AZORÍN Y JUAN RAMÓN JIMÉNEZ: SEMEJANZAS A PARTIR DEL INFLUJO KRAUSISTA Y DE LA LECTURA DE EL LICENCIADO VIDRIERA Y PLATERO Y YO Miguel-Ángel Martín-Hervás Universidad Complutense de Madrid (UCM) RESUMEN. En este artículo se tomará como base las obras de El licenciado Vidriera (1915), de Azorín, y Platero y yo (1914–17), de Juan Ramón Jiménez, para identificar las semejanzas más sobresalientes que, en materia de concepción estética, filosófica y aun pedagógica, unían a ambos escritores a la altura de 1914–17. Teniendo en cuenta la ponderación que ambos realizaron de la figura de Francisco Giner de los Ríos y del movimiento krausista, se rastrea en este influjo el origen de esas similitudes en las vidas de los dos escritores, que queda resumida en: una común concepción de la creación artística en la que la introspección lírica no está reñida con la voluntad de denuncia ético-social; una similar aspiración a la armonía entendida, a la manera de la filosofía krausista, como plena integración del ser humano en el medio natural que le rodea; y una común aceptación de los postulados educativos ginerianos. PALABRAS CLAVE. Azorín; Juan Ramón Jiménez; Francisco Giner de los Ríos; El licenciado Vidriera; Tomás Rueda; Platero y yo. ABSTRACT. This article displays a contrasted analysis of El licenciado Vidriera (1915) by Azorín and Platero y yo (1914-1917) by Juan Ramón Jiménez, thus identifying the most significant aesthetic, philosophical and pedagogical affinities shared by both authors between 1914 and 1917. These parallelisms have been traced on the basis of the influence—acknoweledged by both writers—that Francisco Giner de los Ríos and Krausism exerted on them. As a result of the contrastive analysis between these two works by Azorín and Juan Ramón Jiménez three main similarities have come out: (1) a common vision of the literary creation in which lyrical introspection coexists with ethical and social concerns, (2) a quest for harmony, understood in a Krausist manner as the human desire for a thorough integration with nature, and (3) an assimilation of Giner’s pedagogical principles. KEYWORDS. Azorín; Juan Ramón Jiménez; Francisco Giner de los Ríos; El licenciado Vidriera; Tomás Rueda; Platero y yo. MIGUEL ÁNGEL MARTÍN-HERVÁS 2 Esta es la versión aceptada (postprint) del artículo publicado en BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. 1. Introducción y estado de la cuestión A pocos escapa que las figuras de José Martínez Ruiz (1873–1967), más conocido por el seudónimo de Azorín, y Juan Ramón Jiménez (1881–1958) han generado una bibliografía abundante y en ocasiones difícil de manejar. Sin embargo, también es cierto que hasta 1981 (fecha en que el hispanista Allen W. Phillips publicó ‘Juan Ramón Jiménez y Azorín: notas sobre sus relaciones literarias’) no se había iniciado la tarea de comparar la obra de dos artistas de su talla. Phillips identificó el camino inexplorado y Jorge Urrutia comenzó a desbrozarlo en 1985 al aportar las cartas que harían posible reconstruir una relación personal duradera pero también tortuosa. Posteriormente, Pedro Ignacio López García incluyó en su Azorín, poeta puro (2005) un capítulo dedicado a revelar la opinión que al escritor alicantino le mereció el camino de ‘poesía pura’ emprendido por Juan Ramón Jiménez a partir de los años veinte, pero no sometió a comparación crítica sus obras. Finalmente, María Ángeles Sanz Manzano (en 2005 y 2009) y Dolores Thion (en 2015) volvieron a retomar el estudio de las relaciones entre ambos escritores, si bien acotándolo al ámbito epistolar y al muto intercambio de reseñas y notas más que a la comparación crítica de sus obras. De hecho, la propia Thion admitió que hasta la fecha no se había hecho ‘suficiente hincapié en los aspectos estéticos compartidos entre ambos escritores’ (2015: 115). Sin embargo, aunque sea cierto que no abunden los trabajos de estricta comparación estética entre Azorín y Juan Ramón Jiménez, investigaciones como las de 1981 y 2008 de Richard A. Cardwell (que alertan de que podría no ser tanta la distancia que separase los primeros años de producción poética de Juan Ramón de las propuestas de sus predecesores ‘noventayochistas’) aportan una base muy sólida para sustentar un artículo como este. Así, el objetivo fundamental de las líneas que siguen es someter a cotejo crítico El licenciado Vidriera, de Azorín (1915), y Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez (1914–17), para desvelar algunas de las afinidades estéticas, filosóficas y aun pedagógicas que aproximaban https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 AZORÍN A LA BÚSQUEDA DE LA IMPERTURBABILIDAD ESTÉTICA Y VITAL 3 BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión aceptada (potprint). Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. a ambos autores a esta altura de sus respectivas trayectorias creativas, y que pueden explicarse, al menos en parte, gracias a un influjo krausista por ambos reconocido. El análisis no se prolongará más allá de 1917 porque la publicación del Diario de un poeta reciencasado juanramoniano supone un punto de inflexión (según él, el inicio del ‘simbolismo moderno en la poesía española’, Gullón 1958: 93) a partir del cual resulta seguramente más complicado establecer paralelismos entre el progresivo ‘hermetismo’ que irá caracterizando a su poesía (Predmore 2020: 81) y la obra de un Azorín cada vez más empeñado en, aparentemente, lo contrario: la depuración y simplificación de su estilo (como declaraba en el prólogo a sus Páginas escogidas de 1917). La elección de El licenciado Vidriera y de Platero y yo como marco para este ejercicio de comparación crítica no resulta, a nuestro juicio, arbitraria ya que, a pesar de algunas diferencias que no soslayaremos, vieron la luz en fechas muy cercanas, lo hicieron en un momento identificado como el ‘de mayor amistad entre ambos escritores’ (Urrutia 1985: 91), nacieron vinculadas a la infancia (aunque por motivos distintos), a ambas acompaña la figura de Francisco Giner de los Ríos (como fuente de inspiración o como aval crítico, como comprobaremos), y establecen un límite aproximado a partir del cual las trayectorias estéticas de Azorín y de Juan Ramón Jiménez comenzarán progresivamente a distanciarse. Antes de abordar el cotejo, comenzaremos por resumir la génesis de ambas obras, reconstruiremos el camino que llevó a sus autores a ese momento álgido de amistad, y sintetizaremos cómo llegaron a ponerse en contacto con el pensamiento krauso- institucionista y con Francisco Giner de los Ríos (1839–1915). 2. En el origen (con Giner al fondo) de El licenciado Vidriera y Platero En el contexto de la España de principios del siglo XX las figuras de Azorín y de Juan Ramón Jiménez no pueden concebirse como aisladas ni desconectadas la una de la otra. Los investigadores han coincidido en trazar una evolución en sus relaciones literarias y personales que marcha desde el trato respetuoso pero cordial que mantuvieron desde que se conocieron (un lluvioso Viernes Santo del mes de abril de 1900, según Sanz Manzano 2005: 337) hasta un estrechamiento de lazos que alcanzó su ‘punto álgido’ en los años que nos ocupan (Thion 2015: 116). Es a partir de 1913 cuando la anterior relación de cordialidad distante (la esperable, por otra parte, entre dos autores separados por ocho años de edad) pasa a constituir ‘una amistad literaria concebida en términos de igualdad’ (Sanz Manzano 2005: 347). Antes, durante el periodo de 1907–09, Azorín había permanecido distanciado de un grupo de escritores de tendencia liberal-progresista (entre los que se https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 MIGUEL ÁNGEL MARTÍN-HERVÁS 4 Esta es la versión aceptada (postprint) del artículo publicado en BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. encontraba Juan Ramón) debido, fundamentalmente, a su militancia como diputado conservador a Cortes durante el llamado Gobierno Largo de Antonio Maura (1907–09). Sin embargo, la publicación en 1912 de dos obras del calibre de Castilla y Lecturas españolas marcó su rehabilitación entre la intelectualidad de la época (José Ortega y Gasset proclamó ese año que con las Lecturas había resucitado Azorín ‘de sus cenizas parlamentarias’; en Ortega 1912) y allanó el camino para que, en noviembre de 1913, Ortega y el propio Juan Ramón le organizasen el famoso homenaje de Aranjuez. El poeta de Moguer, en la Fiesta de Aranjuez en honor de Azorín que él mismo se encargó de editar en 1915, explicó que no, como algunos creyeron, para que la Real Academia Española lo llevara a su seno, que esto era secundario, sino para llevarlo con nosotros a la libre gloria de la estación dorada, se cumplió esta jira en honor de Azorín, iniciada por José Ortega y Gasset, con un noble fervor, y situada en Aranjuez por Juan Ramón Jiménez. (Jiménez 2005: 115) Pero hay más datos que confirman la estrecha relación que los autores de El licenciado Vidriera y Platero y yo mantuvieron durante el periodo de gestación de estas obras. A finales de 1913, Juan Ramón comenzó a dirigir la sección de publicaciones de la Residencia de Estudiantes y tres de los seis primeros libros allí editados fueron, precisamente, de Azorín: Al margen de los clásicos (1915), El licenciado Vidriera (1915) y Un pueblecito: Riofrío de Ávila (1916). El primero de ellos lo había dedicado el autor de Monóvar ‘a Juan Ramón Jiménez, poeta predilecto, con un abrazo cordial’ (Azorín 1961: 173), mientras que el segundo le pareció a Juan Ramón ‘uno de los mejores escritos del idioma castellano’ (Guerrero Ruiz 1961: 39). La guinda a este periodo de estrechas relaciones la pusieron ‘el retrato lírico que Juan Ramón compuso sobre Azorín en Españoles de tres mundos y la dedicatoria de Estío en 1916’ (Thion 2015: 121). Aunque el primero de estos libros no se publicaría hasta 1942, Juan Ramón había comenzado a trabajar en él mucho antes, en torno a 1915, y la caricatura lírica de Azorín fue una de las que finalizó primero. Según Sanz Manzano, tan claramente observó (Jiménez) el temple de un héroe moderno en el escritor de Monóvar que su retrato fue uno de los que primero escribió junto con los de otros ilustres contemporáneos como Francisco Giner de los Ríos, Manuel Bartolomé Cossío y Ricardo Rubio, vinculados todos ellos a la Institución Libre de Enseñanza y a la Residencia de Estudiantes. (2009: 272) La Institución Libre de Enseñanza, la Residencia de Estudiantes y la figura de Giner de los Ríos se atisban, por tanto, al fondo de las relaciones entre Azorín y Juan Ramón Jiménez y, https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 AZORÍN A LA BÚSQUEDA DE LA IMPERTURBABILIDAD ESTÉTICA Y VITAL 5 BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión aceptada (potprint). Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. como comprobaremos, también se vinculan a los textos de Platero y El licenciado Vidriera. Veamos de qué manera ambos autores llegaron a situarse en la órbita de Giner de los Ríos y de las instituciones pedagógicas por él auspiciadas. En primer lugar, no está de más recordar que el influjo gineriano-krausista no es una mera hipótesis de la crítica, sino un hecho confesado y, con frecuencia, encarecido, por ambos escritores. Azorín aseguró en 1916 que ‘el espíritu de la Institución Libre ―es decir, el espíritu de Giner― ha determinado el grupo de escritores de 1898’ (en el que él, como es sabido, se incluía); y Juan Ramón Jiménez gustó de repetir que ‘yo me eduqué con krausistas’ (Gullón 1958: 57). En el caso de Azorín, no está claro cuándo ni a través de quién pudo conocer al fundador de la Institución Libre de Enseñanza, pero sí se sabe que desde sus tiempos de estudiante en la Universidad de Valencia (en la que se matriculó en septiembre de 1888) ya tuvo contacto con profesores vinculados a ella: por ejemplo, Eduardo Soler y Pérez (1845– 1907), catedrático alicantino de Derecho Político y Administrativo sobre el que el propio Azorín publicó una semblanza en 1936 (Robles Carcedo 1997: 484). Lo que sí se sabe es que los jóvenes Azorín y Pío Baroja (1872–1956), como fundadores de la revista Juventud, no tardaron en conseguir la firma de Giner para el primer número de la publicación, que vio la luz el 1 de octubre de 1901 e incluyó el texto ‘La idea de la Universidad’ del pedagogo. También se sabe que el autor de La voluntad solía enviarle al maestro sus nuevas publicaciones y que este acostumbraba a responderle con observaciones que Azorín estimaba ‘dignas de consideración y respeto’ (carta del 13 de abril de 1910 de Azorín a Giner, recogida en Robles Carcedo 1997: 488); o que Giner no dudó en sumarse, ‘naturalmente’, al mencionado homenaje que Juan Ramón y Ortega organizaron en su honor en Aranjuez (véase Jiménez 2005: 156). Por lo que respecta al texto de El licenciado Vidriera, además de editarse en una institución heredera de la labor pedagógica de Giner y de los institucionistas, se publicó con una dedicatoria a su persona (‘a la memoria dilectísima de D. Francisco Giner de los Ríos, maestro que ha dejado tras sí un reguero de luz’) y con un ‘postfacio’ en el que Azorín lo presentó como uno de los inspiradores del libro.1 Según explicaba allí, un día se encontraba supuestamente leyendo una edición de Las Bucólicas de Virgilio debida a un ‘desconocido’ Francisco Llorente (según Mainer, presbítero de origen aragonés del siglo XIX con el que Azorín aspiraba a enlazar ‘el mundo de las luces dieciochescas y el pensamiento idealista y 1 Esta dedicatoria y este postfacio de El licenciado Vidriera de 1915 fueron suprimidos en 1941 por Azorín al revisar la obra para imprimirla en Espasa-Calpe (sin duda por contener referentes culturales poco gratos al nuevo régimen franquista), momento en que también la rebautizó como Tomás Rueda. https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 MIGUEL ÁNGEL MARTÍN-HERVÁS 6 Esta es la versión aceptada (postprint) del artículo publicado en BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. crítico que Giner heredó del krausismo’, Mainer 2016: 20) y este nombre le trajo a la memoria ‘otro gran don Francisco’: La imaginación se echa a volar, y vemos una amplia casa aristocrática y en ella una rica librería y unas anchas estancias (apartadas del bullicio), en que viven, en amigable comercio con las musas, un hombre docto y bueno y unos muchachos llenos de ilusiones y de esperanzas. Y don Francisco ―como el otro don Francisco, Giner― va dirigiendo sus lecturas enseñándoles las bellezas de los clásicos latinos y griegos. (Azorín 1915: 157–58) Por último, y porque resultará relevante a la hora de resaltar el común ideal educativo que alienta tras las páginas de ambas obras, debe anotarse que El licenciado Vidriera se concibió originalmente para la infancia: ‘Para los niños creíamos ―admitió el autor en su postfacio― que fuera este libro cuando comenzamos a escribirlo. […] Ese era nuestro propósito; pero…’ (Azorín 1915: 155). La conjunción adversativa apunta a un proyecto que quedó incumplido, acaso por la muerte de Giner, que habría truncado el plan inicial (así lo propuso Lozano Marco en 1994: 13–14). Giner falleció el 18 de febrero de 1915 y hasta entonces Azorín solo había publicado en La Vanguardia cinco de los trece capítulos que compondrían la obra, curiosamente los correspondientes a la niñez de su protagonista. El texto final de la Residencia lleva fecha de agosto de 1915. Por lo que respecta a Juan Ramón Jiménez, María Jesús Domínguez Sío adelanta la impronta krausista a su época de estudiante en la Universidad de Sevilla, pues era la ‘atmósfera intelectual’ que se respiraba entonces en la capital (1994: 40), pero Jorge Urrutia fue rotundo al descartar que esa influencia le llegara tan pronto. Aunque es cierto que fue alumno de Federico de Castro (1834–1903), el poeta era entonces ‘demasiado joven’ y no es fácil que su relación con el filósofo llegara nunca a más que la de un estudiante ‘que se hace el encontradizo con un sabio profesor universitario para que se les vea juntos por la calle’ (Urrutia 1982: 230). En realidad, su aproximación más seria al círculo krauso- institucionista se produjo unos años más tarde, ya en Madrid y a través del que fuera su psiquiatra, el doctor Luis Simarro (1851–1921). El propio autor detalló que era con él con quien ‘iba a la Institución a visitar a Cossío y a Giner’ (Gullón 1958: 78). En cualquier caso, se retrase a su viaje a Madrid o se adelante a sus años en Sevilla, de lo que no hay duda es de que esa formación intelectual ‘dentro de un ambiente krausista e idealista’ tuvo lugar y que, en el fondo, no fue tan diferente de la recibida por sus ‘coetáneos noventayochistas’, como advirtió Richard A. Cardwell (1981: 337). https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 AZORÍN A LA BÚSQUEDA DE LA IMPERTURBABILIDAD ESTÉTICA Y VITAL 7 BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión aceptada (potprint). Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. En cuanto al texto de Platero, si bien no se rubrica con una dedicatoria a Giner a la manera de El licenciado Vidriera azoriniano, debió una parte de su éxito inicial al espaldarazo que recibió del pedagogo, que lo convirtió en el regalo de sus últimas Navidades (Jiménez 2020: 281). Javier Blasco y Teresa Gómez Trueba han detallado que Juan Ramón comenzó a trabajar en él en torno a 1906, concibiéndolo como parte del ‘todo más amplio’ de las Baladas o Elejías andaluzas (1994: 153). Sin embargo, a la altura de 1914 tuvo que entregarle apresuradamente a Francisco Acebal (1866–1933), director de la editorial La Lectura, una ‘versión abreviada’ (González Ródenas 2017: 26–27) para compensar el no haber concluido a tiempo una traducción del poeta indio Rabindranath Tagore (1861–1941) que tenía apalabrada y que había prometido realizar en colaboración con Zenobia Camprubí (1887– 1956), por entonces su novia. Esa selección de textos se publicó dentro de la colección Biblioteca de Juventud como una obra para niños y, aunque ese pueda advertirse como otro de los motivos de su éxito, es bien sabido que Juan Ramón no quedó nada conforme con la edición: ‘un hombre que se decía mi amigo te cojió y te quiso mostrar. Te puso a su gusto, un poco ridículo’ (Jiménez 1969: 854). Sin embargo, fue gracias a esa apresurada selección ―subsanada cuando el poeta entregó el libro completo a la editorial Calleja en 1917, esta vez con los 138 fragmentos proyectados originalmente en lugar de con los 64 que habían aparecido en La Lectura (Predmore 2000: 73)― como Giner pudo conocer a Platero y convertirse en su primer valedor. El filósofo, en su lecho de muerte, confesó a Juan Ramón que le había maravillado: ‘“Es perfecto”, me dijo lento. “Con esta sencillez debía usted escribir siempre”’ (Jiménez 2020: 281). Pasemos ahora a examinar ambas obras, a identificar esas similitudes que las aproximan (sin olvidar algunas diferencias), y a comprobar si en efecto puede atisbarse en ellas el influjo krauso-gineriano que Azorín y Juan Ramón gustaron de ponderar. 3. Ética y estética hermanadas: dos autores no tan torremarfileños El licenciado Vidriera constituye una muestra excepcional de la ‘inspiración libresca’ (Fox 1988: 121) que acostumbraba a mover la pluma de Azorín. El autor parte de la novela ejemplar cervantina homónima (en la que el personaje de Tomás Rodaja se vuelve loco después de consumir el bebedizo ofrecido por una prostituta y cree estar fabricado completamente de vidrio) con el propósito aparente de reelaborarla, de reconstruir la infancia del protagonista y de profundizar en los motivos de su locura. Sin embargo, Azorín termina apartándose notablemente del texto cervantino para construir una novela plenamente original (o ‘ensayo novelesco’, que es como lo calificó más tarde, 1961: 279) en https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 MIGUEL ÁNGEL MARTÍN-HERVÁS 8 Esta es la versión aceptada (postprint) del artículo publicado en BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. la que asistimos a los distintos momentos de formación de un artista (Tomás Rueda) que se convierte en ‘un hombre sensible orientado hacia su mundo interior’ (Lozano Marco 2019: 244). Detrás de este nuevo Tomás Rueda no es difícil distinguir la voz del propio Azorín manifestándose ‘en primer plano por delante de aquello que se cuenta’ (Lozano Marco 1994: 24) y construyendo, en definitiva, ‘un Tomás Rueda a su imagen y semejanza’ (Lozano Marco 2000: 77). Por lo que respecta a Platero y yo, el subtítulo de Elegía andaluza sintetiza bien el argumento de una obra que ha sido catalogada por unos como ‘poema en prosa’ (Bermúdez-Cañete 1981: 776; o Cardwell 2020: 40) y por otros como ‘relato poético’ (Urrutia 1997: 18), pero que, en cualquier caso, se construye sobre las vivencias (líricamente transformadas) de Juan Ramón Jiménez durante su etapa juvenil en Moguer contrastadas con las nuevas ―y melancólicas― emociones que experimenta al regresar a su lugar natal años después. La aparente divergencia en las fuentes de inspiración de ambas obras (literaria en el caso de Azorín, y objetivo-realista en el de Juan Ramón Jiménez, como demostró Cardwell en 2008), en el género, y aun en los protagonistas (Tomás Rueda en la obra azoriniana y el propio poeta en Platero y yo) podría no invitar a la comparación crítica. Sin embargo, lo cierto es que Tomás Rueda no tarda en convertirse en un alter ego de Azorín (en esa tendencia tan suya a ‘infundirse en personajes ya creados por otros o de infundir a aquellos calidades y emociones en los que su propia sensibilidad se complacía’, Sobejano 1968: 242); que Juan Ramón también concibió Platero bajo cierto hibridismo que recuerda al dubitativo ‘ensayo novelesco’ con que Azorín calificó su Licenciado (en el caso de Juan Ramón, llamó a Platero libro de ‘ensayos esternos e inspiración objetiva’, como recuerda Palau de Nemes 1974: 545); y, en definitiva, que una lectura un poco más atenta revela sin demasiada dificultad similitudes estéticas, filosóficas, y aun semejanzas en el plano de la concepción pedagógica que merece la pena poner de manifiesto. Comencemos por el asunto de las similitudes artísticas y, particularmente, de una concepción del quehacer estético que no elude el compromiso ético. Nos parece relevante destacar que dos autores a los que separaban ocho años de edad y que con frecuencia han sido incluidos en generaciones diferentes, en realidad hayan coincidido durante más de una década (porque todo el Platero de 1917 llevaba gestándose desde 1906) en un similar concepto de la creación estética que, en parte (aunque no en exclusiva), hunde sus raíces en Giner de los Ríos y en los krausistas. Giner llevaba desde 1876 advirtiendo de las profundas relaciones que establecía el https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 AZORÍN A LA BÚSQUEDA DE LA IMPERTURBABILIDAD ESTÉTICA Y VITAL 9 BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión aceptada (potprint). Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. arte con otras esferas de la actividad humana (conocido es el aserto en el que relaciona la literatura con la historia y con los supuestos rasgos idiosincrásicos de las naciones: ‘no es otra cosa la literatura que el primero y más firme camino para entender la historia realizada; mentor universal, nos reproduce lo pasado, nos explica lo presente, y nos ilustra y alecciona para las oscuras elaboraciones de lo porvenir’; en 1919: 164) y precisamente Azorín quiso comenzar su discurso de Aranjuez de 1913 recalcando que ‘no es principalmente una orientación literaria lo que, a mi parecer, nos congrega aquí’ porque ‘la estética no es más que una parte del gran problema social’ (Jiménez 2005: 140). Según Elena de Jongh, el ‘eticismo-estético krausista’ (1991: 149) halló eco en la obra del joven Martínez Ruiz hasta aproximadamente 1903 (fecha hasta la que alcanza su análisis), y a ello habría que añadir que no solo hasta ese año, o que tampoco el influjo de Giner fue, en este sentido, exclusivo. En cualquier caso, lo cierto es que la convicción de que el arte puede constituir un cauce para la reforma del individuo y de la sociedad también trasluce en El licenciado Vidriera. Porque la obra se compone de una serie de breves cuadros líricos realmente bellos y que conmueven estéticamente al lector (pensamos, por ejemplo, en el momento en que Tomás Rueda tiene que abandonar Salamanca y dejar atrás el cuartito desde donde ‘ha visto cómo acrecía, cómo amenguaba, cómo se encendía, como se debilitaba la claror solar’ que iluminaba un muro blanco que ‘no contemplará más’, Azorín 1915: 77–78); pero no deja de ser la historia de un hiperestésico que ‘decide abandonar España ante la aspereza, frivolidad y agresividad de un ambiente al que no ve solución’ (Lozano Marco 1994: 36). La marcha de Tomás Rueda supone una condena a un ambiente de violencia y brutalidad que ‘me hace un daño enorme’ (Azorín 1915: 132). También es bien sabido que la descripción aparentemente naíf de un Platero ‘pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón’ (Jiménez 2020: 63) inaugura una obra en realidad enormemente crítica con la brutalidad y las injusticias que Juan Ramón aprecia en Moguer. Platero y yo no es, por tanto, la creación de un poeta estetizante que se despreocupe de lo que sucede a su alrededor, sino la obra de alguien que confía en el poder reformador de la poesía y, particularmente, en su potencial como arte de la mirada, mediante el que se es capaz de descubrir lo que otros no ven, incluidas las injusticias. Es precisamente esa mayor sensibilidad del poeta la que le lleva a percibir, en el fragmento XCIV (‘Pinito’), una injusticia social (el hambre, la pobreza) bajo la apariencia de lo que todos los demás consideran tontuna o locura. Hablaban en Moguer de ser ‘maj tonto que Pinito’ para aludir a un hombre cuya falta parecía consistir en ir corriendo ‘casi https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 MIGUEL ÁNGEL MARTÍN-HERVÁS 10 Esta es la versión aceptada (postprint) del artículo publicado en BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. en cueros por la calle Nueva’; pero el poeta sabe dirigir la mirada y descubrir no solo el momento de excentricidad, sino aquel otro en el que, ‘cabizbajo y dando tumbos’, el supuesto loco regresa ‘a su cueva sin alquiler, cerca de los perros muertos, de los montones de basura y con los mendigos forasteros’ (Jiménez 2020: 189). En El licenciado Vidriera hallamos un caso que recuerda al de Pinito, al menos en la sensible compasión que el escritor muestra hacia él: se trata de don Lope de Almendares, un hombre que ha dado en la manía de creerse ‘olvidado y postergado’ por el rey después de todos los buenos servicios prestados y del que los estudiantes salmantinos se mofaban continuamente. Solo Tomás Rueda, más sensible y más poeta que el resto en su capacidad de profundizar bajo la apariencia de las cosas (como Juan Ramón), evitaba la burla, porque a él le atraía ‘este hombre bondadoso, que lleva por la vida una quimera. Quimera, ensueño, idealidad, generosidad…’ (Azorín 1915: 74). En Platero, y como último ejemplo de estas ocasiones en las que la mirada sensible del poeta atisba costumbres bárbaras que recrea ―y, de paso, denuncia― con la palabra, tenemos el fragmento de ‘La yegua blanca’. El Sordo, un habitante de Moguer, había llevado una mañana a su yegua al ‘moridero, harto ya de darle de comer’, pero ‘a eso del mediodía la yegua estaba otra vez en el portal de su amo’: Él, irritado, cogió un rodrigón y la quería echar a palos. No se iba. Entonces le pinchó con la hoz. Acudió la gente y, entre maldiciones y bromas, la yegua salió, calle arriba, cojeando, tropezándose. Los chiquillos la seguían con piedras y gritos… Al fin, cayó al suelo y allí la remataron. (Jiménez 2020: 209) Hubo —recuerda Juan Ramón— algún conato de compasión, pero tan débil ‘como una mariposa en el centro de un vendaval’. Cuadros como el anterior son los que permitieron a Víctor García de la Concha interpretar Platero como un libro krausista, porque en él se percibe el afán de un poeta tratando de ‘cultivar la sensibilidad del pueblo’ (1983: 109), algo que el propio Giner defendió en numerosas ocasiones. Entre ellas, en su ensayo ‘Sobre la educación artística de nuestro pueblo’ (1887), en el que anhela que diversiones como ‘los toros, la taberna y los juegos de carta’ vayan siendo progresivamente sustituidas por otras como ‘las buenas lecturas’ o la contemplación de ‘las obras de arte’ (Giner 1933: 58). También es lo que permitió a Michael P. Predmore leer la obra como un camino ascendente de purificación en el que el poeta, con su ejemplo, ‘ha preparado el mundo para mayores grados de perfeccionamiento moral, ha contribuido (de acuerdo con la concepción krausista de la historia) a la marcha ascendente del hombre hacia la plenitud vital’ (2000: 67). Creemos que https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 AZORÍN A LA BÚSQUEDA DE LA IMPERTURBABILIDAD ESTÉTICA Y VITAL 11 BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión aceptada (potprint). Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. estas mismas conclusiones resultan extrapolables a El licenciado Vidriera, especialmente teniendo en cuenta que el propio Azorín valoró como logro más notorio del krausismo no el haber diseñado tal o cual sistema de pensamiento abstracto, sino el haber encarnado ‘una manera de sentir la vida’ caracterizada por la ‘austeridad’, la ‘serenidad’ el ‘sentido de reflexión’, y el haber transmitido a cierta parte de la sociedad española una profunda inquietud por la reforma moral y cívica (Azorín 1916). 4. Dos obras a la búsqueda de la armonía y de la conexión con la naturaleza Azorín escribía las palabras anteriores en 1916, apenas un año después del fallecimiento de Francisco Giner de los Ríos y cuando, a su juicio, el krausismo español no había sido ‘estudiado debidamente todavía’ (Azorín 1916). Hoy el movimiento se encuentra mucho mejor analizado y las investigaciones han corroborado sus impresiones. Tal y como ha explicado Pedro Cerezo Galán, si hay una idea clave que resuma el pensamiento del filósofo alemán Karl Christian Krause (1781–1832) es la de armonía (2011: 123). Tal concepto arraigó en Francisco Giner de los Ríos y quedó plasmado en una visión del mundo que evitaba antiguas disociaciones como las establecidas entre cuerpo y alma, ética y estética, educación racional y educación sentimental e, incluso, entre religión y ciencia. A hermanar estas últimas dedicó, por ejemplo, un denso tratado titulado ‘Religión y ciencia’, en el que cita profusamente el Ideal de la humanidad (1811) de Krause para concluir que ‘la armonía de la Fe y el Saber’ deben conducir a ‘una concepción unitaria de la vida’; en Giner 1922: 282). Por otro lado, en sus Estudios de literatura y arte, Giner defendió que el cuerpo lleva, como el espíritu, ‘el sello de su origen divino’, por lo cual ‘es deber nuestro cultivarlo, conocerlo, amarlo, querer su bien, dirigir y desenvolver sus fuerzas, velar por su salud, manteniéndolo ágil en sí y como parte que es a una de la humanidad y la Naturaleza’ (Giner de los Ríos 1919: 17). Tal concepción integradora de las relaciones entre cuerpo y alma derivó, como es sabido, en un sistema pedagógico que reclamaba actuar, de manera integral, sobre la educación ‘intelectual, moral, afectiva, estética y físico-corporal’ (Viñao 2011: 142). Pero no solo en lo que hoy llamaríamos currículo de los distintos niveles educativos arraigaron estas ideas, sino hasta en la planificación arquitectónica de sedes, museos o edificios institucionistas, o en la promoción de lo que en Educación y enseñanza bautizó como ‘campos escolares’ (Giner 1933: 193). El principio allí calurosamente defendido de que ‘la escuela disponga siempre del máximo de campo’ (Giner 1933: 224) es el que guio proyectos de inspiración institucionista como la Residencia de Estudiantes, fundada en 1910 sobre las https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 MIGUEL ÁNGEL MARTÍN-HERVÁS 12 Esta es la versión aceptada (postprint) del artículo publicado en BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. bases del ‘buen gusto y el refinamiento asociados a la sencillez y la simplicidad en los edificios, en su disposición interior, en las publicaciones o en cualquier otra expresión material, la belleza asociada a la virtud, la higiene y el cuidado del cuerpo’ (García-Velasco 2011: 80). El licenciado Vidriera y Platero y yo son dos obras en las que se reflejan muy bien estas aspiraciones. Recordemos que fue leyendo las Bucólicas de Virgilio como a Azorín se le había venido a la mente la grata imagen de una ‘amplia casa aristocrática’ en la que convivían, ‘en amigable comercio con las musas, un hombre docto y bueno y unos muchachos llenos de ilusiones y de esperanzas’ (Azorín 1915: 157–58). Dentro de la propia novela, resulta difícil no acordarse del espíritu institucionista al contemplar la armonía que reinaba en el caserón del pequeño Tomás Rueda y en su casa familiar de la Olmeda antes del fallecimiento de su madre. Gracias al cuidado de esta esmerada mujer, prevalecía allí el concierto entre hombres, plantas y animales. En el hogar siempre ‘se veían ramos de flores encima de las mesas y de los escritorios’, cortadas por ‘unas manos blancas y finas’ que ‘con mucho cuidado unían en un haz las rosas y los jazmines’ (Azorín 1915: 14). Asimismo, la Olmeda era un lugar en el que ‘la población pintoresca y simpática de los gallos, gallinas, ánades, pavos y pavones’ tenía especial protagonismo (Azorín 1915: 39). Más adelante, conforme vayan pasando los años y quedando atrás el influjo benefactor de la madre de Tomás Rueda, será precisamente la brusquedad, la violencia, y, en definitiva, la ausencia de armonía, lo que desencadene su mal. Azorín explica que fueron unos amores turbulentos los que desataron la hipersensibilidad de su personaje: Tomás ha bebido un vino dulce y violento. ¡Qué aspereza y qué suavidad! Existen mujeres terribles; mujeres apasionadas y ardientes; mujeres que subyugan y de cuyo sortilegio es imposible desprenderse. Tomás quería y no quería. […] Fueron tan violentos para su sensibilidad aquellos días, fue tan honda y violenta la conmoción de todo su organismo, que un día Tomás sintió su cerebro todo hecho fuego, y no pudo mantenerse en pie. La fiebre comenzó a devorarle. No podía moverse de la cama. (Azorín 1915: 116–17) En el caso de Juan Ramón, Cardwell ya señaló que ‘los temas del concierto humano con el medio ambiente, especialmente con la naturaleza, y del hombre completándose en su trabajo y en su vida son insistentes en Platero’ (2020: 32). De entrada, la elección del simpático burrito como privilegiado confidente de la intimidad del poeta ya señala ‘la sencillez y la aproximación a la naturaleza como fuentes de la verdadera poesía’ (Vientos Gascón 1957: 398). En un ambiente por lo general embrutecido en el que, en ocasiones, ni https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 AZORÍN A LA BÚSQUEDA DE LA IMPERTURBABILIDAD ESTÉTICA Y VITAL 13 BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión aceptada (potprint). Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. la vida humana merece el suficiente respeto, el poeta es de los pocos (no el único) preocupado por restablecer la sintonía con los demás elementos del universo, siguiendo el ideario krausista. Por eso es tan frecuente sorprenderlo contemplando ensimismado el canto de los pajarillos o procurando poner un poco de dulzura en el trato con los animales. En el cuadro XXXII (‘Libertad’), por ejemplo, el poeta salva a unos pajarillos de la red con que iban a atraparlos unos niños después de haber colocado un reclamo en una umbría: Monté en Platero y, obligándolo con las piernas, subimos, en un agudo trote, al pinar. En llegando bajo la sombría cúpula frondosa, batí palmas, canté, grité. Platero, contagiado, rebuznaba una vez y otra, rudamente. Y los ecos respondían, hondos y sonoros, como en el fondo de un gran pozo. Los pájaros se fueron a otro pinar, cantando. (Jiménez 2020: 104) En el fragmento XXXIX, Aglae, una de las Gracias, diosas del encanto, la belleza, la naturaleza y la creatividad humana, aprueba la jovialidad con que el poeta y su burro juegan una mañana de especial alegría, así como el respeto que ambos manifiestan hacia la naturaleza: ‘Aglae, la donadora de bondad y de hermosura, apoyada en el peral que ostenta triple copa de hojas, de peras y de gorriones, mira la escena sonriendo’ (Jiménez 2020: 114– 15). Y, por último, como en el caso del Tomás Rueda azoriniano, es la brutalidad y la inarmonía lo que angustian al poeta. En el fragmento LVIII, la asistencia a una pelea de gallos causa a Juan Ramón un malestar comparable a ‘una agudeza grana y oro que no tenía el encanto de la bandera de nuestra patria sobre el mar o sobre el cielo azul’, ‘un malestar como el que me dieron siempre las barajas de naipes finos con los hierros de los ganaderos en los oros’ (Jiménez 2020: 141). 5. Concomitancias en cuanto a ideal educativo Cuando se aborda el análisis de la literatura española de principios del siglo XX en base a una metodología generacional demasiado estricta (por ejemplo, separando a ‘los del 98’ y ‘los del 14’), con frecuencia se pierde una perspectiva de época que podría arrojar más similitudes que diferencias entre unos autores distanciados, al fin y al cabo, por menos de diez años de edad. Decimos esto porque subyace en Juan Ramón y en Azorín una trayectoria formativa muy similar que impregnó sus obras de características también comunes. Nos encontramos ante dos escritores criados en colegios religiosos de los que no guardan buen recuerdo (el de los jesuitas de San Luis Gonzaga, en el Puerto de Santa María, en el caso de Juan Ramón; y el de los Padres Escolapios de Yecla, en el de Azorín), de los que heredaron cierta tendencia a la melancolía y al retraimiento, y cuyo ejemplo https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 MIGUEL ÁNGEL MARTÍN-HERVÁS 14 Esta es la versión aceptada (postprint) del artículo publicado en BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. contrastaron con un modelo educativo krauso-institucionista con el que entablaron algún contacto en la Universidad y que se les figuró más deseable. Debemos recordar que Francisco Giner había exhortado, en su discurso inaugural del curso 1880–81 de la Institución Libre de Enseñanza, a suprimir ‘el estrado y la cátedra del maestro, barrera de hielo que lo aísla y hace imposible toda intimidad con el discípulo’, así como ‘el banco, la grada, el anfiteatro, símbolos perdurables de la uniformidad y del tedio’ (1935: 34). Su ideal pedagógico se había regido por las máximas de buscar la ‘variedad’ (1933: 210) o potenciar ‘la animación, la alegría, el bien del cuerpo y el del alma’ (1933: 211). En definitiva: había promulgado lo que hoy llamaríamos ‘educación por la acción’ (Viñao 2011: 145) o pedagogía ‘al servicio de la vida, motivadora, alegre, lúdica’ (Vázquez Medel 2014: 48). Bien, pues en El licenciado Vidriera y en Platero y yo se atisba esa querencia hacia un ideal educativo del que en realidad sus autores no disfrutaron en la niñez, pero que empezaron a intuir como preferible desde que tomaron contacto con él en la Universidad (en el caso de Azorín, habría que exceptuar el periodo de 1907–10, donde se vio involucrado en algunas polémicas que lo llevaron a defender, en la línea de su militancia conservadora, la educación tradicional). En el caso de El licenciado Vidriera, es significativo anotar que el maestro encargado de la educación del protagonista está despojado del ceño adusto y del rigorismo que los institucionistas condenaban. En lugar de sentado severamente en una cátedra, emerge ‘montado en un borriquito’ y llega a la casa de campo de la Olmeda rebosando vitalidad: ‘en su faz resaltan dos colores: el rojo muy rojo, de las mejillas y el blanco, blanco de nieve, de la barba’. No es alguien, además, que permanezca ascéticamente indiferente a los placeres sensibles ni a los estímulos de la vida: por el contrario, sus ojos ‘brillan de un modo singular’ cuando ‘se percibe un grato olor de cocina, o cuando pasa una linda moza, o cuando el maestro cuenta las cosas de Flandes y de Italia’ (Azorín 1915: 41–42). En Platero, aparentemente, no se retrata a un maestro con las cualidades de jovialidad y comprensión demandadas por los institucionistas, sino su antítesis: una maestra que obligaría al burro ―en el caso de asistir a la escuela― a permanecer ‘dos horas de rodillas en un rincón del patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría un papel ardiendo bajo el rabo’ (Jiménez 2020: 69, cuadro VI). Y remarcamos el aparentemente porque, en realidad, el ideal de educador institucionista sí se detecta en el libro: es el propio poeta. No ha adquirido una formación reglada que le habilite para ejercer como tal, pero a la postre se erige en modelo de maestro sensible y piadoso. Él no castigaría a Platero poniéndolo de rodillas, sino que le https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 AZORÍN A LA BÚSQUEDA DE LA IMPERTURBABILIDAD ESTÉTICA Y VITAL 15 BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión aceptada (potprint). Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. enseñaría ‘las flores y las estrellas’ (Jiménez 2020: 70). Tampoco lo convertiría en ‘héroe charlatán de una fabulilla, trenzando tu expresión sonora con la de la zorra o del jilguero, para luego deducir, en letra cursiva, la moral fría y vana del apólogo’ (Jiménez 2020: 233, cuadro CXXV). En cambio, le enseñaría a observar con atención y curiosidad a su alrededor y a contemplar la belleza de la naturaleza, manifestada, por ejemplo, en el vuelo de una mariposa: Platero, ¡mira qué bien vuela! ¡Qué regocijo debe ser para ella el volar así! Será como es para mí, poeta verdadero, el deleite del verso. Todo se interna en su vuelo, de ella misma a su alma, y se creyera que nada más le importa en el mundo, digo, en el jardín. Cállate, Platero… Mírala. ¡Qué delicia verla volar así, pura y sin ripio! (Jiménez 2020: 242, fragmento CXXXI). Se entiende, entonces, que aun no tratándose de un libro para niños (como su autor se esforzó en repetir), Platero admita también una lectura en clave de relación maestro- discípulo mediante la cual el burro adquiere la forma de un niño ‘a quien el poeta va introduciendo con extremado cariño, con mimo, en la vida adulta’ (Gómez Yebra 1991: 388) y al que enseña, fundamentalmente, a observar (aunque el aprendizaje se torne recíproco). Javier Blasco y Teresa Gómez Trueba interpretaron Platero como ‘una escuela de la mirada, en la que se nos enseña a ver lo eterno en medio de lo caduco; lo infinito en el seno de lo temporal’ (1994: 154). Estamos convencidos de que en esto también se asemejan Platero y El licenciado Vidriera. Al fin y al cabo, el propio Juan Ramón consideró el libro de Azorín como ‘uno de los mejores escritos del idioma castellano’ (Guerrero Ruiz 1961: 39) y retrató a su autor y entonces amigo como un maestro de la observación y de la sensibilidad: después de haber estado un rato con él ―opinaba Juan Ramón― ‘se queda uno rezagado entre las flores, en el banco solo, mirando mejor lo solo bello: el chopo de oro, la sierra malva y rosa, el agua clara, entre recuerdos puros…’ (Jiménez 1987: 156). 6. Conclusiones José-Carlos Mainer, comentando hace unos años el libro La generación del 14: una aventura intelectual de Manuel Menéndez Alzamora, advertía que, si bien para los estudios de historia intelectual podría resultar productivo el término de generación, la cosa se complicaba al hablar de literatura, donde ‘no es fácil establecer fechas tajantes ni agrupaciones cerradas, porque la secuencia de lo estético tiene mucho de autónoma y personal’ (Mainer 2007). Creemos que este artículo contribuye a demostrarlo. A nadie escapa que, siguiendo el método generacional, Azorín y Juan Ramón Jiménez han sido ubicados en generaciones https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21 MIGUEL ÁNGEL MARTÍN-HERVÁS 16 Esta es la versión aceptada (postprint) del artículo publicado en BULLETIN OF HISPANIC STUDIES, 2022, 99:4, pp. 311-326. Versión definitiva en: https://doi.org/10.3828/bhs.2022.21. literarias distintas, separadas supuestamente por notables diferencias. Sin embargo, profundizando un poco, las semejanzas no tardan en emerger. En 1981 Richard A. Cardwell ya evidenció algunas de esas líneas de confluencia entre Juan Ramón Jiménez y sus predecesores ‘noventayochistas’, y creemos que el cotejo de El licenciado Vidriera y Platero y yo aquí planteado ha puesto de manifiesto otras. En particular, la comparación de El licenciado Vidriera y Platero revela una similar concepción de la creación artística en la que la profunda introspección lírica no está reñida con la voluntad de denuncia ético-social. El cotejo confirma también una similar aspiración a la armonía, entendida, a la manera krausista, como conciliación de ideas antes juzgadas opuestas y como plena integración del ser humano en el medio natural que le rodea. El análisis destapa, asimismo, una común preocupación por la manera en que se educa a las generaciones futuras, apostando por una pedagogía de carácter más amable, vitalista y menos rigorista que la que a ellos les tocó vivir. Y, por último, la lectura de ambas obras y el examen de las opiniones y juicios críticos emitidos por los propios autores confirman que tras estas concomitancias late un común influjo krausista. A nadie escapa que separan al Azorín y al Juan Ramón de los primeros quince años del siglo XX diferencias en el plano ideológico (el primero militó en el partido conservador entre 1907–09 y entre 1914–17, en tanto que el segundo se mostró próximo al proyecto del partido reformista en torno a 1914) o estético (ilustradas, por ejemplo, en la mayor tendencia de Azorín a utilizar textos clásicos como fuente de inspiración para la configuración de nuevas obras) que aquí acaso solo se han podido esbozar. Sin embargo, también es cierto que una lectura atenta de sus producciones permite atisbar una sensibilidad común y unas similitudes en materia de estética, de filosofía o de pedagogía que seguramente expliquen el momento álgido de amistad que unió a ambos durante el marco temporal tomado como base en este artículo. Yendo un poco más allá de ese contexto, resultaría sin duda de interés profundizar en el asunto de las divergencias estéticas (poesía intelectual y un tanto hermética de Juan Ramón frente a un renovado ardor clasicista en el caso de Azorín) que comenzaron a alejarles al filo de la década de los años veinte. Quede esa como una posible tarea para investigaciones futuras. Obras citadas Azorín, 1915. El licenciado Vidriera (Madrid: Publicaciones de la Residencia de Estudiantes). Azorín, 1916. ‘Aniversario. D. Francisco Giner’. 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En el origen (con Giner al fondo) de El licenciado Vidriera y Platero 3. Ética y estética hermanadas: dos autores no tan torremarfileños 4. Dos obras a la búsqueda de la armonía y de la conexión con la naturaleza 5. Concomitancias en cuanto a ideal educativo 6. Conclusiones Obras citadas