cierto porcentaje de genes. La idea central es que aun cuando las conductas altruistas son perjudiciales para la eficacia biológica directa (o darwiniana) del actor, pueden aumentar la de individuos que comparten una por- ción de los mismos genes. Así, desde un punto de vista biológico, lo que parece al- truista a nivel individual, es egoísta a nivel genético. W. D. Hamilton formula el pro- blema de la selección por parentesco en una elegante y sencilla ecuación matemática que se resume en que el grado de altruismo depende del grado de parentesco entre los individuos interactuantes. Tres décadas antes de la publicación de los revolucionarios trabajos de Hamilton (1964), J. B. S. Haldane, una de las grandes figuras de la biolo- gía evolutiva, ilustró sarcásticamente la teoría de selección por parentesco, cuando un reportero le preguntó si arriesgaría su vida para salvar a un hermano que se estuviera ahogando. Haldane respondió: “No, but I would save two brothers, or eight cousins (citado en McElreath & Boyd, 2008). El alelo que codifica el altruismo podría por tanto ayudar selectivamente a otras copias del mismo si la conducta altruista está diri- gida hacia parientes, lo que Hamilton denominó eficacia biológica inclusiva. Esto no sólo implica que las conductas altruistas deben ser dirigidas hacia individuos empa- rentados sino además, para que evolucione el altruismo, el grado de parentesco dentro del grupo debe ser alto. En comparación con otras explicaciones sobre la evolución   13   del altruismo, este enfoque requiere de una maquinaria comportamental y psicológica poco exigente, basada exclusivamente en el reconocimiento de parientes, y por consi- guiente, puede aplicarse a un amplio rango de especies (West, Griffin, Gardner, 2008). No obstante, no resuelve el problema de las conductas altruistas entre indivi- duos no-emparentados. SELECCIÓN  INTRA-­‐‑  /INTER-­‐‑GRUPAL   Los modelos de selección grupal (más recientemente redefinidos como selec- ción multinivel o selección “rasgo de grupo” –trait-group selection, e.g., Sober & Wilson, 1999; Wilson & Wilson, 2007) parten de la idea de que la selección natural actúa en distintos niveles de organización biológica, entre los que se encuentra el gru- po. Es decir, las fuerzas selectivas pueden actuar en grupos que compiten entre ellos, y no sólo en individuos en competencia. Más aún, muchas veces son fuerzas que tra- bajan en direcciones opuestas. De este modo, aquellos comportamientos que puedan contribuir a la persistencia de un grupo frente a otros a lo largo del tiempo pueden emerger aun a expensas de la eficacia biológica de algunos miembros del grupo. En el caso de la evolución del altruismo, por ejemplo, la selección dentro de un grupo favo- rece a los tramposos sobre otro tipo de individuos, porque éstos se aprovechan de los beneficios de la cooperación sin incurrir en los gastos. Sin embargo, la selección entre grupos favorece aquellos grupos que tienen más cooperadores porque cada coopera- dor incrementa la eficacia media del grupo y, por tanto, la productividad de un grupo de altruistas será mayor que la de un grupo de no-altruistas. En este escenario, el al- truismo podría haber evolucionado siempre que el coste intra-grupal fuera superado por el beneficio inter-grupal. La principal crítica hacia estos modelos es que no queda claro que el grupo sea una unidad de organización biológica relevante (West, Griffin & Gardner, 2008). En general, la variación genética entre los grupos es pequeña y si en algún momento existiera, la ratio de migración entre ellos es suficientemente im- portante para reducir cualquier diferencia significativa. Por tanto, en la mayoría de las especies, la selección individual actúa de manera más rápida que la grupal, eliminan- do cualquier efecto apreciable de ésta última. Una excepción podría ser el ser humano. Las prácticas culturales pudieron crear un escenario evolutivo único para la selección grupal, en tanto que ayudaron a mantener variaciones significativas, tanto genéticas como comportamentales, entre los grupos. Los defensores de la teoría de la selección   14   cultural (e.g., Boyd & Richerson, 2005; Henrich & Henrich, 2007) consideran el al- truismo como una adaptación cultural, específica del ser humano, cimentada en un conjunto de habilidades y motivaciones únicas para colaborar con otros y fortalecida por la transmisión de normas y valores propias de cada grupo. RECIPROCIDAD   La reciprocidad describe una situación en la que un individuo recupera los costes asociados a la conducta altruista en interacciones subsiguientes con sus parejas sociales. El interés teórico por los mecanismos de reciprocidad se debe a dos razones principales. Por un lado, pueden explicar, desde un punto de vista formal, un amplio abanico de ejemplos de altruismo5. Por otro lado, como ya hemos adelantado, es una de las formas más salientes del comportamiento humano. Hay dos grandes enfoques teóricos sobre la emergencia de estrategias recíprocas que comportan distintas implicaciones cognitivas (véase sin embargo Nowak, 2006 para una clasificación diferente). CONTROL  DE  LA  PAREJA  O  ALTRUISMO  RECÍPROCO   Volvamos al ejemplo, atribuido a Haldane, de la persona que se está ahogando. Como observador, hay dos opciones: prestarle ayudar, poniendo en riesgo la propia vida, o pasar de largo. ¿Bajo qué condiciones sería ventajoso ayudar? Hamilton resolvió el problema aludiendo a los genes en común que pudieran tener los individuos interac- tuantes. Otra alternativa sin embargo sería incurrir en los costes de ayudar con la ex- pectativa de que en un futuro la persona en apuros te devuelva el favor. Sencillo e in- tuitivo. En un intento por ampliar el alcance de los trabajos de Hamilton a individuos no emparentados (e incluso pertenecientes a especies distintas), Trivers (1971) formu- ló la hipótesis del altruismo recíproco: sacrificar los intereses inmediatos en pos del otro puede compensarse por los beneficios a largo plazo proporcionados por el recep- tor. De acuerdo con el autor, deben reunirse tres condiciones para que emerja el al- truismo recíproco: (1) los beneficios recuperados/reciprocados deben ser mayores que los costes iniciales, (2) los individuos deben ser capaces de reconocerse entre sí y de                                                                                                                                         5 La selección por parentesco sólo explica las conductas prosociales entre individuos emparentados y la selección grupal depende básicamente de una baja variabilidad genética dentro de los grupos. Por el contrario la reciprocidad se basa esencialmente en la posibilidad de volver a encontrarse con el indivi- duo receptor del acto altruista, circunstancia bastante común dentro de un grupo social.   15   llevar la cuenta de los intercambios realizados, (3) los individuos deben interactuar de manera repetida, alternándose en los papeles de donante y receptor. A pesar de que la aplicación del altruismo recíproco es más amplia que la de los otros mecanismos, el riesgo no es desdeñable ya que se puede incurrir en un coste en beneficio de la pareja y que ésta no devuelva el favor. El problema está en que, si los dos individuos quieren sacar el mayor provecho de los intercambios recíprocos, la tentación de traicionar a la pareja es muy alta. Para Trivers, el problema de la traición (o de cómo asegurarse de que tu pareja no te traicione) es la piedra angular de la evolución del altruismo. El dilema del prisionero iterado capta la esencia paradójica del altruismo y ha sido la herramienta formal con la que se han desarrollado los modelos de control de la pareja. Este problema, formulado desde la teoría de juegos, describe una situación en la que dos individuos se enfrentan a la decisión de cooperar o de traicionar al otro en interac- ciones repetidas (Fig. 1.2). El dilema se encuentra en que mientras que los dos indivi- duos pueden beneficiarse de la cooperación mutual (casilla R de la matriz), cada uno lo haría mejor si explotara los beneficios cooperativos de su compañero (casilla S de la matriz). Axelrod y Hamilton (1981) encontraron que los individuos que jugaban al dilema del prisionero iterado podían optimizar sus beneficios si aplicaban una estrate- gia conocida como tit-for-tat6. Esta estrategia consiste en empezar cooperando, y lue- go copiar la elección que haya hecho el compañero en la interacción anterior. Es de- cir, si éste ha cooperado, elegir cooperar y si ha traicionado, elegir traicionar (véase Roberts, 1998; Trivers, 2006 para críticas y mejoras de la estrategia tit-for-tat). En esencia, lo que se propone es que la conducta altruista puede ser evolutivamente esta- ble si los individuos actúan de manera recíproca y contingente al comportamiento previo de sus compañeros.                                                                                                                                         6 En realidad, Axelrod y Hamilton no presentaron a individuos reales el dilema del prisionero. Se trata- ba más bien de un torneo matemático en el que distintas estrategias (propuestas por un amplio número de teóricos del campo) se enfrentaban entre ellas en un contexto de dilema del prisionero iterado. La estrategia que salió vencedora fue la de tit-for-tat.   16   Jugador B C Cooperación D Traición Ju ga do r A C Cooperación R = 3 Recompensa por cooperación mutua S = 0 Pago del embaucado D Traición T = 5 Tentación de traicionar P= 1 Castigo por traición mutua Figura 1.2 La matriz de pagos del dilema del prisionero (correspondiente al jugador A). Formalmente, el juego se define como T> R> P >S y R >(S + T)/2. Los valores numéricos son ilustrativos (basado en Axelrod & Hamilton, 1981). A pesar de su aparente simplicidad, el altruismo recíproco descansa en una serie de requisitos cognitivos necesarios tanto para su emergencia como para su mantenimien- to a largo plazo7 (véase capítulo 3 de la presente tesis para una revisión sobre el desa- rrollo humano de estas capacidades). El reconocimiento individual y cierta capacidad computacional para llevar la cuenta de las deudas contraídas y los favores proporcio- nados (lo que se ha denominado partner-specific memory) son dos de las habilidades básicas necesarias, ambas relacionadas con el registro de interacciones pasadas o pre- sentes. Pero, el mayor reto cognitivo emerge de la demora entre el coste del acto altruista y el beneficio futuro recuperado (Stevens, Cushman & Hauser, 2005; Trivers, 1971), lo que requiere cierta anticipación de interacciones futuras. Por un lado, el individuo de- be computar la probabilidad de encontrarse con la misma pareja social en el futuro (lo que Axelrod & Dion, 1988 denominaron the shadow of the future) para ajustar su conducta de acuerdo con ese cómputo. En humanos adultos, la sombra del futuro desempeña un papel importante en la decisión de cooperar o de no hacerlo. Por ejem- plo, si anticipan el final de una secuencia de interacciones, reducen significativamente sus conductas altruistas (Palfrey & Rosenthal,1994). Sabemos, por muchos estudios de distintos ámbitos, que la capacidad de anticipación o el despliegue de conductas                                                                                                                                         7 Recuérdese que nos interesa la evolución del altruismo psicológico y no exclusivamente la evolución del concepto biológico.   17   orientadas hacia el futuro son más bien limitada entre los animales no-humanos (Suddendorf & Corballis, 2007). Luego es posible que este aspecto asociado al al- truismo recíproco plantee un reto mayor para la mayoría de las especies. Por otro lado, una vez que los individuos han identificado que los costes inmediatos pueden ser recuperados por beneficios futuros de la reciprocación, éstos tienen que ser capaces de diferir la gratificación inmediata8. Es decir, para que el altruismo emerja tienen que superar la tentación de obtener un refuerzo inmediato (asociado a la no- cooperación o la traición) a favor de la recompensa a largo plazo que surge de la cooperación. La capacidad de diferir la gratificación ha sido propuesta como la mayor restricción cognitiva asociada al altruismo recíproco, porque hasta los humanos adul- tos tienen una fuerte tendencia a preferir los refuerzos instantáneos frente a los benefi- cios diferidos. Esta relación se confirma en numerosos estudios que indican que aque- llos individuos (humanos adultos) con mayor inclinación a elegir las recompensas in- mediatas están menos dispuestos a cooperar (e.g., Harris & Madden, 2002). Algo aná- logo se ha observado en un estudio con arrendajos azules (Cyanocitta cristata) a los que se presentó una situación del dilema del prisionero iterado: el altruismo sólo se mantenía cuando se reducía la tentación por los refuerzos inmediatos (Stephens, McLinn, & Stevens, 2002). A pesar del enorme trabajo teórico al respecto (véase Brembs, 1996; Dugatkin, 1997 para revisiones), el altruismo recíproco carece, a excepción de un puñado de estudios, de evidencia empírica concluyente en especies distintas de la humana (Clutton-Brock, 2009; Hammerstein, 2003; Silk, 2007). Stevens y Hauser (2004) proponen que las exigencias cognitivas asociadas al altruismo recíproco podrían explicar su escasa pre- sencia en la naturaleza. Según estos autores, sólo el ser humano cuenta con el conjun- to de capacidades psicológicas necesarias, y la capacidad de integrar dichos procesos que, en último término, nos permite resolver el problema crucial del altruismo recí- proco: la traición (a través de mecanismos de control de los tramposos, tales como el castigo, el ostracismo, o el cambio de pareja).                                                                                                                                           8 Se han utilizado muy distintos términos para describir la habilidad de diferir la gratificación inmediata en pos de mejores beneficios futuros (e.g., paciencia, prudencia, descuento temporal) pero en esencia se trata del mismo fenómeno psicológico (Rosati, comunicación personal).   18   ELECCIÓN  DE  PAREJA  RECÍPROCA   El modelo de elección de pareja es una extensión de la teoría del altruismo recíproco propuesta por Trivers, en la que se describe a los jugadores inmersos en un entorno social. Este modelo se enmarca dentro la teoría de los mercados biológicos (Noë, 2006). Noë propone que los animales sociales pueden contemplarse como parejas de negocios que intercambian productos en un mercado. Los intercambios benefician a ambas partes, aunque no siempre de manera simétrica puesto que el valor de los pro- ductos que cada uno ofrece depende de la razón de oferta y demanda. De acuerdo con esta teoría, lo que se espera es que los individuos dentro de un grupo compitan entre sí por las mejores parejas, haciendo las mejores ofertas por sus servicios. Bajo estos términos, la reciprocidad se define como el proceso de elección de aquellas parejas que más han cooperado con el individuo en el pasado y el abandono de aquellas que lo han traicionado (Barclay, 2013; Schino & Aureli, 2009, 2010). Dada la falta de evidencia de reciprocidad tal como la define Trivers, los defensores de este modelo proponen ampliar el concepto de altruismo de manera que incluya conductas prosociales de bajo coste. Intercambios basados en conductas como el aci- calamiento, el soporte agonístico o la tolerancia social son ampliamente observados entre las especies primates (Brosnan & de Waal, 2002; Jaeggi & Gurven, 2013; Schino, 2007). Puesto que en estas situaciones prosociales los costes en los que incu- rre el actor son menos importantes, el incentivo para traicionar es por tanto también menor (i.e., ya no resulta tan rentable recoger los beneficios inmediatos y evitar la re- ciprocación después). Los autores argumentan que el origen del altruismo se da por tanto en situaciones en las que la selección haya favorecido la maximización de bene- ficios, en lugar de la minimización de los costes inmediatos, como se sostiene desde la posición del altruismo recíproco. La ventaja de esta hipótesis (desde un punto de vista evolutivo) es que los requisitos cognitivos son menos exigentes. Desde este modelo, se quita el énfasis en la capaci- dad de diferir la gratificación y otras habilidades que tratan sobre el futuro, y, en su lugar, se propone, como mecanismo subyacente a la reciprocidad, un sistema de con- tabilidad emocional (System of emotional bookkeeping, Cheney, 2011; Schino & Au- reli, 2010). Es decir, los intercambios de servicios y recursos entre individuos provo- carían variaciones emocionales específicas asociadas a cada pareja social. Por tanto,   19   los individuos tomarían las decisiones de acuerdo con los estados emocionales que cada compañero evoca (por ejemplo, el otro ha sido bueno conmigo, me siento bien para con él, sigo eligiéndole como pareja social). En último término, lo que motiva a los individuos a cooperar son los beneficios recibidos previamente, y no un cálculo racional de cuánto me puede aportar esta pareja en el futuro. Este sistema propuesto permitiría monitorizar los intercambios recíprocos con múltiples parejas sin por ello exigir una excesiva carga cognitiva. Más aún, dado que la reciprocidad se basa en la- zos afectivos y preferencias sociales (y no en la expectativa de refuerzo futuro), el marco de tiempo en el que se da la reciprocidad puede ser de largo plazo (a diferencia de altruismo recíproco, que tendría que emerger en ventanas de tiempo más peque- ñas). Aunque se trata de un enfoque prometedor, el modelo de elección de pareja recíproca presenta una serie de problemas. En primer lugar, resulta difícil de identificar la reci- procidad en estos términos dado que el marco temporal de reciprocación es muy am- plio, y en consecuencia, no sólo es difícil de observar, sino casi imposible de manipu- lar experimentalmente. Por otro lado, la mayoría de conductas incluidas en este mode- lo son de bajo o nulo coste (muchas de ellas con beneficios mutualistas inmediatos). Desde el punto de vista biológico, si un individuo no incurre en costes importantes al desplegar una conducta no necesitaría de mecanismos de protección como la recipro- cidad. Cabe la duda, por tanto, de que estemos ante una reciprocidad genuina (véase Barclay, 2013). Finalmente, el mecanismo psicológico proximal que proponen no está muy bien operativizado. ¿Qué significa un sistema emocional? A nivel psicológico, ¿no están hablando de lo mismo que el altruismo recíproco? Es decir, si a la larga el efecto es el mismo (i.e., computación de interacciones pasadas para predecir las futu- ras), ¿por qué la carga cognitiva es menor en este caso, como sugieren? Confiamos no obstante en que futuras investigaciones den respuesta a estas incógnitas. En cualquier caso, estos no son modelos excluyentes, sino complementarios. Mientras que el altruismo recíproco explica la emergencia del altruismo de acuerdo con la ra- zón coste/beneficio, la distribución de esa conducta entre los miembros de un grupo depende de la elección de pareja recíproca. Por un lado, en ausencia del mecanismo de altruismo recíproco (o control de pareja), cada individuo tendría un compañero nuevo en cada interacción y, por tanto, carecería de información suficiente para dis- tinguir la parejas cooperativas de las no-cooperativas (aspecto sobre el que actúa el   20   mecanismo de elección de pareja). Por otro lado, siempre que una conducta que bene- ficia a otro individuo es favorecida por la selección individual (sea por beneficios más o menos directos, sea por beneficios diferidos en el tiempo), entonces la selección también favorecerá el despliegue selectivo entre los miembros del grupo de acuerdo con su capacidad para reciprocar. Es posible, además, que estos mecanismos den cuenta de reciprocidades distintas. El modelo de elección de pareja parece estar más enfocado hacia lo que Brosnan y de Waal (2002) denominaron reciprocidad actitudinal que está motivada por los lazos sociales entre los individuos interactuantes y por tanto depende del altruismo recibido en el pasado. Por otro lado, el altruismo recíproco o control de la pareja tiene que ver con una forma de reciprocidad más compleja, más característica de las interacciones humanas, que se centra en la expectativa de recompensa futura y requiere de cierta capacidad de planificación (i.e., reciprocidad calculada).   21   EL  DESARROLLO  DE  LA  PROSOCIALIDAD9       “A prince must learn how not to be good” Machiavelli (Il Principe, 1531) Dan (3 años 9 meses) le preguntó a Frank (5 años 4 meses) si podía ju- gar con su avión de juguete a lo que Frank se negó rotundamente. En- tonces, Dan se acercó a Frank y le dijo: “Frank, tengo un autobús grande y lo puedes usar”. Frank dijo: “¿Lo tienes? ¿Puedo usarlo? Dan le dijo: “Sí… ¿y ahora me dejarás que coja tu avión?” Frank ter- minó accediendo a su petición. (Isaacs, 1933, p. 97) En 1787, el filósofo Dietrich Tiedemann publicó la primera descripción del desarrollo psicológico de un niño (Delval & Gómez, 1988). Su trabajo se basaba en las observa- ciones periódicas que había realizado de su hijo en los primeros años de vida. En él aparecen abundantes referencias a la necesidad humana de compartir nuestros intere- ses, experiencias e información con los otros desde muy temprano en el desarrollo. Por ejemplo, Tiedemann describe cómo su hijo, antes de cumplir un año, señala con el dedo un objeto, mira alternativamente a su padre y al objeto y sonríe cuando final- mente su padre dirige la mirada hacia ese objeto. Tiedemann interpreta este compor- tamiento –que remite a lo que hoy se conoce como atención compartida- como un in- tento del bebé por incluir a su padre en una experiencia que encuentra gratificante, sin ningún objetivo instrumental. Desde el trabajo de Tiedemann se han ido sucediendo las observaciones naturalistas del desarrollo social temprano. Sin embargo, el estudio sistemático de la conducta prosocial y la formulación de teorías sobre su origen y desarrollo ontogenético son relativamente recientes. A lo largo del siglo XX, la investigación se ha ocupado más                                                                                                                                         9 La psicología del desarrollo es frecuentemente denominada en castellano con el nombre de “psicolo- gía evolutiva”, porque la adjetivación del término “desarrollo” es malsonante o, simplemente imposible (en inglés, developmental psychology). No obstante, en el resto de ámbitos científicos “evolutivo” se refiere a la evolución, y por ejemplo, hablamos de biología evolutiva (evolutionary biology). Nótese por tanto que el término evolutivo en este apartado se refiere a la ontogenia del individuo.   22   de los juicios sociales y morales (L. Kohlberg, 1969; Piaget, 1932; Turiel, 1983)10 que de la propia conducta y, en consecuencia, las teorías del desarrollo mejor fundamen- tadas se han formulado en relación con el origen y desarrollo del razonamiento socio- moral. Y aunque el problema de las relaciones (coherencia) entre juicio y conducta social ha preocupado a pensadores de distintas épocas, abordarlo empíricamente ha sido -y sigue siendo- una tarea ardua (Kohlberg & Candee, 1984). Entre los antecedentes de la investigación empírica sobre conducta prosocial durante la primera mitad del siglo XX, cabe citar los trabajos realizados por Murphy (1937) sobre la empatía y sus correlatos conductuales a partir del primer año de vida. Esta autora abordó una serie de cuestiones muy relevantes para la comprensión del desa- rrollo prosocial anticipándose a muchas de las investigaciones de corte conductual que se empezaron a realizar de manera sistemática en los años 70, y cuyo interés primor- dial era identificar aquellos determinantes de la conducta prosocial en niños escolares desde el paradigma del refuerzo social y el aprendizaje observacional (Staub & Sherk, 1970; Yarrow, Scott, & Waxler, 1973). Sin embargo, el estudio del origen y de las formas tempranas de prosocialidad no aparece hasta años recientes, coincidiendo con –o quizá, siendo impulsado por- un creciente interés de la psicología comparada en el origen filogenético de la prosocialidad humana. En lo que sigue, revisaremos las distintas teorías que compiten actualmente por ofre- cer una explicación convincente sobre el desarrollo prosocial, así como los hallazgos más relevantes de la investigación empírica. La mayoría de autores coinciden en iden- tificar dos grandes hitos ontogenéticos en el desarrollo prosocial temprano: una prime- ra fase en la que emergen conductas prosociales genuinas, aproximadamente entre el primer y segundo año de vida, y una segunda fase en la que estas conductas se van haciendo más selectivas y diferenciadas, aproximadamente a partir de los 3-4 años en adelante. Como veremos, las explicaciones del cómo surgen estas conductas y qué factores determinan su desarrollo difieren sustancialmente en función de la perspecti- va teórica de los autores.                                                                                                                                         10 No es lugar aquí para describir las contribuciones teóricas de Piaget y Kohlberg al desarrollo del jui- cio moral y las críticas que suscitaron entre autores de corte más conductual o las polémicas con los culturalistas (véase una perspectiva interesante y crítica de estos problemas en Turiel, 2002).   23   EL  ORIGEN  DE  LA  PROSOCIALIDAD  HUMANA   Los debates teóricos desde la perspectiva de la psicología del desarrollo giran fundamentalmente en torno al origen y las causas próximas de la prosocialidad huma- na. Obviando las diferencias que se encuentran en el énfasis que ponen distintos auto- res a cada aspecto de la prosocialidad humana, se puede decir que hay dos enfoques principales sobre su origen. Por un lado, están los autores que defienden una perspectiva genuinamente evolutiva de la prosocialidad (Brownell, 2013; Hay, 1994; Warneken & Tomasello, 2009a). Se- gún ésta, el motor de la prosocialidad reside en la motivación básica por compartir la atención, la emoción y la información con los otros, y su desarrollo hacia formas cada vez más variadas y flexibles depende –o es inseparable- de los progresos en la com- prensión del mundo social; a su vez, estos progresos sólo son posibles en el contexto social de actividades compartidas –primero con la guía de los adultos, después en el seno de las relaciones con iguales. Dentro de este enfoque común se pueden identificar dos posturas teóricas respecto a la naturaleza de esa motivación y el grado en que existe, en los humanos, una tendencia natural al altruismo. Warneken & Tomasello (2009a), entre otros, se inclinan por una visión natural del altruismo que atribuye a los niños una predisposición por actuar en beneficio del otro. La cristalización de esta motivación sería la ayuda instrumental: una forma básica y primitiva de altruismo sobre la que florece, a lo largo del desarro- llo, el resto de formas prosociales. Esta posición ha sido parcialmente respaldada por una serie de investigaciones comparadas que parecen indicar que la conducta de ayu- da es la primera en aparecer en el desarrollo y está también presente en los chimpan- cés, nuestros parientes más cercanos. Esto sugeriría, en último término, que nuestro ancestro común ya contaba con este rasgo. No obstante, una afirmación de tales carac- terísticas necesita de un cuerpo de evidencias más amplio, en especial dirigido a exa- minar si efectivamente los ejemplos de ayuda en niños y chimpancés son homólogos (para una crítica más detallada, véase Hay, 2009; para una discusión sobre el concepto de homología en psicología, Moore, 2013). Para otros autores, esta conjetura tiene, al menos por el momento, escaso fundamento (Brownell, 2013; Hay; 2009) y, para justificar su postura, apuntan una interesante di-   24   ferencia entre el concepto de socialidad y el de prosocialidad. Según Hay (e.g., Hay & Cook, 2007), la motivación humana básica es la interacción social, lo cual tiene que ver más con la socialidad que con la prosocialidad. Los humanos venimos equipados con una serie de sesgos perceptuales que promueven la atención a la voz y a las caras humanas, y una sensibilidad hacia las claves emocionales (Cohen & Cashon, 2006; Keen, 2003). Estamos, desde el principio, constreñidos a prestar atención y reaccionar a los estímulos provenientes de otros seres humanos; o dicho de otro modo, en el en- torno del bebé pocas cosas son tan atractivas (en términos de fuerza de atracción del estímulo) como la conducta de las personas que, además, incitan de forma especial al bebé para involucrarlo en la interacción. De esta combinación entre la inclinación bá- sica del bebé y el entorno social que ofrece el humano, se derivarían las formas com- plejas de actividades sociales, entre las que se encuentra nuestra tendencia a actuar en beneficio de los otros. Hay apoya su argumentación en varios estudios empíricos sobre el desarrollo de las conductas sociales. Entre otros hallazgos a favor de un genuino desarrollo desde la socialidad hacia la prosocialidad, Hay (1994) destaca por su relevancia los resultados que revelan que las conductas sociales positivas -como las de dar o mostrar objetos-, y las negativas -como el uso de la fuerza para recuperarlos-, empiezan constituyendo una misma categoría, que podría denominarse “interacción con los otros”. Estas for- mas de interacción se diferenciarían rápidamente en el desarrollo (en torno al segundo año de vida), dando lugar a conductas genuinamente prosociales. Lo cierto es que la co-ocurrencia entre cooperación y conflicto en niños pequeños ha sido descrita desde los inicios de la psicología del desarrollo (e.g., Dunn, 1988; Murphy, 1937). En cualquier caso, y a pesar de que todavía es pronto para decantarse por una de estas propuestas, ambos modelos tienen en común que retratan el desarrollo prosocial como un proceso gradual a través del cual se convierte en un comportamiento selectivo, so- cialmente apropiado y autorregulado. Por otro lado, se encuentran los autores que defienden que la emergencia de la proso- cialidad humana descansa sobre una serie de capacidades cognitivas especializadas seleccionadas a lo largo de la evolución humana (e.g., Hamlin, 2012; Wynn, 2008). Desde esta posición, se asume que los bebés humanos nacen dotados de un conjunto de conceptos o representaciones sobre los estados psicológicos de los otros, una dota-   25   ción que les permitirá realizar evaluaciones de esos otros y crear expectativas sobre su comportamiento (pro-) social. Como ya apuntamos en el apartado de los modelos evo- lutivos, uno de los principales obstáculos a la hora de explicar la evolución de la cooperación es el problema de los tramposos. Precisamente este obstáculo es el que intentan superar los defensores de esta perspectiva proponiendo que el éxito del ser humano descansa en una capacidad innata y de aparición temprana para detectar a los no-cooperadores o tramposos (Cosmides & Tooby, 2008; Hamlin & Wynn, 2011). Esto, junto con una supuesta predisposición a ser altruista, aseguraría la estabilización de la cooperación dentro de los grupos humanos. De acuerdo con esta tesis, ser capaz de identificar a los individuos por su nivel de cooperación y preferir interactuar con los más cooperadores confiere una ventaja adaptativa a aquellos bebés que presentan esta característica. Este y otros argumentos similares han dado lugar a críticas importantes por parte de los autores que ponen en duda la existencia de un kit de especialización altruista, plan- teando las siguientes cuestiones. Los bebés humanos pasan sus primeros años de vida en un entorno básicamente cooperador (compuesto por familiares y cuidadores) que les protegen de la explotación de terceros11. Solo más tarde, cuando las interacciones entre iguales cobren más importancia, necesitarán adquirir mecanismos de detección de tramposos y de regulación de las conductas prosociales. Planteado de otro modo, si el altruismo es un rasgo biológico, ¿qué ventajas adaptativas conferiría a los bebés ser altruistas? La ayuda que puede ofrecer un niño de 14-18 meses no es lucrativa, en términos de eficacia biológica, para un receptor adulto, dada la limitada competencia a esas edades. Es decir, incluso suponiendo que el pequeño pueda actuar de manera altruista, tal conducta no constituye ninguna diferencia significativa sobre la que la selección natural haya podido actuar. En respuesta a esas críticas, autores como Wynn (2009) proponen nuevos argumentos a favor del kit de especialización. El altruismo en niños pequeños puede ser beneficioso para ellos mismos (una vez más en términos de eficacia biológica) y no tanto para terceros, pues genera en los adultos sentimientos de benevolencia y de afecto hacia los pequeños altruistas. Wynn escribe: “Perhaps it serves as a form of promissory note for future intent: I can’t actually be of measurable help yet, but see what a cooperative nature I have, and how genuinely helpful I’ll be                                                                                                                                         11 Por supuesto, esto no significa que su entorno esté libre de conflictos que se cuentan desde la com- petencia entre hermanos al conflicto de intereses entre padres e hijos.   26   one day” (Wynn, 2009). A partir de esta conjetura, Wynn predice que los niños pe- queños dirigirán sus conductas prosociales preferentemente hacia individuos de los que puedan sacar provecho a la larga. Esto es, principalmente hacia parientes, cuida- dores y aquellas personas con las que interactúan los niños en sus primeros años (véase Tooby & Cosmides, 1996, para una explicación más elaborada sobre el posible contexto evolutivo en el que el dominio de especialización altruista pudiera haber sido seleccionado). Desde este enfoque, los cambios ontogenéticos se entienden más como incremento de la información que como desarrollo propiamente dicho, y la experien- cia se considera más un detonante de capacidades preespecializadas que una fuente de conocimiento. El problema de este tipo de enfoques es doble. En primer lugar, no cuenta con eviden- cia empírica robusta que sustente afirmaciones de tal calibre ya que la inmensa mayo- ría de estudios utilizan como medida dependiente el tiempo de mirada del bebé. Nu- merosos autores del desarrollo cognitivo temprano han criticado el uso de esta medida –desarrollada inicialmente en el ámbito del desarrollo perceptivo- para evaluar capa- cidades cognitivas de cierta complejidad (Cohen & Cashon, 2006; véase capítulo 4 para una revisión crítica de las pruebas empíricas al respecto). Pero más allá de la am- bigüedad de las pruebas, esta aproximación teórica por el momento resulta menos par- simoniosa, desde el punto de vista de la evolución, que la que asume un desarrollo genuino de la prosocialidad. Mientras que, desde esta última, subyace la idea de que la especialización es el resultado de un proceso constructivo sobre la base de sesgos ini- ciales o predisposiciones muy básicas, el primero requiere de un mayor número de pasos evolutivos, soluciones adaptativas a problemas específicos que se van añadien- do acumulativamente a lo largo de la evolución humana. Suscribimos la primera hipó- tesis y, en lo que sigue, revisaremos las pruebas empíricas que indican que, si bien los niños comienzan temprano a mostrarse prosociales, la especialización y la selectivi- dad de sus conductas prosociales es un proceso gradual que arranca en los primeros años de la educación infantil. ¿QUÉ  SABEMOS  DEL  DESARROLLO  PROSOCIAL  TEMPRANO?   Actualmente contamos con un amplio conjunto de estudios que indican que, entre los 12 y 24 meses, los niños comienzan a expresar una diversidad de conductas dirigidas a beneficiar al otro, tales como ayudar, consolar, compartir o cooperar, y que lo hacen   27   en un gran abanico de situaciones (véase Eisenberg, Fabes & Spinrad, 2006; Hay, 2007; Warneken & Tomasello, 2009 para revisiones). Sin embargo, la investigación dirigida a examinar y comparar sistemáticamente las distintas formas de prosocialidad ha revelado diferentes patrones evolutivos y, en general, una escasa asociación entre estas conductas, lo que sugiere que la prosocialidad es un fenómeno multifacético res- paldado, posiblemente, por mecanismos cognitivos diferentes. Revisaremos a conti- nuación las pruebas empíricas relacionadas con tres categorías generales de prosocia- lidad: ayuda / consuelo, cooperación y conductas de compartir. AYUDA  Y  CONSUELO   Sin duda, la conducta prosocial más ubicua, y entre las más tempranas, es la de ayuda instrumental. En una serie de trabajos ya famosos, Warneken y colaboradores (War- neken & Tomasello, 2007; Warneken, Hare, Melis, & Tomasello, 2007) encontraron que a partir de los 18 meses los niños participan activa y espontáneamente en conduc- tas de ayuda tales como abrirle la puerta del armario a un adulto que tiene las manos ocupadas. Los niños ayudaban incluso incurriendo en algún coste personal, como te- ner que dejar de jugar o superar una serie de obstáculos físicos (Svetlova, Nichols, & Brownell, 2010; Warneken & Tomasello, 2007, 2008). Más aún, los niños de 20 me- ses que recibían una recompensa material estaban significativamente menos dispues- tos a prestar ayuda al experimentador en las siguientes interacciones (Warneken & Tomasello, 2008), lo cual sugiere, de acuerdo con el efecto de sobrejustificación (Deci, 1972), que la motivación de los niños es genuinamente intrínseca (véase también Hepach, Vaish, & Tomasello, 2012). Pero la conducta de ayuda de los niños no se limita a completar las acciones de los otros. También son proclives a dar información a otra persona (por ejemplo, indicarle el lugar en el que se encuentra un objeto) para que ésta pueda alcanzar su objetivo (Liszkowski, Carpenter, Striano, & Tomasello, 2006; Liszkowski, Carpenter, & Tomasello, 2008). En conjunto, estos hallazgos señalan que a los 18 meses, los niños no sólo parecen comprender las acciones dirigidas hacia un fin, lo que les permite in- tervenir de manera flexible en un gran número de situaciones, sino que además están genuinamente motivados a que el otro cumpla su objetivo. Durante el mismo período, los niños empiezan a proporcionar consuelo y asistencia a aquellos individuos en sufrimiento, tales como una persona que siente dolor después   28   de haberse golpeado la rodilla o que está disgustado porque su juguete se ha roto. Este tipo de respuesta nos remite a una cuestión relevante en este ámbito de estudio: los sustratos afectivos de la conducta prosocial. Numerosos autores sostienen que la pro- socialidad está mediada por una respuesta empática hacia las necesidades de otro in- dividuo (Eisenberg & Miller, 1987; Hoffman, 2000) y se han ocupado de estudiar las relaciones entre respuestas empáticas y distintas formas de prosocialidad, encontrando en algunos casos una asociación positiva entre ambas (e.g., Williams, O'Driscoll, & Moore, 2014). A partir de los 2 años, las respuestas dirigidas a aliviar el dolor ajeno comienzan a mostrar signos de flexibilidad y cierta sofisticación. Estudios recientes corroboran que, entre los 2 y 3 años, la comprensión del estado emocional del otro va más allá de los signos externos o conductas emocionales que manifiesta visiblemente la víctima (Hepach, Vaish, & Tomasello, 2013; Vaish, Carpenter, & Tomasello, 2009). Esta cre- ciente capacidad de identificar las causas, consecuencias y los correlatos tanto de las emociones ajenas como de las propias les permite desplegar una intervención proso- cial más en línea con las necesidades reales de la víctima (Ginsburg et al., 2003). COOPERACIÓN     Otro terreno en el que los niños se muestran especialmente hábiles y motivados desde una edad temprana es en actividades de cooperación. En los inicios de su segundo cumpleaños, ya son capaces de coordinar sus acciones con las de su compañero de manera efectiva (Eckerman & Didow, 1981), incluso cuando esto requiere alternar turnos o asumir roles complementarios (Brownell & Carriger, 1990). Más aún, cuando la actividad cooperativa se interrumpe (e.g., el compañero de juego deja repentina- mente de participar), los niños intentan activamente reenganchar al compañero en la tarea, en vez de intentar continuarla solos, como hacen los chimpancés (Warneken et al., 2006, Warneken et al., 2007). Esto sugiere que ya entienden la estructura básica de la cooperación en la que dos individuos coordinan sus acciones con un objetivo compartido en mente. La motivación por participar en tareas cooperativas es tan po- tente que incluso en situaciones en las que el objetivo puede alcanzarse individual- mente, los niños prefieren hacerlo de manera cooperativa, una vez más a diferencia de los chimpancés (Bullinger, Melis, & Tomasello, 2011; Warneken, Lohse, Melis, & Tomasello, 2011).   29   Pero eso no es todo. Una vez que las personas formamos un objetivo en común, nos sentimos comprometidos con ello en el sentido de proseguir la actividad o tarea hasta su finalización. Estudios recientes han revelado que incluso a la edad de 3 años los niños entienden este tipo de compromiso de “permanencia”. Por ejemplo, cuando tie- nen que trabajar conjuntamente en una tarea que conduce a la obtención de una re- compensa para cada uno, continúan haciéndolo hasta que su compañero obtiene el premio aun cuando ellos ya hubiesen recibido el suyo en una fase anterior (Hamann, Warneken, Greenberg, & Tomasello, 2011). Esto indica que, a partir de los 3 años, los niños ya perciben la cooperación como una actividad de compromiso en la que los interactuantes son interdependientes entre sí. COMPARTIR   Hasta ahora hemos revisado las dimensiones que tradicionalmente se incluyen en cualquier revisión sobre el desarrollo prosocial (e.g., Eisenberg, Cameron, Tryon, & Dodez, 1981; Svetlova et al., 2010; Zahn-Waxler, Radke-yarrow, Wagner, & Chapman, 1992), sin mencionar otro tipo de conducta de naturaleza prosocial: la de compartir (véase sin embargo, Warneken & Tomasello, 2009). Tal aspecto de la pro- socialidad, objeto de estudio de este trabajo, ha recibido bastante menos atención has- ta hace relativamente poco12. Por esta razón, el patrón evolutivo de la conducta de compartir es menos claro. Compartir conlleva renunciar/sacrificar la posesión de algo que el individuo controla, aprecia y desea (Brownell, Iesue, Nichols, & Svetlova, 2012). Aunque esta conducta prosocial comparte con el resto el sustrato motivacional, no suele desencadenarse por un estado de necesidad del otro (sea emocional, como en el caso del consuelo, sea ins- trumental, como en la conducta de ayuda), ni descansa sobre la construcción de un objetivo común (como la cooperación). Las observaciones naturalistas sugieren que, en torno a los 8 meses, los bebés empie- zan a enseñar y dar objetos a las personas de su entorno. Todos aquellos que tienen niños alrededor reconocen esta conducta y lo gratificante que resulta para el niño. Es- tos actos sociales, tempranos y ubicuos, son de vital importancia para el desarrollo social del niño, pues se suponen precursores de las capacidades básicas para la inter-                                                                                                                                         12 Esta omisión o descuido resulta bastante sorprendente pues una de las intervenciones parentales más tempranas se orienta hacia las conductas de dar y compartir de sus hijos.   30   acción con los otros (i.e., desarrollo del lenguaje y atención compartida). Sin embar- go, y aunque algunos autores identifiquen estas conductas como genuinamente proso- ciales (e.g., Rheingold, Hay, & West, 1976), los bebés parecen usar este tipo de ac- ciones como una forma general de participar en la vida social, más que un medio in- tencionalmente dirigido a beneficiar al otro. De hecho, estudios correlacionales han mostrado asociaciones positivas entre las conductas de dar y de quitar objetos hasta el segundo año de vida, edad a partir de la cual, desaparece esa correlación: se convier- ten entonces en dos formas de socialidad diferentes (Hay, 2006; Hay & Castle, 2000). Los escasos datos experimentales parecen indicar que compartir es más exigente que otras formas de prosocialidad. En un estudio dirigido a identificar la aparición de dis- tintas formas de prosocialidad (i.e., ayuda, respuesta empática, y conducta de compar- tir), Svetlova y colaboradores (2010) encontraron que la conducta de compartir era la más tardía e incluso niños de 30 meses se mostraban reacios a renunciar recursos pro- pios para compartirlos con un adulto. Incluso en situaciones en las que compartir no supone coste personal, hasta los 2,5 años los niños no parecen hacerlo espontánea- mente (Brownell, Svetlova, & Nichols, 2009; Sebastián-Enesco, Hernández-Lloreda, & Colmenares, 2013; véase sin embargo Wu & Su, 2014 para resultados que indican una emergencia más tardía). Parece que, al principio, los niños comparten sólo cuando el otro verbaliza explícita- mente su deseo por obtener parte de los recursos o a través de una solicitud directa. Es posible que esto se deba a una comprensión todavía germinal de los estados mentales ajenos. Así lo sugiere un gran número de estudios que establecen una relación positiva entre la conducta de compartir y la comprensión de la teoría de la mente (Moore & MacGillivray, 2004; Wu & Su, 2014). Sin embargo, esto no explicaría por qué la con- ducta de compartir emerge más tardíamente que otras formas prosociales que también descansan en habilidades mentalistas. Un aspecto de la cognición social temprana que puede ser fundamental es la compren- sión de la propiedad. El sentido de propiedad es un atributo invisible de un objeto que es social y normativamente definido, y que confiere derechos de posesión únicos al propietario (Blake & Harris, 2009). La conducta de compartir supone la transferencia de una propiedad, sea temporalmente, como dejar a otros niños jugar con sus juguetes, sea permanentemente como regalar a otro parte de sus pegatinas. Algunos autores han   31   propuesto que el sentido de la posesión es una de las dimensiones más importantes de desarrollo temprano de la noción del yo. De hecho, uno de los temas principales de las conversaciones entre niños pequeños se refiere a la pertenencia de los objetos (e.g., “es mío”) (Hay, 2006). De acuerdo con Rochat (2010), es posible que, durante los primeros años de vida, los niños se muestren reacios a compartir objetos que conside- ran de su propiedad pues su sentido del yo se ve comprometido al estar íntimamente asociado con las posesiones personales. En un estudio reciente (Brownell, Nichols, & Svetlova, 2012), se comprobó que los niños cuya comprensión de la propiedad era todavía incipiente estaban menos dispuestos a compartir cosas espontáneamente, y cuando lo hacían tardaban significativamente más. En el capítulo 3 veremos que, además de estos correlatos socio-cognitivos, la conduc- ta de compartir depende del desarrollo de la función ejecutiva, en especial de la capa- cidad de diferir la gratificación, y otras formas de pensar sobre el futuro que van a permitir al niño superar los impulsos inmediatos que están generalmente orientados al interés propio. ¿QUÉ  PASA  DESPUÉS?  DIFERENCIACIÓN  DE  LAS  CONDUCTAS  PROSOCIALES     El segundo hito evolutivo en el desarrollo prosocial, que la mayoría de autores coinciden en destacar, se da en los inicios de la educación infantil. Empieza a obser- varse un comportamiento prosocial crecientemente selectivo en el sentido de que los niños se muestran prosociales en algunas pero no en todas las ocasiones, y con algu- nos pero no con todos los receptores (para una revisión véase Hay, 1994). Reciente- mente se ha propuesto que esta segunda fase del desarrollo prosocial se articula en dos etapas. En la primera, hacia los 3-4 años, los niños empiezan a considerar una serie de factores sociales, fruto de sus propias relaciones con los otros, lo que les lleva a res- tringir sus conductas prosociales preferentemente hacia amigos, familiares y miem- bros de su propio grupo (nepotismo o parroquialismo en palabras de Fehr y colaboradores, Fehr, Bernhard, & Rockenbach, 2008) o a aquellas personas que les han beneficiado en el pasado (reciprocidad actitudinal). Más adelante, durante los úl- timos años de educación infantil, van incorporando guías de conducta más generales relacionadas con principios elementales de justicia, imparcialidad y una norma más   32   general de reciprocidad, dando lugar a conductas morales en su sentido amplio13 (Baumard, André, & Sperber, 2013; Tomasello & Vaish, 2013). Este proceso es posi- ble, según Tomasello, en la medida en que los niños puedan inhibir sus intereses per- sonales a favor de otros individuos (second-personal prosociality), condición necesa- ria para, posteriormente, poder considerar sus propios intereses y los ajenos de manera normativa e impersonal (agent-neutral prosociality). Otros autores reconocen dicho patrón evolutivo pero ponen énfasis en la distinción de procesos de regulación prosocial de acuerdo con el tipo de conducta que regulan: mientras que la reciprocidad es el proceso de mediación de las conductas que suponen un coste para el actor (lo que hemos llamado altruismo), la meritocracia y la equidad regulan las conductas mutualistas, sea porque son cooperativas, sea porque son de ba- jo coste, como la ayuda instrumental (Warneken, personal communication). De entre todos, hay dos procesos nucleares en esta nueva etapa: el sentido de la justi- cia distributiva y la reciprocidad. De acuerdo con nuestro objetivo de estudio, nos cen- traremos en este último aspecto, y prestaremos especial atención al modo en que este mecanismo regula la conducta de compartir y la distribución de recursos en niños. EL  DESARROLLO  DE  LA  RECIPROCIDAD   La reciprocidad constituye a la vez un concepto a desarrollar y un mecanismo de re- gulación indispensable para el progreso de la conducta prosocial pues a medida que el niño entiende el proceso de reciprocidad, también va haciendo un uso más estratégico del mismo. Dentro del marco de la moralidad, la reciprocidad es uno de los procesos centrales que hace posible la construcción de una moral autónoma, marcada por el respeto mutuo y la cooperación entre iguales (Piaget, 1932). Dado que la distribución de poder y res- ponsabilidad entre iguales tiende a ser equitativa, los niños necesitan regular los tér- minos de su relación a través de los principios de reciprocidad. De acuerdo con esto, la reciprocidad desempeña además un papel fundamental en el desarrollo de las rela- ciones de amistad (Laursen & Hartup, 2002; Youniss, 1980), que se caracteriza, según Damon (1977), como una transformación gradual desde una estricta aplicación de la reciprocidad material (maximizar beneficios) a un soporte emocional mutuo (satisfa-                                                                                                                                         13 Estas conductas morales, como las denominan Baumard y Tomasello entre otros, no son aún princi- pios morales sino las bases conductuales del desarrollo moral.   33   cer necesidades emocionales a través del apoyo mutuo). Pese a la indudable importan- cia que tiene la reciprocidad en estos y otros aspectos del desarrollo, es llamativo el pequeño número de trabajos dirigidos a identificar su patrón evolutivo y sus correlatos socio-cognitivos. Desde el punto de vista del desarrollo, podría decirse que la reciprocidad hunde sus raíces en la estructura de ciertas interacciones muy tempranas. Así, en los primeros meses de vida, un buen número de las interacciones materno-filiales está marcado por la alternancia de turnos, desde los episodios de amamantamiento hasta el repertorio de intercambio de miradas y de vocalizaciones, descritos por numerosos psicólogos del desarrollo temprano desde hace decenios (Anderson, Vietze, & Dokecki, 1977; Brazelton, Koslowski, & Main, 1974). No obstante, estas primeras interacciones no son propiamente recíprocas ya que es fundamentalmente el adulto –no el bebé- quien, de forma inconsciente, está guiando la interacción, quien se pliega a las necesidades del bebé y quien atribuye intenciones. En todo caso, todo ello es el terreno abonado para la emergencia de una reciprocidad genuina. Sin duda, el área más prolífera de investigación sobre la reciprocidad es la dirigida a evaluar el papel de esta norma en el desarrollo de los juicios morales. En la mayoría de estos trabajos, mediante entrevistas clínicas o semi-estructuradas se planteaban al niño situaciones hipotéticas pidiéndole que evaluara la bondad de los personajes invo- lucrados. Estudios de esta índole han permitido saber que, a partir de los 5-6 años, los niños empiezan a aceptar la norma de reciprocidad como un principio de regulación de conducta. Por ejemplo, cuando se les relata una serie de historietas que representan situaciones de reciprocidad y no reciprocidad hacen atribuciones diferentes según el comportamiento del actor: cuando éste se comporta de forma no recíproca lo explican más por variables personales que situacionales, y lo contrario ocurre cuando el actor ha respondido de forma recíproca a la conducta ajena (Berndt, 1977; Youniss, 1980). En torno a la misma edad, ya son capaces de identificar cuándo se da una violación de la norma de reciprocidad (no devolución del favor recibido), y de evaluarla como una conducta potencialmente castigable (Durkin, 1956; véase Harris, Núñez, & Brett, 2001 para resultados que indican una emergencia más temprana). Todavía, sin embar- go, la comprensión de los intercambios recíprocos (y de lo que implica) sigue siendo frágil y, por ejemplo, tienen problemas en identificar la reacción emocional de la víc- tima ante una violación de la reciprocidad (Keller, Gummerum, Tien Wang, &   34   Lindsey, 2004). Hacia los 6-7 años, consideran la reciprocidad como una buena estra- tegia para determinar si deben ayudar o compartir con otros (Suls, Witenberg, & Gutkin, 1981). Por otro lado, empiezan a adquirir un conocimiento más sutil sobre la deuda que contrae el receptor con el donante al recibir ayuda: la deuda varía en fun- ción del tipo de relación entre los interactuantes y provoca un sentimiento de gratitud en el receptor que depende de los costes incurridos por el donante (De Cooke, 1992). En conjunto estos hallazgos indican que a partir de los 5 años, los niños empiezan a razonar sobre el significado y la importancia social de la reciprocidad, desde un punto de vista deóntico. Sin embargo, no nos informan del cuándo y cómo los niños co- mienzan a actuar de manera recíproca y qué curso de desarrollo tiene esas conductas. De entre los escasos trabajos que han explorado la emergencia de las conductas recí- procas, la mayoría se ha basado en observaciones de las interacciones sociales entre iguales en situaciones naturales, como el patio del colegio o el aula de clase. Parece que en torno a los 3-4 años de edad los actos de generosidad dados y recibidos entre niños correlacionan positivamente (Fujisawa, Kutsukake, & Hasegawa, 2008; Hay & Castle, 1999; Strayer, Wareing, & Rushton, 1979). No obstante, no podemos olvidar que se trata de estudios correlacionales que, si bien proporcionan una evidencia suge- rente sobre las primeras formas recíprocas, no pueden establecer la causa de la varia- ción en prosocialidad entre las díadas de niños. Es decir, no hay información suficien- te para determinar si la conducta de los niños (dar, no dar, cuánto dar) es contingente al comportamiento previo de su compañero de juego. En su defecto, la reciprocidad observada podría ser el resultado de las relaciones de amistad entre los niños. Recor- demos que, en este caso, estaríamos ante la llamada reciprocidad actitudinal (me porto bien contigo porque me caes bien, porque eres mi amigo). De forma similar, la mayo- ría de los trabajos de corte experimentalista, realizados hasta finales de los años 80, dirigidos a identificar la influencia de los actos prosociales recibidos en la conducta de compartir, no conseguían separar el efecto de otros procesos, como la reputación (más relacionada con el concepto de la reciprocidad indirecta) o la conformidad con la au- toridad (e.g., Birch & Billman, 1986; Staub & Sherk, 1970). En los últimos años, tras dos décadas de relativo silencio en la investigación experi- mental, ha resurgido el interés por entender las raíces ontogenéticas de la conducta recíproca. En consonancia con los datos observacionales, se ha mostrado que a partir de los 3,5 años, pero no antes, los niños empiezan a adaptar sus respuestas a las de sus   35   parejas (un muñeco controlado por un experimentador), cuando éstas son sistemáti- camente prosociales o egoístas a lo largo del experimento (Warneken & Tomasello, 2013). Este patrón es aún más claro cuando la pareja expresa al niño explícitamente su intención (e.g., “No te voy a dar”). Sin embargo, la reciprocidad parece ser bastante más tardía en contextos de interacción entre niños en los que no se puede controlar el comportamiento del compañero. En un estudio en el que se presentaba a díadas de ni- ños un juego en el que podían compartir con el otro de forma alterna (se turnaban en la posición de actor-receptor), las respuestas prosociales comenzaban a ser contingen- tes a las de sus compañeros, sólo a partir de los 5 años (House, Henrich, Sarnecka, & Silk, 2013; misma metodología que la utilizada en el capítulo 2). Esto podría indicar que, al principio, los niños necesitan información coherente del comportamiento del compañero así como de claves explícitas de su intención para poder ajustar su propia conducta prosocial a la del otro. Pero dado el escaso número de trabajos al respecto, todavía es pronto para extraer conclusiones sobre el patrón evolutivo de la reciproci- dad. En todo caso, hasta el momento, la mayor parte de la investigación se ha concen- trado en la influencia de la ayuda recibida sobre el comportamiento del receptor. Pero la reciprocidad tiene dos caras: ayudar a los que te han ayudado y ayudar con el fin de que te devuelvan el favor, y esto es lo que tratamos a continuación. UNA  MIRADA  HACIA  EL  FUTURO:  RECIPROCIDAD  PROSPECTIVA   Es difícil encontrar un texto más claro y sucinto sobre este tipo de reciprocidad como el que citamos a continuación: “Hence I learn to do a service to another, without bearing him any real kindness; because I foresee, that he will return my service, in expectation of another of the same kind, and in order to maintain the same corre- spondence of good” (Hume, 1739). Como vemos, Hume describe una forma de proso- cialidad estratégica, basada en una elaborada comprensión del proceso de reciprocidad y de su papel central en las relaciones humanas. Este tipo de reciprocidad ha recibido aún menos atención en la literatura del desarrollo que la revisada en el epígrafe anterior. De entre los pocos estudios al respecto, mere- cen citarse dos trabajos, ya clásicos, sobre el efecto de expectativa de reciprocación futura en la conducta prosocial. Dreman & Greenbaum (1973) encontraron que los niños de 5 años compartieron menos recursos en una situación en la que su donación era anónima, en comparación con otra en la que el receptor (un compañero de clase)   36   conocía su identidad y, por tanto, podía retribuirles en el futuro. En la misma direc- ción van los resultados de Peterson (1980) con niños de 5 años en adelante. Los niños preferían ayudar a un igual que podría devolverles el favor en el futuro frente a otro que no iba a tener la oportunidad de hacerlo (Peterson et al., 1980). Aunque esta ten- dencia estaba ya presenten en los niños de 5 años, aumentaba sustancialmente con la edad. Una vez más, el problema de estos estudios es que no conseguían separar por completo el efecto de otros procesos: los niños podían actuar motivados por cultivar su reputación o por la historia de interacciones previa con sus compañeros de clase. Por otro lado, el estudio, más prolífero, sobre la formación de la reputación en niños puede ayudar a entender el desarrollo de este tipo de reciprocidad. El concepto de reputación emerge de la comprensión de que el comportamiento propio es evaluado por otros y que ello puede tener consecuencias sociales positivas o negativas. Cuando los niños empiezan a tomar conciencia de ello, comienzan también a alterar su con- ducta para adaptarla a lo que supone que se espera de ellos. En otras palabras, actúan con el fin de incrementar las evaluaciones positivas de los otros y disminuir las nega- tivas. En un estudio reciente, Engelmann y colaboradores (Engelmann, Over, Herrmann, & Tomasello, 2013) mostraron que niños de 5 años eran más generosos hacia una persona anónima cuando había un observador, otro niño de la misma edad, que pertenecía a su grupo o que tenía la oportunidad de beneficiarlos en un momento posterior. En otro estudio, niños de 5 y 6 años hacían significativamente menos tram- pas en un juego cuando eran observados por un adulto e incluso por una “persona in- visible” (Piazza, Bering, & Ingram, 2011). A partir de los 8 años, empiezan a mostrar claros indicios de comportamientos de auto-presentación (Banerjee, 2002): destacan sus habilidades deportivas cuando pueden ser elegidos para formar parte de un equipo de fútbol, pero son más proclives a hablar de sus éxitos en el colegio cuando tienen que formar grupos en clase. En conjunto, estos hallazgos muestran que, a partir de los 5 años, los niños comienzan a adquirir habilidades de manipulación social, entre las cuales posiblemente se en- cuentre el uso estratégico de la prosocialidad. Estos avances socio-cognitivos son po- sibles gracias a la comprensión de aspectos nucleares para el buen funcionamiento social, como el de justicia y reciprocidad.     CAPÍTULO  2   TWO-­‐‑AND-­‐‑A-­‐‑HALF-­‐‑YEAR-­‐‑OLD  CHILDREN   ARE  PROSOCIAL  EVEN  WHEN  THEIR   PARTNERS  ARE  NOT     (Based on Sebastián-Enesco, C.; Hernández-Lloreda, M.; Colmenares, F. (2013). Two and a half year-old children are prosocial even when their partners are not. Journal of Experimental Child Psychology, 116: 186-198)   39         40     ABSTRACT   Thirty-three 2.5 year-old toddlers were tested for proactive and selective prosocial responding in an iterated Prosocial Game with unfamiliar adult partners who were communicatively neutral and alternated their roles as actors and recipients every other trial. When children were actors, they were required to choose, at no cost to them- selves, between a selfish option that delivered a reward to them only (1/0) versus a prosocial option that delivered identical rewards to themselves and their partner (1/1). When adult partners were actors, they consistently behaved prosocially (1/1) or self- ishly (1/0) over ten alternating trials, depending on test condition. Seventeen addition- al children were used as a recipient-absent control group to test for self- versus other- oriented prosocial preferences. This study shows that by 2.5 years of age, and in the particular context of the task administered, toddlers can display proactive, other- oriented prosocial behavior, but their prosocial responding is indiscriminate as they fail to respond contingently to their partner’s prosocial or selfish behavior in the pre- vious trials. These findings lend further support to the view that human prosociality is in place early in development as a basic tendency to be nice to others. This inclination may be so strong that not even a partner who is communicatively neutral or repeatedly selfish towards the child can erode it. They also suggest that this precocious proactive prosociality may be independent of reciprocity in terms of both its developmental schedule and psychological scaffolding.   INTRODUCTION The hypertrophied sociality deployed by humans is grounded on unique forms of oth- er-oriented prosocial behavior; thus, only humans cooperate with strangers and even anonymous partners, reward cooperators and punish defectors, reciprocate prosocial and antisocial actions, and reject advantageous unequity (Bowles & Gintis, 2011; Fehr & Fischbacher, 2003; Nowak & Highfield, 2011; Silk & House, 2011; Tomasello, 2009; Tomasello & Vaish, 2013). Indeed, prosociality, broadly defined as the willing- ness to behave so as to benefit others, and reciprocity, broadly defined as the propen-   41   sity to treat others in the same positive or negative way as others have previously treated you, are thought to be two core elements of the scaffolding that sustains coop- eration in human social groups (Fehr, Fischbacher, & Gächter, 2002; Tomasello, 2009). Although these constructs have been tackled by child psychologists for dec- ades (e.g., Eisenberg et al., 2006; Hay, 1994; Hay & Cook, 2007), recently there has been a flurry of renewed theoretical and empirical interest to elucidate the develop- mental and evolutionary origins of the behaviors subsumed under these two umbrella terms and to uncover its underlying psychological processes (e.g., Brosnan, Salwiczek, & Bshary, 2010; Jaeggi, Burkart, & Van Schaik, 2010; Silk & House, 2011; Warneken & Tomasello, 2009a). There is wide consensus that prosocial behavior is a broad category encompassing several domains of activity, including aiding, collaborating, sharing, informing, and comforting, which may emerge at different times, follow different developmental schedules, and be heterogeneous in terms of its social cognitive constituents and envi- ronmental influences (Dunfield & Kuhlmeier, 2013; R. A. Thompson & Newton, 2013; Warneken & Tomasello, 2009b). One influential developmental model holds that children are naturally prosocial and that later on this initially indiscriminate pro- sociality is shaped by direct social experiences and indirect instruction, and eventually becomes selectively directed at appropriate partners (Hay, 1994; Hay & Cook, 2007; Tomasello, 2009; Warneken & Tomasello, 2009a). And appropriate partners may well be those that have provided something valuable to the self in previous interactions or are likely to do so in the future. The major goal of the study presented here is to con- tribute to the ongoing debate and accumulating body of developmental data on the spontaneity and selectivity of prosocial responding by examining the prosocial behav- ior of 2.5 year-old toddlers in an iterated Prosocial Game with unfamiliar adult part- ners who were communicatively neutral and alternated their roles as actors and recipi- ents every other trial. More specifically we investigated if, at this age, children can display (1) other-oriented prosocial preferences with partners who do not ask for the reward (i.e., spontaneity), and (2) contingent reciprocity, that is, if they treat others as these have treated them in previous interactions (i.e., selectivity). In one of the variants of the Prosocial Game (Fehr et al., 2008), also dubbed Prosocial Test (Silk & House, 2011) or Prosocial Choice Test (Horner, Carter, Suchak, & de Waal, 2011), there are two incumbent participants, an actor, and a recipient, in a face-   42   to-face setting, and only the actor is required to make a choice between two fixed re- source allocation options. One of the options, the prosocial choice, delivers identical rewards to both participants (1/1 payoff), whereas the other option, the selfish choice, delivers a food reward only to the actor (1/0 payoff). Ideally, and typically, a nonso- cial control condition is also included in which no recipient is present to receive re- wards. This partner-absent condition is critical for assessing whether the actor’s choice, be it prosocial or selfish, is actually driven by other-regarding versus self- regarding preferences. This paradigm, originally used by Silk et al. (2005) for investi- gating prosocial, other-regarding preferences in paired chimpanzees (see also Vonk et al., 2008), and by Brosnan et al. (2009) for studying contingent reciprocity in chim- panzees, was later adapted by Brownell et al. (2009) in a study of no-cost sharing in 18- to 25-month-old children and, more recently, by House and colleagues in studies on the ontogeny of prosociality (2012) and contingent reciprocity in children between the ages of 3 and 8. Brownell et al. (2009) found that the probability of toddlers choosing the prosocial option (1/1) was related to the child’s age and the recipient’s behavior. In effect, both 18- and 25-month-olds performed at chance levels when the recipient, a friendly adult person, was gesturally and verbally uncommunicative; and only the older toddlers chose the prosocial alternative above chance provided that the recipient made explicit her desire for the reward. Interestingly, House et al. (2012) found that 3-4 year-old children paired with same-age peers were spontaneously prosocial, that is, unlike the 25 month-olds in Brownell and colleagues’ study, their prosociality did not require explicit requests by the recipient to emerge. Importantly, prosocial choices by children at 25 months of age (Brownell, et al., 2009) and at ages 3 to 8 years were based on other-regarding preferences as they became random choices when, in the nonsocial control condition, no recipient was present. In House and colleagues’ study of reci- procity in 3 to 7.5 year-old children tested via this very same paradigm, the research- ers found that children did not display contingent reciprocity until the age of 5.5 years (House, Henrich, Sarnecka, & Silk, 2013). Our study was designed and carried out before the two studies by House and col- leagues came out. In any case, it departed in three major ways from all three previous Prosocial Game-based studies of prosociality and contingent reciprocity conducted on young children in experimental settings in which the recipient was present (Brownell,   43   et al., 2009; House et al., 2012; House et al., 2013). First, in the two studies by House and colleagues, children were paired with same-age peers. In ours, like in Brownell and colleagues’, children were paired with an unfamiliar adult partner. Second, in our study the adult partner was instructed to be communicatively neutral across all trials, that is, she did not explicitly express need or desire for the reward at any time throughout the experiment. In contrast, in the study by Brownell et al. (2009), re- searchers systematically manipulated the recipient’s level of communicative cues, and in House and colleagues’ studies (House et al., 2012; House et al., 2013), there was no control for the recipient’s behavior. Finally, we studied 2.5 year-old toddlers, that is, they were slightly older than those studied by Brownell and colleagues, i.e., 18 and 25 month-olds; and a bit younger than the age range covered by House and colleagues, i.e., 3 to 8 year-olds. The present study tackled two main issues. First, we looked to see if 2.5-year-old tod- dlers were able to spontaneously behave prosocially at no cost to them in a Prosocial Game with an adult partner who did not make explicit her interest for the reward when in the recipient role. We chose children this age because prosocial behavior is known to emerge during toddlerhood (Brownell, 2013; Hay & Cook, 2007; Warneken & Tomasello, 2009a for reviews), and because it is an age window not covered by most previous studies of prosocial responding in resource giving tasks (Prosocial Game: Brownell et al., 2009; House et al., 2012; Economic Games: Benenson, Pas- coe, & Radmore, 2007; Fehr et al., 2008; Lucas, Wagner, & Choe, 2008). We chose a Prosocial Game (1/1 vs 1/0 payoffs) rather than a Costly Sharing Game (1/1 vs 2/0 payoffs) task because we wanted to study prosocial behavior when there was no cost involved in choosing the prosocial payoff. Costly sharing is known to hinder prosocial responding in young children (e.g., Fehr et al., 2008; House et al., 2012). And, finally, we chose adult persons rather than same-age peers as recipients because we wanted to study toddlers’ spontaneous or proactive prosocial responding. Thus, as recipients, adult partners were instructed not to convey any cue to the child that could be inter- preted as an active request or even a desire for the reward. In fact, House et al. (2012) found that using other children as recipients had unanticipated effects on the actor’ prosocial responses that made it difficult to assess the actual rate of genuine prosocial responding. Thus, in their study, many children laughed more often in the recipient- present condition than in the recipient-absent control condition and when they did so   44   they were more likely to choose the selfish payoff (1/0) than the prosocial option (1/1). This finding clearly indicated that children knew what the recipient expected and desired (i.e., the 1/1 choice), however, they found it funny to violate the expecta- tion and chose not to be prosocial (House et al., 2012). Second, we wanted to find out if toddlers this age were able to display positive and negative contingent reciprocity, that is, if they were more likely to behave prosocially toward a partner who repeatedly and on alternating trials played a consistently proso- cial strategy (i.e., positive reciprocity) and, similarly, to behave selfishly toward a partner who repeatedly and on alternating trials played a consistently selfish strategy (i.e., negative reciprocity). In this context, the occurrence of reciprocity can be inter- preted as an indicator that toddlers’ prosocial responses are selective. Given our inter- est to test for reciprocity in toddlers and given the cognitive constraints which are hy- pothesized to sustain reciprocity (e.g., Stevens & Hauser, 2004), we decided to down- grade the difficulty of the task by making children alternate the roles of actor and re- cipient over 20 successive trials. In this way, the children’s choices were not made dependent on their memory skills, as the experience with the partner which could in- fluence their choice occurred immediately before and repeatedly. As noted above, there is only one other study of contingent reciprocity in young children tested via a recipient-present Prosocial Game task (House et al., 2013), and the researchers found that children did not develop a contingent strategy until about 5.5 years of age. Simi- lar results were obtained by Dahlman, Ljungqvist, & Johannesson (2007) in a study of contingent reciprocity in 3 to 8 year-old children, using a variant of the Prosocial Game with anonymous recipients. Of the large variety of methodologies used to study prosocial giving and contingent reciprocity in young children (see Silk & House, 2011; Thompson & Newton, 2013; Warneken & Tomasello, 2009b for reviews), we decided to implement an iterated version of the Prosocial Game in a recipient-present setting for several reasons. First, we wanted to study prosocial giving in a no-cost condition, i.e., actors always ob- tained identical rewards regardless of their choice. If toddlers this age are able to dis- play prosocial behavior, this should be more likely to emerge, we reasoned, if they only had to make a rather simple binary choice. Second, we wanted to study contin- gent reciprocity in a task in which we could control and manipulate both the recipi- ent’s actual behavior as well as her role over repeated trials. Finally, there are only   45   three other studies in which a similar paradigm has been employed to address the analysis of early prosociality and reciprocity in young children (Brownell et al., 2009; House et al., 2012; House et al., 2013), and we felt that they needed to be replicated and extended. METHOD   PARTICIPANTS   We tested 50 2.5 year-old children (23 boys and 27 girls; M = 32.75 months; SD = 4.00) recruited from two different day-care centers from Madrid, Spain. All par- ticipants were healthy and developing normally by teacher report and participated in the experiment voluntarily with prior parent consent. Thirty-three children were pre- sented with the partner-present experimental condition. Each was randomly assigned to one of two experimental groups that varied in the order in which they were present- ed with a prosocial partner or a selfish partner. Thus, in one group, children were first tested with the prosocial partner and then with the selfish partner (prosocial-selfish group, N= 17; M = 33.41 months; SD = 4.37 months), whereas in the other group, the order was reversed, they first met the selfish partner, then the prosocial partner (self- ish-prosocial group, N=16; M = 33.25 months; SD = 3.98 months). The other 17 chil- dren were presented with the partner-absent control condition (M = 31.59 months; SD = 3.85 months). Another 13 children (11 children from the test groups, and 2 children from the control group) were excluded due to fussiness or inattentiveness. APPARATUS   The test apparatus (80 cm x 60 cm) was adapted from the one used by Silk et al. (2005) and Brownell et al. (2009) to investigate prosocial behavior in chimpanzees and toddlers, respectively. The apparatus had two identical expandable arms; each consisted of a pair of connected sliding trays (see Fig. 2.1). Actor and recipient faced each other across the apparatus. On the actor’s side, each arm was attached to a han- dle. When a handle was pulled, the closest tray on that arm moved toward the actor, and simultaneously the paired tray moved to within reach of the recipient. A Plexiglas barrier (80 cm long x 60 cm wide x 30 cm high) with two windows was placed on the actor position to allow the actor to reach a single handle at once. During testing, the   46   two trays on the actor side were loaded but only one of the trays on the recipient side was filled, so that pulling one handle delivered a reward (one sticker) to both the actor and the recipient (hereafter referred to as the 1/1 option), whereas the other delivered a reward only to the actor (the 1/0 option). Across the experiment, different sets of identical stickers were presented in each trial; therefore both players had one single chance to obtain each specific reward. During training as well as testing sessions, par- ticipants could obtain a maximum of one reward per trial. Figure 2.1 Schema of the apparatus loaded in a 1/1 and 1/0 configuration. The actor (top position) had access to two handles, one through a window. Each handle was connected to a pair of sliding trays. Pulling one handle brought a tray into the actor’s reach while moving the complementary tray toward the recipient side (bottom posi- tion). PROCEDURE   Children were tested individually in a quiet room at their day-care centers. Testing was conducted by a female experimenter (E) who was in charge of presenting the task and loading the apparatus before each trial, and two female research assistants   47   (RA) who acted as the participants’ partners in the two experimental groups. All chil- dren played with each RA in two different sessions. Which RA was the selfish or pro- social partner in each session was counterbalanced across sessions for each experi- mental group. TRAINING  PHASE   After a warm-up phase with children, we administered three training blocks of (at least) three trials each. During the training phase, the child played alone with the ap- paratus under E’s directions and the recipient position remained empty. Rewards used in the training phase were coins that could be inserted in a musical piggy bank. The loaded tray side (either left or right) was alternated across trials. The purpose of the training phase was to ensure that children understood the basic functioning of the ap- paratus. First, E demonstrated how the apparatus worked by pulling each of the two handles and pointing out the movement of each pair of trays, drawing special attention to the distal tray moving toward the other side of the table (to the recipient position). Afterward, E loaded one of the trays nearest to the actor position and encouraged the child to retrieve the reward. Trials continued until the child chose the correct option (i.e., handle attached to the loaded tray) on two consecutive trials without any assis- tance by E (M = 3.12 trials). A second block of three trials was run to detect any pref- erence toward the option with more rewards (1/1 option). As in the test phase, trays were baited in a 1/1 and 1/0 configuration, and the child was not allowed to access the recipient position. Children did not show any preference for 1/1 option. Option 1/1 was chosen 49% in trial 1 (binomial test: p = 0.5), 42% in trial 2 (binomial test: p = 0.24), and 49% in trial 3 (binomial test: p = 0.5) (all n= 33). We administered a final set of trials aimed at ensuring that children understood the recipient role. E placed a reward in one of the distal trays, and invited the child to retrieve it (to pull a handle and to move around from the actor position to the recipient one). The same criterion as in the first training block was used, i.e., two consecutive successful trials without any assistance (M = 3.24 trials). TESTING  PHASE     Two sessions of 20 trials each were administered on different days. In each session, the child and the RA engaged in a turn-taking task, so that they served as actor every other trial. Thus, the child and the partner played actor in 10 alternated trials per ses-   48   sion. Children played with two types of partners in different sessions: a prosocial partner who consistently chose the 1/1 option (prosocial payoff) and a selfish partner who always chose the 1/0 option (selfish payoff). The order of presentation was coun- terbalanced across children resulting in the two experimental groups already men- tioned: the prosocial-selfish and the selfish-prosocial groups. Each session began with the child in the actor position and RA as the recipient. After training, E invited both RA and the child to play together, and introduced the sticker game to both players as if they both were unfamiliar to the game. Prior to each session, E gave each player a sticker book where they could fix any sticker they won and take it home. E then drew attention to the rewards arrangement while loading the two trays closest to the actor position and one of the recipient trays (loaded tray side was counterbalanced across trials). Throughout testing, RA remained silent with a friendly, neutral facial expression, and never expressed any desire for the sticker (i.e., the 1/1 option). If the child pulled the 1/1 handle, RA took the sticker while making eye contact with the child, but neither praised nor thanked the child. After completing each trial, both players were told to switch their positions –that is, the one who had played the actor role moved toward the recipient position and the current recipient went to the actor position. In the second session, E introduced the new RA to the child by pointing out that she was naïve to the game. Before starting the second session, E encouraged the child to show RA how the apparatus worked by pulling each handle and highlighting the movement of each pair of unloaded trays. The purpose of this demonstration was to remind children how the apparatus worked. The procedure for testing the partner-absent control group was identical to that used for the experimental groups except that no partner was present to alternate the actor (and recipient) position with the child every other trial. Children played alone with the apparatus in the actor position throughout ten consecutive trials, and the recipient po- sition remained empty. Like before, two sessions were also run on different days. Immediately before the first session, children in the control group received the same training phases as those in the experimental groups. First training block, M = 3.29 tri- als. Second training block, option 1/1 was chosen 53% in trial 1 (binomial test: p = 0.69), 41% in trial 2 (binomial test: p = 0.31), and 52% in trial 3 (binomial test: p = 0.69) (all n= 17). Third training block, M = 3.56 trials. After training, E invited the child to play the sticker game.   49   DATA  ANALYSES   Analyses of the data on the experimental groups first addressed whether chil- dren’s choices were influenced by their partner’s actions toward them and, if so, whether children were prosocial reciprocators or selfish reciprocators. For this pur- pose, a split-plot ANOVA was conducted, with partner (prosocial, selfish) as the with- in-subject factor and order of presentation (prosocial-selfish, selfish-prosocial) as the between-subject factor and frequency of 1/1 choices as the dependent variable. Addi- tionally, one-sample t tests using a criterion of 5 (i.e., 50% of the trials in each ses- sion) were run to determine whether the frequency of 1/1 choices was significantly different from chance levels at any session. To examine children’s trial-by-trial be- havior, we ran a logistic regression analysis on the likelihood of choosing the 1/1 op- tion using trial number within each session (i.e., trial 1 to 10) as a predictor variable. Finally, to investigate in greater detail the pattern of individual children’s responses throughout the experiment, we categorized children according to the frequency of 1/1 choices that they made in each session. Based on binomial tests (n = 10; π = .50), we created three categories of participants that reflected the choices made by individual children in each session: “prosocial” were children who chose the 1/1 option more often than expected by chance, i.e., on 8 or more trials per session; “indifferent” were children who chose the 1/1 option at chance levels, i.e., from 3 to 7 times per session; and “selfish” were children who chose the 1/1 option less often than expected, i.e., on 2 or less trials per session. A McNemar–Bowker test could not be applied given the proportion of empty cells or cells with low expected frequencies. Instead, we con- ducted an exact binomial test to determine if the tendency of children to behave pro- socially (versus indifferently) changed from the first to the second session. Analyses on the control group were aimed at examining whether children showed the same pattern of choices when no partner was present to receive a reward. First, we conducted one-sample t tests using a criterion of 5 to determine whether the frequency of 1/1 choices was significantly different from chance levels at any session. Second, we compared the frequency of 1/1 choices between the first and second sessions, us- ing a paired-sample t test. During testing, E coded the children’s choices (1/1 and 1/0). A second coder inde- pendently coded 35% of experimental trials and 30% of control trials, and inter-rater   50   reliability was κ = 0.934 (p ‹ .001), and κ = 1.000 (p ‹ .0001), respectively. All disa- greements were solved by consensus. RESULTS   Preliminary analyses revealed no significant effects of gender on the occurrence of 1/1 choices (t(32) = -1.209, p = .236), and trial number within sessions on the likeli- hood of choosing the 1/1 option (χ2 = 0.075, p = .785). Therefore, subsequent analyses were conducted on data collapsed over these factors. It was found that neither partner, F(1, 31) = .172, p = .681, nor order of presentation, F(1, 31) = .582, p = .451, had any significant effect on the frequency of 1/1 choices. However, there was a significant partner x order of presentation interaction, F(1, 31)= 13.492, p = .001, η2 = .303. Post-hoc analyses (Bonferroni correction) revealed that when tested in the prosocial-selfish order, children chose the 1/1 option significantly more often with the selfish than with the prosocial partner, F(1, 31)= 8.619, p = .006, η2 = .218, whereas when tested in the selfish-prosocial order, they were more likely to choose the 1/1 option when playing with the prosocial partner than when playing with the selfish partner, F(1, 31) = 5.151, p = .030, η2 = .142 (see Fig. 2.2). In other words, children delivered a reward to their partner more often in the second than in the first session, independently of whether they benefited the selfish or the prosocial partner. Since the type of partner (prosocial or selfish) had no effect on children’s choices, subsequent analyses did not include this factor. One-sample t tests revealed that chil- dren began to choose randomly the 1/1 and 1/0 options in the first session (M= 4.96, SE= .220), t(32) = -.138, p = .891, but they ended up by systematically choosing the 1/1 option during the second session (M= 6.24, SE= 0.317, t(32) = 3.920, p ‹ .001) (see Fig. 2.2).   51   Figure 2.2 Number (mean+/- SE) of 1/1 choices by partner and order of presentation. * p ‹ .05. Session 2 corresponds to selfish partner for half of the sample (order of presentation: prosocial-selfish), and to prosocial partner for the remaining participants (order of presentation: selfish-prosocial). The analysis of the responses of individual children in each session was consistent with the aggregate data. Virtually all children were indifferent to the welfare of their partner during the first session (31 out of 33 children), but the prevalence of a random choice decreased markedly in the second session, from 94% to 73%. Conversely, only one child (3%) was prosocial in the first session compared to 9 (27%) during the se- cond session (see Table 2.1). Exact binomial test revealed that this increase in prosocial responses from one session to the other was statistically significant (p = .008). Table 2.1 Proportion of children of each category (Prosocial, Indifferent, and Selfish) in sessions 1 and 2. Numbers of children per category are in parenthesis. Session 1 Session 2 Prosocial 0.03 (1) 0.27 (9) Indifferent 0.94 (31) 0.73 (24) Selfish 0.03 (1) 0 (0) Note. Statistically significant changes were found for “Indifferent” and “Prosocial” categories 5,06 6 6,47 4,88 0 1 2 3 4 5 6 7 8 Prosocial-Selfish Selfish-Prosocial Order of Presentation N um be r o f 1 /1 c ho ic es Prosocial Partner Selfish Partner *  *     52   Children in the control group randomly chose the 1/1 and the 1/0 options in the first session (M= 5.00, SE= .297, t(16) = .038, p = .998) as well as in the second session (M= 4.71, SE= .294, t(16) = -0.294, p = .332) (see Fig. 2.3). Moreover, there were not differences in the frequency of 1/1 choices between the first and the second session , t(16) = .000, p = 1.00. Figure 2.3 Number (mean) of 1/1 choices by session in the partner-present experi- mental (N = 33) and the partner-absent control (N = 17) groups. The dash line at 5 represents 1/1 choices expected by chance. *** p ‹ .001. Taken together, these findings reveal that when children were paired with an adult partner, a general behavioral pattern emerged from the first to the second session. Whereas in the first session, children’s choice was random, in the second session, however, they significantly chose the prosocial option regardless of the partner’s pro- social or selfish choice. By contrast, in the recipient absent control condition, children chose randomly throughout the sessions of the experiment. Therefore, children’s con- sistent choice of the prosocial payoff in the partner present experimental condition cannot be due to a preference for the option with greater number of rewards (i.e., 1/1). 0 1 2 3 4 5 6 7 8 Partner-present Partner-absent N um be r o f 1 /1 c ho ic es Session 1 Session 2     53   DISCUSSION   This study focused on two main issues regarding the nature of prosocial responding by 2.5 year-old toddlers, namely, the extent to which it was deployed spontaneously or proactively, and the extent to which it was selectively aimed at prosocial partners only. We found that children chose above chance levels the prosocial option consist- ing in delivering identical rewards to themselves and an unfamiliar, adult person (i.e., 1/1 option), although this pattern did not emerge until the second session. And they did so regardless of their partner’s behavior. Thus, having a partner who was commu- nicatively neutral when in the recipient role, and who was selfish towards the child when in the actor role, was not enough to change the children’s tendency to choose the prosocial option. In other words, the toddlers’ prosocial responding took some time to develop, but once it did, it was impermeable to any feedback from the partner. The observed time lag until the emergence of the prosocial choice that we found in this study could be due to a variety of factors. It can be that interacting under the con- straints imposed by the experimental apparatus with an unfamiliar, adult person who did not even signal her interest for the reward is such an atypical and potentially un- comfortable situation to deal with that it may well have initially hampered the chil- dren’s cognitive ability to process the task demands, even though such constraints, it appears, were not potent enough to override the expression of their prosocial propen- sity as the experiment progressed. There is evidence, however, that neither the artifi- ciality of the task, i.e., recipient-present Prosocial Game (Brownell et al., 2009; House et al., 2012), nor the pairing of the child with an unfamiliar, adult recipient (Brownell et al., 2009; Brownell et al., 2012; Dunfield & Kuhlmeier, 2013; Dunfield, Kuhlmeier, O’Connell, & Kelley, 2011; Vaish et al., 2009; Warneken & Tomasello, 2009b), nor the absence of explicit request signals by the recipient, or of prompts by the experi- menter (Brownell et al., 2009; House et al., 2012) significantly prevent young chil- dren from expressing their natural willingness (or unwillingness) to act prosocially. This having been said, however, it should also be noted that these three factors have been shown to have an effect on the age at which children display their earliest forms of prosocial responding. For example, House et al. (2012) concluded that prosocial responding may emerge earlier in recipient-present than in recipient-absent Prosocial Games (see Fehr et al., 2008). House et al. (2012) found that by 3 years of age, chil-   54   dren already make proactive prosocial choices in a recipient-present Prosocial Game even though the same-age recipients do not solicit the reward or the experimenters do not prompt the children to behave prosocially. Finally, using a variety of prosocial choice procedures several researchers have shown that the relationship between the children and their actual or hypothetical recipients in first- and in third-person tasks influences the former’s propensity to behave prosocially (Fehr et al., 2008; Moore, 2009; Olson & Spelke, 2008). Although the young children of this study did not start out choosing the prosocial op- tion, once it emerged and became stabilized, it was spontaneous, nonetheless, as chil- dren were not prompted to choose a prosocial action by the experimenter, and recipi- ents neither solicited the reward, nor made their desires explicit. As already men- tioned, by 25 months of age children have been found to display prosocial responding in a Prosocial Game, but only in response to the recipient’s request (Brownell et al., 2009) . By 3 years of age, however, children may show unsolicited prosociality (House et al., 2012). Our study shows that communicative support from the recipient may already be unnecessary by 2.5 years of age. The second major finding from this study was that the children’s prosocial responding was not contingent on their partner’s prosocial or selfish behavior in the previous tri- als. We interpret this as an indicator that by this age toddlers may lack the flexibility to inhibit their propensity to indiscriminately behave prosocially and so they are una- ble to choose contingently and selectively in response to how they have been treated immediately previously by the partner. Although a growing body of evidence indi- cates that toddlers engage in a large array of prosocial activities (see Hay & Cook, 2007 for a review), very little is known about the role of reciprocity, if any, in these early forms of human prosociality. The first-person iterated prosocial choice task that we implemented in this study allowed us to tackle questions relating to reciprocation and retaliation. The absence of contingent responding that we found in this study is probably the most intriguing result. Children did not tailor their choice in response to their partner’s behavior and, therefore, they neither rewarded their partner when she was kind (positive reciprocity), nor punished her when she was unkind (negative reci- procity). This is all the more remarkable as the alternation between the roles of actor and recipient by the children and their partner in the experimental task was fast indeed and repeated up to 10 trials per session.   55   In the only other study in which a recipient-present Prosocial Game paradigm has been used, the researchers found that the youngest children in their sample, i.e., 3-4 year-olds, did not exhibit contingent reciprocity (House et al., 2013). In the recipient- absent Prosocial Game-based study of reciprocity carried out by Dahlman et al. (2007), the researchers also failed to find reciprocity in their younger children, ages 3 to 5 years. So, our results replicate and extend theirs, as the children tested in the pre- sent study were slightly younger, i.e., 2.5 years of age. Although studies using more naturalistic paradigms which included face-to-face interactions between the child and her partner (another child) have reported sharing behavior in young children, in all of them the child’s prosocial responding was mostly prompted by an adult or elicited by the recipient’s behavior (Birch & Billman, 1986: 3 to 5 years of age; Hay, Caplan, Castle, & Stimson, 1991: 1 to 2 years of age; Levitt, Weber, Clark, & McDonnerl, 1985: 29 to 36 months of age). Using a third-person giving task, Olson & Spelke (2008) reported that 3.5-year-old children helped a doll protagonist to allocate re- sources to the four doll recipients in a way that suggested that they understood and applied the principle of direct reciprocity (rewarding those who had shared with the protagonist) and indirect reciprocity (rewarding those who had shared with others). In contrast, 4-years-olds playing modified versions of dictator and ultimatum games, which included several trials in which they alternated the roles of proposer and re- sponder or recipient, were unable to reciprocate both fair as well as unfair experiences (Lucas et al., 2008). The negative results on reciprocity found in the present study and its late emergence in development reported in some others (Lucas et al., 2008; Robbins & Rochat, 2011) are also puzzling as children younger than those studied in the present research (i.e., <2.5 years of age) have been found to attribute social valence to the social behavior of others, whether they are peers, dolls, puppets or even objects, to be more inclined to reward or help individuals who display kind social actions over those who behave selfishly or harmfully toward others (Hamlin & Wynn, 2011: 8-month-olds; Vaish et al., 2009: 18- to 25-month-olds), to deploy clear-cut preferences when allocating re- sources or giving help (Geraci & Surian, 2011; Vaish, Carpenter, & Tomasello, 2010), and to be sensitive to others’ intentions, not just their overt behaviors (e.g., Dunfield & Kuhlmeier, 2010; Vaish et al., 2010). Despite all of these remarkable early devel- opmental achievements reported in the literature, the 2.5 year-old toddlers of this   56   study appeared, however, to be unresponsive to the way they were treated by their partner. In all of these contexts, potential partners were presented simultaneously and children had the opportunity to choose toward whom to be prosocial (partner choice para- digm). One possible explanation for these conflicting findings is that perhaps at this early age children do not take into account these social cues when they are only al- lowed to choose the behavioral response, i.e., prosocial or selfish, but not the social target, as this is fixed in Prosocial Game tasks. In contrast, in the literature aforemen- tioned, children choose both the behavioral response and the social target. In this re- gard, Baumard, André, & Sperber (2013) have hypothesized that partner choice may be an alternative and largely unexplored mechanism to foster (rather than simply en- force) prosocial actions. In their mutualistic model of cooperation, selfish responding by a partner may lead to his or her being ostracized as their partners might decide to look for alternative prosocial individuals as targets of their own prosocial actions. Al- so, Tomasello et al. (2012) have recently argued that human prosociality may have evolved out of mutualistic rather than altruistic cooperation in social groups made of individuals whose welfare and biological fitness depends on one another’s prosocial (collaborative) actions. In this context, exercising partner choice in the targeting of prosocial actions may be a plausible mechanism to sustain the interdependent collabo- rative relationships seen in humans. It is unclear, however, whether the young chil- dren’s failure to match the behavior of their partners reported in this study and else- where (Dahlman et al., 2007; House et al., 2013) reflects task versus cognitive con- straints, or both. Perhaps, early in ontogeny, children have not yet developed the abili- ties required to deal with reciprocity (or the lack of it) in ongoing social interactions and this inability is further exacerbated by the particular constraints of a Prosocial Game task. Much of the current impetus for the ongoing flurry of studies of prosociality and reci- procity in young children has been driven by an interest in the integrated analysis of the proximate (cognitive and developmental) and ultimate (functional and evolution- ary) processes that underpin similarities and differences in cooperation and altruism across humans and nonhuman animals (Silk & House, 2011; Tomasello et al., 2012; Tomasello & Vaish, 2013; Warneken & Tomasello, 2009a). So, placing our findings in a broad comparative perspective and highlighting the commonalities and differ-   57   ences across species tested in similar tasks may help us to obtain a deeper understand- ing of the evolutionary pressures that have shaped prosociality and reciprocity. As for other-oriented prosocial giving, there are two differences worth mentioning between young children and adult chimpanzees, humans’ closest living relative. First, unlike young children, chimpanzees only give food to others or help others to get food in response to partners who actively make request gestures or signal their interest (Melis et al., 2011; Yamamoto, Humle, & Tanaka, 2009; see, however, Horner et al., 2011). In other words, young children’ prosociality is more proactive, whereas that of chimpanzees is more reactive. Second, unlike young children, in the variants of Pro- social Game Tasks used to test for chimpanzee’s and other nonhuman primates’ pro- sociality, most individuals have failed to pass the nonsocial control condition, sug- gesting that there may be cognitive constraints for their displaying other-oriented be- havior (see Silk & House, 2011; Stevens, 2010, for reviews), a prerequisite condition to interpret their prosocial or selfish choices as reflecting other-regarding preferences. As for contingent reciprocity or selective prosocial responding, none of the chimpan- zee studies that have addressed this construct have come up with positive results (Brownell et al., 2009; Horner et al., 2011; Melis, Hare & Tomasello, 2008). It has been argued that the cognitive scaffolding that sustains reciprocity is complex and some researchers have claimed that this might be why it appears to be unique to hu- mans (Hauser, McAuliffe, & Blake, 2009; Stevens et al., 2005), although this is a con- troversial issue that remains to be settled (Cheney, 2011). In any event, and consistent with these views, young children seem to develop contingent reciprocity, an indicator of prosocial selectivity, later on in ontogeny than prosocial giving. In sum, we found that 2.5 toddlers displayed other-oriented prosocial resource-giving. This was proactive, in the sense that it was not a choice actively requested by the partner. This prosocial propensity was strong indeed, as it was not even suppressed in response to repeated experiences with a selfish partner. We also found that the tod- dlers did not engage in contingent reciprocity, so, they neither rewarded their part- ners’ prosocial actions nor punished (retaliated against) their partner’s selfish actions. In a sense, then, their prosocial responding was not selective at this age. The proactive and indiscriminate nature of the toddlers’ prosocial responding reported in this study fit well with predictions from the developmental model according to which prosociali- ty is expected to be in place early in development, to be spontaneous, and to be indis-   58   criminate first and to become more selective as they mature (Hay, 1994; Hay & Cook, 2007; Warneken & Tomasello, 2009a).   CAPÍTULO  3   THE  SHADOW  OF  THE  FUTURE:  5-­‐‑YEAR-­‐‑ OLDS,  BUT  NOT  3-­‐‑YEAR-­‐‑OLDS  ADJUST   THEIR  SHARING  IN  ANTICIPATION  OF   RECIPROCATION   (Based on Sebastián-Enesco & Warneken (in press). The shadow of the future: 5-year-olds, but not 3-year-olds adjust their sharing in anticipation of reciprocation. Journal of Experimental Child Psychology)   60         61     ABSTRACT   Cooperation can be maintained if individuals reciprocate favors over repeated interac- tions. However, it is not known when during development the psychological capaci- ties to engage in contingent reciprocation emerge. Therefore, we tested when children begin to differentiate between reciprocal and non-reciprocal interactions in their re- source sharing. We compared the sharing behavior of 3- and 5-year-olds in two situa- tions. In an experimental condition, the child and a puppet-partner alternated the roles of donor and recipient. In a control condition, the puppet had no opportunity to reci- procate. Results showed that 5-year-olds, but not 3-year-olds increased their sharing toward a potential reciprocator. Additionally, we found that children’s ability to delay gratification was positively related to their tendency to share in both conditions. These findings show that reciprocity in anticipation of repeated interactions emerges during middle childhood. Moreover, our results highlight the importance of the ability to de- lay gratification as a prerequisite for children’s sharing. We discuss how children’s emerging cognitive abilities enable reciprocal sharing in situations where a child must react to or anticipate a partner’s behavior.   INTRODUCTION   Reciprocity provides a powerful mechanism for sustaining cooperation because cu- rrent costs can be outweighed by long-term benefits. For example, when two indivi- duals interact repeatedly and give away resources in response to prior sharing (tit-for- tat), both individuals are better off in the long-term than if they had never given up a resource in the first place. However, while apparently simple, such acts of contingent reciprocation require that individuals possess several psychological capacities (Trivers, 1971). In fact, these psychological constraints are important to explain the presence or absence of contingent reciprocity across species (Schino & Aureli, 2009; Stevens et al., 2005), and can elucidate when during ontogeny children become able to cooperate reciprocally (Warneken & Tomasello, 2013). Therefore, we first review what psychological capacities have been proposed as necessary prerequisites for con-   62   tingent reciprocity and then assess when these capacities are predicted to emerge in development. One prerequisite is to discriminate between cooperators and defectors. Cooperative interaction is vulnerable to defectors who reap the benefits while paying a lower cost or no cost at all (Axelrod & Hamilton, 1981; Trivers, 1971). Therefore, a key cogniti- ve requirement to avoid cheaters is to discriminate between different individuals and evaluate their social behavior. The basic components of this ability appear to be early- emerging: Face recognition and discriminating between individuals is already in place in the first months of life (e.g., Di Giorgio, Leo, Pascalis, & Simion, 2012). Moreover, children as young as 7 months old might be already able to discriminate between cooperative and uncooperative agents (Hamlin, Wynn, & Bloom, 2007). Several stu- dies show that at least by the age of 2-3 years, children begin to apply this ability when choosing with whom to cooperate (Dunfield & Kuhlmeier, 2010; Vaish et al., 2010). Therefore, children display the basic capacity to discriminate between indivi- duals and evaluate their social behaviors in infancy and apply them to cooperative behaviors in early childhood. A second prerequisite is the numerical ability to track the amount of resources ex- changed (Schino & Aureli, 2009; Stevens & Hauser, 2004). The basic numerical abili- ties required seem to be early-emerging as well. Several studies pointed out that even infants could discriminate between large sets of objects based on their quantity (e.g., Xu, Spelke, & Goddard, 2005). Thus, by the age at which children are able to engage in cooperative interactions with others, they are able to at least track the approximate amount of resources shared beyond a simple assessment of whether sharing occurred or not. While these first two prerequisites concern the ability to track prior or current interac- tions, a third prerequisite is that individuals are able to determine whether one will likely interact with a given partner again in the future (Axelrod & Hamilton, 1981; Trivers, 1971). Adults adjust their cooperative behaviors depending on whether inter- actants will meet again -- the so-called shadow of the future (Axelrod & Hamilton, 1988). More concretely, individuals are less likely to make sacrifices in one-shot in- teractions than repeated interactions (Palfrey & Rosenthal, 1994). Similarly, if the number of interactions is fixed in advance, humans decrease their contributions mar-   63   kedly as they approach the end of the sequence (Bó, 2005). Concerning children, we know of no study that has assessed at what age children begin to differentiate between one-shot and repeated interactions. A fourth prerequisite is the ability to delay gratification. Once individuals have identi- fied how current costs could be recouped through future reciprocation, they still have to overcome the temptation to choose the immediate benefit (Rachlin, 2000). This is particularly challenging because even adults have a strong tendency to prefer instant gratification over delayed benefits. In fact, delay of gratification has been proposed to be the major constraint for several animal species, making reciprocity very limited or even inexistent among non-human animals (Stevens & Hauser, 2004). In humans, the ability to delay gratification and make decisions that benefit their future selves pro- gressively develops as children mature. Several studies reveal major changes between 3 and 5 years of age. For example, 3-year-olds typically decide to keep a smaller im- mediate reward, foregoing the opportunity to obtain a larger reward only minutes la- ter. By contrast, 4- to 5-year-olds prudently choose the larger delayed rewards over a smaller but immediate one (e.g., Lemmon & Moore, 2007). This age-trend points to a more general ability to make decisions based upon future needs, such as to select the correct tool to secure an anticipated future solution (Russell, Alexis, & Clayton, 2010; Suddendorf, Nielson, & von Gehlen, 2011; Warneken, Steinwender, Hamann, & To- masello, in press) , and to choose appropriately in the present to avoid an undesirable future state, such as boredom (Busby & Suddendorf, 2005; Metcalf & Atance, 2011). Some authors have suggested a cognitive parallelism between acting on behalf of ot- hers and acting on behalf of one’s own future self because both require the individual to override current, immediate goals in favor of noncurrent goals (Moore, Barresi, & Thompson, 1998). When adults have to allocate resources or tasks to the self in the present, the self in the future, or another person, they treat their future self similarly to another person while favoring their current self (see Liberman & Trope, 2014 for a review; Pronin, Olivola, & Kennedy, 2008; Rachlin, 2002). In fact, neuroscientific studies showed that both thinking about others as well as thinking about the future self rely on the same core brain network (Buckner & Carroll, 2007). The findings about a parallelism between individual and prosocial decision-making lead to the hypothesis that contingent reciprocity and delay of gratification should co- emerge over development. To assess this hypothesis, we first review studies on the   64   early development of contingent reciprocity. We then describe research on children’s emerging ability to delay gratification and its relation to prosocial sharing behavior. THE  DEVELOPMENT  OF  RECIPROCITY   One common approach to studying reciprocity has been to ask whether chil- dren use a “reciprocity norm”, defined as an obligation of returning favors when sha- ring resources (Gouldner, 1960). The acceptance of such a reciprocity norm is consi- dered a cornerstone in the development of autonomous morality marked by mutual respect and cooperation between individuals (Piaget, 1932). Whereas some works ha- ve focused on children’s moral evaluation of the characters involved in a series of hy- pothetical situations (e.g., Durkin, 1959), others have examined the effect of recipro- city on children’s actual behavior in children at 5 years and older (e.g., Peterson, Hartmann, & Gelfand, 1977). In these studies, children were presented with fictitious situations in which an actor displayed a prosocial or hostile act either spontaneously or in response to previous kindness or hostility. Subsequently, children were asked to evaluate the goodness of the actor or to decide how many resources they would share with them. One problem of these previous studies is that if they included measures of actual sharing at all, they neither assessed reciprocity in the sense of contingent reci- procity nor included a temporal sequence of favors given and received. One exception is Levitt et al. (1985) in which children were more likely to share a toy if the partner child had shared one with them previously. However, the absence of experimental control over what was shared and how, the correlational nature of the study, and the fact that children switched roles only once limits its viability for current purposes. A recent wave of studies has used more structured situations to assess when in deve- lopment children attune their prosocial responses toward their partners’ over repeated trials, thus addressing the issue of contingent reciprocity. Two separate studies used a turn-taking version of the so-called Prosocial Choice Game in which both players al- ternate the position of recipient and donor over several trials (House et al., 2013; Se- bastián-Enesco et al., 2013) . Donors had to choose between a prosocial option (1/1 payoffs) that delivered identical rewards to both players, and a selfish option (1/0 pa- yoffs) that delivered a reward to only the donor. Sebastián-Enesco et al. (2013) paired 2.5-year-olds with two different adult partners, one of whom always chose the proso- cial option (cooperator), and the other always chose the selfish option (defector). Ove-   65   rall, children were more likely to choose the prosocial over the selfish option, but their choices were unrelated to their partner’s behavior. Using the same paradigm, House et al. (2013) tested pairs of same-aged children at 3 to 8 years. Results showed that only children aged 5.5 years and older responded to their partner’s previous choice when deciding whether or not to choose the prosocial payoff. Using a different task, Warne- ken & Tomasello (2013) investigated whether 2.5- and 3.5-year-old children adjust their sharing depending on the prior behavior of a puppet play partner. Specifically, when children ran out of toy cubes needed for a game, the puppet still had many cubes left. The puppet was either cooperative by sharing some of her toy cubes, uncoopera- tive by not sharing at all, or explicitly uncooperative by not sharing and saying that she did not want to share. In the test phase, the roles were reversed so that the children were still “rich” at the time when the puppet had run out of resources. Results showed that older, but not younger, children tailored their sharing according to the level of cooperativeness of their partner. This suggests that by the age of 3.5 years, children take into account their partner’s actions and intentions when deciding how much to share with them (see Olson & Spelke, 2008, for a similar age-effect in hypothetical scenarios). Moreover, Leimgruber et al. (2012) assessed to what extent 4-year-olds’ sharing is based on previous sharing received from third parties (generalized recipro- city). Children were tested in a sequence of one-shot prosocial decisions in the Proso- cial Choice Game in which a child played first the role of recipient and, immediately afterwards, the role of donor with a different peer. In the role of the donor, they could choose between 4/1 and 4/4. Results showed that children were more likely to give the same amount of resources they had previously received from a different partner, sug- gesting that they based their prosocial decisions upon how they had been treated in the past. In summary, children become increasingly selective in their prosociality in that their prosocial responses begin to be mediated by their past experience with different part- ners. However, while these studies show that children might be enlightened by the past, it is not clear whether they attend to the shadow of the future. When do children provide resources to others in the present in order to obtain return benefits? To act in this way, children must be able to adjust their current behavior depending on whether the partner has the option to reciprocate the favor or not. To our knowledge, no pre-   66   vious study has addressed whether children understand the potential selfish benefits from contingent reciprocity. Indirect evidence comes from studies on children’s reputation-management strategies. Engelmann et al. (2013) measured how many stickers 5-year-olds would share with an anonymous partner in a one-shot interaction while another peer was watching. Results showed that children shared more when the observer would have the opportunity to share with them immediately afterwards than when no such opportunity existed. This suggests that children gave more resources to the absent partner to gain a good reputa- tion in front of the observer. However, while this study provides evidence for reputa- tion formation (indirect reciprocity), it does not measure contingent direct reciprocity over repeated encounters. Moreover, Engelmann and colleagues tested only 5-year- olds, leaving open whether younger children would share strategically. These pro- blems apply also to older studies in which children at 5 to 6 years of age preferred to be nice toward an absent partner who would know their identity (e.g., Dreman & Greenbaum, 1973; Peterson, 1980). Here as well social desirability or reputation might account for these findings and no younger children were included. Taken together, prior studies suggest that starting at around 5 years of age, children are more prosocial when it influences how others view their behavior. However, more research is needed to examine the extent to which children take their partner’s oppor- tunity for reciprocal sharing into account when deciding how much to share. To ad- dress this question, it is necessary to present children with a situation in which their partner displays a strategy contingent on children’s move over repeated rounds and compare it with a situation in which their partner is not able to reciprocate the child’s previous sharing. DELAY  OF  GRATIFICATION  AND  PROSOCIAL  BEHAVIOR   While we know of no study that has assessed delay of gratification in relation to reciprocity specifically, several studies have assessed how the ability to delay grati- fication is related to children’s prosocial sharing behavior more generally (see Moore & Macgillivray, 2004 for a review). In the typical paradigm, children aged 3 to 5 years either make decisions about resources distributed between self and other (social version) or current and future self (individual version). Whereas in the individual ver-   67   sion, children can choose to have one sticker for self now, or two for self later, the social version included choices in which sharing was costly (two for self, one for each) and non-costly (one for self, one for each). Results showed that older children were better at delay of gratification and also shared more resources with another per- son in different situations. Importantly, even when controlling for age, children’s greater delay of gratification was associated with greater sharing. Therefore, these studies suggest that development of sharing and delay of gratification might go hand in hand (see Garon, Johnson, & Steeves, 2011 for similar results). In the present study, we addressed two main questions. Our first question was whether children increase their sharing in repeated interactions. Children could share resources with an animated puppet who either would have access to better resources in the sub- sequent interaction (experimental condition) or would have no resources at all (con- trol condition). Therefore, if children take their puppet-partner’s opportunity for sub- sequent reciprocation into account, they should share more in the experimental than the control condition. Based upon the findings that children’s foresight abilities un- dergo a major improvement between 3 and 5 years of age, we expected that older, but not younger children would selectively increase their sharing. Secondly, we measured the predicted association between delaying for the future and reciprocal sharing within individuals. Following the theoretical proposals on contingent reciprocity, one might expect that children who are more willing to delay for the future would also be more likely to share with their puppet-partner in situations in which children’s prosocial acts in the present can lead to greater personal benefits in the subsequent interactions (i.e. our experimental condition). For these purposes, we tested children of two diffe- rent age groups: 3-year-olds because previous studies have shown that at around that age, children start to modulate their prosocial responses based upon their past expe- rience, and 5-year-olds because they develop the ability to act in the present in light of benefits for their future self.   68   METHOD   PARTICIPANTS     The final sample consisted of N = 72 children. We tested n = 36 three-year- olds (M = 3;7 years, Range: 3;3-3;11, 18 females) and n = 36 five-year-olds (M = 5;6 years, Range: 5;1-5;11, 18 females). Children were randomly assigned to conditions with equal number of boys and girls at both ages. Nine additional children were tested but excluded due to fussiness (3), experimenter error (3), game preference (consis- tently preferring the low-attractive game to the high-attractive game, see Procedure) (1), or because they did not understand the instructions (2). Children were recruited from a database of families from the Greater Boston area, and were individually tested in a psychological laboratory. Informed consent was obtained from the parents of all children who participated in that study. DESIGN     All children participated in a delay of gratification and a reciprocity task. The order of tasks presentation was fixed with the delay of gratification task presented first. In the reciprocity task, children were randomly assigned to either the experimen- tal or the control condition. SETUP  AND  MATERIALS     The setup consisted of two small tables with two opposite chairs each. Each table represented different and consecutive steps. Participants always started at table 1 (first step), and then moved to table 2 (second step). Children were presented with two zigzag ramps for which they needed golf balls (see Fig. 3.1). The low-attractive zigzag ramp consisted of two connected ramps (~55 cm long) attached to a closed red box underneath (58 cm long x 17 cm wide x 20 cm high), hereafter referred as to the “red machine”. The ball was inserted through a funnel, rolled down the ramps and fell into the box. The high-attractive zigzag ramp consisted of several colorful ramps (a big ramp: 58 cm long, two small ramps: ~25 cm long each, and a twist: 20 cm in dia- meter) decorated with jingle bells and attached to a box (61 cm long x 25 cm wide x 20 cm high) that contained a xylophone, hereafter referred to as the “green machine”.   69   The ball was directly dropped through the big ramp creating a jingle sound when ma- king contact with the bells and fell into the box producing a musical sound when ro- lling down through the xylophone. Balls inserted into both games ended up into the closed box and thus could not be used again. During testing, the red and the green machines were each located behind same-color barriers, each placed near to table 1 and 2, respectively. The barriers were used to prevent children from seeing the puppet playing with the machines. We ran two preference tests for zigzag ramps to ensure that all children actually preferred the green machine over the red machine. A prefe- rence pretest was administered at the beginning before the delay of gratification task. Children were presented with both the red and the green machines, side by side. E1 encouraged children to insert a ball into each machine and then, to identify their favo- rite machine. At the end of the experiment, children received a total of 5 balls, one by one, that they could insert into either red or the green machines (preference posttest). Figure 3.1 Red low-attractive zigzag ramp (left) and green high-attractive zigzag ramp (right) used for delay of gratification and sharing tasks.   TASKS     DELAY  OF  GRATIFICATION  TASK     At table 1, children could play with the red machine, whereas at table 2 they could play with the green machine. Children first stayed at table 1 for 45 seconds and then moved to table 2 for another 45 seconds. Before starting the game, children received four balls and they were asked to decide how many balls they wanted to use immedia-   70   tely with the red machine at table 1, and how many balls they wanted to use later on the green machine at table 2. The puppet did not participate in this task. SHARING  TASK     The sharing task had two conditions that were tested between-subjects. In the experi- mental condition, child and puppet took turns in allocating the balls. Both players first played at table 1 with the red machine where children were donors and the puppet was the recipient, and then moved to table 2 to play with the green machine where the ro- les were reversed. Donors received 4 balls and could decide to give some of their balls to the recipient. Children were always donors at table 1, and the puppet was always donor at table 2. When playing the donor, the puppet used a tit-for-tat strategy by sha- ring the same number of balls at table 2 that children had previously shared with them at table 1. In the control condition, the setup at table 1 was the same. The difference was that at table 2, instead of the green machine and balls, two sheets of paper and two identical sets of pens were waiting for the child and the puppet to be used for in- dividual drawing. Therefore, the puppet never had control over the resource and thus had no opportunity to reciprocate (see Figure 3.2). Figure 3.2 Schematic drawing of the sharing task (experimental condition). Children were donors at table 1 and the puppet was donor at table 2. The green machine corres- ponds to the high-attractive game and the red machine to the low-attractive game. For the control condition, the green machine was removed from table 2 and instead, two sheets of papers and some pens were placed on table 2. The same basic set-up was used for the training phase and the DoG task.   Table 1! Red machine! Green machine! Child’s turn! Puppet’s turn! Child’s chairs! Puppet’s chairs! Table 2! Red barrier! Green barrier!   71   PROCEDURE   Participants and two experimenters entered the experimental room while pa- rents waited in an adjacent room in which they could monitor the session on a video screen. The session began with a 5- to 10-minute warm-up play period during which children became comfortable interacting with a large hand puppet. One experimenter (E1) was in charge of presenting the tasks and explaining the rules to both children and the puppet, while a second experimenter (E2) was the puppeteer, operating the puppet throughout the session and never breaking character. Puppets were large hand puppets similar to the Muppets (about 40 cm high). The puppet’s name and appearan- ce (hairdo) was matched to children’s gender. We decided to pair participants with a puppet partner to systematically manipulate and control for children’s partner beha- vior (matching most closely with Kanngiesser & Warneken, 2012; Warneken & To- masello, 2013 who used the same puppets; see Paulus & Moore, 2011; Rakoczy, Warneken, & Tomasello, 2008 for other studies using similar methods). TRAINING  PHASE     After the warm-up phase, we administered a training phase to ensure that children un- derstood the two-step sequence of table 1 and table 2. Children had to choose between two puzzle sets at table 1, taking into account which puzzle piece the puppet had avai- lable at table 2. Specifically, the puppet was at table 2 with one puzzle piece (e.g. the head of a giraffe or a lion). Children were at table 1 where E1 presented two sets of incomplete puzzles for children to choose from (e.g. the bodies of a giraffe or lion). After children had chosen a puzzle and put it together, children then moved to table 2 where the puppet and children finished the puzzle together. We administered two trai- ning trials. For each trial we used a different set of animal puzzles, and counterbalan- ced the order across participants. TEST  PHASE     DELAY  OF  GRATIFICATION  TASK     The delay of gratification task (hereafter referred as to DoG task) consisted of two identical trials. E1 placed the red machine behind the red barrier located near to table 1, and the green machine behind the green barrier located near to table 2. E1 explai- ned that participants would play with each machine at its corresponding table. E1 told   72   children that they would start playing at table 1 and then moved to table 2 and played there for the same amount of time. E1 invited children to sit at table 1, and placed four balls on the center part of the table and two plates (a red and a green plate) at each si- de of the balls. Then, E1 told participants that they could decide how many balls (if any) they wanted to use at each machine by placing them on the red and green plates, respectively. E1 checked their comprehension by asking children with which machine they would play at table 1 and table 2, respectively, and which was the plate for each game. If children did not correctly refer to each machine and plate, the instructions were repeated. After children had divided the balls between the red and the green pla- te, E1 took the green plate with her and sat at a desk located in a corner of the room. Children could then use the balls on the red plate to play with the red machine. E1 ex- plained that they could play alone until she was done with her work, turning away and then pretending to work. After 45 seconds, E1 announced that her work was done and invited children to move to table 2. Children sat at table 2 and received the green pla- te, and E1 worked at her desk for 45 seconds. If children did not have any ball for playing with a given machine or run out of balls before the 45-second period was over, E1 told them to wait at the corresponding table until she was done with her work. When the period was over, the second trial was administered in the same way as the first. SHARING  TASK     The sharing task consisted of 4 trials. In both the control and experimental conditions, the puppet and children started playing at table 1, where children could decide to sha- re some of their balls with the puppet to play with the red machine, and then conti- nued at table 2 where the activity varies according to the condition. In the experimental condition, the green machine was located at table 2. E1 informed participants that each player would receive four balls. The children would decide at table 1, and the puppet at table 2. At each table, there were two plates, one for the pu- ppet and one for the children. E1 started to explain the rules at table 2 to ensure that children understood that the puppet was subjected to the same deciding rules as them. Then, E1 invited both players to start the game at table 1, and gave the same instruc- tions to children. E1 placed four balls on the center part of table 1 and told children that all of the balls were theirs, but that if they wanted, they could decide to give some   73   balls to the puppet. E1 verified that children understood whose turn to decide was at each table, and whose plate belonged to each player, either the puppet or children. If children did not answer correctly any of these questions, the instructions were repea- ted. Then, children were told to distribute the balls between plates as they wished. Du- ring the allocation, E1 faced away and pretended to be distracted. For a period of 45 seconds in which E1 pretended to work, each player was allowed to play with the red machine placed behind the red barrier one by one, while the other waited at table 1 from where there was no visual access to the game. If one of the players had no balls to play with the ramp, she was instructed to stay at her chair until E1 was done with her work. When the period was over, E1 invited both players to move to table 2 where it was now the puppet’s turn to decide. E1 repeated to the puppet the same instruc- tions as for children, and the procedure was identical to that of table 1. The puppet gave away the same number of balls as children had done at table 1. After the 45- second period, E1 moved on to the next trial. The procedure for the remaining three trials was identical to that of trial 1 with the exception that in trials 3 and 4, no more comprehension questions were asked. In the control condition, instead of the green machine, two identical set of drawing materials were placed on table 2. E1 explained that they would do some drawings at table 2. The procedure at table 1 was identical to that of the experimental condition. Before playing the game, E1 asked children what they could do at each table, either playing with the red machine or drawing, and whose plate at table 1 belonged to each player, either the puppet or children. After the 45-second period, E1 invited both pla- yers to move to table 2 and encouraged them to draw until she was done with her work. The same procedure was used for the remaining trials with the single exception that for trials 3 and 4 no comprehension questions were formulated. CODING  AND  PRELIMINARY  RESULTS   All data were videotaped and coded by E1 during testing. We measured (1) which puzzle children chose during training, (2) which game children chose during the preference pretest; (3) how many balls children saved for playing with the green machine in the DoG task, (4) how many balls children shared with the puppet in the Sharing task; and (5) how many balls children inserted in the green machine during the preference posttest. A second rater independently coded the responses of 23 chil-   74   dren randomly selected to assess interrater reliability (k = 1.00). COMPREHENSION  QUESTIONS  IN  DELAY  OF  GRATIFICATION  AND  RECIPROCITY   TASKS   Children at both ages understood the instructions given at each task from the very beginning. On average, 86% of the questions were answered correctly in the DoG task and 95% in the reciprocity task. PREFERENCE  TESTS     In the preference pretest, the vast majority of children at both ages said that they pre- ferred the green machine to the red one (72% of 3-year-olds and 94% of 5-year-olds from the final sample). Moreover, during the preference posttest, children inserted significantly more balls into the green machine compared to the red machine (Bino- mial test, p < 0.05, n = 72). This preference for the green machine was equally strong at both age groups (3-year-olds: Mdn = 5, 5-year-olds: Mdn = 4.5, Mann-Whitney U- test: U = 621.00, ns). In terms of individuals, 68 out of 72 (93.6%) inserted more balls into the green machine.   TRAINING  PHASE     Children at both ages selected the correct puzzle piece significantly above chance le- vel in both training trials (binomial tests, ps < 0.05, ns = 72). Children’s performance during training was not affected by puzzle order (Mann-Whitney U-test, U = 621.00, ns), trial (McNemar test, χ2(1, N = 72) = 0.41, ns), or age (Mann-Whitney U-test, U = 778.00, ns). STATISTICAL  APPROACH  FOR  MAIN  DATA  ANALYSES   We analyzed the data with generalized linear mixed-effect models (GLMM), using lme4 software package version 0.999999-2 in R (Bates, Maechler, & Bolker, 2013; R Core Team, 2013). Due to the characteristics of our dependent variables, we used a Poisson distribution with a Log link. The models were fitted by the Laplace approximation, and model selection was based on pairwise comparisons using F-tests. We sequentially deleted fixed terms from a full model (main effects, and first-order and second-order interaction effects) to find the most parsimonious model that fit the data. Preliminary analyses indicated that gender had no significant effect on any of   75   our dependent variables and was thus was not included in the analyses reported be- low. All models included participant ID as random effect to account for repeated measures. Our first set of analyses explored age differences and the effect of experience in the delay of gratification task (models for DoG). A second set of analyses was aimed at determining the factors that predicted children’s sharing with the puppet (models for sharing behavior). In a last step, we assessed to what extent the ability of delaying better rewards contributed to children’s propensity to share.   RESULTS   We first assessed children’s performance in the delay of gratification task. The co- rresponding models for DoG as outcome variable included the predictors Age, Trial number and the first-order interaction as fixed terms. Both Age and Trial number were significant predictors (Log-likelihood ratios: Age, χ2(1) = 7.32, p < 0.01; Trial number, χ2(1) = 7.32, p < 0.01), while removing the Trial x Age interaction did not yield a significant reduction in fit (Log-likelihood ratios, χ2(1) = 0.09, ns). Our final model thus included the main effects of Trial and Age (see Table 3.1). These analyses showed that children were more likely to save balls in the second (M = 1.89, SD = 1.22) over the first trial (M = 1.32, SD = 1.07). Moreover, older children (M = 1.89, SD = 1.00) were significantly more likely to save balls to play with the more attractive game later than were younger children (M = 1.32, SD = 1.28).   76   Figure 3.3 Mean number of balls shared with the puppet across trials by condition for each age group in the sharing task. Error bars represent standards errors. Next, we examined children’s sharing behavior, asking whether it varied as a function of age and condition. The mean number of balls that children at both age groups sha- red in each condition are displayed in Figure 3.3. Inspection of our data revealed that the rate of sharing across trials formed a bimodal distribution, with the vast majority of children either sharing half of their resources (proportion of trials with equal splits = 0.57) or not sharing at all (proportion of trials giving zero balls = 0.30). Broken down by age-group, we find that 3-year-olds showed similar distributions in both conditions (experimental: equal splits = 0.58, giving zero = 0.39; control: equal splits= 0.57, zero splits = 0.36, all ns = 18). In contrast, 5-year-old children were al- most three times less likely to make zero splits in the experimental condition (propor- tion = 0.11) compared to the control (proportion = 0.32), whereas the proportion of equal splits remained identical in both conditions (experimental: proportion = 0.58; control: proportion = 0.53, all ns = 18). Moreover, older children were substantially more likely to share more than half of the balls with the puppet when they played in the experimental condition (proportion = 0.17) than in the control condition (propor- tion = 0.03, all ns = 18). We next analyzed which predictors best explained children’s rate of sharing. Our mo- dels included three predictors (Condition, Trial number, Age group) and all their first- 0 1 2 3 Trial 1 Trial 2 Trial 3 Trial 4 Trial 1 Trial 2 Trial 3 Trial 4 3-year-olds 5-year-olds M ea n nu m be r o f b al ls s ha re d (o ut o f 4) Experimental Control   77   order interactions and the second-order interaction as fixed terms. Only the exclusion of age group yielded a significant reduction in fit (Log-likelihood ratios: χ2(1) = 3.90, p < 0.05; see Table 3.1). Thus, older children were significantly more likely to share with the puppet than younger children. Neither condition nor trial number signifi- cantly predicted children’s sharing in this analysis. A visual inspection of the data su- ggested that this was probably due to the uniform distribution of the amount of balls shared by 3-year-olds. We thus decided to analyze the data for each age group separa- tely. In each age-group analysis, Condition, Trial number, and the first-order interac- tion were considered as predictors. For the 3-year-old group, none of these factors predicted children's sharing. Interestingly, the random effect was found to be non- significant in all models, highlighting a lack of inter-individual variability among this younger age-group in either condition. For 5-year-olds, we found that removing Trial and the Trial x Condition interaction from the model did not yield a significant reduc- tion in fit (Log-likelihood ratios: Trial, χ2(1) = 1.58, ns; Trial x Condition, χ2(1) = 3.29, ns). These terms were thus dropped. However, removing Condition from the model reduced fit significantly, and was thus included in further models (Log- likelihood ratios: χ2(1) = 5.79, p < 0.05). Thus, our final model on sharing in 5-year olds included Condition as fixed term, revealing that the older children shared signifi- cantly more balls in the experimental than in the control condition (see Table 3.1). After establishing the effects of age and condition on children’s sharing, we next as- sessed the hypothesis that delay of gratification might play an important role for chil- dren’s ability sharing. A first correlational analysis showed that children who chose to save more balls for playing with the more attractive apparatus also shared more balls with the puppet (Spearman’s rho, rs(69) = 0.28, p < 0.05). Moreover, when contro- lling for age, the positive relationship remained significant (r(69)= 0.25, p < 0.05), indicating that delay of gratification uniquely contributed to sharing behavior over and above age. In a next step, we added the DoG score as an additional predictor to our initial analysis with Condition, Trial number, Age group and their interactions on the number of balls shared with the puppet. We found that the DoG score was a relevant predictor for explaining the overall amount of sharing as its exclusion from the model significantly reduced its fit (Log-likelihood ratios, χ2(1) = 7.09, p < 0.01). Children who were better at delay of gratification were also more likely to share with the pup- pet. The analyses of the 5-year-olds’ sharing behavior yielded a very similar picture.   78   The final model for 5-year-olds included both the main effects of Condition and DoG score as fixed terms (Log-likelihood ratios: χ2(1) = 14.70, p < 0.001, see Table 3.1). In contrast, the number of balls shared by 3-year-old children was not affected by their tendency to delay gratification (Log-likelihood ratios: χ2(1) = 0.38, ns). Interestingly, none of the analyses performed showed a significant interaction of Condition and DoG score. This finding indicates that the relationship between delaying rewards and sharing behavior held across conditions, whether acts were reciprocated or not. In ot- her words, the role of the ability to delay gratification was not exclusive to those sha- ring situations in which children could act strategically by sharing balls with their partner for the less attractive game to obtain a return-benefit when playing the more attractive game.   79   Table 3.1 Generalized linear mixed models for sharing behavior and saving behavior Full fixed-term model Final model Estimate (St Err) Estimate (St Err) Models for sharing behavior 5-year-olds Condition (control vs. exp) -0.62 (0.52) -0.31 (0.14) * Trial 0.13 (0.25) DoG score 0.05 (0.09) 0.16 (0.05) ** Condition*Trial 0.19 (0.22) Condition*DoG score 0.14 (0.11) Random effect (ID) 0.29 (0.42) 0.02 (0.22) 3-year-olds Condition (control vs. exp) -0.05 (0.76) Trial -0.14 (0.31) DoG score 0.06 (0.16) Condition*Trial 0.28 (0.51) Condition*DoG score 0.02 (0.23) Random effect (ID) -0.26 (0.52) -0.16 (0.18) Models for DoG Age (5- vs. 3-year-old) 0.41 (0.21)† 0.36 (0.13) ** Trial 0.41 (0.21)† 0.36 (0.13) ** Age*Trial -0.08 (0.27) Random effect (ID) 0.05 (0.16) 0.08 (0.13) The dependent measure for Models for sharing behavior was the number of balls shared with the pup- pet, and for Models for DoG was the number of balls saved for a future use. For the full models, results of all tested terms are given. For the final model, results of terms that were included based upon pair- wise models comparison are given. Cells display β-values with standard errors in parentheses. Coeffi- cients of categorical predictors indicate the estimated effects of predictors relative to the following ba- seline levels: Age = 3 years; Condition = Control). P-values reflect goodness-of-fit tests with † p < 0.1, * p < 0.05, ** p < 0.001. So far, we have established a significant positive relationship between children’s pro- pensity to share and their ability to delay gratification. However, one concern is that this relationship is due to children persevering in their behavior across both the DoG   80   and the sharing tasks without considering the consequences. Therefore, we analyzed whether children were equally likely to give balls away in the DoG task as in the ex- perimental condition of the Sharing task. Note that the number of balls that children “invested” in both tasks yielded the same outcome: to play the same number of times with the high-attractive game. However, one would expect children to be more reluc- tant to give away resources in the sharing task, in which they had to give some resour- ces away to the other, compared to the DoG task, in which they had to give some re- sources away to themselves in the future. We thus compared children’s performance in the DoG task and the experimental condition of the Reciprocity task, using Wilco- xon signed-rank tests. The analyses showed that both younger and older children sa- ved the same number of balls in the DoG task as they shared with the puppet in the experimental condition of the reciprocity task, 3-year-olds: MdnDoG =1.00; Mdnrec = 1.63, Z = 31.50; 5-year-olds: MdnDoG =2.00, Mdnrec = 2.00, Z = 88.00, all ns = 18, all ps >0.1. In contrast, when comparing children’s performance in the control condition in which no benefits were obtained from sharing with the puppet, we found that older children tended to save more balls (Mdn = 2.00) for the future in the DoG task than they shared with the puppet (Mdn = 1.37) (Z = 23.00, p = 0.06). Younger children however, performed similar in both the DoG task (Mdn = 1.75) and the control condi- tion (Mdn = 1.75) (Z = 31.50, ns). Taken together, these analyses show that the 5- year-olds differentiated between the consequences of their behavior in the DoG and the sharing task. This suggests that the positive relationship of delay of gratification and sharing is not due to confusion or perseveration errors, but is reflective of a com- mon ability that leads children to make more prudent decisions.   DISCUSSION   We investigated at what age children adjust their sharing depending on whether a re- cipient can subsequently reciprocate the favor. Results show that 5-year-olds were sensitive to the possibility of reciprocation by sharing more resources with a partner who subsequently reciprocated than with a partner who was unable to reciprocate. In contrast, 3-year-olds shared the same amount in both conditions suggesting that they did not take into account that the partner’s opportunity to reciprocate their favor. Se-   81   cond, we investigated the ability to delay gratification as a potentially important pre- requisite for reciprocal sharing. Here, we found that children’s delay for better re- wards was positively related to their willingness to share with others. Interestingly, the relation between delaying gratification and sharing was not confined to the situa- tion in which reciprocity might emerge, but to children’s general decisions to share with others across both conditions. Previous research on reciprocal sharing has shown that children aged 3.5 years are sensitive to others’ prior sharing when they distribute resources, and thus “look back” when making their decision (Olson & Spelke, 2008; Warneken & Tomasello, 2013). Our findings expand this line of research by investigating when children “look ahead”, taking into account whether their own sharing might influence the opportunity for a partner’s subsequent sharing with them. Our results show that such strategic re- ciprocity emerges later in development compared to past event-driven reciprocity. Therefore, whereas children aged 3.5 years can reliably modulate their prosocial res- ponses contingent on past experiences, they might still have problems to link their cu- rrent sharing decisions with their partner’s subsequent moves. Moreover, 3-year-olds saved the same number of balls in the delay of gratification task as they shared with the puppet in both conditions of the reciprocity task, sugges- ting that they do not act for the sake of a more rewarding future. These findings are congruent with a large body of works examining the development of foresight abili- ties that shows that 3-year-olds are strongly present-oriented in their choices (see Atance & Metcalf, 2013 for a review). On the other hand, 5-year-olds invested the same number of resources in these situations in which they could obtain something better in the subsequent step (delay of gratification task and experimental condition of reciprocity task), but gave fewer resources away when such actions did not yield futu- re benefits (control condition of reciprocity task). Overall, children who were better at delaying for future rewards were also more wi- lling to share with others. However, this was true whether reciprocation was possible or not. Thus, we did not find a specific link between the ability of delaying gratifica- tion and reciprocal sharing per se, as theoretically postulated. This hypothesis had been derived from a theoretical account characterizing individuals as purely self- interested “rational actors” who would only share with others if it results in a delayed   82   selfish benefit (Stevens & Hauser, 2004). This is why a fundamental prerequisite for rational actors to engage in bouts of reciprocation is their ability to delay immediate gratification (paying a cost now) for the sake of a more rewarding future (a return- benefit provided by the partner). This picture slightly changes when we assume that children are not entirely self-interested, but also have prosocial motivations to act on behalf of others (as a large body of works has shown, reviewed in Hepach, Vaish, & Tomasello, 2013). In this case, the ability to delay gratification plays a role in children overriding their immediate urge to keep everything for themselves not only in situa- tions with potential future self-benefit, but also in children’s attempts to act proso- cially. Therefore, our results are congruent with the proposal by Moore and Macgilli- vray (2004) that at least in humans with their prosocial inclinations, the ability to de- lay gratification contributes to prosocial sharing because it requires to override ones own current selfish interests. One main goal of this study was to assess for the first time whether children “look ahead” and modulate their prosocial responses toward a given partner who would (or would not) be able to reciprocate. Reciprocity conceptualized in such way is framed within the so-called partner control model (Noë, 2006). Partner control models des- cribe the choices that people make about how to act (e.g. how much to share), as con- trasted to partner choice models, which describe how people decide with whom to interact. These models thus describe different types of situations and might be suppor- ted by different psychological abilities. In partner control models, reciprocity emerges from the temporal delay between giving and receiving, and the ability to delay gratifi- cation and mentally connect ones own current behavior to the potential future beha- vior of a social partner are particularly relevant. However, such future-oriented abili- ties are not necessarily required for partner choice. For example, Schino & Aureli (2009) suggest that reciprocal partner choice could be based on an emotionally based system that allows individuals to bookkeep past interactions with different social part- ners. It is thus possible that there are differences in the ontogenetic emergence of se- lective prosociality in situations of partner choice versus partner control. Recent evi- dence supports this view. Specifically, around their second birthday, children can dis- criminate among potential partners in term of their cooperativeness, and choose with whom to interact based upon this social evaluation (e.g., Dahl, Schuck, & Campos, 2013; Dunfield & Kuhlmeier, 2013). However, children do not begin to adjust their   83   prosocial responses toward a fixed partner until after their third birthday (Warneken & Tomasello, 2013). These findings suggest that the mechanisms enabling partner choice are in place earlier than the mechanisms necessary for partner control. The present study has several limitations and raises new questions for future research. Further studies are needed to assess how robustly children’s delay of gratification and sharing behavior are coupled. We presented two closely matched tasks in a fixed or- der because we were interested in exploring individual differences in the ability of delaying gratification and sharing. Because the tasks were structurally similar and in- volved the same resources, one concern is that children just continued to divide up the balls in the reciprocity task as they had previously done in the delay of gratification task. However, as reported, while there were correlations between tasks in that chil- dren who saved more balls also shared more balls, there were also significant diffe- rences in the number of balls that children saved versus shared. Specifically, children systematically saved more balls than they shared with the puppet, suggesting that they were not simply perseverating and did understand the consequences of their behavior. Nevertheless, future research should address whether the results hold when the delay of gratification and the reciprocity tasks are more dissimilar. One further concern is that while our design measures children’s differentiation bet- ween repeated interactions and unidirectional decisions, it does not fully disentangle the effect of past experience and the expectation of future reciprocation. Recall that within each trial, the puppet mirrored children’s sharing in the subsequent step. There- fore, in all subsequent trials, children could have reacted to their partner’s previous sharing. Although a visual inspection of sharing events suggests that 5-year-old chil- dren increased their sharing over the first trials, trial number was found to be non- significant. Taken together, this indicates that 5-year-olds might have already had a basic notion that sharing would pay off because the partner would be able to share re- sources subsequently. This interpretation receives indirect support from other studies on tool use and episodic foresight that show how by the age of 5, but not earlier, chil- dren engage in future-oriented behaviors either directed to themselves (Atance & Meltzoff, 2005) or to others (Thompson, Barresi, & Moore, 1997). Thus, it seems at least plausible that the 5-year-old children in our study were able to attend to the po- tential benefits of sharing. By contrast, 3-year-olds, who lack the abilities of foresight and planning in other domains as well (see McCormack & Atance, 2011 for a review),   84   did not consider that their behavior might lead to reciprocation. Therefore, the deve- lopmental co-emergence of these general cognitive skills in other domains between 3 and 5 years of age map nicely onto our found age-effect in the domain of reciprocal sharing, suggesting that it may be grounded in a general cognitive ability that emerges in this age-range. Further evidence of the notion that children were actually attending to the opportunity for subsequent reciprocation (rather than just responding to how the partner had treated them in the previous trial) comes from the finding that 3-year-olds did not alter their sharing. Previous work has shown that 3-year-olds share differently depending on how a person had shared with them in the past. If this were all that is required in this task, we would have expected for 3-year-olds to differentiate between conditions as well. However, since they did not differentiate, it indicates that chil- dren’s increase in sharing is at least in part due to children’s emerging ability to assess the partner’s opportunity of future reciprocation.   CAPÍTULO  4   DISCUSIÓN  GENERAL         86     87   En la presente tesis, hemos abordado distintas cuestiones relacionadas con la emer- gencia de la reciprocidad. Por un lado, nos interesamos por entender su relación con las primeras formas de la conducta prosocial, así como su posterior desarrollo vincu- lado a la comprensión del proceso de reciprocidad. Por otro lado, investigamos la re- lación postulada teóricamente entre las conductas recíprocas y la capacidad de diferir la gratificación. La reciprocidad es un aspecto fundacional de las sociedades humanas, necesario para el mantenimiento de nuestra vida social. Desde la teoría de la evolución, la reciproci- dad es considerada como un mecanismo nuclear en la evolución del altruismo. No obstante, a pesar del papel central que se otorga a este fenómeno desde distintas ramas científicas, se sabe muy poco sobre las raíces ontogenéticas de la reciprocidad. Nues- tro interés último era contribuir a iluminar el proceso por el cual el humano se con- vierte en un ser genuinamente recíproco. Dado que nos interesamos por los orígenes de la reciprocidad, una cuestión central es si la reciprocidad humana, que destaca so- bre cualquier forma de interacción entre animales no humanos, es intrínseca a la natu- raleza humana o si es producto de su desarrollo en un medio fundamentalmente social y cultural. Complementariamente, otro asunto teórico esencial que abordaremos en este capítulo es si las formas de reciprocidad humana tienen algún correlato en anima- les no humanos. El conjunto de nuestros resultados es coherente con la hipótesis de que la reciprocidad es un proceso secundario cuyo desarrollo es lento y gradual. Decimos que es un pro- ceso secundario porque la reciprocidad empieza a regular las conductas prosociales sólo cuando los niños ya son capaces de actuar a favor del otro de manera genuina. En nuestro primer estudio (capítulo 2), hemos constatado que los niños comienzan siendo prosociales de forma indiscriminada, sin tener en cuenta el comportamiento del otro. Y su desarrollo es gradual en el sentido de que, probablemente, la reciprocidad em- pieza expresándose en relación con eventos pasados (el niño empieza siendo recíproco sólo en respuesta a la conducta del otro) mucho antes de expresarse como anticipa-   88   ción a la conducta del otro. Parece que es a partir de los 5 años (estudio 2, capítulo 3) cuando surge la reciprocidad en su forma prospectiva, que, sin duda, seguirá evolu- cionando en años posteriores hacia usos más complejos. Como discutimos más ade- lante, algunas formas de reciprocidad podrían estar presentes en animales no humanos y hay pruebas de que el chimpancé, en particular, tiene las capacidades básicas nece- sarias. No obstante, lo que parece una limitación incluso para nuestros parientes más cercanos es participar en una interacción recíproca de manera calculada y prospectiva. EMERGENCIA  DE  LA  PROSOCIALIDAD  Y  DE  LA  RECIPROCIDAD   En el primer estudio de esta tesis (capítulo 2), se presentaba a niños de 2,5 años un paradigma en el que el actor podía elegir entre dos opciones: la opción egoísta (1/0), que beneficiaba exclusivamente al actor, y la opción prosocial (1/1), que otorgaba también beneficios al receptor. Los niños se alternaban en la posición de ac- tor/receptor con dos tipos de parejas: una de ellas siempre actuaba de forma prosocial y la otra siempre actuaba de forma egoísta. Frente a esta situación, en la que compartir no suponía un coste personal, los niños terminaban comportándose de manera proso- cial de forma consistente y espontánea. Su respuesta era genuinamente prosocial en tanto que sólo la desplegaban cuando de hecho podían beneficiar a su pareja (en comparación con una situación en la que no había receptor) y lo hacían proactivamen- te, porque la pareja no solicitaba o manifestaba deseo por obtener la recompensa, ni agradecía al niño cuando elegía la opción prosocial. Estos hallazgos son congruentes con un amplio cuerpo de datos que sitúan la emergencia de la prosocialidad genuina en torno a los 2 años de edad (e.g., Hay & Cook, 2007; Thompson & Newton, 2013;Warneken & Tomasello, 2009a, véase capítulo 1 para una detallada descrip- ción). De este primer estudio, el resultado posiblemente más interesante es que los niños de estas edades no despliegan estrategias recíprocas, al menos en este tipo de paradigma. Efectivamente, no hemos encontrado ningún indicio de que modularan sus respuestas en función de cómo se comportaban sus parejas de juego para con ellos; por el contra- rio, beneficiaban del mismo modo a la compañera que siempre era prosocial como a la que siempre era egoísta. En otro estudio reciente, con niños de 2,5 y 3,5 años, dirigido   89   a evaluar la relación entre la emergencia de la prosocialidad y de la reciprocidad en tareas de ayuda y de compartir (Warneken & Tomasello, 2013) se encontró que, en consonancia con nuestros datos, a partir de los 2,5 años, los niños respondían proso- cialmente en ambas situaciones. Sin embargo, se observó una interesante diferencia en lo que se refiere a la reciprocidad entre la conducta de ayuda y la de compartir. En la tarea de ayuda, los niños de ambas edades prestaban ayuda a su pareja a niveles muy altos, independientemente de cómo ésta se comportara con ellos. En cambio en la de compartir, sólo los de 3,5 años empezaban a tener en cuenta cuánto había compartido el otro a la hora de decidir a su vez cuánto compartir. Estos hallazgos son congruentes con otro estudio que muestra que, hacia los 3,5 años, los niños comienzan a utilizar la norma de reciprocidad para decidir por otros sobre la distribución de recursos (Olson & Spelke, 2008). Por el contrario, cuando niños de distintas edades jugaban entre ellos –en el mismo paradigma de prosocialidad sin costes utilizado en el capítulo 2-, sólo a partir de los 5,5 años, la reciprocidad, tanto positiva como negativa, comenzaba a desempeñar un papel importante (House et al., 2013). En conjunto, estos hallazgos sugieren que los niños comienzan a ser recíprocos cuan- do ya han desarrollado las capacidades cognitivas necesarias y la motivación por ac- tuar en beneficio del otro. Aunque por el momento no hay datos empíricos al respecto, se podría aventurar que, al principio, los niños responden recíprocamente sólo cuando el otro actúa de manera consistente y repetida. Más tarde, y posiblemente gracias a los avances socio-cognitivos, comienzan a ser capaces de ajustar sus respuestas prosocia- les a las de su compañero de manera más sutil y en contextos menos forzados (como el presentado por House y colaboradores, 2013). Por otro lado, la emergencia de la reciprocidad podría darse en momentos distintos de acuerdo con el tipo de conducta prosocial que regula. Así, en situaciones en las que beneficiar al otro supone un coste significativo para el niño, como las conductas de dar o compartir, la reciprocidad pa- rece emerger más temprano, en torno a los 3,5 años, que en contextos prosociales me- nos costosos como las conductas de ayuda. Esto último sería congruente con un am- plio conjunto de datos que indica que las distintas formas de prosocialidad tienen cur- sos de desarrollo distintos (Dunfield & Kuhlmeier, 2011, Dunfield et al., 2013; Svetlova, et al., 2010). En cualquier caso, y dado el escaso número de trabajos al res- pecto, esta caracterización de la emergencia de la reciprocidad es altamente especula-   90   tiva. Confiamos en que futuras investigaciones ayuden a desentrañar los orígenes de la conducta recíproca en distintos ámbitos. Parece claro, no obstante, que los niños comienzan a tener en cuenta la conducta de los otros en sus decisiones de compartir al tiempo que se muestran más selectivos en otros contextos de distribución de recursos. Así, a partir de los 3 años de edad, los ni- ños empiezan a incorporar aspectos relacionados con la justicia en el reparto de re- compensas. Por ejemplo, están más dispuestos a dividir las ganancias igualitariamente si han trabajado conjuntamente con otros que si el trabajo ha sido individual (Hamann et al., 2011). Más aún, tienen en cuenta el esfuerzo específico invertido por cada par- ticipante en la tarea cuando reparten los beneficios obtenidos (Kanngiesser & Warneken, 2012). Hacia los 4 años, comienzan también a rechazar distribuciones de recursos que les son desventajosas respecto a las de sus compañeros (e.g., 1 vs. 4 ca- ramelos), aunque ello suponga quedarse sin recompensa (Blake & McAuliffe, 2011). Así, la emergencia de otros procesos nucleares en la regulación prosocial, como el de equidad o la meritocracia, coincide en el desarrollo con las primeras conductas recí- procas. Estos hitos en el desarrollo prosocial están, a su vez, muy relacionados con los avan- ces en la comprensión de las normas sociales. A partir de los 3 años, los niños co- mienzan a entender que sus comportamientos están regulados por normas que son co- nocidas y consensuadas por los miembros del grupo. Empiezan a identificar estos as- pectos deónticos de las interacciones como algo que va más allá de los individuos, y más importante, de ellos mismos, lo que les permite hacer predicciones sobre cómo se comportarán los miembros de la comunidad (incluidos ellos mismos) (Diesendruck & Markson, 2011). Los trabajos de Rakoszy y colaboradores indican que, en torno a los 3 años, los niños intervienen frente a desviaciones de la norma en un amplio abanico de situaciones (Rakoczy & Schmidt, 2013) (véase Rakoszy & Schmidt, 2013 para una revisión). Lo más interesante de este tipo de intervenciones es que suelen utilizar len- guaje normativo (“no puedes hacer esto”) más que guiarse por imperativos personales (“no quiero que hagas esto”), lo que indica una comprensión incipiente del carácter supra-individual de estas entidades. Además, los niños son capaces de diferenciar las normas convencionales (e.g., reglas de un juego) de las morales (e.g., no se rompe el juguete ajeno) y las aplican y comprenden de manera diferente (Turiel, 2002). Por ejemplo, frente a una norma convencional, los niños de 3 años protestan más enérgi-   91   camente cuando el infractor es un miembro del endogrupo que cuando es del exogru- po, mientras que su protesta es igualmente enérgica ante cualquier infractor cuando la norma que se infringe es de carácter moral (Schmidt, Rackoczy & Tomasello, 2012). Más adelante, empiezan a incorporar otras propiedades esenciales de la norma social cuando la siguen o razonan sobre ella. Por ejemplo, a partir de los 4-5 años, ganan en- tendimiento sobre la especificidad del contexto asociado a una norma convencional, y cómo se aplica a unas pero no a todas las situaciones (e.g., Diesendruck & Markson, 2011). Hacia la misma edad, comprenden el carácter consensuado y arbitrario de las normas convencionales frente a la naturaleza racional de las morales (e.g., Smetana, 1981). Esta progresiva adquisición de las bases normativas del mundo social parece estar basada en una motivación y unas habilidades emergentes para la intencionalidad colectiva (Tomasello, et al., 2012). La comprensión de la intencionalidad desempeña un papel central en el desarrollo de la prosocialidad pues, para llegar a actuar de manera adecuada y flexible, los niños no sólo deben ser capaces de leer las intenciones ajenas sino también de construir con el otro una intencionalidad compartida y, más adelante, de formar la entidad “nosotros” (intencionalidad colectiva). La comprensión del otro como individuo con sus propias experiencias mentales surge en torno a los dos años de vida, edad en la que empiezan a apreciar que aquello que les interesa o desean puede diferir de lo que interesa o desea otra persona (Tomasello & Haberl, 2003; Repacholy & Gopnik, 1997). Del mismo modo, comienzan a ser capaces de asumir el punto de vista de otras personas, cuya relación con las conductas prosociales ha sido bien documentada y se mantiene robusta a lo largo de la infancia (véase Moore, 2007, para una revisión). Estos avances en la comprensión del yo y de los otros se traducen en la adquisición de una teoría de la mente que, como ya hemos indicado anteriormente, está íntimamente relacionada con algunas formas de prosocialidad, como la de compartir (Takagishi, Kameshima, Schug, Koizimi, & Yamagishi, 2010; Wu & Su, 2014). En último término, esto les va a permitir asumir una perspectiva en tercera persona y evaluar a otros como a ellos mismos de forma impersonal y normativa.       92   DESARROLLO  DE  LA  RECIPROCIDAD   Más allá de la influencia de los actos ajenos sobre las decisiones prosociales, la reci- procidad también consiste en anticipar los beneficios futuros de una interacción pro- social y de actuar en consecuencia. De hecho, como ya desarrollamos en el capítulo de introducción, éste es el aspecto central del altruismo recíproco, originalmente pos- tulado por Trivers (1971). Pocos estudios han evaluado directamente la emergencia ontogenética de tal forma de reciprocidad. En el segundo estudio de esta tesis (capítu- lo 3), abordamos esta cuestión presentando a niños de 3 y 5 años dos situaciones que variaban en función de la oportunidad de recoger los beneficios del proceso de reci- procidad. En la condición experimental, los niños podían compartir sus recursos con una pareja que, en un futuro cercano, iba a tener acceso a recursos más valiosos. En la condición control, la pareja no tenía la oportunidad de devolverles el favor. Mientras que los niños de 3 años compartieron con la pareja la misma (pequeña) cantidad de recursos en las dos situaciones, los de 5 años ya eran capaces de ajustar su repuesta prosocial prospectivamente, de acuerdo con el proceso de reciprocidad, compartiendo significativamente más con el “reciprocador” potencial. Más aún, aunque la tendencia general era compartir la mitad de los recursos (2 de 4 bolas), los niños de 5 años, pero no los de 3, estaban más dispuestos a no compartir con la pareja en la situación con- trol, y mucho más dispuestos a compartir más de la mitad en la situación experimen- tal. En suma, la capacidad de mirar hacia delante en busca de posibilidades de reci- procación parece emerger después que la reciprocidad basada en eventos pasados. En línea con las propuestas teóricas sobre la emergencia del altruismo recíproco, esto podría significar que esta forma de reciprocidad requiere de capacidades cognitivas más complejas que todavía no están presentes (o lo están sólo de forma germinal) a los 3-4 años, edad en la que los niños ya responden en función de cómo les han trata- do en el pasado. Como ya hemos visto, el conjunto de habilidades prospectivas que permiten al individuo tomar decisiones en el presente teniendo el futuro en mente su- fre cambios importantes entre los 3 y 5 años (véase Atance & Metcalf, 2013, para una revisión). Por ejemplo, Busby y Suddendorf (2005) pusieron a prueba la habilidad de proyección mental de los niños a través de preguntas sobre cosas que podrían hacer en un futuro como, por ejemplo, al día siguiente en el colegio o el fin de semana con la familia. Mientras que los niños de 3 años sólo mostraban rudimentos de esta habili-   93   dad, los de 4 y 5 ya eran capaces de proporcionar una descripción plausible de acuer- do con la información proporcionada por los padres. Una aproximación conductual pone de manifiesto el mismo patrón evolutivo. Cuando se le pedía a los niños que ac- tuaran en el presente con el fin de evitar un estado futuro no deseado (como el abu- rrimiento o el hambre), los niños de 5 años en adelante eran capaces de seleccionar aquellos objetos adecuados anticipándose a lo que se iban a encontrar en un escenario posterior, incluso cuando las necesidades futuras entraban en conflicto con las presen- tes. No obstante, los niños pequeños parecían estar atrapados en el aquí y el ahora (e.g., Atance & Meltzoff, 2005). De entre todas estas habilidades, la capacidad de diferir la gratificación inmediata ha sido propuesta como la piedra angular en la emergencia de las interacciones recípro- cas. Nuestros datos apoyan sólo parcialmente esta hipótesis, al menos en cuanto a sus orígenes ontogenéticos. Aunque encontramos una relación positiva entre la cantidad de recursos que los niños guardaban para un mejor uso futuro y la que compartían con la pareja, este vínculo no se limitaba a la situación de reciprocidad. La capacidad de diferir la gratificación parece, por tanto, concurrir con la conducta de compartir en general: los niños que eran mejores difiriendo la gratificación inmediata también compartían más con la pareja. La hipótesis de que las acciones orientadas al yo futuro están íntimamente relaciona- das con las dirigidas hacia el otro tiene una larga tradición filosófica (Hazlitt, 1805; Locke, 1894 citados en Martin & Barresi, 1995), y ha recibido apoyo de investigacio- nes de distintos ámbitos, desde trabajos neuropsicológicos (Buckner & Carroll, 2007) a los de economía experimental (Liberman & Trope, 2014). Esto se debe a que, en ambos casos, el individuo debe representarse estados no presentes, sea del yo futuro, en el caso de la gratificación diferida, sea el de otra persona, como en el caso de la conducta prosocial, y superar el impulso inmediato de actuar a favor del yo presente. Los trabajos dirigidos a evaluar la relación entre la conducta de compartir de los niños y su capacidad para diferir la gratificación inmediata muestran, en línea con nuestros resultados, un desarrollo paralelo de una y otra (e.g., Garon et al., 2011; Moore & Macgillivray, 2004). ¿Por qué, sin embargo, no encontramos una relación especial con aquellas conductas de compartir que conllevaban beneficios futuros (reciprocidad)? Las teorías biológicas   94   sobre la emergencia de la reciprocidad parten del supuesto de que el individuo está exclusivamente centrado en su propio bienestar (self-centered) entendido en su amplio sentido (lo que, en economía experimental, se denomina un actor racional), porque cualquier desviación de esto podría suponer una disminución de su eficacia biológica. En consecuencia, un individuo sólo compartiría con otros en aquellas circunstancias en las que puede ser retribuido por la pareja en interacciones futuras. Desde esta ca- racterización, un requisito fundamental sería la habilidad de diferir la gratificación inmediata (pagar un coste ahora) en pos de un futuro más gratificante (suministrado por la pareja). Sin embargo, como ya hemos señalado, parece que el ser humano está genuinamente motivado por actuar a favor de los otros desde muy temprano en el desarrollo. Por lo tanto, es posible que este patrón sea distinto si consideramos a un actor que, como el ser humano, combina un interés por su propio bienestar con una motivación prosocial. En este caso, la capacidad de diferir la gratificación podría permitir al individuo superar la urgencia inmediata de acaparar los recursos, permi- tiendo así la emergencia de sus tendencias prosociales. CARACTERIZACIÓN  DEL  DESARROLLO  PROSOCIAL   En conjunto, nuestros datos, junto con los recientes hallazgos que hemos comentado, se ajustan a la propuesta teórica que describe el desarrollo prosocial como un proceso gradual que parte de una prosocialidad relativamente indiferenciada para convertirse progresivamente en una respuesta especializada (Brownell et al., 2013; Hay, 1994; Tomasello & Warneken, 2009b). Los niños comienzan desplegando conductas proso- ciales genuinas sin tener en cuenta cómo se comportan los otros. Hacia los 3-4 años, en lo que se ha denominado second-personal prosociality, ya son capaces de incorpo- rar sus experiencias pasadas con distintas parejas en sus decisiones prosociales. Unos años más tarde, empiezan también a proyectar sus posibilidades futuras, lo que les permite actuar de manera estratégica, que correspondería a una reciprocidad más ela- borada, relacionada estrechamente con el concepto de reciprocidad calculada. Esta segunda etapa, agent-neutral prosociality, sólo es posible en tanto que el niño adquie- re una comprensión más fina de las normas sociales y de que, en cierto sentido, todos estamos sujetos a ellas.   95   Esta caracterización del desarrollo prosocial se opone frontalmente con las propuestas de pre-especialización. Recordemos que, desde esta perspectiva, se atribuye al bebé una sofisticada selectividad en sus conductas prosociales desde el principio. La clave de nuestra especie, de acuerdo con los autores que adoptan este enfoque (e.g., Tooby & Cosmides, 1996), es una supuesta combinación de un instinto altruista y una serie de representaciones que nos permitirían detectar a los tramposos (o en general, a los no-cooperadores) y abandonar las interacciones prosociales con ellos. Cabría por tanto esperar que los niños de 2.5 años del estudio 1 (capítulo 2) mostraran ya una estrate- gia recíproca contingente a la de sus compañeras de juego, especialmente en el caso de la pareja egoísta que, a lo largo de 10 ensayos alternos, decidía repetidamente no beneficiarlos. Autores como Hamlin o Wynn (Hamlin, Ullman, Tenenbaum, Goodman & Baker, 2013; Wynn, 2008), sin embargo, afirman aportar pruebas empíricas que demuestran que los bebés de escasos meses evalúan socialmente a los otros (en términos de sus objetivos y sus creencias respecto a terceros14) y prefieren interactuar con los que muestran intenciones prosociales. ¿Cómo explicar que un bebé de tres meses prefiera a los individuos prosociales frente a los antisociales sobre la base de tal evaluación moral mientras que los niños de 2,5 años de nuestro estudio 1 (como de muchos otros) no sean capaces de actuar selectivamente frente a estos tipos de agentes? Estos autores asumen que las diferencias en actuación se deben a aspectos relacionados con el con- trol inhibitorio u otros procesos reguladores de la acción, pero que de hecho el cono- cimiento sobre las situaciones sociales está presente desde el principio (Hamlin et al., 2013). Merece la pena analizar en detalle el tipo de investigaciones que se realiza desde esta perspectiva teórica (Hamlin et al., 2007; Hamlin, Wynn, & Bloom, 2010; Hamlin, Wynn, Bloom, & Mahajan, 2011) para poder fundamentar nuestra visión crítica de tal perspectiva. El paradigma básico de los estudios con bebés consiste en presentarles situaciones sociales diversas (e.g., interacciones positivas y negativas entre persona-                                                                                                                                         14 Los bebés estarían representando el nivel de prosocialidad/antisocialidad como un tipo de objetivo o deseo del individuo respecto al objetivo de otro individuo: el objetivo del “antisocial” es evitar que el otro consiga su objetivo; el objetivo del “prosocial” es ayudar a que el otro consiga su objetivo.   96   jes) y medir el tiempo que pasan mirando cada una de las situaciones15. La lógica ar- gumental es la siguiente: si el bebé mira más a uno de los dos personajes, se interpreta que lo prefiere, lo cual es una asunción común (aunque no la única) en los estudios sobre percepción en bebés. Ahora bien, la argumentación sigue así: la razón de su pre- ferencia se atribuye a que el bebé se está representando las características sociales asociadas a cada personaje, está razonando sobre el mundo moral y está evaluando a los personajes de acuerdo con ese conocimiento moral. Consideremos los resultados de uno de los estudios más conocidos del grupo de Ham- lin en el que combinaban las medidas de tiempo de mirada con una tarea en la que re- gistraban qué objeto tocaban primero (Hamlin, et al., 2007). Bebés de 6 y 10 meses observaban dos interacciones sociales protagonizadas por figuras geométricas: en una de ellas, una forma geométrica “ayudaba” a otra a escalar una montaña mientras que, en la otra, una forma diferente “impedía” que el escalador ascendiera la montaña. Los autores encontraron que, cuando se les daba la oportunidad de elegir, la mayoría de los bebés tocaban antes la forma prosocial que la antisocial, lo que sugiere, según los autores, que evaluaron a los personajes como bueno y malo respectivamente (véase sin embargo Kuhlmeier, Wynn, & Bloom, 2003 para unos resultados diferentes). So- bre la base de estos hallazgos, Hamlin concluye que la capacidad de evaluar a los otros en función de sus interacciones sociales es innata. En el material suplementario, donde se pueden encontrar videos de las situaciones presentadas a los bebés, hay dos eventos llamativos asociados a los contextos prosocial y antisocial que merecen nues- tra atención. En primer lugar, cuando tanto la forma prosocial como la antisocial al- canzan al escalador se da una colisión entre ellos que resulta aversiva incluso para un observador adulto. En segundo lugar, en la situación prosocial, el escalador da saltitos cuando alcanza la cima con la ayuda de la forma prosocial mientras que en la condi- ción antisocial no hay ninguna expresión similar. Considerando esto, podría ser que los bebés eligieran preferentemente la forma geométrica “prosocial” porque la asocia- ron con un evento saliente y atractivo (los saltos del escalador al llegar a la cima) mientras que la forma “antisocial” solo podía asociarse a la colisión aversiva. En dos experimentos con bebés de las mismas edades, Scarf y cols. (Scarf, Imuta, Colombo, & Hayne, 2012b) pusieron a prueba esta hipótesis alternativa y confirmaron que las                                                                                                                                         15 Cuando la edad del bebé lo permite, a veces esta medida se acompaña de una tarea de “elección” de uno de los personajes en la que registran qué objeto/personaje los bebés tocan primero.   97   elecciones de los bebés se relacionaban con estos aspectos colaterales de la situación y no con una evaluación social de ésta. Así, se encontró que el evento de la colisión re- sultaba aversivo mientras que el de los saltitos resultaba atractivo para los bebés (mi- raban y tocaban más la forma que realizaba estos movimientos), con independencia, en ambos casos, de la naturaleza social o antisocial del protagonista. En suma, los au- tores aportan evidencia de que una interpretación alternativa basada en simples aso- ciaciones se ajusta igual de bien a los datos presentados por Hamlin (véase Scarf, Imuta, Colombo, & Hayne, 2012a, para argumentación en contra de las inferencias de Hamlin, Wynn, & Bloom, 2010). Cada vez más autores advierten de los peligros del uso de medidas de discriminación visual en este tipo de investigaciones y proponen que, para interpretar cabalmente el significado de un mayor o menor tiempo de mirada, es necesario relacionar esta me- dida con otras conductas convergentes (Geraci & Surian, 2011; Henderson, Wang, Matz, & Woodward, 2013; Keen, 2003). Por ejemplo, Sommerville y colaboradores (Sommerville, Schmidt, Yun, & Burns, 2013) investigaron el desarrollo de las expec- tativas sobre la justicia y su relación con la conducta prosocial en niños de 12 y 15 meses. Para ello, utilizaron un paradigma de violación de expectativas16 en el que pre- sentaban a los niños distribuciones de recursos iguales o desiguales y una serie de ta- reas conductuales en las que medían sus intervenciones prosociales (dar, ayudar, pro- porcionar información). Los resultados mostraron que sólo los niños de 15 meses atendían más a las distribuciones “injustas” y que esta medida se relacionaba única- mente con sus conductas de compartir (i.e., dar el objeto atractivo vs. no atractivo). Esto, según los autores, pone en evidencia el importante papel de la experiencia en el desarrollo de las expectativas sobre la justicia, y en especial el de sus propias expe- riencias en situaciones de distribución de recursos, como las de compartir. ELECCIÓN  DE  PAREJA  Y  CONTROL  DE  LA  PAREJA  EN  EL  DESARROLLO     Ya hemos señalado que hacia los 3-4 años los niños comienzan a usar la reci- procidad en situaciones en las que deben modular sus conductas (dar, no dar, cuánto                                                                                                                                         16 La violación de expectativas (VOE) es una técnica ya clásica que se basa en el tiempo de mirada. El paradigma básico consiste en familiarizar al bebé con una secuencia de sucesos (normalmente incom- pleta) y luego, presentarle dos tipos de ensayos: uno representa el final “esperado” de la secuencia ante- rior y el otro un final “inesperado”. La medida dependiente es el tiempo de fijación visual en los dos ensayos. En el estudio de las expectativas sobre justicia, el ensayo “esperado” es una distribución justa de los recursos mientras que el “inesperado” un reparto desigual.   98   dar) respecto a las de una pareja que está fijada de antemano. Este contexto es el caso paradigmático del altruismo recíproco o control de la pareja. No obstante, existen di- ferencias interesantes en la emergencia de la reciprocidad entre este tipo de situacio- nes y la llamada elección de pareja recíproca. Estudios recientes han evaluado hasta qué punto los niños son selectivos en sus con- ductas prosociales frente a distintas parejas sociales que han mostrado diferencias en su nivel de prosocialidad (véase Kuhlmeier, Dunfield y O’ Neil, 2014 para una revi- sión). El paradigma básico utilizado consiste en dos fases. En una primera, se manipu- la el tipo de interacción que presencia el niño, haciéndole partícipe sea como receptor de las acciones (reciprocidad directa), sea como testigo de las interacciones hacia ter- ceros (reciprocidad indirecta). En una segunda fase, se registra las intervenciones pro- sociales que el niño dirige hacia los individuos involucrados en la interacción anterior. En este tipo de paradigma, los niños de 2 años comienzan ya a discriminar entre pare- jas sociales en función de su nivel de prosocialidad, y utilizan esta evaluación para elegir con quién interactuar. Por ejemplo, los niños de 27 meses estaban más dispues- tos a ayudar a un agente que había devuelto un objeto a otro individuo en compara- ción con otro que no lo había hecho (Dahl et al., 2013). Otro estudio con niños algo menores (21 meses) pone de manifiesto que no sólo tienen en cuenta las acciones de los otros sino que, más importante, basan su evaluación social en las intenciones que han mostrado los agentes (Dunfield & Kulhmeier, 2010). Los niños ayudaban selecti- vamente a un adulto que, en la interacción previa, había intentado, aunque sin éxito, darles un objeto deseado frente a otro que se había negado a hacerlo. Incluso cuando recibían el objeto de dos actores, en un caso por accidente (actor neutro) y en otro in- tencionalmente (actor prosocial), los niños elegían ayudar al que se mostraba proso- cial, lo que indicaría que no sólo estaban evitando interactuar con un individuo “inde- seable” (y favoreciendo al resto por igual), sino que beneficiaban deliberadamente al prosocial (véase sin embargo Vaish et al, 2009, para resultados negativos). En otras palabras, es la disposición prosocial lo que les sirve para considerar a los individuos como parejas deseables con las que, en último término, sería beneficioso establecer una relación de reciprocidad. Parece, por tanto, que la conducta recíproca en el con- texto de elección de pareja surge más temprano en el desarrollo que el altruismo recí- proco (o control de la pareja). Nótese, sin embargo, que el tipo de respuestas prosocia-   99   les evaluadas hasta el momento son conductas de ayuda. Resta por conocer si este pa- trón se mantiene con conductas más costosas como las de compartir. No hay estudios, por el momento, que hayan investigado los mecanismos psicológicos que permiten la emergencia de la elección de pareja recíproca. No obstante, no parece que se deba a una mera imitación de las conductas observadas en los otros porque, al menos en un estudio (Dunfield & Kuhlmeier, 2010), los niños desplegaban respuestas diferentes a las que habían presenciado previamente en los receptores. Recordemos que algunos autores han propuesto como causa proximal un sistema de evaluación emocional (Cheney, 2011; Schino & Aureli, 2009). En esta misma línea, Kuhlmeier y colaboradores (2014) sugieren que los niños podrían estar considerando como indivi- duos más positivos, en un sentido general, a aquellos que han mostrado conductas prosociales, y que esta evaluación general de la positividad pueda traducirse en una atribución disposicional. En esta línea, se podría aventurar que, al menos en sus inicios, la reciprocidad en contextos de elección de pareja nace de algo parecido a una transferencia “actitudinal” que permite a niños muy pequeños responder de acuerdo con la disposición prosocial que han mostrado los individuos. Este tipo de interacción recíproca se ajusta a la reciprocidad actitudinal que describimos en el capítulo 1. Si, como proponen estos y otros autores, la reciprocidad que emerge de la elección de pareja es menos exigente desde un punto de vista cognitivo, no es de extrañar que aparezca antes en el desarrollo humano. Sin embargo, dado que este tipo de conducta parece reducirse a una respuesta condicional a la disposición general evaluada en el otro, cabría preguntarse si estamos ante una reciprocidad genuina. ¿Están los niños entendiendo sus acciones, como las de los otros, en términos de prosocialidad, dada y recibida? Cuando eligen a una pareja, ¿comprenden que se establece entre ellos una relación de cooperación? En nuestra opinión, un requisito indispensable para poder clasificar una conducta como recíproca es que el niño comprenda lo que está pasando y las consecuencias de las elecciones propias como de la pareja. Por el momento son preguntas sin respuesta que esperamos que sean abordas en futuras investigaciones.       100   EL  ORIGEN  DE  LA  COOPERACIÓN  Y  DE  LA  MORALIDAD  HUMANA   En los últimos años, dos grupos de investigación independientes han propuesto la hi- pótesis de que el origen de la moralidad podría haber surgido en el contexto de la elección de pareja recíproca (Baumard et al., 2013; Tomasello et al., 2012; véase tam- bién Barclay, 2013). Tal y como veíamos en el capítulo 1, los modelos de elección de pareja recíproca explican los intercambios basados en conductas de bajo coste que, normalmente, otorgan beneficios inmediatos a ambos participantes (mutualismo). Pa- ra ilustrar las implicaciones de este tipo de intercambios mutualistas, consideremos el siguiente ejemplo, formulado como la “caza del cierzo” (Stag Hunt Game) en teoría de juegos (Skyrms, 2004). Un individuo está cazando palomas en solitario cuando descubre, entre la maleza, un ciervo (mucho mejor alimento pero imposible de apresar en solitario). Otro individuo está exactamente en la misma posición que él, por lo que está en beneficio de ambos abandonar la caza de la paloma, colaborar para capturar el ciervo y repartir las ganancias de manera igualitaria. En estos casos, cooperar es siempre la mejor opción porque conlleva poco riesgo (siempre pueden volver a las palomas) y los beneficios potenciales son claramente mayores. Tomasello y colaboradores (2012) sugieren que, debido a presiones del entorno, el forrajeo en humanos se convirtió en una tarea de colaboración mutualista, como la del ejemplo anterior. En este tipo de escenario, el reto para el individuo se encontraba en elegir y ser elegido como una buena pareja social (que no abandona u holgazanea y que está dispuesto a repartir las ganancias obtenidas de manera igualitaria), de tal mo- do que aquellos individuos que no eran buenos cooperadores (inversión no igualitaria de costes y beneficios), corrían el riesgo de no ser elegidos en futuras interacciones cooperativas. En otras palabras, los individuos terminaron siendo interdependientes entre sí en tanto que su supervivencia dependía del trabajo colaborativo, y por tanto, estaban interesados en el bienestar de los miembros del grupo, parejas potenciales de forrajeo. Este escenario evolutivo permitió la emergencia de nuevas capacidades y motivaciones orientadas a la vida en grupo (basadas en la intencionalidad comparti- da). En un segundo paso, y en parte debido a la competencia entre grupos de huma- nos, los grupos empezaron a organizarse en torno a normas sociales, convenciones culturales y, en último término, un sistema moral, impersonal y universal. La cogni- ción y socialidad humanas se convirtieron entonces en “ultra-cooperadoras”.   101   Aunque Baumard y colaboradores (2013) coinciden en que la moralidad hunde sus raíces en el contexto evolutivo de la elección de pareja recíproca, se alejan de la pro- puesta de Tomasello en tanto que sugieren que, en algún momento de la evolución humana, se seleccionó una predisposición hacia la moralidad, o más concretamente, una motivación natural hacia la justicia (véase también Haidt, 2012; Hauser, 2006). Según estos autores, la elección de pareja recíproca favoreció, en un primer momento, a aquellos individuos que compartían los costes y beneficios de las interacciones cooperativas de manera igualitaria. La función de este comportamiento (moral, según los autores) sería asegurarse una buena reputación como pareja social. En un segundo paso, y debido a la competición entre parejas cooperativas, se seleccionó una disposi- ción para estar intrínsecamente motivados hacia la justicia. Esta propuesta ha recibido críticas diversas. En primer lugar, el concepto de moralidad que utilizan los autores es muy reducido: se limita, en esencia, al reparto proporcional de los recursos y a algún tipo de norma de responsabilidad para asegurar la supervivencia de aquellos indivi- duos del grupo que no pueden valerse por sí mismos. La justicia, y mucho menos la moralidad, no puede reducirse a un conjunto de guías que permiten al individuo obte- ner los recursos que se merecen, sino que engloba unos códigos de conducta y princi- pios de regulación social postulados, al menos, para todos los miembros del grupo. En segundo lugar, algunos autores han detectado cierta circularidad en los argumentos sobre la emergencia de la moralidad humana (Rochat & Robbins, 2013 ). Suponga- mos, como afirman Baumard y colaboradores, que un sentido moral genuino es equi- valente a la proporcionalidad en la distribución de recursos. Nuestra conducta moral parece estar guiada por una serie de intuiciones organizadas a modo de un contrato (actuar como si existiera algún tipo de acuerdo pre-establecido). No obstante, cual- quier tipo de contrato parece implicar la existencia de un principio general que, en si mismo, requiere alguna idea de la justicia, lo que, en último término, nos permite ac- tuar de manera equitativa. Por último, y más importante, la tesis de Baumard y cols. supone un salto evolutivo arriesgado, desde una preferencia por las distribuciones “justas” (o más bien proporcionales) hasta un sentido genuino de la justicia. Aunque la preferencia por repartos proporcionales puede ser ventajosa para aquellos indivi- duos que están en competición por ser elegidos como parejas sociales, estas mismas condiciones están presentes en otros animales (Bshary & Raihani, 2013). ¿Por qué entonces se seleccionó el sentido de la justicia en uno pero no en el resto de los casos?   102   Coincidimos con estas críticas que exigen una mejor articulación de su propuesta teó- rica. Pero más allá de ello, ponemos en duda que, como afirman los autores, lo que nos hace humanos sea un sentido natural de la moralidad. Una mirada hacia el desa- rrollo moral del niño indica que éste se nutre de muchos procesos de gran compleji- dad, tanto cognitivos como sociales, que se van adquiriendo sólo de manera gradual. Posiblemente, lo universal y único de nuestra especie sea el hecho de que los indivi- duos trabajamos duro a lo largo de la vida para construir nuestra identidad moral, co- mo bien señalan Rochat y Robbins (2013). En este sentido, con los datos actuales, re- sulta más cautelosa la propuesta de Tomasello y cols. (2012) que describe la morali- dad como un subproducto de la cognición y socialidad humana cuyos orígenes se re- montan al contexto de elección de pareja recíproca. Esto, sin embargo, no significa que la reciprocidad sea un estado primitivo de la moralidad, sino más bien un terreno abonado a partir del cual arranca la evolución de la cooperación humana que, en últi- mo término, se ve regulada por un sistema de normas sociales que trascienden a la relaciones interpersonales. En cualquier caso, ambas propuestas se centran exclusivamente en la reciprocidad en- tendida como elección de pareja, y posiblemente este contexto tuviera mayor relevan- cia evolutiva en la emergencia de la cooperación. Sin embargo, el control de la pareja o altruismo recíproco es característico de las relaciones humanas, al menos tal y como las conocemos en la actualidad, porque se relaciona con aspectos nucleares de la so- cialidad humana y está íntimamente relacionada con la moralidad. Como recordare- mos del inicio de la presente tesis, una de las normas universales dentro de los grupos humanos toma la forma de reciprocidad como control de la pareja: beneficia a aque- llos que te benefician y castiga a los que no hayan correspondido el favor. La elección de pareja recíproca podría ser un estado anterior en la evolución de la re- ciprocidad humana. Los individuos podrían empezar mostrándose activamente coope- radores para atraer a parejas deseables. Por otro lado, y dado que la cooperación es un bien preciado, los individuos intentarían también asociarse con parejas que son proso- ciales y evitar a aquellas que no lo son. Este proceso de selección social resultaría en asociaciones estables entre cooperadores posiblemente porque el cambio de pareja es más costoso o simplemente no es posible. Estas relaciones sociales entonces se regu- larían a través de una reciprocidad genuina en la que cada miembro de la relación cas- tiga las acciones no-cooperadoras del otro y premia las cooperadoras. Alternativamen-   103   te, podríamos estar ante dos procesos relativamente independientes. A pesar de que ambos permiten limitar la aparición de tramposos que pueden destruir el equilibrio de la cooperación dentro de un grupo, parecen estar regulados por procesos socio- cognitivos diferentes y, posiblemente, sus cursos de desarrollo sean paralelos. Tal y como reconocen Tomasello y colaboradores (2012), falta por desarrollar, por tanto, una propuesta integradora que incorpore el papel del altruismo recíproco en la evolu- ción de la cooperación y moralidad humana. ¿RECIPROCIDAD  EN  CHIMPANCÉS?     Cualesquiera que sean los determinantes de la reciprocidad en humanos, sus orígenes y su curso ontogenético, la pregunta complementaria desde una aproximación compa- rada es ¿en qué medida existe alguna forma de reciprocidad en otras especies17? El conjunto de estudios longitudinales de campo han puesto de manifiesto algunas con- ductas interesantes en chimpancés. Así, se ha visto que intercambian productos y ser- vicios manteniendo cierto equilibrio entre la cantidad de favores dados y recibidos dentro de la pareja. En palabras más técnicas, se ha observado que los servicios inter- cambiados entre chimpancés correlacionan positivamente, incluso cuando se contro- lan variables como el parentesco, el rango social y la frecuencia general de asociación entre ellos (Gomes, Mundry, & Boesch, 2009; Mitani, 2006; Watts, 2002). Por otro lado, un gran número de estudios sugieren que los chimpancés poseen mu- chas de las capacidades cognitivas requeridas para el despliegue de alguna forma de reciprocidad, tales como la estimación numérica (Hanus & Call, 2007), el control in- hibitorio (Rosati, Stevens, Hare, & Hauser, 2007), las conductas de ayuda (Warneken & Tomasello, 2006), o la comprensión básica de los objetivos e intenciones ajenas (Call & Tomasello, 2008). Más aún, parecen ser capaces de discriminar y elegir pare- jas en función de su habilidad en tareas de colaboración. Un estudio experimental mostró que los chimpancés llevaban la cuenta de sus interacciones pasadas con los                                                                                                                                         17 En esta breve revisión, nos centramos en el caso del chimpancé porque puede ser uno de los mejores candidatos para exhibir algún tipo de reciprocidad. En principio, cumple con los requisitos cognitivos y sociales básicos para participar en interacciones recíprocas. Por otro lado, dada nuestra cercanía filoge- nética, se podría esperar la presencia de homologías en algunas formas básicas de reciprocidad. Por último, se cuenta con un mayor número de estudios empíricos sobre la cognición y en particular, la prosocialidad en chimpancés que en cualquier otra especie no humana.   104   otros y, cuando se les daba la oportunidad, elegían preferentemente a los individuos más hábiles para trabajar conjuntamente en la obtención de comida (Melis, Hare, & Tomasello, 2006) . A pesar de este conjunto de hallazgos y de que los datos observacionales sugieren la presencia de reciprocidad, no se ha probado de manera consistente algo central en el intercambio recíproco: la contingencia entre el acto dado y el recibido. En trabajos que han usado un paradigma de control de la pareja, díadas de chimpancés se mostra- ban incapaces de maximizar (o aprender a maximizar) sus propios beneficios, por ejemplo, dando comida al otro en situaciones de alternancia de turnos donante- receptor (Brosnan & Beran, 2009; Melis et al., 2008; Yamamoto & Tanaka, 2009a). Yamamoto y Tanaka (2009a) introdujeron parejas de madre-cría chimpancés en una jaula que contaba con un expendedor de recompensas situado suficientemente lejos del interruptor para que el individuo que lo apretara tuviera pocas posibilidades de alcanzar la recompensa antes que el otro participante. En vez de adoptar los roles de actor y receptor de manera alterna, uno de los participantes (la cría, normalmente) tendía a monopolizar las recompensas a lo largo del experimento. Cuando se les pre- sentaba una tarea más estructurada en la que los turnos estaban prefijados , los chim- pancés se mostraron igualmente incapaces de desarrollar una regla de cooperación recíproca. En otro estudio, parejas de chimpancés que habían sido entrenados en el uso de símbolos, no conseguían intercambiar objetos entre ellos para obtener comida, a pesar de que el objeto que cada uno poseía sólo podía servir a la pareja (Brosnan et al., 2009). Un único estudio experimental ha mostrado cierto efecto, aunque débil, de la proso- cialidad recibida en la elección de una pareja en una tarea de colaboración (Melis et al., 2008). En este estudio, los chimpancés parecían aumentar su cooperación frente a su pareja si ésta les había ayudado previamente; pero en general, no se observó que los individuos ayudaran más a los cooperadores que a los no cooperadores y, sobre todo, no parecían evitar a los que se habían mostrado persistentemente no- cooperadores. Los dos trabajos experimentales que aportan datos positivos (Melis et al., 2006; Melis et al., 2008) parecen situar la reciprocidad en chimpancés en un con- texto de elección de pareja, similar a la prosocialidad selectiva que muestran los niños a partir de los 2 años (e.g. Dunfield & Kulhmeier, 2011) y, por tanto, semejante al concepto de reciprocidad actitudinal. Lo que por el momento parece claro es que los   105   chimpancés no actúan motivados por el beneficio futuro de una interacción recíproca, como veíamos en los niños de 5 años de nuestro estudio 2 (capítulo 3). ¿Por qué las pruebas de reciprocidad son tan escasas en animales no humanos? Proba- blemente existen diferentes razones. En el capítulo 1 revisamos las capacidades cogni- tivas que, según muchos autores, constriñen la emergencia del altruismo recíproco (o reciprocidad calculada) en animales no humanos (e.g., Stevens & Hauser, 2005). No obstante, otros autores han sugerido que aquellas especies altamente sociales pueden tener las capacidades básicas necesarias para desplegar, al menos, una elección de pa- reja recíproca (o reciprocidad actitudinal) (Melis et al., 2010; Brosnan & de Waal, 2006; Kappeler & Van Schaik, 2006), pero que existe una serie de razones por las que no detectamos de manera sistemática este tipo de interacciones recíprocas en los estu- dios experimentales. Es posible que las condiciones demográficas y de historia de vida que parecen necesa- rias para la emergencia de la reciprocidad (i.e., vidas longevas, interacciones en gru- pos sociales estables, baja razón de dispersión) puedan suponer, por su propia natura- leza, un obstáculo insalvable para cuantificar los intercambios recíprocos (Cheney, 2011; Melis & Semmann, 2010). Por ejemplo, los individuos pueden devolver los fa- vores recibidos a largo plazo, sin llevar una cuenta exacta de los intercambios más recientes. Esto supondría que, en las situaciones experimentales presentadas, los lazos sociales entre individuos (historia de sus interacciones) tienen mayor peso que cual- quier decisión basada en las conductas inmediatas. Por otro lado, identificar los inter- cambios prosociales puede resultar difícil si existen asimetrías entre individuos en el valor asociado a los productos o recursos. Por ejemplo, un individuo de bajo rango social puede acicalar 10 veces a un individuo dominante y en un momento posterior recibir apoyo del dominante en un conflicto. En otras palabras, los individuos pueden utilizar una moneda de cambio distinta cuando actúan de forma recíproca y, así, el acto recibido (e.g. acicalamiento) puede ser de otra naturaleza que el recibido (apoyo en coalición). Otros autores han apuntado que la expresión de las tendencias prosociales en chim- pancés depende de una serie de factores proximales que generalmente han sido des- atendidos en los estudios experimentales (Warneken & Tomasello, 2009b; Yamamoto & Tanaka, 2009b). En primer lugar, subrayan la importancia del comportamiento del   106   receptor en la transferencia de servicios o recursos, lo que los autores han denominado la hipótesis del “altruismo solicitado por el receptor” (recipient-initiated altruism, en palabras de Yamamoto & Tanaka, 2009b). Los escasos trabajos que han analizado de forma sistemática el papel de las interacciones comunicativas en los contextos de pro- socialidad apuntan a que la manifestación de una necesidad desencadena con mayor probabilidad un comportamiento altruista (Warneken et al., 2007; Yamamoto et al., 2009). Cuando un individuo expone de manera explícita su deseo por conseguir un objetivo (e.g., conducta de petición en chimpancés), las capacidades socio-cognitivas requeridas para comprender el problema al que se enfrenta el otro son claramente me- nos exigentes. El chimpancé no necesita identificar estados mentales sutiles y esto po- dría propiciar la expresión de una disposición a ayudar a los otros. Por otro lado, estos autores proponen que el tipo de recurso manejado en los inter- cambios entre individuos determina la valencia, positiva o negativa, de dichas interac- ciones. Un examen general de los estudios sobre prosocialidad en primates parece su- gerir que los resultados positivos suelen asociarse con paradigmas que no utilizan di- rectamente el alimento como moneda de cambio (véase para una revisión Yamamoto & Tanaka, 2009b). Es posible que la atención de los chimpancés, y de otros primates, esté tan centrada en la comida que cualquier tendencia prosocial quede inhibida por una respuesta prepotente dirigida a la obtención del alimento. La transferencia de un objeto o servicio intermediario liberaría a los individuos del potente incentivo que su- pone la comida y esto les permitiría, con mayor facilidad, tener al otro en cuenta (véase sin embargo Amici, Visalberghi, & Call, 2014). Hay dos razones para pensar que la comida es un elemento con escaso potencial para suscitar respuestas prosocia- les. En primer lugar, compartir la comida es, para la mayoría de las especies, mucho más costoso que compartir cualquier otro recurso. Por otro lado, algunos autores su- gieren que en un escenario evolutivo pretérito, el ancestro común del chimpancé- humano no habría tenido la urgencia de compartir o cooperar para obtener alimento porque su dieta se basaba principalmente en recursos alimenticios que podían conse- guir de manera individual (Boysen, Mukobi, & Berntson, 1999). De acuerdo con estos y otros autores (véase también Schino & Aureli, 2009), la prosocialidad se habría ori- ginado en los intercambios de servicios sociales y posiblemente objetos distintos a la comida, tales como las herramientas.   107   En conjunto, y aunque no contemos con pruebas empíricas directas, estos datos sugie- ren que algunos animales no humanos (como el caso del chimpancé, revisado aquí) despliegan conductas prosociales en el contexto de algo parecido a la reciprocidad. Evidentemente, el hecho de que no haya pruebas fehacientes de reciprocidad (genui- na) en animales no humanos no nos permite afirmar su ausencia. Una posible razón de esta falta de evidencia, junto a lo antes señalado, tiene que ver con problemas de índo- le metodológica. En el siguiente apartado, desarrollamos algunas ideas sobre la difi- cultad de evaluar este tipo de conductas sociales mediante estudios controlados y, a la vez, fiables. CONSIDERACIONES  METODOLÓGICAS  EN  EL  ESTUDIO  COMPARADO  DE   LA  PROSOCIALIDAD   Uno de los equilibrios más difíciles de obtener en la psicología comparada es el dise- ño de estudios que sean efectivamente comparables y, a la vez, significativos para ca- da una de las especies en cuestión (un requisito que Brosnan, Beran, Parrish, & Price, 2013 describen como species-fairness). Los estudios pueden ser comparables porque utilizan la misma metodología para distintas especies, pero ello no garantiza que sean válidos para todas las especies ya que ciertos aspectos de la metodología podrían su- poner un reto insalvable (e insospechado por el investigador) para alguna de las espe- cies (species-unfairness). En términos generales, en psicología comparada los esfuer- zos del investigador se dirigen a adaptar paradigmas originalmente creados para hu- manos para aplicarlos a animales no verbales, confiando en que, a través de un arte- facto físico, éstos consigan una comprensión similar a la que adquieren los humanos a través de la instrucción verbal. No obstante, este procedimiento no está libre de peli- gro. Muy a menudo las diferencias que se encuentran entre la actuación de humanos y otras especies desaparecen cuando se presenta al humano la tarea diseñada para espe- cies no verbales (e.g., Bukart & Van Schaik, 2010; Smith & Silberberg, 2010), lo que indica que lo que consideramos pequeños cambios en el procedimiento pueden tener un papel crítico para la comprensión global de la tarea. En este sentido, una práctica recomendable es incorporar en la investigación, además de las especies objeto de es- tudio, una especie sobre la que se conocen las respuestas típicas en ese tipo de tareas,   108   que normalmente suele ser el humano. Sin embargo, aspectos que resultan básicos para el humano adulto (e.g., el funcionamiento del artefacto) pueden suponer una serie de retos cognitivos tales para otras especies que éstas se vean forzadas a desatender los aspectos nucleares de la tarea. Por ejemplo, si presentamos a un chimpancé un aparato a través del cual puede obtener comida al tiempo que también se la da a su compañero (e.g., Silk et al., 2005, semejante al procedimiento empleado en el estudio 1, capítulo 2), debemos empezar asegurándonos de que entiende que él mismo puede causar los dos resultados: comida para sí mismo y comida para su pareja. Para contro- lar este tipo de situaciones, por lo tanto, es necesario atender no sólo al objeto de es- tudio (en este caso, la conducta prosocial) sino a otras capacidades cognitivas colate- rales necesarias para la correcta resolución del problema, como la comprensión de las relaciones causales entre los objetos. No obstante, por mucho esfuerzo que dediquemos en diseñar tareas comparables y significativas (species-fair) para las especies en estudio, hay diferencias de partida que son insalvables. Baste mencionar ejemplos como los aspectos morfológicos de cada especie (pueden o no coger objetos con la mano), las preferencias por una moda- lidad sensorial (visual vs. auditiva vs. olfativa), la ecología (que puede llevar a com- portamientos similares expresados de diferente forma en distintos contextos), factores motivacionales (no sólo el tipo de refuerzo utilizado, sino también referido a aspectos de la propia tarea que pueden resultar más gratificantes que el premio obtenido al re- solver el problema o, por el contrario, pueden desencadenar más frustración), o dife- rencias en la experiencia o en el modo en el que interactúan con el mundo físico y so- cial (e.g., Amici, Visalberghi, et al., 2014). Todos estos aspectos, imposibles de igua- lar cuando se comparan especies, deben tenerse en cuenta tanto a la hora de diseñar las tareas y, fundamentalmente, cuando se interpretan las respuestas de los individuos. Por supuesto, esto no significa que no se puedan realizar investigaciones comparadas significativas. Por ejemplo, en un estudio reciente (Salwiczek et al., 2012), se comparó la actuación de orangutanes, chimpancés, capuchinos y lábridos (Labroides dimidiatus) en una ta- rea de forrajeo en la que podían obtenerse beneficios mayores si se tenían en cuenta las consecuencias futuras de sus propias acciones. Los resultados indicaron que los peces superaban de lejos a cualquiera de las especies primates. Mediante un detallado análisis de los resultados junto con una cuidada argumentación basada en investiga-   109   ciones previas y una serie de estudios de seguimiento, los autores sopesan distintas explicaciones que puedan arrojar luz sobre estos hallazgos inesperados. Su argumento final es que la clave se encuentra en que esta tarea se asemeja al tipo de decisiones que los lábridos tienen que hacer en condiciones naturales, lo que le otorga una mayor relevancia ecológica. En consecuencia, la complejidad de la conducta demostrada por los peces se debería no tanto a un proceso cognitivo sofisticado como a la habilidad de identificar los estímulos relevantes en esa situación. Por otro lado, la sorprendente- mente pobre actuación de los primates se podría deber a una serie de factores tanto ecológicos como cognitivos que les impediría comprender adecuadamente la tarea. Al hilo de esta argumentación, Burkart y colaboradores (2013) pusieron a prueba la validez de uno de los paradigmas más populares en el estudio de la prosocialidad pri- mate. Para ello, presentaron a díadas de niños de entre 1,5 y 5 años dos versiones de la tarea utilizada en nuestro estudio 1 (capítulo 2). A diferencia de nuestro estudio, los roles de actor y receptor se mantenían constantes a lo largo de todo el experimento. En una de las versiones, (configuración 1/0 y 1/1) dar al otro no suponía ningún coste, mientras que en la otra, debían elegir entre obtener un premio ellos mismos o dárselo a su compañero (configuración 1/0 y 0/1). Al igual que en nuestro estudio 1, además de la condición social, se presentaba también una situación no social en la que no ha- bía receptor. Encontraron que, en la versión de prosocialidad costosa, los niños esta- ban más dispuestos a compartir con sus compañeros que en la versión “sin costes”18. De acuerdo con las autoras, esto se debía a que, en la versión sin costes, los niños te- nían que atender a un mayor número de factores a la hora de decidir qué escoger, lo que podía suponer una excesiva carga cognitiva para niños de esas edades. En concre- to, el individuo debe representar simultáneamente (1) los beneficios propios (objetivo prepotente); (2) los beneficios potenciales de la receptora, y plantearse dos escenarios hipotéticos con respecto a esta última representación (dar o no dar). Estos requisitos cognitivos podrían a su vez explicar por qué, en nuestro estudio, la respuesta prosocial tardaba un tiempo en emerger.                                                                                                                                         18 Los resultados de este estudio de hecho sugieren que los niños no parecen entender la versión sin costes ya que, a diferencia de nuestro estudio, eligen la opción prosocial en igual medida en la situación social que en la no social. Lo curioso de estos resultados, no obstante, es que en la versión costosa, los niños eligieron al azar cuando no había receptor. Es decir, eligieron quedarse sin premio de manera gratuita el 50% de las veces, lo cual sugiere que no habían entendido muy bien la situación experimen- tal.   110   A lo largo del desarrollo cognitivo, la actuación de un individuo depende, en mayor o menor medida, de factores relacionados con la tarea a la que se enfrentan (Flavell, Miller, & Miller, 2002). Este fenómeno, que se relaciona con lo que se ha descrito como resistencia de la tarea (Piaget, 1960), se debe a que el conocimiento se adquiere en primer lugar en tareas sencillas y frecuentes en la vida del niño y siempre que se trate de cuestiones sobre las que está altamente motivado; sólo después, dicha compe- tencia se extiende a dominios más complejos y alejados del original, desde perspecti- vas cada vez más amplias. De este modo, frente a una tarea compleja, los niños pue- den actuar “por debajo” de su competencia real debido a propiedades de la tarea y no a la ausencia del concepto en cuestión (Krebs & Hesteren, 1994). Por lo tanto, a la hora de diseñar tareas experimentales hay que tener en cuenta que éstas presentan, inevitablemente, una serie de demandas específicas que afectan a la actuación de los individuos, especialmente si nuestros sujetos de estudio son individuos en desarrollo o animales no humanos, cuyas formas de entender y relacionarse con el mundo son cua- litativamente distintas de las del humano adulto.     PROYECTOS  EN  DESARROLLO  Y  DIRECCIONES  FUTURAS   Hasta el momento, los estudios dirigidos a investigar las tendencias prosociales y re- cíprocas en animales no humanos han recreado distintas situaciones en las que los in- dividuos podían dar, de manera más o menos directa, comida a congéneres: directa- mente a través de un aparato (e.g., Silk et al., 2005; Vonk et al., 2008), permitiendo al otro el acceso a una jaula con comida (e.g., Warneken et al., 2007; Melis et al., 2006) o dándole algún tipo de herramienta que permitía al receptor acceder a la comida (e.g., Yamamoto & Tanaka, 2009a). Aunque a ojos de un humano adulto, estos escenarios pueden resultar pertinentes para el despliegue de conductas recíprocas, los constantes resultados negativos con especies no humanas, como ya hemos adelantado, exigen considerar formas alternativas de acercarse al problema. Cada vez con más frecuencia, se dirigen investigaciones multidisciplinares en las que biólogos, economistas, psicólogos deben aportar su perspectiva teórica y ser capaces de entenderse entre ellos. Uno de los lenguajes comunes más conocidos es la aproxi-   111   mación experimental a la teoría de juegos. La abstracción19 de situaciones como el dilema del prisionero puede ser fácilmente aplicada a un gran número de especies uti- lizando paradigmas más o menos comparables. La teoría de juegos reduce a su esen- cia situaciones complejas de toma de decisiones con el fin de separar los mecanismos involucrados en una decisión. Desde un punto de vista comparado, este tipo de situa- ciones desglosadas son muy convenientes porque no requieren un entrenamiento, fa- ses pre-experimentales, ni instrucciones verbales. Los individuos van descubriendo, a medida que juegan, cuál es el marco de sus decisiones. Este tipo de trabajos ayuda a detectar las diferencias y similitudes en la forma en que individuos de distintas espe- cies toman decisiones en un contexto en el que (1) hay dos opciones de respuesta: cooperar o no cooperar (i.e., traicionar), y (2) lo que se obtiene depende de dos o más individuos, nunca de uno sólo. Aunque no podemos asumir que diferentes especies interpreten un procedimiento idéntico de la misma forma, la simplicidad de este pro- cedimiento reduce este riesgo (al menos en comparación con el uso de métodos distin- tos para cada especie que impide saber si las diferencias resultantes son de hecho dife- rencias entre especies o entre metodologías utilizadas). Con esta lógica, actualmente estamos llevando a cabo un programa de investigación dirigido a evaluar (1) bajo qué condiciones la cooperación emerge en parejas de chimpancés que se enfrentan a este tipo de decisiones simplificadas, (2) hasta qué punto sus estrategias son flexibles res- pecto a las decisiones de sus compañeros. Por supuesto, si uno está interesado en la cognición comparada, como en nuestro caso, esta investigación debe siempre complementarse con el estudio de los mecanismos próximos responsables de dichas decisiones. Sin embargo, y dado que las pruebas ex- perimentales sobre reciprocidad y en general sobre prosocialidad en animales no hu- manos son escasas, una aproximación iluminadora podría ser abordar en primer lugar los comportamientos para, en un segundo paso, investigar los procesos psicológicos que hacen posible las decisiones sociales en otros animales y determinar hasta qué punto estos procesos son homólogos a los humanos. En otras palabras, una cuestión posterior es entender cómo se reconocen los individuos en estas situaciones, qué es lo                                                                                                                                         19 Hablamos aquí de abstracción porque normalmente se presenta a los individuos este tipo de situa- ciones sin proporcionarles información previa sobre las reglas del juego, como tradicionalmente se ha- ce en teoría de juegos. Los sujetos por lo tanto comprenden (en su amplio sentido) la tarea a medida que van jugando.   112   que entienden y aprenden no sólo de la reglas del juego sino, en especial, de las deci- siones y estrategias desplegadas por el otro.   NUESTRO  ESTUDIO:  DILEMAS  SOCIALES  EN  CHIMPANCÉS20     Presentamos a seis pares de chimpancés dos dilemas sociales centrales en la teoría de juegos: el dilema del prisionero y el juego del gallina (véase Fig. 4.1). Como ya hemos explicado en el capítulo 1, el dilema del prisionero capta la esencia del pro- blema de la cooperación en la naturaleza: aunque los individuos pueden beneficiarse de la cooperación mutua, cada uno lo haría mejor si explotara los esfuerzos cooperati- vos de su compañero. Mientras que el dilema del prisionero modela la cooperación, el juego del gallina ha sido utilizado para explicar el conflicto. También llamado Hal- cón-Paloma, este juego se basa en un modelo biológico introducido por Maynard Smith y Price (1973) que describe el conflicto animal sobre un recurso compartido. Las dos opciones son ceder/cooperar (paloma) o no ceder/traicionar (halcón) frente al compañero. Hay tres posibles resultados: (1) dos halcones no ceden resultando en una pelea y, potencialmente, la muerte; (2) dos palomas ceden, hay un empate y cada uno se lleva una pequeña porción del recurso; (3) una paloma cede ante un halcón y éste se lleva la mejor parte del recurso. Se espera que los individuos prefieran no ceder y por tanto ganar el acceso al recurso, pero el problema está en que si ambos eligen ser halcones, el resultado es catastrófico. Hay dos equilibrios de Nash21 simétricos (o dos resultados óptimos) resultantes de una elección Halcón (no ceder) y la otra Paloma (ceder). Se trata por ello de un juego de anti-coordinación.                                                                                                                                         20 Esta investigación, actualmente en desarrollo, se realiza en colaboración con Josep Call, Fernando Colmenares, Isabel Blázquez y Rosemarie Nagel. 21  El  equilibrio  de  Nash  se  refiere  a  la  estrategia  óptima  para  un  jugador  en  tanto  que  maximiza   sus  ganancias,  dadas  las  estrategias  desplegadas  por  el  otro.  La  consecuencia  es  que  ningún  juga-­‐ dor  puede  ganar  más  cambiando  su  estrategia  de  manera  unilateral.       113   Tabla 4.1 Matrices de pago del dilema del prisionero y el juego del gallina. Los pagos para el jugador A están anotados primero, seguidos de los correspondientes al jugador B. (a) Dilema del prisionero Jugador B Cooperar Traicionar Jugador A Cooperar 3, 3 0, 5 Traicionar 5, 0 1, 1 (b) Juego del gallina Jugador B Cooperar Traicionar Jugador A Cooperar 3, 3 1, 5 Traicionar 5, 1 0, 0 ¿Cuáles son las diferencias entre el juego del gallina y el dilema del prisionero? En el del gallina, el resultado más temido es el de no ceder (o traicionar) por ambas partes. En el dilema del prisionero lo peor que puede suceder es que cuando uno coopera, el otro traicione. Por lo que lo mejor para los que juegan al dilema del prisionero es trai- cionar. Hemos dicho que, en el juego del gallina, los dos equilibrios de Nash son las estrategias de anti-coordinación, sin embargo esto informa poco al individuo que tiene que decidir sin saber lo que va a escoger su compañero. Por esta razón, es más seguro elegir la opción de cooperar o ceder. Es decir, cuando un actor racional se enfrenta a estos dos juegos una única vez (one shot), se dirigirá preferentemente hacia la coope- ración en el juego del gallina y hacia la traición en el del prisionero. Las estrategias pueden cambiar, sin embargo, si se juega de manera repetida. Como ya anunciába- mos, en el caso del dilema del prisionero, una solución óptima es desplegar una estra- tegia recíproca (e.g., tit-for-tat y sus variantes). En el juego del gallina también se en- cuentra que la reciprocidad es la estrategia más ventajosa para ambos jugadores, pero   114   no en la forma de tit-for-tat, sino alternándose con la pareja en la elección de cooperar (paloma) y traicionar (halcón), de manera que el resultado siempre sea la anti- coordinación con los jugadores turnándose en la posición de halcón. El despliegue de estrategias óptimas en este tipo de situaciones no requiere de com- plejos procesos cognitivos, y hasta bacterias y virus pueden maximizar sus beneficios en un contexto de teoría de juegos (Turner & Chao, 1999; Velicer, 2003). Así, en un extremo, los individuos pueden entender que el otro jugador se encuentra en la misma posición, con las mismas opciones y, por tanto, tienen en cuenta este tipo de informa- ción cuando deciden qué escoger. En el otro extremo, los individuos podrían estar guiándose por reglas de conducta sencillas o algún tipo de mecanismo de asociación. En este caso no utilizarían ninguna información sobre el otro jugador, sino que esta- rían reaccionando ante un programa de condicionamiento en el que cada opción (cooperar, traicionar) se asocia a una probabilidad de refuerzo diferencial. Aunque el procedimiento usado aquí no nos permite identificar qué tipo de mecanismo psicoló- gico subyace a la actuación de los chimpancés, podemos sin embargo abordar esta cuestión de manera indirecta poniendo a prueba su flexibilidad conductual frente a variaciones introducidas experimentalmente. Lo veremos más adelante. El procedimiento general de nuestro estudio consistía en lo siguiente. Cada pareja ju- gaba con el mismo compañero en los dos juegos, pero se contrabalanceó el orden de presentación, de manera que tres parejas comenzaron con el dilema del prisionero y las otras tres con el juego del gallina. Los sujetos se posicionaban el uno en frente del otro en jaulas separadas desde las cuales cualquier tipo de comunicación era posible. Cada uno recibía un set idéntico de dos objetos, un objeto representaba la opción de cooperar y el otro la de traicionar22. La experimentadora solicitaba a cada individuo simultáneamente que entregaran uno de los objetos cualesquiera y, acto seguido, re- partía la cantidad de comida correspondiente a sus elecciones (véase Fig. 4.1). Los chimpancés participaron en 15 sesiones de 10 ensayos cada una para cada juego (un total de 300 ensayos, 150 por juego). Como ya adelantamos, los individuos no reci- bían ningún tipo de instrucción o entrenamiento previo, es decir, no tenían informa- ción previa sobre los pagos correspondientes a cada combinación de elecciones.                                                                                                                                         22 Como es evidente los chimpancés no tenían esa información simbólica. Decidíamos a priori el signi- ficado de los objetos que, además, variaba para cada pareja y juego.   115   Los chimpancés cooperaron significativamente más en el juego del gallina que en el dilema del prisionero. Teniendo en cuenta que la opción más arriesgada es traicionar en el caso del gallina y cooperar en el del prisionero porque pueden resultar en un pa- go nulo, no es sorprendente que los chimpancés muestren esta diferencia en sus elec- ciones. De hecho, se podría argumentar que los individuos estaban únicamente evi- tando devolver aquel objeto que, en algunas ocasiones, no les daba beneficios, en lí- nea con la hipótesis asociacionista. No obstante, hubo un interesante efecto que nos hace descartar esta explicación. La actuación de los chimpancés se vio fuertemente influenciada por el juego con el que comenzaban jugando. Aquellas parejas que em- pezaron con el juego del gallina mantuvieron unos niveles de cooperación altos en el dilema del prisionero. Por el contrario, cuando se presentaba primero el dilema del prisionero en el que ambos solían elegir la opción de traicionar, no alcanzaron un gra- do de cooperación tan elevado en el juego del gallina. La estrategia más común, en este caso, fue la de anti-coordinación. Nótese que los objetos que las parejas utiliza- ban en cada juego eran distintos, por lo que este resultado no podía deberse a una pre- ferencia aprendida hacia uno de ellos. Parecería entonces que la experiencia previa determinaba, en parte, las estrategias que desplegaban en un contexto distinto (en cuanto a la matriz de pagos). Así, si la cooperación en el juego inicial era una opción segura (juego del gallina), parecían generalizar con mayor facilidad al segundo juego, incluso a riesgo de quedarse sin nada (si el otro elegía la opción de traicionar); mien- tras que cuando experimentaban el riesgo de cooperar en primer lugar (dilema del pri- sionero), les costaba después elegir cooperar aún cuando ésta era la opción óptima. No contamos, por el momento, con datos suficientes para explicar cabalmente estos resul- tados, por lo que esta interpretación es todavía especulativa. Actualmente, estamos llevando a cabo dos líneas de investigación paralelas que nos permitirán arrojar luz sobre éstas y otras cuestiones. Nuestro primer objetivo es inten- tar aclarar qué llegan a saber los chimpancés de la tarea y, en particular, del papel de la pareja. Para ello, hemos diseñado una serie de intervenciones experimentales que ponen a prueba la flexibilidad y contingencia de sus estrategias respecto a las del otro. En esta fase de nuestro programa de investigación, nos centramos exclusivamente en el dilema del prisionero dado que nuestro interés último es investigar si (y en tal caso, cómo) los chimpancés consiguen resolver, a nivel conductual, el problema de la cooperación: superar la tentación de traicionar a la pareja a favor de unos mejores be-   116   neficios a largo plazo, fruto de la cooperación mutua. Nuestro segundo objetivo es comparar la actuación de los chimpancés con la de humanos adultos en el mismo con- texto experimental en el que los jugadores no cuentan de antemano con información sobre el tipo de juego, el papel de la pareja y la matriz de pagos. Esperamos que esta aproximación comparada al estudio de las estrategias en el con- texto de la cooperación pueda ayudar a iluminar incógnitas referidas a la forma en que los chimpancés establecen una relación de cooperación recíproca y a la medida en que estas formas se parecen a las desplegadas por humanos. En último término, este pro- grama de investigación junto con los crecientes esfuerzos empíricos de muchos otros autores supondría un primer paso para determinar la existencia de homologías no sólo a nivel conductual, sino más importante, respecto a las causas psicológicas del com- portamiento que nos permitirá entender mejor el proceso de génesis de la reciproci- dad. ¿Tiene este fenómeno una posición central en las relaciones sociales entre no humanos del mismo modo que para el ser humano? ¿Es la capacidad de mirar hacia el futuro en busca de posibilidades de reciprocación lo que nos distingue de otras espe- cies? ¿O es nuestra propia socialidad y cognición, tan centrada en la cooperación, lo que nos hace seres genuinamente recíprocos? Responder a esta última pregunta requiere además abordar la cuestión complementa- ria: ¿cómo nos convertimos en seres genuinamente recíprocos a lo largo del desarro- llo? Nuestros estudios sugieren que sobre la base de las primeras formas de prosocia- lidad, los niños comienzan a desarrollar una sensibilidad hacia los distintos matices sociales y son capaces de navegar por sutiles escenarios de interacción con los otros. Mejoran en su capacidad para actuar en beneficio del otro gracias a un aumento en la complejidad con la que hacen uso de la reciprocidad, que también corresponde con una progresiva comprensión de la justicia. Sin embargo, resta por desentrañar muchas incógnitas sobre el papel de la reciprocidad en las conductas prosociales: ¿se convier- te en un principio de acción más prevalente a lo largo del desarrollo?; ¿qué relación existe entre la comprensión de la norma y el comportamiento efectivo?; ¿cuándo comprenden el sentido de “contrato bilateral” que subyace a las interacciones recípro- cas?; ¿cuándo comienzan a desplegar conductas punitivas ante la violación de la nor- ma?   CONCLUSIONES   1. Los niños de 2,5 años se mostraron prosociales de manera genuina y espontá- nea en una situación en la que compartir con un compañero adulto no suponía costes personales. En concreto, terminaron eligiendo sistemáticamente la op- ción que proporcionaba beneficios tanto a ellos mismos como a su compañero (opción 1/1) frente a otra que únicamente les beneficiaba a ellos (opción 1/0). Y lo hicieron proactivamente sin que el compañero solicitara o manifestara su deseo de obtener la recompensa, ni agradeciera al niño cuando éste elegía la opción prosocial. 2. A esta edad, sin embargo, los niños no parece que modulen sus respuestas pro- sociales en función del comportamiento de sus compañeros. La tarea requería que los participantes se turnarsen en la posición de actor con dos tipos de compañeros: uno egoísta que siempre elegía la opción 1/0 y otro prosocial que siempre escogía la opción 1/1. Los niños beneficiaron indiscriminadamente al compañero egoísta tanto como al prosocial. 3. Estos hallazgos sugieren que la reciprocidad empieza a regular las conductas prosociales sólo cuando los niños ya son capaces y están motivados por actuar a favor del otro de manera genuina. 4. A partir de los 5 años, los niños ya son capaces de anticipar los beneficios fu- turos de una interacción y de ajustar su respuesta prosocial en consecuencia. Los de 5 años, pero no los de 3, compartían una mayor cantidad de recursos con un compañero que, en un futuro cercano, iba a tener acceso a recursos más valiosos, frente a otro que no tenía la oportunidad de devolverles el favor. 5. La reciprocidad estratégica parece, por tanto, que emerge después en el desa- rrollo que la basada en eventos pasados. Esto podría significar que esta forma de reciprocidad requiere de capacidades cognitivas más complejas que todavía   no están operativas a los 3-4 años, edad en la que los niños ya responden en función de cómo les han tratado en el pasado. 6. Este hito en el desarrollo prosocial se corresponde con avances cognitivos im- portantes, que están disponibles a partir de los 5 años, en el conjunto de habi- lidades prospectivas que permiten al individuo tomar decisiones en el presente teniendo el futuro en mente. 7. Sin embargo, la capacidad de diferir la gratificación inmediata no parece estar relacionada con la reciprocidad, como se postula a nivel teórico. Por el contra- rio, aquella parece desempeñar un papel central en la tendencia general de compartir con los otros. Así, los niños de 3 y 5 años que eran mejores difirien- do la gratificación inmediata también compartían más con el compañero. 8. Es posible que, al menos en el ser humano, la capacidad de diferir la gratifica- ción permita al individuo superar la urgencia inmediata de acaparar los recur- sos, permitiendo así la emergencia de sus tendencias prosociales que están presentes muy temprano en el desarrollo. 9. En conjunto, nuestros hallazgos se ajustan a la propuesta teórica que caracteri- za el desarrollo prosocial como un proceso gradual que parte de una prosocia- lidad relativamente indiferenciada para convertirse progresivamente en una respuesta especializada. Este desarrollo genuino de la prosocialidad se cimenta sobre una serie de avances socio-cognitivos que se van adquiriendo a lo largo de la niñez junto con una comprensión cada vez más fina de las normas socia- les que, en última instancia, permiten al niño navegar por sutiles escenarios sociales, negociando los límites de la prosocialidad con los otros, e incluso sa- cando provecho de los procesos de mediación como el de reciprocidad.       REFERENCIAS  BIBLIOGRÁFICAS   Amici, F., Aureli, F., Mundry, R., Amaro, A., Barroso, A., Ferretti, J., & Call, J. (2014). Calculated reciprocity? A comparative test with six primate species. Primates, 55(3), 447-457. doi: 10.1007/s10329-014-0424-4 Amici, F., Visalberghi, E., & Call, J. (2014). 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Tesis Fernando Colmenares Gil PORTADA TABLA DE CONTENIDOS RESUMEN CAPÍTULO 1.- INTRODUCCION GENERAL CAPÍTULO 2.- TWO-AND-A-HALF-YEAR-OLD CHILDREN ARE PROSOCIAL EVEN WHEN THEIRPARTNERS ARE NOT CAPÍTULO 3.- THE SHADOW OF THE FUTURE: 5-YEAR-OLDS, BUT NOT 3-YEAR-OLDS ADJUSTTHEIR SHARING IN ANTICIPATION OFRECIPROCATION CAPÍTULO 4.- DISCUSIÓN GENERAL CONCLUSIONES REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS