La regla de oro: tiempos modernos
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2015
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Marcial Pons
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En un ensayo escrito hace tiempo, trazábamos la evolución de la llamada Regla de Oro o Regla Áurea, a modo de principio estructural y definitivo de una cierta ética vinculada al mundo jurídico en tiempos antiguos, tardoantiguos, protomedievales y medievales plenos, cuando ambos ámbitos conformaban un universo común prescriptivo que poseía las mismas fuentes, los mismos fundamentos y los mismos desarrollos ulteriores. También las mismas fuerzas vinculantes. Allí empezaba y acababa toda reflexión moral imaginable, pero dicha moralidad era capaz de traspasar las fronteras que, desde nuestra mentalidad y perspectiva actuales, la acantonan y la delimitan con precisión quirúrgica. Era algo más que la pura reflexión interior sobre conductas y efectos de las mismas. Orígenes, formulaciones, derroteros y pervivencias conformaban el guión de aquella ya remota exposición dedicada al mundo grecorromano, judeocristiano y medieval, y al perfecto ensamblaje forjado por las prescripciones religiosas, apoyadas en una cierta dimensión ética y que acababan por iluminar la vida jurídica, no como tres ambientes diferenciados, sino como partes integrantes de una misma idea de ordenación, de obligatoriedad, de racionalidad remitida a un Ser Superior. Así lo percibían los principales protagonistas del relato y los depósitos donde aquél se condensaba: las Sagradas Escrituras, Viejo y Nuevo Testamento, apologetas y Padres de la primera Iglesia, Agustín de Hipona en muchos pasajes de su vastísima obra, Benito de Nursia, Atón de Vercelli, los dos Anselmos, el de Canterbury y el de Laon, Hugo de San Víctor, Pedro Lombardo, Pedro Abelardo, Bernardo de Claraval, Alejandro de Hales, fuentes canónicas y seculares (incluidas las Partidas alfonsinas), Buenaventura, Hugo de San Víctor o Alberto Magno, entre otros muchos. Religión, Ética y Derecho, todavía no separados, ni aun con visos de serlo (rasgo de la Modernidad ese abismo que los escinde y los remite al mundo interior y al mundo exterior, respectivamente), formaban parte del plan cósmico con el que Dios regía todo lo creado, lo visible y lo invisible, lo terrenal y lo que no lo era, lo sensible y lo racional, lo vivo y lo inerte. Todo objeto y todo sujeto, animal o no, allí comparecientes tenían que aceptar esta dependencia férrea e irrenunciable en relación a la Divinidad y a su ordenación. Lo individual y lo colectivo se guiaban por las mismas reglas. Por supuesto, tenía cabida aquí el conjunto de prescripciones con las que se dirigía la vida de la más preciada de las criaturas de esa generación ex nihilo, criatura hecha a imagen y semejanza de Dios: el hombre. También éste formaba parte de ese plan, sin excepción de ninguna clase, y, con arreglo al mismo, dentro de unos mínimos reconocidos de libertad, se plegaba a todas y cada una de aquellas prescripciones que se le habían ido disponiendo desde el momento mismo de su creación y que iba conociendo merced a todo un proceso de descubrimiento interno en el que colaboraba de forma entusiasta la razón.