El análisis de las bibliotecas y del libro en el arte medieval y moderno como método de investigación en patrimonio bibliográfico JOSÉ LUIS GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO Universidad Complutense de Madrid. Facultad de Ciencias de la Documentación. Dep. de Literaturas Hispánicas y Bibliografía jlgonz01@pdi.ucm.es ¿Es el arte una fuente de información científica fiable? Esta pregunta inicial puede sorprender, o incluso parecer una mera inte- rrogación retórica, pero alude a un largo debate sobre el valor científico de las fuentes artísticas como metodología de la investigación. Si bien, el cues- tionamiento de la investigación artística está ya superado, no está de más abordar (aunque sea de una manera muy sonera) esta cuestión. Como cabe suponer, la idea de que el arte no es una fuente científica fiable no proviene de las disciplinas humanísticas, sino de otras ramas del conocimiento, situa- das en las ciencias exactas y experimentales, así como en alguna de las cien- cias sociales. Tradicionalmente se ha considerado que el arte y la ciencia son dos formas de conocimiento diferentes y alejadas, lo que llevó a plantear si la subjetividad de los artistas dificultaba el valor del arte como una fuente de información científica fiable. Para comprender estas reticencias debe tenerse en cuenta que la investigación artística surgió de una manera tardía, a fines del siglo XIX, y que, en consecuencia, su metodología era relativamente nueva dentro del ámbito de las disciplinas científicas. mailto:jlgonz01@pdi.ucm.es JOSÉ LUIS GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO 100 A este respecto, recordemos, a modo de curiosidad, que en los años treinta del siglo pasado Salvador Dalí presentó su famoso método para- noico-crítico, que para el artista español era un «método espontáneo de co- nocimiento irracional basado en la objetividad crítica y sistemática de las asociaciones e interpretaciones de fenómenos delirantes». Dalí demostró la efectividad de este método cognitivo cuando realizó un análisis del cuadro El Ángelus, de Millet. En 1932 intuyó el significado oculto del cuadro: la plegaria estaba dedicada a un hijo muerto y enterrado ante ellos. Un poste- rior análisis radiográfico del cuadro demostró la presencia de un pequeño ataúd a los pies de la campesina (Ibarz y Villegas, 2007). Dalí tenía razón y en 1934 el poeta surrealista André Bretón aplaudió la técnica, afirmando que la misma constituía «un instrumento de primera importancia [… ] aplicable a la pintura, a la poesía, al cine, a la construcción de típicos objetos surrea- listas, a la moda, a la escultura, a la historia del arte e incluso, en caso nece- sario, a todos los tipos de exégesis» (Lázaro, 2001). Si bien los alardes metodológicos de Dalí no parece que ayudaran enton- ces a la conceptualización del arte como una herramienta de investigación, lo cierto es que sí propiciaron la búsqueda de una metodología científica más racional. La tesis doctoral sobre una psicología del arte, planteada por el ruso Lev Vygotsky, antes incluso de que Dalí expusiera su método para- noico-crítico, se convirtió en un fundamento científico (a la vez que subje- tivo) del arte, y en las décadas posteriores los trabajos de Wagensberg sobre la imaginación científica han permitido contemplar la ciencia como una combinación de razón, de arte y de revelación en algún grado (Wagensberg, 2004, 2008). En esta misma línea, Moulines afirma que «así como el pintor, el científico nos propone una representación o reconstrucción bajo una luz nueva, más sintética y abstracta a la vez, de cosas que para cualquier estu- diante de ciencias pueden ser tan familiares como la mecánica newtoniana o el concepto de entropía». En esta visión del trabajo científico, la pretensión de ser un reflejo fiel resulta ya irrelevante, al igual que para la representación estética, como para las artes plásticas y visuales (Moulines, 2004). En la actualidad ya no se discute que los procesos de investigación en las artes son similares a los aplicados en las demás ciencias, especialmente en las Ciencias Sociales y en las Humanidades (Acosta-Silva, 2013, Hernández- Chavarría, 2018), pero lo cierto es que persiste cierta actitud negativa con respecto al valor científico de las obras artísticas. Esto ha obligado a que al- gunos autores (ajenos a la Historia del Arte) hayan creído necesario justificar el uso de fuentes artísticas para fundamentar sus investigaciones, como en algunas publicaciones sobre psicopedagogía (Mussoa, Dricasb y González- El análisis de las bibliotecas y del libro en el arte medieval y moderno como método de investigación… 101 Torres, 2018). Pocos años antes, Eric Wagner, en “El arte como fuente de información científica” (2012), creía necesario poner de manifiesto la utili- dad del arte en un estudio sobre biología marina del Mediterráneo, mos- trando como dos biólogos (Paolo Guidetti y Fiorenza Micheli), tras analizar varias decenas de mosaicos romanos, lograron extraer conclusiones científi- cas sobre el tamaño de los meros en aquella época. El arte como fuente en el ámbito de la Biblioteconomía y Documen- tación La interpretación del arte como documento no es una novedad en nues- tra área de conocimiento, ni en las ciencias de la Documentación y de la Información en general. Por este motivo puede parecer que el conflicto me- todológico con respecto a la utilidad de las obras de arte no se ha producido en nuestro ámbito, pues cualquier pieza artística puede concebirse como un documento, o como una fuente de información. Sin embargo, un debate semejante a los arriba citados se produjo hasta hace no mucho tiempo con respecto a la fotografía. En 2001 el profesor Sánchez Vigil defendió que las fotografías no sólo eran piezas artísticas, sino también documentos (Sánchez Vigil, 2001), idea en la que ha insistido varias veces después (Sánchez Vigil, 2006, 2021). En este sentido, puede concluirse que, de la misma manera que la fotografía es considerada como una herramienta fundamental para docu- mentar eventos, lugares o personas del pasado (a partir del siglo XIX), en el ámbito de la historia del libro y de las bibliotecas la utilidad de las piezas artísticas para su investigación es muy semejante, sino igual. En mi experiencia como profesor de materias como las arriba enumera- das, es habitual el uso de imágenes artísticas para ilustrar las presentaciones de power point. No pocas veces se trata de aligerar las lecciones magistrales con un material visual que complemente las explicaciones orales, pero las fuentes artísticas no deben emplearse únicamente para su uso didáctico y, en ocasiones, meramente ilustrativo, sino que (al menos en mi experiencia) se pueden utilizar los testimonios artísticos como fuentes de gran relevancia para la investigación. Durante los últimos años he ido abordando a través del arte diferentes cuestiones relacionadas con la historia del libro, de las bibliotecas, de la lectura y de la encuadernación. Los libros (como compa- ñeros leales de la Humanidad) han figurado con gran asiduidad en todo tipo de representaciones artísticas (pictóricas, escultóricas, decorativas, etc…). Esta característica permite seguir con cierta fidelidad la evolución de nuestra relación con la lectura a lo largo del tiempo. Para demostrar la utilidad de su JOSÉ LUIS GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO 102 aplicación hemos recabado algunos ejemplos en el arte medieval y moderno. Algunos de los que aquí recopilamos han sido ya publicados, otros, en cam- bio, habían permanecido inéditos hasta ahora, y los más se presentan en estas páginas como proyectos incipientes, que podrán ser desarrollados, ya sea por quien escribe estas líneas, ya sea por algún perspicaz lector, con mejores ca- pacidades y tiempo para hacerlo. En este breve recorrido abordaremos úni- camente tres temáticas: los libros de viaje, el giro de los libros en las biblio- tecas, y la función del libro en los retratos. Los libros de viaje en el arte Si iniciamos nuestro recorrido por esta temática es porque los libros con- cebidos para viajar suelen escapar al “escrutinio” de los investigadores. No en vano, su deterioro solía ser superior a los volúmenes más “sedentarios”, siendo desechados por sus dueños, y muchos de los pocos que sobrevivieron han acabado depositados en los estantes de las bibliotecas, confundidos entre otros miles de ejemplares de su fondo antiguo, nada viajeros en su mayor parte. Además, no debe olvidarse que cualquier libro puede convertirse en una lectura de viaje, según el gusto o la necesidad de su lector, y que estos peculiares volúmenes no deben confundirse con ejemplares de pequeño ta- maño, o con ediciones de bolsillo. En definitiva, se trata de objetos esquivos para el investigador bibliográfico. ¿Puede el arte ayudar a conocer más sobre ellos? En nuestra opinión, sí. Para ello iniciaremos nuestro recorrido con un ejemplo datado a fines del Imperio romano, cuando los rollos de papiro estaban siendo sustituidos por los códices. Recordemos que el codex surgió precisamente en los primeros siglos de nuestra Era como respuesta al deseo de los viajeros por llevar alguna lectura, de entretenimiento o devota, du- rante sus trayectos. Un ejemplo de la transición entre ambos formatos libra- rios podemos contemplarlo en el interior de las Catacumbas de Domitila (Roma), en un mural que representa a dos mujeres, Santa Petronila y cierta Veneranda (fig. 1). En uno de los laterales de la escena podemos ver cómo el artista plasmó una capsa repleta de rollos de papiro, sobre la que otro libro, con un evidente formato códice, parece estar volando de manera milagrosa. El análisis de las bibliotecas y del libro en el arte medieval y moderno como método de investigación… 103 Fig. 1. Santa Petronila y Veneranda. Catacumba de Domitila (Roma). La escena es ya suficientemente ilustrativa con respecto a la transición que se produjo entre ambos formatos (rollo y códice) en los últimos siglos del Imperio Romano (el fresco está fechado entre el 360 y el 395 d. C.), pero libro, que aparece flotando o volando sobre la capsa, tiene un extraordinario parecido con los famosos códices gnósticos descubiertos en Nag Hammadi en 1945. Como es sabido, estos libros constituyen uno de los testimonios más antiguos conservados de códices. Además, su encuadernación y soporte permiten afirmar que fueron concebidos para viajar. No eran códices en miniatura, pero su mayor tamaño se compensaba con el uso de papiro pren- sado para las tapas y su portabilidad se incrementaba gracias a la encuader- nación de cartera en cuero flexible, que se cerraba con una solapa y con una tira de cuero que permitía cerrar el conjunto (fig. 2). No otra cosa es lo que el artista quiso incluir en su representación de Santa Petronila y Veneranda. JOSÉ LUIS GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO 104 Fig. 2. Códice gnóstico de Nag Hammadi. Museo Copto de El Cairo (Egipto) Tanto por la localización en Egipto de esta colección de códices, como por el papiro utilizado en su confección, se ha considerado que estas encua- dernaciones de cartera solo se realizaron en Egipto, o en territorios aledaños. Sin embargo, este mural en una catacumba romana permite afirmar que las encuadernaciones de cartera se utilizaron en el resto del Imperio. Otra cues- tión diferente, es que las condiciones climáticas europeas no hayan permi- tido la conservación de estos materiales, como, sin embargo, si acaeció en Egipto gracias a la sequedad del clima desértico. De este modo, comproba- mos cómo el análisis de un testimonio artístico paleocristiano, en combina- ción con otras fuentes arqueológicas e históricas, permiten llegar a una con- clusión científica válida, aumentando así nuestros conocimientos sobre el origen del formato códice. Los códices de Nag Hammadi fueron hallados dentro de un ánfora, en- terrada al borde de un camino. Como las ánforas no eran artefactos conce- bidos para el transporte de libros en la antigüedad, pero sí para su almace- namiento en bibliotecas, todo parece indicar que los volúmenes fueron sa- cados de una biblioteca o scriptorium para ponerlos a salvo. Una forma más cómoda de viajar con libros la proporcionaron poco después las bolsas para biblias, o para libros. Las evidencias materiales más antiguas de su existencia se hallaron también en Egipto, en 1910., durante las excavaciones de las rui- nas del antiguo monasterio de San Miguel, en Hamouli. Allí se halló ente- rrada una colección de códices coptos, datados entre los siglos VI y VII. Va- rios volúmenes todavía se conservaban dentro de unas originales bolsas, ela- boradas cuidadosamente para que los monjes pudieran viajar más cómoda- mente con ellos. Pueden contemplarse en el Museo Copto del Cairo y en El análisis de las bibliotecas y del libro en el arte medieval y moderno como método de investigación… 105 The Morgan Library & Museum (Depuyt, 1993, Evetts, 2002). Sabemos que su uso ha pervivido en Etiopía y en muchos países musulmanes para transportar biblias y coranes, según la religión de su dueño. Como ejemplos de su uso en la Europa medieval se conservan varios ejemplos, como la Cor- pus Christi Budget, joya de la biblioteca del Colegio de Corpus Christi en Oxford, o la bolsa del Libro de Armagh (fig. 3), que se puede contemplar en el Trinity College de Dublín (siglo IX). Se trata de auténticas rarezas, pues fueron objetos concebidos para un uso temporal. Afortunadamente, en el arte podemos encontrar testimonios sobre su empleo, como, por ejemplo, en los frescos de Novalesa, dedicados a la historia de San Eldrado, quien lleva una bolsa de cuero muy semejante a la ya citada de Armagh (fig. 4). Su ubicación en este fresco no puede considerarse como casual, al igual que en el de la Catacumba de Domitila. Su presencia forma parte de un discurso que el artista quiso plasmar para su “lectura” por el espectador de la época. Fig. 3. Bolsa del Libro de Armagh. Trinity. College de Dublín (Irlanda). Fig. 4. Detalle de frescos de Novalesa, con la historia de San Eldrado (Italia). A lo largo de la Baja Edad Media estas bolsas de viaje fueron sustituidas por otro tipo de artefacto. Nos referimos a las encuadernaciones de cinto, libros de cinto, o girdle books. Como en los casos anteriores, se han conservado un número reducido de ejemplares, pues una vez que perdieron la funcionalidad para la que fueron concebidas estas encuadernaciones, los vo- lúmenes fueron despojados de sus cubiertas. Los orígenes de estos libros de viaje estuvieron estrechamente vinculados al ámbito eclesiástico y con la aparición de un nuevo libro litúrgico: el breviario. Reservado inicialmente su uso para los miembros de la corte pontificia, su popularización vino de la JOSÉ LUIS GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO 106 mano de los franciscanos, quienes necesitaban un Oficio abreviado y lo sufi- cientemente pequeño como para que lo pudieran llevar en sus viajes. Los artesanos ligatorios de la época les ofrecieron unas encuadernaciones espe- cíficas, que tenían una larga pestaña de cuero, prolongación de la misma cubierta, que culminaba en un botón del mismo material. Este permitía anudar el libro al cinto de su dueño, e incluso llevarlo en la mano, sujeto entre los dedos, como podemos ver en las esculturas de muchos frailes franciscanos, representados en el claustro de la catedral de Toledo (fig. 5). En el arte sacro de la época estos libros aparecen de manera profusa, con especial relación con la iconografía de Santiago el Mayor o de san Antonio Abad (fig. 6). El primero como patrón de los peregrinos, y el segundo como eremita, su carácter viajero se reflejó en el arte a través del uso de bolsas para libros, tan propias de los frailes mendicantes de la época. Sabemos (también por el arte) que el uso de estos libros de cinto se extendió a los lectores laicos, especialmente entre estudiantes, comerciantes, médicos y cortesanos, quienes viajaban con asiduidad. Las legaturas de cinto o girdle books fueron una buena opción para llevar consigo sus libros, devotos o de trabajo (Gonzalo, 2018 y 2021). Fig. 5. Fraile franciscano. Claustro de la catedral de Toledo. Fig. 6. San Antonio Abad, por Joos van Cleve (ca.1530-1537). Iglesia de Ntra. Sra. de las Nieves, Agaete (Gran Canaria). El análisis de las bibliotecas y del libro en el arte medieval y moderno como método de investigación… 107 El arte y las bibliotecas: el giro de los libros en sus estantes De unos libros viajeros, pasaremos a otros más sedentarios, los concebi- dos para su lectura en bibliotecas. El arte medieval y moderno nos propor- ciona una notable información sobre el almacenamiento y la lectura de los libros en aquella época. Se trata de un tema que nos ha interesado desde hace tiempo. En nuestra opinión, investigar sobre cómo ha ido evolucio- nando el almacenamiento de los libros no es una cuestión baladí. Las inves- tigaciones sobre suelen centrarse en las técnicas de copia, manuales o im- presas, y en los hábitos lectores. Sin embargo, existen otros elementos que, por contraposición a los anteriores, podemos calificar como pasivos. Nos referimos a la influencia ejercida en la forma de los libros por sus modos de almacenamiento. Suele olvidarse que la mayor parte del tiempo los libros no se encuentran en manos de sus dueños, ni tampoco viajando con ellos, ni están abiertos de manera continuada para su lectura. Los libros son tam- bién objetos pasivos, que permanecen cerrados durante largos períodos de su vida “cultural”, depositados en unas estanterías o en otros muebles que garantizan su perduración, su localización y también (por qué no decirlo) su mera contemplación decorativa. Las bibliotecas han ido transformando sus espacios, su mobiliario y sus sistemas de ordenación de los fondos. Por este motivo los testimonios artís- ticos se convierten en la única “ventana” a través de la cual podemos acer- carnos al aspecto original de las bibliotecas medievales y renacentistas, per- mitiendo así elaborar una panorámica de la evolución de las formas con las que los libros han sido guardados desde la Antigüedad hasta los inicios de la época contemporánea, estudiando los motivos que han llevado a que su co- locación haya sido, a lo largo del tiempo, horizontal, vertical, con los lomos o los cortes al exterior, con los planos de las tapas en una dirección u otra, etc. Estos cambios, en realidad giros, han tenido una influencia notable tanto en la forma como en la estética externa de los libros. Atendiendo a las descripciones literarias o documentales, a los testimonios artísticos y a las señales que los ejemplares conservan, pueden establecerse diferentes formas de almacenamiento de los libros en Europa desde la Alta Edad Media hasta el Renacimiento, desde su colocación inicial tumbados, es decir, en hori- zontal, pero con el lomo hacia el exterior, hasta su almacenamiento en ver- tical, con el corte hacia el exterior. Solo a partir de la segunda mitad del siglo XVII se impuso la colocación de los libros con los lomos a la vista, que es la forma que todavía hoy es la habitual. En el mundo islámico y en Extremo Oriente la evolución fue diferente, JOSÉ LUIS GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO 108 Como decíamos, el arte ha sido una fiel herramienta en el registro de estos cambios. Puede sorprender el hecho de que durante la mayor parte del período medieval los códices no se colocaran en vertical, sino tumbados o en horizontal. Sin embargo, no de otra forma los encontraremos represen- tados en el arte de la época. Esta forma de almacenamiento obedecía a varios motivos. El primero, y más importante, no era otra que la tradición romana, vinculada a un formato, el rollo, que había sido el predominante en el mundo mediterráneo desde varios milenios atrás. Estos rollos, de papito o de pergamino, se colocaban en las bibliotecas de la antigüedad clásica de manera horizontal, en sus scrinia de madera, o incluso en nichos de albañi- lería, formando nidi o nidos, al disponerse unos encima de otros, pues para el espectador podían dar la apariencia de huevos apilados. cuando apareció el nuevo formato codex, esta disposición horizontal no se abandonó. Los pri- meros lectores de códices estaban tan acostumbrados a ver los libros en una disposición tumbada, que no hicieron cambios al respecto. Si acudimos a una de las primeras representaciones de una biblioteca de la época románica, la que figura en el anglosajón Codex Amiatinus (ca. 716), se puede observar al profeta Ezra escribiendo (fig. 7). Tras él, se ve aparece un gran armario con las puertas abiertas, y en sus cinco anaqueles vemos varios códices dispues- tos de manera horizontal y con los lomos girados hacia el espectador. El artista reflejó así con realismo cómo se almacenaban los libros en un con- vento benedictino del reino de Northumbria, en el siglo VIII. El análisis de las bibliotecas y del libro en el arte medieval y moderno como método de investigación… 109 Fig. 7. El profeta Ezra en su escriptorium. Codex Amiatinus (ca. 716). Biblioteca Medicea Laurenziana Mas, ¿por qué con los cortes mirando hacia el exterior? Se debió a la sus- titución del papiro por el pergamino como soporte escriptorio entre los si- glos V y VI, tanto en el imperio bizantino como en los reinos de la Europa occidental. El pergamino, tenía sus ventajas, era más resistente y duradero, y su higroscopicidad le permitía absorber y expulsar la humedad de una ma- nera natural. Sin embargo, esta última capacidad tenía una contrapartida: el pergamino se arruga, comba y ondula lentamente. Este determinó que los códices copiados en este soporte empezaran a cerrase con cintas y broches, para evitar que quedaran entreabiertos. Con su invención, las encuaderna- ciones también evolucionaron. En Bizancio el lomo de los libros se prolon- gaba por arriba y por abajo en dos cofias. Su existencia, tanto en la cabeza como en el pie del lomo, evidencia que el códice nunca se colocaba en ver- tical, pues su posición sería muy inestable, pero aquellas cofias u orejas, te- nían una utilidad, el lector podía tirar con sus dedos de ellas para sacar el volumen de cubículo (Canart, 1988, Houlis, 1993, Pérez, 2008). JOSÉ LUIS GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO 110 En las bibliotecas de los monasterios occidentales, al menos entre los si- glos VI y VIII, los testimonios parecen acreditar que los códices se guardaban de manera muy semejante a como se hacía en las bibliotecas bizantinas. Sin embargo, a partir del siglo X, las encuadernaciones monásticas occidentales se fueron alejando de sus modelos bizantinos, adquiriendo personalidad propia. En este período se produjeron importantes novedades técnicas en los cenobios benedictinos, como realizar el cosido sobre nervios y mediante un bastidor o telar, así como se produjo la desaparición de las cofias u orejas. En nuestra opinión, en los monasterios benedictinos se comprobó que era mucho más útil tirar de los broches para sacar los libros, que no de las orejas cosidas en el pie y cabeza de los lomos, que eran piezas mucho menos resis- tentes y que, con el tiempo, se rompían o descosían al tirar de ellas. Este cambio de uso supuso al mismo tiempo una modificación en la colocación de los libros: se mantuvieron en la misma posición horizontal, pero con el corte visible hacia el exterior, que era donde se encontraban los broches. Hasta entonces estos habían servido solo para mantener cerrados los volú- menes, ahora permitían también extraer los volúmenes con facilidad de sus estantes. Son muy abundantes los testimonios artísticos que acreditan este cambio, pues desde el siglo X, tanto en el arte románico como en el gótico, los libros son portados por sus sacros lectores mostrando siempre al espectador el corte, nunca el lomo, resaltando además por los pintores e iluminadores la presencia de los broches, que era la pieza que con más claridad permitía dis- tinguir un corte de un lomo en un códice. La disposición de los libros en una posición horizontal, con el corte hacia el exterior, fue la más duradera en el tiempo, pues fue la predominante hasta las primeras décadas del siglo XVI en Europa. Siguiendo este modelo, no menos espectacular es la ilumi- nación inicial de la Biblia dos Jerónimos, obra de Attavante degli Attavanti (1496-97), que representa al biblista franciscano Nicolás de Lyra en su es- tudio, sentado ante un armario con dos estantes repletos de libros, todos ellos colocados en horizontal y mostrando el corte lateral hacia el exterior (fig. 8). El análisis de las bibliotecas y del libro en el arte medieval y moderno como método de investigación… 111 Fig. 8. Nicolás de Lira en su estudio. Biblia dos Jerónimos, iluminada por Attavante degli Attavanti (1496-97). Arquivo Nacional Torre do Tombo, Lisboa (Portugal) Los libros, como se comprueba en estas representaciones, seguían colo- cándose en una posición horizontal en estos estantes, y con los cortes hacia el exterior, con la excepción de algunos ejemplares, que aparecen en estas representaciones artísticas estratégicamente colocados en otras posiciones, ya sea en vertical, ya sea con el corte de pie o de cabeza a la vista. Sin em- bargo, estos cambios de posición no invalidan la regla general de que los broches seguían siendo el asidero para extraer los volúmenes de su cubículo, estante o armario. Por lo tanto, no ha de sorprender que el corte fuera la parte más visible de los libros y no los lomos, como hoy lo es en la actuali- dad. A fines del siglo XV, sin embargo, esta forma de colocar los libros em- pezaba ya se muy poco habitual. El incremento de la copia manuscrita de ejemplares en la primera mitad del siglo XV (que anuncia la invención de la imprenta), provocó que los lectores se vieran en la necesidad de dar una respuesta para optimizar su almacenamiento. Se produjeron así nuevos giros en la colocación de los volúmenes, imponiéndose finalmente una disposi- ción en vertical y con el corte hacia el exterior. Los broches, que fueron mutando en cintas a finales del siglo XVI, siguieron siendo necesarios, pues, aunque los libros se copiaban o imprimían mayoritariamente en papel, eran útiles para extraer los volúmenes de su estante. En los cortes, además, du- rante siglos se había aprovechado para escribir los rótulos con los títulos de los libros (Gonzalo, 2016). Era necesario que siguieran siendo visibles para su fácil localización. En la Real Biblioteca de El Escorial los libros permane- JOSÉ LUIS GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO 112 cen todavía es esta posición (desprovistos ya de sus broches), como un tes- timonio de aquella forma de almacenamiento, pero en el arte de la época también es posible hallar múltiples ejemplos, hasta entrado el siglo XVII. Los libros en los retratos, o el “retrato” de los libros En el arte medieval y moderno el libro no solo formaba parte de la escena, sino que (en no pocas ocasiones) era también el protagonista, sobre todo en el ámbito del retrato. En el arte medieval el libro suele ser empleado como un símbolo de la divinidad, o de la santidad, incluso entre los siglos XIV y XV la representación de laicos con libros suele producirse en un contexto devoto. Sin embargo, desde inicios del siglo XVI la pintura italiana introdujo el libro como un elemento nuevo en la retratística. El libro ya no es solo un símbolo de santidad o de religiosidad, sino que también se emplea para re- flejar la categoría social o profesional, las aficiones e incluso la psicología del retratado. Avanzada esta centuria, el manierismo pictórico dio lugar a usos todavía más sorprendentes del libro en el arte, desde las construcciones de personajes con libros (como el Bibliotecario de Arcimboldo), hasta llegar en el siglo XVII a los Memento mori barrocos, verdaderos retratos de libros, donde la figura humana desaparece para ser sustituida por objetos que re- presentan la brevedad de la vida y la fatuidad de la fama. En este tipo de estilo pictórico destacan las obras de Edwaert Colliert (1642-1708). En la centuria siguiente el arte del retrato continuó profundizando en la represen- tación del libro como objeto singular en la caracterización de los personajes representados. La constante introducción de este elemento en los retratos, sin que mediara una interpretación religiosa iconográfica, permite suponer que tanto el retratado como el artista estaban enviando un mensaje al espec- tador. El libro no se empleaba como un mero aporte decorativo, sino como un objeto individualizado. Cabe preguntarse, por tanto, si el volumen no era también objeto de un retrato, al igual que su dueño. Es más, en algunas ocasiones (como veremos) es posible identificar el libro que aparece en la imagen pictórica. Presentemos algunos ejemplos. Un caso interesante es el de las representaciones de Isabel de Castilla, la “Reina Católica”. No fue tarea fácil establecer su imagen artística, pues fue casi la única soberana propietaria del reino. Sólo Urraca I de León (1081- 1126) podía compararse con ella en este aspecto. Para solucionar este pro- blema, Isabel propició que su imagen se difundiera acompañada en no pocas ocasiones por un libro devoto. Esta iconografía no era novedosa, pero sor- El análisis de las bibliotecas y del libro en el arte medieval y moderno como método de investigación… 113 prende su reiteración, tanto en retratos que podríamos calificar como do- mésticos, como en otros de carácter más público. En esta iconografía de la reina se pueden distinguir tres categorías a lo largo de su reinado, según la forma en que el volumen aparece representado en sus manos: abierto, en- treabierto y cerrado (Gonzalo, 2020). De este modo el libro, que no solía incluirse entre los símbolos del poder real, como la corona, el trono, el cetro, o la espada, pasó a considerarse con Isabel I como otro signo más de poder (Nieto, 2006 y 2009, Fernández de Córdova, 2004). La tipología más novedosa es la del libro entreabierto. La plasmación ini- cial de este modelo se puede establecer a través de un célebre retrato de la reina, conservado en el Museo del Prado. Este retrato no fue concebido para su exhibición pública, como anteriores imágenes orantes de la soberana ubi- cadas en iglesias, sino para la contemplación privada en palacio, lo que pro- bablemente explica la gran originalidad de su diseño (Fig. 9). Debió pintarse antes de 1497, pues la reina no viste luto por su hijo Juan. El autor de la tabla, que probablemente formaba parte de un díptico, nos representa a la soberana en un momento de lectura, de carácter devoto, sosteniendo en una de sus manos un libro de rezo entreabierto, gracias a que su dueña mantiene distraídamente uno o dos de sus dedos entre sus páginas. El pintor quiso captar un momento íntimo de lectura, en un espacio tan privado que la reina aparece sola, con un fondo neutro. En un determinado momento ella de- tiene su lectura, meditando sobre el pasaje recién leído, mientras sus dedos actúan como un marcapáginas provisional, a la espera de que vuelva de nuevo sus ojos sobre el libro y abra el volumen por el mismo lugar. Esta obra ha sido atribuida tradicionalmente a Michel Sittow, más conocido en la Castilla de la época como “Melchior Aleman”, quien fue pintor de cámara de la reina entre 1492 y 1504, pero más recientemente se considera que An- tonio Inglés fue su autor (Silva, 2015). El modelo más evidente para este y otros retratos parecidos de la reina lo hallamos en varias Anunciaciones a la Virgen, en las que se representaba a María cerrando el libro de rezos que tenía ante sí, para atender el mensaje del arcángel. En este contexto, el mensaje artístico de un libro entreabierto en manos de la reina Isabel ofrecía un claro paralelismo con un modelo de lectura vinculado con la propia Virgen, y que formaba parte de un canon femenino de lectura. No en vano, resulta evi- dente que en esta obra no se trataba únicamente de representar a la Reina acompañada de un libro, nos encontramos ante un tipo de retrato sobre todo moral, que traslada un mensaje de notable fuerza al espectador JOSÉ LUIS GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO 114 Fig. 9. Retrato de Isabel la Católica, atribuido a Antonio Inglés. Museo del Prado, Madrid. En 2017 tuve la oportunidad de abordar en una conferencia en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid el papel representado por los libros en el arte, en general, y en particular en la retratística veneciana del siglo XVI1. Como ya hemos indicado, fue en Italia a lo largo de la primera mitad de esta centuria cuando el arte del retrato trasladó los libros del tradicional modelo iconográfico religioso a otro ámbito más laico, acompañado no solo a santos, sino a otras figuras propias de la sociedad civil. Son paradigmáticos los re- tratos, tanto masculinos como femeninos, pintados por Bernardino Licinio, Lorenzo Lotto y Giovanni Cariani, en la década de 1520, y posteriormente los de Giovanni Battista Moroni. En la mayor parte de las ocasiones el libro figura para mostrar la profesión del personaje retratado, o para aludir de al- guna manera a sus aficiones lectoras o devocionales, pero en algunos casos su valor simbólico adquiere una significación muy notable y diferente. Así ocurre en el retrato de un maestro (ca. 1560), obra de Moroni (Galleria degli 1 José Luis Gonzalo Sánchez-Molero “El libro y su representación en el arte veneciano: lecturas, formatos y encuadernaciones”. Ponencia en el workshop El Renacimiento en Venecia. El triunfo de la belleza y la destrucción de la pintura¸ Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, 22 y 23 de septiembre de 2017. El análisis de las bibliotecas y del libro en el arte medieval y moderno como método de investigación… 115 Uffizi, Florencia), donde podemos observar cómo un humilde libro, encua- dernado en pergamino con cintas, se sitúa en primer plano, recibiendo un protagonismo inesperado (fig. 10). No se ubica en las manos de su dueño (como símbolo de lectura), ni en una mesa a su lado (como símbolo de su profesión), sino que aparece exento y casi al mismo nivel que el personaje retratado. Se desconoce el motivo, pero no parece que sea suficiente razón para pensar que su dueño fuera un maestro. El mensaje artístico permanece aquí oculto, desconociéndose además la identidad del personaje retratado. En este caso sería necesario acudir al método paranoico-crítico de Salvador Dalí para desentrañar el misterio. Fig. 10. Retrato de un maestro (ca. 1560), por Giovanni Battista Moroni. Galleria degli Uffizi, Florencia (Italia) En otras ocasiones, afortunadamente, la respuesta (o la solución al enigma) es más asequible al investigador. Lo haremos, ya para terminar, con este retrato de Madame Lenoir, pintado en 1764 por Joseph Siffred Duples- sis (París, Museo del Louvre). Esta dama francesa era Catherine Louise Adam († 1790), madre del medievalista Alexandre Lenoir, fundador del Musée des Monuments français, En sus manos muestra un libro, encuadernado con una simple cubierta de papel decorado, al estilo de los elaborados en la JOSÉ LUIS GONZALO SÁNCHEZ-MOLERO 116 fábrica de los Remondini, en Italia (fig. 11). Para algunos críticos, se trata de un mero juego cromático, pues los colores de su libro coinciden con los de su vestido, pero, en realidad, al espectador contemporáneo no se le escapaba el hecho de que aquel era un ejemplar del famoso Le Journal des Sçavans, la gran revista científica de la época. Como se puede comprobar en la siguiente imagen, extraída de una reciente subasta de varios números de esta publica- ción periódica (editados en 1769), los ejemplares se distribuían con unas sencillas cubiertas en papel, muy semejantes en su decoración a la cubierta del volumen que porta Madame Lenoir en su retrato (fig. 12). Como es sa- bido, el Journal fue la primera revista científica publicada en Europa, saliendo a la venta el primer número en París el 5 de enero de 1665. En la siguiente centuria muchas damas ilustradas leían esta publicación, cuyos contenidos eran debatidos en las tertulias sociales, literarias y científicas. Al escoger ser retratada con un ejemplar, Catherine Louise estaba mostrando sus particu- lares y cultas aficiones lectoras ante el espectador. Fig. 11. Retrato de Madame Lenoir, pintado en 1764 por Joseph Siffred Duples- sis. Museo del Louvre, París (Francia) El análisis de las bibliotecas y del libro en el arte medieval y moderno como método de investigación… 117 Fig. 12. Varios ejemplares de Le Journal des Sçavans (1769). Mercado del libro antiguo (2022). No nos extenderemos más en este breve recorrido. A modo de conclu- sión, habiendo iniciado estas páginas abordando el debate sobre si ciencia y arte eran compatibles como metodologías de investigación científica, el re- trato dieciochesco de esta dama francesa permite evidenciar que, en efecto, lo son, y que, para la investigación en historia de los libros, de las bibliotecas y de la lectura, los testimonios artísticos pueden constituir una fuente de gran interés y utilidad. Bibliografía Acosta-Silva, D. (2013). Arte versus ciencia: propuesta para la construcción de un sentido para la investigación estético-artística colombiana. Paradigmas, 1(1), 48- 72. Canart, P. (1988). Le legature bizantine della Biblioteca Vaticana. En C. Federiciy y K. 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