- 1 - Corrientes actuales de la Filosofía: grandes paradigmas Curso académico 2010/11 § I. La res publica, un ideal político limitado por sus propias reglas Cicerón, De los fines de los bienes y los males, libro III, § 67, trad. de J. Pimentel: «[P]uesto que la naturaleza del hombre es tal, que entre él y el género humano existe una especie de derecho civil [ius civile], el que lo observe será justo, el que lo transgreda, injusto. Pero del mismo modo que, aun siendo común el teatro, se puede, sin embargo, decir rectamente que el lugar que cada cual ocupa es suyo, así en la urbe o en el mundo común el derecho no se opone a que cada cosa sea como propia de cada quien». Cicerón, De republica, I, 25, 39, trad. de Á. d’Ors: «Así, pues, la cosa pública (república) es lo que pertenece al pueblo; pero pueblo no es todo conjunto de hombres reunido de cualquier manera, sino el conjunto de una multitud asociada por un mismo derecho, que sirve a todos por igual. La causa originaria de esa conjunción no es tanto la indigencia humana cuanto cierta tendencia asociativa natural de los hombres, pues el género humano no es de individuos solitarios». Cicerón, De la invención retórica, libro I, 1-3, trad. de S. Núñez: «[S]i examinamos los orígenes de lo que llamamos elocuencia, ya sea un arte, un estudio, una práctica o una facultad natural, descubriremos que nació por causas muy dignas y se desarrolló por excelentes motivos. Hubo un tiempo, en efecto, en el que los hombres erraban por los campos como animales, se sustentaban con alimentos propios de bestias y no hacían nada guiados por la razón, sino que solían arreglar casi todo mediante el uso de la fuerza; no existía aún el culto a los dioses; nada regulaba las relaciones entre los hombres; nadie había visto aún matrimonios legales ni mirado a hijos que pudiera considerar como propios; tampoco conocían los beneficios de una justicia igual para todos. Así, por error e ignorancia, la pasión ciega e incontrolada que domina el alma satisfacía sus deseos abusando de su perniciosa compañera, la fuerza física. Entonces, un hombre sin duda superior y sabio descubrió las cualidades que existían en los hombres y su disposición para realizar grandes empresas si fuera posible desarrollarlas y mejorarlas mediante la instrucción. Dotado de un talento excepcional, congregó y reunió en un mismo lugar a los hombres que estaban dispersos por los campos y ocultos en los bosques y les indujo a realizar actividades útiles y dignas; al principio, faltos de costumbre, se resistieron, pero luego le escucharon con un entusiasmo cada vez mayor gracias a su sabiduría y elocuencia; así, de fieros e inhumanos los hizo mansos y civilizados. […] Es evidente que solo un discurso grave y elegante pudo convencer a hombres dotados de gran fuerza física para que, sometiéndose a la justicia sin recurrir a la violencia, aceptaran y renunciaran voluntariamente a unas costumbres tan agradables a las que el tiempo les había conferido el carácter de un derecho natural. Así fue, al parecer, como nació y se desarrolló la elocuencia y también así como más tarde sirvió a los más altos intereses de los hombres en cuestiones tan - 2 - fundamentales como la paz y la guerra. Pero cuando el interés particular, mala imitación de la virtud, privado de cualquier principio moral, se apoderó de la elocuencia, entonces la maldad, apoyándose en el talento, comenzó a corromper las ciudades y a poner en peligro la vida de los hombres». Séneca, De clementia, I 4, 1, 3, trad. C. Codoñer: «Y es que él [el príncipe] es el lazo al que el Estado debe su cohesión, él, el soplo vivificador que respiran todos esos miles de seres destinados a no ser por sí mismos más que carga y botín si se les priva de la parte intelectual del poder. Mientras el rey está a salvo, el acuerdo es total; Cuando lo pierden, rompen su pacto1. […] Por eso no es extraño que los príncipes, los reyes y los que están encargados del poder público —sea cual sea su nombre— sean objeto de aprecio más allá incluso de los afectos privados, pues, si los hombres sensatos anteponen las cuestiones de la colectividad a las personales, es lógico que también les sea más querida la persona en la que se ha encarnado el Estado. En efecto, hace tanto tiempo que el César se ha revestido del Estado que no podrían separarse el uno del otro sin perjuicio de ambos. Efectivamente, aquél necesita fuerzas y éste cabeza». § II. El poder del príncipe o el flagelo inminente Ovidio, Tristia, I 1, vv. 73-83, trad. J. González Vázquez: «Conozco, es cierto, la suma clemencia de las divinidades que habitan en aquellas mansiones, pero temo a los dioses que me condenaron. Al menor zumbido de tus alas, gavilán, tiembla la paloma que ha sido herida por tus garras. Ni se atreve a alejarse del aprisco la corderilla que a duras penas arrebatada a los dientes del lobo hambriento. Faetonte, si viviera aún, evitaría acercarse al cielo y no querría conducir los caballos que un día, ¡necio de él!, deseara. Yo también, por mi parte, lo confieso, temo los rayos de Júpiter, cuyos efectos ya he sufrido: cada vez que truena, me creo alcanzado por su rayo hostil». Ovidio, Tristia, I 3, vv. 5-12, trad. J. González Vázquez: «Ya se acercaba el día en que el César me había ordenado que abandonara los confines de Ausonia. Yo no tuve ni el tiempo ni la tranquilidad suficiente para hacer los preparativos: mis facultades se habían entorpecido debido a la larga espera. No me había ocupado ni de los esclavos ni de escoger compañeros de viaje, ni me había cuidado del vestido o existencias apropiadas para un desterrado. Me quedé pasmado de la misma manera que aquel que, herido por el rayo de Júpiter, sigue con vida, aunque ni él mismo tiene conciencia de su propia vida». Ovidio, Tristia, II, vv. 139-154 y 179-186, trad. J. González Vázquez: «Es verdad que no hay castigo más grande para un hombre cuerdo y razonable que haber disgustado a varón tan importante, pero la divinidad suele dejarse ablandar de 1 Virgilio, Georg., 4, vv. 212-213. - 3 - vez en cuando; una vez despejada la nube, el día suele volver radiante. Yo he visto cubierto de pámpanos un olmo que había sido alcanzado por el rayo del fiero Júpiter. Aunque tú mismo me prohíbas esperar, ya no perderé jamás la esperanza; esto es lo único que se puede hacer aun en contra de tu voluntad. Una gran esperanza me sobreviene, cuando pienso en ti, ¡oh! El más benévolo de los príncipes; pero esta misma esperanza se desvanece cuando considero mi comportamiento. Y así como los vientos que agitan el aire no tienen siempre la misma furia ni un furor constante, sino que de vez en cuando se apaciguan y enmudecen a intervalos, hasta el punto de que se podría pensar que han depuesto su violencia, de la misma manera mis temores se desvanecen, vuelven y cambian y me dan o me quitan la esperanza de aplacarte. […] ¡Apiádate, por favor, y guarda tu rayo, arma cruel, demasiado conocida, ¡ay!, por el desgraciado de mí! ¡Apiádate de mí, padre de la patria, y no me quites, olvidándote de este título, la esperanza de poder aplacarte algún día! No pido volver, aunque es presumible que los dioses todopoderosos hayan concedido con frecuencia favores aún mayores; si concedes a mis súplicas un destierro más suave y cercano, mi pena se verá aliviada en gran medida». Ovidio, Tristia, III 4, vv. 5-14, trad. J. González Vázquez: «¡vive tu propia vida y evita con cuidado los grandes nombres! Vive para ti y, en la medida que te es posible, evitar todo lo que tiene demasiado brillo: el terrible rayo procede de un fuego muy brillante. Pues, aunque solo los poderosos pueden sernos útiles, mejor es que no lo sea aquel que puede resultarnos nocivo. La verga arriada rehúye los temporales invernales y las grandes velas tienen más que temer que las pequeñas. Ves cómo la ligera corteza flota sobre la superficie del agua, mientras que una carga pesada puede hundir con ella la red a la que está unida». Séneca, De clementia, I 1, 3-4, trad. C. Codoñer: «Y, en medio de tantas posibilidades, la cólera no me impulsa a aplicar castigos injustos, tampoco los arrebatos de la juventud, tampoco la abundancia y rebeldía de los hombres —que a menudo incluso acabó con la paciencia de los caracteres más tranquilos—, ni la terrible gloria de mostrar el poder practicando el terror, espantosa gloria, pero frecuente en los más poderosos. Envainada, más bien aherrojada, conservo la espada. […] Mantengo el rigor oculto y de la clemencia voy ceñido; me vigilo a mí mismo como si tuviera que rendir cuentas a las leyes, a las que arrancando del abandono y las tinieblas saqué a la luz». Séneca, De clementia, I 1, 8, trad. C. Codoñer: «[U]na igual admiración a tu clemencia ha alcanzado a los más altos y a los más bajos. Pues el resto de los privilegios cada cual los percibe en razón de su suerte, o los espera mayores o menores; todos ponen la misma esperanza en la clemencia, y no existe nadie que esté tan convencido de su inocencia que no se alegre de que ante su vista se eleve la clemencia dispuesta ante los errores humanos». Séneca, De clementia, I 3, 3, trad. C. Codoñer: «En fin, es estable y bien fundamentada la grandeza de aquel que todos saben que está por encima de ellos, y también está a favor de ellos; son conscientes día tras día de que su preocupación por el bienestar de cada individuo y de la colectividad no descansa, y - 4 - cuando se presenta no escapan desordenadamente, como si saliera de su guarida un animal malo o dañino, sino que acuden compitiendo en premura, como si de un astro luminoso y benigno se tratara. Totalmente dispuestos a lanzarse en su lugar sobre las dagas de los conspiradores, y a cubrir el suelo con sus cuerpos si hay que construirle con sus muertes un camino para salvar a la humanidad, protegen su sueño montando guardia de noche. Defienden su costado cubriéndolo y rodeándolo. Salen al paso de los peligros que sobrevienen. […] Y no supone falta de aprecio a la propia vida o locura el que tantos miles de hombres empuñen las armas en pro de uno solo, y que, al precio de tantas muertes, se rescate una sola vida, algunas veces de un débil viejo. Del mismo modo que el cuerpo entero está al servicio del espíritu y, aunque aquél sea mucho más grande y más bello y el espíritu etéreo permanezca oculto, sin que sepamos en qué lugar se esconde, con todo, manos, pies, ojos, actúan en beneficio suyo; la piel lo resguarda, por mandato suyo descansamos o nos movemos desasosegados de un lugar a otro. Cuando él lo ha ordenado, si domina la avaricia de un dueño avaro, escudriñamos el mar por afán de lucro; si aspira a la gloria, nos falta tiempo para ofrecer nuestras manos a la llama o entregarnos a una muerte voluntaria. Del mismo modo, digo, esta inmensa multitud que rodea la vida de un solo hombre se deja dominar por la energía de su espíritu, se deja doblegar por su razón, destinada a ser oprimida y destrozada con sus propias fuerzas si no recibiera apoyo de la inteligencia». Séneca, De clementia, I 12, 3-4, trad. C. Codoñer: «De momento, la clemencia logra lo que yo estaba diciendo: que exista una gran diferencia entre el rey y el tirano, aunque ambos se protejan igualmente con las armas. Pero el uno tiene las armas y las utiliza para proteger la paz, el otro para reprimir los grandes odios con grandes temores, y no contempla libre de cuidados las manos a las que se ha entregado. A partir de elementos contrarios se ve llevado a situaciones contrarias; es decir, al ser odiado porque se le teme, quiere que se le tema porque es odiado, y aplica aquel detestable verso que acabó con tantos: Que odien con tal de que teman, sin saber cuán grande es la rabia que brota cuando los odios han crecido por encima de toda medida. En efecto, el temor moderado mantiene el control sobre los espíritus, pero, cuando es constante, intenso y apunta a medidas extremas, provoca la audacia de los que están sojuzgados y los induce a intentarlo todo». Séneca, De clementia, II 2, 1, trad. C. Codoñer: «Resulta agradable poner toda la esperanza, confiar, César, en que esto va a suceder. Esa mansedumbre tuya interior se manifestará y se difundirá poco a poco por el inmenso cuerpo del Imperio, y todo se conformará a tu imagen y semejanza. La buena salud se extiende desde la cabeza a todas las partes del cuerpo: son vigorosas y firmes o abatidas por la debilidad, según que el espíritu esté vivo o languideciente. Serán los ciudadanos dignos de esta bondad, lo serán los aliados, y las buenas costumbres volverán a todo el orbe. En ningún lugar tendrás que intervenir». § III. La inhumanidad de la historia: el refugio en la escritura La Farsalia, canto I, v. 32ss., trad. de S. Mariner: - 5 - «Mas si los hados no hallaron otro camino para que llegara Nerón y es a gran precio como se consiguen para los dioses reinados eternos, si no hubo manera de que el cielo se sometiera a su Torante sino después de las guerras de los sanguinarios gigantes, ya no nos quejamos más, ¡oh dioses!, y a cambio de ello admitimos esos crímenes e impiedades; colme Farsalia sus siniestras llanuras y sáciense de sangre los manes cartagineses; vayan a juntárseles los últimos combates de Munda funesta; añádanse a estas fatalidades, César, el hambre de Perusa y las penalidades de Módena y las flotas que cubre la escarpada Léucada y las luchas propias de esclavos libradas al pie del Etna ardiente: con todo, mucho debe Roma a las guerras civiles». La Farsalia, canto I, v. 125ss., trad. de S. Mariner: «Y ya ni César puede soportar un superior, ni Pompeyo un igual. Quién empuñó con mayor justicia las armas no es lícito saberlo; uno y otro se amparan en grandes jueces: la causa vencedora plugo a los dioses; la vencida, a Catón». La Farsalia, canto I, v. 228, trad. de S. Mariner: «[A] la guerra hay que tomar por juez». La Farsalia, canto IX, vv. 190ss., trad. de S. Mariner: «Ha muerto un ciudadano muy inferior a nuestros antepasados en saber moderarse ante el derecho, pero, no obstante, valioso en este tiempo en que no ha habido ningún respeto para la justicia; era dominante sin menoscabo de la libertad, el único que se mantuvo como un particular estando la plebe dispuesta a ser esclava, y jefe del senado, pero de un senado soberano. Nada exigió por derecho de guerra, y lo que quiso que se le otorgara, quiso también que se le pudiera negar. […] Como caudillo, le gustaba asumir el poder; le gustaba deponerlo. […] Ya hace tiempo, cuando se reconoció a Sila y a Mario, que despareció la autenticidad de la libertad: ahora, al quedar la situación sin Pompeyo, perece incluso su apariencia». La Farsalia, canto IV, vv. 500ss., trad. de S. Mariner: «Pues ya sabemos que arrojarse por ti, César, sobre las propias espadas es pocos; pero que no nos quedan, bloqueados, mayores prendas que dar de tan grande aflicción. Mucho ha amputado de nuestra gloria la suerte envidiosa al no estar asediados con nuestros ancianos y con nuestros hijos. Que el enemigo se entere de que hay hombres indómitos, que sienta temor ante unos temperamentos exaltados y prontos a la muerte y aun celebre que no hayan encallado más balsas. […] He tirado ya mi vida, camaradas, y todo yo me siento aguijoneado por el estímulo de la muerte inmediata: es un frenesí». La Farsalia, canto VII, vv. 258ss., trad. de S. Mariner: «[É]ste es el que con el testimonio del hado probará quién empuñó las armas con más justicia; esta batalla hará del vencido el culpable. Si por mí atacasteis a la patria a sangre y fuego, luchad ahora ferozmente, y con vuestras espadas absolveos la culpa: ninguna mano es pura una cambiado el juez de una guerra. La empresa no es en mi - 6 - provecho personal, sino que ruego que seáis una gente libre y que tengáis la hegemonía sobre todas las naciones». La Farsalia, canto VII, vv. 706-707, trad. de S. Mariner: «[C]onsidéralo obra de los dioses, considéralo favor continuo de los hados: vencer hubiera sido peor». La Farsalia, canto IX, vv. 573, trad. de S. Mariner: «Todos estamos en contacto por los celestes, y aun cuando nada diga el templo, nada hacemos sin permiso de la divinidad; la deidad no necesita de voz alguna: ya el creador ha dicho de una vez, en el nacimiento, cuanto cabe saber. ¿Acaso ha escogido un desierto estéril para vaticinar a unos cuantos, y enterrado la verdad en estas arenas, y hay alguna morada de un dios aparte de la tierra, el mar, el aire, el cielo y la virtud? ¿A qué seguir buscando a los celestes? Júpiter es todo lo que ves, todo lo que en ti actúa. Echen de menos a los vaticinadores los irresolutos y los que siempre andan perplejos ante los acontecimientos que han de suceder: a mí no me hacen seguro los oráculos, sino la segura muerte. El cobarde ha de morir, lo mismo que el esforzado: con que Júpiter haya dicho esto, basta».